Perversas criaturas - Lawrence Osborne - E-Book

Perversas criaturas E-Book

Lawrence Osborne

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Beschreibung

Durante una excursión en la soleada isla de Hidra, donde pasan sus vacaciones de verano, Naomi y Samantha tienen un encuentro inesperado: un hombre llamado Faoud yace exhausto sobre unas rocas, a la intemperie, como si hubiese sido barrido por el mar. Naomi, hija de un rico coleccionista de arte británico que posee hace años una villa en las exclusivas colinas de la isla, convence a Samantha, una americana más joven e inexperta, para ayudar a ese hombre desconocido y misterioso. A medida que intimen con Faoud, un refugiado sirio y una de las muchas víctimas de la crisis humanitaria que causa estragos en el mar Egeo, la incipiente amistad de las chicas se intensificará hasta cotas insospechadas. Sin embargo, cuando fracasa su estrategia para ayudar a Faoud a construir una nueva vida, las dos amigas se verán obligadas a afrontar las trágicas consecuencias de un crimen que no entraba en sus planes. Lo que empezó como una aventura de verano terminará cambiando sus vidas para siempre. En este brillante estudio psicológico de la manipulación y la codicia, Lawrence Osborne escarba en el corazón de las tinieblas que late bajo la superficie de las mejores amistades, y muestra hasta qué punto puede ser cierto el tópico de que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. La crítica ha dicho «Para qué voy a morderme la lengua. Estamos ante un gran libro. Resulta difícil interrumpir la lectura. Un libro sofisticado, inteligente y desafiante, con una historia brillante.» Lionel Shriver «Deslumbrantemente buena. Osborne comparte con Graham Greene, de quien ha sido declarado heredero, un interés por lo que podríamos llamar thriller moral.» Katie Kitamura, The New York Times «Perversas criaturas es la mejor novela de Osborne hasta la fecha. Un novelón con todas las de la ley: inteligente, grandioso y delirante.» Deborah Levy «La mejor lectura del verano.» Rockdelux «Una mirada desacomplejada sobre la conformación de una realidad en la que las clases y los privilegios siguen existiendo.» Revista de Letras «Una irónica mirada a las ideologías buenistas que incurren en hipocresías y hasta esconden intenciones oscuras.» El Plural

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Seitenzahl: 379

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Portada

Perversas criaturas

Perversas criaturas

lawrence osborne

Traducción de Magdalena Palmer

Título original: Beautiful Animals

Copyright © Lawrence Osborne, 2017

© de la traducción: Magdalena Palmer, 2020

© de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2021

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: abril de 2021

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: ©Luke Waller, «Migrants or Holiday»

Imagen de la solapa: © by Chris Wise

eISBN: 978-84-122364-8-4

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

Portada

Presentación

hidra

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

el viaje nocturno

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

daimonia

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

los millonarios

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Lawrence Osborne

Otros títulos publicados en Gatopardo

Para Kelley

No hay barco para ti, no hay camino.

Al arruinar tu vida en este pequeño rincón

la has destruido en toda la tierra.

Cavafis

HIDRA

Capítulo 1

En lo alto de la ladera que dominaba el puerto, durante las secas mañanas de junio, los Codrington dormían en su casa a la sombra de los cipreses y de los toldos desplegados sobre las puertas. Yacían en espléndidos pijamas entre sus iconos bizantinos y sus pinturas de capitanes de barco hidriotas sin saber que su hija Naomi, que solía levantarse temprano para ir a nadar, se estaba vistiendo en su fresca habitación, una hora antes de que saliera el sol. Reflejándose parcialmente en el espejo del tocador, se puso una camisa de batista de puño doble y una gargantilla de cuero, se echó una bolsa vaquera de playa al hombro y bajó la escalera encalada que había detrás de la casa paterna. Se dirigió al puerto bajando por estrechos peldaños en espiral, entre rellanos protegidos por verjas de hierro y vistas repentinas del mar donde los arcos de piedra conservaban el frescor nocturno, terrenos con sus carteles de «Poleitai» y dormitorios conyugales ahora abiertos al cielo, repletos de mariposas inmóviles.

Ya en el pueblo, Naomi pasó ante el hotel Miranda, su ancla encadenada a la pared y su puerta que se abría a un jardín secreto bañado en el resplandor azul de los plumbagos. Había un sacerdote sentado en la escalera, como si esperara algo, y la saludó con un gesto de la cabeza. Se conocían, pero no sabían sus nombres. La inalterable barba sagrada, la chica que un verano tras otro andaba con pasos silenciosos, ajena a lo que ocurría a su alrededor. En el pequeño puerto, pasó entre los yates de precios desorbitados sin detenerse en los cafés. Ascendió por el puerto turístico y llegó a un sendero sobre el mar. Al principio siguió andando en silencio, calzada con sus alpargatas, pero luego empezó a cantar y a contar sus pasos. Dejó atrás un muro con una hilera de cañones encastrados, el monumento a Antonios Kriezis, y las pitas rasgadas por el viento que se alzaban como tótems en la ladera. Resiguió la costa hacia el norte por un sendero que llevaba a la pequeña bahía de Mandraki, un lugar cuyas aguas nunca se movían, según su madrastra griega. No había conseguido averiguar por qué había montones de maquinaria oxidada a un lado del sendero; calderas, vigas y hormigoneras abandonadas entre las flores desde hacía mucho tiempo. En lo alto de la colina que domina Mandraki se alzaban varias casas imponentes rodeadas por largos muros, con aldabas torneadas como cabezas de Atenea. Abajo, en la bahía, estaba el Mira Mare, un resort destartalado a cuya playa habían arrastrado un pequeño hidroavión de ventanillas cubiertas con parasoles. Detrás de la playa habían plantado hileras desordenadas de sombrillas sin la cubierta de paja; pero después de Mandraki el camino seguía sin contaminar. Serpenteaba hacia Zour­va entre laderas cubiertas de matorrales y grandes cam­pos de rocas que descendían al mar entre un viento abrasador. Antes de que el sol saliera para iluminarla, el agua era casi negra. Y allí nadaba siempre Naomi, a veces casi esperando morir, hasta que se le entumecían los dedos y tenía demasiado frío para continuar.

Sus padres no sabían nada de sus zambullidas matutinas, ni falta que hacía. ¿Qué le habrían dicho? Para ellos, la soledad carecía de valor. No habrían entendido que todas las mañanas ella sintiera la misma expectación apática e imprecisa, la misma insatisfacción con el ritmo del mundo tal como ella lo conocía. A veces pensaba que había internalizado aquella decepción perpetua desde la infancia, aunque no pudiese identificar sus motivos inconscientes. O quizá fuese la isla. Los veranos interminables, las tardes demasiado calurosas para emprender actividades puramente animales. Y, peor aún, los viejos bohemios con los que se relacionaban su padre y su madrastra. La asombrosa vacuidad ni siquiera la aburría; hacía que se sintiera superior al hedonismo de la isla, pero sin llegar a sugerirle ninguna alternativa.

Después se secaba en las rocas, entre las avispas, y es­cribía en su pequeño diario mientras al otro lado de los estrechos se insinuaba la prometedora sombra del continente. Argólida y el muelle de Metochi en la otra orilla de la bru­ma, demasiado lejanos para la vista. A eso de las ocho solía regresar al resort de Mandraki para tomarse un café. Por encima de la bahía, un santuario blanco resplandecía con los primeros rayos del sol en las laderas desnudas. Cuando era niña se imaginaba que allí vivían santos, ermitaños zarandeados por los vientos, pero nunca habían aparecido. Los chicos que colocaban las sombrillas y las correspondientes tumbonas en la arena la conocían y ya habían dejado de coquetear con ella; ahora la observaban con hosco escepticismo porque, cientos de veces, había rechazado sus insinuaciones.

Contempló las hileras de toallas azul marino extendidas sobre las tumbonas. Aquel era un lugar cutre, pero solitario; a veces lo primero era el precio que se debía pagar por lo segundo. La bahía era tan pequeña que, comparado con la angosta playa, el mar poseía una amplia inmensidad. Y a la playa ya habían llegado dos mujeres que bajaban por el sendero con la prudente agilidad de los escarabajos, con sus bolsas de playa y sus temblorosos sombreros de paja.

Las mujeres se echaron en dos tumbonas y los camareros les sirvieron agua con hielo. Era evidente que iban a diario y que el personal las conocía muy bien. Probablemente desayunaban y almorzaban con abundantes bebidas alcohólicas de por medio, porque los griegos las trataban con familiaridad. Aquel complejo turístico agonizaba y los clientes que no se hospedaban allí eran tan esenciales como los huéspedes. Se trataba de una mujer mayor y otra joven, quizá madre e hija. Pero Naomi no las reconocía de las interminables fiestas a las que invitaban a su padre y a su ma­drastra, y a las que ella también asistía porque en la isla no había nada más que hacer. Por tanto, no eran famosas, no for­maban parte de la «gente guapa», y probablemente ni Jim­mie ni Phaine las conocían. Y sin embargo ahí estaban, tomando café en unas grandes tazas azules mientras ahuyentaban las moscas con nada menos que un par de espantamoscas tropicales. La joven era muy guapa, esbelta, de cabellos dorados y demasiado blanca para aquel sol, que confería a sus ojos una expresión más desesperada y ávida si cabe. Cuando les daba la luz, emitían el brillo inhumano de las gemas azules. Los espantamoscas eran divertidos y Naomi los aprobó para sí, incluso cuando alcanzó a oír su acento y resultaron ser americanas. Ahí estaban, y antes de terminarse el café ambas miraron con franca curiosidad a la joven británica que se servía miel en el yogur con una cuchara de madera. «¿Tú también aquí, en Mandraki?»

La mitad femenina de la familia Haldane había descubierto aquella cala el primer día de su llegada en barco desde el Pireo. Habían salido a pasear por la isla sin el señor Haldane. Muy a su pesar, Amy tenía que admitir que siempre hacía sus mejores descubrimientos cuando su marido no estaba cerca para estropearlos.

—Fue Samantha quien la encontró; preguntó a la criada de nuestra casa, algo muy inteligente por su parte. Pero creo que tú la conocías mucho antes que nosotras.

—Hace años que vengo aquí —dijo Naomi con deliberado hartazgo.

—Así que conoces…

La otra chica era más joven que Naomi, quizá de diecinueve o veinte años frente a los veinticuatro de ella, y tenía una mirada firme y distante; quizá también fuese una observadora de los seres humanos y sus calamidades.

—¿Vives aquí? —preguntó tranquilamente, interrumpiendo a su madre.

—Mi padre tiene una casa. Desde los años ochenta.

—Dios, hemos dado con una experta —dijo la madre—. ¿Tu padre lleva aquí tanto tiempo? Te habrás criado en la isla.

—Veraneamos aquí.

—Veranos en la isla. Nosotros veraneamos en una isla de Maine casi tan bonita como esta. Pero somos de Nueva York. Quizá conozcamos a tu padre.

Parecía entusiasmada y Naomi tuvo que serenarla.

—No lo creo. Mi padre y mi madrastra no son muy sociables.

—Mi marido se está recuperando de una lesión. Ha venido aquí para curarse, lo que nos pareció una buena idea. Yo diría que está casi restablecido, ¿no te parece, Sam?

—Ya anda con el pie malo.

Naomi se trasladó a una tumbona más cercana. Se desperezó de una forma que llamaba claramente la atención. Una narcisista, pensó la madre.

—Hablo griego —dijo Naomi, sonriendo—. Puedo pediros lo que queráis. Tienen muchas cosas fuera de la carta.

La madre dirigió la vista a los camareros de la barra y su boca vaciló.

—¿Qué tal yogur? —murmuró, señalando el desayuno abandonado de Naomi—. Me gustaría tomar yogur.

—Yaourti—gritó Naomi a los camareros—.Me meli.

El calor les subió por la nuca, y cuando se acomodó de­trás de las orejas se negó a soltarlas. En lo alto de la ladera, dos árboles se recortaban en su propia luz gris. Intuyeron, sin llegar a verlos, que unos perros dormían bajo su sombra, y Naomi preguntó qué le pasaba al señor Haldane.

—Entró en una jaula de varanos en el zoo y uno le mor­dió el pie —respondió la joven, con expresión neutra—. Le cortó los tendones, y además la saliva de los varanos tiene muchas bacterias.

—Sam, por favor.

La verdad era que se había caído de una escalera mientras pintaba un invernadero cerca de Blue Hill.

—Es bochornoso. ¡Jeffrey es tan torpe con las escaleras! Pero se rompió la cadera y además el pie.

—¿Sin varanos?

Amy se volvió hacia su hija.

—No creo que participase ninguno.

—Estuvo un mes en silla de ruedas —dijo Samantha— y ahora está en una isla donde no hay coches ni motos. Dijo que esa era la ventaja, que así se vería obligado a caminar. Pero ahora que estamos aquí…

—Se pasa el día sentado en su silla, pintando.

—No es fácil hacer mucho más —dijo Naomi, alzando la vista al cielo—. Eso es lo que hago yo.

Era mentira, pero le pareció que las dos mujeres no lo notaban, y aunque lo notasen no le importaba.

Hablaron un buen rato. Fue una conversación entre personas de la misma clase social, sutilmente divididas por una lengua común. Las sobrevolaban las aves marinas y no había música. Todavía no habían sacado el buzuki para los turistas. Solo se oía el agua que lamía las rocas y el canto de las primeras cigarras mientras el sol invadía la ladera. El calor despertaba a todos los seres vivos. Finalmente, Amy se tumbó a tomar el sol como si estuviera en coma y las dos jóvenes decidieron nadar hasta las rocas más alejadas de la cala. Avanzaron hacia el mar, bajo un sol que ahora les quemaba la cara, y se zambulleron juntas. Nadaron despacio, y mientras deslizaban las manos bajo la superficie Naomi tuvo la impresión de que, desde el primer momento, de forma inconsciente, se había creado un vínculo entre ellas. A saber por qué, Samantha —a quien llamaría Sam, como hacía su madre— le parecía fresca y diferente, y para Naomi resultaba toda una novedad. Samantha era la hija mayor de un padre adinerado que, además de la fortuna familiar, era periodista jubilado. El hermano de quince años también se había quedado en la casa, jugando al ajedrez con el señor Haldane. Sam admitió que al principio ella no quería ir de vacaciones con su familia pero que su madre había insistido, para variar. Habían encontrado la casa perfecta gracias a unos amigos de Nueva York.

—Está cerca de Vlychos, supongo que la conoces. Tiene un burro en el jardín. Eso mola.

—¿Un burro?

—Bueno, va y viene.

—Creo que sé cuál es; la casa de Michael Gladstone.

—Exacto. Hace años que la tiene. Papá dice que es la mejor casa que ha visto en su vida. Pero yo creo que en realidad quiere decir que es la mejor casa en la que ha estado inválido. ¿Dónde vives tú?

—Arriba, por encima del puerto. Mis padres la compraron cuando eran jóvenes y Leonard Cohen todavía vi­vía aquí.

—Muy inteligente por su parte.

—Lo calcularon —repuso Naomi—. Mi familia es así.

Dejaron atrás un embarcadero ladeado sobre el agua, rodeado de restos flotantes: postes de hierro con complejas molduras, redes de pesca y rejillas metálicas. Era como si aquel invierno un violento vendaval hubiese asolado aldeas enteras y hubiera esparcido los escombros a lo largo de la costa. Cuando el sendero doblaba la primera curva, vieron montones de chatarra. Salieron allí, se echaron en unas rocas y contemplaron la playa. Las hileras de tristes tumbonas parecían juguetes rechazados o chatarra similar a los escombros que se acumulaban a su espalda. Resultaba curioso, como si aquel lugar estuviera a punto de ser abandonado para siempre. Los postes derribados, las manchas anaranjadas de la superficie de las rocas, incluso el fuerte reconstruido algo más arriba —si eso es lo que era—, tenían el aspecto de algo dejado a merced del viento. Y sin embargo, en lo alto, en la blanca morada de los santos, resplandecía al sol.

Por fin uno de los empleados se había acercado a la madre de Sam, que le hablaba con sonrisas innecesarias. Con las madres nunca se sabe. La de Naomi había muerto hacía mucho tiempo y la mujer que ahora dormía en brazos de su padre, montaña arriba, no era lo mismo. Pero al principio Amy había parecido normal y ahora ahí estaba, coqueteando con los chicos del delantal encargados de las tumbonas. ¿Era porque aquel verano su marido estaba lisiado?

Se volvió hacia Sam.

—Te llevas bien con tu madre, qué envidia. La mía es una madrastra. No está mal, pero no es mi madre. A veces tratar con ella es un rollo.

Después del «lo siento» de rigor por parte de Sam, Naomi le contó brevemente la historia. Su padre era coleccionista de arte y filántropo. Conocía a mucha gente, compraba mucho arte y era el frenético centro de atención de muchas personas. Su madrastra era griega de Kifisiá, Atenas, aunque la familia Kyriakou siempre había residido en el acomodado barrio londinense de South Kensington.

—Es más joven que la tuya y viene de un ilustre linaje de militares fascistas. Me gusta tu madre. Dice lo que piensa.

—¿Y eso es bueno?

—Digamos que no es malo. Hay cosas peores. ¿Tú dices lo que piensas?

—No siempre. ¿Los militares fascistas no dicen lo que piensan?

Naomi era de sonrisa fácil, pero nunca la mostraba del todo. La controlaba igual que un niño maneja su cometa.

Sam alzó la vista al cielo uniforme. Allí podía oírse hasta el ruido más insignificante y lejano. El movimiento de una cigarra en el resquicio de un muro a un kilómetro de distancia, el eco de las olas en una cala invisible. Pero cuando empezaba a soplar, el viento acababa con todo y solo se oía el rumor melancólico de la hierba que cubría las laderas, temblando como si tuviera miedo. Los Haldane se quedarían en la isla todo el verano y, hasta entonces, Sam contaría los minutos, y también las puestas de sol. Quizá hasta encontrara novio, una aventura de verano. O también, si su amistad con Naomi no prosperaba, podía estar sola y leer cien novelas en su pequeña habitación blanca de Kamini. Aquella posibilidad no le importaba. Cualquier cosa era mejor que pasar un verano en la ciudad o visitar a los abuelos en Montauk, esa deriva ociosa del día a día en las bibliotecas. En la ciudad no hacía nuevas amistades y ya estaba harta de las antiguas. Nunca encontraría a nadie interesante en Nueva York. Las chicas de su edad eran todas iguales, productos en cadena elaborados según paradigmas con­cretos en una fábrica del centro del país. Pero de pronto ha­bía encontrado a alguien distinto.

Finalmente se levantaron y volvieron al café con su techado de paja, en cuya sombra aguardaba una mesa con una botella de vino de Santorini y una ensalada de tomate con olivas negras. La madre de Sam lo había organizado. De nuevo el viento confería a todo un aura levemente siniestra. Sam rechazó el pan con aspavientos. Dijo que era intolerante al gluten.

—Eviva—brindó Amy, alzando su copa—. Lo aprendí ayer en el puerto. Significa «salud», ¿verdad?

—Eviva—dijo Naomi, brindando con ella y luego con Sam—. Hay otro brindis que debería aprender. Na pethanei o charos. Que muera la muerte. ¡Muerte a la muerte!

Comieron baklava con el café y luego acordaron volver andando juntas al puerto. Las sombras entre los cipreses habían empezado a desplazarse, y cuando emprendieron la marcha no hablaron hasta que al doblar una esquina vieron las primeras casas de Hidra.

Capítulo 2

—Esta vista nunca ha acabado de convencerme —decía Jimmie Codrington a su esposa cuando la criada salió a la terraza con sus gin-tonics y un cuenco de olivas de Kalamata en aceite. Nunca la oían hasta el último momento y entonces su encanto aparecía de pronto, como por casualidad, y era imposible no verla—. ¿Crees que ha empeorado con los años? No sé por qué, pero ahora me parece más pequeña y miserable.

—Quizá nosotros seamos ahora más grandes y magníficos.

A Jimmie le gustó la idea, pero no era verdad. El puerto seguía allí, el mismo de su pasado en común; el mar seguía resplandeciendo hasta Thermisia, las mansiones de los capitanes con sus palmeras, sus cañoncitos y sus armarios pintados seguían perteneciendo a los ricos y famosos, y las campanas de las iglesias en lo alto de las calles perturbaban con su música las plazas donde los gatos decrépitos se reunían al atardecer.

—O quizá también nosotros nos hayamos vuelto más pequeños y miserables. Pero lo había pensado. Sí, ya lo había pensado. Puede que tengas algo de razón.

Phaine habló con la criada en griego.

—¿Cocinarás algo esta noche, o salimos a cenar?

—Como desee, señora. Puedo preparar psarosoupa.

—Oh, no. Otra vez, no. Cenaremos fuera, Carissa. Puedes marcharte después de retirar las bebidas.

—Muy bien, señora.

Phaine habló a su marido mientras la chica se alejaba: su uniforme negro dibujó una pincelada sexual en la blancura de la terraza.

—¿Bajamos al puerto a comer pulpo? Me apetece.

—Me ha llamado Nobbins. —Era el apodo de su hija—. Dice que vayamos a conocer a unos americanos en el Sunset. Tiene una nueva amiga.

—¿Ah, sí?

—Un periodista y su familia. Nunca he oído hablar de él.

—Qué aburrimiento. ¿Les decimos que tenemos in­solación?

—No, creo que debemos ir. Estoy harto de hacer enfa­dar a Nobbins. Creo que debemos esforzarnos en mostrar más alegría, en comportarnos como una familia. Además, me parece bien que haga nuevos amigos.

—Hacer nuevos amigos nunca ha sido su problema, Jimmie.

—No todo es siempre una cuestión de «problemas». Aunque haya tenido unos cuantos, no es la única. Todos tenemos problemas.

—Eso es como decir que todos tenemos jaquecas.

Una vieja conversación, repetida infinidad de veces, que lo exasperaba por su evidente futilidad.

—No seas tan dura con ella —protestó Jimmie—. Lo ha pasado mal. Supongo que a esa edad no es fácil llevar bien la muerte de su madre. Pero ya basta de todo esto. Vamos a cenar.

Ella accedió, pero con suma irritación.

—De acuerdo. ¿Puedo emborracharme?

—Ni hablar, bruja. Pórtate bien, te lo ruego. Cuando pregunten cómo te llamas les diré «Funny», a ver cómo reaccionan. Su respuesta será muy reveladora.

—No me importa. Pienso acostarme temprano.

Él soltó un resoplido y cogió una aceituna. El antiguo dueño de las aerolíneas Belle Air sabía qué era capaz de hacer su tempestuosa mujer al final de una velada, y dormir era lo último de un amplio menú de posibilidades. Teniéndolo muy presente, propuso su brindis habitual:

—¿Quién es mejor que nosotros, Funny?

—¡Nadie!

La criada se demoró en el centro de la amplia terraza, semiinvisible, aguardando una señal. Solo ella oía el trino de los vencejos que volaban entre las columnas de piedra y delimitaban su perímetro exterior. Allí, en las montañas, estaban prácticamente solos, la última casa del puerto en lo alto de un vertiginoso tramo de escaleras, aislada con elegante énfasis del resto mediante muros, puertas antiguas cerradas con candado y verjas de hierro. Desde allí, el mar parecía más cercano y real que en las casas de abajo. La única vivienda cercana, al otro lado del barranco, esta­ba cerrada; los dueños griegos se habían arruinado con la crisis financiera. Jardineros contratados cuidaban de los ci­preses y olivos del jardín, pero, por lo demás, era una man­sión fantasma. En la isla, los extranjeros eran prácticamente los únicos que habían mantenido la solvencia; solo ellos regresaban en verano y mantenían las puertas bien pintadas. Carissa era una autóctona que los había visto evolucionar a lo largo de su vida. Primero los poetas y escritores que alquilaban casas de pescadores por diez dólares al mes. Luego los prósperos urbanitas de mediana edad, después emprendedores de aerolíneas aficionados al arte. Ella los consideraba a todos unos intrusos y unos bárbaros.

Codrington había llamado a su casa Belle Air, que además de mal escrito era una gracia sin demasiada gracia (pero «Bel Air» no habría evocado el nombre de su aerolínea), y la había llenado de obras de arte creadas por personas que, con los años, se habían convertido en sus amigos. La criada no entendía por qué Codrington valoraba esos objetos que invadían todas las habitaciones. En la sala había un busto de cerámica de Hitler fumando un cigarrillo que siempre los hacía reír. Una obra famosa por su ironía. Pero ¿dónde estaba la gracia? El padre de Carissa era un comunista que siempre le decía que los británicos no eran de fiar.

—Pese a todo, este verano no está tan mal —dijo Codrington, sosteniendo la mano de su mujer—. Ojalá Naomi pudiese disfrutarlo más.

—¿Adónde va todas las mañanas? Se levanta al amanecer y desaparece. Le he preguntado a Carissa, pero dice que no lo sabe.

Se volvió de nuevo hacia la criada y volvió a hablarle en griego.

—¿Adónde va Naomi por las mañanas? ¿Le preparas el café?

—Sí, señora.

—¿Y no lo dice?

—No, señora.

Phaine volvió al inglés.

—De todos modos, solo está aquí porque tiene casa gratis. ¿Qué pasó en Londres?

Jimmie le confesó que no estaba del todo seguro.

—Dejó Fletcher & Harris, solo me ha dicho que por un desacuerdo. No me cuenta nada. No me cuenta nada desde que tenía quince años.

Era la hora de las golondrinas. Codrington siempre se ponía melancólico cuando pensaba en su hija. Quizá fuese porque Naomi conservaba algunos rasgos bonitos de su primera mujer. Mientras Naomi siguiese viva, Helen no moriría. La hija conservaba vestigios de la madre. Pero un hogar roto destruye la continuidad en modos que él no había previsto, que nadie puede prever. Naomi era una adolescente cuando su madre murió de cáncer, y nunca se había recuperado. El adolescente roto nunca se recupera. Estudiar Derecho había sido una mala decisión por parte de su hija; no encajaba con su temperamento. Codrington sospechaba que litigar para un gran bufete había sido para Naomi una suerte de interpretación, una suplantación de identidad. Pero ¿podemos hacer que nuestros hijos sean auténticos en contra de su voluntad? A fin de cuentas, no estaba claro por qué los jóvenes adoptaban posiciones liberales o izquierdistas que no solo no casaban con sus propias condiciones materiales, sino que las contradecían o socavaban por completo. Al principio, podía achacarse a la juventud en sí. Si a los veinte años no eras socialista, no tenías corazón… Pero ¿y si ahora una generación se dirigía a la treintena sin que nadie merecedor de su respeto cuestionase esa desquiciada visión del mundo? No porque esas personas no existieran —eran fáciles de encontrar—, sino porque la influencia de sus coetáneos y el conformismo las habían borrado de su conciencia. Eso se debía, según Codrington, a que era una generación malcriada y blanda que, para empezar, no había experimentado nada en el mundo real. Su conciencia la habían creado los medios de comunicación, no la vida.

Los Codrington bajaron por la empinada escalera que llevaba al puerto. A Jimmie le fascinaba el crepúsculo. Todas las casas tenían muros altos, reliquias de una época en que las disputas familiares y las vendettas estaban a la orden del día, e incluso en pleno mediodía las plazas encaladas estaban vacías y amuralladas, como en tiempos de la peste. Las fucsias, las cigarras y el encalado cegador, los burros que subían los escalones de piedra entre el tintineo de sus campanillas, parecían seguir en el mundo moderno por una simple cuestión de obstinación nostálgica.

Avanzaban despacio debido a la edad de Jimmie, que rozaba los setenta y no era tan estable como antes. Se cruzaron con otro exiliado, un viejo estadounidense que subía en dirección contraria.

—Mira —murmuró Phaine—, ¡es el viejo beatnik!

—Buenas noches, Jeremy —le saludó Codrington mien­tras cruzaban una plaza blanca al mismo tiempo. El americano levantó la mano y no hicieron falta más palabras. Te limitabas a levantar la mano, con eso ya era suficiente. El lenguaje de la isla.

Llegaron al puerto cuando el último transbordador zarpaba hacia el continente. Unos pocos soldados merodeaban con las armas al hombro, inactivos y mudos, la vista fija en el barco griego lleno de luces y música para entretener a los turistas. Empezaron a ascender la pequeña loma a la izquierda del puerto, con el bastón de Jimmie repiqueteando en los adoquines. Llegaron a la primera curva donde los acantilados se hundían en el agua y los jóvenes pululaban por las rocas como animales prehistóricos. Había terrazas con mesas y manteles de color azul oscuro y bronceadas mujeres eslavas de cabello aceitoso echadas en sofás con sus bebidas. Sobre la terraza del restaurante, un antiguo mo­lino de viento dominaba con su altiva superioridad a los frustrados y agobiados camareros. Los pinos inclinados como bonsáis gigantescos habrían dado sombra a la terraza si hubiese brillado el sol. Los Haldane ya se habían sentado con Naomi junto al muro exterior y su hilera de cañones. Envueltos por un halo de energía agradable, frente a ellos había una espectacular selección de mariscos sobre un lecho de hielo. La rápida vista de Jimmie divisó enseguida a la joven que estaba sentada junto a su hija; una amiga perfecta, pensó de inmediato, satisfecho y asintiendo para sí.

Familias británicas y francesas ocupaban las otras mesas. Aquí y allá se veían también atenienses acomodados que escapaban de su tragedia nacional, quizá aliviados por hallarse de nuevo entre los que realmente consideraban sus iguales. También las parejas que venían todos los veranos, los hombres que amarraban sus yates un mes y luego desaparecían de nuevo. Sam se percató de que Jimmie la miraba y sintió curiosidad. Parecía el cantante decadente de un club nocturno. La madrastra de Naomi era una esnob espantosa, se veía a la legua. La típica pareja que de un solo vistazo juzgaban a los posibles amigos de su hija. Pero las cosas pronto se asentaron y siguieron su curso, porque entre los ricos la ley del verano dictaba que la estación fluyese como un río largo y encantador. El imperativo era pasárselo bien y flotar en su luminosa superficie. Estaba prohibi­do retroceder y mostrar debilidad. No era tan distinto del horror de los Hamptons, salvo que aquí era algo menos pretencioso y mecánico. Aquellas personas empezaban a gustarle. Al menos sentían curiosidad por los desconocidos; les hacían preguntas e insistían en que les diesen detalles de su desconcertante generación. Aquí, ser joven tenía un valor que no se limitaba a lo físico o sexual. La juventud se convertía en fuente de curiosidad para otras personas: ¿qué opinaba?, ¿qué quería hacer en el futuro?, ¿qué le parecían las personas mayores? Les divertía. Les divertía porque lo consideraban importante.

Sam no respondió a estas preguntas con absoluta sinceridad. Mientras se atrevía a beber unas copas de vino bajo la atenta mirada de su madre, ideas menos placenteras invadían sus pensamientos. Aunque todavía era joven, pensó que si pudiese revivir algún momento de su pasado, lo rechazaría. ¿Por qué? Mil veranos podían ser como aquel, cada uno tan bonito como el anterior y, sin embargo, no valía la pena vivirlos por segunda vez. Era una idea extraordinaria.

Naomi y Sam se comunicaban con la mirada. La mayor la había llevado en esa dirección, y por un instante Sam sintió que esta vez ella era la cometa. Jimmie contaba anécdotas sin cesar, no había nada peor. Naomi se volvió hacia Sam con una paralizada sonrisa de desdén. «¿No es espantoso?», decía con los ojos a su nueva amiga. «¿No era espantoso su padre?» Las dos saborearon aquel momento de desdén compartido, aunque no es que Sam se sintiera especialmente despectiva. Aquel anciano le parecía divertido y estrafalario.

«No, Naomi es como yo. Está atormentada», pensó.

Y Naomi se inclinó para susurrarle al oído:

—Puede seguir así durante horas. ¿Intervengo? Tus pobres padres…

Pero Amy no sufría, en absoluto. Fascinante, pensaba para sí. ¡Un hombre de carácter!

Después de cenar, Naomi dejó a su padre y a Phaine en el Sunset y acompañó a los Haldane a su casa de Vlychos. Justo antes de Kamini, el sendero ascendía por una serie de tramos y escalones y pasaba ante el restaurante Kodylenia’s, en cuya terraza, que seguía abierta, algunos ancianos tomaban vasos de ouzo sumidos en un aura de paciencia atemporal. Una celosía iluminada por candiles se estremecía al ritmo de viejos temas de Tsitsánis que emitían los altavoces. De día solían poner Mahler y éxitos variados de Rossini, pensó Naomi. Los ancianos griegos ni se dignaron a mirarlos, pero una adinerada familia francesa sí alzó la vista. Bajaron a Kamini y avanzaron entre las barcas varadas en la arena. En el otro extremo de la playa había un café en ruinas, color rojo sangre, con las ventanas destrozadas y un viejo cartel que rezaba «Mouragio Café-Bar» en griego. Una media luna que asomaba por la cima de la árida montaña iluminó gradualmente las siluetas de unos caballos en el campo. Estaban inmóviles, atentos al olor de los humanos que se acercaban.

La casa estaba en lo alto del sendero, a la izquierda, poco antes de llegar a Vlychos. Los campos de abajo descendían hacia traicioneros acantilados y el mar. Pero incluso allí, en aquellos peligrosos prados, los caballos seguían comiendo apaciblemente la hierba húmeda. Era la típica casa blanca con marcos y columnas pintados de azul; fuera había limoneros, y fruta hinchada y abandonada esparcida por la hierba.

—¿Quieres entrar a tomar un té? —le preguntó Amy cuando llegaron al muro de la casa y abrió la verja metálica.

Subieron a la terraza y Jeffrey cogió su pipa y una caja de cerillas. Su expresión de sorpresa no parecía ir dirigida solo a ellas. Quizá fuera su expresión por defecto, pensó Naomi. Sorpresa ante la vida misma, o quizá una encantadora incompetencia. Estaba prendiendo los candiles, pero también encendió las más eficaces lámparas eléctricas de cristal naranja. Había dos mecedoras y dos sofás de mimbre, separados por una mesilla de cristal adornada con esponjas disecadas; la isla había sido el centro del comercio griego de esponjas. Se echaron en los cojines y Naomi pensó que aque­lla noche acababa mucho mejor de lo que había empezado. Los Haldane estaban más relajados en su propia compañía, lejos de los intimidantes focos de Jimmie y de su seguridad abrumadora, que los había aplastado de un modo intangible y sutil del que solo eran parcialmente conscientes.

Sam se ovilló en un extremo del porche, con el cabello ondeando al viento. Mientras su padre hablaba, lo observó con una mirada prolongada y escrutadora.

—¿Es cierto que tu padre nos ha invitado a dar un paseo en su yate? —preguntó el señor Haldane, fumando—. Yo no iré, pero a Sam y Chris les encantaría.

—Sí, se ha ofrecido. Podemos dar la vuelta a la isla. Lo hacemos muy a menudo. Hay buenos sitios para nadar.

—Me encantaría —dijo Sam, pero sin aspavientos.

—¿Tú irás, Amy?

—Claro. Quiero ver el lado salvaje de la isla.

—Es imposible llegar andando hasta allí, ¿verdad?

Naomi negó con la cabeza.

—No, no se puede.

—Lo cierto es que no me van los lados salvajes de las islas —dijo Jeffrey—. Aunque me gusta hacerlo de vez en cuando. Yo me quedaré aquí regodeándome en mi pierna lisiada, pero el resto…

—Lo organizaré —dijo Naomi.

—¿Podremos pescar con arpón? —preguntó Sam.

—No veo por qué no.

Pero Sam no quería pescar con arpón, sino solo saber si era posible en aquel mar desconocido.

—Solo verás delfines, y no los puedes arponear —dijo su madre majestuosamente.

—¿Por qué no te quedas a dormir, Naomi? —sugirió finalmente Amy—. Tenemos dos habitaciones vacías, ya preparadas. El camino de vuelta a tu casa es muy largo. Llama a tu padre y le avisas.

—Me parece una buena idea—dijo Sam tranquilamente—. ¿Te quedas?

Naomi lo pensó un momento y luego cedió.

—Sí, me quedaré.

Sam la llevó a una de las habitaciones de invitados. Estaba en la parte oriental, que daba a los prados inclinados. Tenía postigos griegos de color azul oscuro, y jarros con flores secas decoraban las mesas. Los libros del propietario estaban allí: Yorgos Seferis y Kazantzakis en viejas ediciones inglesas. Había cardos dispersos sobre los tablones de madera de barco. La cama era de hierro, chirriante y alta como en los viejos tiempos, cuando la gente moría en ellas dignamente y confiando en el más allá. Vio una mesa blanca con una palangana y una jarra, y algunos limones que empezaban a pudrirse. Era la habitación donde a veces Sam leía a solas.

Se sentaron un rato en la cama, sobre sus rodillas, y chismorrearon sobre la velada. Naomi sentía curiosidad por Christopher, el malhumorado hermano de Sam que había desaparecido de su habitación. Estaba en la fase depresiva de la adolescencia y se refugiaba a menudo en sus ordenadores y sus videojuegos. A Naomi siempre la había intrigado lo de tener un hermano. A veces debía de ser fascinante, ni que fuese por la hostilidad competitiva.

—Mi hermano es demasiado bondadoso para eso. Por lo general, solo es un fastidio.

Naomi apoyó la cabeza en su brazo. Tenía una mirada lenta y sarcástica que nunca soltaba el objeto de su atención.

—¿Yo soy un fastidio?

—No he dicho que lo seas.

—Soy hija única. Los hijos únicos siempre son un po­co… como peonzas. Ya lo sabes.

—¿Ah, sí?

—Tu hermano te ha salvado.

—¿De ser una peonza?

—Necesitamos a alguien que nos haga girar.

Sam levantó las rodillas y empezó a sentirse más fraternal. Le hizo preguntas sobre Phaine. ¿De verdad se llamaba Funny?

—Claro que no. Es una broma.

—¿Así que Phaine es un nombre griego?

—Evidentemente.

—Tu padre me parece divertidísimo —dijo Sam.

—La gente de la isla dice que es todo un personaje. A mí eso me parece un insulto.

Sam se apoyó sobre la espalda con los miembros relajados y sueltos, como si fuese un niño que se ha atracado de pastel de chocolate.

—Me ha gustado que llevase corbata. Mi padre nunca se la pondría.

—Pues a mí me gusta tu padre. ¿Hacemos un intercambio? No me importa que no lleve corbata. Creo que mañana deberíamos levantarnos temprano y andar hasta el extremo de la isla. Todo el camino hasta el final.

Lo dijo como si fuera un firme consejo, incluso una orden; no como una sugerencia casual. A Sam le sorprendió el tono, pero no dijo nada. Era innegable que le atraía estar con alguien que tomara las riendas del día siguiente porque eso nunca le había pasado antes. Por lo general, la gente hacía lo que ella quería y no a la inversa, y se preguntó si debía aceptar sin más o montar un numerito que pusiese en evidencia su autonomía. Sin embargo, enseguida comprendió que era su autonomía lo que la aburría. Naomi le ofrecía algo más: la sensación de saber lo que ella quería mucho antes que nadie.

—Tarde o temprano —dijo Naomi con voz sosegada— comprenderás que sé todo lo que puede hacerse en esta isla y cuáles son las cosas más divertidas. Las he hecho muchas veces, por eso lo sé. Si dejas que te guíe, te ahorraré mucho tiempo.

—Eso es muy arrogante, pero, de hecho, no me importa tener un guía.

—Los guías valen su peso en oro. Pero solo si los quieres.

Miró a Sam maliciosamente y su sonrisa fue como una soga tirando de la embocadura de un caballo.

—Claro que quiero.

—Pues trato hecho.

Después de darse las buenas noches, una vez sola, Sam no pudo dormir. Echada en la cama con las cortinas descorridas, oyó el chirriar de las bisagras oxidadas, hostigadas por el viento. Se lió un cigarrillo y lo disfrutó plácidamente junto a la ventana para que a sus padres no les llegara el olor. Habían pasado muchas cosas de forma muy repentina, pero no podía definirlas. Los Codrington ya eran un acontecimiento en sí, pero ella sabía ya entonces que nunca la invitarían a tomar el té en su mansión. Ellos no hacían cosas así. Eran planetas más próximos al sol que el suyo; se movían en órbitas distintas. Era Naomi quien bajaría al puerto para entretenerla, quien daría sentido a su interminable verano. Había en ella algo inquietante, pero quizá también Naomi se había visto súbitamente alterada —solo un poco— por el contacto con Sam. Tenemos la peonza y tenemos la chica que la pone en movimiento, pero ambas se funden en su girar.

Capítulo 3

Se levantaron temprano, renunciaron a las tortitas que les ofrecía Amy y bajaron a Vlychos para desayunar en el Four Seasons. Era un pequeño complejo turístico ubicado en la playa, a kilómetro y medio del pueblo, en un sendero solitario que llegaba hasta Palamidas. A las seis y media de la mañana, las mariposas ya revoloteaban alrededor de los postes torcidos y las laderas cubiertas de floridas uñas de ga­to, para después esfumarse cuando les apetecía. Las chumberas crecían como una armadura primitiva a lo largo de los muros bajos; sus palas estaban delicadamente cubiertas de diminutas telarañas. Todo, incluso las inmediaciones de las casas, estaba en silencio. Olía a heno y a café, y en la ensenada se oía el rumor espectral de las pequeñas olas.

Llevaban al hombro bolsas playeras con bañadores, toallas y crema solar. Avanzaron entre frondosas pitas hasta llegar a un lugar llamado Castello y luego subieron por encima de la playa hasta una loma, donde puertas de madera podrida, cerradas con candados, anunciaban los fantasmas en casas abandonadas. Allá donde los bajíos empezaban a ganar profundidad se veían manchas irregulares de color ópalo que parecían tiburones inmóviles, y, más a lo lejos, unas masas de color verde oscuro insinuaban una energía latente que siempre parecía contenida, sin ascen­der al cielo. Como un ataque de malaria, pensó sin saber por qué. Un delirio febril de esponjas y rocas sumergidas. Cerca de la orilla asomaba un islote donde se erigía una capilla blanca y también un yate quebradizo que navegaba hacia los dos montículos de Dokos, pero las olas que ondulaban el mar eran más rápidas que su estela. En Vlychos vieron la playa anodina con hileras de sombrillas de paja entre un revoltijo de cables eléctricos —el sendero estaba justo debajo— y corpulentos griegos que ya se disponían a recibir los primeros rayos de sol que se hundían en el mar. Todo el complejo estaba constreñido en aquella estrecha bahía. Cruzaron un viejo puente de piedra. Debajo, un hombre que guiaba su reata de burros ni se dignó a mirarlas; lucía un fabuloso bigote del siglo pasado, botas altas y tenía manos de estrangulador. Saludó con un yassas a alguien que no podían ver.

En la terraza del Four Seasons, resguardada por árboles bajos, todavía no habían aparecido los rusos que daban fama al lugar, y el edificio principal del hotel parecía cerrado e indiferente. Sin embargo, sus puertas estaban abiertas y podía vislumbrarse un interior elegante, con antigüedades y música clásica. Las sombrillas de paja estaban ya montadas, a diferencia de las de Mandraki, y alguien había rastrillado la arena. Se sentaron a una mesa de la playa, a la sombra, y pidieron café solo, un sketos amargo para Naomi y un metrios más dulce para Sam. El sudor empezó a secarse en su piel, pero Sam no podía imaginar lo que sería dar aquel paseo bajo el sol del mediodía. Era la clase de tortura a la que solo podían someterse los ociosos adinerados.

Tomaron tres tazas de café cada una y luego pidieron tostadas con mermelada y cuencos de yogur griego con nueces. Sam declaró, con absoluta sinceridad, que era la mejor mermelada que había probado en su vida. Naomi dijo que también podían fumar un poco, que nadie lo notaría. Un poco de maría por la mañana sentaba de perlas. Lió un porro y fumaron por turnos. «Conque tiene maría y sabe dónde conseguirla —pensó Sam tranquilamente—. Se las sabe todas.»

Como si le leyera el pensamiento, Naomi se explicó.

—Se la compro a una chica de aquí que la vende por toda la isla. Vendrá después al sitio donde vamos.

—¿Lo dices en serio?

—Es un secreto que solo saben los de aquí. La trae de Turquía. No se la vende a los turistas, salvo si vienen recomendados. No se lo digas a Christopher.

Se colocaron un poco, pero sin llegar a atolondrarse. Al cabo de una hora subieron la colina, enfrentándose al calor. El camino serpenteaba entre laderas empinadas y el mar batía al pie de los acantilados. El camino a Palamidas. Un tendido eléctrico de postes desvencijados y torcidos lo recorría en lo alto.

Antes de llegar a Palamidas bajaron por un barranco alfombrado de iris. Era una estrecha zona rocosa donde tendieron las toallas, se desnudaron y se pusieron el biquini. Se tumbaron a esperar. Era como esperar la inspiración. Empezaron a charlar porque el silencio lo fomentaba. Naomi preguntó a Sam por su intolerancia al pan. ¿Hacía mucho que no lo probaba? Unos años, respondió Sam. Descubrió que era intolerante cuando empezó a tener la regla. Por suerte se trataba de un problema muy conocido hoy en día: todos lo habían entendido, incluso su madre. Curiosamente Hidra estaba muy bien surtida de productos sin gluten. Era por los ingleses, dijo Naomi con aspereza. Los habían traído ellos y ahora los griegos también habían descubierto que eran intolerantes al gluten, aunque lo hubiesen ignorado durante tres mil años, lo que demostraba lo cabezotas que eran.

Sam captó el sarcasmo, pero decidió pasarlo por alto y cambiar de tema. Preguntó a Naomi si salía con alguien, en la isla o en Inglaterra.

—¿Te refieres a un novio?

—Como quieras llamarlo.

—Ahora estoy en un interregno —admitió Naomi.

—¿Un qué?

—Una pausa entre novios. Probablemente entre dos novios nada interesantes.

Sam se atrevió a preguntar:

—¿Quizá es mejor la pausa que los novios?

—Sí, en cierto modo. Depende de ellos. Ahora llevo sola una temporada y me gusta. Pero no puedo decir por qué.

—T