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Los turistas viajan a Bangkok por muchas razones: una cita amorosa, una operación de cambio de sexo, una estancia en un hotel de lujo o simplemente por el hecho de desaparecer unos cuantos días. Lawrence Osborne viajó a Bangkok por la odontología barata. Una vez allí descubrió que podía vivir con unos pocos dólares al día. Y decidió quedarse. Osborne es un flâneur, se pasea por las calles de la ciudad, por los canales de la parte vieja, es un asiduo del restaurante No Hands, merodea por los barrios olvidados, los templos derruidos y los bares y clubs de alterne para mostrarnos un lugar vivo, febril, donde una antigua mezcla de la práctica budista y las nuevas costumbres sexuales ha terminado creando una versión de la modernidad que poco tiene que ver con Occidente. Como los perdedores de las novelas de Graham Greene, Osborne quizá llegó hasta Bangkok para dejar atrás su vida, tal vez porque Bangkok es una ciudad que no se parece a ninguna otra, por encarnar una nueva, fantasmagórica, y en gran parte aún inexplorada forma de vida. La crítica ha dicho «Cualquier occidental curioso que desee emprender un viaje oriental y decadente con un escritor que lo mantenga pegado a sus páginas, debería sin duda comprar un ejemplar de Bangkok.» The New York Times «Tal vez sea el mejor de los escritores que todavía no conoces, el más intenso, el más visceral, el más auténtico.» Javier Blánquez, El Periódico
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Seitenzahl: 360
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Portada
Bangkok
Bangkok
lawrence osborne
Traducción de Magdalena Palmer
Título original: Bangkok days
Copyright © Lawrence Osborne, 2009
© de la traducción: Magdalena Palmer, 2018
© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2018
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: abril de 2018
Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Mercado flotante de Amphawa
© Nimon Thong-uthai | Dreamstime
Imagen de interior: Lawrence Osborne en Bangkok, 2016
Fotografía de Pasistha Kaewmak
Imagen de la solapa: © Chris Wise
eISBN: 978-84-17109-31-8
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,
ciudad donde reside, en 2016.
Índice
Portada
Presentación
Nota del autor
1. Wang Lang
2. Hombres sin mujeres
3. Si Ouey
4. El dios azul
5. El festín ambulante
6. La flecha de Krishna
7. Oriente /Occidente
8. Sin manos
9. El Club Británico
10. El matadero
11. Señoras de Kuching
12. El caminante nocturno
13. La Casa Blanca
14 . Las estructuras supraglóticas
15. Fritzy
16. El paraíso de los elefantes
17. Thong Lor
18. En busca de otro pasado
19. Soi 33
20. Un fin de semana en el campo
21. El Pyathai
22. Insurrección
23. Té con la hermana Joan
24. El fin de los tiempos
25.El Eden Club
26. El palacio de hierro
27. Otro día de amor
Lawrence Osborne
Otros títulos publicados en Gatopardo
Para Chris y Sam:
muchas fêtes
Nota del autor
En Bangkok, los nombres de los establecimientos cambian tan rápidamente como en cualquier otro lugar. Por norma general, he conservado los nombres del pasado siempre que lo he considerado oportuno, aunque muchos de esos establecimientos hayan desaparecido. Sin embargo, he cambiado todos los nombres propios para preservar la intimidad.
Huelga decir que esta obra no es un estudio de la cultura tailandesa y que todos los errores de interpretación son míos.
1. Wang Lang
Todo deseo es sufrimiento.
Proverbio budista
Hace algunos años viví en un barrio llamado Wang Lang. Desde donde me encuentro ahora, contemplando los trenes que cruzan Manhattan por el puente de Brooklyn, aquel balcón de Bangkok con vistas al río se me aparece como un pedazo de paraíso perdido para siempre, desmontado y almacenado en un recóndito rincón de mi mente, condenado a pudrirse. A esta misma hora en que Nueva York parece estar saturada de un dramatismo amenazador y de colores artificiales, el río Chao Phraya está repleto de monjes afables que pasean en taxis acuáticos. Las dos ciudades no podrían ser más distintas. Allí, el crepúsculo es de color azafrán. El río ofrece paz. Los monjes desembarcaban en el muelle de Wang Lang con sus sombrillas y sus tradicionales rosarios mala de ciento ocho cuentas, que corresponden a las ciento ocho pasiones del hombre enumeradas por Avalokiteshvara. Reparaban en el farang que se tomaba un gin-tonic en el balcón y le dirigían una mirada divertida y distante, como preguntándose: «¿Es eso un hombre solo?». La mirada de Buda cuando brinda protección con su mano izquierda levantada, abhaya.
Allí prefería la noche. Los días resultaban demasiado calurosos y a mí sólo me gusta el calor sin sol. Era un caminante nocturno. Se trataba de una soledad elegida y calculada: recorría las calles hasta altas horas de la madrugada, merodeando como un mapache. Acabó gustándome el olor a albahaca seca y humo de marihuana que Bangkok parecía expulsar por unas narices invisibles; me gustaban las chicas que se cruzaban conmigo en la oscuridad, diciéndome «¿Bai nai?» como si las palabras fuesen monedas lanzadas al aire en un bar. Me gustaba la feroz decadencia de la ciudad.
Me despertaba de la siesta en una pequeña habitación blanca del complejo de apartamentos Primrose. Apenas tenía nada: un Buda barato del mercado de Chatuchak, un anaquel. Y también una alfombra de la India. La vida es simple cuando estás sin blanca. Me preparaba un gin-tonic en el balcón y saludaba a los monjes. Mis días estaban deliberadamente vacíos, no tenía trabajo y me había dado a la fuga. «On the lam», como decían los antiguos gánsteres americanos. Según mi diccionario Webster’s, lam significa «huida precipitada». Sí, había salido huyendo por piernas. Era un fugitivo.
Al otro lado del pasillo vivía un inglés llamado McGinnis. No sabía si se trataba de un nombre real o ficticio. Se percibía en él cierta afectación de clase alta, un físico huesudo, desprovisto de músculo, e iba vestido con ese lino blanco pasado de moda desde hacía lustros. McGinnis vendía aparatos de aire acondicionado en centros de convenciones y hoteles de Bangkok, un próspero negocio en aquella ciudad sofocante, y decía que en sus ratos libres se dedicaba a recopilar una guía de bares para enriquecer las vidas ajenas. A esa hora parecía un gato sucio, sentado en su balcón, mientras bebía despacio una cerveza Singha combinada con algún licor de frutas y comía aceitunas. Me miraba y sonreía, como si acariciase un gato además de serlo. Al otro lado se alojaba un español llamado Helix. Helix, no Félix. O, al menos, eso creía haber oído. Helix el artista, que pintaba frescos en los bares de esos mismos centros de convenciones y hoteles. Ambos representaban un ejemplo paradigmático del tipo de hombre profundo y con talento que se puede encontrar en Bangkok.
Había más. En la planta baja vivía otro extranjero, un escocés mayor llamado Farlo que regentaba un hostal rústico para tipos aventureros que había construido él mismo, en Camboya. Era de Dundee, había sido paracaidista del ejército británico y llevaba la boina ladeada. Su cabeza albergaba un pedazo de metralla de la guerra de Angola. Metralla cubana. No convenía cruzarse con él en el pasillo de noche, cuando iba borracho. Te agarraba del brazo y decía: «Hora de cascársela, hijo».
Todas las noches, a las seis, cuando salía a la calle perfumado por una ducha fría, me sentía como John Wilmot, el conde de Rochester. Las puertas de los apartamentos Primrose se abrían directamente a la calle, como uno de esos ascensores que conducen directamente al ático.
Wang Lang es un barrio caótico en una ciudad caótica. Su calle principal es tan estrecha que al caminar por ella ambos lados de los edificios te rozan la cadera. Mientras avanzaba entre las cocinas abiertas al exterior empapado en sudor, los niños me seguían entre burlas de «¡Yak farang, yak farang!» (gigante extranjero). Yo era el humano más alto de los alrededores, todo un fenómeno o quizá algo peor: un accidente genético irreversible.
Sin embargo, se trataba de un lugar hospitalario para un hombre que no ha hecho nada en la vida, y que probablemente nunca lo hará. Para alguien sin una carrera profesional, sin un porvenir y en un estado de ruina permanente, resultaba el refugio perfecto. Los huevos dorados y las bolas de té oolong apenas costaban nada. Podías ir probando exquisiteces desconocidas y siempre te quedaba dinero en el bolsillo. En otras palabras, era perfecto para un vago redomado, y el hábitat natural de un fugitivo sin otra finalidad en la vida que holgazanear y vagar sin rumbo, porque sí. Un hombre convertido en rumiante, una cabra.
En Wang Lang perfeccioné el estilo tailandés, llamado khong kin len, de comer a la carrera, y que consiste en amontonar diferentes ingredientes en una hoja de banano mientras uno avanza a buen paso y va pensando al mismo tiempo, sin perder nunca el equilibrio. Las calles no tienen salida, por lo que es absurdo tomar una dirección determinada. Todas terminan en pequeños teatros y cafés junto al agua.
Así que me dedicaba a caminar arriba y abajo, comiendo huevos dorados y trocitos de calamar seco. Al anochecer, cuando el aire se tornaba ceniciento y mi nariz percibía un olor indefinible, el aroma acre de las prik kee noo (literalmente, guindillas «caca de ratón») tostándose en aceite caliente y salsa de tamarindo, empezaba a hundirme como una piedra en mi propio pozo. La ciudad no es más que un protocolo para esta caída. Porque Bangkok es donde se refugian algunas personas cuando sienten que ya nadie las puede amar, cuando se rinden.
También era el caso de los otros inquilinos. Sin blanca, decepcionados, rechazados, habían huido a Oriente. Mis primeras noches en Wang Lang jugué con ellos al ajedrez en la sala comunitaria, pues me intrigaban sus rostros bronceados y aturdidos. Mi preferido era McGinnis. Se trataba de un hombre sin pasado, un personaje de una novela de Simenon que un día sale de su casa, sube a un tren y mata a alguien en una ciudad remota y desconocida. Era de Newhaven. «En Newhaven sólo hay fortificaciones costeras», decía McGinnis, con la expresión de un matón apacible que acaba de derribar una cometa inofensiva de un certero disparo. «¿Fortificaciones costeras? Eso ya es mucho», pensaba yo. Llevaba la cabeza rapada como un soldado, igual que Farlo, pero no se le parecía en nada más, con ese cuerpo enjuto y alargado. Era ingeniero, licenciado en climatización. Resulta que uno puede sacarse una licenciatura en eso. Él obtuvo la suya en Sheffield.
McGinnis medía dos metros. Destacaba en las puertas, los vestíbulos de hotel y a la luz de las farolas. Tenía algo siniestro, y a mí me encantan los hombres siniestros. Un hombre siniestro no se limita a andar por la calle, sino que se desliza por ella como un magnífico engranaje. Un hombre siniestro no puede ser simpático, pero sí una buena compañía. Pese a su vínculo con la ciencia de la climatización, McGinnis era también sutilmente aristocrático y refinado, aunque se limitara a vender máquinas de aire acondicionado fabricadas en serie. A él no le importaba. Hay aristócratas de espíritu que llevan vidas prosaicas. Todo en McGinnis era felizmente autosuficiente, completo. ¿Sería eso lo que lo hacía siniestro?
Aquellas navidades hacía más calor de lo habitual. En los supermercados, coros de muchachas ataviadas con vestidos de terciopelo rojo y gorros peludos agitaban sus campanas de latón y cantaban «Noche de paz» y «Jingle Bells». Los bares de tofu tenían acebos de plástico en las barras, y eslóganes navideños colgaban de los humeantes rascacielos de la ciudad budista. No corría la menor brisa y nuestro río pasaba ante el Primrose sucio y revuelto, como si un bebé hubiese vomitado en una crema de guisantes. Ristras de algas espesaban su superficie y en la otra orilla los templos se alzaban como inmensas estalagmitas o legumbres de vainas hirsutas. Somerset Maugham, uno de los pocos escritores occidentales que han descrito en detalle la ciudad de Bangkok, dice que deberíamos agradecer que «exista algo tan fantástico».
Cuando por la mañana tomaba café en el balcón y aspiraba el hedor a gasolina y fango procedente del río, algo se agitaba dentro de mí. Como si una hoja seca de mi suelo interno revoloteara con un ligero roce, como un hormigueo de materia muerta que regresa a la vida. Como un cosquilleo en las tripas. Contemplaba las barcazas de arroz que se dirigían al puerto de Klong Toey, a los monjes parlanchines que navegaban con sus sombrillas y sus maletines entre esos mismos templos que salpicaban el río. Detrás asomaban las cuatro torres doradas del Palacio Real y, más lejos, Wat Arun resplandecía por el reflejo de millones de fragmentos de cristal, las teselas de cerámica y la melosa ornamentación concebida hacía dos siglos y medio por artesanos italianos. Las barcazas transportaban monjes y colegiales vestidos con blazers azul marino, y los timoneles soplaban unos ensordecedores silbatos mientras se acercaban al embarcadero. Entonces los neumáticos que protegían el casco de la barca golpeaban la madera podrida con un sonido delicioso, al menos para los oídos de un inglés: fuck.
Desde allí veía a McGinnis, en su balcón vestido con un mono, practicando yoga, el cuerpo estirado al máximo y un hilillo de música jemer colándose por las puertas correderas. Era imposible evitar a los otros inquilinos del Primrose porque la falta de espacio nos obligaba a relacionarnos. Sin cambiar su postura de yoga, McGinnis me gritó con su acento de curtido exiliado:
—He oído que un español se instaló aquí por las mismas fechas que tú. Dice que se llama Helix. No Félix, sino Helix.
Y soltó una risotada desdeñosa.
Poco después McGinnis decidió llevarme río abajo, al hotel Oriental, en un taxi acuático. Para estas excursiones fluviales se vestía con sombrero de paja y unos zapatos Loake bicolor con punteras de acero. El look Muerte en Venecia. Hablaba con las colegialas en un tailandés abominable y lascivo. El hotel tenía un embarcadero propio y allí nos apeamos con todos los turistas gordos.
—No entiendo eso de que no tengas un salario y demás —me confesó McGinnis.
A veces nos sinceramos ante alguien que acabamos de conocer. Por lo visto, tengo facilidad para que eso me suceda. Al principio vine a Bangkok para ir al dentista, le dije, pues no podía permitírmelo en Nueva York. Así de fácil. Aquí, catorce empastes y una endodoncia me habían costado 450 dólares, que era una parte irrisoria de mi póliza anual. Incluso con el billete de avión y un mes de alquiler en el Primrose, me salía a cuenta. En realidad, la razón fundamental de mi estancia en la ciudad era económica. El dinero regía mi exilio temporal, porque los números no dejaban lugar a dudas: Occidente era demasiado caro. Con el tiempo, iba haciéndome a la idea de que tendría que encontrar un lugar similar a éste como asentamiento permanente. En Tailandia casi siempre tenía fondos.
—¿Es eso lo que dices? ¿Tener fondos?
Se echó a reír.
—¿Te has arreglado la dentadura esta vez? —me preguntó.
—Estoy esperando un cheque.
—¡Vaya, estás esperando un cheque!
McGinnis me llevó al Bamboo Bar. Sacó un juguete mecánico y lo depositó en la barra. Era una rana arborícola brasileña de madera, y si apretabas un botón, éste accionaba un muelle y la rana empezaba a dar saltos.
—Tarde o temprano, siempre termina por acercarse una mujer preciosa para preguntar qué es esa rana. Y entonces se lo digo.
—¿Y qué es?
—Te lo diré después.
La decoración del Bamboo se compone de ratán y muebles lacados, pues últimamente el término «colonial» no tiene más que connotaciones positivas en Asia y todo lo colonial se considera elegante y bonito. Se trata del bar más turístico de la ciudad, tan turístico que hasta parece una parodia de sí mismo, y, por tanto, es también el más colonial. Pero como todo es turístico, ¿por qué no ir en busca de su expresión máxima y disfrutarla?
Cuando iba al Bamboo con McGinnis siempre se organizaba un revuelo: todos se acercaban para besarlo, me estrechaban la mano y se presentaban como exponentes de los cuatro sectores profesionales que dominan Bangkok: moda, diseño, finanzas y alimentación. No obstante, cuando iba por mi cuenta, el local parecía desierto, y me entretenía mirando a las mujeres farang que hacían largos en la piscina.
Cuando estaba solo deambulaba por el hotel. Un cuarteto de cuerda tocaba en un vestíbulo concurrido, aunque sin la menor animación: demasiados clientes ricos que corrían apresurados de aquí para allá, demasiados botones, demasiadas matronas japonesas jugando a las cartas con guantes blancos.
Un día me aventuré a recorrer los pasillos del interior del hotel, donde los arroyos borbotaban sobre lechos de guijarros ante los escaparates de Burberry. En el «Ala de los Escritores» había un atrio blanco y una escalera que conducía a las suites bautizadas con los nombres de los mismos escritores que tienen todas las suites de los hoteles asiáticos: Conrad, Maugham, Agatha Christie.
Aún no tenían una suite Jeffrey Archer, pero en la biblioteca había un retrato del gran novelista como lord Weston-super-Mare. Me senté junto al antiguo reloj de pared y leí Un turista en África de Evelyn Waugh. «Nadie hizo jamás un sirviente de un masái», escribió Waugh de su viaje a Kenia en 1959. Es una frase misteriosa. Andar por andar, la actividad más aleatoria que existe, nos recuerda por qué los masái no pueden ser sirvientes: son nómadas.
McGinnis detuvo a su rana saltarina y dijo:
—Mucho antes de que llegaras aquí yo estaba en la misma situación. Quería un sitio donde poder deambular sin que nada tuviese sentido. Las ciudades europeas me resultaban demasiado familiares. Las ciudades norteamericanas se parecían demasiado a las europeas. Quería una ciudad sin calles. Un guión que no pudiese leer. Puro olvido.
Me dijo que hacía poco había oído unos ruidos curiosos en el apartamento del español. Cuando apagó la radio y bajó a investigar, comprendió que aquel hombre estaba repitiendo la misma palabra, sin cesar. Casi a gritos.
—Gritaba «¡Mierda, mierda!».1
—¿Y qué crees que pasaba?
McGinnis se había acercado a la ventana del español, que no tenía persianas ni cortinas. Podía ver todo lo que pasaba en la habitación.
—Estaba en calzoncillos delante de un lienzo enorme untado de cola. Sostenía una paloma muerta en la mano, y parecía a punto de arrojarla al lienzo. Observé que había otras palomas pegadas a la superficie del cuadro. Supuse que las había recogido de las calles cercanas, que, como habrás notado, están infestadas de todo tipo de pájaros muertos. Palomas, guacamayos, cuervos. Hasta he visto algún que otro loro. En fin, que el español ha decidido convertir la vida cotidiana en arte.
—¿No es ésa la definición de mierda?
—Sí. Aunque sería mejor no hacer nada de nada. Y limitarse a andar.
—Yo suelo pasear de noche —le recordé—. Voy a todas partes.
—Seguro que no has estado en el Woodlands Inn.
Cuando un extranjero se traslada a una ciudad de la que no sabe nada, se enorgullece de adquirir un conocimiento esotérico de sus rincones ocultos. Cree que es el único que conoce cierto bar diminuto o un mango ancestral oculto en un canal, detrás de tal o cual lavandería. ¿Por qué le importan tanto esas cosas? ¿De verdad se cree el único que las ha visto?
Junto al Oriental se encuentra la calle más antigua de Bangkok, Charung Krung, que, cómo no, significa «Calle Nueva» en tailandés. Antes era una pista de elefantes que discurría paralela al río, pero para McGinnis se transformaba en una cucaña horizontal por la que podía deslizarse después de beber veinte copas en el Bamboo Bar. No había putas ni salones de masaje, pero sí un motel de mala muerte frecuentado por médicos indios donde podíamos conseguir brandy camboyano, y que además tenía una mesa de ping-pong.
Woodlands Inn, sito en Charung Soi 32, tenía habitaciones por 300 bahts la hora y un restaurante indio lleno de buscones de mirada vacuna. El local olía a condones y mantequilla india. ¿Y quién, me pregunté, dirigía la Dr. Manoj Clinic y la Memon Clinic de al lado, todas esas lóbregas clínicas de abortos que compartían patio con el Woodlands? ¿Quién usaba este rincón de una ciudad de diez millones de habitantes? Todos los indios jugaban al backgammon. No había brandy camboyano.
—¡Pero si yo bebí la última vez! —gritó el inglés.
—No existir. Whisky indio Royal Stag es lo que tener.
Empezó a sonar una triste melodía de Calcuta, y los ancianos cantaron con ojos húmedos de solista melódico. Lo suyo era un estado de ánimo. Nos sentamos fuera, en un banco, rodeados por la hueca música de las cigarras que colgaban de los cables telefónicos, y McGinnis dijo:
—Esos cables… ¿Has observado las marañas que hay en todas las calles? La compañía telefónica no reemplaza ni retira los cables que ya no funcionan. Simplemente va añadiendo nuevos, ad náuseam. Llegará un momento en que los cables se apoderarán de la ciudad. Es como una forma de vida, posiblemente predatoria.
En la esquina de Charung Krung, los cables formaban marañas ancestrales que empezaban a pender hasta la altura de la cabeza, como si de una proliferación de glicina metálica se tratara. La exasperante topografía de la ciudad no tiene nada de racional, no es europea, nada en ella resulta comprensible. Cerca de la soi 32 —soi significa «calle pequeña»—, los carteles de los joyeros y anticuarios chinos, Yoo Lim y Thong Thai, se achicharraban bajo los cables, y luego había puntos de referencia que mi mirada había aprendido a distinguir tras verlos un par de veces: el esbelto edificio neoclásico de ennegrecidos capiteles corintios, sede de la compañía Express Light, o el resplandeciente rótulo de A. A. Philatelic. Pero a simple vista todo resultaba indistinguible.
McGinnis se levantó. Su inmenso tamaño hizo que los indios guardaran silencio. Hacía tanto calor que le brillaba la cara de sudor, y el pelo se le había pegado en mechones grasientos. Su traje Gulati estaba arrugado, me dijo que quería enseñarme algo hermoso:
—Algo hermoso en una ciudad fea.
1. En español en el original.
2. Hombres sin mujeres
Mientras nos adentrábamos en el barrio musulmán que rodea la mezquita de Haroun, McGinnis me habló del negocio del aire acondicionado, que era técnicamente complejo y, como todas las cosas complejas de verdad, también fascinante. En cualquier caso, la climatización me parecía una tarea mucho más convincente que escribir artículos para ganarse la vida. Tenía una razón de ser: mejoraba la existencia de la gente, aunque dañase la capa de ozono. Hacía del mundo un lugar más frío, lo que no está nada mal.
Por eso, cuando me preguntó a qué me dedicaba, respondí: «A mantenerme a flote». McGinnis cambió diplomáticamente de tema porque entre los fugitivos a jornada completa se da por sentado que Bangkok es un asilo para quienes han caído en el diletantismo, como alguien puede caer en un periodo de inestabilidad mental. Los grandes proyectos, los sueños ambiciosos… están rotos. Quizá renazcan, pero no será ahora.
Esta inactividad repercute en los movimientos del cuerpo. Se pierde nervio y tensión. Hasta las manos y los pies se vuelven lánguidos. De modo que nos pusimos a hablar de sexo en aquellos callejones desiertos del barrio musulmán donde precisamente éste brillaba por su ausencia. ¿Acaso el Bangkok budista no había aceptado, sin oponer resistencia, su función de suministrar servicios sexuales al resto del planeta? En una economía global, resultaba inevitable que algún lugar acabara asumiendo ese papel. Pero ¿qué nos decía eso del resto del mundo?
Los hombres pueden hablar de sexo durante horas, aunque no sepan de qué están hablando. Se trata de una laguna, no de un tema real. Vadean un vacío resbaladizo porque lo que investigan no es el sexo, sino a las mujeres, y en la mente masculina muchas veces las mujeres son más una laguna que algo sólido. Sin embargo, cuando recalan en Bangkok, los hombres hablan del asunto con mayor intensidad porque sus propias mujeres no están presentes, ni siquiera están en la periferia de su campo de visión. Los hombres se hallan en un lugar donde pueden comportarse como homosexuales, donde su masculinidad está condensada, intensificada.
Visitamos la mezquita. McGinnis conocía toda su historia desde sus inicios, cuando un inmigrante indonesio la fundó en 1928. Estaba parcialmente coloreada como un huevo de chocolate y era tan ligera que la madera de su estructura parecía de papel. Esbelto y descuidado, McGinnis se adaptaba a este contexto con tal perfección que tuve que preguntarme cuánto tiempo dedicaría a husmear aquellos callejones, con un libro de historia en la mano. Hay hombres que son como los libros vivientes de Fahrenheit 451 y se pasan la vida asimilando lentamente unos conocimientos que nunca podrán aplicar, como si fuera ese mismo proceso de asimilación lo que diese sentido a la absurda dulzura de la vida.
—Es posible que éste sea el único edificio de Bangkok que acabe durando mil años, porque nadie se preocupa de él —declaró, quitándose las gafas para limpiarlas con las toallitas alemanas Brillen-Putztücher que siempre llevaba encima.
Nos liamos un porro y fumamos con la parsimonia de dos ancianos que comparten una botella de vino. Reparé por primera vez en las finas cicatrices blancas que atravesaban las mejillas de McGinnis como las marcas de unos patines en el hielo. ¿Una enfermedad de la infancia, un encuentro con un cocodrilo o con la filariosis, una señal del más allá? Confería a su cabeza cuadrada un atractivo morboso, como si fuesen heridas de sable. A fin de cuentas, se había pasado dos años en Sandhurst. Tenía manos de espadachín.
—Me pregunto —dijo arrastrando las palabras— si podríamos inventarnos otro término para decir «polla». Me he planteado Sí Señora, como lo llaman en Latinoamérica. O «Daniel el Travieso».
—¿Entonces «coño» sería Sí Señor?
—En efecto. Pero a mí lo de «coño» me gusta. Es una palabra preciosa. Una palabra noble.
Pasó a relatarme que el «cunt» inglés se remontaba a John Wilmot e incluso más atrás si cabe, al Domesday Book —donde no aparece—, a Eduardo el Confesor e incluso hasta Beda el Venerable.
—¿Beda el Venerable utilizó el término «cunt»?
—Habría dicho cynt. En anglosajón. En Chaucer aparece como queynte, un término que también significa «astuto». En realidad, la palabra «coño» está injustamente menospreciada. Un hombre que ama de verdad a una mujer no le dirá «Me gusta tu vagina», para nada, sino «Me gusta tu coño». No comprendo por qué una mujer iba a estar con alguien que usa la palabra «vagina» en sus monólogos internos. ¡Si sólo significa «receptáculo» en latín! ¿Los monólogos de la vagina? Prefiero Los diálogos del coño. Proviene de la raíz indoeuropea ku, una palabra asociada tanto a la feminidad como al conocimiento.
»Por cierto —añadió—, ¿te has fijado que si tecleas coño en un documento de Word te lo subraya en rojo, como si fuese una palabra desconocida? Eso son los poderes clandestinos.
Pasamos por delante de unos ventanales que nos permitían ver a familias enteras apiñadas boca abajo junto a televisores de tres pulgadas, entre platillos de cardamomo y montañas de cómics, con una hilera de pantuflas en los vestíbulos. Detrás de las celosías metálicas había casas de color amarillo y turquesa, con empinados huertos de árboles frutales protegidos por elegantes portones de madera verde abeto y roja. Estos lugares no son habituales en Bangkok; son vestigios de una antigua ciudad que ya pocos recuerdan, y que están siendo derribados en un acceso de amnesia colectiva. En ellos reanudamos nuestra conversación con el pasado, y guardamos silencio, aunque estemos acompañados, para deambular como gatos callejeros, guiados por nuestra visión nocturna.
A lo largo de la calle, cerca del agua, se alza una villa italiana rodeada de árboles asilvestrados, deteriorada hasta el punto de alcanzar el estado de ruina viviente: la antigua aduana conocida como Khong Phasi, actualmente el parque de bomberos Bang Rak. En la fachada, en el interior de una luneta, hay un rostro de mujer vuelto hacia un lado, sonriendo como si alguien se despidiese de ella desde la ventanilla de un tren. Sus rasgos cuidadosamente cincelados lo convierten en un rostro surgido del pasado, fraguado con la misma delicadeza que un fino postre de crema.
Desde el parque de bomberos, un callejón llamado Trok Rong Phasi conducía a la embajada francesa bajo las sombras de unos árboles veraniegos. Nos volvimos para empaparnos de aquella ruina en descomposición que un ingeniero italiano exiliado construyó en 1892 para recordar las ruinosas callejas de Génova, que tanto debía echar de menos.
—Esto es lo que quería enseñarte —dijo McGinnis, señalando con un gesto la luneta y la cabeza de la mujer—. El autor se inspiró claramente en un Luca della Robbia de Florencia, ¿no crees?
Después de aquella noche fui con frecuencia a Trok Rong Phasi. Descifré el trazado de sus callejones y descubrí que formaban un precioso diseño, similar a una telaraña rasgada. De vez en cuando me compraba un helado y me detenía frente a la enorme verja y las farolas gemelas de la embajada francesa para alzar la vista a la terraza del siglo xix donde, tiempo atrás, mujeres en opresivos miriñaques habrían disfrutado de la brisa fluvial.
3. Si Ouey
Un grupo de chicas escandinavas se había reunido bajo los parasoles del café de la ribera. En la luz polvorienta parecían rojas como gambas. Hablaban en voz tan alta que podíamos oír las pausas entre sus frases. En la zona del Primrose que daba al río, un inquilino australiano, llamado Dennis, pintaba una acuarela sentado ante un caballete. Nunca lo había visto tan claramente a la luz del sol: era un anciano de piel blanca como el polvo de una biblioteca, con un mechón rubio oxigenado que debía de llevar media vida cayéndole sobre los ojos. Recuerdo que pensé: «A las mujeres tuvo que encantarles ese mechón», y me pregunté quién sería en realidad. Un jubilado, decían, a quien le gustaban las chicas tailandesas. Esposa muerta, mantenía las distancias. Cuando me acerqué para echar un vistazo a su acuarela, no me dijo «Hola, tío», sino «Buenas tardes», y reparé en que su pintura era una réplica exacta de la otra orilla del río. Se puso unas gafas que parecían increíblemente frágiles y, finalmente, hundió su pincel en un bote de agua. Lo oí pensar en la penumbra: «Así termina otro día útil en los anales de la inutilidad».
—¿Has conocido a ese español? —me dijo cuando nos sentamos en el muelle, mirando a las nórdicas—. Un pintor terrible.
—De momento lo evito.
—Dicen que pintó un mural en el restaurante italiano del hospital Bumrungrad. Entré un día a echar un vistazo, aprovechando que me hacían un chequeo.
—¿Y?
—El restaurante se llama Portofino. Buena comida para los enfermos. Fui a la barra y pedí un Martini, sólo para mirar su obra. Siento curiosidad porque yo también soy pintor, como puedes ver. No profesional, pero me gusta igualmente.
Se parecía un poco a mi abuelo, un hombre a quien yo adoraba. Una suerte de erudito aficionado. Se levantó y me dijo:
—Ven, tómate una cerveza conmigo en la terraza.
Desde allí contemplamos el Primrose.
—Barato y confortable —dijo con tristeza—. Barato y confortable para las masas, querido.
Era larguirucho y desmañado, enérgico, con protuberantes venas en las manos y eternamente vestido con la misma camisa de leñador. Director de banco jubilado. Pasaba medio año aquí y el otro medio en Perth.
—Un sitio espantoso, Perth. En Bangkok, sin embargo, vuelves a reencontrarte con la juventud.
Le dije que yo no me había reencontrado con la mía.
—Todavía no has cumplido los sesenta. Vuelve entonces.
—No pienso venir aquí cuando tenga sesenta años.
—Hay sitios peores donde estar con sesenta años.
Añadió que lo que Bangkok ofrecía al ser humano en edad avanzada era una cultura táctil, de absoluta fisicidad. Las personas se tocaban y rozaban en el calor sanador: el masaje, el baño, la reflexología podal, las pajas, lo que fuese. El aislamiento y la asepsia de la vida occidental, su aburrimiento físico, eran impensables.
—La razón de que seamos tan neuróticos, violentos e infelices es que nadie nos toca, sobre todo cuando envejecemos.
Me lo imaginé volviendo del trabajo a su pulcra casa residencial de Perth todas las noches, hasta el día en que su mujer murió y todo se vino abajo. ¿Veinte años sin que nadie lo tocase? Así había sido, pero no se podía decir. ¿Las miserias de la vejez, o una bonita caída en el País de las Sonrisas? Dennis había dado el triple salto mortal a la segunda. Pero yo quería saber más de aquel mural en el hospital Bumrungrad.
—Pedí un Martini en la barra. El mural está detrás de todas las botellas. Tienen algún que otro whisky buenísimo, por cierto. A fin de cuentas, estamos hablando de un hospital tailandés. El mural era demencial, creo que mostraba a Jesucristo de borrachera con Alejandro Magno. Había griegos con túnicas y allí estaba el Salvador, con aspecto de estar completamente ebrio. Y creo que también estaba san Pedro, tomándose un trago de Gordon’s. Todo muy raro. Pero a ese español le había salido bien la jugada con el mural. En el hotel Shangri-La pintó algo espantoso. Lo sé de buena tinta. Eso que llaman una aberrastracción.
Y señaló el Shangri-La, río abajo.
—¿Se lo ha preguntado al español?
—Yo no hablo con españoles, amigo. Son todos unos chiflados. Me he estado preguntando de dónde saldrán tantos latinos últimamente. Pareces un joven agradable; en tu lugar, yo no hablaría con los otros inquilinos, son un hatajo de sinvergüenzas. No los tocaría ni siquiera con un palo. Sobre todo a ese McGinnis, que parece un pequeño schnauzer.
Dijo esa palabra exactamente.
—¿También pinta usted en Perth? —le pregunté.
—Cocodrilos, la playa, puestas de sol. Pinto lo que sea.
Admiramos la amplitud y la bravura del río, cuyas olas rompían ruidosamente en el embarcadero. Un río con olas. Ésos eran los ríos que nos gustaban, los ríos cabrones.
Se acercó un taxi acuático, del que desembarcó una joven núbil vestida con un traje chaqueta negro. Dennis se levantó de inmediato y empezó a hacerle señas.
—¡Aquí, Porntit!
La joven alzó la vista y sentí una punzada de celos.
Dennis volvió a sentarse.
—Amigo, hay que adorar cualquier país donde Porntit sea un nombre real.
En realidad, el nombre es Porntip.
Todo el ruido de Wang Lang se dejaba oír a través de mis ventanas. Con los ojos vendados podría confundirse con una cascada, una catarata que golpea un lecho de guijarros. En la esquina, músicos ciegos wikipo tocaban sus flautas kuen mientras una mujer se desgañitaba al micrófono cantando tradicionales luk thung, la música agridulce de la miseria rural tailandesa.
Me levanté a las cuatro, me calcé las sandalias y bajé al muelle. Unos monjes desembarcaban en tropel, apestando a divinidad. Esta parte de río puede proporcionarte la ilusión parcial de que vives en una ciudad antigua, y en los diques abundan los almacenes ruinosos construidos en el popular estilo chino-tailandés conocido como hong taew. Al cabo de unos días reparé en que Porntip siempre llegaba al embarcadero a la misma hora. Tenía buen ojo para los farang y procuró atraer mi atención cuando desembarcaba balanceando un bolso de Fendi falso. En este intercambio de miradas se halla la esencia de los juegos eróticos entre Oriente y Occidente en la ciudad. Porntip no estaba siempre con Dennis y a veces la sorprendía paseando por el Primrose sin más, vestida con vaqueros y camiseta como una universitaria, que es lo que era. Llamaba a las puertas y el ruido resonaba en los pasillos de cemento; había algo frágil y excesivamente educado en aquella forma de llamar. Supongo que no le hacía falta decir nada. Cuando llamó a mi puerta, ni se molestó en entablar conversación, sino que entró en mi apartamento perfumado con ambientador de flores alpinas. No mencionó el dinero. Se quitó los zapatos y me preguntó si tenía zumo de naranja. Era de la provincia de Udon y estudiaba chino. Nada en ella delataba cuál era su modo de procurarse ingresos adicionales.
En Tailandia hay doscientas mil jóvenes que se dedican a practicar este doble juego, una cifra muy alejada de los dos millones que afirmaban las ONG. La mayoría trabaja por su cuenta o a media jornada; son mujeres emprendedoras que se lo montan todo ellas solitas y que apenas llaman la atención en la sociedad que las rodea. Muchas son emigrantes del norte, de lugares como las planicies arroceras de Issan, aunque ése no era el caso de Porntip. Parecía conocer bien la distribución de los apartamentos Primrose y el estado mental de los hombres con quienes trataba. Daba la impresión de que le divertían. Niños grandes y simples con cierto complejo de culpabilidad. Una vez me dijo que le parecía increíble que fueran tan educados y que anduvieran siempre disculpándose. ¿Acaso se creían que hacían algo malo? En tal caso, ¿qué era?
Se quedaba toda la tarde y luego escuchábamos música o jugábamos a Scrabble. No parecía tener horarios, al contrario, su tiempo era maleable y extensible. Cuando se iba, tenía que darle los billetes en mano, un gesto que yo nunca había hecho antes: los billetes húmedos pasaban de una palma a otra de la mano, repentinamente pesados y llenos de amargura, y entonces ella me miraba como diciendo «¿Lo ves?». Las barreras internas rotas.
En tailandés hay una palabra, sanuk, que significa el deber de gozar de la vida al máximo. Suele traducirse como «diversión» o «placer», pero en realidad es intraducible. Porntip estaba llena de sanuk. Durante un mes vino cada cuatro días con una curiosa regularidad, como si remontase el río entre clases. A veces me decía que evitaba a Dennis y me hizo prometer que no se lo diría. Hacíamos el amor en el suelo de madera, rozándonos las rodillas y los codos, aplastándonos contra la pintura blanca de las paredes. Una vez hizo que le cortara la coleta con unas tijeras y estuvo riéndose diez minutos. Otras veces estaba silenciosa, concentrada, enfrascada en algo que no me revelaba. Nos dicen hasta la saciedad que el sexo y el amor son dos cosas distintas que sólo se unen en la monogamia, una idea directamente extraída de la Edad Media. Es categóricamente falso. Un tropismo rápido y misterioso hace que siempre amemos a toda mujer con la que follamos. Yo amaba a Porntip, pero no tenía que explicarlo. Hasta el más repugnante y misógino turista sexual está secretamente enamorado de aquello que intenta ultrajar. El amor lo corroe, como demuestra su cara colorada y furiosa. Y Porntip sólo haría aquello durante un año, hasta que se graduara y siguiera adelante con su vida. En una ocasión me dijo:
—Esta parte del río está hechizada. ¿Has oído hablar de Si Ouey? ¡Violador y asesino! Lo enterraron aquí al lado, en Thonburi. Está en el museo del hospital, tendrías que pasar a saludarlo. ¡Por supuesto no te acompañaré! Su fantasma sigue allí, rondando de noche. Ándate con cuidado.
Una parada río arriba y llego al embarcadero de Thonburi. Está tan cerca de Wang Lang que prácticamente se ve desde el Primrose, pero, igual que sucede con Wang Lang, muy pocos extranjeros se aventuran aquí. Ubicado en la orilla izquierda del río, Thonburi parece un lugar desechable y ruinoso; es aquí donde empieza Bangkok. Es aquí donde se construyó el primer fuerte y donde residía la corte.
Desembarco en el muelle. Es una confusión de perros y jóvenes soldados postrados en los bancos del pasaje que conduce a la calle entre un olor a hierba quemada. Aquí hay una gran estación victoriana por la que no pasan los trenes. Una calle conduce a Wat Suwannaram, donde se incineraba a la realeza tailandesa. Luego veo un rótulo del hospital Siriaj. El museo forense y el de parasitología se encuentran en la segunda planta del edificio de Anatomía de este anodino hospital, fundado por el rey Rama V y que lleva el nombre de su hijo, muerto en la infancia.
En el museo forense hay innumerables fotografías de escenas de crímenes y accidentes acompañadas de concisas leyendas: «Múltiples cortes por hélice», decapitaciones por accidentes ferroviarios, «garganta cortada por botella de cerveza», vitrinas de cráneos con orificios de bala, mandíbulas amarillentas y frascos con cerebros dañados. En un registro más frívolo se encuentran las batas que llevaron los médicos encargados de investigar el misterioso asesinato del joven rey Rama VIII en 1946.
A continuación, se exhiben los cadáveres de asesinos en serie, conservados en vitrinas que cuentan con palanganas metálicas para recoger la cadaverina. En el centro de la sala se encuentra el cadáver encogido del infanticida Si Ouey, un inmigrante chino llamado Li Hui que en la década de 1950 se dedicó a devorar los órganos internos de los niñitos que raptaba y asesinaba en serie. Está de pie, con la boca abierta de par en par.
Se parece al museo de Madame Tussaud, salvo que aquí las figuras de cera son reales. El museo forense es muy popular entre los turistas chinos. Es como si en China hubiese corrido la voz sobre Ouey, ese indeseable compatriota suyo, esta vergonzosa excepción de su raza. También sienten curiosidad por el método de ejecución: en Tailandia se disparaba al condenado con un arma fija en la que un cuadrado recortado en un pedazo de seda guiaba la trayectoria de la bala. Se colocaba una flor entre las manos atadas del reo. Un único tiro al corazón.
4. El dios azul
Cuando me parecía que Dennis se sentía solo, le preguntaba si quería acompañarme en mis paseos nocturnos y él aceptaba encantado. Andaba con bastón, lo que daba a nuestros paseos una lentitud agradable, pero nunca discontinua. Aprovechábamos para hablar de vidas y amores pasados. A diferencia de McGinnis, Dennis era precavido y quisquilloso, un hombre que analizaba mis frases como si las leyese en un teletipo, como haría con los datos financieros. Quizá se tratara de una habilidad adquirida después de entrevistar a numerosos solicitantes de hipotecas. Me interrumpía a media frase y me hacía repetir lentamente la primera mitad hasta que la entendía por completo. Clavaba sus ojos en los míos y siempre sonreía, como si lo que yo tuviese que decir fuera tan tonto que más me valía ahorcarme con mis propias palabras. Resultaba irritante, pero Dennis también tenía frases buenísimas.
—La vida sería de lo más agradable —me decía— si no fuese por todas las diversiones que tenemos que aguantar.
Hicimos algunos descubrimientos: cerca del Oriental, en una plaza rectangular a la que se accede por un callejón parcialmente cubierto por un puente veneciano, se encuentra la catedral católica de Bangkok. Tiene un rótulo luminoso blanco que reza: «Centro católico». Me gustan esos sitios que recuerdan a acuarios nocturnos, donde las leyes de la física parecen distorsionarse. En Charung Krung, cerca del edificio de CAT Telecom —de una altura innecesaria—, había una concentración de chozas y casas, así como un templo del color de la sangre seca. En aquellas chozas, entre hileras de ropa tendida, descubrí una hermosa estupa blanca, al parecer olvidada por los vecinos, pero que se elevaba igualmente hasta alcanzar un estado de gracia.
Algunas noches, ya tarde, íbamos al hotel Shangri-La, a orillas del río. A aquellas horas, los salones de este opulento hotel de mal gusto estaban tranquilos porque sólo quedaba la brigada de limpieza nocturna con sus aspiradoras y sus trapos de polvo. Numerosas butacas y sofás, refinados frescos y lámparas de araña. Escalinatas y vestíbulos de mármol que no conducían a ninguna parte. Nos sentábamos junto a los ventanales, contemplábamos el río y Dennis fumaba en pipa. Me recordaba al Titanic