Chantaje y placer - Robyn Grady - E-Book
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Chantaje y placer E-Book

Robyn Grady

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Beschreibung

La había chantajeado para que volviera a su vida… pero tendría que seducirla para que volviera a su cama. El multimillonario Tate Bridges jamás permitiría que nada pusiera en peligro lo que le pertenecía, ya fuera su imperio empresarial o su familia. Estaba dispuesto a todo para proteger a los suyos, incluso a chantajear a la única mujer a la que había amado. Necesitaba desesperadamente la ayuda de Donna Wilks, y para conseguirla no dudaría en utilizar los problemas que sabía que ella tenía. Pero cuanto más la presionaba, más sentía la pasión que siempre había habido entre ellos, hasta que llegó a un punto en que no sabía si lo que quería de Donna era negocios o placer.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Robyn Grady

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Chantaje y placer, n.º 11 - noviembre 2016

Título original: For Blackmail... or Pleasure

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Este título fue publicado originalmente en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-687-8992-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Uno

–¡Qué coincidencia! Justo la persona a la que tenía que ver.

Donna Wilks reconoció la voz profunda y engañosamente agradable que sonaba a su espalda, y el champán se le atragantó. Se le borró el despliegue de trajes de gala que había a su alrededor. Se olvidó de que era la noche más importante de su carrera y de que de su éxito dependía que pudiera ayudar a mucha gente. Mientras se volvía lentamente, solo pensaba en una cosa: iba a enfrentarse con su pasado.

Era Tate Bridges, un magnate de la televisión australiana, el hombre que le había destrozado el corazón.

Donna trató de calmarse, lo miró a los ojos y alzó la barbilla.

–No creo en las coincidencias. ¿Qué haces aquí? –hizo una pausa para saludar a un senador que pasó a su lado–. ¿Y qué demonios quieres de mí? –le espetó.

Él arrugó su hermoso rostro fingiéndose ofendido.

–¿Después de cinco largos años? Tal vez sea demasiado esperar un beso a modo de saludo...

Ella lo interrumpió.

–Lo siento. No tengo tiempo para esto.

El encanto despreocupado de Tate no solo era fascinante, también podía ser letal. Aquel encuentro provocado había llegado a su fin.

Al darse la vuelta para marcharse, a Donna se le enganchó el tacón en la alfombra. Se tambaleó, pero unos fuertes brazos la agarraron y e hicieron que recuperara el equilibrio. La boca sensual de Tate sonrió, pero no sus ojos azules.

–Yo en tu lugar, Donna, haría un hueco para hablar conmigo.

El senador Michaels, un hombre delgado y enérgico, se había dado la vuelta.

–Lamento la interrupción –el senador miró a Tate con recelo y se dirigió a Donna–. Solo quería decirle que el número de asistentes es fabuloso. La sala de baile tiene un aspecto espectacular. Lo que se recaude esta noche no solo dará a conocer su causa en Sídney, sino que le proporcionará mucho apoyo... –dijo dándose un golpecito en el bolsillo trasero.

Mientras el senador desaparecía entre la animada multitud, Tate miró a su alrededor.

–El senador tiene razón: un formidable número de asistentes para una buena causa –dio las gracias a un camarero mientras agarraba un vermú y se puso a dar vueltas a la aceituna–. Siempre has defendido las causas sociales.

Una vez recobrado el equilibrio, Donna se apartó de la cara un mechón de pelo rubio que se le había soltado del moño.

–Si te interesa mi intento de crear casas de acogida para mujeres maltratadas, habla con mi ayudante –dijo señalando a una morena de ojos brillantes que estaba sentada con un grupo de gente al lado de un piano–. April estará encantada de apuntar tu donación.

–Hay mucho tiempo para eso.

Su boca se cerró en torno a la aceituna, miró a Donna con los ojos entrecerrados, retiró lentamente el palillo y masticó despacio.

Ella sintió como si un reguero de chispas le subiera por las piernas. Temblando, se estiró el vestido negro con la mano húmeda y apartó la mirada. Tate convertía con una facilidad pasmosa un simple gesto en un acto sensual, deliberado, seguro y sexy.

Y muy peligroso.

Solo había una cosa que la aterrorizara más que volver a enamorarse de su examante: desafiarlo.

Tras la muerte de su padre, Tate había reclamado para sí el cargo de director de la cadena de televisión TCAU16. Y en poco tiempo, sus enemigos, tanto dentro como fuera de la cadena, se habían dado cuenta de que era un hombre al que había que tener en cuenta y a quien no se le podía negar nada. Al cabo de casi una década de ganar todos sus enfrentamientos de negocios, se le conocía como el «rey de los medios de comunicación australianos», aunque ella dudaba que el título lo impresionara. Tate pensaba en cosas tangibles, como, por ejemplo, crear y consolidar su poder en todos los aspectos de su vida.

Hubo una época en que lo admiró. Aquella noche lo único que deseaba era escapar de allí.

Donna echó una ojeada a los deslumbrantes vestidos de noche y a los elegantes esmóquines que adornaban el salón de baile.

–De acuerdo –dijo con un suspiro de fatiga–. Por favor, ve al grano.

La fiesta para recoger fondos había sido organizada por la asociación filantrópica que subvencionaba el proyecto de Donna, por lo que esta no podía perder ni un momento de su tiempo, ya que todos los contactos valiosos estaban allí reunidos.

–Quiero que evites una injusticia.

A ella se le contrajo el estómago.

Su petición trataba de parecer noble y de halagarla a la vez. Aunque ella no fuera indemne a la atracción física que había entre ambos, si Tate creía que seguía siendo aquella ingenua de veintitrés años pendiente de sus palabras que había conocido, más le valía pensárselo dos veces.

–Crees que me conoces –dijo ella en voz baja y teñida de indignación–. Que si apelas a mi valentía haré lo que se te antoje.

Él se limitó a alzar una ceja y a beber un trago.

Ese mismo aire de tener derecho a todo era lo que la había cautivado muchos años antes. No había nada que la atrajera más que un hombre seguro de sí mismo, a no ser que fuera un hombre seguro de sí mismo, de constitución atlética y que hiciera el amor con un refinamiento que le cortara la respiración. El nudo que se le había formado en el estómago se cerró aún más. Bajó la vista. Le hacía daño incluso mirarlo, así que recordar...

La voz de él se alzó por encima del murmullo de la conversación y del sonido del piano.

–Mi hermano tuvo que presentarse ayer en el juzgado.

Ella negó lentamente con la cabeza mientras se percataba de por dónde iba el asunto.

–Debí de haberme imaginado que tu familia estaba detrás de esto. No, retiro lo que he dicho. Libby es un encanto. Blade es el que toma decisiones equivocadas, y siempre estás ahí para rescatarlo.

Tate entrecerró los ojos y le lanzó una mirada de advertencia con un mensaje claro: que no hablara de eso.

–Se le acusa de agresión.

La noticia le supuso un golpe casi físico, pero ocultó su reacción dejando la copa en la bandeja de un camarero que pasaba a su lado.

–¿Y qué quieres que haga? ¿Sobornar al juez?

Un mechón de pelo negro cayó sobre la frente de él al levantar la cabeza para seguir escuchándola con aparente interés.

Donna sintió pánico.

–Es broma, Tate.

–Por la multitud que hay aquí esta noche, veo que tienes muy buenos contactos. Soy muy capaz de sobornar por algo tan importante.

Ella sabía que no bromeaba.

Exasperada, echó a andar abriéndose paso entre la gente y se dirigió al balcón. Necesitaba tomar el aire, pero, sobre todo, terminar aquella conversación. Las chispas sexuales ya eran suficientemente peligrosas. No quería que, además, personas importantes del Gobierno, la judicatura o las empresas oyeran hablar de sobornos.

Abrió la puerta del balcón y lanzó una maldición en voz baja. ¿Por qué, de entre todas las noches, aquella?

Pero sabía por qué. Tate había elegido aquel momento y aquel lugar para pillarla por sorpresa, para que le resultara más fácil dominarla.

Fuera, el calor húmedo del verano era insoportable, pero ella siguió adelante hasta la barandilla de piedra en la que se enrollaban las buganvillas de color rojo sangre. Como sabía que el instrumento de su perdición se hallaría justo detrás de ella, se dio la vuelta.

–Creo, francamente, que te humillarías hasta donde fuera preciso para proteger a tu familia, sin tener en cuenta de qué puedan ser culpables.

Tate se plantó delante de ella y se metió la mano en el bolsillo trasero.

–No me avergüenza reconocerlo –dijo con total sinceridad.

Donna se dijo que no debía mirar su ancho pecho, que tenía un aspecto magnífico con la camisa almidonada que se le veía bajo la chaqueta, ni oler su aroma masculino a madera de sándalo, que parecía más intenso al estar solos. En lugar de eso pensó en que los padres de Tate habían muerto nueve años antes, dejándole encargado de un adolescente rebelde y una niña triste. Entendía la necesidad de proteger a sus hermanos y, en el plano emocional, admiraba su dedicación. Pero no necesitaba recurrir a su título de Psicología para darse cuenta de que Tate se negaba a aceptar la verdad: al sacar siempre de apuros a Blade, no solo justificaba su conducta, sino que, en cierto sentido, la fomentaba.

A veces, el amor exigente era el mejor.

Donna se apoyó en una de las columnas del balcón.

–Hace tiempo que el jurado ha tomado su decisión. No pensamos lo mismo sobre Blade. Pero no quiero discutir ahora –tenía que volver con sus invitados.

A Tate, por supuesto, no le importaba el proyecto al que ella se había dedicado en cuerpo y alma en los últimos años. Para Tate Bridges, sus prioridades estaban por encima de las de los demás. Las cualidades que lo habían llevado hasta donde estaba eran la dedicación y el orgullo, además de la arrogancia.

Él dejó la copa en una repisa de la pared.

–En cuanto quede clara una cosa te dejaré que vuelvas para tranquilizar tu conciencia.

A Donna, la sangre se le heló en las venas. Frunció el ceño y lo miró a los ojos.

–¿Qué significa eso?

En los ojos de él brilló una chispa de emoción, tal vez de cinismo, no, desde luego, de preocupación.

–No nos desviemos del tema. Hablábamos de la situación de mi hermano.

Puso una mano en la columna y se inclinó hacia delante para acorralarla. Al dirigir la mirada a su boca, ella sintió un cosquilleo en los senos y una oleada de calor que le ascendía por el cuello. Él se acercó más. Cuando ella cambió de postura para apoyar la espalda desnuda aún con más fuerza en la piedra, el brillo de los ojos masculinos le indicó que él lo había advertido y que lo aprobaba.

–Voy a hacerte una pregunta –dijo él con su boca casi rozando la de ella–. Me respondes que sí y cada uno se va por su lado.

Mientras en ella se mezclaban la inquietud y el deseo, percibió un movimiento detrás de Tate. April, su ayudante, apareció en la puerta del balcón, buscándola. Donna suspiró aliviada. Estaba salvada... de momento.

Tate, al darse cuenta de que tenían compañía, se apartó de mala gana.

Al ver a Donna, April se acercó y saludó con un asentimiento de cabeza a Tate.

–La señora DeWalters te busca –dijo a su jefa–. Es mejor que no la hagas esperar. Creo que tiene una cita para cenar, por lo que debe marcharse enseguida.

Donna sintió que le temblaban las piernas. La señora DeWalters era la persona con la que había prometido hablar aquella noche. Fingió su mejor sonrisa.

–Ahora mismo voy.

Cuando April se marchó, Tate se cruzó de brazos.

–Maeve deWalters –gruño–. No creía que te relacionaras con esa sargenta.

Entre los Bridges y los DeWalters había una historia de antagonismo y resentimiento. Donna solo sabía al respecto que había afectado a Blade y a la mujer que había amado, Kristin deWalters. Pero eso nada tenía que ver con ella.

–La señora DeWalters ha mostrado interés en apoyar con una elevada suma mi proyecto –aunque la decana de la alta sociedad de Sídney fuera pretenciosa y altanera, Donna no iba a dejar que eso interfiriera en conseguir que su proyecto de casas de acogida saliera adelante–. No pienso dejar pasar esta oportunidad.

Tate bajó los brazos.

–Eso es asunto tuyo. El mío es ayudar a Blade. El juez ha pedido un examen psicológico. El lunes a primera hora nuestro abogado te mandará una carta solicitando tus servicios.

Donna sintió que le faltaba el aire y se vio atrapada. ¡Por Dios! Tenía que haberlo visto venir.

–Vamos a dejar clara una cosa. ¿Pretendes sobornarme con una donación a cambio de que el examen psicológico de tu hermano sea positivo?

–Exactamente.

Ella apretó los puños mientras un grito pugnaba por salirle de la garganta, pero se impusieron los buenos modales y el buen juicio.

–¿Cuándo vas a entender que el mundo no es tuyo, que no puedes dominarlo? No haré un informe falso. Si tu hermano es inocente, no tiene nada que temer. Pero si ha cometido un delito, debe reconocerlo y, tal vez, sufrir las consecuencias.

Los ojos azules de Tate la miraron con una emoción demasiado fría para que se la pudiera calificar de diversión.

–¿Así que crees en las consecuencias?

¡Qué pregunta!

–Si alguien no reconoce que tiene un problema, continuará cometiendo los mismos errores –Blade era un ejemplo clarísimo. Seguía siendo un exaltado, en parte porque se lo habían permitido.

Tate no movió un músculo. Su presencia dominante se amplificó y ocupó hasta el último centímetro del espacio iluminado.

–Eso significa que no quieres ayudarme.

A pesar de todo, Donna sintió compasión por él. Tate quería a su hermano con locura. No quería imaginar de lo que sería capaz con tal de proteger a Blade, o a Libby. Pero ella ni quería ni podía verse implicada, pues así lo exigían muchas más cosas que la ética profesional.

Lo intentó por última vez.

–No me gusta ver a nadie metido en un lío, pero, con veintiocho años, ya es hora de que Blade se haga responsable de sus actos –el mes anterior, ella había cumplido esa edad, y Dios sabía que había tenido que resolver varios problemas, algunos de ellos derivados de su relación con Tate. Pero había sobrevivido. Blade también lo haría–. No puedo actuar en contra de mi ética por nadie ni por ningún motivo –tomó aire y se dispuso a marcharse–. Perdona, pero tengo que irme –ya había hecho esperar demasiado a Maeve deWalters. Tenía que volver de inmediato.

–El Colegio de Psicólogos cree que lo has hecho –dijo él en voz baja.

El corazón de Donna dejó de latir. ¿Sabía que se había presentado una queja contra ella en el Colegio?

Parpadeó varias veces hasta recuperar el habla.

–Si te refieres a esa acusación ridícula...

–Los cargos por mala conducta profesional no son ridículos.

A Donna se le erizó el vello ante su tono condescendiente. La situación era tan absurda que no debería molestarse en discutir con él. Era indudable que Tate conocía sus principios mejor que nadie.

–No puedo entrar en detalles –comenzó a decir ella–, pero en los pacientes con problemas graves a veces se produce transferencia durante la terapia.

–Transferencia... cuando el paciente dirige los sentimientos que experimenta por una persona importante para él hacia el terapeuta. Se suele manifestar en forma de atracción erótica.

Un destello oscuro en su mirada masculina le indicó a Donna que debía ir con cuidado.

–¿Has estado estudiando a Freud?

–Cuando sales con una psicóloga durante un año, algo de la jerga psicológica se te acaba pegando.

Habían sido los doce meses más felices y tortuosos de la vida de Donna. Después de la ruptura se había sentido vacía y sin motivación durante mucho tiempo. Sin embargo, no lamentaba el tiempo que había pasado con Tate. Ningún hombre podía comparársele. Pero eso no implicaba que quisiera volver a recorrer ese camino agridulce por segunda vez, ni reavivar antiguos fuegos.

Retomó la conversación.

–La triste realidad es que hay un porcentaje de pacientes que creen que el terapeuta les corresponde y que se sienten traicionados cuando se dan cuenta de que no es así.

–No hace falta que hables en general. Conozco al hombre, y está convencido de que su acusación es cierta.

Donna sintió una sequedad tal en la boca que casi le impidió hablar.

–¿Lo… lo conoces?

–Jack Hennessy se presentó en la cadena y pidió hablar con el director. Dijo que tenía una buena historia y que la vendería al mejor postor, ya fuera a mi cadena o a las de la competencia. Cuando mi subordinado me dijo que había mencionado tu nombre, hablé con Hennessy en persona.

–¿Qué le dijiste?

–Le compré los derechos de la historia por cierta cantidad. El abogado de la empresa me ha confirmado que podemos presentar una versión por la que no se nos podría demandar judicialmente. Tengo la exclusiva para hacer con ella lo que me plazca.

–¿Para emitirla? –preguntó ella con los nervios agarrados al estómago.

Los índices de audiencia no podían ser el objetivo. A pesar de las venda en los ojos que se había puesto durante su relación con ella, Tate nunca le había hecho daño. De hecho, hacía lo imposible por proteger a quien quería.

Claro que su amor por ella había muerto hacía tiempo.

Tate se pasó la mano por la frente.

–Mi objetivo inicial fue dar al tipo una cantidad importante de dinero y enterrar el asunto.

Donna sintió que se le quitaba un peso de encima. Se sintió tan aliviada que casi se desmayó... de no ser por una de las palabras que Tate había dicho.

–¿Tu objetivo inicial?

–Ahora me parece que me merezco algo a cambio.

A Donna se le encendieron todas las alarmas. Así que ese era el juego. Ya lo había sospechado cuando Tate mencionó la acusación presentada contra ella en el Colegio de Psicólogos. En aquel momento se daba cuenta con total claridad de que su comentario anterior había sido fundamental para llegar al punto en que se hallaban.

–Quiero proponerte un intercambio –continuó él–. Si aceptas el encargo y mi hermano sale libre como se merece, la historia seguirá enterrada –alzó la mano–. Y antes de que me salgas con que hay que tener fe en el sistema legal, tendríamos que hablar de las estadísticas que se refieren a las personas inocentes que comparten celda con criminales que matan para conseguir calderilla para desayunar, que languidecen en la cárcel, acusados injustamente, porque los jueces, abogados y testigos ponen en marcha una maquinaria que arruina la vida de la gente. Esta acusación inventada podría traducirse en una condena a doce meses de cárcel para Blade. Que la justicia prevalece es un precioso ideal, pero no me voy a arriesgar con alguien de mi propia sangre. Mi propósito es detener esta farsa antes de que se descontrole todavía más.

A Donna se le encogió el corazón ante la lealtad y la sólida convicción de sus palabras, a pesar de que otra parte de ella, con pretensiones de superioridad moral, le decía que no había nada que justificase lo que Tate le pedía. Apretó las mandíbulas y negó con la cabeza.

–Digas lo que digas, se trata de un soborno: dame lo que quiero o atente a las consecuencias.

Los ojos azules de Tate brillaron a la luz de la luna.

–Solo se puede sobornar a quien tiene algo que ocultar. Yo en tu lugar daría gracias por la suerte que has tenido de que haya sido yo el que ha comprado la exclusiva –bajó la voz–. Hazle a Blade una evaluación positiva, Donna, y sigue con tu vida.

Un escalofrío se extendió por su piel como un sudario. Tragó saliva para que desapareciera el sabor acre que se le había formado en la boca.

–Sé cuánto quieres a tus hermanos. Siempre lo tuve en cuenta cuando hacías locuras en su nombre. Pero no me hagas esto. No puedes librar a tu familia de todos sus errores.

Tate frunció el entrecejo como si estuviera meditando su consejo. La miró a los ojos antes de encogerse de hombros y alzar la barbilla.

–Tengo mis prioridades.

Ella lo fulminó con la mirada.

–Ya una vez me dijiste cuáles eran exactamente. No voy a falsificar el informe de tu hermano, pero te prometo que lo evaluaré de manera justa.

–No me importa lo que te parezca justo. Teniendo en cuenta nuestra historia, dudo que perdieras el sueño si Blade tuviera que pasar unos cuantos meses en una celda.

Donna se irguió. ¿Acaso Tate no la conocía?

–Mi trabajo consiste en ayudar a los demás. No quiero que nadie vaya a la cárcel.

–Estoy aquí para asegurarme de que así sea –se inclinó un poco más hasta que ella sintió el calor de su cuerpo a través de la fina tela del vestido; la cabeza comenzó a darle vueltas debido a la fuerza cegadora de su voluntad–. ¿Así que no emitirás un informe positivo a no ser que puedas defenderlo? –sonrió–. Muy bien. Pasarás con Blade el tiempo suficiente, ya sea una o cien horas, para convencerte de que ha sido un incidente aislado.

Un incidente asilado en una década repleta de malas acciones era improbable. Aunque ella no basaba las evaluaciones profesionales en lo que sabía de las personas o de sus antecedentes. Su actuación era profundamente ética, incluso cuando se enfrentaba a situaciones poco éticas.

Sin embargo, en aquel momento Tate la tenía a su merced. Y el tiempo seguía corriendo. Tenía que volver adentro. La señora DeWalters no iba a esperarla eternamente y no tendría otra oportunidad de hablar con ella. Lo mejor era tranquilizar a Tate, al menos de momento.

Asintió de mala gana.

–¿Cuándo es el juicio?

La tensión de los hombros de Tate pareció relajarse.

–Dentro de dos meses.

Si ella no encontraba una salida a la situación, Tate querría que pasara con su hermano todo el tiempo disponible hasta que cediera, lo que resultaba imposible. Era mejor establecer los límites en aquel momento.

–Veré si tengo tiempo libre la semana que viene.

–Búscalo, Donna, porque si no, Maeve deWalters verá una serie de casos de mala conducta profesional en el mundo de la terapia. Claro que, si eres inocente, no tienes nada que temer.