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Desde la infancia, el mundo de Mateo se tiñó de un silencio denso, un eco persistente de la ausencia y la incomprensión. En ese vacío familiar, aprendió a levantar muros invisibles, a construir un personaje exitoso y discreto para navegar un mundo que sentía amenazante. Normalizó la alerta constante y el cansancio sordo de quien vive contenido. Pero esa coraza, pensada para protegerlo, se convirtió en la prisión de sus afectos. Las conexiones genuinas se volvieron esquivas, incluso con aquellos a quienes amaba. La trágica pérdida del amor y una carta reveladora actuaron como un quiebre, confrontándolo con la distancia emocional que él mismo había edificado. En el reflejo de sus vínculos y en el inicio de un camino revelador, Mateo comienza a desenterrar las "voces silenciadas" de su pasado. Se aventura en un difícil camino para desmantelar sus defensas, para comprender las cicatrices invisibles que el silencio y el dolor grabaron en su alma. ¿Podrá Mateo romper el hechizo del silencio y permitirse la vulnerabilidad? ¿Será capaz de transformar las marcas del pasado en la fuerza para construir vínculos auténticos? Cicatrices del Silencio es una inmersión profunda en la lucha por la autenticidad, un viaje emotivo que nos recuerda que sanar no es olvidar, sino aprender a amar la vida y elegir crecer juntos, más allá del eco del dolor.
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Seitenzahl: 147
Veröffentlichungsjahr: 2025
DIEGO FORMULARI
Formulari, Diego Cicatrices del silencio / Diego Formulari. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6468-9
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Mail: [email protected]
Capítulo 1 - La muerte
Capítulo 2 - La confusión
Capítulo 3 - El último adiós
Capítulo 4 - La adolescencia
Capítulo 5 - El primer amor
Capítulo 6 - La transición
Capítulo 7 - El ruido del silencio
Capítulo 8 - Un nuevo comienzo
Capítulo 9 - Felipe
Capítulo 10 - Radiografía de la familia
Capítulo 11 - La noche eterna
Capítulo 12 - Reencuentro con el pasado
Capítulo 13 - El despertar de Amelia
Capítulo 14 - Los secretos de la biblioteca
Capítulo 15 - La carta olvidada
Capítulo 16 - Cartas del silencio
Capítulo 17 - Ecos del silencio
Capítulo 18 - El espejo
Capítulo 19 - Un paso hacia adentro
Capítulo 20 - Desenterrando las voces silenciadas
Capítulo 21 - Las raíces
Capítulo 22 - Abriendo libros
Capítulo 23 - Un vínculo diferente
Capítulo 24 - Ecos de las cicatrices
Capítulo 25 - El golpe de la ausencia
Capítulo 26 - El doble duelo y la ciudad silenciosa
Capítulo 27 - El vacío de la rutina perdida
Capítulo 28 - El puente roto y los hermanos sobrevivientes
Capítulo 29 - Una conexión auténtica
Capítulo 30 - El caos
Capítulo 31 - El silencio que erosiona
Capítulo 32 - Morir en la orilla
Capítulo 33 - Palabras sobre la orilla
Capítulo 34 - El último adiós
Capítulo 35Para mí
Hace tiempo escribo cosas que sé que no vas a leer con la ingenua fantasía de transformarlas en un libro que comprarás en una librería sin saber que fue escrito para vos.
A veces, la razón por la cual no te pasan cosas buenas en la vida,
es porque tú eres esa cosa buena
que pasa en la vida de los demás.
Cicatrices del silencio es una obra que se adentra en las profundas heridas emocionales y los traumas ocultos que marcan la vida, a menudo nacidos del silencio y la falta de comunicación. A través de la conmovedora travesía de Mateo, exploramos la complejidad del trauma infantil, como la confusión y el dolor experimentado tras la muerte de su abuela en un hogar marcado por un silencio espeso y la difícil dinámica de los vínculos familiares caracterizados por la distancia.
El camino de Mateo implica desenterrar las voces silenciadas dentro de sí mismo, enfrentando miedos como el de no ser suficiente tal como es y la necesidad de construir muros para encajar o protegerse. A lo largo de su vida, marcada por eventos dolorosos como el abuso infantil a los diez años y la devastadora pérdida del amor, Mateo aprende que el silencio, aunque a veces protege, también aísla y puede convertirse en una barrera.
La búsqueda de ayuda, los encuentros reveladores y las conversaciones simbólicas con sus demonios internos le enseñan que el silencio es como un libro cerrado que guarda historias valiosas, pero que solo al abrirlo y compartir su vulnerabilidad podrá sanar.
Esta historia trata sobre el peso del pasado, la dificultad de la conexión auténtica, el coraje necesario para romper el silencio, encontrar la verdadera libertad y atravesar los duelos. Mateo descubre que sanar viene de comprender, no de olvidar, y que sus cicatrices pueden convertirse en testimonios de resiliencia, no en barreras insalvables.
Todo lo narrado a continuación es ficción, excepto todo lo que no.
Mateo conoció la muerte a los seis años en una casa donde el silencio era espeso, como una manta que lo cubría todo. Él solo miraba a su alrededor, pero no entendía. ¿Por qué todos estaban tan serios? ¿Por qué su madre hablaba en voz baja por teléfono y su papá tenía los ojos rojos? En medio de tanta confusión, lo único que pudo notar fue una ausencia. Su abuela.
—Mamá, ¿dónde está la abuela?
—Sentate, hijo, vamos a hablar de la muerte.
Eso le hubiera gustado escuchar. Años después se dio cuenta de que eso es lo que hubiera necesitado escuchar.
Pero no.
—Se fue al cielo —le dijo su mamá con la voz temblorosa.
—¿Al cielo? ¿Y cómo se va hasta allá? —preguntó Mateo.
Su mamá no supo qué responder y el teléfono volvió a sonar, como una excusa que su madre agradeció para escaparse de la situación.
El recuerdo que siempre lo acompañó fue el de no entender por qué todos estaban preocupados por lo que había que hacer: el velorio, el entierro, las flores, mientras él solo sentía un vacío en el pecho, un hueco que antes ocupaba la sonrisa de su abuela. ¿Qué tenía que hacer con tanto dolor, con tanto silencio, con tantas preguntas? ¿Por qué nadie le explicaba nada?
Esa noche, Mateo no pudo dormir. Sería tal vez la primera de muchas más que lo acompañaron durante toda su vida, aunque por circunstancias diferentes. Miraba la luna por la ventana y se preguntaba si su abuela estaría ahí, sentada en una nube, como un ángel.
Intentando no hacer ruido, se escabulló hasta la cocina, donde su padre tomaba un café en silencio, con la mirada perdida y refugiándose en la noche.
—¿Por qué la abuela se fue? —le preguntó arrancándolo de su calma.
—Porque su cuerpo ya estaba cansado —le explicó su papá—. Pero su alma, lo que de verdad era ella, sigue viva en nuestros recuerdos y en nuestro corazón.
Así encontró una segunda repuesta que le traería una satisfacción efímera, dado que, al regresar a su habitación, Mateo pensaría que no entendía muy bien qué era eso del alma, pero le gustaba la idea de que su abuela seguía viva en su corazón. Cerró los ojos y recordó su olor, sus manos arrugadas que le contaban historias, sus recuerdos de la infancia en el campo y las anécdotas de su hija, que resultó ser mucho más traviesa como hija que como madre.
La abuela es como una mariposa, pensó Mateo. Vivió un ratito, pero con su belleza nos llenó de alegría. Y con esa idea se fue quedando dormido, sintiendo que el hueco en su pecho se hacía un poquito más pequeño. En el instante previo a entregarse al sueño, otros recuerdos lo atravesaron. Ya no solo recordaba su olor o sus historias, también recordó su dolor, sus temblores, su cansancio y las añoranzas de épocas mejores, mientras el hueco en su pecho volvía a agrandarse.
Cuando amaneció, su madre se acercó a su cama a despertarlo, y se sorprendió al verlo despierto.
—¡Qué raro que te hayas despertado tan temprano, con lo que te cuesta ir al colegio todos los días!
—Sí, escuché a papá cuando se bañaba —dijo Mateo mientras ocultaba su primera noche de insomnio.
—Te vas a quedar con Mariela, nuestra vecina, mientras vamos al velatorio de la abuela.
—¿Qué es un velatorio?
—Es donde las personas que quisieron a la abuela se van a juntar a despedirla.
—¡NO! —dijo Mateo, soltando una lágrima que llevaba atravesada desde la noche anterior.
Victoria, sorprendida por el grito, solo atinó a preguntar:
—¿No quieres que puedan despedir a la abuela?
—Yo fui la persona que más quiso a la abuela. Si yo no estoy ahí, ese velatorio no es un velatorio.
Victoria contuvo las lágrimas y un nudo en su garganta le impidió hablar.
Mateo continuó:
—La abuela no está en el cielo como dijiste, y yo quiero despedirme de ella, preguntarle cuándo la voy a volver a ver.
—No funciona así, hijo. La abuela ya no está. No te va a poder contestar.
—Papá me dijo que su alma está en mi corazón. Tengo que encontrar cómo hablar con ella ahí.
Luego de conversar con Felipe, Victoria le dijo a Mateo que podría ir al velorio, que su papá la había convencido y que, si así quería recordar a su abuela, estaba bien.
Mateo no entendió el significado de esas palabras hasta la muerte de sus padres, veintinueve años después.
Al llegar al velorio, Mateo no lograba descifrar cómo debía sentirse. Una mezcla de emociones atravesaba su cuerpo. Estaba ansioso por el reencuentro, asustado por lo que sucedería y sorprendido por la diversidad de sentimientos que los presentes expresaban.
Estaban aquellos familiares lejanos, fumando en un rincón y discutiendo en un tono ininteligible. ¿No están tristes?, se preguntó Mateo. En otro espacio de la sala, un grupo de personas mayores, compañeros de cartas de su abuela, tapaban sus bocas con pañuelos de tela antiguos para hablar, corregían sus pintalabios y preguntaban por los sandwichitos. Se los notaba incluso entusiasmados con la oportunidad de salir de su rutina.
También percibió a lo lejos a su abuela Beatriz, la mamá de Felipe, y una sonrisa leve escapó de sus comisuras. Inmediatamente se sintió mal por sonreír en ese momento, y agachó la cabeza. Beatriz se acercó a dar el pésame a Victoria, quien fríamente agradeció y se apartó para saludar a otro grupo.
Felipe agradeció la presencia a su madre, y a su padre, quien apareció detrás de Beatriz ofreciéndole un cigarrillo.
—Siempre tan fría —atinó a decir Beatriz.
—Mamá, no es el momento ni el lugar —interrumpió Felipe.
—Tengamos la fiesta en paz —agregó Vicente.
—Esto no es una fiesta, es un velorio —dijo Mateo sin entender la conversación que los adultos estaban manteniendo.
Felipe tomó a Mateo de la mano y mientras caminaban hacia el ataúd preguntó:
—-¿Estás seguro que quieres ver a Bernarda? ¿No prefieres recordarla de otra manera?
Otra vez aparecía la necesidad de evaluar esa decisión que no comprendía, pero debía tomar. ¿Qué significa recordarla de otra manera?, pensó Mateo.
—Estoy seguro. ¿Por qué no querría ver a la abuela si está acá? —esbozó inocentemente Mateo.
—Está bien, hijo, voy a estar con vos.
Mateo se acercó al ataúd y un escalofrío recorrió su cuerpo. Esa no era su abuela; ella no sonrió al verlo ni lo abrazó. No lo invitó a tomar mate con ella, ni siquiera le preguntó cómo estaba.
—Papá, ¿dónde está la abuela?
—La abuela está delante de ti.
—No, papá, se parece a la abuela, pero no es. ¿Nos equivocamos de lugar? La abuela siempre se reía al verme y nunca se quedaba quieta.
Bernarda había convivido con el Parkinson los últimos trece años de su vida, pero Mateo lo había naturalizado y siempre comentaba cuánto le gustaba bailar a la abuela. Sus padres nunca tuvieron el valor, las herramientas o la capacidad para explicarle acerca de la enfermedad de su abuela y eligieron quedarse con esa versión romántica de la historia.
—Hola, Mateo —dijo Mariela.
—Mariela, ¿viniste a despedirte de la abuela? No está acá.
Mariela miró a Felipe desconcertada mientras le ofrecía llevar a Mateo a comprar algo para descomprimir el momento.
—Mateo, ¿me acompañas al quiosco? Quiero una botella de agua y si querés podes elegir algo.
—Quiero chicles.
Mateo nunca los había probado, pero eran la golosina favorita de su abuela. Inconscientemente, esa fue la manera en la que decidió recordarla y asociar el día de la despedida a un recuerdo.
Un rato después, Mateo y Mariela volvieron a entrar a la casa velatoria y escucharon una conversación que Mateo hubiera preferido no escuchar, o al menos no recordar durante toda su vida.
—¿Para qué vino tu mamá? —le preguntó Victoria a Felipe.
—Victoria, falleció tu madre. ¿Cómo no iba a venir a presentar sus respetos y acompañarte?
—Mi mamá no la quería. Ella nunca le perdonó que le dijera que yo no era suficiente para vos.
—No empieces con eso, Victoria, por favor.
—Este momento es muy doloroso para mí, necesito estar en paz. Junto con mi madre se fueron los pocos recuerdos que tenía de mi papá. Hoy me quedé sola.
Mariela aclaró su garganta con fuerza para indicarles que estaban ahí, y Victoria y Felipe rápidamente cambiaron la conversación.
—-¿Qué hacés comiendo chicle, Mateo? —preguntó Victoria.
—Son los que le gustan a la abuela —contestó con una mezcla de nostalgia y orgullo.
—Bueno, acordate que los chicles no se tragan —dijo Felipe culminando la conversación.
A medida que el reloj avanzaba, Mateo presenciaba un desfile interminable de personas que iban y venían. Intentaba encontrar una mirada cómplice, alguien que estuviera atravesando el mismo dolor que él, un reflejo que le dijera que no estaba mal sentirse así.
Tiempo después entendería que la mayoría de los adultos no son hábiles gestores de emociones. Están los que las reprimen, los que las ocultan, los que viven en piloto automático haciendo lo que se espera que hagan, y aquellos pocos que se permiten experimentar los sentimientos y no se avergüenzan de sentir. En general, este último grupo es señalado por los otros como sensibles e inmaduros.
El velorio transcurrió sin que Mateo pudiera compartir su angustia. Nadie estaba ahí para sentir; todos estaban ahí para cumplir.
Partieron al atardecer hacia el cementerio. Mateo pidió ir con sus abuelos. Luego de cruzar miradas con Felipe, Victoria accedió sin saber lo que les esperaba a Vicente y Beatriz.
Mateo subió al asiento trasero de un viejo Renault 6, ajustó su cinturón y miró por la ventana mientras mascaba un chicle de menta. Era el sexto y último del paquete. Al atravesar la primera esquina, Mateo preguntó sin reparo:
—Abuela, ¿por qué decís que mamá no es suficiente para papá?
Vicente intervino tratando de desviar la atención, pero Mateo no estaba dispuesto a olvidarse de su pregunta.
—¿Por qué le dijiste eso a la abuela Bernarda?
—Yo no dije eso, ¿de dónde sacás esas ideas?
—Escuché a mis papás hablando.
Beatriz, algo avergonzada pero fiel a su estilo, contraatacó:
—Tu mamá es una buena persona, pero tu papá podría haber aspirado a algo mejor.
—¿Algo mejor?—dijo Mateo con una mezcla de estupor y enojo— ¿Qué sería algo mejor?
—No sé, Mateo, cosa de adultos. Descansá que en un rato llegamos al cementerio.
Mateo cerró sus ojos para que no vieran sus lágrimas y pensó: Mamá es lo mejor que le paso a mi papá. Sepultó esa conversación por muchos años, hasta que volvió a su mente junto con su primer desamor.
—Despedite de tu abuela por última vez, Mateo —dijo Victoria apurando la situación.
Mateo se encontraba frente a un hueco en la tierra del mismo tamaño del que sentía en su corazón. Despedite por última vez, resonaba en su cabeza. No lograba entender que así terminara la vida.
Con cada palada de tierra que caía sobre el ataúd, Mateo sentía que un recuerdo de Bernarda se desvanecía. Intentó gritar, pero su voz ahogada no salió de su garganta. Intentó impedir que el olvido se apoderara de su ser. Intentó recordar el perfume de su abuela, pero el aroma a tierra mojada tapaba todo recuerdo.
Mateo percibió que una catarata de rosas caía sobre la tierra mientras la reunión se disipaba. Ahora sí iba a poder estar solo con su abuela, contarle lo raro que había sido el día y pedirle que no se fuera.
Felipe tomó a Mateo de la mano para volver al auto, pero Mateo lo detuvo.
—Papá, me quiero quedar un rato solo con la abuela Bernarda.
Felipe, desconcertado, sin entender cómo lidiar con la situación, señaló un banco que se encontraba a unos 50 metros.
—Ahí te espero.
Mateo se sentó al costado de la tierra removida en un montículo de pasto que le brindó algo de comodidad y calidez.
—Me dijeron que tengo que despedirme de vos, Abu. Pero como no quiero despedirme, voy a quedarme acá sentado haciéndote compañía —susurró Mateo.
En ese momento, Mateo escuchó el silencio. Por primera vez desde la mañana anterior, todo se silenció. Su mente y sus alrededores.
Mateo le contó a Bernarda lo que haría esa semana, cómo les explicaría a sus compañeros de colegio lo extraño que se comportan los adultos en los velorios, las cosas que no entendía, que no quería despedirse de ella y que esa semana en fútbol le dedicaría dos goles.
Por supuesto, Mateo mintió. Nunca habló de esto, ni de la muerte, hasta sus treinta y cinco años.
Mateo creció creyendo que la muerte era olvido. Las visitas al cementerio nunca ocurrieron, sus padres no visitaban a la abuela y él se fue acostumbrando a esa realidad. Siempre la pensaba, siempre la extrañaba, pero nunca tuvo el coraje de enfrentar a sus padres para cumplir su promesa. Nunca volvió a visitar a su abuela.