Beber o no beber - Lawrence Osborne - E-Book

Beber o no beber E-Book

Lawrence Osborne

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Beschreibung

Dime cómo bebes y te diré a qué Dios te debes: a través de los siglos, las religiones y las culturas, la ingesta de alcohol se ha visto como una tradición venerable, un ritual divino, un irrenunciable placer mundano, una peligrosa adicción e incluso una enfermedad del alma. En Beber o no beber, Lawrence Osborne, nómada ilustre, gentleman dionisíaco y excrítico de vinos de la revista Vogue, recorre varios países de Oriente y Occidente con un único propósito: hacerse con un trago a todo trance, ya sea en un glamuroso hotel de Milán o en un tugurio de mala muerte en Pakistán, donde desafiar la prohibición islámica del alcohol puede acarrear consecuencias mucho más graves que una mala resaca. De copa en copa, nuestro turista beodo entra en contacto con culturas etílicas radicalmente opuestas, y se pregunta: ¿es el consumo de alcohol un signo de civilización y de cordura, o lo contrario? ¿En qué punto del espectro que va de la celebración del alcohol a su condena más absoluta se encuentra cada sociedad?, ¿y qué nos dice eso acerca de su ética y su estética? En estas crónicas irreverentes, desopilantes y políticamente incorrectas, Osborne logra la proeza de brindar agudas reflexiones sobre la siempre controvertida relación entre Oriente y Occidente…, sin dejar de empinar el codo. La crítica ha dicho «El Osborne escritor narra escenas memorables, pero no idealiza: el lector ve sus manos temblorosas, asiste a las resacas y peleas de sus padres, a la muerte de su suegro…» Xavi Ayén, La Vanguardia «A la vieja pregunta acerca de cómo nos conduciríamos en lugares regidos por otras normas morales, responde Osborne metiéndose en el légamo hasta el fajín. Que sea el mejor escritor de viajes del mundo se debe, entre otras cosas, a que en sus libros late la vida. Por eso la admiración de sus seguidores, grupo minoritario pero en auge, es comparable al encono de sus enemigos.» Jorge Freire, The Objective «El señor Osborne es un magnífico escritor de viajes, capaz, como Evelyn Waugh, de tomarle la medida a un lugar de un solo vistazo. Este libro embriagador está lleno de matices políticos y sensuales. Un libro sobre la concepción del alcohol en Oriente y Occidente, y sobre un hombre que busca su Martini de las seis en los lugares más inverosímiles.» Dwight Garner, The New York Times «Una reflexión tonificante sobre lo humano y lo divino, desde las cualidades universales de un buen bar hasta los arcanos del vodka, pasando por el culto pagano a Dionisos.» The Boston Globe «No he parado apenas de sonreír leyendo la odisea etílica de Lawrence Osborne. Casi siempre me pasa con los libros de este autor magnífico e irreverente.» Luis M. Alonso «Un elegantísimo e irreverente relato.» Matías Crowder «Vaya por delante una advertencia: mantente alejado de este libro si quieres permanecer sobrio. Porque Beber o no beber se lee como un excitante alegato culto a favor de la bebida, un libro de viajes y un ameno ensayo dipsómano. Y da mucha sed.» José Manuel Ruiz, GQ Magazine «Una disección fiel y romántica y rigurosa —a la vez que implacable— de los usos y efectos del alcohol.» Kiko Amat

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Seitenzahl: 309

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Portada

Beber o no beber

Beber o no beber

Una odisea etílica

lawrence osborne

Traducción de Magdalena Palmer

Título original: The Wet and the Dry: A Drinker's Journey

Copyright © 2013 by Lawrence Osborne

Este libro ha sido publicado de acuerdo con Crown,

un sello de Random House, una división de Penguin Random House LLC.

© de la traducción: Magdalena Palmer, 2020

© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2020

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: noviembre de 2020

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: Martini (1994),

© herederos de John Register

Imagen de la solapa: © by Chris Wise

eISBN:978-84-122364-1-5

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,

ciudad donde reside, en 2017.

Índice

Portada

Presentación

1. Gin-tonic

2. Un vaso de arak en Beirut

3. Miedo y asco en la Bekaá

4. Almuerzo con Walid Jumblatt

5. El Ally Pally

6. Inglaterra, vuestra Inglaterra

7. La luz pura del pleno verano

8. Fin de año en Mascate

9. La pequeña agua

10. Mi adorable Islamabad

11. Los bares de nuestra vida

12. Una copa en plena guerra civil

13. «Usquebaugh»

14. Oriente en Occidente

15. Ocaso en el hotel Windsor

Lawrence Osborne

Otros títulos publicados en Gatopardo

Vive en secreto.

Epicuro

1. Gin-tonic

Aquel verano en Milán, mientras la temperatura alcanzaba a diario los treinta y cinco grados en las calles y plazas desiertas que rodeaban mi hotel, me obligué a dejar de soñar con los fiordos noruegos y los hoteles de hielo del círculo polar ártico para, haciendo de tripas corazón, dirigirme a la sala donde un carrito ambulante equipado con cubiteras, rodajas de limón y removedores de cóctel se utilizaba para servir gin-tonics a los huéspedes del Town House Galleria. Me gustaba ir cuando no había clientes y el bar nómada era mío y solo mío. Los ventanales estarían entreabiertos, los visillos de lino ondearían en la brisa y las flores se marchitarían en las mesas del restaurante. El carrito de las bebidas también ofrecía botellas de coñac anónimo, un cuenco de aceitunas marinadas, diferentes amargos de angostura y botellas de Fernet. Era como estar en un hospital de lujo donde, puestos a pagar, tienes derecho a matarte a copas en la intimidad. Y eso haces, porque eres un ser humano y beber es de lo más agradable.

En la mesita de centro había revistas de moda que nadie hojeaba, y del comedor vecino llegaban las voces de los rusos adinerados que abrían langostas con tenazas de plata y hablaban con ignorancia de la carta de vinos que el único hotel de siete estrellas de Europa ofrecía a sus huéspedes. Les oí decir «Sassicaia» antes de dejar la carta sobre la mesa y estallar en carcajadas. Costaba seiscientos euros la botella. El camarero me preguntó cómo quería el gin-tonic. Le dije que con tres partes de tónica y una de ginebra Gordon’s, tres cubitos de hielo y una corteza de lima. La marca de la tónica no es relevante. El combinado se sirve con la música preliminar del tintineo del hielo y un perfume que alcanza la nariz como un aroma a hierba cálida. Vuelve la calma. Es como acero frío en forma líquida.

Acudía al salón del hotel a las seis con cierta regularidad, incluso cuando tuve que dar una charla en el Teatro Dal Verme. Una noche me entrevistaron para la televisión y una emisora de radio, y la ginebra me supo más dulce, se volvió más embriagadora. Farfullé mis frases hasta que vi cómo cambiaban los rostros que me rodeaban: «¿Es uno de esos?», intuí que se preguntaban. Me quedé ahí sentado, hablando sin cesar de mi último libro que ya ni recuerdo, mientras el vaso temblaba levemente en mi mano y tintineaba el hielo. A aquellas chicas bonitas les pareció divertido.

—¿Siente una afinidad especial por Milán?

—Nunca había estado aquí.

—¿Toma siempre un gin-tonic a la hora del cóctel?

Risas.

—Lo llevo en la sangre.

Les pareció una respuesta peculiar, sobre todo porque el vaso seguía temblando en la mano de un alcohólico.

—Es una bebida inglesa —añadí—. La bebida nacional.

Lo anotaron. Siglos atrás a ella se la conocía en las calles de Londres como Madame Geneva, una asesina.

—Corten —murmuró el director.

Siempre acabo solo con una copa y literalmente sediento. Me senté junto a la ventana con mi gin-tonic de cuarenta euros y admiré la Galleria, cuya planta baja se compone de múltiples bares y cafés. El arquitecto Giuseppe Mengoni, autor del proyecto, murió al caerse de la cúpula de cristal en 1877, dos días antes de la inauguración. El forjado sirvió de inspiración a la Torre Eiffel. Los cafés estaban iluminados y la tienda de Prada resplandecía, llena de cristales y espejos. Los turistas chinos fotografiaban y revoloteaban alrededor del pequeño mosaico de un toro que ocupaba el centro de la galería. En las terrazze había hombres trajeados con copas de Spritz, Negroni sbagliato y Campari solo. Era un copeo colectivo, alegre y desenvuelto, en sillas de mimbre, con servilletas, servicio y pinzas para el hielo. Nadie estaba de pie ni nadie se caía. Nadie gritaba ni mostraba indicios de incontinencia. Así es como beben los italianos. Los hombres se sientan cara a cara con las mujeres y hablan con ellas a un nivel de decibelios acorde con el in­terés sexual. Originariamente la Galleria se concibió como un prototipo de lo que ahora llamaríamos centro comercial, pero también era un espacio cubierto y protegido para comer y beber. El protocolo del aperitivo y el digestivo casaban a la perfección con aquellos espacios resonantes y sus alegóricos frescos.

«Otros países beben para emborracharse —escribió Roland Barthes en una ocasión—, y eso es algo aceptado por todos; en Francia, la embriaguez es una consecuencia, nunca una intención. La bebida se considera la prolongación de un placer, no la causa necesaria del efecto buscado: el vino no es solo un filtro, sino también el pausado acto de beber.» Lo mismo puede decirse de los italianos.

Sorbí mi ginebra aguada, y, como me ocurre siempre que «entro» en esta bebida (pienso en las bebidas como elementos en los que se penetra, como masas de agua o lugares), mis pensamientos volvieron al pasado, a la Inglaterra de mi infancia que ya no poseía y que sin duda había dejado de existir. Pero el motivo era un completo enigma. Como los abstemios recuerdan insistentemente a quienes consideramos que el alcohol es la esencia de la vida, la mente es un cuerpo químico. Estamos condenados a controlarla.

Muchos de los huéspedes del hotel eran árabes ricos a los que a veces veía deambulando por el restaurante con sus hijos y sus enmascaradas esposas en busca de una mesa. Se detenían junto al balcón y bajaban la vista a la tienda de Gucci y a las terrazas de los cafés. Sus expresiones parecían casi desdeñosas. Aunque en gran medida los árabes ricos del Golfo hacen de puente entre Europa y Oriente Medio, presentía que cuando miraban las mesas atiborradas de coloridas bebidas alcohólicas se sentían perplejos y distantes. Incluso en Dubái, de donde procedían muchos de ellos, la gente no consume alcohol en público, ni en espacios espectaculares definidos por su carácter multitudinario. Creo que era ese carácter público, esa desenvoltura, lo que hacía que arrugaran la nariz y se retirasen con su familia a la mesa del comedor llena de botellas de agua mineral fría. Pero es solo una suposición.

Cuando vemos a estos musulmanes acaudalados con sus familias en nuestros restaurantes de lujo, es probable que nos digamos: «Tienen dinero, pero no son libres. Mira a sus mujeres. Mira esas botellas de agua mineral en la mesa. No pueden beber».

No está claro qué nos ofende más, si la ocultación de las mujeres bajo el hiyab (la elegancia del cuerpo únicamente sugerida por las uñas perfectamente pintadas o un hermoso tobillo), o los refrescos que sustituyen a las majestuosas botellas de vino, la patética botella de agua que suple a un decente Brunello. Pensamos que hay un vínculo entre las prohibiciones que gobiernan a las mujeres y el alcohol. Quizá sean las moléculas de alcohol que fluyen constantemente por nuestro sistema sanguíneo día tras día, noche tras noche, en general con un efecto apenas perceptible, las que hacen que el occidental se sienta libre, sin restricciones, magníficamente insolente. Para los musulmanes, el occidental se encuentra en un estado constante, si bien inadvertido, de embriaguez, pero él siente que gobierna el espacio y gestiona el tiempo con sabiduría. Bebemos desde el final de nuestra infancia hasta nuestra muerte, sin abstenernos —casi nunca o nunca— ni siquiera una semana, el tiempo necesario para eliminar de nuestra sangre las últimas trazas de alcohol.

Una libertad inusual. Ni en la peor de sus pesadillas podría imaginarse ese millonario de Abu Dabi un sábado en Bradford. Si lo plantáramos en Dagenham a las once de la noche un fin de semana, no sabría en qué planeta se encontraba. Cuando estoy en Londres, a veces tomo el último autobús para volver de London Fields a Old Street, una experiencia instantáneamente reconocible gracias a las imágenes de Gin Lane que nos dejó William Hogarth. En las terrazas de la Galleria, el millonario árabe no ve a chicas desfallecidas en su propio vómito, pero esos cócteles al atardecer tampoco le parecen un acto de libertad. Y le desconcertaría saber que así lo consideramos nosotros.

Unos años antes había viajado en autobús por Java, una isla mayoritariamente abstemia. Mientras me desplazaba de ciudad en ciudad en una interminable confusión de hacer y deshacer el equipaje, dormir y despertar, empecé a aburrirme e inquietarme, o, mejor dicho, mi sangre empezó a vaciarse de alcohol y yo a sentirme más ligero, más lúcido y más abrumado por la ansiedad.

Exhausto, me detuve en la ciudad religiosa de Solo, también conocida como Surakarta. De Solo procedían los terroristas de Bali; era la ciudad cuyas exaltadas escuelas religiosas predican la yihad contra el sector turístico de Indonesia. El grupo Jemaah Islamiyah, vinculado a Al Qaeda, atentó dos veces contra el JW Marriott de Yakarta, primero en 2003 y después el 17 de julio de 2009. El JW es célebre por su bar deslumbrante y cosmopolita. Diecinueve muertos. En 2002, el mismo grupo detonó dos bombas en el interior del Paddy’s Pub y el Sari Club de Kuta, en Bali, un atentado en el que murieron 202 personas. En 2005 repitieron la jugada en una zona de restaurantes de Kuta y en algunos warungs (pequeños restaurantes al aire libre que suelen servir cerveza) de Jimbaran, un pueblo costero frecuentado por occidentales. Murieron veinte personas, muchas por metralla y por las bolas de metal que llevaban los explosivos. Los autores, que fueron ejecutados, lo llamaron «justicia».

Me alojé en un hotelito y bajé a la calle al atardecer. Ya se respiraba un ambiente peculiar.

Estudiantes vestidos de blanco paseaban por una ciudad abstemia de seiscientos mil habitantes mientras las mezquitas predicaban a través de sus altavoces. Mi precario indonesio me permitió identificar la palabra «impuro» entre aquellos torrentes de pasión verbal y empecé a preguntarme si yo lo sería; si yo sería impuro por una serie de razones indiscutibles que no se podían modificar. Me acerqué a una esquina y pregunté a un grupo de estudiantes si había algún restaurante donde quizá sirvieran cerveza.

No había prestado atención a las imágenes de Osama Bin Laden ni a las miradas frías y prolongadas de los chicos vestidos de blanco. Planteé la pregunta sin tacto, pero con inocencia. En cuanto acabé la frase fui consciente del error, de la metedura de pata. Pero era demasiado tarde para retractarme o echar a correr, por lo que tendría que capear el temporal que probablemente se avecinaba. Sin embargo, aquellos chicos me sorprendieron. No se mostraron ofendidos, ni siquiera molestos por la pregunta; muy al contrario, hicieron algo asombroso. Me invitaron a tomar un café y a charlar del asunto. Quizá fueran capaces de hacerme ver que mi pregunta era, si no absurda (dada mi impureza), al menos innecesaria en un sentido más amplio.

¿Acaso no veía yo —objetaron ya en el café— los desastres que el alcohol había traído al mundo occidental? Era una plaga, una enfermedad del alma. Sus razones para coincidir con la prohibición de tomar alcohol del Corán no se limitaban a un mero y rígido acatamiento, sino que estaban hábilmente argumentadas. Lo terrible de beber, dijeron con gravedad y coincidiendo entre sí, era que el alcohol nos privaba de nuestro estado de conciencia normal. Por lo tanto, falseaba toda relación humana, todo momento de lucidez. Y también falseaba nuestra relación con Dios. Un día, el Gobierno cerraría todos los bares y la capital volvería a ser hermosa. Estaría purificada.

—Pero ¿os gustaría ir a un bar antes de que la purificasen? No tendría nada de extraño.

Los chicos flacos vestidos de blanco cambiaron de posición, incómodos, y de pronto todos nos quedamos mirando tímidamente el suelo, donde una cucaracha avanzaba entre las colillas y las chapas de las botellas. ¿Quién podía hablar de deseos en un café inundado por la luz de los fluorescentes y sometido a los altavoces de la mezquita?

Nuestra conversación se había interrumpido en aquel punto crítico, pero la recordé muy claramente esa noche, mientras bebía en Milán y contemplaba a las familias árabes con sus botellas de Perrier. Yo bebía y ellos no, y con esos chicos había ocurrido lo mismo. Recordaba particularmente la expresión «una enfermedad del alma», porque cuanto más pensaba en ella, más incapaz me sentía de rebatirla, aunque tampoco la aprobase.

Dos estados, beber y no beber: hacemos equilibrios entre ambos. Quizá todo bebedor sueñe con su propia abstinencia y todo musulmán o cristiano abstemio sueñe con una copa al final del arcoíris. A saber. Sin duda todas las cosas son dialécticas, pensé mientras paseaba por la ciudad de Solo con la esperanza de cruzarme en algún callejón oscuro con el más encantador de los prodigios: un musulmán alcohólico. (Sentía debilidad no solo por los musulmanes alcohólicos, sino también por la misma idea de su existencia. Un musulmán alcohólico me ayuda a no perder la esperanza en la salvación de la raza humana.)

Atravesé un mercado nocturno donde abrían varios animales en canal y pasé por delante de cafés llenos de hombres sin mujeres, encorvados sobre mesas con refrescos y un té instantáneo llamado Tea Pot. Había en ellos una delicadeza extraña y desagradable. Removían sus vasos de zumo de lichi con una mano y con la otra comían de unos platos ovalados de plástico con la mirada clavada en el extranjero impuro. Es fácil volverse paranoico.

El no musulmán entre musulmanes está sumido en un entorno singular. Se trata de algo puro, algo deseable, y al mismo tiempo molesto. ¿No se trataría del convencimien­to, en ese preciso instante en Solo, de que todas las personas de la ciudad estaban sobrias y siempre lo estarían?

«Seiscientas mil personas y ni un solo bar», pensaba una y otra vez. Me parecía la receta perfecta para la locura. Era aquí donde Abu Bakar Bashir dirigía su internado (o pesantren) Al-Mukmin, el hogar espiritual de los tres hombres ejecutados por los atentados de Bali de 2008. Era el centro de la Jemaah Islamiyah, la red de terrorismo islámico de Indonesia. Uno de esos hombres, Imam Samudra, concedió una entrevista a la CNN justo antes de que lo ejecutara un pelotón de fusilamiento, y explicó, en un inglés precario, que había aprendido a fabricar bombas en Internet y que era correcto masacrar bebedores en los bares por las muertes provocadas por el «Comandante Bush». Otro de ellos, Amrozi Nurhasyim, afirmó en la misma entrevista que las fotografías de los cuerpos carbonizados no le producían la menor emoción. Eran «kafirs, no musulmanes», dijo. Solo era su ciudad, y supuse que él conocería muy bien estas calles.

La inquietud que sentía a medida que me internaba en los mercados nocturnos se debía también a que llevaba días sin beber, algo que recordé muy bien mientras me tomaba un gin-tonic en el hotel de Milán y oía a la multitud en las mesas de abajo, el hermoso ruido de los bebedores unidos bajo un mismo techo. Únicamente cuando nos rodean los abstemios llegamos a comprender cuánto debemos a la química del alcohol.

El camarero se acercó, me preguntó por enésima vez cómo quería el gin-tonic (yo había decidido seguir bailando con Madame Geneva) y me sumí en la tenue música de los cubitos de hielo y ese aroma a hierba cálida mientras me preparaba el combinado. Cuarenta euros por un gin-tonic: parecía algo excesivo, y ¿existe un gin-tonic que sea treinta euros mejor que uno malo? Removí el hielo e incliné la copa para contemplar la emulsión aceitosa en la superficie del líquido. Mucho mejor que un bellini o el temible sgroppino, ese combinado veneciano de sorbete y vodka que aquel verano era omnipresente en los bares de Milán. El noble gin-tonic es verdaderamente un cocktail da meditazione. Producto de la India y del Raj, de los británicos, del calor tro­pical y sus enfermedades (la quinina de la tónica se usaba para tratar la malaria), este simple combinado es el único que puedo consumir rápidamente, el único en que los cubitos no estorban y entumecen.

Sentía tal sosiego que no podía levantarme, y contemplé —como de lejos— la posibilidad de pasarme toda la tarde allí sentado. La matriarca árabe me miró de soslayo y supe lo que estaba pensando. No obstante, para mi sorpresa alzó su copa de agua y sonrió. Parecía saber que yo no estaba del todo acabado o ni siquiera acabado a secas, porque nunca acabamos del todo. Se bebe desde la cunaa la tumba, sin pensar. Así que levanté mi gin-tonic y dije: «Inshalá». Una blasfemia, en efecto, pero su marido no me oyó.

2. Un vaso de arak en Beirut

En Le Bristol, en cuanto estoy solo y encienden las luces, pido un vodka martini agitado y frío, con una aceituna ensartada en un palillo. Agitado, al estilo Bond, el combinado tiene un efecto menos alcohólico porque una mayor parte del hielo se diluye en la mezcla. A las seis y diez estoy decidi­damente solo en el bar del hotel, pues la chusma internacio­nal todavía no ha bajado a ocupar sus taburetes. Es l’heure du cocktail y estoy satisfecho. Los pájaros siguen cantando en Marie Curie y en la cercana Al Hussein, y todavía no hay prostitutas paseando por las alfombras. Me he pasado toda la tarde bebiendo en mi habitación, pero después de una siesta y un baño frío he moderado los efectos externos y mi mano no tiembla en absoluto. Estoy solo, me digo, en mi la­guito de vodka levemente gelatinoso. Estoy solo y nadie puede tocarme. Soy haraam.1

Me gusta Le Bristol, tan cercano al cementerio druso de Beirut; a veces deambulo hasta allí, si ningún ligue me ha levantado la moral o alguna conversación me ha desmoralizado. Los drusos beben alcohol, por lo que es imposible faltarles al respeto. También me gusta la hora de las seis y diez. Cuando a las seis y diez toco el borde de la primera co­pa de la noche, me siento como Alejandro Magno, que atravesó con una lanza a su insolente amigo Clito, mientras bebían en una fiesta.

El bar del hotel Le Bristol está semioculto en un concurrido vestíbulo donde señores vestidos con trajes de dudoso gusto se pasan el día comiendo pasteles de miel. Es un ejercicio de discreción. Los hombres de negocios que acuden al bar, ya bien entrada la noche, lo hacen con tacto porque no todos son cristianos. En Líbano, que sigue siendo cristiano en un cuarenta por ciento, el alcohol es legal y se disfruta ampliamente. Estoy sentado en el fondo del bar y mi segundo vodka martini llega en su servilleta de papel, con la aceituna bamboleándose a un lado. Salada como la fría agua marina del fondo de una ostra, es una bebida siniestra, fresca y buena para los nervios, porque hay que tener algo de nervio para beberla. En la calle, al otro lado de la puerta giratoria, hay un soldado con un fusil automático y la mirada perdida. Sí, es el momento adecuado para un destilado. La cerveza y el vino se toman con amigos, pero los destilados son para quien bebe solo. Y me quedo sentado mirando el reloj mientras el camarero, a su vez, me mira a mí, como si los dos esperásemos que ocurriera algo.

Al anochecer comienzan a llegar los primeros adictos: corbatas mal anudadas y llamativos zapatos italianos, iluminados por las lámparas de araña mientras se dirigen al bar. Cuando se desvanece la luz del mundo exterior, la melosa efervescencia del bar vuelve a la vida. El local se impregna de una sutil ebriedad. Miro las botellas de Gordon’s, Black Label, Suntory y Royal Stag, las marcas prevalentes en Orien­te, y luego las pinzas inmóviles en la cubitera, los ceniceros de Ricard y la negra corbata geométrica del barman. El bar ha adquirido un formato universal. Es como una religión cuyos lugares de culto siguen un puñado de principios prácticos. El taburete, el espejo, las copas colgadas por los pies, los posavasos y un papel pintado que parece elegido por un servicio de pompas fúnebres. Estos templos han surgido en todos los rincones del mundo, llevando su nociva felicidad hasta las remotas poblaciones de Papúa, y, allá donde existen, el culto a la embriaguez se anuncia con música enlatada y pantallas con lejanos partidos de fútbol. Estos sofisticados productos embotellados derivan de los alquimistas y químicos árabes que hace ochocientos años nos dieron al-kohl, una sublimación de la estibina, la forma más común del sulfuro de antimonio; un polvo fino que a la sazón se usaba como antiséptico y lápiz de ojos. ¿Fue la pureza del kohl en polvo la que inspiró que pasaran a llamarse así otras sustancias que podían obtenerse o purificarse por sublimación? ¿O se inspiró en la forma en que el «espíritu» de la es­tibina se sublimaba en ese polvo? En cualquier caso, es en estos antros donde pasamos gran parte de nuestro tiempo olvidando lo que somos. Enciendo un cigarrillo, me pregunto si fumar todavía estará permitido —incluso aquí, en Beirut— y luego me fundo como una gota de lluvia en el vodka martini. El vodka y el tabaco maridan bien, parecen conjurados por la misma esencia.

Los árabes que beben a mi lado me someten a las preguntas habituales que escucha rutinariamente el viajero solitario. Respondo que me he tomado unos meses de descanso para viajar y beber por el mundo islámico, y también para comprobar si puedo desintoxicarme, curarme de un excesivo arrebato alcohólico. En realidad, se trata de una crisis personal, una curiosidad particular. Quizá me lleve varios años.

—Très bien—responden con resignada indignación.

Pero ¿con qué fin?

Les digo que siento curiosidad por saber cómo viven los abstemios. Quizá tengan algo que enseñarme.

—Vous êtes donc alcoolique?

—En quelque sorte—les digo—. Está en mi naturaleza.

Se puede beber en la mayoría de los países islámicos, me dicen. Excepto en Arabia Saudí, por supuesto. Pero el con­texto psicológico será muy distinto. Les digo que es precisamente ese contexto el que me interesa. Para alguien que se ha pasado toda su vida sumergido en alcohol, el cambio de contexto podría resultar esclarecedor.

—¿Esclarecedor? —preguntan.

Dejamos el tema. No es fácil saber si son suníes, maronitas o drusos, e incluso es posible que sean chiíes. Me to­man por loco y farsante, o solo por alcohólico, y no se equi­vocan. Sin embargo, el vodka tiene algo, me digo mien­tras se alejan charlando; el vodka tiene algo que me vuelve indiferente y superior.

Bajo andando por Rome cuando todo está en calma, paso Michel Chiha y sigo hacia el mar, que se intuye como un resplandor abierto tras los muros de unas casas de árboles esmirriados y balcones repletos de plantas. Tomo Omar Daouk y luego un atajo por Dabbous. Entro en el entramado de calles detrás del hotel Radisson para tomar un zumo de sandía y fumarme una pipa cuando el alcohol me ha dejado exhausto y necesito un respiro. Aquí, en Ain el Mreisseh, me he alojado a veces en otro hotel, el mohoso Bay View, donde por la mañana se pueden desayunar huevos duros y labné con vistas al mar.

Pese a la presencia de un Hard Rock Café y de la discoteca del Bay View, muy conocida entre los príncipes saudíes, esta parte de la Corniche nunca me resulta agobiante. Entro en La Plage, en cuyo restaurante interior suelen celebrarse bodas muy entretenidas, con chicas bailando entre cortinas de humo, y bajo por la escalera exterior que lleva a las mesas desperdigadas por el embarcadero de cemento. Aquí las olas rompen contra los pilotes y las luces de la ciudad se extienden en la oscuridad. Hay grupos de cuatro personas con sus shish e invitados extenuados de la boda que se recuperan con un terapéutico cigarrillo; en un lugar así solo funcionará una botella alta y fría de cerveza Almaza, consumida con una ensalada de hojas amargas y guarnición de mutabal. La cerveza Almaza es para esos días en que la acumulación de vodka es demasiado intensa. Es mi refresco, mi limpiador del paladar.

Me descubro caminando de vuelta al hotel con dificultad, tambaleándome por las colinas de la ciudad. Las ruinas de las guerras siguen aquí, casas abiertas al cielo que en mi estado alterado parecen obstáculos para comprender una ciudad que de por sí ya es desconcertante. Llego a lo alto de Rome y oigo el eco de los muecines en los quartiers. Cuando paso ante la tienda de lencería de una esquina, me sujeto por la muñeca y me obligo a detenerme. ¿Tengo que pasar por otro control de soldados escépticos en este estado, tambaleándome y con la mirada perdida? Beirut no es una ciudad para peatones, aunque parezca lo contrario. El bebedor, cuando camina, está en desventaja. Trepo por el cementerio druso y un soldado me detiene y me pregunta en un inglés precario si me gustaría sentarme a descansar. Ahora que lo pienso, es una buena idea. Me siento en un bolardo, escucho las golondrinas que planean entre los viejos cedros de la calle y comprendo que llevo horas bebiendo, pero no recuerdo nada. Es un tiempo en negativo.

El alcohol únicamente se menciona tres veces en el Corán, y aunque se desaprueba su consumo, nunca se prohíbe explícitamente. La hostilidad hacia el vino en el libro sagrado es severa, pero no especialmente feroz. Es la ebriedad, más que el alcohol en sí, lo que provoca la ira del Profeta. La primera mención del vino en la cronología tradicional del Corán, en la primera sura conocida como «de la vaca», es esta: «Te preguntan sobre el vino y el juego de azar. Di: En ambas cosas hay mucho daño para los hombres y algún beneficio, pero el daño es mayor que el beneficio» (Al-Baqara 2:219). Cerca tenemos esto: «¡Vosotros los que creéis! No os acerquéis a rezar ebrios hasta que sepáis lo que decís» (An-Nisa 4:43). Después, en Al-Ma’ida 5:91, se refiere de forma más explícita al alcohol como obra de Satán: «¡Vosotros los que creéis! Ciertamente el vino, el juego de azar, los ídolos y las flechas adivinatorias son una infamia, obra de Satán; apartaos de ellas y triunfaréis».

Los hadices son otra cuestión. Pero el origen de la estricta prohibición del alcohol en el islam es incierto. Las pro­­hibiciones van y vienen. Pocos recuerdan ahora que en el siglo xvi el café estuvo prohibido en La Meca y Egipto porque se consideraba embriagador. Algunos sugieren que la supresión del alcohol podría haber surgido del deseo de la di­nastía selyúcida turca de mantener el orden entre sus tropas. Nadie lo sabe, y a estas alturas los inicios de la prohibición tampoco importan. Otros afirman que se trata de una reacción moderna contra la occidentalización rampante en que los infieles son omnipresentes gracias a su infame Johnnie Walker y el satánico vodka Bong.

Pero el alcohol no ha desaparecido, ni siquiera de Arabia Saudí. De vez en cuando el Khaleej Times nos obsequia con estremecedores relatos de saudíes que acaban hospitalizados por beber agua de colonia. En 2006, veinte ciudadanos del reino murieron a causa de un botellón de perfume. Por otra parte, es innegable que en las tierras árabes del Líbano la bebida nacional es el arak, un destilado del anís.

Originariamente arak significa «sudor» y se refiere a las gotas de vapores destilados que se condensan en las paredes de la retorta. El poeta musulmán persa del siglo ix Abu Nuwás, que escribió muchos versos sobre los placeres del vino y los licores destilados, lo describe como «del color de la lluvia, pero tan ardiente por dentro como las costillas de un tizón encendido». Lo mismo ocurre con todos los destilados, que son de origen árabe y en el pasado se exportaron a Europa desde tierras islámicas.

Por consiguiente, el arak y el vodka martini tienen un origen islámico común. Los dos son del color de la lluvia. ¿Y cómo no voy a acordarme, mientras bebo, taciturno, en el bar del Bristol, del homosexual y descarado Abu Nuwás, que aparece como personaje en Las mil y una noches y es el máximo representante del género poético ya extinto del khamriyya, «los placeres de la bebida»? El escabroso poeta que se burló de la vieja Arabia y defendió la innovadora vida urbana de Bagdad. Que lamentó la pasividad sexual de los hombres y los retorcidos apetitos sexuales de las mujeres. Y que da nombre a un cráter de Mercurio.

Tengo en mi habitación un ejemplar de Homoerotic Songs of Old Baghdad y de O Tribe that Loves Boys, traducciones de la obra de Abu Nuwás que no son fáciles de conseguir en Amazon.com. Y eso pese a la popularidad del poeta en NAMBLA, la Asociación Norteamericana a favor del amor entre hombres y muchachos... Para Abu Nuwás el deseo está encarnado en el saqi, el muchacho cristiano que le escancia vino en la taberna. «Un dulce ciervo nos llenaba la copa…» Y mientras bebo mi vodka martini en el Bristol a media noche, con la única compañía de unos cacahuetes salados, estas palabras llegan de siglos atrás, desde los disolutos salones de Bagdad.

Un dulce ciervo nos llenaba la copa…

Deslizándose entre nosotros,

nos hizo beber y dormimos,

pero en cuanto cantó el gallo

a él me acerqué arrastrando mi ropa,

con mi ariete dispuesto al embate.

Cuando lo penetré con mi lanza,

despertó como un hombre herido

despierta por sus heridas.

«Has sido una presa fácil,

no reniegues», le dije.

En tiempos de Abu Nuwás, Bagdad era una ciudad que contaba con cien tiendas de vinos, como debía de ocurrir en la Córdoba musulmana del siglo ix. Abu Nuwás se veía a sí mismo como una mina de placeres donde hombres y mujeres excavaban sus «vetas».

Acercaos, muchachos. Soy una mina de lujuria: excavadme.

Soberbios vinos añejos elaborados por monjes de un monasterio.

¡Shish-kebabs! ¡Pollos asados! ¡Comed, bebed, alegraos!

Y después podéis turnaros para engrasar mi herramienta.

Por la mañana temprano conduje dos horas desde Beirut hasta la ciudad romana de Baalbek en compañía de Michael Karam, el célebre crítico de vinos libanés. Descendiente de una antigua familia maronita de la cordillera del Líbano, educado en Inglaterra y marcado por una experiencia desastrosa en el ejército británico, es un gran experto en arak y también en vino.

El templo se encuentra en lo alto del valle de la Bekaá, en territorio de Hezbolá, al lado de un limpio pueblecito del mismo nombre. Nos sentamos en un café al sol, junto a las ruinas. Bebimos zumo de granada y observamos a los clérigos vestidos de negro que pasaban ante nosotros como si meditaran sobre las desagradables facturas de la luz. Los altavoces, plenamente activos, ofrecían enfáticos sermones. Parecía un lugar razonablemente agobiante, limpio y seguro. La clase de sitio donde puede que te secuestren un par de horas por pura curiosidad. Derramé medio zumo de granada, el vaso cayó al suelo y se rompió estrepitosamente en mil pedazos. Los viandantes se detuvieron durante una décima de segundo. Los altavoces reanudaron su sermón y de pronto los arquitrabes romanos, visibles entre los árboles, parecieron nostálgicos, ajenos y perdidos. Nos acercamos a ellos con un alivio tácito; pasar de la Baalbek del siglo xxi a la del siglo i era toda una bendición. A la última la llamaban Heliópolis. Los dioses que antes gobernaron aquí observan a su conquistador, divididos por un aparcamiento.

Baal, Júpiter, Venus y Baco. El templo de Júpiter no se parece a ningún otro edificio romano existente. Su escala es inmensa. Se conservan seis de sus columnas; el emperador Justiniano se llevó nueve para el Hagia Sofía de Constantinopla y el resto las derribaron los terremotos. Las bases están desperdigadas por el suelo. Pero tan solo esas seis columnas reprimen cualquier hubris moderna. Debajo se encuentra el templo de Baco erigido por Antonino Pío en el siglo ii, el mayor santuario que se haya construido en honor al dios del vino. Está virtualmente intacto y es el más perfecto de todos los edificios que se conservan del Imperio romano, salvo el Panteón de Roma, los restos de Éfeso y la Maison Carrée de Nimes. Nadie recuerda que el culto dionisíaco fue la religión más popular del imperio tardorromano antes de la llegada del cristianismo. Y su principal rival.

Sentado en una de las bases había un rasta fumado que saludaba a todo el que pasaba. Le preguntamos de dónde venía. «Del espacio exterior», respondió.

El culto a Venus en Heliópolis era tan desenfrenado que los emperadores cristianos tuvieron que restringirlo. El culto a Baco debió de ser igual de intenso. Entramos en su templo mientras se ponía el sol y alzamos la vista al casi perfecto calado del techo sobre las columnas exteriores. Hace dos siglos y medio inspiraron al arquitecto inglés Robert Adam en su decoración de la Casa Osterley de Hounslow. Fuimos a la cella, similar a la nave de una iglesia, que conserva parte del techo, las tallas de los nichos y cuyos pel­daños del altar siguen intactos. No solemos tener presente que el culto a Dioniso-Baco tenía sus propias iglesias y ri­tos que probablemente influyeron en el cristianismo en sus inicios. Eruditos como Karl Kerényi han argumentado que la figura de Cristo absorbió muchas de las características de Dioniso. Una vez aquí, nos volvemos muy conscientes de esa posibilidad.

Me senté en los peldaños y escuché el eco de los sermones de Hezbolá procedentes de la ciudad. Noté que Michael pensaba lo mismo. Bajé la vista al relieve de mármol que había al pie de la escalera y vi una bailarina tallada de forma exquisita, con el cabello y el quitón al viento. Una bacante de tiempos de Antonino Pío. No era mayor que mi mano, tan pequeña que quizá la hubiesen olvidado todos los saqueadores. Como las jóvenes esculpidas en los remotos templos angkorianos de Camboya, había sobrevivido contra todo pronóstico. Una seguidora de Baco inmortalizada en un único momento, danzando con la energía de su dios.

En ningún otro lugar resulta tan evidente la naturaleza transitoria de las religiones. Nos parecen fijas e inamovibles, pero no lo son. Retroceden, se reforman y se fragmentan. Y por tanto son propensas a la paranoia, pues se saben mucho más fugaces de lo que pueden permitirse admitir. Incluso hemos olvidado que el culto a Dioniso fue una religión.

Sin embargo, la energía de los cultos se transmite a los nuevos cultos que los sustituyen. Puse la mano sobre la joven de mármol y cerré los ojos. Debemos recordar qué honraba con su baile y por qué la ebriedad es el misterio más primitivo. En el mundo mediterráneo fue el origen de una pasión religiosa. En la actualidad hemos convertido esa misma pasión en una industria secular y una lucha personal. Entretanto, Hezbolá hace bien en odiar al bebedor: él y esta delicada joven de mármol son su mayor amenaza.

1. En árabe hay dos palabras, haram y haraam, etimológicamente relacionadas, pero de significado distinto. La primera hace referencia a un santuario o lugar sagrado; la segunda, a lo pecaminoso o prohibido. ( N. del A.)