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David y Jo Henniger, una pareja de británicos sumidos en una crisis matrimonial, aceptan la invitación de un viejo amigo para asistir a una fastuosa bacanal en una villa situada en medio del desierto de Marruecos. ¿Qué mejor que unos días de desenfreno en una tierra exótica y sensual para avivar una relación del todo estancada? Sin embargo, lo que estaba llamado a ser un fin de semana idílico se tuerce irremisiblemente de camino a la fiesta: David, que conduce ebrio en la oscuridad del desierto, atropella a un joven marroquí que se cruza súbitamente en su camino. A partir de este incidente, los destinos de los personajes cambiarán de forma radical. Bajo la atenta mirada del servicio doméstico marroquí, que satisface a regañadientes las extravagancias y los excesos de los invitados a la fiesta, David y Jo deberán enfrentarse a las terribles consecuencias de sus actos en un clima de tensiones crecientes. Como en El turista desnudo, Osborne despliega en esta novela su excepcional talento para captar los dilemas morales que afloran cuando los occidentales viajan al extranjero, ingenuamente confiados en el poder balsámico del viaje, tan solo para verse obligados a lidiar, donde menos se lo esperan, con las mentiras, las contradicciones y los prejuicios que rigen su propia vida, así como sus relaciones con los demás.
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Seitenzahl: 402
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Portada
Los perdonados
Los perdonados
lawrence osborne
Traducción de Magdalena Palmer
Índice
Portada
LOS INVITADOS DE AZNA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
ISSIMOUR
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
LOS PERDONADOS
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Agradecimientos
Lawrence Osborne
Presentación
Otros títulos publicados en Gatopardo
Título original: The forgiven
Copyright © 2012 by Lawrence Osborne
Published in the United States by Hogarth, an imprint of the
Crown Publishing Group, a division of Random House LCC
© de la traducción: Magdalena Palmer, 2019
© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U, 2020
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: marzo de 2020
Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Atlas, en Marruecos (1993)
© Raymond Depardon / Magnum Photos / Contacto
Imagen de interior: © by Lawrence Osborne
Imagen de la solapa: © by Chris Wise
eISBN:978-84-17109-94-3
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,
la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,
ciudad donde reside, en 2017.
Para mi madre, Kathleen Mary Grieve, 1933-2011
«Son muchos los caminos que no conducen al corazón.»
Proverbio marroquí
LOS INVITADOS DE AZNA
Capítulo 1
Avistaron África cerca del mediodía. La bruma se disipó y los yates de los millonarios europeos surgieron de la nada con banderas de Sotogrande y los destellos de sus copas y vasos. Los temporeros de la cubierta superior se cargaron los fardos al hombro, animados por la idea de volver a casa, y la ansiedad de sus rostros fue desvaneciéndose poco a poco. Quizá solo fuese el sol. Los coches de segunda mano hacinados en la bodega empezaron a calentar motores mientras los niños correteaban con naranjas en las manos. La costa africana proyectaba una energía magnética que atrapaba al transbordador de Algeciras. Los europeos adoptaron una actitud expectante.
La pareja británica que tomaba el sol en las tumbonas se sorprendió de la altitud del terreno. En las cimas se alzaban antenas blancas que parecían faros de alambre y el verdor aterciopelado de las montañas incitaba a alargar el brazo para tocarlas. Las columnas de Hércules habían estado cerca, allí donde, en realidad, el Atlántico anega el Mediterráneo. Hay lugares destinados a parecer portales que te atraen con una fuerza inevitable. El inglés, un médico de cierta edad, se protegió los ojos con una mano cubierta de vello pelirrojo.
A simple vista pudieron distinguir las serpenteantes carreteras que probablemente estaban allí desde tiempos de los romanos. David Henniger pensó: «Quizá este trayecto será más fácil de lo que creíamos. Quizá hasta sea agradable». Un altavoz próximo al mástil emitió unas notas de raï, el hip-hop parisino. Miró a su mujer, que leía un periódico español pasando las páginas con indiferencia, y luego echó una ojeada al reloj. La gente saludaba desde la ciudad cada vez más próxima, levantaba manos y pañuelos, y Jo se quitó las gafas de sol para ver dónde estaba. David admiró la franca confusión de su rostro. L’Afrique.
Fueron a tomar una cerveza al Hôtel d’Angleterre. No hacía calor y el aire todavía conservaba la humedad de la bruma recién disipada. Timadores y apuestos «guías» revolotearon a su alrededor mientras el sol impregnaba la terraza de un olor a barniz, pimienta en grano y cerveza desbravada. Un humor risueño dominaba a los expatriados desaliñados y sus correspondientes parásitos, que tomaban nueces con cáscara y ginebra fría. Fuimos los bohemios más formidables, decían sus rostros a los recién llegados, y ahora somos unos desgraciados encantadores y dicharacheros porque no nos queda más remedio.
Los Henniger habían organizado el alquiler del vehículo mediante un agente que correteaba de aquí para allá con llaves y contratos, y mientras esperaban, tomaron cervezas con granadina y cigares fritos de queso de cabra. David todavía no se había formado una opinión. Las fachadas francesas daban solidez y sombra a las calles; las chicas eran gráciles, insolentes y de mirada insinuante. No estaba mal.
—Me alegra que no nos quedemos —dijo ella, mordiéndose el labio.
—Nos quedaremos a la vuelta. Será interesante.
David se quitó la corbata. Sintió que sus ojos volvían a la vida y se preguntó si Jo notaba sus leves cambios de humor. «Me gusta. Me gusta más que a ella. A lo mejor podemos quedarnos unos días más, después del fin de semana», pensó.
De camino a Chauen no hablaron. El coche de Avis Tánger era un viejo Camry de frenos gastados y tapicería roja rasgada. David conducía con las manos enfundadas en guantes de cuero y esquivaba nerviosamente a las mujeres tocadas con sombreros de paja que infestaban el arcén guiando a sus mulas con palos. Arreciaba el calor en la larga carretera bordeada de rocas y naranjos. Ladera arriba se alzaban los suburbios, los precarios bloques de viviendas y las antenas que decoraban cualquier ciudad con unos ingresos medios. No se veía el principio ni tampoco el fin. Solo se insinuaba el olor a mar.
Todo era polvo. Siguió conduciendo obstinadamente, empeñado en salir de la ciudad cuanto antes. La luz que llevaba soportando todo el día le había cansado la vista, y la carretera se había reducido a un resplandor geométrico repleto de movimientos hostiles: animales, niños, camiones, destartalados Mercedes que llevaban treinta años funcionando.
Los suburbios de Tánger eran una ruina, pero los huertos seguían allí. Y también los limoneros y los olivos mutilados, la tenaz desilusión, las fábricas vacías y el olor de los jóvenes exasperados.
El hotel Salam de Chauen tenía vistas al río Oued el Kebir y a un desfiladero; la calle donde se encontraba, la avenida Hassan II, era una pendiente empinada que estaba llena de hoteles —el Marrakech y el Madrid también se encontraban allí— y que bordeaba los muros blancos y monacales de la ciudad. Los autocares turísticos ya habían llegado y el salón del hotel estaba repleto de parejas holandesas que devoraban huevos con cúrcuma. Los Henniger no sabían si entrar y sumarse a aquella orgía gastronómica o mantenerse al margen. Los holandeses parecían frenéticos y perturbados, como si llevasen días sin comer. David se preguntó si les darían bocadillos en aquellos autocares inmensos. Eran algo repugnantes, con sus grandes caras sonrojadas y sus fornidos adolescentes rumiando alrededor del bufé. Pero él tenía hambre.
—Comamos algo, pero no aquí —dijo animadamente—. ¿Quizá fuera, lejos de los bóvidos europeos? Me pregunto si podré beber algo que no sea una limonada Pellegrino.
Afortunadamente el Salam tenía terraza propia y no estaba demasiado concurrida. Se sentaron a una mesa con vistas y comierontayínal limón con un Boulaouane frío. Al menos era vino, pensó David con callado agradecimiento.
—¿Te conviene beber? —preguntó Jo con suavidad.
—Es solo una copa. Una copa de meado de vaca. Esto es meado de vaca, míralo.
—No lo es. Tiene un catorce por ciento de alcohol. Vas a conducir cinco horas más.
Ella empezó a devorar las aceitunas saladas. David siempre se tomaba ese tipo de comentarios con mucha resignación.
—Me facilitará el trayecto. Sé que es el simple pretexto de cualquier alcohólico, pero es verdad.
—No debería dejarte, tonto.
—Lo haría igualmente. Las carreteras están vacías.
—¿Y qué me dices de los árboles?
Ya llevaban once años sumidos en aquella suerte de contienda: la meticulosa y perfeccionista Jo batiéndose con el malhumorado David, a quien siempre le parecía que las mujeres existían para reprimir los pequeños pecados que daban chispa a la vida. ¿Por qué lo hacían? ¿Envidiaban la curiosidad y los improvisados placeres masculinos que ocurrían a espaldas suyas? Lo cierto es que le intrigaba. Y uno podía tomárselo a risa, o no. Jo era diez años más joven que él, solo tenía cuarenta y uno, pero actuaba como una anciana institutriz. Disfrutaba regañándolo, apartándolo de pequeñas aventuras sin consecuencias, aunque acabasen degenerando en un desenlace natural. «Nunca me estamparía contra un árbol, ni en un millón de años. Ni en sueños»,pensó. Jo se bebió de un trago media copa del horrible vino marroquí y David la miró, sorprendido. Ella se limpió la boca de forma desafiante. Se le sonrojó la frente y las comisuras de los labios.
—Siempre consigues lo que quieres, David. Es habitual en nosotros, ¿verdad? Siempre te sales con la tuya.
—No pongo tu vida en peligro —dijo él en un tono algo lastimero—. Eso es absurdo.
«Ya veremos si lo es», pensó Jo.
—Además —añadió él, más tranquilo—. Es una falsedad evidente. Casi nunca me salgo con la mía. La mayor parte del tiempo me limito a acatar órdenes.
Al pie del desfiladero había casas blancas con jarras de limones en salazón en sus tejados. Los perros ladraban en los palmerales cercanos, y los camareros del Salam parecían avergonzarse sutilmente de ellos. Una de las beldades holandesas flotaba en la pequeña piscina de la terraza, rotando despacio bajo las primeras estrellas mientras se miraba los dedos de los pies. David observó con meticulosa curiosidad aquellos pechos agradablemente redondeados que surcaban las aguas. La cena fue breve y práctica porque pensaban más en el viaje que tenían por delante que en disfrutar del momento presente. Él apuró el resto del Boulaouane y se limpió los dientes con un palillo. Algo en su voz no acababa de encajar.
—Me apetece dar un paseo. ¿Vamos a tomar café a la medina? Estos camareros me están deprimiendo.
La avenida Hassan II llegaba hasta la puerta de Bab El Hammar y a la medina por la encantadora plaza El Makhzen. Empezaba a anochecer y todos los hombres, vestidos con chilabas inmaculadas, habían salido en tropel a la gran plaza arbolada, ansiosos por iniciar sus animadas conversaciones; se reunían en corros y se daban la mano mientras desgranaban sus rosarios musulmanes en la espalda.
Había algo trepidante y paradójicamente sosegado en aquella limpieza masculina, en la velocidad de los niños que pasaban silbando con melocotones y bolsas de la compra, en la cal, en las sombras angulares. Jo le cogió de la mano y la alianza se le clavó en la palma; se aferró a él como si pudiera darle estabilidad en medio de aquel trasiego. ¿Necesitaba a David un poco más, al menos hasta atravesar el pueblo? Las discusiones triviales de las últimas semanas se diluyeron, habían quedado reducidas a palabras y nada más que palabras, pensó ella; palabras que se funden fácilmente cuando nos desplazamos bajo un sol de justicia. Encontraron una plaza inclinada con una higuera donde había un Café du Miel cuyas mesas de madera de cedro también estaban inclinadas a un lado de la pendiente. No ofrecía bebidas, sino un café intenso y un agradable lugar para fumar, y David se sintió cómodo de inmediato. Con el café les sirvieron un platillo de semillas de cardamomo y unos pastelitos de almendra. Pequeños gestos de delicadeza. Las calles eran patriarcales, pero también íntimas. Los árboles proyectaban sombras delicadas en los adoquines. David se desperezó y echó una semilla de cardamomo a su café.
—Ahora me siento mejor. Me parece que el peor tramo ha sido el de esta tarde. Si partimos a las siete, podremos llegar a media noche.
—¿Crees que estarán despiertos?
—Seguro. Formamos parte de su fin de semana, emocionalmente hablando. Estarán bebiendo hasta bien pasada la medianoche.
«O toda la noche», pensó Jo para animarse.
—No es un horario militar —añadió él en tono más conciliador—. Si quieres pernoctar aquí, no me importa. Quizá dos noches de fiesta ya sean más que suficiente.
Jo negó con la cabeza.
—No. Quiero ir a casa de Richard.
De pronto se le humedecieron los ojos y sintió un odio irracional por toda aquella situación. El calor, el café espeso, el bochorno y el tono de voz de David. Ese deje cortante e impaciente que tan bien casaba con cómo los miraban los hombres de los cafés, con contención, pero también con curiosidad provinciana; unas miradas aguzadas, que usaban como palos afilados para fisgonear. Jo creía que un viaje al desierto le daría ideas para un nuevo libro, pero esas ilusiones casi nunca salían como esperaba. ¿Qué clase de nuevo libro, además? En lugar de inspirada, empezaba a sentirse atrapada en un horario al que tenían que ceñirse, y los hombres de la calle no dejaban de mirar mientras sus manos manoseaban los rosarios que tenían sobre las mesas. Miraban tan fijamente que ella notó que su centro de gravedad empezaba a resquebrajarse. La miraban con un odio inexpresivo, pero también era posible que no fuese odio, sino una sensación inconsciente de superioridad que ni siquiera hacía falta que se hiciese consciente para poner al otro en su sitio.
—No pasa nada —dijo lacónicamente David—. Ya sabemos que están reprimidos y furiosos. Tratan a sus mujeres como bestias de carga. Para ellos, tú no eres más que una mula fugada.
Ella apartó la vista y apretó la servilleta.
—No soporto que digas eso.
—¿Por qué? ¿Acaso no es verdad?
—No importa que lo sea.
—Pues yo diría que sí —repuso él—. Yo diría que sí que importa que los disguste tu presencia debido a tu sexo.
—Estoy segura de que no es eso. Y tú no tienes ni idea de cómo tratan a sus mujeres. Ni idea.
Él soltó una carcajada y cogió un cardamomo entre dos dedos. Jo se había puesto sofística.
—Como quieras, señora feminista.
Para alardear de su francés, David preguntó al dueño del café, que estaba sentado en la mesa vecina, si en el desierto hacía mucho calor. Los marroquíes se explayaron con sus exageraciones habituales.
—Vous allez souffrir, vous allez voir. Mais c’i beau, c’i très beau.
Él la tomó de la mano durante el regreso al Salam. Los fuertes ladridos de los perros del desfiladero le impedían relajarse y la cabeza empezó a darle vueltas de forma despiadada. ¿Había sido una buena idea esta extravagancia, la súbita partida, el ansia precipitada de diversión? Todo por querer divertirse, por los amigos y por pasar tres días bajo un sol más cálido. Sabía que Jo no quería ir, pero una parte de él disfrutaba imponiéndose. Le gustaba fastidiar a la gente cuando consideraba que su enfado procedía de la rigidez y la hipocresía, lo que sin duda era el caso de Jo. Se veía a sí mismo como un agente liberador, un purificador de prejuicios ajenos. Estaba convencido de que, a la larga, aquello ayudaría a Jo, y, al pensarlo, una deliciosa compasión, una cruda ternura por su esposa se abrió paso en sus cálculos sin un propósito definido. Como cuidar de un prado podando los extremos con un par de cizallas afiladas. Mantener el orden con amor y mantener los monstruos a raya.
La mezquita española estaba iluminada y el agua de la piscina centelleaba con las ráfagas de viento. Dos hombres andaban cogidos del brazo por la avenida Hassan II, susurrándose. Ahora no había mujeres en las calles; era la hora de los hombres. Y sus miradas se concentraban en la rubia alta del desvaído vestido de algodón y sandalias rojas, en sus joyas y en sus pecas. Había un placer evidente en simplemente observar a semejante gazelle (esa era la palabra que les gustaba). Andaba como si desease ahuyentar la curiosidad sexual, no con descarados andares femeninos. Resultaba evidente que era escritora, una intelectual, y también que él era médico y un pelmazo.
Subieron al coche, desplegaron el mapa Michelin y consiguieron con sumo esfuerzo encontrar la fina línea roja que señalaba la ruta que debían seguir. Ella lo besó en la mejilla y notó arena en sus labios. David tenía arena en la cara; había arena por todas partes y eso lo irritaba. Los granos de arena le picaban en las orejas.
—Preferiría dormir en lugar de conducir rumbo a la nada —dijo él.
Escupió un grano de arena para hacerla reír. Pero la voz de Jo conservaba una reticencia molesta, una renuencia física. No quería ir. Siempre desconfiaba de David en momentos de tensión y, cuando dudaba, el tono de su voz provocaba en él una resistencia inmediata. Por tanto, tenían que ir.
—Es un poco imprudente seguir conduciendo —dijo ella.
—No nos quedaremos en este vertedero. Todavía hay luz, nos quedan tres horas más. Y el trayecto es pan comido. Todo recto.
—Pero está oscureciendo.
—Para nada. Solo hay menos luz, y ya está.
—Podríamos quedarnos.
David arrancó el motor.
—Ni hablar. Nos devorarían las pulgas.
—¿Pulgas?
—Pulgas. Las he notado nada más llegar.
«Claro. Es un hotel marroquí, seguro que tiene pulgas», pensó ella con desdén.
—No he visto ninguna pulga —dijo Jo, con un mohín.
—Tú no eres médico. Hay pulgas por todas partes. Las he notado hasta en los huevos con cúrcuma. Los holandeses pasarán una noche espantosa.
«Al menos estarán en la cama», pensó Jo.
—Es uno de esos sitios de los que quieres irte, y no lo digo solo por el hotel.
Los niños apostados en el arcén les mostraron sus tesoros, las cucharas para la miel y los dientes fosilizados de tiburón. Los Henniger hicieron una parada en el lago Aguelmame Sidi Ali. Unos siniestros bosques de cedros se aferraban a las laderas y unos pocos guías holgazaneaban en los límites de la noche, observándolos con una curiosa indiferencia. El cielo se llenaba de nubes crepusculares que formaban grandes sombras sobre el lago. A lo lejos, en el Col du Zad, empezaba a lloviznar, y los áridos campos pedregosos siseaban como sartenes calientes bañadas con aceite frío. No había nadie en la carretera, aparte de unos pocos camiones militares. El ánimo de Jo se fue ensombreciendo. Echó un vistazo al mapa y se le ocurrió que los mapas no pueden seguirse ciegamente, que en realidad nuestra confianza en ellos no es más que un tremendo acto de fe. Había que creer que esos garabatos infantiles se correspondían con todo un país. De modo que siguió con la vista la línea de vehículos, cuyos faros tallaban visiones fugaces en el anochecer —barreras encaladas, matas de drinn, animales bajo los árboles—, y no acabó de creérselo.
David puso un cedé de Lou Reed.
—Es esta la carretera, ¿verdad?
—Solo hay una.
Él sintió una oscura satisfacción.
—Dios, cómo odio a Lou Reed. Menudo imbécil.
—Es perfecto como música de carretera.
—A eso me refiero. También tengo Vivaldi. Casi igual de malo.
Unos árboles greñudos quedaron atrás, en el espejo retrovisor. Rocas pintadas con palabras y números árabes, torcidos espinos sin hojas. Hombres vestidos de arpillera dormían en zanjas junto a la carretera, con sus picos y sus losas de trilobites al lado. Entraron en Midelt.
Era un pueblo caótico de cemento y antenas. Sus calles, abarrotadas de hombres de mirada extraviada vestidos con pesadas chilabas de lana, transmitían una energía alegre y frenética. Se percibía un regusto distante a cantera. Tierra de fósiles, con una larga colina como calle principal. La capital mundial de los amonites y crinoideos. Unos carteles desesperados anunciaban Fossiles à vendre y Dents de requin.
Atravesaron directamente el pueblo y no pararon, más que para tomar un café rápido en el hotel Roi de la Bière. El coche gimió al subir una prolongada pendiente y adentrarse en la oscuridad de los bosques nuevos, y entre los picos del Atlas se definió de pronto el cielo nocturno, iluminado en el centro con un azul desgarrador que se volvía impreciso y traicionero a medida que descendía hacia la tierra.
Hicieron otra parada cerca de la medianoche. No sabían qué distancia les separaba de Er-Rachidía ni de Midelt, y el desvío de Azna —diminuto, a decir de todos— estaba más cerca de Er-Rachidía. Tendrían que andar con mucho ojo. «Lo pasaremos de largo», quiso decir ella, pero sabía que era mejor no mencionarlo. Jo echó a andar por el centro de la carretera, agitó las manos para relajar el cuerpo y por primera vez bebió del cielo y de la hostilidad de la tierra, lo que la liberó en lugar de oprimirla, al menos durante unos instantes. Al verla, David salió rápidamente para alumbrarla con la linterna y le gritó con una voz penetrante e histérica, como si hubiese percibido que Jo gozaba de un momento de libertad ajeno a él.
—¡Harás que te maten! ¿Estás loca?
Jo se volvió despacio y entró sin prisas en el haz de la linterna. Apretaba los puños y no estaba del todo firme, no del todo erguida.
—¡Sube al coche! —exclamó él—.¡Estás andando por el centro de la carretera!
De pronto, unos faros se acercaron por detrás. David la agarró del brazo y ella se zafó, pero luego rodeó el coche para entrar por su puerta.
—No estoy ciega —masculló entre dientes.
Los adelantó un coche enorme, un majestuoso Mercedes plateado con la capota bajada. Se quedaron tan sorprendidos que simplemente lo vieron pasar a toda velocidad con sus guardabarros resplandecientes como una cubertería, un despliegue anacrónico de lujo brutal.
—Será alguno de los invitados —dijo David, mientras forcejeaba con las llaves—. Podemos seguirlos. ¡Un Mercedes!
Al oírlo, ella se echó a reír.
—¿Y si no son invitados?
—Pronto lo averiguaremos.
—David, no. No seguirás a ese coche.
Él arrancó pisando los pedales, con un rictus adusto y estúpido en la boca. Jo bajó la ventanilla, decidida a que aquella locura cayese por su propio pie, pues era imposible que un viejo Camry pudiese alcanzar a un Mercedes cuyos faros traseros ya había desaparecido rápidamente en la oscuridad. Se recostó y aguardó la reacción de su excitable marido, que se disculparía a su debido tiempo por su abominable lenguaje. Siempre perdía el control con su actitud violenta, pero lo recuperaba al instante, y después llegaba la calma de las fosas sépticas y las ciudades bombardeadas. Los arrebatos del esposo moderno, inexplicables, espesos, de origen oscuro. Algo en aquel Mercedes lo había enfurecido más si cabe: su arrogante seguridad. ¿Serían árabes?
—¿Los has visto? —preguntó él.
—Nada de nada.
—Es extraño que no hayan parado. ¿Y si hubiésemos tenido una avería? Ni siquiera han reducido la marcha.
—Me alegro de que no parasen.
—Hablo de lo que esa actitud dice de ellos.
«¿Y qué diablos dice?», pensó ella.
Muy pronto volvieron a estar solos. Pequeños edificios blancos, zanjas abandonadas, cercas destruidas, senderos que se internaban en vastos palmerales pasaron flotando ante ellos. Jo sabía que estaban perdidos y él sabía que ella lo sabía. Los insectos empezaron a incrustarse en el parabrisas, una masacre de moscas y polillas.
A medida que la carretera se allanaba, el creciente calor le impregnó el dorso de las manos, la piel desprevenida. Pese al rumor del motor, Jo creyó oír el eco de molinos de agua dentro de los oasis. Sinuosos senderos y pistas se internaban en los palmerales, carreteras secundarias con nombres escritos en árabe, que, claro está, ellos no podían leer. De vez en cuando aparecía alguno escrito también en francés, lo que era un destello de esperanza. Pero ninguno indicaba «Azna».
La insistencia de Jo hizo que él redujera la marcha y se detuviera para consultar un mapa cada vez más ambiguo donde no aparecía Azna. Creían que estaría de camino a la aldea de Tafnet, donde se bifurcaba la carretera y ambos desvíos se perdían en la nada. Quizá el glamuroso ksar de los monsieurs Richard y Dally estuviese allí, pero ellos no habían mencionado Tafnet en sus indicaciones. Tampoco veían luces en las colinas ni en el oasis. Habían salido de Chauen demasiado tarde; él lo sabía, y se desanimó porque era evidente que la culpa era suya y no había forma de ocultarlo. Se dirigirían a Tafnet y discutirían. Pasarían kilómetros al volante, esperando a averiguar si él se había equivocado, y cuando se demostrara su error, Jo lo destrozaría. O puede que él estuviera en lo cierto.
—Tenemos que tomar el desvío de Tafnet —dijo David con calma, doblando el mapa—. No veo ninguna otra ruta que encaje.
—Ellos no mencionaron Tafnet.
—Lo sé, querida. Pero quizá dieran por sentado que Azna y Tafnet aparecían juntos en las indicaciones.
—¿Y si no es así?
—Bueno, habrá que arriesgarse.
—¿«Arriesgarse», David?
—No montemos otra escena. Estoy tan perdido como puedes estarlo tú.
A David le temblaban las manos.
—Es el alcohol —dijo Jo con mordacidad.
—Sube al coche. Nos llegará la inspiración. Lo encontraremos.
Mientras se ponía el cinturón, él añadió:
—Y no es el alcohol, te lo aseguro. Es la preocupación. El alcohol nunca me pone nervioso.
Habían recorrido un kilómetro y medio cuando los faros iluminaron un camello que comía hojas de acacia a un lado de la carretera. La calzada, cubierta de arena y cristales rotos, rodeaba un afloramiento rocoso cubierto de chumberas antes de allanarse de nuevo.
Más adelante divisaron un cartel con una lista de nombres en árabe y francés. Distinguieron la palabra «Tafnet», y Jo dijo con voz tranquila y categórica:
—No.
—Tenemos que tomar el desvío de Tafnet —insistió él.
Jo lo agarró del brazo y casi se produjo un forcejeo. Se gritaron, él perdió el pedal del freno, luego volvió a encontrarlo. No se detuvo; quería zanjar el asunto antes de llegar a la bifurcación. Una ráfaga de viento levantó una nube de arena, perdieron visibilidad y él dijo:
—No seas estúpida.
De pronto la voz de Jo recobró la calma.
—Pon las largas.
La arena oscurecía la luna y el contorno de la carretera desapareció unos instantes. Y entonces, mientras Jo relajaba la vista, vio a dos hombres en el arcén izquierdo. Corrían hacia el coche con las manos levantadas, y uno de ellos también sostenía en alto un cartón que rezaba Fossiles, con un signo de exclamación. Como reclamo para que se detuvieran, resultaba ridículo.
—Para —dijo Jo muy tranquila a su marido, pero algo en él pareció decidir lo contrario y siguió en aquel estado de ensoñación.
El cartel voló por los aires y se produjo un choque de voluntades opuestas. Al menos así lo interpretó ella, aunque en realidad ocurrió demasiado rápido para que llegara a interpretar nada. El metal del coche impactó contra huesos humanos con un único golpe que sonó como un gran tambor tensado, un bum ensordecedor, un sonido que ella creía haber oído antes pero que al mismo tiempo era absolutamente nuevo, desconocido y singular. Una suerte de detonación que solo duró una décima de segundo pero que pareció prolongarse minutos enteros, en el curso de los cuales su confianza en el futuro se rompió en mil pedazos.
Capítulo 2
Eran las diez. En las antiguas murallas del ksar de Azna, la mansión de tapial pardo proyectaba en el cielo su silueta cuadrada. Los viejos muros de adobe seguían en pie, y las ghorfas o graneros, de cuatrocientos años de antigüedad, se fundían con el tiempo y se comunicaban mediante caóticas escaleras de adobe. El ksar se alzaba en una colina detrás de Tafnet y llevaba abandonado desde 1956, el año de la independencia. Se había construido cerca de un manantial que la Legión Extranjera había bautizado como la source des poissons. Se decía que sus aguas volvían fértiles a las mujeres estériles. El río fluía entre los barrancos de casas colgantes semiabandonadas, y desde allí un tramo de escaleras descendía a la poza donde las mujeres de la tribu aït atta se bañaban en secreto para recuperar su fertilidad.
Y entonces llegaron los extranjeros. Les visiteurs, como los llamaban. Hombres altos y rubios de ojos brillantes y gustos incomprensibles y quisquillosos. Para los habitantes de Azna era como si hubiesen bajado del espacio. El término «visiteur» también implicaba que en algún momento del clemente futuro se marcharían tan de improviso como habían llegado. Se sabía que eran ricos y que derrochaban el dinero con absoluta ligereza, lo que resultaba provechoso para los habitantes del pueblo. Habían contratado a muchos criados y personal de servicio y no les hacían trabajar demasiado, lo que también era de lo más provechoso. Sin embargo, tampoco podía negarse que había algo incuestionablemente diabólico en ellos. No se trataba solo de sus hábitos alcohólicos, que eran extremos hasta para los despreciables principios europeos. No eran solo sus desagradables prácticas sexuales, aunque había mucho que decir al respecto. Era el modo en que de noche se sentaban en la azotea y miraban las estrellas con los prismáticos, el modo en que a veces dormían durante todo el día hasta el crepúsculo y el modo en que paseaban por los viejos senderos al atardecer, con guirnaldas de flores y cubiteras de hielo. Además, no podían beber agua local, nadaban desnudos en su propia piscina y en ocasiones, que Dios les perdone, se atrevían a bañarse en las pozas de la source des poissons, contaminándolas. «Li jayin men lkharij gharab»: «Los extranjeros son extraños».
Los pocos ancianos que todavía vivían en las casas de los barrancos hablaban de la homosexualidad de Dally Margolis y Richard Galloway con un desagrado adusto y escéptico. Pero en secreto, pese a su horror, también admiraban la riqueza de los visitantes y su estilo cosmopolita. ¡Naranjas procedentes de España! ¡Mantequilla traída específicamente de una tienda del distrito octavo de París! ¡Agua transportada desde Mequinez! Apreciaban la afluencia de dinero, los sueldos desmesurados que pagaban al servicio y la restauración del ksar. Se decía que Dally era el sumiso, y Richard, de aspecto algo más austero, el dominante. Se reían. Murmuraban que los jinns del ksar y los graneros estaban indignados por la presencia de infieles en un lugar erigido para musulmanes, y de noche todos oían el estruendo de cazos y ollas en las cocinas, víctimas de los berrinches sobrenaturales de estos genios.
Los jinns tenían razón. Había escandalosas idas y venidas en la mansión principal, pero nadie veía lo que pasaba en su interior hasta la mañana siguiente. Se rumoreaba que encontraban muchachos desnudos dormidos en el suelo; muchachos por todas partes, y algunos eran marroquíes.
Aquel mismo día, mientras se ponía el sol, las sombras que los muros almenados, las rectangulares torres inclinadas y las ghorfas semifundidas proyectaban hacia el este habían formado una única silueta amenazadora sobre las rocas, la huella de una ruina colosal. Las tangaras de cuello amarillo guardaban silencio en los tejados todavía calientes, en el río trinaban las animadas golondrinas y los conejos se escondían detrás de los cactus con las orejas muy erguidas. Un pastor caminaba lánguidamente hacia Tafnet, muy alejado de su casi invisible rebaño de cabras, y columpiaba un bastón como si quisiera decapitar a alguien. En la carretera distante que llevaba al Tafilalet apareció una polvareda. El eco de las voces extranjeras y una canción de Natacha Atlas procedente del ksar no consiguieron que los ancianos sentados en el muro del río se dignaran a volver la cabeza. Lo habían oído infinidad de veces. Siempre había fiestas en aquella casa.
—Una vez vimos a una prostituta infiel bañándose en la source des poissons—decían—. ¡Sus hombres no pueden dejarlas embarazadas!
Pero si un cristiano con traje de etiqueta llegaba tambaleándose una noche estrellada para saludar y admirar las vistas, le sonreían con cortesía mecánica.
Alzaban las manos y le saludaban diciendo «Salam aleikum» y «La bass», que significa «ningún mal».
El americano maduro paseaba por un tramo de muralla que todavía no se había restaurado. Llevaba un traje de Savile Row con una amapola en la solapa, sostenía un plato de papel con unos trozos de pastel de chocolate y cereza, y tenía los zapatos polvorientos debido al paseo. Para los hombres de Azna era todo un espectáculo. Tendría unos cuarenta y cinco años, rasgos italianos y no lo conocía nadie. Tom Day era un inversor privado de Dally, aunque nunca hacía preguntas y muy raramente se dejaba ver en las incesantes celebraciones de este último. Se sentía demasiado viejo y además ya había vivido lo suyo, como les gusta admitir a los veteranos libertinos. Los pocos cartuchos que le quedaban eran demasiado valiosos para desperdiciarlos en fiestas, y su interés principal era conservarlos sin que acabasen en pólvora mojada. Nadie sabía cómo había amasado su fortuna, y él nunca lo aclaraba, pues dicha información trascendía una conversación civilizada. Se había jubilado a los treinta y ocho años; eso era todo lo que había que saber. Vivía solo en Nueva York y tenía una casa en Ubud, Bali. Unos años antes su mujer se había largado con un director de fondos de inversión libre. No se sabía nada de ella. Las mujeres se van, y afortunadamente su recuerdo se esfuma de la memoria.
La muralla tenía vistas al valle, la carretera y, a lo lejos, el contorno blanco del Sáhara. Day fumaba un cigarrillo mientras disfrutaba del exceso y la extravagancia que lo rodeaba, de cómo aquella fiesta iba cobrando forma ante sus ojos como una viñeta monstruosa que alguien dibujara. El servicio colgaba bombillas de colores en los tamariscos cercanos. Protestaban y maldecían en tamazight porque el jefe les había pedido que creasen diseños específicos con las luces. Mientras forcejeaban con los cables, unas ruidosas garcillas parlotearon a su alrededor, como si por un momento humanos y aves estuvieran en guerra, hasta que los criados las ahuyentaron con palos y chasquidos de la lengua. Probaron la electricidad, que no funcionó. Mencionaron a Alá, pero no intervino.
Volvieron a apagar y encender el generador, y los hombres encaramados en lo alto de los árboles enrollaron más bombillas entre las ramas. ¿Para quién era todo aquel tinglado? También estaban colgando pequeñas mandarinas con los tallos envueltos en papel de aluminio, lo que le recordó a las naranjas que cuelgan de los árboles de la suerte en el Año Nuevo chino. Unos zorros del desierto aullaron en el pequeño desfiladero donde los ancianos fumaban en la oscuridad. La bass!
Day caminó por lo alto de la muralla hasta que divisó la puerta principal. Era difícil no despreciar aquellos adornos de luces y flores: una decoración vulgar, aunque no lo suficiente. Los coches llegaban por la pista de tierra, y el personal contratado para la ocasión, ataviado con fajines y turbantes estúpidos que el incontenible Dally había diseñado personalmente, los saludaba al entrar. Se apeaban de los vehículos decenas de personas fabulosas que se burlaban de las arduas carreteras marroquíes. Las mujeres ya iban vestidas de fiesta y habían estado bebiendo en los coches. Aquello recordaba a un baile ruso del siglo xix: la llegada de los carruajes era parte de la diversión, parte del sexo. Él había llegado en un coche alquilado en Mequinez.
Por fin encendieron los focos, que iluminaron la fachada de filigrana del ksar. Un camarero se le acercó con una bandeja sujeta al hombro; parecía que le intrigaba verlo allí solo, cuando había tantas mujeres hermosas de las que gozar.
—Vous désirez un cocktail, monsieur? Un petit sandwich?
Day siguió deambulando por el ksar mientras apuraba las últimas caladas del pitillo. Cuando volvió a pasar ante el muro, los tamariscos se iluminaron entre los vítores del personal, que esta vez mencionó a Alá con mayor entusiasmo. De pronto, la celebración cobró vida. A Day le gustaban la euforia y los aplausos, la forma en que los criados mordían furtivamente las naranjas entre miradas de complicidad. Aquel fin de semana, Dally y Richard esperaban a unos cuarenta invitados que irían ocupando las diminutas casas del ksar. Él casi admiraba aquel don para organizar fiestas habitualmente olvidables; es decir, el don de hacerlas inolvidables. «Dally debe de tener un meticuloso mecanismo interno; es un hombre medio reloj, medio bailarina, con talento para la orquestación y las apariencias», pensó. El anfitrión dirigía varios negocios estadounidenses de comercio electrónico especializados en moda europea, uno de los pocos sectores que habían logrado sortear las recientes crisis económicas. ¿Y qué clase de nombre era Dally? ¿Un apodo que le había puesto alguien, un insulto convertido en apelativo cariñoso?
Observó a los invitados que salían al jardín por las puertas abiertas de la casa principal. Había mesas de caballete con ponche de frutas y agua helada de rosas, así como platos con higos partidos por la mitad. También habría actuación musical: una orquesta gnawa llegaba con sus instrumentos al hombro. Tenían un aire urbano, como si vinieran de la ciudad y no de las montañas, lo que quizá fuese una señal de los tiempos que corren. Las altísimas chicas europeas y estadounidenses, vestidas con ropas étnicas adquiridas en el país, pululaban alrededor de los músicos con un aspecto estudiadamente descuidado. Eran todo un espectáculo, figuras largas y demacradas cuyos ojos registraban con precisión mecánica todo lo que «la cultura del mundo» arrojaba a su paso. Eran hermosas, pero de un modo tan adelantado a su época que lo dejaba frío. «Esta es tu gente», pensó, sin referirse al color de su piel: habitantes de las megalópolis, una nueva raza. Se movían como jirafas entre los músicos, murmurando comentarios simpáticos que sin duda resultaban ofensivos a otros oídos. Le recordaban que él era casi anciano, que se hallaba en esa fase previa a la vejez donde curiosamente te sientes más vivo que en los estadios precedentes, aunque esa vitalidad se deba a que su vida toca a su fin. Chasqueó la lengua y dio media vuelta sobre unos zapatos que ya acumulaban polvo blanco. «Menudo elemento estás hecho, viejo Day. Invitado por casualidad a celebrar la diversión ajena, sin avenirte siquiera a poner buena cara. Deberías quedarte en casa.»
La actuación de los músicos gnawa fue espectacular. Una percusión furiosa e hipnótica como la del África profunda, aunque a fin de cuentas ya podía escucharse en la planta de cedés de cualquier macrotienda Virgin y, como era de rigor, la mitad de los allí presentes ya habían leído a Paul Bowles. Los anfitriones iniciaron los aplausos, y se pusieron en pie unos instantes para agradecer a sus invitados que hubiesen viajado desde tan lejos. Hablaron como un par de senadores romanos dirigiéndose a la tribuna. Vestían chilabas a juego color tabaco y tenían el pelo mojado por su reciente baño en la piscina. Siguieron algunas ovaciones y bromas obscenas. Dally, muy bronceado y con aspecto juvenil, los animó a que probaran la miel de Midelt —producción local, señaló— y los higos, añadiendo que la cena se serviría a las once. Seguían esperando la llegada de algunos invitados. Después el grupo se dispersó y algunas mujeres se enfundaron en bañadores para dirigirse a la piscina. Hacía una hora que había anochecido, pero la temperatura no bajaba de los cuarenta grados.
Y allá fue también Day, con la intención de flirtear. No era un mal punto de observación para sondear lo que ofrecía el fin de semana. Entre las palmeras que rodeaban la piscina había más mujeres, que soportaban como podían el calor. Un acento británico por aquí, otro americano por allá. Todas habían viajado a una casa remota de Marruecos atraídas por el afán de aventura y hombres ricos. No les gustaba reconocerlo, pero así funcionaba el mundo. Sin embargo, a algunas las habían traído sus amantes, que querían exhibirlas, y eran estas «joyas» las que concentraban más miradas. Day pensó que los amantes de aquellas mujeres se parecían a él; sin embargo, pese a todos los puntos en común que él había admitido poco antes, no eran su tipo. Tenía la sensación de que lo menospreciaban. Finalmente, aburrido, entró en la casa.
Se accedía a la casba por unas puertas espectaculares talladas y tachonadas. El vestíbulo se asemejaba a un castillo escocés: armaduras, espadas y armas de fuego bereberes colgaban de sus muros, intercaladas con cuadros de farragosas escenas bélicas. Contempló La batalla de los tres reyes, una batalla del siglo xvi que los marroquíes adoraban porque en ella habían vencido y dado muerte al rey de Portugal. Los suelos estaban abrillantados y tachonados con amenazadoras cabezas de clavo. A un lado se encontraba el enorme comedor, con las mesas puestas y el aire acondicionado ya en marcha para refrescar el ambiente. Al otro lado había una biblioteca y una sala de juegos. El adusto y británico Richard había visitado la sección de vinos exclusivos de Christie’s, y tenía buen ojo para el arte islámico.
Mientras Day murmuraba «Vaya mierda», se percató de que en uno de los sofás de crin había un gran perro dormido. Era un gran danés despatarrado sobre los cojines que respiraba pausadamente con la lengua colgando. Day se acercó, y cuando estaba a punto de acariciarlo oyó unos pasos y Richard entró en la biblioteca con aire distraído, sosteniendo una lámpara de papel y unos alicates. Sorprendentemente ya no llevaba la chilaba, sino un esmoquin. Había estado bebiendo sin parar y no avanzó en línea recta mientras recorría la biblioteca en busca de váyase a saber qué. Primero vio al perro, suspiró, y luego reparó en Day. Empezó a hablar como un tren renqueante.
—Ah, eres tú. No te había visto. —El inglés tensó el rostro mientras localizaba mentalmente el nombre y el rango de la persona que tenía ante sí—. ¿Fátima te ha servido una copa? De hecho, no se puede estar en una biblioteca sin una copa.
—No he visto a Fátima.
—Puedo llamarla, si quieres.
Day negó con la cabeza y se sentó junto al perro. ¿Estaba roncando?
—¿Te has traído alguna novia? —preguntó Richard, mientras buscaba algo en uno de sus escritorios. Encontró un móvil y lo abrió.
—Esta vez no. Las chicas no se me acercan.
—¿Ah, sí? Igual has sido malo… Dally me dice que tienes mil novias y que todas se llevan bien.
—Tengo tres, y todas me odian.
—Entonces tienes que ir a la piscina. ¿Has visto a esas rusas? Oh là là.
Richard marcó un número y esperó. No hubo respuesta y dejó un mensaje:
—No sé dónde estáis. Llámame. Cenamos a las once. Conduce con cuidado.
—¿A quién llamabas?
—Dos amigos ingleses. Él es alcohólico, no tendría que haberle dejado conducir.
Entraron en la sala de juegos y luego en una galería de pequeños mihrabs pintados en blanco y negro. Unos ventanales mostraban las ghorfas iluminadas de naranja y los árboles frutales en cajas de madera color cereza. Richard volvió a hablar por teléfono.
—¿Fátima? ¿Están listas las codornices? El Santenay tiene que estar en hielo. Oui, sur glace.
—Tenéis una casa impresionante —dijo Day—. Me parece increíble que no viváis aquí.
—Viviremos aquí. Pero hay que ser un poco más viejo para irse a vivir al desierto. Hay que perder interés en las ciudades. Dally todavía no está listo. Yo, sí. Me quedaré unas semanas más, tengo que encargarme de la restauración de la cuarta torre.
—¿La gente se pierde cuando viene aquí en coche?
—Continuamente. Decimos que es parte del encanto. Los marroquíes los dejan en paz.
—Está bien saberlo.
—¿Tomamos un poco de miel? La de aquí es la mejor del mundo. Dally y yo la comemos por la mañana, con cannabis. Te alegra el día.
—En tal caso, ¿puedo tomarla para desayunar mañana en la cama?
—Me encargaré personalmente de ello. Con un café bien cargado.
—Inshallah.
—Me alegro de que no te amilanes, Tom. Algunas personas lo hacen. Y no las volvemos a invitar.
El anfitrión apareció esbelto y deslumbrante cuando salieron al calor y a la luz ámbar de los braseros. Todo aquello tenía un aire retro tan estudiado que uno nunca podía acabar de relajarse. Las que antes llevaban bañador habían reaparecido con vestidos largos y ya se habían bebido la mitad del ponche. Las polillas revoloteaban entre los invitados de perplejos rostros blancos y extremidades levemente bronceadas que se desplazaban como partículas en un remolino de agua. Los músicos gnawa tocaban de nuevo y se mecían con los ojos cerrados. Al principio resultaba molesta y casi irritante, pero finalmente, a base de pura repetición, aquella música acababa por meterse en la sangre, en los nervios, y Day se descubrió siguiendo el ritmo para sus adentros. Si no puedes vencerlos, únete a ellos.
Pronto se dejó llevar. Encontró a una hosca chica francesa y charlaron cerca de la entrada, mirando de vez en cuando el polvo blanco de la pista surcada de rodadas. La joven tenía unos ojos completamente negros, como los de un cachorro.
—Me parece increíble que seas amigo de estos idiotas —le decía ella—. Yo solo estoy aquí por Mohamed Tarki. ¿Conoces a Mohamed? Es el mejor. Y él ha venido únicamente para buscar financiación para su película. Está filmando un largo sobre los nómadas.
—Al menos no es de gitanos. Ni de mimos.
—Los nómadas nos salvarán —dijo ella con gravedad—. Tienen las ideas medioambientales adecuadas.
—¿De veras? ¿Dónde está Mohamed? —preguntó él.
—Allí, es ese chico tan guapo. Dice que yo también parezco nómada —añadió con cierta coquetería—. Dice que soy pura.
A las once menos cinco sonaron las campanas y se pidió a los invitados que se sentaran donde indicaban las tarjetas con sus nombres. Los ramos de lirios desprendían un untuoso polen dorado que se adhería a la lengua. Cuando encendieron las lámparas bereberes, altas y de cuero pintado, un resplandor rosa bañó el mantel, y las paredes se tiñeron de dorado.
Los criados comenzaron a desplazar por el comedor unas cubiteras con ruedas donde se enfriaban las botellas de Santenay y Tempier Rosé. Las puertas se habían cerrado para aislarlos del calor, pues se había levantado un viento del desierto que sabía a hierro fundido. Entró un hombre que empezó a tocar el oud, inclinado sobre su instrumento, como si allí no hubiese público.
Day pensó que nadie apreciaba aquella música apacible y meditativa que a él le recordaba los senderos que salían de Ubud entre arrozales y palmeras tan altas que solo los niños pequeños podían escalarlas. Una música como agua en movimiento, porque era improvisada, pero que también poseía una gran ternura y quietud. La gente hablaba sin escucharla, simplemente porque sus oídos no estaban habituados a ella. Sirvieron las kemia: ensaladas aliñadas con limón, feta marinado y judías verdes fritas con pimienta, acompañadas de briwat de almendra. Richard se había quedado en el umbral y miraba constantemente su reloj. De pronto decidió que no esperaría a los invitados impuntuales y rogó a sus huéspedes que empezaran a comer. Day leyó los nombres de la pareja inglesa en las tarjetas de los asientos vacíos de enfrente. Tuvo que admitir que, en parte, se alegraba de que los Henniger no hubiesen llegado.
Sirvieron la pastela de palomo. Day empezó a charlar con un viejo irlandés que llevaba una boina mugrienta.
—Iba en coche con Maisy cuando nos hemos cruzado con una pareja de occidentales en la carretera. Estaba claro que acababan de echar un polvo, de modo que los hemos dejado en paz. «Nunca interfieras con alguien que acaba de echar un polvo, puede ponerse violento», le he comentado a Maisy.
—¿Era la pareja inglesa? —preguntó Day.
—¿Y cómo quiere que lo sepa? No paré. Podrían haber sido bandidos disfrazados de ingleses. O bandidos ingleses.
La pareja irlandesa se echó a reír inclinando la cabeza hacia atrás.
—¿Acaso usted también es homosexual? —preguntó la mujer.
—Esa pareja —siguió Day, ignorándola—, ¿estaba discutiendo?
—Evidentemente —respondió el irlandés, con un bufido de desdén.
Las parejas que discuten nunca son puntuales.
—Nos ha parecido que era mejor dejarlos que siguieran con lo suyo.
Dally pelaba huevos con los dedos en el otro extremo de una mesa que los entrantes habían adornado con el luminoso color de los pimientos y los limones, las olivas encurtidas y los tomates. El hombre que tocaba el oud los observaba algo perplejo, como si hubiese visto un fantasma. Day intentó sostenerle la mirada. Era fácil adivinar sus pensamientos. Tenía ante sí a unos seres humanos inimaginables, grandes, resplandecientes y escandalosos. No comían con las manos ni creían en Dios. Habían descendido de