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El escritor Lawrence Osborne, pese a saber que por muy lejos que uno vaya siempre habrá un tour operator esperándolo, busca un lugar alejado de la civilización en la isla de Papúa Nueva Guinea. Y decide emprender un viaje distinto a cualquier otro: empezando por uno de los destinos más contaminados de la Tierra, como el Dubái que los jeques están transformando en un inmenso parque temático, las islas Andamán, semiderruidas por el tsunami y en proceso de reconstrucción como las nuevas Maldivas, Tailandia, vista como una enorme ciudad de la salud y del fitness, para concluir en una inmensa isla entre cielos verdes, ríos enrojecidos y volcanes en erupción, donde Osborne se encontrará desnudo y feliz en medio de una orgía tribal, no sin antes haber sabido transmitir al lector su irresistible manía de viajar a todas partes, en un mundo que estamos transformando en una terrible caricatura de nuestras propias fantasías. Lawrence Osborne disecciona las ciudades con la precisión de un cirujano y nos muestra sus tripas como nadie ha sido capaz de hacerlo hasta ahora.
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Seitenzahl: 377
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Portada
El turista desnudo
El turista desnudo
lawrence osborne
Traducción de Magdalena Palmer
Título original: The Naked Tourist
Copyright ©2006 Lawrence Osborne
© de la traducción: Magdalena Palmer, 2017
© de esta edición Gatopardo ediciones, 2017
Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª
08008 Barcelona (España)
www.gatopardoediciones.es
Primera edición: marzo 2017
Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó
Imagen de la cubierta: Río Menya, Papúa Nueva Guinea
Fotografía de Brian Chapaitis
Imagen de interior: Lawrence Osborne en Bangkok, 2016
Fotografía de Pasistha Kaewmak
Imagen de la solapa: © Fotografía de Chris Wise
eISBN: 978-84-17109-19-6
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
El escritor Lawrence Osborne en Bangkok,
ciudad donde reside, en 2016.
Índice
Portada
Presentación
1. Viajero, antropólogo, turista
2. En Oriente
3. Tristes trópicos
4. Islas desiertas
5. Hedonópolis
6. El spa
7. Paraíso a medida
8. El turista desnudo
9. Donde sea, fuera del mundo
Epílogo: En cualquier parte
Lawrence Osborne
Otros títulos publicados en Gatopardo
Para Tad, muchos viajes
La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama; éste querría sufrir delante de la estufa y el otro cree que sanará junto a la ventana. Siempre me ha parecido que estaría bien donde no estoy, y de esta cuestión del desarraigo hablo sin cesar con mi alma.
Charles Baudelaire, «Donde sea, fuera del mundo»,
El spleen de París
1. Viajero, antropólogo, turista
Me asaltó de pronto, como un trastorno mental desconocido por la psiquiatría: el deseo de detenerlo todo en la vida cotidiana, desarraigarme y partir. Esa necesidad de abandonar el mundo tal y como es para buscar otro lugar quizá sea una enfermedad de inicios de la madurez, un atisbo prematuro de senilidad. Y entonces se hace el equipaje con un fatalismo amargo, como si supiéramos que ha llegado el momento de volver a ponerse en marcha y regresar al nomadismo. Se hace el equipaje, pero no hay ningún sitio adonde ir. Es como vestirse para una fiesta mucho después de que el salón de baile haya quedado reducido a cenizas. El deseo sigue ahí, pero el objeto del deseo ha dejado de existir.
Visité cientos de páginas web —agencias de viajes, folletos oficiales, informes, relatos de viajeros—, pero el problema del viajero actual es que no le quedan destinos. El mundo entero es una instalación turística y el desagradable sabor a simulacro se eterniza en la boca. Busqué por todas partes, pero ningún lugar satisfacía mi necesidad de salir del mundo. Me planteé fugazmente registrarme en un hotel de Hawái y pasarme dos semanas sentado delante del televisor. Quizá un sitio como el Hilton Waikoloa, donde pudiese holgazanear en una playa artificial y desplazarme a la discoteca del hotel en monorraíl. Eso sería más interesante que dedicarme al senderismo en grupos reducidos por la Patagonia, o sobrevolar en funicular la selva tropical de Costa Rica. También podía quedarme en Nueva York y desplazarme en metro hasta la abandonada casa de Edgar Allan Poe en el Bronx. Nadie va allí. Eran posibilidades exóticas, pero no eran muy exóticas… Y yo quería algo exótico de verdad.
Recordar la sensación infantil de subir al coche familiar y partir a lugares desconocidos nos demuestra cuán difícil es recuperar la dimensión interna de la aventura. El viaje actual es como la comida rápida: incursiones breves e intensas que no dejan huella. En nuestra época, el turismo ha transformado el planeta en un espectáculo uniforme y nos ha convertido en extranjeros perpetuos que deambulan por la imitación de la imitación de un lugar al que una vez quisimos ir. Es la ley de los rendimientos marginales decrecientes.
Llevaba ya mucho tiempo queriendo largarme del Planeta Turismo y encontrar uno de esos lugares que de vez en cuando aparecen en las páginas centrales de los periódicos de ciudades lejanas, donde —se nos dice— acaban de descubrir a un loco solitario que ha vivido desconectado del mundo actual. Inevitablemente, tarde o temprano este deseo pasará a incluirse en el Manual diagnóstico y estadístico de la Asociación Americana de Psiquiatría como el «síndrome de Robinson Crusoe». Sin embargo, a veces estas historias son reales. ¿Quién no recuerda a los soldados japoneses que salieron de las junglas del Pacífico cincuenta años después de la rendición de su país? ¿En qué islas fabulosas habrían estado perdidos? En una ocasión en que sobrevolaba Indonesia, el periodista de Yakarta que me acompañaba señaló unos imponentes archipiélagos de islas paradisíacas próximos a las Molucas y me aseguró que un grupo de alemanes había navegado hasta una de ellas en 1967 y nunca se los había vuelto a ver. Lo único que se sabía de ellos era que una pequeña aerolínea local les lanzaba cerveza cada pocos meses. Había tantísimas islas que los teutones errantes simplemente habían desaparecido. Pero yo quería saber en qué isla estaban, si resultaba que existían de verdad. Porque la promesa de abandonar el mundo es una idea potente, aunque sepamos que se trata de un mito.
El turismo es la principal industria mundial; genera unos beneficios anuales de 500.000 millones de dólares y determina la economía de innumerables naciones y ciudades de todo el planeta. Entre 1950 y 2002 el número de viajeros internacionales, incluidos los que viajaban por negocios, pasó de 25 a 700 millones anuales, lo que supone una transformación inmensa en el funcionamiento del mundo. Hoy en día la principal ocupación de cientos de millones de seres humanos consiste sencillamente en entretener a cientos de millones de otros seres humanos. En cuanto al viaje recreativo, su crecimiento se debe, supongo yo, a que estamos aburridos, a que queremos vivir una experiencia transformadora del tipo que sea en un lugar que no sea nuestra casa. Queremos una experiencia nueva…, pero también queremos que esté mercantilizada, que pueda comprarse con dinero contante y sonante, y que sea segura.
El turismo ha generado asimismo numerosas profesiones suplementarias. No sólo agentes de viajes, hoteleros y directores de complejos turísticos, sino también lo que se conoce siniestramente como «escritor de libros de viajes». A la cultura tecnocrática le gusta añadir una coletilla al sustantivo «escritor» para cerciorarse de que el mentado individuo no es un charlatán, es decir, un solitario con voz, ni tampoco —¡horror de los horrores!— simplemente un escritor. Si alguien publica algo sobre una ciudad extranjera, aunque sea una sola vez, se convierte automáticamente en un «escritor de libros de viajes». De ahí que en más de una ocasión se me haya calificado así (sea lo que sea eso) y que, en consecuencia, a veces me haya decidido a vivir de eso, lo que lamentablemente me ha llevado a una prolongada connivencia con las fuerzas del turismo global, a larguísimas peregrinaciones sin rumbo por continentes enteros y a 1.034 habitaciones de hotel de 204 países distintos. Pasar así el tiempo es una novedosa forma de demencia. Todos los hoteles tienen el mismo aspecto porque los dirigen las mismas personas; todos los sitios se parecen porque se han concebido en función de los mismos intereses económicos. Todo se parece a todo lo demás, porque así se ha diseñado. Un día, el mundo entero será un gigantesco complejo turístico interrelacionado, llamado «Cualquier parte».
El teórico marxista Guy Debord dijo en una ocasión: «Cuando el espectáculo está en todas partes, el espectador no se encuentra cómodo en ninguna». Sin embargo, en la vida del patético cronista de viajes, del hombre que viaja para escribir y escribe para viajar, también se produce un punto de inflexión, cuando el mundo que se ha pateado durante media vida empieza a parecerle irreconocible. Quiere marcharse, pero no sabe dónde. Quiere trascender al turista que es en realidad y convertirse de nuevo en un auténtico viajero.
En cierto modo, es un estadio que alcancé bastante pronto porque no tengo casa desde hace décadas. Un nómada es el turista perfecto, aunque también el más desencantado. El cronista de viajes que llevo dentro inició su declive casi en cuanto nació, pero me proporcionó la voluntad y los medios necesarios para elaborar una especie de Grand Tour a mi medida, como despedida de una «literatura de viajes» en la que ya no tengo demasiada fe. Pero ¿cómo se redescubre el verdadero viaje?
El término inglés travel, es decir, «viaje», es sorprendentemente antiguo. Se remonta a 1375 y deriva del verbo francés travailler, «trabajar», que a su vez deriva de la palabra latina tripalium, o triple estaca, que se utilizaba para designar un instrumento de tortura. Por consiguiente, el concepto de viaje nació como algo sumamente desagradable: emprender un desplazamiento difícil. Se trata de una noción medieval que tiene su origen en las peregrinaciones. El sufrimiento se da por sentado, porque viajar en el año 1375 era sufrir, y mucho. Pero se consideraba un sufrimiento transformador, una evasión del aburrimiento de la vida cotidiana. Posteriormente, con el Grand Tour del siglo xix que emprenderían los jóvenes caballeros británicos surgió la noción de viajar como vía de perfeccionamiento. El Grand Tour era entretenido, aunque ése no fuera su objetivo. Tampoco implicaba aventurarse a lo inexplorado. Era un peregrinaje cultural al mundo conocido.
No obstante, a lo largo de los siguientes doscientos años un concepto curiosamente salvaje y romántico fue penetrando en la mente del viajero occidental. Tiempo atrás había dos tipos de lugares: aquellos en los que uno no había estado personalmente y aquellos en los que no había estado nadie. Por lo tanto, había sitios como Venecia y Roma, siempre incluidos en el Grand Tour, y luego había junglas primitivas, islas desiertas, pueblos remotos y culturas exóticas que seguían siendo misteriosos e inaccesibles. Cuando en el siglo xix el turismo se convirtió en una industria multinacional, empezó a operar simultáneamente en ambos lugares, por razones obvias. El turismo siempre busca nuevas fronteras y experiencias novedosas… que luego liquida de inmediato. El sistema colonial de ese siglo, asegurado por la armada británica, logró que lo «primitivo» estuviera, por vez primera, tentadoramente al alcance de cualquiera. Era sólo una cuestión de tiempo que esos «primitivos» (habitantes de los edenes más visitables) acabaran entrando, a su vez, en el redil turístico.
En el siglo xx esos dos lugares se confundieron deliberadamente, y esta amalgama forzada dio como resultado lo que he denominado «Cualquier parte». Es como si una pluralidad de diferentes tipos de lugares —algunos conocidos, otros desconocidos, algunos civilizados, otros salvajes— se hubiese concentrado para formar un único tipo de lugar que intenta mantener artificialmente todas esas características, sin conseguir ninguna. El empobrecimiento es catastrófico; sin embargo, como el turismo es consensuado, resulta complicadísimo desdeñarlo sin más, por lo que lo único que se puede hacer es dar fe de esa «Cualquier parte» extraña e inaudita.
Ésa es precisamente la razón de que ahora pueda afirmarse que el viaje es un concepto obsoleto, pues ya nadie viaja en el sentido de trasladarse a culturas desconocidas. El viaje se ha visto reemplazado de forma apabullante por el turismo. Pero el turismo en sí es algo tan improbable, tan fantástico, que se trata de un proceso casi imposible de aprehender, a menos que dediquemos un rato a estudiar brevemente su historia. Porque, como ya he sugerido, el turista moderno es el descendiente no sólo del peregrino, sino también del grand tourist y de los viajeros organizados de la era imperial. ¿Cómo se produjo esta evolución?
El término «Grand Tour» aparece por primera vez en 1670, en la obra de Richard Lassels The Voyage of Italy. Describe un viaje informal al continente concebido para jóvenes aristócratas británicos, habitualmente acompañados de un preceptor llamado bear leader («guía de osos»), en el transcurso del cual visitaban un abanico de atracciones culturales en Francia, Suiza e Italia. El «Tour», como acabó llamándose, surgió como consecuencia de la nueva riqueza de los ingleses —que los convirtió en los turistas más prósperos de Europa—, pero también expresaba un incómodo complejo de inferioridad cultural, una necesidad de europeizar los modales de su tosca progenie, esos «muchachos tan verdes», en palabras de Tobias Smollett. El viaje duraba meses y su objetivo era inculcar el buen gusto y mejorar los «modales mundanos». En 1749, el culto anticuario Thomas Nugent escribió una popular guía llamada The Grand Tour en que exponía sus principios: «Enriquecer la mente con conocimiento, rectificar el criterio, eliminar los prejuicios de la educación, adquirir modales, en definitiva, formar al auténtico caballero». El objetivo era crear «conocedores» que apreciasen la belleza (el término «connoisseur» entraría en esta época en la lengua inglesa), pero también inculcar sofisticación, urbanidad…, es decir, crear lo que posteriormente se llamaría «cosmopolitas». Una nación encaminada a alcanzar la supremacía imperial también daría alas a un paralelo complejo de superioridad. Los británicos fueron los norteamericanos zafios de principios del siglo xviii.
El historiador británico Ian Littlewood comenta: «El Tour proporciona el modelo de lo que se ha convertido en la forma estandarizada de turismo cultural. Las guías actuales, con sus listas de monumentos y sus consejos para adquirir productos locales, son descendientes directas de la de Nugent».
El destino de preferencia era Italia. Antes de que Egipto se volviera accesible en el siglo xix, Italia simbolizó para los británicos el epítome de la civilización, encarnado místicamente en un paisaje nacional. Pero Italia no era tan sólo eso. Venecia y Nápoles fueron el Bangkok y la Manila del Siglo de las Luces. Venecia era la capital de la prostitución europea y los jóvenes caballeros lo sabían: la absorción del arte renacentista iba de la mano con las visitas a los burdeles. Daniel Defoe escribió en 1701: «La lujuria eligió la tórrida zona de Italia, donde la sangre fermenta en violaciones y sodomía».
Más allá de la literatura oficial, el Tour se convirtió en sinónimo de ruptura de lo británico, de una desintegración sexual. Mucho antes de que el doctor Arnold instituyese el sistema de prefectos en la escuela de Rugby, un supuesto aumento de la homosexualidad en Inglaterra se atribuyó a los viajes a Italia, un país citado en los tratados como «la madre y nodriza de la sodomía». Los diarios íntimos de James Boswell durante sus viajes a Italia en 1764 muestran el Grand Tour a pie de calle: un montón de putas y condesas cachondas. «Estoy decidido —escribe— a experimentarlo todo en cuerpo y alma.» En Nápoles: «Mis pasiones eran violentas y me dejé llevar; mi cabeza apenas tuvo nada que ver con ello. Encontré a algunas muchachas realmente bonitas. Escapé de todos los peligros».
Esta avalancha de prósperos «muchachos tan verdes» convirtió a Italia en la primera nación verdaderamente turística, y a sus grandes ciudades en las primeras metrópolis turísticas subtropicales (en el siglo xix, el término «inglesi» se utilizaba para denominar a cualquier turista), algo que nunca habría sucedido sin la prostitución o sin la reputación de promiscuidad que acabó atrayendo también a las mujeres inglesas. La cultura, el arte, los modales, la educación y el sexo convirtieron el Grand Tour en un modelo fértil. Sus dos aportaciones más importantes al concepto de turismo fueron la construcción de una infraestructura para viajeros continentales —hoteles, restaurantes, burdeles, coches de línea, teatros, etcétera— y la idea de que el mero hecho de desplazarse a países extranjeros contribuyera a la formación, o transformación, del carácter. Al turista se le consideraba un sujeto maleable e impresionable, del cual, con la ayuda de unas cuantas antigüedades y un poco de sol, podían obtenerse resultados asombrosos. No era una obra humana inmutable, sino un pedazo de barro húmedo en el que podían grabarse sensaciones, conocimientos y experiencias extáticas con tanta facilidad como si se tallasen con un escalpelo.
Por lo tanto, el turista, el tataranieto del Grand Tour, nunca se ha visto a sí mismo como una criatura completa. Se considera inacabado, imperfecto y en proceso de rápida transmutación si una cultura extranjera lo bombardea con estímulos. Es un sujeto inestable, además de impresionable.
A partir del Grand Tour el viaje en sí se convierte en algo moralmente dinámico y transformador, y no en una necesidad odiosa y estática impuesta por la diplomacia o el comercio. En consecuencia, el turismo no puede sino verse como un peregrinaje en busca de revelaciones. Sólo era una cuestión de tiempo que esta curiosa mentalidad se transmitiera al resto del mundo, pues en cuanto los británicos conquistaron una parte considerable del planeta, globalizaron el Grand Tour.
El primer lugar fuera de Europa que convirtieron en una nueva Italia fue Egipto. Hacía tiempo que Egipto gozaba de un gran prestigio cultural, pero era mucho más inaccesible que Roma. Además de ser musulmán, sus pésimas condiciones higiénicas y sanitarias lo convertían en un destino logísticamente impensable. La expansión imperial resolvió este dilema. Con el Mediterráneo controlado por la armada británica y una vez apaciguadas las hostilidades con los otomanos, se creó el escenario idóneo para el entretenimiento turístico de cariz organizado y amable. Sobre todo se volvió seguro para las mujeres y los niños. Los lances masculinos de Flaubert y Maxime Du Camp en la década de 1850, una combinación maravillosa de onanismo y fotografía amateur, resultaron irrelevantes ante la llegada por mar de familias enteras con sus correspondientes institutrices y criados, expedidos desde Londres por la nueva compañía de viajes Thomas Cook e Hijo, que ahora podían alojarse en un hotel palaciego con agua corriente, caliente y fría.
Thomas Cook (1808-1892), el fundador del turismo moderno, convirtió Egipto en un popular destino invernal para la burguesía británica durante las décadas de 1870 y 1880. Ya había convertido el negocio familiar en la mayor agencia de viajes del mundo cuando en 1870 el virrey otomano de Egipto, el jedive Ismail, lo nombró agente oficial de la navegación por el Nilo. Sin embargo, fue su hijo John Mason Cook, director de la sede londinense desde 1865, quien abriría oficinas en todo el imperio y en Estados Unidos, globalizando así sus operaciones, y quien haría de Egipto su principal destino.
La conversión de Egipto en un protectorado británico en 1882 —conocido como el Protectorado Encubierto— significó un paraíso turístico para los Cook. Casi de inmediato se aseguraron el monopolio de los cruceros de lujo por el Nilo, que habían inventado, de modo que el río pasó a conocerse como el canal de los Cook. La compañía ofrecía una tarifa desde Londres hasta la Primera Catarata por ciento diecinueve libras, todo incluido. No obstante, era un capricho para ricos; en 1880, el salario anual de un obrero británico era de sesenta libras y para la clase media alta éste oscilaba en torno a las ochocientas libras. El viaje duraba seis días.
Los Cook abrieron hoteles en Asuán y Luxor, algunos de ellos dotados de atención médica para atraer a las masas que buscaban las bondades terapéuticas del sol invernal. Su monopolio era extraordinario; el ejército que navegó Nilo abajo para rescatar al general Gordon en 1884 utilizó barcos de vapor Cook. Muy pronto, las autoridades imperiales concedieron a Cook el monopolio del correo y de los viajes oficiales, un ejemplo perfecto de simbiosis entre imperio y turismo. Asuán se convirtió en el «Cannes egipcio», un escenario social británico más, y en 1891 John Cook calculó que los turistas gastaban unos cuatro millones de libras anuales en Egipto. Aparecieron hoteles de lujo por todas partes —el Mena House cerca de las pirámides, el Khedival Club y el Shepheard en El Cairo, el Turf Club, el Gezireh Palace—, que en su mayoría siguen en funcionamiento. El capital de Cook aumentó hasta alcanzar más de doscientas mil libras; la mitad de los beneficios procedían íntegramente de Egipto. En 1900 crearon un «tour popular» mucho más barato, con trenes, hoteles y barcos, todo incluido, por cuarenta guineas. (Ya habían inventado los cheques de viaje en 1875.)
Fue una auténtica revolución cultural. Además de los miles de egipcios que aprendieron inglés trabajando para Cook, el perfil de los visitantes europeos también experimentó un notable cambio. La viajera y egiptóloga inglesa Amelia B. Edwards ofrece una descripción típica de los equívocos turistas que poblaban el hotel Shepheard cuando llegó, en noviembre de 1873, «literalmente, y para expresarlo de la forma más prosaica, en busca de buen tiempo»:
Es el destino del viajero compartir numerosas mesas en el transcurso de sus numerosas andaduras, pero muy raramente se le presenta la oportunidad de sentarse con unos comensales tan variopintos como los que ocupan el gran comedor del hotel Shepheard de El Cairo al principio y en pleno apogeo de la temporada egipcia. Aquí se reúnen a diario entre doscientas y trescientas personas de todas las categorías sociales, nacionalidades y propósitos. La mitad son anglo-indios en viaje de ida o de vuelta a casa, residentes europeos y visitantes que se instalan en El Cairo para pasar el invierno. La otra mitad, no lo duden, está allí con la intención de remontar el Nilo. Este grupo de viajeros es tan variopinto e incongruente —jóvenes y viejos, bien y mal vestidos, cultos e incultos— que el primer impulso del recién llegado es preguntarse por qué motivo tantas personas de gustos y formación tan dispares se sienten impelidas a embarcarse en una expedición que, cuando menos, es pesada, costosa y de un interés enteramente excepcional.
Sin embargo, su curiosidad pronto se ve satisfecha. No han pasado ni dos días antes de que conozca el nombre y las intenciones de todos los presentes; es capaz de distinguir a primera vista a un turista de la agencia Cook del viajero independiente, y ha averiguado que el noventa por ciento de los que se encontrará río arriba serán ingleses o norteamericanos. El resto se compondrá mayoritariamente de alemanes, con un puñado de belgas y franceses. Esto en líneas generales, pero los detalles son más heterogéneos si cabe. Hay inválidos en busca de salud; artistas en busca de inspiración; deportistas en busca de cocodrilos; políticos de vacaciones; corresponsales a la caza de chismes; coleccionistas en pos de papiros y momias; hombres de ciencia que persiguen únicamente fines científicos y el acostumbrado excedente de ociosos que viaja por el mero placer de viajar, o para satisfacer una curiosidad indefinida. (Mil millas Nilo arriba, 1877.)
Edwards describe a la perfección la veleidad y la falta de propósito del turista imperial, para quien el mundo no era tanto un misterio como una deliciosa deriva. «Porque lo cierto es que habíamos acabado aquí por casualidad, sin ninguna excusa de salud, negocios ni otro motivo serio; nos habíamos refugiado en Egipto como si entrásemos en Burlington Arcade o en el Passage des Panoramas: para guarecernos de la lluvia.»
El libro de Edwards nos ofrece escenas orientales que siempre son «encantadoras» y «pintorescas». Pero también se construye alrededor de una serie de encuentros arqueológicos plasmados con increíble minuciosidad. Muchos turistas compartían su ávido interés por las antigüedades; sin embargo, pese a la seriedad victoriana con que localizaban estelas ancestrales, los placeres de este tipo de viaje tenían connotaciones muy británicas y sociales. A los británicos les gustaba reencontrarse en determinadas «temporadas» y en determinados hoteles. La «temporada» de El Cairo, por ejemplo, se extendía de noviembre a primavera.
Este variopinto grupo de turistas sería la vanguardia de una posterior conquista colonial, pues en el caso de esta desventurada tierra podría decirse que los turistas occidentalizaron un país oriental tan sólo unos años antes de que llegaran los acorazados. Fue por esta razón por la que las multitudes nacionalistas quemarían el hotel Shepheard en 1952. El vínculo saltaba a la vista.
El mismo vínculo determinó desde el principio la inauguración del canal de Suez en 1869, que el Convenio de Constantinopla dejaría bajo protección británica en 1888. Egipto nunca fue una colonia oficial y el canal era una «zona neutral», pero incluso antes de que los británicos adquirieran las acciones egipcias del canal en 1875, éste fue esencial para la apertura de la India y el Sudeste Asiático como destinos turísticos. Ahora que existía una vía marítima que era un atajo rápido hacia la India, el Grand Tour podía extenderse de forma considerable. Había llegado el momento de que la multitud que ocupaba la veranda del hotel Shepheard se dispersara económicamente por el resto del imperio.
A medida que prosperaba la nueva ruta turística, el trayecto Londres-Sídney (que incluía lugares como Adén, Calcuta, Singapur, Bangkok y Bali) se puso de moda. Sin embargo, como señala Amelia Edwards, el «turista» no era necesariamente de un solo tipo. Él o ella podían ser estafadores, eruditos, acuarelistas aficionados, fugitivos de la justicia, dandis, poetas de poca monta, novios de luna de miel o, más raramente, antropólogos.
Este itinerario, que más tarde se conocería como la «ruta asiática» entre los hippies de los años sesenta, siempre ha tenido algo sugerente y atractivo, aunque hoy en día ya no se realice en barco. Si existe un eje que explique toda la evolución del turismo actual, sin duda es éste. Sin embargo, no es mi intención escribir una historia social de los grupos turísticos. La ruta asiática se adaptaba al propósito de mi escapada porque eran muchos los que la habían tomado antes en busca de lo mismo: un trayecto hacia algún tipo de «fin del mundo».
Pero este fin del mundo no se hallaba en Australia, que, en realidad, era anglosajona y familiar. En primer lugar, fueron Bali e Indonesia y luego, cuando estos destinos empezaron a vulgarizarse, la inmensa isla de Papúa Nueva Guinea. El viaje tenía unas fases muy diferenciadas. Se partía de Southampton o Nueva York; se atravesaban los paisajes familiares del Grand Tour, es decir, el Mediterráneo clásico, y luego se llegaba a Egipto. A continuación se cruzaba el canal de Suez hasta Adén y después, como si se dejase atrás la civilización clásica, se pasaba «a Oriente». Primero el Golfo, y después el océano Índico. Muchos viajeros hacían escala en Bombay y Calcuta antes de dirigirse a Penang, en Malasia, y Bangkok. Desde allí, las rutas continuaban hacia el sur, a esferas más exóticas si cabe: las Indias Orientales Neerlandesas.
Las Indias Orientales se extendían desde Yakarta hasta la mitad occidental de Nueva Guinea y, a principios del siglo xx, con la apertura de la zona al turismo, algunos antropólogos viajaron en esos mismos barcos para llegar a lugares supuestamente «desconocidos».
Antes de que la antropología se convirtiera en una árida carrera académica, sus pioneros se encontraban entre los viajeros más serios y poéticos. Cartas de una antropóloga, de Margaret Mead, y Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss, son clásicos de la literatura de viajes, aunque Lévi-Strauss empiece su libro con la imperiosa declaración: «Detesto viajar y a los exploradores. Y, sin embargo, aquí me propongo contar la historia de mis expediciones». Cuando yo viajaba profesionalmente, por así decirlo, tanto Mead como Lévi-Strauss fueron mis compañeros habituales en incontables habitaciones de hotel. Pero siempre me provocaban mala conciencia. ¡De modo que así eran los viajes auténticos en 1925, o en 1935, o incluso en 1940! Durante sus periplos, ambos escritores transmiten una sensación brutal de soledad y de adversidad. Da la impresión, que tal vez sea falsa, de que han llegado al límite de la infraestructura occidental y sencillamente han saltado al otro lado. Las suyas son sinuosas narraciones de descubrimiento personal.
Me identifico fácilmente con la Margaret Mead de veinticuatro años que, en 1925, partió de Filadelfia rumbo a Samoa, como relata en sus Cartas:
Tenía el valor de la casi absoluta ignorancia. Había leído todo lo que se había escrito sobre los pueblos de la isla del Pacífico que Occidente había conocido gracias a los viajes del capitán Cook, y sentía un profundo interés por los procesos de cambio, pero yo nunca había viajado al extranjero, ni tampoco había hablado nunca una lengua ajena, ni nunca me había alojado sola en un hotel. De hecho, no había pasado sola ni un día de mi vida.
«Mientras que el turista, al cabo de unas pocas semanas o meses, se apresura a regresar a casa, el viajero no tiene una casa a la que volver, por lo que se mueve despacio, a lo largo de años, de una parte a otra del mundo», escribió Paul Bowles. Es una gran definición, aunque también podría decirse que marca la diferencia entre un turista y un antropólogo. Por lo tanto, aunque no me interese especialmente la antropología, empecé a sentirme atraído por lugares que la antropología, en cierto modo, seguía considerando «externos».
En Tristes trópicos, Lévi-Strauss describe su deseo de encontrar lo que denomina un «mundo perdido». Tras haber completado un trabajo de campo entre los bororo del centro de Brasil, emprende un viaje mucho más peligroso y radical en busca de tribus más aisladas. El antropólogo se siente siempre atraído por una región o un pueblo que se encuentre más allá del denominado «mundo conocido». En Brasil, Lévi-Strauss creyó haber encontrado esta promesa mágica en una remota región del altiplano noroccidental que el general Cândido Mariano da Silva Rondon dejó parcialmente inexplorada en 1907. El informe de la Comisión Rondon, como se denominó, era la única información disponible acerca de las tierras inexploradas que se extendían entre Cuiabá y el río Madeira, aunque una quijotesca línea de telégrafo cruzaba el territorio con la expectativa de que se convirtiera en el próximo El Dorado brasileño, pues se creía que era una zona rica en diamantes. El boom nunca se materializó. Para cuando Lévi-Strauss llegó allí, era un lugar sobrecogedor y abandonado donde sólo sobresalían los postes del telégrafo y un camino conocido como «la línea Rondon». A ambos lados se extendían unas selvas misteriosas habitadas por el pueblo de los nambikwara:
Cualquiera que viviese a lo largo de la línea Rondon bien podía creer que estaba en la luna. Imagínense un área tan grande como Francia con tres cuartas partes inexploradas, poblada únicamente por pequeños grupos de nómadas, nativos, que se hallan entre los más primitivos que habitan el mundo, y atravesada de extremo a extremo por una línea de telégrafo.
¿Qué le atrajo a Lévi-Strauss de los nambikwara? ¿Por qué se convirtieron en el tema central de su libro? ¿Fue que ante ellos «el observador retrocede a lo que, fácil pero equivocadamente, podría considerarse la infancia de la especie humana»? Probablemente, por lo que soy capaz de reconstruir, es la emoción del viajero, el anhelo de encontrar un lugar mítico más allá de la historia y el tiempo conocidos. Con su fantástico dialecto compuesto de cuarenta palabras fusionadas del portugués y el nambikwara, y los radiotelegrafistas enterrados hasta la cintura, ensartados por las flechas de los nambikwara y con el transmisor de Morse por sombrero, la línea Rondon parecía sacada de una novela de García Márquez. No tengo ni idea de qué opinan los antropólogos profesionales sobre Lévi-Strauss, ni de si su obra sobre la línea Rondon sigue vigente después de medio siglo. Lo que me interesa es la emoción inconsciente que lo llevó hasta allí.
La historia de la antropología señalaba otro lugar similar a la línea Rondon. En 1935 Margaret Mead partió de Nueva York con su glamuroso marido británico, el científico Gregory Bateson, para emprender un viaje por Asia Oriental organizado por la naviera holandesa KPM. El matrimonio se había conocido en Nueva Guinea, durante un trabajo de campo, y ahora viajaba en el ostentoso crucero precursor de los viajes organizados a las Indias, principalmente a Bali; fue precisamente KPM quien encargó los primeros folletos turísticos de la isla.
En Bali, Mead se topó con una colonia holandesa que se regía por un sistema de castas hindú, una cultura hermética, desconocida para el mundo exterior, de la que podía realizar un estudio pionero. Formaba parte de una ristra de islas asiáticas que utilizó como monografías en su obra: Samoa en 1925, las islas del Almirantazgo en 1928, Papúa Nueva Guinea en 1931-1932, Bali en 1936-1938 y de nuevo Papúa Nueva Guinea en 1938.
El trabajo de Mead culminaría en Papúa Nueva Guinea, donde encontró todo el material que necesitaba para cuestionar lo que ella percibía como el patriarcado, el racismo y el puritanismo de su país, Estados Unidos. En 1932 estudió tres pueblos del norte de la isla: los arapesh, los mundugumor y los tchambuli. Su estudio clásico de estos tres pueblos en Sexo y temperamento plantaría los cimientos de los actuales «estudios de género», al constatar que los roles de los hombres y las mujeres podían cambiar de forma espectacular, incluso en un área geográfica relativamente pequeña. (Entre los arapesh, por ejemplo, las mujeres eran agresivas y dominantes, mientras que los hombres eran pasivos.) Sin embargo, también convirtió a Papúa Nueva Guinea en el laboratorio antropológico del siglo xx.
Aunque Papúa era la escala final de la ruta asiática, tan sólo unos pocos llegaban hasta allí. A diferencia de Bali, no poseía sofisticados templos hindúes, ni cómodos jardines, ni ciudades comparables a Bangkok o Singapur. Era peligrosa y difícil, pero para Mead encarnaba un primitivismo que iba a revelarlo todo de la civilización. Papúa no se parecía a ningún otro lugar: era una ventana al pasado de la humanidad, una isla que se encontraba sellada al mundo o incluso fuera de él.
Fueron los capítulos que Mead dedica a Papúa los que más me fascinaron. Se había instalado en una aldea del río Sepik donde los chamanes encabezaban la caza del cocodrilo y los niños iban embadurnados de lodo rosa de la cabeza a los pies, una imagen de la inocencia más atemporal. Me pregunto qué impulso interior la llevaría hasta allí. No es descabellado afirmar que se trataba del mismo impulso que mueve al viajero frenético. El hambre de alteridad, de hallar la prueba de que no somos universales, ni siquiera normales. Eso era precisamente lo que Mead andaba buscando.
Una extraña pirueta haría que el primitivismo de Papúa tan líricamente plasmado por Margaret Mead (una figura inmensamente popular e influyente en Estados Unidos) penetrase en el inconsciente de la generación del baby boom que, en la década de 1960, se lanzó a cruzar el planeta en autobuses, aviones y barcos en busca de un antídoto para Occidente. La espiritualidad oriental y el salvaje inocente son, como veremos, conceptos ancestrales. Pero su auge actual tiene mucho que ver tanto con el turismo como con Margaret Mead.
Sin embargo, a diferencia de los otros destinos de la antaño legendaria ruta asiática, Papúa se ha mantenido salvaje. Casi nadie la visita. Cuenta con pocas «atracciones», la malaria cerebral es endémica y la guerra civil infesta las selvas. Racionalmente los rumores de canibalismo y de caza de cabezas son fáciles de descartar, pero emocionalmente es otra cuestión. Por eso, tal vez era inevitable que empezara a pensar en Papúa.
Nueva Guinea es la segunda isla más grande del mundo; su tamaño casi duplica el de California. Con el racismo inconsciente del siglo xvi, los portugueses la denominaron papua en relación con el cabello crespo de sus habitantes indígenas, que a los españoles que llegaron después también les recordaría a los africanos de Guinea. Está dividida artificialmente en dos países. El nombre oficial de la parte oriental es Papúa Nueva Guinea, independiente de Australia desde 1975, mientras que la mitad occidental, colonia holandesa desde 1828, ha sido gobernada con mano de hierro por Indonesia desde 1969 con el espurio nombre de Irian Jaya —que en realidad es un acrónimo—, ahora sustituido por Papúa, aunque a veces se utilice Papúa Occidental con fines descriptivos.
Las diferencias entre las dos Papúas son notables. PNG, como se la conoce, es anglófona con un extrañísimo pidgin, denominado tok pisin (el papa, por ejemplo, se traduce alegremente como «Hombre número uno de Jesús»). También está mucho más desarrollada e invadida de antropólogos a la caza del doctorado, atraídos por frágiles culturas que antes fueron neolíticas. Aislada por una prolongada guerra de independencia contra Indonesia, Papúa Occidental, de lengua bahasa, es definitivamente otra cuestión. En las inquietantes zonas del interior, los extranjeros son vistos con recelo y no pueden desplazarse sin un permiso de la policía. Aparte de la capital costera de Jayapura y la mina de oro más importante del mundo, situada en las inmediaciones de Freeport, las otras partes de la isla son prácticamente inaccesibles, debido a la falta de infraestructuras.
Las selvas meridionales son uno de los lugares más salvajes de Nueva Guinea: carecen de carreteras y poblaciones, ni siquiera son visitadas por los indonesios y constituyen una fuente inagotable de rumores y leyendas. Fue aquí donde se dice que, en 1961, Michael Rockefeller, un muchacho de veintitrés años que buscaba arte de los asmat en sus costas, fue asesinado y devorado por los caníbales. Probablemente una invención que a Conrad le hubiese encantado. El misionero Alfons van Nunen, que trabajó durante cincuenta años en Papúa, dijo a propósito del canibalismo: «Esta práctica lleva años extinta». Pero también, como escribió Conrad, «a la gente le fascina lo abominable».
Los habitantes de Nueva Guinea hablan más de mil lenguas, una sexta parte de las conocidas. Con una población de sólo dos millones de habitantes, los nativos de Papúa Occidental hablan doscientas cincuenta y una de ellas. Muchas son virtualmente desconocidas para la etnografía. La fauna de Papúa es asimismo abundante, mientras que la flora es probablemente la más rica de la tierra: Más de ciento veinte géneros de plantas con flor que no se encuentran en ningún otro lugar y nada menos que 2.770 especies únicamente de orquídeas. Carece de simios y grandes depredadores, a excepción del cocodrilo gigante de agua salada, pero posee extravagantes canguros trepadores, las mariposas y las palomas más grandes del planeta y ochocientas especies de arañas.
Antes de que estallara la guerra civil en la década de 1990, unos pocos forasteros lograron visitar la región montañosa central, principalmente la ciudad de Wamena. Pero luego empezaron a secuestrar a los turistas, y de esas mismas selvas surgió un misterioso «ejército de liberación» encabezado por guerreros con nombres shakespearianos como Tito y Goliat. La OPM (Movimiento por una Papúa Libre) declaró una desesperada guerra de guerrillas al superestado islámico que se había apropiado de su tierra gracias a un mandato de las Naciones Unidas que los papúes nunca aceptaron. Su líder, Moses Werror, los condujo a combates en la selva con brigadas móviles del ejército indonesio llamadas Brimobs: un salvajismo olvidado, lejos de los ojos de la opinión mundial.
Las Brimobs a veces bajaban del cielo en helicóptero, quemaban varias casas, masacraban a todo el que veían y se marchaban tan rápidamente como habían llegado. En las selvas próximas a la frontera con PNG hay fosas comunes de personas asesinadas simplemente por hacer algo como «izar la bandera», es decir, izar ilegalmente la bandera de la independencia de Papúa, la Bintang Kejora o «Estrella de la Mañana». Fue este trasfondo de violencia clandestina el que acabó destruyendo el turismo de Papúa y vació los dos o tres hoteles de la capital tribal de Wamena.
No obstante, Papúa se ha convertido en el destino imprescindible de una nueva raza de viajero, que podría llamarse el «turista antropológico». Para atender sus particularísimas necesidades han aparecido una serie de pequeñas agencias con nombres como «Culturas exóticas» o «Destinos primitivos» que, con la intención de atraer a los ricachones estadounidenses y europeos, han acuñado eslóganes del tipo «¡Regrese a la Edad de Piedra!» (Zurück in die Steinzeit!). El turista antropológico es una variante sofisticada del ecoturista. No tiene nada de antropólogo, pero comparte su ethos: el contacto invisible y sutil con pueblos remotos y frágiles; delicadeza extrema, apenas un leve roce.
También cabe la posibilidad de que sea un ministro de Turismo quien se saque a un pueblo primitivo de la manga. En 1971 descubrieron un supuesto pueblo de la Edad de Piedra, los tasaday, en la provincia de Cotabato, Filipinas. Se vestían sólo con hojas, al parecer vivían en cuevas y usaban únicamente herramientas de piedra, o eso afirmaba un ministro de Marcos llamado Manda Elizalde. Esperanzado, un medio de comunicación estadounidense aterrizó de inmediato. En 1972, la National Geographic, en uno de sus clásicos artículos sobre el noble salvaje, mostró la imagen de un muchacho tasaday, desnudo, trepando por una enredadera. El pie de foto, de carácter rousseauniano, decía: «La desnuda inocencia de un muchacho tasaday juega con una flor de vivos colores arrancada de las profundidades del Edén primigenio».
No obstante, los antropólogos afirmaron rápidamente que se trataba de un fraude. Dijeron que Elizalde había convencido a los tasaday para que se internaran en la selva y se cubrieran con hojas. El gobierno acordonó la zona de inmediato, pero, en 1986, tras la caída de Marcos, se descubrió que los tasaday llevaban Levi’s y vivían en casas confortables. ¿Habían sido alguna vez neolíticos?
Papúa es distinta, pero no toda. A lo largo de la costa meridional, entre los ríos Yanimura y Sepik, donde viven los asmat, una Papúa de cartón piedra se convierte a menudo en puro espectáculo. En los altos valles, los dani de Wamena celebran ceremonias de la matanza del cerdo para complacer a los escasos visitantes que quieren que parezcan salvajes…, como los nativos cargados de colmillos que habitaban la isla de Bali Hai en el alucinógeno musical kitsch de 1949 South Pacific. Con sus colores psicodélicos y sus canciones de amor y guerra, el musical de Rodgers y Hammerstein nos proporciona lo más cercano a una imagen estereotipada del salvaje de Papúa; aunque supuestamente la acción transcurre en Polinesia (y las actrices parecen balinesas), da la impresión de que el director artístico haya sacado a los nativos de un número del National Geographic dedicado a los dani (y, efectivamente, el primer artículo del National Geographic sobre Papúa apareció en 1941). Con sus brumas rosadas y verdosas, sus cantos angelicales y los constantes cambios de color de las absurdas montañas, Bali Hai se diría salido de algún rancio compartimento de la imaginación occidental.
Al igual que Bali Hai, Papúa nunca ha parecido formar parte del mundo. El primer extranjero que llegó a Wamena en 1938, el aviador estadounidense Richard Archbold, escribió en sus notas que los bancales de los dani, de diez mil años de antigüedad, «recordaban a los países agrícolas de Europa central» pero, una vez en tierra, los pobladores resultaban mucho más irreales para los incrédulos visitantes que empezaban a llegar. Desnudos salvo por la calabaza hueca que les cubría el pene y la grasa de cerdo con la que se embadurnaban el cuerpo, se adornaban con colmillos de jabalí y conchas de cauri y llevaban la cara pintada de negro. En 1938, África ya se había colonizado en su totalidad, y pulcras granjas blancas dominaban el paisaje de Kenia y Rodesia; Polinesia estaba europeizada, el Amazonas hablaba portugués y español. Papúa era, y sigue siendo, el último Mundo Perdido. Y no hay nada que fascine más a Occidente que un Mundo Perdido, una imagen de Utopía.
Las páginas web que ofrecen viajes a Papúa son numerosas. Es un sitio fácil de visitar si nos contentamos con un viaje organizado desde Bali que consiste en un rápido circuito de cinco o seis etapas en helicóptero, lancha motora y minibús. Y éste es, en esencia, el problema. Desde Bali se puede volar fácilmente a Jayapura y de allí a Wamena, una ruta cubierta por las aerolíneas indonesias Garuda y Trigana. A la agencia indonesia que promete «sensaciones paradisíacas de la Edad de Piedra» y «primitivos que viven felices en un gran jardín» le abonaremos unos dos mil dólares por una gira relámpago de diez días o dos semanas con alojamiento en «bonitos hoteles» que no tendrán nada de bonitos, y con apresuradas visitas a aldeas predeterminadas donde se nos obsequiará con predeterminadas ceremonias. Las páginas web muestran un caleidoscopio de imágenes que subliminalmente plasman Papúa como una parte feliz de Indonesia, porque los tipos con los colmillos de jabalí quedan diluidos ante las muchachitas balinesas coronadas con tocados dorados y atardeceres en la playa de Seminyak. No es difícil leer entre líneas. A los indonesios les aterrorizan Papúa y los papúes: son negros, no son musulmanes, comen cerdo, se consideran conquistados y detestan a los indonesios. Ninguna compañía indonesia os llevará más allá de Wamena, a las oscuras tierras del interior. Hice algunas averiguaciones al respecto por correo electrónico.
«No es posible», fue siempre la respuesta. Daban a entender que la selva no se adecuaba al disfrute humano pero que, sobre todo, no representaba un objetivo turístico comprensible. Por tanto, son los estadounidenses y los alemanes quienes organizan estas incursiones en el extremo más remoto del mundo humano, que es también el extremo más remoto del negocio turístico global.
Las webs de estas agencias presentan un modelo muy distinto. Apenas alcanzan la media docena, y muchas exhiben un intenso tono moralista contrario al turismo, precisamente de lo que viven. Defienden el entorno y también los «derechos de los pueblos nativos», como si los posibles clientes fueran a mostrarse hostiles con ambos. Las fotografías son digitales y no profesionales, tomadas por los mismos propietarios de las agencias: muestran las caras inexpresivas y demacradas de los habitantes de la selva, las psicóticas cabezas azules de singulares casuarios y cabañas construidas a sesenta metros de altura, cosidas a las copas de los árboles. Hay unas pocas fotos de hombres que llevan fundas fálicas elaboradas con picos de cálao.
Son el núcleo duro del viaje a Papúa: las selvas tropicales meridionales se extienden a lo largo de una vasta área al este de la frontera con PNG y al sur de la cordillera central, donde se encuentra Wamena rodeada de glaciares. Wamena y los dani son una presa fácil; cualquier escritor de viajes que se precie ha estado allí, pero las selvas son otra cuestión. Cuando llamé a varios antropólogos para preguntarles qué región del mundo seguía fuera del mapa —poco frecuentada, no estudiada—, la mayoría coincidió en que serían los pantanos de sagú y las selvas tropicales del sur de Irian Jaya. A los antropólogos no les resulta fácil conseguir permisos para trabajar en esta zona. Finalmente, los indonesios han comprendido que los académicos norteamericanos siempre se mostrarán a favor del movimiento de liberación y que el gobierno de Yakarta suele asumir el papel de villano en sus escritos. Y luego están los costes. Dedicarse al trabajo de campo durante un año en la selva más inexplorada del mundo no es barato, y los antropólogos siempre andan escasos de fondos. Los militares no les tienen la menor simpatía y muchos de los misioneros holandeses han abandonado su lucha por mantener abiertas las pistas de aterrizaje en la jungla: los cristianos han entendido, por fin, que ahí fuera siempre están solos.
Una agencia alemana prometía una ruta por las remotas casas arbóreas de los korowai, cerca del río Yanimura. Un turista alemán había muerto allí el año anterior, por lo que el negocio se hallaba en horas bajas. Sin embargo, en cualquier caso el río no sería tan salvaje como el centro de la selva, porque allá donde hay un río hay barcos, lo que implica misioneros, comerciantes y turistas.