Cesare - Jerome Charyn - E-Book

Cesare E-Book

Jerome Charyn

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Beschreibung

Atmósferas de decadencia y guerra cubren la ciudad de Berlín durante los años tardíos del Tercer Reich. En este escenario voluble, el almirante Wilhelm Canaris, cabeza de la inteligencia militar alemana, y Erik Cesare Holdermann, un soldado de bajo rango incidentalmente reclutado para convertirse en un agente homicida despiadado, forman una dupla que se convertirá en la mayor arma del régimen, pero que también representará una amenaza secreta para los nazis y una ayuda inesperada para los judíos perseguidos. En este thriller, la guerra no se reduce al conflicto bélico, sino que está imbuida de romance, tensiones ideológicas y morales, y lealtades cambiantes. Su narrativa es un recordatorio de que incluso los actores decisivos en las etapas más crudas de la historia se enfrentan a los abismos de la contradicción humana.

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Seitenzahl: 491

Veröffentlichungsjahr: 2024

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COLECCIÓN POPULAR

956

CESARE

JEROME CHARYN

Cesare

Una novela del Berlín devastado por la guerra

Traducción de IRVING ROFFE

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición en inglés, 2020 Primera edición en español, 2024 [Primera edición en libro electrónico, 2024]

Distribución mundial en español

© 2020, Jerome Charyn Título original: Cesare. A Novel of War-Torn Berlin

D. R. © 2024, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected] Tel.: 55-5227-4672

Diseño de portada: Neri Ugalde Guzmán

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8450-9 (rústica)ISBN 978-607-16-8494-3 (ePub)ISBN 978-607-16-8506-3 (mobi)

Impreso en México • Printed in Mexico

  No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece más como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y sólo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles.

W. G. SEBALD,Austerlitz*

ÍNDICE

 

Personajes

Glosario de términos alemanes

CESARE

 

     I. Lisalein

    II. Noches bávaras

   III. Kiel

   IV. El país de las maravillas

    V. El comisario de Scheunenviertel

  VI. El pequeño barón

 VII. Die Drei Krokodile

VIII. Nacht und Nebel

  IX. El barón Von Hecht

   X. Wolfie

  XI. El gran mufti de Jerusalén

 XII. Zorro

BERLÍN-MITTE

 

  XIII. Veronika

  XIV. Fräulein Fanni

   XV. Jazz judío

  XVI. Fabrikaktion y Frauenprotest

 XVII. El sótano del Adlon

XVIII. El Krankenhaus

  XIX. Blue Moon

EL ATLÁNTICO NORTE

 

   XX. Franz y Fränze

  XXI. Milchkuh número nueve

 XXII. Capitán de navío

XXIII. Romance

XXIV. Estados Unidos

BERLÍN, ESTADOS UNIDOS

 

  XXV. Fantasmas

 XXVI. Mack el Navaja

PARAÍSO

 

  XXVII. Babelsberg en el Río Ohře

 XXVIII. El árbol ardiente de Sachsenhausen

    XXIX. Coronas falsas

     XXX. Lisa

    XXXI. La baronesa de Theresienstadt

   XXXII. Ännchen y la Frau Kommandant

  XXXIII. En los almenares

  XXXIV. Café Kavalir

    XXXV. La compañía de Theresienstadt

  XXXVI. Pola Negri

 XXXVII. Bailando con los muertos

XXXVIII. El mago

PERSONAJES

 

PROTAGONISTAS

 

Erik Holdermann: miembro de la inteligencia militar alemana; también conocido como Cesare, el Sonámbulo o el Mago.

Almirante Wilhelm Canaris: jefe de la inteligencia militar alemana; también conocido como Tío Willi o el Viejo, y a veces como doctor Caligari.

Lisa Valentiner: hija del barón Von Hecht; también conocida como Lisalein, y posteriormente se le conocerá como la baronesa o Frau Kommandant.

PERSONAJES SECUNDARIOS

 

Barón Wilfrid von Hecht: barón e industrial judío-alemán.

Emil von Hecht: sobrino del barón; también conocido como pequeño barón.

Fanni Grünspan:Greifer (enganchadora) judía que trabaja para la Gestapo.

Coronel Joachim: miembro de la Leibstandarte SS Adolf Hitler, unidad de guardaespaldas del Führer; posteriormente será comandante del gueto y campo de concentración de Theresienstadt.

Comandante Helmut Stolz: miembro de la inteligencia militar alemana y también jefe de Aktion, su propio grupo de espionaje.

Franz Müller: miembro del grupo Aktion de Stolz; también conocido como el Acróbata.

Fränze Müller: hermana gemela de Franz y también integrante de Aktion.

Benhard Beck: rey del teatro de revista de Berlín que termina en Theresienstadt, también conocido como Mackie Messer, o Mack el Navaja.

Veronika: una niña pequeña.

Heinrich Percyval Albrecht: tío de Erik, aristócrata granjero de Baviera.

Eva Canaris: hija del almirante Canaris.

Werner Wolfe: miembro de la inteligencia naval estadunidense, con rango de teniente.

Tilli: artillera a cargo de su propia batería antiaérea.

Josef Valentiner: esposo de Lisa y ministro nazi.

Capitán Peter Kleist: comandante de submarino.

Fräulein Sissi: prostituta que forma parte del pasado de Erik.

El gran mufti de Jerusalén

Frau Hedda Adlon: ama y señora del Hotel Adlon.

Pola Negri: estrella del cine mudo que vivió alguna vez en el Hotel Adlon.

Herr Winterdorf: conocido como Fritz, peluquero nazi del Adlon.

Hermanita: asistente del coronel Joachim en Theresienstadt.

Ännchen: niña con retraso mental recluida en Theresienstadt.

GLOSARIO DE TÉRMINOS ALEMANES

 

Abwehr: inteligencia militar alemana.

Aktion: una actividad o misión; Aktion es también el nombre del grupo de Erik dentro de la Abwehr.

Alte: forma respetuosa para dirigirse a un anciano.

Bitte: por favor.

Blitzkrieg: guerra relámpago; una táctica militar de la Alemania nazi.

Das Kabinett des Dr. Caligari(El gabinete del Dr. Caligari) (1920): película del expresionismo alemán acerca de Caligari, un mago loco, y su esclavo sonámbulo Cesare (interpretado por Conrad Veidt), quien duerme en un gabinete similar a un ataúd y comete asesinatos en un villorrio de las montañas al entrar en un estado onírico.

Das Schwarze Korps: semanario de las SS.

Die Blutige Rose: la Rosa Sangrienta, en referencia a Rosa Luxemburgo, quien colaboró en la dirigencia del Levantamiento Espartaquista a fines de diciembre de 1918, durante el cual la Liga Espartaquista tomó Berlín durante varios días.

Dreckshunde: literalmente “perros de mierda”.

Espartaco: levantamiento liderado por Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, quienes, de manera quijotesca, intentaron llevar a cabo una revolución socialista en Alemania en diciembre de 1918, con la ayuda de una banda revoltosa de obreros radicales y marineros. El levantamiento falló, y Liebknecht y Luxemburgo fueron asesinados por matones militares de derecha en enero de 1919. El cuerpo de Luxemburgo fue tirado en el Landwehrkanal.

Fabrikaktion: literalmente “redada en fábricas”. A Hitler y Goebbels les disgustaba enormemente que aún quedaran trabajadores esclavos judíos en Berlín. Las SS y la Gestapo organizaron una Fabrikaktion en febrero de 1943 para atrapar judíos en sus lugares de trabajo y encerrarlos en varios Sammellager ubicados en la ciudad.

Frau: señora.

Frauenprotest: protesta de mujeres. Cuando los nazis comenzaron a aprisionar en centros de detención a judíos mestizos (hijos de matrimonios mixtos de judíos y no judíos), sus familiares no judíos iniciaron protestas a las puertas de estos Sammellager en marzo de 1943.

Fräulein: señorita.

Fuchsbau: “Madriguera del Zorro”, nombre clave del cuartel general del almirante Canaris.

Gauleiter: líder de zona del partido nazi.

Gott: Dios.

Greifer: “Gancho”; judíos o judíos mestizos que trabajaban para la Gestapo y ayudaban a atrapar judíos que se habían ocultado en Berlín.

Judenstern: estrella amarilla que debieron usar todos los judíos de Alemania desde septiembre de 1941 hasta el final del Tercer Reich.

Junker: noble hacendado, terrateniente.

Jupo: policías auxiliares judíos que trabajaban para la Gestapo.

Krankenhaus: un hospital.

Kriegsmarine: fuerzas navales de Alemania.

Kripo: policía criminal cuyo cuartel general estaba en la Alexanderplatz de Berlín.

Kristallnacht: Noche de los cristales rotos, ocurrida el 9 de noviembre de 1938, en la que matones y miembros enfurecidos del partido nazi atacaron y lincharon a judíos en toda Alemania; más de cien sinagogas quedaron destruidas.

LeibstandarteSSAdolf Hitler: unidad especial dentro de las SS que se inició como grupo de guardaespaldas de Hitler.

Luftwaffe: fuerza aérea de Alemania.

Milchkuh: o vaca lechera; submarino viejo retirado del combate y utilizado para dar servicio a otros submarinos.

Mischling: literalmente “híbrido” o “cruzado”. Se refiere a los judíos mestizos, personas con un padre judío o más de un abuelo judío.

Onkel: tío.

Pfennig: centavo de marco.

Ritterkreuz: Cruz de Hierro, la más alta condecoración a la que podía aspirar un militar alemán; se usaba pendiendo de un listón alrededor del cuello.

Sammellager: tal como se usa aquí, centro de detención para judíos que esperaban ser transportados a los campos de concentración.

Schmiss: cicatriz causada en un duelo.

Schnapps: aguardiente.

Schwanz: “pito”, utilizado aquí como insulto.

Schwester: hermana, término utilizado aquí para describir a una enfermera o cuidadora en un hospital o asilo.

Schwesternheim: residencia de enfermeras en el Hospital Judío de Berlín.

Spinnen: arañas, prostitutas de lujo que trabajaban para la Abwehr.

Spitzel: informante o espía.

Tipper: soplón o informante.

Totenkopf: calavera y tibias cruzadas, insignia de la que se apropiaron las SS, también llamadas “Calaveras”.

V-Mann: informante o espía extranjero que se desempeña como intermediario.

Waffen-SS: unidad de élite de las SS.

Wehrmacht: la maquinaria militar alemana de Adolf Hitler.

CESARE

11 de febrero de 1943

Del escritorio del almirante Wilhelm Canaris

72-76 Tirpitz-Ufer

Berlín

 

No querían oír otra cosa que no fueran las últimas noticias de Cesare. Así de mal estaba ya la guerra. Los bombardeos sobre Berlín se habían reanudado tras un año de quietud. Vaya que estaban asustadas las esposas de generales y diplomáticos. Yo no debía estar aquí, porque dirijo un servicio secreto y no un burdel para espías.

—¿Es de carne y hueso o un fantasma, Herr Admiral? —me preguntaban.

Y yo debía responderles:

—Gentiles señoras, no puedo hablar de mis agentes.

Pero era el chisme más candente de todo Berlín: cómo el capitán Erik Holdermann de la Abwehr había estrangulado a un notorio traidor, en una sala del Museo del Prado llena de cuadros de Goya.

—¿Y es verdad que ese cerdo tenía cinco guardaespaldas, Herr Admiral?

De modo que adornaban, multiplicaban, fabricaban e inventaban, hasta que yo era su Caligari con su esclavo Cesare, el que estrangulaba a enemigos del Reich a voluntad para después volver a su ataúd en Tirpitz-Ufer. “No tengo ataúdes”, quería decirles. “No pertenezco al gabinete del Doctor Caligari. No soy un ogro.” Lo que más quería era deshacerme de su compañía y montar mi yegua árabe, con sus hermosísimos flancos blanquecinos. Yo, que siempre había buscado el anonimato, ser un hombre de las sombras, ahora me había convertido en el héroe de Berlín a causa de Cesare.

—¿Por qué no lo trae a nuestros almuerzos, Herr Admiral?

Las habría estrangulado a todas con mis propias manos en el Salón Beethoven, si no es porque Goebbels en persona mehabía pedido que atendiera estos asuntos en el Hotel Adlon: era necesario para mantener la moral alta.

—Pero, gentil señora… ¿de qué le serviría sentarse al lado de un agente secreto?

Trasegaban vino de las cavas del Hotel Adlon, pero aun así debían entregar sus cupones de racionamiento al mesero, quien tenía en uno de sus costados unas tijeras que pendían de una cadena de plata, para recortar las estampillas.

—No es judío, ¿verdad, Herr Admiral?

Tenía la obligación de responderles, so pena de que se quejaran con sus maridos de que Canaris era brusco con ellas. ¿Cómo no ser brusco cuando me las vivía entre sádicos que tasajeaban mujeres y niños en las calles?

—Herr Holdermann no lo es, si bien a veces usamos judíos.

Entonces intervino uno de los hombres de Goebbels, un burócrata de pelo azulado:

—El Führer tiene buenos motivos para permitir que el almirante Canaris los use: engañar a los bandidos judíos en Inglaterra y Estados Unidos.

Gracias a Dios, justo entonces entró al salón uno de mis propios asistentes. En cuanto cruzó la puerta, le hice señales moviendo ligeramente la cabeza y me entregó un papel en blanco, que comencé a leer con suma atención. Apoyé la barbilla en la mano y luego me puse de pie.

—Deben disculparme —les dije tras una reverencia—. Se trata de un asunto urgente.

Todas se emocionaron.

—¿Tiene algo que ver con Cesare?

—Ciertamente —repuse, arrugando el papel.

Ahora me miraban boquiabiertas. Me sentí miserablemente mal. No debía haber pensado en estrangularlas, porque yo no era el Barba Azul de Berlín. Conocía a algunas de estas señoras mucho antes de que se iniciara este reinado del terror. Había salido de cabalgata por el bosque Grunewald con una o dos de ellas. Pero la guerra las había convertido en niñas petulantes que debían ser mimadas y atiborradas de estupideces. Hice una ronda alrededor de la mesa, besándoles la mano, como el siempregalante Canaris. Pero desde el instante en que salí del salón se apoderó de mí una cierta tristeza, y me sentí decaído. No podía volver a Tirpitz-Ufer. Anhelaba huir de Berlín y de estos tiempos crueles: los judíos con sus estrellas amarillas tenían prohibido entrar al Hotel Adlon. Y esas estrellas eran mi propia marca de la vergüenza. Años atrás yo mismo había sugerido al Führer que los judíos alemanes las portaran…

Gott, debí haber pedido a Cesare que me degollara o estrangulara.No era menos monstruoso que Goebbels y su gente.Le silbé a mi chofer. Intenté imaginar a Motte, mi yegua blanca, pero apareció furtivamente otra imagen: mi hija, encerrada en un asilo tan lujoso como el Adlon. No podía visitar a mi pobrecita Eva: no tenía el valor para hacerlo. Pero era ella dos veces más lista que su papá. Me había escrito desde su montaña:

“Papá, mis enfermeras insisten en que los cobardes son los mejores jefes de espías. Pero yo les digo que se callen. Tú no tienes tiempo para una niña loca. Estás demasiado ocupado con tus espías.”

No supe hacia dónde volverme. Dentro de un instante lloraría en el brazo de mi asistente.

—¿Está usted bien, Herr Admiral? —me preguntó.

—No seas insolente, Hänschen. Llévame al puente Liechtenstein.

Hans estaba más confundido que nunca:

—¿Es una de sus juntas privadas, almirante? Olvidé traer mi pistola.

—¡Ve al puente antes de que te arranque los ojos!

El pobre tipo quedó sacudido. Nunca antes le había gritado. A fin de recomponerse, Hans le gritó a mi chofer:

—El almirante tiene asuntos importantes en el puente Liechtenstein. ¡Más te vale que aprendas a volar si quieres salvar el pellejo!

Así que volamos desde la Pariser Platz, pero yo no quería cruzar el Tiergarten.

—Dile que tome la ruta larga… Quiero pasear por la Budapester Strasse.

Seguramente ambos pensaron que su almirante se había vuelto loco. Pasamos por la Hermann-Göring-Strasse, bloqueada con toda clase de construcciones y tráfico; parecía una zona de guerra, con escuadrones de soldados de lasSS, y me pregunté si los Einsatzgruppen1de Himmler habían vuelto del frente para atormentarnos a todos y hacer de Berlín su propio campo de matanza. Pero no nos amenazaron cuando se asomaron por la ventana. De hecho, fueron muy corteses.

—Discúlpenos, almirante, pero anda por ahí un lunático. Amenazó con hacer volar a Herr Goebbels. ¿Quiere que lo escoltemos?

Antes de que pudiera decir sí o no, nos hicieron pasar por todos los acordonamientos de la Hermann-Göring-Strasse. Estaba esperando a que apareciera la avenida Wilhelm Canaris en el mapa, o quizás a que el Gauleiter, o comandante de zona, me honrara con una porción del zoológico: la Jaula del doctor Caligari.

Mi chofer se internó por las calles oscuras y demenciales, para finalmente recorrer la Budapester Strasse. Estaba volando demasiado rápido.

—Más despacio, maldita sea. Quiero contemplar el paisaje.

No había paisaje. Los bares estaban cerrados en plena tarde. Las persianas estaban pintadas de negro. Vi a una mujer lisiada cojeando por la calle. Como no creo en fantasmas, la saludé al pasar.

Hans era un sapo suspicaz. Entendió la ruta que estábamos tomando. De algo valía la forma en que lo había entrenado.

—Herr Admiral —susurró, cubriéndose la boca con la mano—, ¿no es aquí donde acabaron con Die Blutige Rose?

No le respondí. En el malecón tomamos a la izquierda. Salí del coche. Hans estaba perplejo. Me siguió al puente. Contemplé el agua correr por ese maldito canal. A Hans le asustó la sonrisa que se me pintó en el rostro. No temía por él mismo, porqueera el asistente más leal que he tenido. Muchas veces bromeábamos que, si yo terminaba en el patíbulo, Hans pediría que le pusieran la misma soga al cuello.

—Pero… es aquí mismo donde los milicianos arrojaron el cuerpo de la Frau Doktor Luxemburg —me dijo.

Hans siempre era muy bueno para los títulos. “Frau Doktor Luxemburg.” Me gustaba cómo sonaba. Hans ya había oído el rumor, como todos los demás en el Tirpitz-Ufer. El Viejo Canaris (eso decía Hans cuando era joven) había ayudado a los monarquistas a asesinar a esa puta anarquista, Rosa Luxemburgo, para luego arrojarla al Landwehrkanal con todo y su pierna deforme. Con este que era mi golpe de gracia, decían, había aplastado la Liga Espartaquista y terminado con la rebelión en Berlín. ¿Tenía alguna importancia que entonces ni siquiera estaba yo ahí? ¿Que en realidad estaba en Kiel para acallar a los marineros? Mis serviles subalternos tuvieron que poner a su Viejo Canaris en esa historia. En tiempos de crisis, el doctor Caligari estaba en todas partes.

—Herr Admiral, se ve usted pálido. ¿Quiere que vaya por Cesare? —me preguntó Hans.

Solté una risotada:

—¿Quieres despertarlo de su sueño? Podría asesinarnos a todos.

—Dios nos libre, Herr Admiral.

El reinado de Hitler se inició con la muerte de Rosa Luxemburgo. Con su desaparición, los socialistas de Weimar quedaron indefensos. Y los Rojos ya nunca tuvieron otra Rosa. Una vez la vi de pie en un podio, bajo una carpa de circo y arengando a miles con la voz de un querubín amargo. Las mujeres lloraban y los hombres gritaban “Larga vida a Rosa” hasta quedarse sin voz.

No la estaba espiando para mi propio placer estúpido. Die Blutige Rose era un peligro para todos nosotros. Alguien debía detenerla. Pero los camisas pardas aparecieron para ir tras ella. Hitler surgió de esa sangre en el canal. Si bien la Liga Espartaquista tenía marineros en rebelión que cantaban canciones de amor cuando ocupaban los establos reales, carecían de Einsatzgruppen para crear campos de matanza dondequiera que fueran. Yo debí haberme unido a esos marineros, y besar sus pies y manos.

Ahora no había sangre en las aguas, ni ninguna otra cosa sangrienta. Entonces vi a una criatura nadando en el canal, una mujer, sí, pero no con el cabello oscuro de Rosa. Esta criatura era rubia, y de hombros anchos. ¿Estaba acaso entrenándose para alguna olimpiada fantasma? Sus brazadas eran perfectas al surcar las aguas. Creo que ésta, mi sirena invernal, tenía puestas gafas de natación.

—¿Ves a esa joven en el canal, Hänschen?

—No, Herr Admiral.

—Insisto. Debes hablar con ella… Es una sirena judía, ocultándose de Herr Himmler.

El pobre Hans se echó a llorar.

—No hay sirenas judías, almirante.

No quise hacerlo llorar. Me irrité.

—Bah, tienes razón —exclamé—. Es una mala pasada de mi imaginación. Las judías están prohibidas en el Landwehrkanal.

Hans era todo un mago. De pronto tenía una cobija en los brazos. La extendió y me la puso sobre los hombros, como si fuera una capa. Yo parecía un pensionista que paseaba, o un demente con su cuidador. En la Abwehr todos éramos dementes. Debíamos serlo. ¿De qué otra manera podríamos sobrevivir cada día a los vientos feroces de Hitler?

I. LISALEIN

 

NO SIEMPRE había dormido en un ataúd, y no siempre había sido Cesare. Erik nació en Berlín el mismo año en que arrojaron a Rosa Luxemburgo al canal, como si fuera una sirena gorda, una sirena que no sabía nadar. Su madre fue una aristócrata bávara que se enamoró de un cartero, Magnus Holdermann. El cartero murió cuando Erik tenía dos años, y su madre desapareció en el Scheunenviertel, el arrabal judío de Berlín. Erik creció entre los judíos provenientes de Europa oriental, con sus sombreros puntiagudos y largas capas. Su patio de juegos fueron los callejones del Scheunenviertel. Y luego su madre murió de tuberculosis poco después de que Erik cumpliera nueve años. Eso fue en 1928, y deambuló por las calles como un lobo. Fueron las prostitutas judías del Scheunenviertel quienes dejaban sus puestos de trabajo para darle galletas y café con leche caliente. Erik era su vigía, avisándoles cuando un policía se acercaba a la avenida Prenzlauer, con su serie de hoteles baratos. Erik vivía en uno de esos hoteles, el “Sombrero del Káiser”, con su anuncio de neón que siseaba toda la noche y le parpadeaba en los ojos.

Pero las prostitutas celebraron su propio consejo y decidieron que la avenida Prenzlauer no era el mejor lugar para su pequeño lobo. Lo enviaron al orfanato judío en la Rosenstrasse y subvencionaron su estancia. Erik no vivió en una barraca. Tenía su propia habitación, su propia cama y su propio estuche de lápices.

Pasaron tres años.

No fue aprendiz de carpintero ni terminó en una vocacional para coser delantales de cuero con una aguja larga. Asistió al liceo judío, cerca de la Rosenthaler Platz. En este liceo no se hablaba mucho de religión. Era una escuela alemana que celebraba a Mozart y a Mendelssohn, a Goethe y a Heine, y a todo tipo de literatura extranjera. A Erik no le asustaba hablar ante la clase.

—No comprendo a Herr Hemingway. Sus hombres están todos heridos y demasiado enfermos para enamorarse. Es como el jazz de Estados Unidos: cuerpos saltando y muy poca música.

El profesor rio, acariciándose el bigote de morsa.

—Herr Holdemann, si quiere aprender inglés, será mejor que se concentre en el beisbol.

El profesor tomó de su escritorio un almanaque, cerró los ojos y repitió los nombres de los beisbolistas como si recitara la más profunda de las poesías: “Baby Doll Jacobson, Jimmy Outlaw, Joe Jackson el Descalzo…”

El beisbolista Herr Joe Descalzo era huérfano, como Erik. Fue de un equipo a otro, de los Browns de Cleveland a los Medias Negras de Chicago, aunque siempre con su propia arma milagrosa, el Black Betsy, un bate que jamás se partía y podía hacer volar la pelota afuera del estadio, hasta los corrales ganaderos de Chicago. Herr Joe fue declarado Krimineller del beisbol porque aceptó dinero de los apostadores y dejó que el otro equipo ganara la famosa Serie Mundial de 1919. Se hizo vagabundo, y debía disfrazarse con una barba postiza si quería jugar en equipos de las ligas menores. Herr Joe seguía jugando en alguna parte, en Alabama o Tennessee.

Erik encendía junto a su cabecera una vela memorial para Herr Joe —al modo de los judíos, que encienden velas una vez al año para recordar a sus muertos—, llamada vela Yahrzeit. A Erik no le parecía sacrílego encender una vela Yahrzeit para Joe el Descalzo, un muerto en vida, el zombi del beisbol.

Erik también tuvo que preocuparse por su propio destino en el orfanato. Hubo una terrible hambruna en la ciudad. Cundieron el pánico y los disturbios en las calles del Scheunenviertel. Si bien Berlín era una ciudad roja, eso no impidió que los camisas pardas entraran al barrio para arrancarles las barbas a los ancianos. El Frente Rojo libró terribles batallas contra los camisas pardas. Los profesores del orfanato predecían que Berlín pronto quedaría en poder de gánsteres de la derecha y la izquierda.

La hambruna llegó al orfanato de Erik. Hubo mucho menos strudel y salchichas. Las prostitutas del “Sombrero del Káiser” ya no pudieron subsidiarlo. Ni siquiera podían subsidiarse ellas mismas. Los supervisores del orfanato comenzaron a renunciar. Se rechazó a niños judíos. Rosenstrasse ya no podía alimentar a otros huérfanos ni pagar la calefacción. Entonces apareció el salvador del orfanato, el barón Wilfrid von Hecht, el más prominente filántropo de Berlín. El barón era propietario de bancos, tiendas departamentales, fábricas de sillas y lámparas de mesa. Había sido el primer capitán de caballería judío en la Gran Guerra y le gustaba portar su Cruz de Hierro. Tenía la mejor mansión del Grunewald, pero no por eso olvidó a los huérfanos del Scheunenviertel. Los camiones de carbón volvieron a Rosenstrasse y llegó strudel desde la panadería en la Alexanderplatz. Y el barón en persona visitó el orfanato.

Tenía la estatura de un niño de doce años, nariz ancha y fosas amplias. Sus cejas parecían un bosque desaforado. Vestía una casaca con cuello de terciopelo y polainas que brillaban a la tenue luz del orfanato. La casaca no podía ocultarle la ligera joroba. Los huérfanos se formaron para saludar a su benefactor; los niños más altos lo superaban en estatura. Regaló a cada huérfano una pluma fuente Montblanc para darles ánimos en tiempos tan difíciles. Cada pluma era una Meisterstück, una obra maestra con punta de oro y cuerpo de color negro medianoche, la misma pluma que usaba Greta Garbo para dar autógrafos. El barón mandó inscribir el nombre de cada huérfano en cada pluma con letras de plata. Era un regalo para toda la vida.

El director podría haber sostenido Rosenstrasse durante todo un año con el dinero que valían estas Montblanc. Pero los huérfanos fueron más astutos que él: comprendieron los motivos del barón. Necesitaba de grandes extravagancias en tiempos tan difíciles. Mientras que el director era un contador compasivo que pensaba en términos de hogazas de pan, Herr Baron Wilfrid debía idear cómo dejar su impronta en cada cosa que tocaba.

Procedió niño por niño; cada pluma dentro de su propia funda de terciopelo. Había estudiado anticipadamente cada nombre y perfil: cuando entregaba una pluma, hablaba con el niño acerca de sus padres fallecidos y del distrito de Berlín donde había nacido. Tenía una asistente que le ayudaba con las fundas de terciopelo. Era su hija, Lisa von Hecht, quien por entonces tenía quince años y parecía estar muy aburrida. Con zapatos de terciopelo, era una cabeza más alta que el barón. Fruncía el ceño a los niños y Erik no se atrevió a mirarla a los ojos. Nunca había visto a una joven que pudiera causar tal tormenta y aun así ser tan hermosa. Tenía el cabello rubio corto, como las boleteras de tranvía, aunque ninguna de ellas tenía sus ojos azules, que se hacían más claros mientras más se encolerizaba. Era mucho más espectacular que una pluma fuente.

—Papá, ¿cuánto tiempo más debo estar con tus niños? —dijo, reprimiendo un bostezo—. Esta tarde debo ir a clase de tenis con un chico divino que tiene cicatrices de duelos.

—Lisa, Lisalein, me estás arruinando la presentación —le gruñó el barón—. Ya te traeré a otro chico con cicatrices de duelos.

Lisa hizo puchero frunciendo los labios y las largas arrugas que se le formaron a ambos lados de la boca la hicieron dos veces más adorable. Tomando la lista de huérfanos del barón, leyó el nombre de Erik en voz alta. Como era miope, entornaba muchísimo los ojos, pero se negaba rotundamente a usar anteojos.

—Ah —exclamó el barón—. Erik Holdermann. Pero el nombre de soltera de tu mamá es Albrecht, Heidi Albrecht… ¿No es acaso hermana de mi buen amigo Heinrich Percyval Albrecht?

—Así lo creo, HerrBaron.

—¡Esto es insólito! Lisalein, haz que nos devuelva la pluma de inmediato —exigió el barón, agitándose cada vez más—. ¡Este niño es un impostor!

Erik se negaba a llorar frente al barón y su hermosa hija, a pesar de que la acusación del benefactor lo había hecho trizas. Pero fue precisamente Lisa quien advirtió el horror e indignación en su mirada.

—Papá, debes preguntarle al muchacho.

—De ninguna manera.

—Entonces lo haré yo.

Y escrutó a Erik con toda la fuerza de su miopía:

—¿Por qué estás aquí?

—No lo sé bien, Fräulein. Mi mamá murió hace tres años y me trajeron a Rosenstrasse. Tiene mucha mejor reputación que otros orfanatos de Berlín.

—Pero tu tío aún vive: Heinz Albrecht. Lo he visitado varias veces. ¿Por qué no estás con él?

—Se negó a recibirme, Fräulein, porque mi mamá se casó con un cartero y tío Heinrich dijo que era una deshonra. Una mancha en la familia.

—Mancha —repitió el barón, con la palabra flotándole sobre la lengua. Sacó un pañuelo de seda, más largo que una camisa, y sollozó ruidosamente.

—Papá, compórtate —lo reprendió Lisa—. Me estás abochornando frente a todos los niños.

—No puedo evitarlo —repuso el barón—. Ahora lo recuerdo: Heinrich se refirió a ella varias veces: “la hermana descarriada”. Pero no sabía que también había un niño… Erik, debes disculparme por haber sido grosero. Ven conmigo.

—¿A dónde vamos, papá?

—Al Adlon. Es el hotel de nuestro Percyval. Hablé con él ayer. Está atendiendo algunos negocios en Berlín.

—No puedes robarte al niño de Rosenstrasse.

—¿Por qué no? Soy su benefactor. Puedo hacer con él lo que me dé la gana.

Erik no podía entender la feroz discusión del barón con su Lisalein. Lo sacaron del orfanato como si fuera uno de sus juguetes. Los esperaba una limusina, un Mercedes negro convertible. Niños de todo Sheunenviertel se congregaban alrededor del coche, donde esperaba un chofer con uniforme salpicado de oro y plata. Estaba afuera del vehículo, apoyando una de sus muy lustradas botas en el estribo. Era el tipo más insolente que Erik había visto en su vida: dedicó a Lisalein una mirada tan libidinosa que hasta el niño se sonrojó. Se llamaba Karl-Oskar, y el barón tuvo que darle un manotazo en la bota para que se moviera.

—¿Manejaré yo, Herr Baron?

—Claro que no. Ve al asiento trasero.

Karl-Oskar frunció la nariz:

—¿Con el huerfanito?

—Estúpido. Es el sobrino de uno de los hombres más connotados de Baviera. Agradece que no te haya ordenado lustrarle los zapatos.

—De ser así, ya no me pondría a su servicio, Herr Baron. Y jamás hallará a un chofer tan cultivado como yo.

—Te equivocas, Karl. Berlín está lleno de abogados y contadores desempleados. Podría poner en tu lugar a un príncipe lituano.

—No hay muchos príncipes en Lituania, Herr Baron. Sólo judíos como Lisalein y usted.

—No menciones a mi hija, Karl. Y si sigues comiéndotela con los ojos, me daré el placer de arrancártelos. ¡Entra al coche, y hazlo rápido!

El chofer se retiró al asiento trasero del Mercedes, en tanto que el barón, Lisa y Erik se sentaron adelante. El barón debió sentarse sobre dos almohadones, porque de otro modo no alcanzaba el parabrisas. Había espacio suficiente para que el niño tuviera su propio asiento, pero el barón insistió en que Erik se sentara en las piernas de Lisa. El rostro del niño se tornó escarlata.

—Señor, yo soy el hombre. ¿No debería Lisalein sentarse en mi regazo?

—No. Eres mi invitado.

Así que salieron de Rosenstrasse dando tumbos, con el barón manejando a jalones tan impredecibles que Erik ni siquiera pudo mirar los comercios y callejones que tanto amaba, como el zapatero en la esquina de la Neue Friedrichstrasse, los puestos de dulces en el patio cercano, la tienda que vendía modelos para armar aviones y tanques. Pero no era el peculiar estilo de manejo del barón lo que lo perturbaba, sino el fantástico motor del cuerpo de Lisa abarcándolo con su calor y sus aromas. De pronto Erik comenzó a temblar y Lisa lo envolvió con los brazos como si estuviera calmando a una tortuga aturdida y no a un niño, que también era un hombre con sus propios deseos.

Salieron de los intrincados callejones del Scheunenviertel y entraron dando tumbos a los amplios carriles del bulevar Unter den Linden, más apropiados no sólo para una limusina, sino para la comitiva de un rey. Los comerciantes judíos le habían contado acerca de su káiser, quien en otra era había recorrido con su guardia de honor este mismo camino bordeado por árboles. “Muchacho”, le dijeron los comerciantes, “Unter den Linden es lo más cerca que estaremos del paraíso”.

El bulevar culminaba en la Puerta de Brandenburgo, un espejismo de cantera que semejaba un sueño avieso y del que Erik no pudo disfrutar porque se mecía en el regazo de Lisa. El Mercedes se detuvo de golpe frente a un castillo de arenisca con techo de mansarda. Era el Hotel Adlon, donde los millonarios tenían a sus amantes en suites de diez habitaciones.

Un portero de bombín y levita apareció de la nada, desempolvó al barón y se inclinó ante Lisa y el niño, ahora muy ensimismado porque ya no estaba en las piernas de la joven. Entonces el cortejo, incluyendo Karl-Oskar, pasó bajo un toldo para entrar al Adlon, un país de las maravillas que Erik nunca antes había visto o siquiera imaginado. Su luz era misteriosa como la de una catedral, aunque con alfombras, sillones rojos y pilares surcados por vetas carmesí. El barón no podía dar un paso sin que alguno de los empleados lo saludara, olvidándose de su propia espalda jorobada.

—¿Quiere su suite de siempre, Herr Baron? Sólo tomará un minuto. Pasaremos a otra parte al almirante que reservó sus habitaciones.

—No, no, dejen al pobre almirante en paz —insistió el barón—. No tengo pensado quedarme, Fredi. Sólo vengo de visita. Ten a bien decirle a Herr Albrecht que baje. Dile que es urgente.

El barón no tuvo necesidad de atravesar un vestíbulo más grande que un campo de futbol y lleno de toda clase de advenedizos, aristócratas empobrecidos, condesas cortesanas e inversionistas en quiebra, quienes querían pedir algún favor al hombre más rico de Berlín y a quienes les encantaría ser vistos hablando con él. Más bien el barón fue conducido a un salón privado oculto tras una pared de espejos. Cruzó a través de la pared seguido por Lisa, Erik y Karl, desapareciendo de la turbulencia del vestíbulo.

Entonces un hombre muy alto, con bata de seda, apareció luego de pasar por la misma entrada. Era Heinrich Percyval Albrecht, aristócrata granjero cuyas tierras estaban a ciento cincuenta kilómetros al norte de Múnich. Su familia poseía estas fincas desde hacía más de quinientos años. Heinrich había sido miembro de la guardia de honor del káiser Guillermo II y lo protegió durante la guerra, aunque decidió no exiliarse con él. Heinrich no estaba hecho para el exilio. Se dedicó a cazar, cerró los ojos ante las intrigas que lo rodeaban y esperó a que la monarquía se restaurara.

Evidentemente molesto, ni siquiera saludó a Lisalein, quien lo visitaba dos veces al año y era su ahijada. Frunció el ceño al ver al niño.

—¿Qué significa esto, barón? No me gustan los misterios ni las intrusiones. Pudiste haber enviado tu tarjeta a mi suite, o llamarme desde la recepción. No me place tener que salir en bata. “Baja inmediatamente.” ¡Ni siquiera tuve tiempo para vestirme!

—Ah, Henzi, te conozco demasiado bien. De no recurrir a ese truco, nos habrías hecho esperar horas enteras. ¿Acaso no reconoces al niño? Lo hallé en el orfanato judío. Es de tu propia estirpe.

Heinrich Percyval bebía cerveza e iba a Berlín dos veces al año, se reunía con sus banqueros y unos cuantos amigos, y nunca olvidaba que Berlín por poco se había convertido en una república roja; si los Rojos hubieran logrado tomar el poder, la chusma habría matado al káiser Guillermo. De modo que no estaba de ánimo para negociar el destino del muchacho del barón.

—¿Has venido a chantajearme, Wilfrid? Estoy algo atrasado con el préstamo que me hiciste, pero te pagaré la próxima vez.

El rostro del barón cobró una expresión áspera:

—Maldito seas tú y tus modales de Junker. No estoy hablando de dinero ni de mercancías. Henzi, no puedes desaparecer detrás de los maravillosos muros del Adlon. Y tampoco puedes abandonar a este niño. Gott, tiene el rostro de tu hermana.

—No tengo ninguna hermana —replicó el terrateniente bávaro.

El barón prorrumpió en llanto con su pañuelo, más grande que una camisa de hombre:

—Heinzi, no tienes corazón.

Ahora fue Lisa quien continuó la ofensiva de su papá:

—Vamos, papá, nosotros mismos adoptaremos al niño. Vivirá con nosotros en el Grunewald. Yo me convertiré en su tía.

Heinz Albrecht apretó sus labios finos hasta parecer que no tenía boca.

—Wilfrid, puedo batallar contigo todo el día, pero no puedo contra tu hija… Me doy por vencido.

—¿Entonces aceptas que el pequeño Herr Holdermann es tu sobrino?

—No acepto nada. Te lo quitaré de encima y pediré a mi abogado que examine el asunto. Mientras tanto, puede quedarse conmigo.

—¡No es una cabeza de ganado! —contraatacó Lisa, con la mirada quemante en el salón encortinado del hotel—. ¡Debes darle algunos derechos!

—Tranquilízate, Lisa —pidió el barón—. Ya hemos llegado hasta este punto con Heinz. No se atreverá a renegar de su carne y su sangre.

—No apuestes tu vida en eso, papá… aunque debemos permitir que el león se acostumbre al cachorro que cayó en su regazo.

Se paró de puntas para dar un beso al terrateniente.

—Adiós, tío —luego emergió de las profundas sombras del salón para acariciar la coronilla de Erik, como si lo ungiera.

—No nos avergüences, hombrecito. Mi papá responde por ti. Deberás obedecer a tu nuevo tío.

Erik no podía distinguirla bien en las sombras, pero el aroma de su cabello le hizo temblar las rodillas. Su presencia rubia era como un fantasma visceral en el salón.

Fräulein, quería decirle, llévame contigo al Grunewald o devuélveme al orfanato. Debo continuar con mis estudios.

Pero le cerraron la puerta con espejos del salón, quedándose con este alto extraño que en otro mundo podía ser su tío.Su mamá apenas había aludido a su hermano mayor, quien vivía en un castillo y tenía todo un pueblo a su disposición. Este ogro ni siquiera había aparecido en sus sueños. Erik no era bávaro, sino berlinés. Múnich era el baluarte de Herr Hitler, el lugar donde marchaban los camisas pardas con sus esvásticas y banderolas. Múnich no tenía un paraíso obrero como el distrito de Wedding en Berlín, con su hospital judío y su Frente Rojo que devoraba esvásticas y masacraba a los camisas pardas que se atrevían a internarse en sus calles. Además, el tío Heinrich ni siquiera había tocado la mano de Erik. Debía salir del salón tras él, o ir a parar al anaquel donde el Adlon guardaba a los huérfanos perdidos para siempre.

II. NOCHES BÁVARAS

 

LO PEOR no fueron los chicos de la granja que lo golpeaban e intentaban convertirlo en su esclavo. Lo pateaban sin piedad, pero no podían doblegar su voluntad. Robaba los restos que podía, una zanahoria ennegrecida, un nabo, un trozo de pan rancio, y comía a solas en el granero. En su aislamiento se hizo cada vez más fuerte y aprendió a morder y patear. Lo que le parecía insoportable era la falta de libros.

No había escuela en la diminuta aldea anexa al castillo. Los pequeños patanes que pertenecían al feudo del tío Heinrich ni siquiera podían deletrear sus nombres. Tenían puestas insignias nazis y practicaban unos con otros el saludo hitleriano. Copulaban con sus hermanas y primas, quienes al menos iban a la escuela de costura y recibían lecciones de gramática de las costureras y los cocineros del castillo. Algunas de estas niñas salvajes eran incluso amables con Erik, que lo maravillaban porque provenía de un mundo de lectores y podía pronunciar oraciones enteras con su propia melodía peculiar.

—El sobrino del amo canta en vez de hablar.

Se desvestían en presencia de Erik y le permitían verlas cuando orinaban. Se lo disputaban, le daban de comer, le lavaban la ropa e impedían que sus brutales hermanos y primos lo lastimaran. Debía esclavizarse para su tío, dar de comer a los cerdos en sus lodazales, apilar heno y ordeñar las vacas, y pronto advirtió que todos los niños bestiales que vivían en los alrededores del castillo eran sus parientes. El tío Heinrich, quien conservaba las pretensiones de cultura en su castillo, poseía una biblioteca de nueve mil volúmenes, además de murales y tapices en los muros. Invitaba a cuartetos de cuerda que tocaban sólo para él, pero también se acostaba con la mitad de las mujeres a su servicio: costureras, reposteras y desplumadoras de gallinas, que calentaban la cama del amo. Luego vendía los bastardos a los militares o los mantenía cautivos en otra granja.

Sus hijas eran un problema. Apenas podían hacer algo más que coser y copular. Entraban a su dormitorio en camisón, con los vientres delineados bajo la seda, los pezones casi tan altos como sus cuellos, y Heinrich debía perseguirlas con un garrote.

Sólo quería acumularlas como si se tratara de un harén de yeguas de carreras que jamás participarían en competencias. Pero las hijas de Heinrich planearon su venganza. Urdieron su derrocamiento con nada más sólido que una serie de afirmaciones. Hicieron que el huérfano de Berlín les diera lecciones para poder escribir cartas a jefes de la policía y matones nazis en Múnich en cuanto llegara el momento de deshacerse de Heinrich. Pero éste sorprendió a su sobrino enseñando a las niñas a escribir, de modo que disolvió la reunión, rompió sus cuadernos, las encerró toda una semana en sus habitaciones y obligó a Erik a vivir en el granero.

Las chicas aliviaron el confinamiento de Erik. Compartieron su catre en el henar y se las ingeniaron para que entrara a la biblioteca cuando el amo no estaba. Pero les sorprendió la reacción del muchacho ante esta morgue de tomos encuadernados: acarició los libros y olió el cuero, como si fuera un ratón.

—Amores míos —dijo a las niñas desconcertadas—, no pueden imaginar lo feliz que soy.

—Pero… niño Holdermann, no puedes encamarte con un libro —repuso Rose Marie, la más inteligente de las hijas de Heinrich—. Un libro no puede acariciar tus pequeños huevos berlineses.

Permitieron que Erik subiera las escaleras hacia todo ese cuero mohoso, pero les pareció un lugar sacrílego, y se tranquilizaron sólo cuando cerraron la biblioteca y volvieron a poner la llave en su rincón, detrás de los frascos farmacéuticos del amo.

En cuanto los nazis hicieron caer Weimar en 1933, estas mismas niñas siguieron a sus hermanos a las juventudes nazis y se unieron a la Liga de Muchachas Alemanas. Trabajaron en varias granjas y se acostaron con los granjeros y sus hijos hasta que las esposas de los granjeros las echaron, por lo que debieron volver a sus barracas en Múnich y Berlín. Erik extrañaba a estas feroces muchachas nazis que habían sido sus amigas. Echaba de menos su compañía. Estaba más recluido que nunca en el granero, durmiendo con caballos y vacas.

Una noche sus primos volvieron al castillo, acompañados de miembros de las SS con largas casacas militares. Fueron más bien corteses, haciendo reverencias al tío Heinrich, para luego marchar a la biblioteca, tumbar la puerta y arrojar todos los libros por la ventana del castillo. Erik presenció desde el granero el lanzamiento de esos extraños proyectiles, volúmenes de cuero marroquí volando como pájaros colosales que se estrellaban contra el descuidado jardín. Los jóvenes hitlerianos apilaron los libros raspados y rotos y les prendieron fuego.

Y ardieron. El tío Heinrich metió las manos a la hoguera, sacando los libros ya sin lomos ni cubiertas de cuero marroquí, y Erik llegó corriendo del granero con un rastrillo.

—Tío, te quemarás las manos —y sacó del fuego los restos achicharrados.

—Me siento como Saturno —se lamentó Heinrich.

—No te entiendo, tío. Saturno devoró a sus hijos. En el Museo del Prado hay un cuadro sobre el tema. Nunca lo vi con mis propios ojos, pero mis profesores en el liceo me dijeron que existe.

—Te equivocas, muchacho. Fueron los hijos quienes devoraron a Saturno.

Heinrich no se llevó un solo libro al castillo. Deambuló dentro de sus muros, con un ligero temblor entre los hombros. El castillo bien habría podido ser el de Saturno, con sus fortificaciones arrasadas y muros de los que caían restos de cantera.

Erik volvió al granero con su propio tesoro, trozos de libros quemados. Devoró las páginas a la luz de una lámpara de aceite. El Liceo Judío de Berlín había estimulado en Erik un apetito voraz. Devoraba libros tal y como Saturno devoraba a sus hijos, dijera lo que dijera el tío Heinrich.

Pero tan ocupado estaba con los restos de la biblioteca del tío que olvidó prepararse para la próxima tormenta de invierno, y una mañana despertó atrapado por una pared de nieve. No pudo mover la puerta del granero. La nieve que brillaba a través de la única ventana del lugar casi lo cegó. Le fue necesario usar una escalera para llegar hasta la ventana y cubrirla con una frazada para caballo. Encendió una fogata cerca de los comederos y acercó a los animales al fuego. Los restos de queso y la corteza de pan que le quedaban duraron dos días, y después tuvo que alimentarse de lo que comían los animales. No podía ordeñar las vacas en un clima tan gélido, porque tenían las ubres duras como huesos. Las vacas le mugían como si fuera un intruso. Los caballos enmudecieron y las campanillas que tenían atadas a las orejas no tintinearon una sola vez. Los cerdos no podían revolcarse en el lodo, tieso como una armadura.

Los dientes le castañeteaban en la cabeza. El ruido le explotó en los oídos. Ya no podía sentir los dedos y no le quedaba combustible para encender fuego. Los cerillos que tenía eran inservibles porque las cabezas se desprendían si intentaba encenderlos. Las fibras de heno se endurecieron hasta parecer navajas. El granero se moría de hambre. Fue entonces cuando pensó en Lisalein. Había quedado en su interior como una herida inmóvil. Hacía cuatro años que no la veía.

Fue este recuerdo de Lisalein lo que encendió chispas en su mente, como un combustible mágico. Se había acostado con seis hijas de Heinrich, de la Liga de Muchachas Alemanas, Rose Marie, Hildegarde, Helga, Ursula, Ingeborge y Blondi, y la imagen de la Venus rubia del barón, con cabello corto y zapatos de tacón, no lo habría sobresaltado tanto si tuviera la suerte de volverla a ver en carne y hueso. De hecho, imaginaba que flotaba sobre las piernas de Lisa cada vez que se acoplaba con Rose Marie, a la que se le ensanchaban los orificios nasales, como yegua premiada de Heinrich, al yacer debajo de Erik. A Lisalein le apretaría las manos tal y como hacía con Ursula, pero no acallaría sus gemidos de amor, porque le permitiría gritar una y otra vez.

Pero no podía aferrarse a ella. Los dolores del hambre parecían partirle la cabeza. Perdió el océano de sus ojos, las órbitas le devolvían la mirada, burlándose de la pasión de Erik. Le estaba haciendo el amor a un esqueleto, un costal de huesos que no era Lisa. Doña Muerte había entrado al granero, envenenando la mente de Erik. Las vacas de Heinrich le mugían con la música del mismísimo Diablo.

 

***

 

Las orejas le punzaban. Yacía en el piso de tierra del granero. Oyó un roer lento e implacable al otro lado de la puerta, como si cientos de ratas mordisquearan la madera. Entonces la puerta comenzó a astillarse. Luego estalló un enorme trozo frente a sus ojos. Tío Heinrich se introdujo por el agujero en la puerta, con el rostro envuelto con bufandas como un jeque beduino. Tenía puestos unos enormes guantes de piel y blandía un hacha.

—Onkel —murmuró el muchacho, con la garganta abrasada—, debemos salvar a las vacas y los caballos.

Heinrich no le permitió hablar más, ni beber de la cantimplora que tenía sujeta en el cinturón. Humedeció la boca de Erik con gotas de agua.

—Vacas —repitió el muchacho—. Salvar a las vacas y los caballos.

—No podemos, jovencito. Nos tomaría medio año excavar un túnel lo suficientemente alto para sacarlos del granero.

—Pero yo estoy a cargo de tus animales. No saldré sin ellos.

—Muchacho, están muertos. Has estado dos semanas dentro de este granero.

Erik cerró los ojos. Ya no podía oír. Las palabras flotaban hacia las vigas del techo. Heinrich lo envolvió con una piel de oso y lo cargó para salir por el agujero de la puerta. No podían ponerse de pie: no había cielo, nubes ni árboles, sino las paredes de un túnel taladrado en la nieve mediante una máquina giratoria implacable. La máquina era el mismo Heinrich, quien había excavado el túnel con sus propias manos, partiendo la nieve con un hacha, cuyo mango se había partido a medio camino, por lo que Heinrich debió asir la cabeza y abrirse paso por la barrera de hielo.

Tardó casi toda la mañana en arrastrar al muchacho desde el granero hasta la puerta del castillo. Escupía agua en la boca de Erik y chupaba algunas pasitas y nueces. El muchacho era una paleta helada que aún respiraba cuando Heinrich logró ponerlo sobre la mesa del comedor. No lo bañó, porque el choque del agua caliente sobre la piel podía matarlo. Trabajando con su costurera, que alguna vez sufrió la misma congelación, frotó a Erik con grasa para ejes y aceite de máquina, lo cubrió con la piel de oso y lo meció en sus brazos. Mimaron al muchacho durante dos semanas, quien habitó la biblioteca, ahora convertida en una cueva iluminada donde sólo había escaleras y repisas sin libros. Durmió en un catre y comió con los sirvientes, aunque sin dejar de ser un vagabundo a ojos de su tío.

Tras la convalecencia, los sirvientes mudaron a Erik de vuelta al granero. Todavía conservaba su tesoro de libros quemados. Sin labores que debiera cumplir, leía de la mañana a la noche.

Luego, una tarde en la primavera de 1935, salió del granero para acudir a un llamado. Había una pequeña reunión en el descuidado jardín de Henrich. Las risas le resonaron en los oídos como escopetazos. ¿Cómo podría no reconocer la vigorosa voz de Lisalein? Estaba sentada en una silla, en el jardín, a la vera del tío Heinrich y otro hombre, con gruesos anteojos y una insignia del partido nazi en la solapa. Se llamaba Josef Valentiner y era esposo de Lisalein. Erik sintió que se le abría una herida en el pecho. Lisa no podía tener más de diecinueve años, era una Mischling, media judía, y esposa de un hombre del Partido. Este Josef era uno de los asesores de economía de Herr Hitler, y no era mucho mayor que Lisa. Era un niño prodigio que antes de cumplir veinte años ya administraba todo el emporio del barón. Con dedos regordetes, sudaba profusamente al débil sol de la tarde.

Pero Lisa también lo irritaba. Ya no usaba el mismo peinado de antes: no lo tenía corto como un cadete o convicto, sino que caía en cascada sobre sus hombros. Parecía una de sus primas de la Liga de Muchachas Alemanas. Por si fuera poco, lo fulminó con su mirada de ojos miopes. Quería golpearla, por celos o por furia.

—Mira cómo te ves —exclamó—. ¿Qué hiciste con este niño, Onkel? Está harapiento… ¿y vive en un granero?

—Fräulein, es el lugar que prefiero —replicó Erik—. No me siento cómodo en un castillo, y tío Heinrich lo sabe.

—¿Y dónde están tus libros de la escuela?

—En el granero. Tío Heinrich no confía en las escuelas de campo, y es mi tutor.

El muchacho se tornó insolente y miró a Lisalein a los ojos, no como mendigo ni como peticionario del orfanato judío, sino como un amante. Sin ser brusco, estaba marcando su territorio con esa mirada, como si tuviera la insignia especial de un joven que se había acostado con toda la Liga de Muchachas Alemanas y no necesitaba depender de una Mischling, una judía con algo de sangre cristiana, casada con un fulano que tenía prendido un escudito nazi. El descaro de Erik molestó tanto a Lisa que sintió un ataque de vértigo. Pero se recuperó rápidamente.

—Debería darte vergüenza, tío. Me parece que has maltratado a mi protegido. Es más salvaje que un lobo. Aunque tenga libros, sigue siendo un lobo.

—Lisa, mi amor —respondió el tío Heinrich—, ¿cómo puedo remediarlo?

—No puedes. Lo estás desperdiciando en tu castillo y su educación ya está arruinada. Ningún liceo aceptaría a esta fiera. Debemos conspirar para que lo acepten como cadete.

Heinrich frunció el ceño:

—¿Qué clase de cadete?

—En el colegio naval de Kiel —repuso Lisa, dándole un leve codazo a su esposo, quien no había dicho palabra—. Josef, cariño, seguramente conoces a uno o dos almirantes de la Cancillería.

El subsecretario Valentiner se mordió los gordos labios, estupefacto:

—No puedo molestar a un almirante por un chico que salió de la nada.

—No es cualquier chico. Papá y yo lo hallamos y lo reunimos con su tío. No puedes degradar así nuestro logro, porque de ser así deberás afrontar los tribunales de divorcio.

El subsecretario había sido capaz de dirigir el imperio de tiendas departamentales del barón, pero nunca le había ganado a su esposa en una discusión.

—¿Divorcio? ¡No he hecho nada malo! —replicó.

—No se preocupen —intervino Heinrich—. Me encargaré de que el muchacho vaya a Kiel. No necesito almirantes de Berlín.

Lisa se hartó de estar sentada en un jardín de campo y quiso estar a solas con el niño que no había visto en cuatro años.

—Ven conmigo, pequeño. Dejemos a esos dos monstruos. Que hablen de los encortinados de la tienda departamental de Herr Hitler, ahora que está convirtiendo a Deutschland en un Estado democrático para las próximas olimpiadas de verano… Muéstrame el salón de clases que construiste en un granero.

Tomó a Erik de la mano y cruzaron el jardín. No fue tímida y le apretó la mano con todas sus fuerzas. Además, comenzó a temblar.

Desaparecieron dentro del granero y Erik perdió el control al instante. Lisalein se apoderó de su pequeño reino de libros quemados, acariciando los lomos deshechos.

—Eres el muchacho más impredecible. Realmente es un salón de clase, y puedo apostar a que Heinrich jamás fue tu tutor… ¿Me extrañaste?

—No —respondió, decidido a no quedar en evidencia ante ella.

Todas sus estratagemas para herir a Lisa, ya fuera alardear de su hombría o aguijonearla, fueron a dar a un mar muy lejano. ¿Qué significado podía tener para ella decirle que había chupado los senos de las Muchachas Nazis de Heinrich, hijas bastardas nacidas en un castillo que se derrumbaba? Erik no tenía munición, nada que pudiera herirla. Seguía siendo el huérfano, aun con su tesoro de libros.

Fue Lisa quien lo acercó, tomándolo por la velluda camisa de lana. Él se paralizó como un conejo ante un par de ojos humanos. Era más alto que Lisalein, incluso con sus zapatos de tacón de piel de cocodrilo comprados en alguna de las tiendas “internacionales” de Unter den Linden y que bien podría ser propiedad del barón. Nunca pidió permiso al muchacho para meter casi media cara en su boca. No fue como besar a una de las muchachas nazis, porque la lengua no le saltaba. Fue el beso brutal de una ejecutora rubia. Cuando alejó la boca de la de Erik, éste quedó totalmente desconsolado.

—¿Eso es lo que querías? Niño obsceno. ¿Cómo te atreves a mirarme con tal lascivia y desprecio? Gott, cuando mucho tienes quince años. ¿Acaso Heinrich te crio como caballo semental en este granero?

—Me crie solo —respondió. Temblaba, y Lisa lo tomó en sus brazos.

—Fräulein, ¿por qué no me visitaste ni una sola vez en cuatro años? —balbució.

—Mi amor, soy una cerda egoísta. De haber sabido… Papá debía haber comprendido que Heinrich desahogaría en ti el enojo que siente contra su hermana. Se le nota a leguas la venganza. No puedo imaginar por qué te detesta tanto.

—Pero me salvó la vida —repuso el muchacho.

—Eso no importa. No puedes seguir viviendo aquí. Debes estar entre niños de tu edad.

—No soy un niño. Y tú no tienes muchos más años que yo.

Lisa lo miró, ceñuda. Sus ojos azules brillaron en las sombras del granero. Aún seguía aferrada a su camisa de lana.

—Imbécil. Soy una mujer casada.

—Sí. Te casaste con un escudito nazi.

Lo abofeteó, y no fue precisamente un sopapo amoroso. Las orejas le zumbaron por la fuerza de su mano de formas perfectas.

—Eres dos veces un imbécil —le dijo—. Ese escudito nos mantiene con vida.

—Pero el barón tiene millones. ¿Por qué no te vas de Alemania con él? Pueden tener un castillo en un bosque suizo, o media fortaleza en el Lago de Ginebra.

—Papá no puede irse, mi niño adorable. A él se debe que Hitler esté en el poder. Papá y otros magnates judíos tenían más miedo a los Rojos que a un lunático con espuma en la boca. Pensaron que sería una marioneta que luego podrían desarmar y guardar en una caja. Pero no midieron bien las dimensiones de ese hombre, ni cómo sería adorado como el dios de la paz y la guerra.

—Fräulein Lisa, te llevaré a Suiza si tu papá no lo hace.

—¿Qué haría yo en un chalet suizo? ¿Esperar a la siguiente tormenta eléctrica? ¿Remar a la luz de la luna y leer libros? Soy berlinesa. Que el Führer se vaya a Múnich en su tren blindado y nos deje en paz. Tú irás a Kiel.

Erik sintió que ella se alejaba, y comenzó a sollozar.

—Deja de llorar. ¡Qué fastidio! Eres como mi papá. Gimoteas por cualquier cosa.

—¿Me olvidarás?

Lisa sonrió y le pellizcó los lóbulos de las orejas:

—Mi amor, ¿cómo podría olvidar a un niño lobo con camisa de lana velluda?

Salió del granero, poniéndose sobre los hombros una capa de satín, y pareció un murciélago dormido. Lo único que los ojos cafés de Erik pudieron hacer fue seguir sus pasos. Le atemorizó un futuro sin Lisalein.

III. KIEL

 

NI SIQUIERA era cadete, sino subcadete, un sirviente asignado a la antigua Escuela de Suboficiales Mayores en la Mühlenstrasse, donde se entrenaban los cadetes, no lejos del Canal de Kiel. Heinrich lo había vendido como esclavo en una forma muy elaborada. Vivía con otros subcadetes en una cabaña, más allá de la escuela de entrenamiento. Nunca pudo acercarse a un submarino, y apenas si pisó el malecón. Pasó del granero de Heinrich a una cueva cerca del mar.

Los cadetes, con sus esvásticas de esmalte prendidas al bolsillo de sus camisas, consideraban que los subcadetes eran sus sirvientes. Erik debía servirles morcillas y cerveza, lustrar sus botas y lavar sus calzones, pero en cuanto uno de ellos intentó besarlo le rompió la nariz. Bien pudo ser expulsado de esta ínfima unidad y tener que volver con Heinrich, pero los cadetes votaron a favor de que se quedara. Seguían pensando en conquistarlo para hacerlo su puta. Pero nunca se imaginaron el demonio que había en él: Erik había luchado contra los bastardos de Heinrich, mucho más crueles que estos soldaditos de juguete. Tenía un entrenamiento por el que aquéllos nunca habían pasado. No importaba cuánto lo aporrearan o mearan su casillero. Podía blandir un “cuchillo quesero” mejor que cualquiera de ellos. Tenía muy a la mano ese estilete siempre que iba a bañarse, o cuando estaba en su pequeña cueva. Dormía como un lobo, siempre medio despierto y cerrando sólo un ojo, con el estilete bajo la almohada. Si lo atacaban a medianoche, los embestía apuntándoles la daga a un centímetro de los ojos. Siseaban y lo llamaban demonio, pero siempre se iban.

Así fueron las cosas durante más de un año, un juego del gato y el ratón, donde el ratón era siempre más feroz que los cadetes-gatos. Pero éstos tenían otras diversiones, sus bailes