Ciencia Nazi - Omar López Mato - E-Book

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Omar López Mato

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Beschreibung

Antes de la guerra, el desarrollo científico de Alemania era admirado en todo el mundo. Luego, se transformó en terror.   Médicos, químicos, ingenieros y físicos pusieron sus conocimientos a disposición de un régimen perverso. ¿Cómo logró el nazismo conseguir el apoyo de las mentes más brillantes?   En Ciencia Nazi, Omar López Mato, investigador de la Historia y el arte, hace un minucioso análisis de los científicos que trabajaron para Hitler y de los mecanismos psicológicos, mediáticos, éticos y económicos que los llevaron hacia ese camino.

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@editorialelateneo

Dedicado a Eugenio Marchiori.

“Ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma”. François Rabelais

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“La historia de la ciencia es la historia de los defectos de la irracionalidad”. Gaston Bachelard

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“La historia no es otra cosa que la constante pregunta de los tiempos idos en nombre de los problemas de las inquietudes y angustias de los tiempos presentes”. Fernand Braudel

Introducción

Antes de la Primera Guerra Mundial, Alemania era la meca de los científicos. Al igual que el francés era el idioma de la diplomacia, y el inglés, la lengua indispensable para el ejercicio del comercio internacional, muchos científicos de todas partes del mundo aprendieron alemán para abrevar en sus fuentes de saber, no solo técnico, sino filosófico. Este acúmulo de conocimientos se volcó sobre la industria del país y se construyó un proceso pragmático conocido como Verwissenschaftlichung, que podría traducirse como “cientificación”.

Las industrias basadas en los conocimientos técnicos, como la química, la farmacología, la fabricación de instrumentos de precisión, la óptica y la industria armamentista, proliferaron en la segunda mitad del siglo XIX, especialmente después de la arrasadora victoria sobre Francia en 1872. Con el triunfo de Sedán, el Kaiserreich (el gobierno del emperador, gobierno del Kaiser) se transformó en el lugar obligado para la formación de científicos, técnicos y militares de todo el mundo, quienes admiraron los progresos de Alemania y la convirtieron en sinónimo de modernismo y eficacia. De allí la importancia que los científicos y docentes tenían en la vida de las políticas germanas: ellos habían hecho grande a Alemania tanto en la paz como en la guerra.

Las sulfamidas, el Salvarsán, los desinfectantes, las tinciones, el bacilo de la tuberculosis descripto por Koch, la histopatología de Virchow, las clasificaciones en psiquiatría de Kraepelin y Bleuler… Todo eso y mucho más había dado la ciencia alemana para salvar vidas.

Sin embargo, la primera contienda mundial también mostró la eficiencia mortal de sus desarrollos técnicos, “las armas maravillosas” que sembraron el terror entre las tropas aliadas. Para la mentalidad alemana el éxito en la guerra era sinónimo de matar enemigos. Las contiendas se ganan cuantos más enemigos se eliminan. Tal fue la justificación que los llevó a hundir el RMS Lusitania el 7 de mayo de 1915.

La tendencia armamentista se acrecentó después de la guerra y, a pesar del Tratado de Versalles, proliferaron submarinos, cohetes, aviones y el estudio de la energía nuclear. Desde el Estado se favoreció el desarrollo de laboratorios de investigación y producción como la célebre Sociedad Kaiser Wilhelm, íntimamente ligada a colosales complejos industriales como la IG Farben, que paradójicamente llegó a su apogeo gracias al aporte de capitales norteamericanos.

Esta tecnocracia había sido el motor de Alemania en los anteriores cincuenta años; no podía ser ignorada por el régimen nazi. Los nexos entre ciencia e industria eran importantes factores de poder que Hitler aprovechó en su beneficio, aunque antepuso su ideología racista y primó el antisemitismo sobre la capacidad de sus científicos. Para 1933 casi el 15% de los profesores universitarios habían sido expulsados de sus puestos por razones raciales e ideológicas, lo que privó a Alemania de un poderoso valor intelectual que terminó jugando a favor de los Aliados con el aporte de investigadores como Leó Szilárd y Albert Einstein, entre otros. Los demás científicos, ante semejante injusticia, guardaron silencio y así concedieron su implícita colaboración con el régimen.

Por qué la intelectualidad de una nación como la alemana apoyó a un régimen conducido por individuos con evidentes trastornos psíquicos que esbozaban hipótesis pseudocientíficas racistas como programa de gobierno es una cuestión que a todos debería inquietarnos, porque no hay una sola respuesta ni explicación a este proceso de degradación.

Cuando las mentes brillantes de ingenieros, médicos o físicos son funcionales a regímenes dictatoriales sin la expresión de críticas o disensos ante los excesos, las consecuencias suelen ser funestas.

Gran parte del éxito del nazismo se debió a la capacidad de manejar los medios de comunicación cuando recién aparecía la posibilidad de llegar masivamente a millones de personas, manipulando la información. Bajo la guía de Goebbels se adueñaron de las masas, pero ¿cómo llegaron a la intelectualidad? ¿Cómo dominaron a esas “mentes brillantes”?

Hacia el año 1933 Alemania contaba con treinta y tres Premios Nobel; una veintena de ellos, como Max Planck, Werner Heisenberg y Johannes Stark, colaboraron con el régimen. Que miles (sí, miles) de médicos hayan sido los motores de las aceitadas máquinas de asesinar en las que convirtieron a los campos de concentración y que cientos de avezados ingenieros e ilustres técnicos se hayan convertido en “los armeros de Hitler” son algunos de los temas que trataremos a lo largo de estas páginas, porque, de comprender los mecanismos psicológicos, filosóficos, éticos, económicos, mediáticos y pragmáticos que condujeron a este aberrante sinsentido, quizás dependa nuestra supervivencia como individuos y como especie.

Hoy vemos consternados cómo una contienda vuelve a repetir ese mismo horror…

Omar López Mato

CAPÍTULO I

Explicar lo inexplicable

La ciencia del hielo

Hanns Hörbiger nació en Austria, el 29 de noviembre de 1860, y murió el 11 de octubre de 1931. Algunos lo conocen por la válvula que lleva su nombre y que revolucionó la industria del acero; otros, porque fue uno de los constructores del subterráneo de Budapest; pero muchos más lo recuerdan por su teoría sobre la cosmogonía del mundo helado (Welteislehre), una narración pseudocientífica que pretendía explicar el origen del universo. En un sueño, Hörbiger se vio flotando en el espacio mientras contemplaba el movimiento de un péndulo hasta que este se desintegró. Obsesionado por esta lucha térmica espacial, elaboró una teoría holística que incluía severas críticas a sus predecesores en el campo de la física por no haber percibido el conflicto entre el hielo y las estrellas.

“Newton estaba equivocado”, afirmaba Hörbiger, “la fuerza gravitacional del sol desaparece después de tres veces la distancia de Neptuno”.

Para Hörbiger, la formación del universo, sus soles y planetas se debía a la colisión del hielo cósmico con una superestrella en la constelación de Columba. Ese hielo primigenio se habría derretido y dado lugar a la Vía Láctea y a todo lo que se encontraba en su interior, lo que incluía, obviamente, nuestro planeta y su satélite natural. Para él, la Luna estaba hecha de hielo y su espectacular brillo se debía al reflejo de la luz sobre la superficie helada.

La teoría del Welteislehre se difundió rápidamente gracias a las conferencias que Hörbiger dictó junto a Philipp Fauth (1867-1941), un astrónomo amateur (que nunca estudió en la universidad, pero Himmler, aun así, le otorgó el título de profesor y uno de los cráteres lunares lleva su nombre) con quien escribió un libro sobre el tema en 1913. Muchos seguidores se fanatizaron con este relato “científico” que permitía explicar de forma muy simple, esquemática y arbitraria desde el Génesis del universo hasta el Armagedón.

Según Hörbiger, cada tanto un cuerpo celeste era capturado por la fuerza gravitacional de una estrella en órbitas espiraladas que, finalmente, terminaban en una colisión entre los planetas y los soles, lo que coincidía con las predicciones bíblicas del Apocalipsis y el destino final de nuestro planeta.

Esta teoría gélida rápidamente capturó la imaginación del gran público. No era necesaria mucha formación técnica ni científica para su comprensión. Ni era necesario conocer sutilezas matemáticas o teorías intrincadas. Todo se reducía a una lucha térmica entre el hielo y el calor, y así se explicaban, además de los fenómenos astrológicos, otros misterios como el diluvio universal, la extinción de los dinosaurios, la desaparición de las grandes civilizaciones que nos precedieron y los cambios climáticos. Todo, o casi todo, podía abarcar la cosmogonía del hielo, hasta afirmar que los embriones de los arios habían llegado del espacio exterior en forma de protoplasma.

Curiosamente, esta teoría helada radicalizó a la sociedad y promovió la aparición de fanáticos de la Welteislehre. Uno de ellos, un conocido empresario, llegó al extremo de tomar únicamente empleados que adhiriesen a tal doctrina. Entre los seguidores de la cosmogonía se encontraba Houston Stewart Chamberlain (1855-1927), un escritor de origen inglés, pero con una devoción germanófila lindante con el fanatismo. Hijo de un conocido almirante británico y de madre alemana, Houston estaba destinado a servir en la Marina de su majestad, tal como era el deseo de su padre, pero su mala salud le impidió cumplir el mandato paterno y debió dejar la escuela naval. Sin la presión familiar, se dedicó a estudiar ciencias biológicas. Su tutor alemán lo familiarizó con la cultura germana, de la que se volvió devoto admirador. Chamberlain continuó sus estudios en Ginebra, donde conoció al doctor Carl Vogt (1817-1895), uno de los primeros científicos que apoyaron las teorías evolutivas de Darwin (1809-1882). Vogt, a diferencia de Darwin, era un firme creyente de la teoría poligenista; para él cada raza había evolucionado de distintos simios y esta razón lo empujó a adherir con vehemencia al eugenismo de sir Francis Galton (1822-1911), el primo de Darwin, quien sostenía que cada raza tenía un origen diferente. Para preservarlas y mejorarlas era menester cruzar a los ejemplares más destacados de cada especie, como las razas caninas, bovinas y equinas.

Entre otros muchos temas, el Dr. Vogt le inculcó al joven Chamberlain una afinidad por esta pseudociencia que terminó teniendo funestas consecuencias para la humanidad.

Devoto admirador del romanticismo alemán, Chamberlain frecuentó a figuras destacadas de la cultura, como Friedrich Nietzsche (1844-1900) y Richard Wagner (1813-1883), del que sería yerno al casarse con Eva von Bülow-Wagner (1867-1942), nieta del psiquiatra y compositor Franz Liszt, hija del director de orquesta Hans von Büllow e hijastra de Wagner. La Primera Guerra Mundial le planteó a Chamberlain un dilema de lealtad que terminó resolviendo con la adopción de la nacionalidad alemana.

A pesar de su formación científica, Chamberlain adhirió a la teoría de la cosmogonía del hielo, que guardaba similitud con los mitos de las culturas nórdicas sobre el origen del universo. En la lucha entre el hielo y el fuego, muchos individuos como Chamberlain quisieron ver la resistencia de la raza nórdica frente al acoso de otras razas, especialmente la semítica.

Entre los seguidores de Chamberlain que abrevaban en sus teorías pangermánicas había un joven político, pintor frustrado y diletante alborotador que había ascendido a cabo durante la Primera Guerra; su nombre era Adolf Hitler (1889-1945). Entre estos fanáticos germanófilos se estableció una fluida relación epistolar. En una de estas misivas, Chamberlain lo felicitaba a Hitler porque Alemania, “en su momento de mayor necesidad”, había hallado en él a un hombre con sobradas pruebas de vitalidad para conducir la nación.

La cosmogonía del hielo también entusiasmó a otras autoridades del Partido Nacionalsocialista, como Heinrich Himmler (1900-1945), Joseph Goebbels (1897-1945), Hermann Göring (1893-1946) y Baldur von Schirach (1907-1974). El mismo Hitler propuso la construcción de un observatorio en Linz, su ciudad natal, para estudiar las teorías de Hörbiger. Al igual que la épica de los dioses nórdicos, la cosmogonía helada estaba hecha a medida del espíritu völkisch (término que proviene de volk, es decir, pueblo; es el origen de la palabra folklore, como un movimiento populista romántico, y por extensión se asoció a raza y nación, por lo que tiene connotaciones étnicas). El nazismo tomó elementos antropológicos, científicos, astronómicos y astrológicos, además de teorías esotéricas, para elaborar una cosmovisión del mundo de simple comprensión para los estratos más bajos e impresionables de la sociedad: una de las razones de su éxito populista.

La teoría de Hörbiger se elevó como la propuesta simple y elegante de la etnia germana frente a las retorcidas hipótesis judías, emitidas por “mentes perversas” como la de Albert Einstein (1879-1955), Sigmund Freud (1856-1939) o Theodor W. Adorno (1903-1969). Los fundamentalistas siempre necesitan de teorías de fácil comprensión porque ambas condiciones se retroalimentan. El esoterismo agrega un aire de misteriosa confabulación a la ignorancia.

En el caso del nazismo, los ideólogos del movimiento recurrieron a una “cientificación” (valga el neologismo) de su discurso, que estaba viciado por falacias: quisieron “estandarizar” excluyendo las desviaciones de lo normal. Movieron el pico de la campana de Gauss para comprender a “los arios” y cortaron sus extremos para excluir a los negros, los gitanos, los judíos y demás etnias “inferiores”. Estandarizaron, simplificaron y perdieron el sentido de la biodiversidad del mundo real. Mezclaron mitología, ciencia y pseudociencia en un intento vano de construir una cosmovisión abarcativa, aunque este coctel resultó ser tóxico para todos los que abrevaron en él, especialmente para sus creadores.

Sin embargo, esta perspectiva holística ejerció y ejerce una malsana atracción sobre sus coetáneos y las generaciones venideras. El nazismo y todo lo relacionado con su doctrina continúan dando que hablar, porque sus seguidores no entienden los límites entre la fantasía y lo real, entre la ciencia y el mito, están incorporados en una estructura rígida y verticalista que los ampara y les otorga un grupo de pertenencia, un asilo tribal cuyas falacias siguen ejerciendo una fascinación perniciosa.

La herencia ancestral

Para la conducción del Partido Nacionalsocialista era incomprensible la falta de adhesión a la Welteislehre de una parte importante de la sociedad, al igual que a las propuestas de una raza superior y otras consignas raciales. Por eso, Heinrich Himmler tomó acción. Él había nacido en una familia católica y había sido un excelente alumno, pero no pudo ser militar debido a su miopía, así que estudió agronomía e ingresó a un grupo ultranacionalista a temprana edad. Abrazó la causa antisemita influenciado por Dietrich Eckart (1868-1923) y, al igual que Reich Führer, para defender las políticas de Hitler, era jefe de la SS, una formación paramilitar cuyo nombre proviene de las letras rúnicas o Schutzstaffel (estaba inspirada en organizaciones como la Orden Templaria y llegó a contar con 210.000 miembros). En 1935, Himmler fundó un instituto de investigación llamado Das Ahnenerbe (literalmente, “herencia ancestral”) con el objeto de preservar la cultura germana como una “armadura” del espíritu völkish. Esta asociación del concepto de raza aria con los movimientos völkisch en Alemania la reintrodujo Heinrich Schliemann (1822-1890), el descubridor de la legendaria ciudad de Troya. En aquel instituto, no solo se promovió la investigación de la lingüística aria y la herencia indogermánica, sino que también se hicieron estudios meteorológicos (como una extensión del Welteislehre), sobre ciencias naturales y todo lo relacionado con la propuesta antropológica de la cosmogonía, como la hipotética existencia de una raza superior desaparecida que habría dejado rastros en lugares tan distantes como Bolivia y el Tíbet, razón por la cual la Ahnenerbe organizó expediciones a estos lugares cuando Alemania estaba comprometida en un esfuerzo bélico colosal. ¿Por qué desviar recursos y dinero a lugares tan extraños a la guerra? Las respuestas son varias y las veremos oportunamente en la sección “El viaje al arcoíris”.

El espíritu del nacionalsocialismo, esa mezcla tan particular de pragmatismo tecnológico con mitología y pseudociencias, impregnó las investigaciones de la Ahnenerbe, desdibujando los límites entre ciencia e ideología.

El nazismo construyó un relato que debía abarcar todos los aspectos de la existencia, una cosmovisión que ofreciera respuestas para todo lo que había pasado y habría de transcurrir durante los próximos mil años bajo el régimen de la swastika.

Para lograr este objetivo abarcativo, la Ahnenerbe trató de imponer su ideología en todos los estratos sociales, especialmente entre los intelectuales que mantenían, a criterio de Himmler, “un lamentable espíritu retrógrado en la investigación y el conocimiento”.

Para los nazis era menester tener el apoyo académico y científico a fin de consolidar su ideología. De allí esta extraña relación entre un partido político y una serie de físicos, químicos, antropólogos, médicos e ingenieros, quienes prestaron sus servicios y trabajaron para un régimen perverso por distintas razones que van desde la devoción hasta la codicia, pasando por la indiferencia o el miedo.

Ciencia y científicos

“No es cuestión de los científicos tomar decisiones morales o éticas: ellos no tienen ni el derecho ni las habilidades para hacerlo. De hecho, es peligroso pedirles a los científicos que sean socialmente responsables”.

Lewis Wolpert

Los científicos pueden considerarse los exploradores del universo y son ellos quienes pretenden descubrir las normas que lo rigen. Este esfuerzo debería verse libre de dogmas y ambigüedades ideológicas, la ciencia está por encima de esas mezquindades… Sin embargo, los científicos, como seres humanos, están sujetos a pasiones, arbitrariedades, codicias, intereses económicos y otras pequeñeces propias de nuestra condición.

Los científicos, a lo largo de los siglos, han servido en forma sucedánea, alternativa y/o simultáneamente, a las distintas religiones, al Estado, a la industria y a intereses financieros, y cuándo no al enorme ego que los nutre.

La ciencia (como todo concepto platónico) es pura, pero los científicos no lo son. Hay muchos científicos que pueden no percibir esta dicotomía, pero hay otros que son conscientes de esta ambivalencia y deben elegir entre las necesidades de sus patrocinadores, sus propios intereses y las fronteras de la ética (límites que pueden no ser evidentes en un principio, hasta que se conocen las verdaderas consecuencias de las investigaciones que desarrollan, circunstancia que puede demorar décadas).

Para evidenciar el choque de intereses entre su patrocinador (sea el Estado o una empresa) y la ética, cada científico escoge un camino, una escala de valores, que puede alternar entre la discrepancia o el sometimiento, aunque entre estos dos extremos hay una escala de grises donde se otorgan concesiones, se hacen renunciamientos y se cae en “olvidos” con aroma a hipocresía.

Los científicos dependen del patronazgo más que los artistas. Investigar es un entretenimiento caro. Hasta sir Francis Bacon (1561-1626), quien estableció los fundamentos del método científico en su obra Novum organum (1620), debió renunciar a su puesto de canciller de Gran Bretaña por tener an itching palm, una palma pruriginosa, como decía Shakespeare (algunos suponen que era el pseudónimo del mismo Bacon). Aunque existen teorías para justificarlo, la versión conocida es que este excanciller se habría quedado con algunos dinerillos que eran del Estado para uso en propio beneficio, fondos con los que solventaba su “pasión científica”.

Entre los investigadores existe una competencia por el dinero destinado a desarrollos académicos, promociones, publicaciones y títulos honorarios. Publish or perish es la frase que sintetiza este dilema. Hoy en día las publicaciones se exhiben como condecoraciones. Sin publicaciones no hay fondos (aunque no siempre ha sido así y a este respecto les recomiendo leer la sección “El rey de la isla Huemul”).

En un ámbito tan competitivo y complejo, la lealtad se convierte en un proceso multifactorial. No solo pesan las condiciones técnicas, sino también la fidelidad a quienes solventan los gastos de la investigación y permiten mantener el ritmo de vida del investigador. Esta lealtad al mecenas es parte de su compromiso ético y lo asiste a consolidar un prestigio que facilitará nuevos emprendimientos.

Durante el Tercer Reich las presiones políticas y sociales fueron mayores a las de los tiempos de la República de Weimar y del régimen imperial. En Alemania había 20.000 funcionarios relacionados con la ciencia, mientras que, en Inglaterra, solo 10.000. En 1930 los alemanes invertían más del 1% del PBI en investigaciones, mientras que Gran Bretaña invertía apenas el 0.3%. Las presiones ejercidas por el nazismo distorsionaron la integridad de funcionarios intachables como lo habían sido Max Planck (1858-1947) o Werner Heisenberg (1901-1976) hasta ese momento. Las nuevas circunstancias los obligaron a hacer concesiones al gobierno para sobrevivir en un régimen depravado que ponía en peligro la vida de aquellos que discrepaban con su ideología. Los miedos, las presiones, los compromisos y la obtención de recursos para trabajar se mezclaban con los sentimientos patrióticos, la pasión por la investigación y sus logros. Los dilemas eran constantes y la forma más fácil de resolverlos era manteniendo un statu quo, una inercia moral que aplacara sus conciencias. Sin desearlo, politizaron la ciencia mientras proclamaban su apoliticidad.

Tanto el nazismo como el fascismo llevan implícito el concepto de homogeneidad (de allí el uso de uniformes) y, a su vez, un verticalismo que convertía a las estructuras gubernamentales en órdenes militares. Los científicos que se mantenían dentro de estos cánones, obedientes y sumisos, podían seguir trabajando y hasta progresar en su carrera, aunque no adhiriesen a la ideología del Partido. Aquellos que no lo hacían o que expresaban su disidencia se jugaban el empleo y hasta la vida, por más brillantes que fueran.

El nazismo tenía la particularidad de mezclar una irracionalidad ideológica con la dinámica de la ciencia y la tecnología, lo que creaba una “tecnocracia” como pilar tenebroso de la burocracia alemana. Este mecanismo resultaba más evidente cuando los desarrollos podían ser de utilidad a los fines bélicos o ideológicos.

Las ramas con aplicaciones prácticas, como la fabricación y el desarrollo de armas, cohetes y aviones, debían hacer propuestas y correcciones constantemente para adaptarse a las necesidades de la contienda. En cambio, las aplicaciones teóricas, como la física y las matemáticas, no necesariamente requerían una adaptación a las contingencias del conflicto armado, aunque sí era menester mantener una coherencia ideológica, o al menos una formalidad, con los principios políticos del Partido. Esta particular concepción imperó solo en los primeros tiempos de la guerra, porque hasta los jerarcas nazis terminaron comprendiendo que las investigaciones no necesariamente deben ser lineales: el científico investiga y nunca tiene la certeza de en dónde surgirá el próximo hallazgo ni de cuál será el sentido y la aplicación de lo que ha desarrollado. La complejidad de los asuntos muchas veces favoreció a los científicos para lograr un espacio proclive al trabajo creativo. Esta relación entre políticos y científicos es muy particular porque, como el político generalmente carece de conocimientos tan sofisticados y técnicos, acaba siendo rehén de lo que los “expertos” proclaman. Esta relación mutua entre ciencia y política termina legitimando un vínculo donde no siempre está claro quién está sometido a quién.

Creer que los científicos solo actúan responsablemente cuando desarrollan su actividad bajo un gobierno democrático es un concepto, por lo menos, inocente. Los científicos son proclives a abdicar de sus responsabilidades, bajo las órdenes tanto de gobiernos democráticos como de totalitarios; en ambos casos dicen responder a una “pureza irresponsable” y se ufanan de ser apolíticos.

Bajo gobiernos democráticos hemos sido testigos de una feroz carrera armamentística, de ensayos nucleares, de uso de drogas sin su debido seguimiento, de daños a la ecología y el medio ambiente, de limitaciones a la libre información, de distorsión de datos y de la intromisión del Estado en la vida de los individuos.

Bajo gobiernos democráticos vemos cómo la propiedad intelectual aumenta los costos de vida con medicamentos innecesariamente complejos, mientras se pretende patentar cánones de la naturaleza (genes) y clonar especímenes (la forma más sofisticada de eugenesia). La sociedad de mercado se impone como mecenas de la investigación científica y eclipsa todo prurito moral bajo la expectativa de nuevas ganancias.

Los científicos son proclives a la vanidad, los celos y la envidia (tan proclives como los demás humanos… o más). Las ambiciones y el orgullo los empujan a la búsqueda de resultados, más allá de reparos éticos, porque creen que la ciencia, diosa omnipresente, absuelve sus pecados de codicia.

Obviamente, el problema de la parcialidad entre los científicos es más patente bajo regímenes totalitarios, como en los tiempos del estalinismo soviético, cuando el desarrollo científico se convirtió en un instrumento ideológico. Entonces, los resultados de los experimentos eran distorsionados para justificar premisas partidarias, como en el caso de Trofim Lysenko (1898-1976), un ingeniero agrónomo de origen soviético, quien “acomodaba” los trabajos de sus investigadores a los requerimientos del materialismo marxista. En la década de 1930, Lysenko condujo una campaña de ciencia agrícola conocida como lysenkoísmo, que explícitamente iba contra la agricultura genética y duró hasta mediados de la década de 1960 en la Unión Soviética.

Para leer los próximos apartados es indispensable desprenderse de los prejuicios, porque esta no es una cuestión maniquea de blanco o negro, como dijimos y repetiremos hasta el cansancio, sino que es una escala de grises, de sutilezas, de pequeños grandes detalles, de secretas concesiones y arbitrariedades que nos ayudará a entender los mecanismos que guiaron a algunas de las mentes más brillantes del siglo a aceptar la impronta totalitaria de un régimen brutal. También veremos la oposición al régimen y la ambivalencia de la Iglesia para expresar una clara condena a las persecuciones raciales, hecho que limitó la posibilidad de expresar su disenso o de sancionar a aquellos que habían adherido al régimen totalitario. De hecho, la Iglesia fue una de las grandes organizadoras de la huida de nazis a lugares más seguros a través de la llamada “ruta de ratas”.

Comprender los mecanismos que llevaron a la adhesión o al rechazo del nazismo, o la indiferencia y las concesiones que otorgó gran parte de la población, incluidos los técnicos y los científicos, es una forma de entender los peligros que acechan al futuro del mundo.

Los fundamentos míticos del odio racial

La Ahnenerbe nació como una asociación política, pero, como dijimos, inmediatamente buscó una máscara científica para legitimar sus investigaciones. Entre sus fundadores se encontraban Herman Wirth (1885-1981) y Ricardo W. Darré (1895-1953). El primero era un historiador de origen holandés recibido en la Universidad de Leipzig. Sus investigaciones sobre el folklore nórdico lo convirtieron en un referente de la cultura völkish, especialmente en el estudio de las canciones de origen germano, cuyas melodías se contraponían a la atonalidad de los cantos hebreos.

Wirth resalta la figura de Odín/Wotan, deidad protogermánica de la guerra, las ciencias y el arte, dotada de un temperamento inestable y prepotente. La misma etimología de la palabra así lo implica, ya que óor significa “loco, furioso y violento”, mientras que wód es un vocablo anglosajón que alude al ánimo, al pensamiento y a la sensibilidad. Este dios voluble y complejo fascinó a Hitler y a los jerarcas nazis, sobre todo porque el mito de Odín/Wotan comprende un vínculo con la inmortalidad.

Entre 1933 y 1935 existió un choque entre la Iglesia y el neopaganismo propuesto por algunos miembros del Partido Nazi. Wirth estaba entre aquellos que trataron de reinterpretar al cristianismo en términos del origen nórdico del monoteísmo, apelando a las teorías de Chamberlain. Este afirmaba que Cristo era el hijo de un legionario romano de origen germano, y no de san José. Pantera o Pandera era el nombre del soldado al que el griego Celso atribuyó la paternidad de Jesús de Nazaret. En 1859, en Bingen (Alemania), se encontró una tumba romana de un tal Tiberius Iulius Abdes Pantera, a quien atribuyeron, sin mayores pruebas ni precisiones, la paternidad de Cristo. Otros autores, como Werner Keller, creen que Pantera deriva de la palabra parthenos, que significa “hijo de virgen”, y que de esta forma llamaron a Jesús, supuesto hijo adúltero de María. Este relato tenía el fin de compatibilizar al cristianismo con el nazismo: Jesús era ario y no semita, y así millones de alemanes podían adorarlo, mientras los judíos eran exterminados para no contaminar la etnia germana.

Wirth fue también uno de los propulsores de la swastika (esvástica) como símbolo de “cicatrización nutricional” del espíritu ario. Este es un símbolo muy antiguo, probablemente del siglo V a. C. La palabra proviene del sánscrito y significa “ser auspicioso” o “conductivo al bienestar”. Entre los hindúes era una práctica común colocar la swastika a la entrada de las casas como una invitación de buen augurio (hoy parece un chiste de mal gusto).

La swastika también es un símbolo tradicional de Finlandia que alude al trueno y a la fuerza llamada hakaristi, un poder sobrenatural propio de las deidades. Esta swastika fue utilizada por la aviación finlandesa desde 1918, era azul y contaba con ángulos rectos y no oblicuos. Si bien reconocen un origen común y tanto Finlandia como Alemania terminaron peleando juntos contra Rusia, los finlandeses dejaron bien en claro que solo combatían contra los soviéticos para recuperar el territorio perdido en 1940 y que por tal motivo aceptaron el apoyo alemán, aunque jamás combatieron con los nazis en otros frentes.

Curiosamente, y por un tiempo, la swastika fue el símbolo usado por los boy scouts, propuesto por su fundador, Robert Baden-Powell (1857-1941), en 1922. Probablemente haya conocido este símbolo cuando sirvió como oficial británico en la India, al igual que el escritor y poeta Rudyard Kipling (1865-1936), quien utilizaba una swastika como exlibris de su biblioteca.

Ricardo Darré nació en Buenos Aires, en el barrio de Belgrano, para ser más preciso. Hijo de alemanes de origen hugonote, fue enviado a Europa cuando tenía nueve años para estudiar en Heidelberg y luego en Inglaterra. Se ofreció como voluntario durante la Primera Guerra y fue herido en más de una oportunidad. Finalizada la contienda, continuó sus estudios de agricultura hasta obtener un doctorado en la materia. Adhirió al movimiento Blut und Boden (sangre y tierra), de connotaciones ultranacionalistas.

En 1930, Darré conoció a Hitler y en 1933 fue elevado al cargo de ministro de Agricultura del III Reich. Entonces propuso la política de Rasse und Raum (raza y espacio) y propugnó así la expansión nazi hacia el este en búsqueda del Lebensraum (el espacio vital), idea expuesta por Hitler en Mein Kampf (Mi lucha), inspirada en los conceptos de Friedrich Ratzel (1844-1904), en el libro del mismo nombre que publicaría en 1901.

Una parte de las teorías conservacionistas del nacionalsocialismo es un reflejo de las ideas de Darré, como el cuidado del medioambiente, la observación de la naturaleza y el respeto a cánones ecológicos.

Como buen criador de ganado, Darré también adhería a una estricta eugenesia que condujo desde la Oficina Central de Raza y Asentamiento en las nuevas tierras conquistadas (Polonia, Ucrania, etc.).

Darré, a diferencia de Wirth, era un promotor del neopaganismo nazi y acusaba al cristianismo de enseñar la igualdad de los hombres frente a Dios, dejando de lado “la nobleza teutónica de sus fundamentos morales”.

Este ministro de Agricultura del Reich, junto a su subordinado Herbert Backe (1896-1947), llevó a cabo el Hungerplan (Plan de Hambre) para asegurar el suministro de alimentos a los alemanes que ocupaban las zonas invadidas desde 1942 en adelante, a expensas de condenar a la inanición a millones de campesinos rusos, ucranianos y judíos (el historiador Timothy Snyder estima que murieron 4.2 millones de habitantes en el territorio conquistado durante la contienda, que incluía la actual Ucrania y Bielorrusia).

La resistencia

Mientras que Darré y Wirth ordenaban los criterios “científicos” de la nueva propuesta aria, Himmler fundaba el primer campo de concentración en Dachau. Muchos de los que allí fueron recluidos no habían cometido otro crimen más que el disenso ideológico. Este es un tema no menor, porque después de la derrota se divulgó el mito de que en Alemania no había habido resistencia ni oposición al nazismo y de que el pueblo alemán se sometió masiva y mansamente a un régimen autoritario, gracias a la perniciosa filosofía de Nietzsche y su concepto de superhombre, que “brutalizó” a los alemanes y los convirtió en bestias inhumanas. Según esta perspectiva, los alemanes respaldaron sin chistar las barbaridades del régimen. Y esto no fue así.

No todos los alemanes fueron nazis, ni todos los nazis fueron alemanes; la ideología se diseminó por el mundo y encontró adeptos tanto o más feroces fuera de Alemania (como en Croacia, Francia, Bélgica, Inglaterra, etc., etc., etc.).

Jamás el nazismo contó con el voto de más del 44% del electorado alemán, aunque, en sus momentos de auge, Hitler pudo contar con un mayor apoyo gracias a la exaltación del espíritu patriótico. Una persistente oposición subsistió a lo largo de esos doce años, aunque gran parte de aquellos que disentían con el gobierno fueron encerrados en campos de concentración o limitados en su expresión, como le pasó al general Paul von Lettow-Vorbeck (1870-1964), héroe de la Primera Guerra, quien literalmente envió a Hitler al diablo cuando ambos fueron diputados. Von Lettow-Vorbeck pudo sobrevivir gracias a su prestigio entre los oficiales alemanes y el apoyo internacional que obtuvo de sus antiguos contrincantes (especialmente del Gobierno sudafricano).

El nazismo, como otros regímenes autoritarios surgidos del voto popular, se adueñó de la voz de las mayorías y calló a la oposición con un aparato propagandístico que actuó con agresividad, imponiendo su perspectiva de lo que era “la corrección política”. El Gobierno de Hitler se convirtió en promotor y árbitro de la opinión pública, la dictadura de “la mitad más uno…”.

La resistencia al nazismo fue un fenómeno importante pero, a su vez, poco conocido, aun en Alemania, como señala Barbara Kohen en su libro La resistencia alemana contra Hitler, 1933-1945. ¿Por qué no se difundió esta oposición? En primer lugar, para muchos alemanes la oposición en tiempos de guerra era vista como una traición a la patria y para los Aliados (especialmente para los rusos) divulgar la oposición perseverante al nazismo era una molesta carga que no servía a los fines de denigrar a los vencidos.

Después de la derrota en 1945, tanto los rusos como los americanos prefirieron mostrar a un pueblo brutal que sin chistar siguió a un loco criminal. Este prototipo perseveró y se multiplicó en miles de libros y películas.

¿Cuántos de ustedes han oído hablar del presbítero Gerhard Ritter (1888-1967), de Annedore Leber (1904-1968) o de tantos otros que construyeron un círculo de resistencia, sin ser ellos marxistas, ni judíos, ni gitanos, ni pertenecer a etnias perseguidas? Ellos eran alemanes conscientes de lo que estaba pasando y muchas veces denunciaron las barbaridades nazis al mundo, pero el mundo no les creyó, como bien señala Hans Rothfels (1891-1976) en sus estudios sobre la resistencia.

Entre 750.000 y 1.200.000 alemanes fueron encarcelados por ser sospechosos de llevar adelante tareas contra el régimen. Desde 1934 hasta 1944, 12.212 personas fueron ejecutadas en Alemania, 7000 de ellas por cuestiones políticas. Entre 1939 y la fecha de su muerte, se calcula que hubo 42 intentos de asesinar a Hitler.

La juventud descreída del nazismo creó una contracultura propia llamada Edelweißpiraten; era tal su envergadura que el régimen se vio obligado a construir un campo de concentración en Neuwied solo para alojar a estos jóvenes revoltosos ajenos al nazismo.

Uno de los intentos más trágicos de resistencia fue una pequeña organización de estudiantes de medicina de la Universidad de Múnich autodenominada la Rosa Blanca. Estos jóvenes repartían panfletos contra el gobierno llamando a “la libertad y el honor”, se oponían al programa de eutanasia y a los campos de exterminio que estaban regidos por médicos. Algunos de estos jóvenes habían servido en el cuerpo sanitario del frente ruso, así que habían sido testigos del barbarismo nazi. Hans Scholl (1918-1943) y su hermana Sophie (1921-1943), ambos estudiantes de medicina, junto a Christoph Probst (1919-1943), fueron condenados a muerte por el Tribunal del Pueblo y guillotinados junto a Alexander Schmorell (1917-1943), Kurt Huber (1893-1943) y Willi Graf (1918-1943). El doctor Georg Groscurth (1904-1944), profesor de Medicina Interna, creó una organización que se extendió por la Europa conquistada, que asistía a judíos a escapar y que protegía a soldados que desertaban. El profesor fue apresado por la Gestapo y ejecutado.

El atentado contra Hitler perpetrado el 20 de julio de 1944 fue una revuelta de jerarcas del ejército alemán que eran conscientes de la derrota a la que el Führer los conducía; la imagen casi romántica del barón Claus von Stauffenberg (1907-1944) es suficientemente conocida por distintas versiones cinematográficas (como Operación Valquiria, filmada en 2008), pero fue el último reclamo de un grupo de oficiales que, después de acompañar por años al Führer, se percataron de los graves errores cometidos.

Hubo millones de civiles alemanes que día a día resistieron con sus escasos medios a un régimen opresor y totalitario que reprimía con firmeza cualquier conato de subvertir el orden imperante.

El pastor protestante Martin Niemöller (1892-1984) expresó magistralmente cómo el miedo y la indiferencia frenaron la expresión de un mayor rechazo a la presión del nazismo. Él había sido comandante de submarinos en la Primera Guerra y luego estudió teología. Cuando se impusieron las leyes raciales, junto a Dietrich Bonhoeffer (1906-1945) fundaron la Iglesia confesante (Bekennende Kirche), de tendencia antinazi. Fue detenido e internado en los campos de concentración de Sachsenhausen y de Dachau desde 1938 hasta 1945.

ORIGINAL

TRADUCCIÓN

Als die Nazis die Kommunisten holten,habe ich geschwiegen; ich war ja kein Kommunist.

Als sie die Sozialdemokraten einsperrten, habe ich geschwiegen; ich war ja kein Sozialdemokrat.

Als sie die Gewerkschafter holten, habe ich nicht protestiert; ich war ja kein Gewerkschafter.

Als sie die Juden holten, habe ich nicht protestiert; ich war ja kein Jude.

Als sie mich holten, gab es keinen mehr, der protestieren konnte.

Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista.

Cuando encarcelaron a los socialdemócratas, guardé silencio, porque yo no era socialdemócrata.

Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, no protesté, porque yo no era sindicalista.

Cuando vinieron a llevarse a los judíos, no protesté, porque yo no era judío.

Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar

Este poema se atribuye erróneamente a Bertolt Brecht (1898-1956). Después de la guerra, Niemöller promovió la Declaración de Culpabilidad de Stuttgart firmada por líderes protestantes, donde se reconocía que las Iglesias (tanto la católica como la protestante) no habían expresado su rechazo al nazismo con claridad y contundencia.

La puñalada por la espalda

El concepto de campo de concentración había sido puesto en práctica por los británicos durante la guerra anglo-bóer en Sudáfrica. A fin de frenar la belicosidad de los guerrilleros de origen holandés, los ingleses apresaron a las familias de los combatientes bóer y las recluyeron en grandes prisiones, en condiciones muy precarias, para hacerlos desistir de sus ataques sorpresivos contra las tropas británicas.

Los soviéticos reprimieron a la oposición con los tristemente célebres gulags y las deportaciones masivas.

Al principio, los campos de concentración nazis alojaron a anarquistas, jefes sindicales, comunistas y disidentes, aunque con el tiempo se convirtieron en emblemas de la represión racial del régimen. En 1939, antes del comienzo de la guerra, había seis campos en los que estaban recluidos 27.000 prisioneros; al final de la guerra, muchos millones de personas habían pasado por los cientos de campos que Himmler organizó bajo la férrea conducción de la SS.

Originalmente, los 290 integrantes de la SS habían constituido el grupo de choque del Partido en las salvajes refriegas callejeras que le ganaron fama de intolerante y agresivo, lo que les confirió a los nazis un lugar destacado en las luchas políticas de la consternada Alemania de posguerra. Con el advenimiento de la Segunda Guerra, se convirtieron en una aceitada máquina represora con la expresa intención de imponer la ideología racial del Partido.

El caos y la incertidumbre reinantes en Alemania después del Pacto de Versalles, con una democracia demasiado tolerante y por momentos hasta anárquica, tuvieron su contraparte en grupos que proponían la restauración del antiguo orden y de las tradiciones germanas con métodos violentos, aunque también eran violentos los métodos de los anarcocomunistas que plagaron al país de huelgas y atentados contra las autoridades.

Los grupos más reaccionarios no les echaban la culpa de la derrota en la Primera Guerra Mundial a los militares, sino al desorden doméstico, que había abierto un nuevo frente interno en el momento más crítico del conflicto. Para ellos, la culpa de todo la tenían los judíos y los comunistas.

La guerra se había mecanizado al ritmo de la industrialización. Durante la batalla de Jena, cuando Napoleón conquistó los estados alemanes en 1807, se habían intercambiado 1500 salvas de artillería a lo largo del enfrentamiento; cien años más tarde, al finalizar la Primera Guerra, se necesitaban 100.000 proyectiles por día para prolongar el poder de fuego del ejército alemán.

Los disturbios en las fábricas por la presión de los gremios instigados por comunistas impidieron que se continuara con el ritmo necesario para imponerse a un enemigo poderoso. Este fenómeno dio lugar a la Dolchstoßlegende, la leyenda de “la puñalada por la espalda” (al parecer, quien generó esta expresión fue el general inglés sir Neill Malcolm, en diálogo con el mariscal Ludendorff, quien enseguida se adueñó de la frase). El Gobierno del Káiser había abrazado la causa bélica, convencido de la victoria por la superioridad alemana demostrada con su tecnología y en las campañas de fines del siglo XX.

La terrible desilusión de la derrota necesitaba de culpables y el facilismo nacionalista pronto los encontró en un viejo enemigo del espíritu germano: los judíos.

La Dolchstoßlegende tenía dos vertientes. Por un lado, los que afirmaban que los capitalistas judíos habían negado su apoyo económico a Alemania en el momento más crítico del conflicto. En la otra vertiente, los divulgadores de la teoría antisemita sostenían que los comunistas judíos habían incitado a las huelgas y revueltas que bloquearon el esfuerzo fabril del Gobierno del Káiser. Activistas como Kurt Eisner (1867-1919), Karl Liebknecht (1871-1919) y Rosa Luxemburgo (1871-1919) fueron responsabilizados por organizar los desmanes que condujeron a la parálisis industrial y, consecuentemente, a la derrota. Todos ellos fueron ejecutados al finalizar la contienda.

Esta persecución de los judíos no era algo nuevo en la cultura alemana. Albrecht Dürer (1471-1528), quizás el artista más grande de Alemania, ilustró el Liber chronicarum (Crónicas de Núremberg), la primera historia publicada del mundo (Núremberg, 1493). En uno de esos grabados se muestran braseros en los que miles de judíos fueron quemados: en 1298, en Wurzburgo y Rothenburg; en 1348, en varios lugares de Alemania; y en 1492, en Bratislava, Passau, Ratisbona, etc., etc.

El término antisemita había sido acuñado por el periodista Wilhelm Marr (1819-1904), quien fue llamado “el padre del antisemitismo”, en 1873. August Ludwig von Schlözer (1735-1809) fue quien utilizó por primera vez el término “semita” para denominar a los arameos, los hebreos y los árabes, es decir, los descendientes de Sem, el hijo de Noé y, a su vez, padre de Abraham y antepasado de Eber (de donde viene la palabra hebreo). Franceses como Arthur Gobineau (1816-1882), autor de Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855), y Ernest Renan (1823-1892) habían señalado las diferencias raciales y, en el caso de Renan, también la inferioridad de los pueblos semitas frente a los arios.

Marr agitó las banderas del antisemitismo y lo confrontó con la pureza del Volk alemán. Tampoco era nueva esta postura en la historia, ya que Federico II el Grande de Prusia y María Teresa I de Austria habían limitado la circulación de los súbditos judíos en sus respectivos territorios. Hasta el mismísimo Immanuel Kant (1724-1804) abogó por la “eutanasia de los judíos”, término que utilizó en sentido figurado, ya que propugnaba la conversión de los hebreros a una religión moral despojada de toda ley ritual.

El manejo de parte de las finanzas de Europa y América por familias de origen judío, como los Rothschild, creó la fantasía conspirativa de un gobierno universal hebreo que controlaba al mundo a través del capital y las industrias. Novelas como Coningsby (1844), de Benjamin Disraeli (curiosamente, un político inglés de origen israelita), y ensayos como La France juive (La Francia judía), de Édouard Drumont, sirvieron para divulgar este mito.

Las figuras como Richard Wagner (con su libro El judaísmo en la música) y el sutil antisemitismo en los cuentos recopilados por los hermanos Grimm se encargaron de propagar este prejuicio. El mismo Karl Marx, en su estudio Sobre la cuestión judía, equipara la explotación capitalista con las actividades de la colectividad israelita.

En 1879, el filósofo y político Heinrich von Treitschke (1834-1896) proclamaba dentro del Reichstag: “Los judíos son nuestra desgracia”. Esta frase devino en el lema del diario Der Stürmer, órgano de difusión del antisemitismo nazi.

Los prejuicios raciales se multiplicaron durante las campañas políticas de posguerra, en un país con deudas enormes y una inflación implacable. Había que repartir culpas y los judíos se llevaron la peor parte, como en otras situaciones conflictivas de la historia.

Ante las crisis periódicas, los partidos políticos se polarizaron y cayeron en una sucesión de alianzas que duraban lo que un suspiro. Entre 1920 y 1932, se sucedieron veinte gobiernos de coalición entre treinta partidos políticos oficiales. Al final, Hitler fue nombrado canciller por una camarilla de viejos dirigentes de la oligarquía alemana, que estaba convencida de poder manejar las energías de este joven acostumbrado a las luchas de barricadas, para aplastar a los comunistas y así restablecer cierto orden conservador en el país. Muchos alemanes pensaron que el antisemitismo y las teorías raciales eran parte del precio que debían pagar por la estabilización del país. Creían que era una locura transitoria que pronto habría de llegar a su fin. Por esta razón, muchos judíos no entendieron la gravedad del tema y no pudieron huir a tiempo. Esa no era la Alemania que ellos conocían y por la que muchos habían peleado en su defensa durante la Primera Guerra. Ellos se sentían alemanes, incorporados a la vida social del país desde hacía siglos, y de la noche a la mañana eran segregados por una política arbitraria. Para ellos, abandonar “su” país no era una opción.

De lo que no se percataron es que esa había dejado de ser “su” Alemania para convertirse en el modelo dictatorial de un régimen autocrático y racista.

Cuando Hitler se hizo del poder, aprovechó toda fisura legislativa para imponerse. Apenas asumió quedaron suspendidos los derechos civiles; después del atentado al Reichstag, se cerró el Parlamento (con la anuencia de los partidos políticos), se disolvieron los sindicatos y se detuvieron a los adversarios políticos en campos de concentración, como el construido por Himmler en Dachau.

El drama había comenzado.

El nazismo en el mundo

¿Por qué tanta gente inteligente y formada se dejó llevar por este hombre? ¿Por miedo? ¿Por fanatismo? ¿Por patriotismo? ¿Por despecho? ¿Cómo es que un país que tuvo genios como Bach, Beethoven, Mendelsohn, Kant, Hegel, Fichte y Schelling pudo arrastrarse tras un individuo como Hitler o un esquizofrénico declarado como Rudolf Hess o un psicópata como Goebbels? ¿Cómo es que una nación que tuvo pensadores como Wittgenstein, Weber y Heidegger se entregó a un delirio racial y a un ideario poco consistente? ¿Por qué una nación que produjo personalidades como Albert Schweitzer, Albert Einstein, Max Planck y cientos de científicos notables se embarcó en una guerra contra el resto del mundo aludiendo a una supuesta superioridad nacional?

Entre 1901 y 1933 Alemania había ganado treinta y tres Premios Nobel; Inglaterra, ocho; y Estados Unidos, apenas seis. Tomamos el Premio Nobel como un parámetro, no porque siempre hayan sido justas sus elecciones (muchos científicos de mérito no fueron premiados por la Academia Sueca), sino porque es un indicador que permite medir la excelencia académica. Más de veinte de estos científicos premiados continuaron trabajando en la Alemania de Hitler, y muchos de ellos, como Johannes Stark (1874-1957), fueron entusiastas adherentes al régimen. Cabe consignar que, después de la designación del opositor al nazismo, el escritor Carl von Ossietzky (1889-1938), al Premio Nobel de la Paz en 1935, Hitler se ofendió con la Academia Sueca y prohibió que los ciudadanos alemanes aceptasen el premio. Dicho escritor había fundado el movimiento “Nunca más guerra” y denunciado el rearme alemán. Lo acusaron de revelar secretos militares en sus artículos, por lo que sufrió cinco años de prisión y, finalmente, murió de tuberculosis a los cuarenta y ocho años.

Un país de cincuenta millones de habitantes pudo mantener en jaque a Europa y al mundo por cinco años gracias a las mentes que idearon los Panzer, los V1 y V2, los U-boote y los Messerschmitts y fue capaz de compensar sus falencias estructurales con coraje, ingenio y habilidades técnicas, aunque muchos de los creadores y productores de estos adelantos estaban al tanto del trabajo esclavo y hacían experimentos con personas como si fuesen ratas de laboratorio.

Toda aberración es posible en la mente humana, por más brillante que sea, si le dan los medios y los justificativos, “cuando Dios no mira”.

El historiador británico Ian Kershaw (1943), uno de los principales estudiosos del Tercer Reich, se pregunta si otros países habrían reaccionado en forma más honorable bajo las mismas circunstancias. Los rusos recurrieron a las purgas bolcheviques y los gulags. En cada país que pisó el nazismo surgieron fuerzas tanto o más oscuras que la SS, como los ustashas en Croacia. Cientos de belgas, rumanos, franceses y hasta ingleses formaron grupos ultranazis e integraron los cuadros de la SS. El fascismo italiano fue menos vehemente que el alemán en la lucha racial, pero igual de fanático en el marco político. Y no profundicemos en la violencia en Japón, un país que aplicó normas de una crueldad sádica en sus prisioneros de guerra. Ian Kershaw responde su pregunta con un lacónico: “Sospecho que no”. El mal está en nuestros cromosomas. La violencia y la arbitrariedad están en nosotros. Solo hay que crear el medio adecuado para que se expresen.