Ciudad de cuarzo - Mike Davis - E-Book

Ciudad de cuarzo E-Book

Mike Davis

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Beschreibung

Una historia crítica de Los Ángeles, la metrópolis que mejor encarna la doble naturaleza utópica y distópica del capitalismo avanzado. En 1900, Los Ángeles era un pueblo grande surgido de la nada en medio del desierto californiano. Hoy, es el tercer polo de actividad económica más importante del mundo después de Tokyo y Nueva York. Ninguna ciudad ha sido más amada y odiada al mismo tiempo. Para sus promotores, «L.A. lo reúne todo». Efectivamente: sol, capital (mucho capital), arquitectura icónica, multiculturalismo y diversidad, Bel Air, Hollywood, etc. Pero también crack, gangsta rap, violencia racial, policía privada, sinhogarismo masivo, desigualdad extrema y codicia. Los Ángeles, entre el paraíso y el vertedero posmoderno del sueño americano. Escrito en 1990 y revisado en 2018, Ciudad de cuarzo es un clásico contemporáneo imprescindible de la sociología urbana, en el que Mike Davis reconstruye la historia sombría de Los Ángeles y disecciona el rol y los juegos de poder de sus protagonistas: las élites de la promoción inmobiliaria, las viejas dinastías propietarias de Los Angeles Times, el mundo de la cultura, los habitantes marginalizados de los suburbios, los inmigrantes, la Iglesia, la famosa LAPD (policía de Los Ángeles), etc. Una obra fascinante en la que vislumbrar nuestro propio futuro reflejado con una claridad aterradora. La crítica ha dicho... «Una historia fascinante sobre la locura cruel y perpetua de las élites gobernantes». The New York Times «Tan fundamental para el canon de Los Ángeles como cualquier otro texto que Joan Didion escribiera en los setenta». New Yorker «Pocos libros arrojan tanta luz sobre sus temas como esta brillante excavación de Los Ángeles». San Francisco Examiner «Una historia tan fascinante como instructiva». Peter Ackroyd, The Times

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CIUDAD DE CUARZO

 

 

Título original: City of Quartz

© del texto: Mike Davis, 1990, 2018

© de la traducción: Rafael Reig, 2003

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: julio de 2023

ISBN: 978-84-19558-21-3

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

PRÓLOGO

      I. ¿Sol radiante o serie negra?

     II. Líneas de fuerza

    III. Una revolución propia

    IV. La fortaleza LA

     V. El martillo y la roca de droga

    VI. Nuevas confesiones

   VII. Vertedero de sueños

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

Para mi dulce Roísín,para que recuerde a su abuela por...

«El estímulo superficial, lo exótico, lo pintoresco solotiene efecto en el extranjero. Para retratar una ciudad, unnativo necesita otros motivos —más profundos—, los delque viaja hacia el pasado en lugar de en la distancia. El librode un nativo sobre su ciudad siempre se relacionará con losrecuerdos, el escritor no ha pasado allí su infancia en vano».

WALTER BENJAMIN

PRÓLOGO

LA VISTA DESDE LOS FUTUROS YA PASADOS

El mejor lugar para contemplar el LA del próximo milenio son las ruinas de su futuro alternativo. Si uno se sitúa sobre los tenaces cimientos de piedra del Centro de Reuniones de la ciudad socialista de Llano del Río —la antípoda utópica del «Los Ángeles: siempre-funciona-todo»—, a veces alcanza a ver el elegante descenso final del transbordador espacial hacia el lago seco de Rogers. En el horizonte se difuminan los hangares de la Planta 42 del Ejército del Aire, donde se montan los bombarderos espías (cada uno con un coste equivalente al de 10.000 unidades de viviendas públicas) y otros últimos caprichos, todavía secretos, del Apocalipsis. Más cerca, tras unos pocos kilómetros de matorrales con alguna que otra sorprendente yuca —el árbol de Josué—, se encuentra la avanzadilla de las áreas residenciales, que van aproximándose, con los adosados en vanguardia.

Para su unión final con la metrópolis, el desierto alrededor de Llano ha sido preparado como una novia virgen: cientos de kilómetros cuadrados de espacio vacío y compartimentado listos para recibir a futuros millones de habitantes; con extrañas, proféticas placas que señalan esquinas fantasmas como «calle 250 y Avenida K». Incluso se inspecciona con cautela el misterioso seno de la falla de San Andrés, justo al sur de Llano, sobre una ominosa escarpa, en busca de emplazamientos para casas de diseño. La música nupcial la proporciona la conmoción diaria de 10.000 vehículos que atraviesan como el rayo la autopista Pearblossom, el tramo de asfalto de dos carriles más mortífero de California.

Cuando los primeros colonos de Llano, ocho muchachos de la Liga Juvenil Socialista del Pueblo, llegaron por primera vez en 1914 al Plymouth de la Comunidad Cooperativa, esta parte del desierto de Mojave, mal llamada valle del Antílope1, estaba poblada por unos pocos miles de rancheros, mineros del bórax y trabajadores del ferrocarril, además de algunos guardias armados para proteger de sabotajes el acueducto recién construido. Entonces Los Ángeles era una ciudad de 300.000 habitantes (la población que hoy tiene el valle del Antílope), y su perfil más urbano, visible ahora desde Llano, se encontraba en el nuevo barrio de Hollywood, donde D. W. Griffith y su multitudinario equipo estaban terminando una fábula épica sobre el Ku Klux Klan, El nacimiento de una nación. En su marcha de un día entero conduciendo desde el Templo del Trabajo, en el centro de Los Ángeles, hasta Llano, a través de 140 kilómetros de camino para carros, los jóvenes militantes fueron pasando en sus camionetas Ford-T rojas frente a montones de carteles, en medio de campos de remolacha y huertos de nogales, que anunciaban la inminente parcelación del valle de San Fernando (propiedad de los más ricos de la ciudad y anexionado el año siguiente, como culminación de la «conspiración del agua» que Polanski recreó en Chinatown).

Tres cuartos de siglo más tarde, 40.000 oficinistas del valle del Antílope se arrastran cada mañana con los parachoques tocándose por el atasco que atraviesa Soledad Pass, en dirección a sus remotos trabajos, bajo el cielo contaminado de un valle de San Fernando hiperdesarrollado. La parte superior de Mojave, que fue durante breve tiempo un Desierto Rojo, en el momento de apogeo de Llano (1914-1918), se ha convertido en los últimos cincuenta años en el patio de juegos favorito del Pentágono. El ejército de Patton se entrenó aquí para enfrentarse a Rommel (aún se distinguen las rodadas de los viejos tanques) y Chuck Yeager rompió por primera vez la barrera del sonido sobre el valle del Antílope en su avión cohete Bell X-l. Bajo los casi 30.000 kilómetros cuadrados de bóveda azul de R-2508 —«el espacio aéreo más importante del mundo»— siguen entrenándose 90.000 militares cada año.

Pero a medida que el suelo urbanizable ha ido desapareciendo a lo largo de las llanuras costeras y las cuencas interiores y la creciente inflación ha limitado el acceso a viviendas nuevas a menos del 15 % de la población, el desierto militarizado se ha convertido de pronto en la última frontera del sueño del sur de California. Con precios cien mil dólares más baratos que los del valle de San Fernando (el área residencial arquetípica de los años cincuenta), el valle del Antílope casi ha doblado su población durante la última década y se espera un cuarto de millón de nuevos habitantes para 2010. Solo en 1988 se comenzó la construcción de 11.000 nuevas viviendas. Puesto que la base económica del valle, sin contar a los agentes inmobiliarios, se nutre casi exclusivamente de aislados complejos militares de la guerra fría —la base Edwards de la Aviación y la Planta 42 (que incluyen en conjunto unos 18.000 empleados civiles)—, la mayoría de los nuevos propietarios pasará directamente a aumentar el atasco de cada día en la autopista.

El modelo de urbanización es el que el crítico Peter Plagens ha llamado «la ecología del mal»2. Los promotores no construyen viviendas en el desierto —esto no es Marrakech, ni siquiera Tucson—, se limitan a limpiar, igualar y pavimentar, conectan algunas tuberías con el río artificial de la zona (el acueducto de California, con subvención oficial), construyen un muro de seguridad y enchufan el «producto». Para los promotores (diez o doce grandes compañías con sede en sitios como Newport Beach y Beverly Hills), con experiencia de generaciones en desarrollar los huertos de cítricos del condado de Orange y del valle de San Fernando, el desierto no es más que otra abstracción de los signos del dólar y la suciedad. Las excavadoras están transportando hacia el olvido la maravilla natural más importante de la región, un bosque de árboles de Josué con ejemplares de nueve metros de altura y que fueron contemporáneos de Guillermo el Conquistador. Para los promotores, los magníficos árboles de Josué, exclusivos de este desierto, no son más que unos enormes e incómodos arbustos, inapropiados para crear la ilusión de hogares ajardinados. Como explicaba el responsable de Vivienda Harris: «Es un árbol muy raro. No es un árbol bonito, como el pino o algo así. A la mayor parte de la gente no le importan nada los árboles de Josué»3.

Con semejante malevolencia hacia el paisaje, no sorprende que los promotores también nieguen al desierto cualquier concesión onomástica. En los folletos dirigidos a los compradores o a los inversores asiáticos, han empezado a referirse eufemísticamente a la región como «el condado del norte de Los Ángeles». A sus pequeños envases para un estilo de vida Chardonnay, de color pastel, con aire acondicionado y mucha agua, los bautizan con marcas aromáticas como Fox Run, Mardi Gras, Bravo, Cambridge, Sunburst, Nuevos Horizontes y otras semejantes. Lo más extravagante son las comunidades valladas fabricadas por Kauftnan y Broad, los constructores que se hicieron famosos en los setenta al exportar bulevares de Hollywood a las afueras de París. Ahora han traído Francia (o, más bien, casas californianas travestidas a la francesa) de vuelta al desierto, dentro de mini-extrarradios fortificados, con césped lujurioso, matorrales europeos, falsos tejados de mansarda y nombres característicos de nuevos ricos, como «Chateau».

Pero Kaufman y Broad se limitan a poner de manifiesto el método que subyace bajo la aparente demencia del desierto urbano de Los Ángeles. Los árboles de Josué desechados, el despilfarro irresponsable de agua, los muros claustrofóbicos y los nombres ridículos constituyen tanto una polémica con el urbanismo incipiente como una agresión a una naturaleza en peligro. La lógica utópica (literalmente, no-lugar) de su parcelación en áreas esterilizadas desprovistas de naturaleza e historia, planificadas únicamente para el consumo privado de las familias, evoca buena parte de la evolución del sur de California y su construcción de viviendas en serie. Pero los promotores no se limitan a volver a empaquetar el mito (la buena vida de las áreas residenciales) para la nueva generación, también dan pábulo al nuevo y rampante miedo a la ciudad.

La ansiedad social, como le gusta recordarnos a la sociología urbana, no es otra cosa que la dificultad para asimilar los cambios. ¿Pero quién ha previsto o ha asimilado la escala del cambio en el sur de California a lo largo de los últimos quince años? La galaxia urbana bajo la influencia de Los Ángeles, que se extiende ya desde los hogares tipo club de campo de Santa Bárbara hasta las cabañas coloniales4 de Ensenada; hasta el límite de Llano en la parte superior del desierto y el valle de Coachella hacia abajo; con una superficie construida que equivale aproximadamente al tamaño de Irlanda y un producto interior bruto mayor que el de la India, es la metrópolis de crecimiento más acelerado en el mundo industrializado. Su población actual es de quince millones, comprende seis condados y una porción de la Baja California, y se agrupa en torno a dos megacentros (Los Ángeles y San Diego-Tijuana) y una docena de grandes centros urbanos en expansión; se prevé que, para la próxima generación, la población aumente en siete u ocho millones. La inmensa mayoría de estos nuevos habitantes no serán anglosajones, lo que alejará aún más el balance étnico de la hegemonía de los wasp (anglosajones blancos y protestantes) y lo inclinará hacia la diversidad multiétnica del próximo siglo. (Los anglosajones se convirtieron en minoría en el condado y la ciudad de Los Ángeles durante los ochenta, como lo harán en el estado antes de 2010)5.

La polarización social ha aumentado casi tan rápidamente como la población. Un reciente estudio sobre las tendencias de la renta doméstica en Los Ángeles durante los ochenta indica que la riqueza (rentas superiores a los 50.000 dólares) se ha triplicado (del 9 al 26 %), mientras que la pobreza (por debajo de los 15.000) ha aumentado en un tercio (del 30 al 40 %); la clase media, tal y como se preveía, se ha reducido a la mitad (del 61 al 32 %)6. Al mismo tiempo, se han hecho puntualmente realidad los peores miedos populares de hace una generación con respecto a las consecuencias de un excesivo desarrollo urbano a remolque del mercado. Décadas de falta de inversión sistemática en vivienda e infraestructura urbana, combinadas con subsidios grotescos para los especuladores, una calificación permisiva del suelo para el desarrollo comercial, la ausencia de planificación regional efectiva y los impuestos ridículamente bajos sobre el patrimonio de los más ricos, han hecho inevitable la pérdida de calidad de vida para las clases medias en las antiguas áreas residenciales, así como para las clases bajas de las ciudades.

El valle del Antílope es al mismo tiempo un santuario para este torbellino de crecimiento y crisis y uno de sus epicentros que aumenta de tamaño más deprisa. A través de la reafirmación desesperada de sus parcelas valladas, los nuevos habitantes de las afueras intentan recobrar el paraíso perdido de las áreas residenciales al estilo de los cincuenta. Los residentes más antiguos del valle, por otro lado, intentan levantar desesperadamente muros de contención para este éxodo urbano patrocinado por sus propias élites políticas y económicas y sus planes de desarrollo. Desde su cada vez más iracundo punto de vista, la inmigración masiva desde 1984 solo ha traído atascos, contaminación, aumento de la delincuencia, competitividad laboral, ruido, erosión del suelo, escasez de agua y la destrucción de un estilo de vida característicamente ruralizado.

Por primera vez desde que los socialistas abandonaron el desierto (en 1918, rumbo a su colonia de New Llano, en Louisiana) se empieza a hablar frenéticamente de «revolución rural total». El anuncio de varios nuevos megaproyectos (ciudades instantáneas que van desde las 8.500 a las 35.000 unidades, diseñadas para ser implantadas en el mapa del valle) ha provocado una ira populista sin precedentes. Hace poco, el representante del proyecto Ritter Ranch en el valle Leone fue «acorralado por una multitud airada [...] que gritaba, le insultaba y amenazaba con matarle». En los dos municipios autónomos del valle, Lancaster (la sede internacional de la Sociedad Tierra Plana) y Palmdale (la ciudad de crecimiento más acelerado de California durante la mayor parte de los ochenta), más de sesenta diferentes asociaciones de propietarios se han unido para ralentizar la urbanización, así como para protestar por el plan estatal para una nueva prisión en el área de Mira Loma, con capacidad para 2.200 internos y destinada a los delincuentes de bandas y relacionados con las drogas7.

Así, el mito de un santuario en el desierto se derrumbó poco después de la Nochevieja de 1990, cuando la bala perdida de un miembro de una banda mató a un popular atleta estudiantil. Poco después, Quartz Hill, un área de moda, anunciada como el nuevo Beverly Hills del desierto, sufrió un tiroteo entre bandas rivales, la local 5 Deuce Posse y unos Crips de fuera. El terror a las bandas callejeras de LA sacudió de pronto el desierto. Mientras los policías perseguían a los adolescentes fugitivos con perros, como si fueran presos fugados encadenados al estilo de Georgia, los empresarios locales formaron una especie de somatén llamado Bandas Fuera Ya. Atemorizado por los avisos oficiales de que había 650 «miembros de bandas identificados» en el valle, el instituto local intentó imponer un código indumentario draconiano que prohibía los colores de las bandas (el rojo y el azul). Los estudiantes, airados, se manifestaron a su vez en las calles8.

Mientras los chicos «hacían lo que hay que hacer», la rama local de la Asociación para la Promoción de las Personas de Color solicitaba una investigación sobre las muertes sospechosas de tres «no-blancos» a manos de agentes de la policía. En un caso los agentes dispararon contra un estudiante asiático desarmado, mientras que en el otro un negro acusado de portar una herramienta de jardín con tres puntas recibió ocho tiros. El incidente más notable, sin embargo, fue el asesinato de Betty Jean Aborn, una mujer negra de mediana edad, sin hogar y con un historial médico de enfermedad mental. Cuando la rodearon siete corpulentos agentes por haber robado un helado en una tienda, supuestamente blandió un cuchillo de carnicero. La respuesta fue una increíble descarga de veintiocho disparos, dieciocho de los cuales hicieron impacto en su cuerpo9.

Cuando el desierto anunciaba así la llegada del fin de siglo con una sorprendente obertura de excavadoras y tiroteos, algunos de los veteranos, viendo disminuir rápidamente la distancia entre la soledad de Mojave y la congestión de la vida urbana, comenzaron a preguntarse en voz alta si acaso existía después de todo alguna alternativa a Los Ángeles.

EL ÁRBOL DE MAYO

Se dice que la lucha de clases y la represión condujeron a los socialistas de Los Ángeles al desierto. También llegaron acuciados por la posibilidad de probar el dulce fruto del trabajo cooperativo en el curso de sus propias vidas. Como explicó Job Harriman, que estuvo a punto de convertirse en 1911 en el primer alcalde socialista de Los Ángeles: «Me parecía evidente que la gente no iba a abandonar sus modos de vida, buenos o malos, capitalistas o no, mientras no se desarrollaran otros métodos que prometieran ventajas por lo menos tan buenas como las que tenían tal y como estaban viviendo». Lo que Llano prometía era un salario garantizado de cuatro dólares diarios y la oportunidad de «enseñarle al mundo algo que aún no ha visto, cómo vivir sin luchas y sin interés por el dinero, el alquiler, la tierra o el beneficio de cualquier tipo»10.

Con el patrocinio no solo de Harriman y el partido socialista, sino también de W. A. Engle, director del Consejo Central del Trabajo, y de Frank McMahon, del sindicato de albañiles, cientos de granjeros sin tierras, trabajadores sin empleo, operarios en la lista negra, oficinistas aventureros, locutores de radio perseguidos, tenderos inquietos y bohemios de ojos brillantes siguieron a los socialistas hacia el lugar en el que el Río del Llano (ahora Big Rock Creek) alcanzaba el borde del desierto. Aunque se trataba de «democracia sin la tapa puesta [...], democracia rampante, beligerante, sin restricciones», su labor entusiasta transformó miles de hectáreas de Mojave en una pequeña civilización socialista11. Hacia 1916 sus campos de alfalfa y sus establos modernos, sus huertos de peras y verduras, todo ello regado por un sistema complejo y eficiente, satisfacían el 90 % de las necesidades alimenticias de la colonia (además de proporcionarle sus propias flores). Al mismo tiempo, docenas de pequeños talleres remendaban zapatos, envasaban fruta, lavaban la ropa, cortaban el pelo, reparaban automóviles y publicaban el Camarada del Oeste. Hubo incluso una compañía cinematográfica de Llano y un intento fallido de aviación (el avión que construyeron se estrelló).

Bajo la inspiración de Chautauqua tanto como de Marx, Llano era también un gran centro docente. Los bebés (incluida Linda Lewitzky, la futura bailarina) jugaban en el jardín de infancia. Los niños (entre ellos, Gregory Ain, el futuro arquitecto) asistían al primer colegio Montessori del sur de California. Los adolescentes también tenían su propia Colonia de los Chicos (un prototipo de escuela industrial) y los adultos asistían a clases nocturnas o disfrutaban de la mayor biblioteca de Mojave. Uno de los pasatiempos preferidos para las veladas, además de bailar al ritmo de la extraordinaria orquesta de ragtime de la colonia, eran los debates sobre los planos de Alice Constance Austin para la Ciudad Socialista en que se iba a convertir Llano.

Aunque influida por las ideologías contemporáneas de la ciudad-belleza y la ciudad-jardín, los dibujos y maquetas de Austin, como ha subrayado la historiadora de la arquitectura Dolores Hayden, eran «rotundamente feministas y californianos». Igual que los planos para viviendas cooperativas que hizo en los años cuarenta el chico de Llano, Gregory Ain, Austin se proponía transformar los valores culturales y el entusiasmo popular específicos del sur de California en un paisaje social planificado e igualitario. En la maqueta que presentó a los colonos en las fiestas del primero de mayo de 1916, Llano aparecía como una ciudad jardín de 10.000 personas que habitaban bellos apartamentos Craftsman con jardín privado, pero con cocina y lavandería compartidas, para liberar a las mujeres de la esclavitud doméstica. El Centro de Reuniones, como corresponde a una «Ciudad de la Luz», estaba compuesto de «ocho estancias rectangulares, como fábricas, con los lados casi por completo de cristal, que conducen a una sala de reunión con cúpula de cristal». Austin coronó esta estética de la elección individual dentro de un tejido de solidaridad social con un toque típico del sur de California: proporcionaba un automóvil a cada hogar y construía una carretera circular alrededor de la ciudad que «podría utilizarse también como circuito, con asientos para los espectadores a ambos lados»12.

Si la visión de Austin con miles de apartamentos ajardinados irradiando del Centro de Reuniones, al estilo hotel Bonaventure, rodeados de huertos, fábricas y una pista monumental, todo de propiedad colectiva, suena un poco excesiva hoy en día, hay que imaginarse lo que los habitantes de Llano hubieran pensado de un futuro compuesto de chateaux al estilo Kaufman y Broad, rodeados de pequeños supermercados, prisiones y plantas de montaje de bombarderos. En cualquier caso, los novecientos pioneros de la Ciudad Socialista solo disfrutarían de otro triunfante primero de mayo en Mojave:

Las festividades del primero de mayo de 1917 comenzaron a las nueve en punto de la mañana con las actividades atléticas, que incluyeron una Carrera de Mujeres Gordas. El grupo completo de colonos formó a continuación y desfiló hasta el hotel, donde siguió el Programa Literario. La banda tocó desde un escenario engalanado con banderas, el coro cantó himnos apropiadamente revolucionarios, como La Marsellesa, y luego se desplazaron todos al huerto de almendros para una barbacoa. Tras la cena, un grupo de chicas jóvenes inyectó cultura tradicional a la tradición socialista bailando alrededor del árbol de mayo. A las 7:30 el club de teatro presentó Los percances de Minerva, con una nueva decoración del escenario del Centro de Reuniones. El resto de la velada se dedicó al baile13.

A pesar de un evidente sentido del humor, Llano comenzó a desmoronarse en la segunda mitad de 1917. Atenazada por luchas intestinas entre la Asamblea General y la autodenominada «banda del cepillo», la colonia también se encontraba sitiada desde fuera por deudores, juntas de reclutamiento, vecinos celosos y el periódico Los Angeles Times. Tras la pérdida en un pleito de los derechos de agua (un golpe devastador para su infraestructura de irrigación), Harriman y una minoría de colonos se mudaron en 1918 a Louisiana, donde perseveraron hasta 1939 en un New Llano de trazo grueso (una pálida sombra del original). A las veinticuatro horas de la marcha de los colonos, los rancheros locales («que representaban precariamente al capitalismo en el medio natural») comenzaron a derribar los dormitorios y los talleres, con la intención obvia de borrar cualquier rastro de la amenaza roja. Pero fue imposible destruir el silo vertical, el establo de vacas y los cimientos de piedra y las dos chimeneas del Centro de Reuniones. A medida que la furia patriótica local fue remitiendo, se convirtieron en elementos románticos a los que se asociaba con circunstancias cada vez más legendarias.

De vez en cuando, algún temperamento filosófico en lucha con la inmensa paradoja del sur de California redescubre Llano como el emblema de un futuro perdido. Así, a Aldous Huxley, que vivió durante unos años de la década de los cuarenta en un antiguo rancho de Llano con vistas al cementerio de la colonia, le gustaba meditar, «en el silencio casi sobrenatural», sobre el destino de la utopía. Finalmente llegó a la conclusión de que la Ciudad Socialista fue una «patética pequeña Ozymandias», sentenciada desde el comienzo por el «traje de Gladstone» de Harriman y su pickwickiana incomprensión de la naturaleza humana, algo cuya historia, «salvo de forma negativa [...], lamentablemente no resulta instructiva»14.

Otros visitantes ocasionales de Llano, desprovistos del cinismo védico de Huxley, han sido por lo general más compasivos. Tras la catástrofe del movimiento comunitario de los sesenta y los setenta (especialmente la vía muerta que condujo a la jungla de la Guayana), los perales plantados por esta utopía de la era del ragtime parecen un logro mucho más impresionante. Más aún: como señalan los historiadores más recientes, Huxley subestima enormemente el impacto negativo que la xenofobia propia del periodo bélico y la inquina de Los Angeles Times tuvieron sobre la viabilidad de Llano. Si no llega a ser por la mala suerte (y por Harry Chandler), tal vez todavía hoy habría un valiente kibutz rojo en Mojave, recogiendo votos para Jesse Jackson y protegiendo a los árboles de Josué de las excavadoras15.

¿EL MILENIO DE LOS PROMOTORES?

Pero, una vez más, no nos encontramos a las puertas de la Nueva Jerusalén del socialismo, sino en el extremo más duro del milenio de los promotores. El propio Llano pertenece a un especulador de Chicago que espera una oferta de Kaufman y Broad que no pueda rechazar. Dejando a un lado la posibilidad de un despertar apocalíptico de la vecina falla de San Andrés, resulta muy sencillo imaginar Los Ángeles reproduciéndose a sí mismo sin fin a través del desierto, con la ayuda de agua escamoteada, mano de obra inmigrante y barata, capital asiático y desesperados compradores de viviendas deseosos de entregar vidas enteras en la autopista a cambio de casas de ensueño de 500.000 dólares en medio del valle de la Muerte.

¿Es esta la histórica victoria del capitalismo de la que habla todo el mundo?

El primero de mayo de 1990 (el mismo día en que miles de moscovitas abucheaban a Gorbachov) volví a las ruinas de Llano del Río para ver si las paredes estaban dispuestas a contarme su historia. En lugar de eso, me encontré que en la Ciudad Socialista vivían dos obreros de El Salvador, de veinte años, acampados en las ruinas de la antigua vaquería, y deseosos de hablar conmigo, cada uno chapurreando la lengua del otro. Como héroes indios salidos de una novela de Jack London, habían vagabundeado por toda California, pero siguiendo una frontera de construcción de viviendas, no una veta de plata o las cosechas de trigo. Aunque aún necesitaban encontrar trabajo en Palmdale, hablaron elogiosamente del cielo claro del desierto, de la facilidad para hacer autoestop y de la relativa ausencia de la migra (policía de inmigración). Cuando les indiqué que se habían instalado en las ruinas de una ciudad socialista, uno de ellos me preguntó si habían venido los ricos con aviones y la habían bombardeado. No, expliqué, la colonia no pudo pagar un crédito. Se quedaron perplejos y cambiaron de tema.

Hablamos un rato del tiempo, luego les pregunté qué pensaban de Los Ángeles, una ciudad sin fronteras, que se había tragado el desierto, había talado el árbol de Josué y el árbol de mayo, y había soñado con llegar a ser infinita. Uno de mis nuevos compañeros de Llano me dijo que LA ya estaba en todas partes. La había visto cada noche en El Salvador, en interminables reposiciones de I Love Lucy o Starsky y Hutch, una ciudad donde todo el mundo era joven y rico y conducía coches nuevos, y se imaginaba a sí mismo saliendo por la tele. Después de cientos de ensoñaciones como esta, había desertado del ejército salvadoreño y recorrido 4.000 kilómetros en autoestop hasta Tijuana. Un año más tarde estaba parado en la esquina de Alvarado y la Séptima, en el distrito de MacArthur Park, cerca del centro de Los Ángeles, junto con el resto de los nerviosos trabajadores centroamericanos. Nadie parecido a él era rico o conducía un coche nuevo (salvo los traficantes de coca) y la policía era tan dura como en su país. Más importante todavía: nadie como él salía por televisión; todos eran invisibles.

EL MILENIO DE LOS PROMOTORESViviendas en el desierto de Mojave

Su amigo se rio: «Si salieras por la tele te deportarían de todas formas y tendrías que pagar quinientos dólares a un coyote para que te pasara otra vez a LA». Razonaba que era mejor estar en espacios abiertos en la medida de lo posible, preferentemente en el desierto, lejos del centro. Comparó LA y México DF (que conocía bien) con volcanes, ya que vomitan desechos y deseo en círculos cada vez más amplios sobre un campo yermo. Nunca es una buena idea, consideró, vivir cerca de un volcán. «El viejo gringo socialista lo vio claro».

Estuve de acuerdo, incluso aunque supiera que era demasiado tarde para mudarse o para volver a fundar Llano. Era su turno para hacerme preguntas. ¿Por qué estaba allí solo entre los fantasmas del primero de mayo? ¿Qué pensaba yo de Los Ángeles? Traté de explicarles que acababa de escribir un libro...

I

¿SOL RADIANTE O SERIE NEGRA?

LOS INTELECTUALES DE LOS ÁNGELES:UNA INTRODUCCIÓN

«Hay que entender que Los Ángeles no es simplementeuna ciudad. Por el contrario, es, y lo ha sido desde 1888, unobjeto de consumo; algo que hay que anunciar y venderleal pueblo de Estados Unidos, como los automóviles, loscigarrillos y el elixir dental».

MORROW MAYO1

En el verano de 1989, una conocida revista de moda, en busca siempre de las últimas tendencias, informaba desde Los Ángeles de que el «intelectualismo» acababa de hacer su aparición en la ciudad convertido en el último grito. Desde famosos comprando cargamentos de «gafas de apariencia inteligente» hasta «la población de LA que [...] ha convertido el intelectualismo en un estilo de vida», parecía que en la ciudad se hubiera desatado una desinteresada adicción a la pedantería. «Aquí existe un auténtico interés en convertirse en intelectual, en librarse de la superficialidad, en adquirir cultura»2. El director de esta revista de la Costa Oeste constataba con satisfacción que el «nuevo intelectualismo» estaba arrasando Los Ángeles con la misma oleada de furor mesiánico en la que habían llegado sus predecesores, «el cuerpo perfecto» y la «espiritualidad New Age». Además, los angelinos se habían dado cuenta ya de que el elemento crucial del nuevo pasatiempo era que «los libros se pueden comprar» y de que una inundación de fetichismo por el objeto de consumo y fiebre empresarial acompañaría el advenimiento de la cultura3.

Como sugiere esta anécdota, si se menciona a «los intelectuales de Los Ángeles», uno se expone de inmediato a provocar la incredulidad, cuando no la carcajada. Más valdría entonces referirse desde el principio a una mitología —la destrucción de la sensibilidad intelectual en las soleadas llanuras de Los Ángeles— que se adecúa más a las ideas preconcebidas y que es al menos en parte verdad. Lo normal es ver de entrada Los Ángeles como un territorio particularmente estéril, incapaz de producir, hasta la fecha, ninguna intelectualidad propia. A diferencia de San Francisco, que ha generado una historia cultural característica, desde los Argonautas a la generación beat, la historia intelectual verdaderamente autóctona de Los Ángeles se parece a una estantería vacía. Sin embargo, y por razones todavía más peculiares, esta ciudad esencialmente sin raíces se ha convertido en la capital mundial de una inmensa industria de la cultura que, desde los años veinte, ha venido importando una pléyade de los más sobresalientes escritores, cineastas, pintores y visionarios. De forma semejante, desde los años cuarenta, la industria aeroespacial del sur de California y sus asesores han conseguido reunir la mayor concentración mundial de doctorados en ciencias e ingenieros. En Los Ángeles la mano de obra intelectual se agrupa en grandes colectivos para su consumo directo por el gran capital. Prácticamente todo el mundo está a sueldo de una compañía o haciendo cola ilusionado a la puerta de un estudio de cine.

Estas relaciones de «capitalismo puro» se perciben, desde luego, como indefectiblemente destructivas para la identidad de los «auténticos» intelectuales, que todavía se definen a sí mismos como artesanos o como rentistas que viven de sus selectas producciones mentales. Atrapados en las redes de Hollywood, o embaucados por una lógica tipo Dr. Strangelove de las empresas de misiles, los talentos «seducidos» se «echan a perder», se «prostituyen», se «trivializan» o son «destruidos». Trasladarse a la tierra de los Lotus significa romper la conexión con la realidad nacional, perder puntos de apoyo en la experiencia o en la historia, renunciar al distanciamiento crítico y sumergirse en el engaño y el espectáculo. Fundidas en una sola imagen superpuesta, aparecen las visiones de Scott Fitzgerald reducido a escritorzuelo borracho, Nathanael West acelerando el paso hacia su propio apocalipsis (muy convencido de que asiste a una fiesta de gala), Faulkner reescribiendo guiones de ínfima calidad, Brecht enfurecido por la mutilación de su obra, los Diez de Hollywood conducidos a prisión, Joan Didion al borde de un ataque de nervios y así sucesivamente. Los Ángeles (y su alter ego, Hollywood) se convierte en la Mahagonny de la literatura: la ciudad de la seducción y la derrota, el polo opuesto de la inteligencia crítica.

Sin embargo, es esta misma retórica (que constituye, al menos desde los años veinte, una larga tradición al escribir sobre Los Ángeles) la que da fe de la existencia de vigorosas energías críticas en acción. Si Los Ángeles se ha convertido en el arquetipo de la unánime y dócil subordinación de la intelectualidad industrializada a los designios del capital, también ha sido terreno fértil para algunas de las críticas más agudas contra el capitalismo tardío y, en particular, contra las tendencias degenerativas de sus estratos intermedios (un tema recurrente, desde Nathanael West a Robert Towne). El ejemplo más sobresaliente es el complejo corpus de lo que llamamos género negro (en literatura y cine): la extraordinaria convergencia del realismo americano clásico de los tipos duros, el expresionismo de Weimar y el marxismo existencialista, concentrados en desenmascarar este «lugar brillante y culpable» (Welles) que se llama Los Ángeles.

Los Ángeles aparece en este caso, por supuesto, como una representación del capitalismo en general. El significado profundo de Los Ángeles para la historia del mundo —y su excepcionalidad— es que ha terminado por desempeñar el doble papel de utopía y distopía para el capitalismo avanzado. Como señalaba Brecht, el mismo lugar simboliza el cielo y el infierno. Por consiguiente es el destino más importante en el itinerario de cualquier intelectual de finales del siglo XX, que tarde o temprano debe acudir a echar un vistazo y pronunciarse acerca de si «Los Ángeles lo tiene todo» (el lema oficial) o si más bien constituye la pesadilla situada en el desenlace de la historia americana (tal y como lo representa el género negro). Mucho más que Nueva York, París o Tokio, Los Ángeles se ha convertido en la piedra de toque: es el escenario y el objeto de un encarnizado enfrentamiento ideológico.

Aunque debo disculparme por el inevitable esquematismo de una visión tan apresurada, analizaré, en primer lugar, las sucesivas migraciones de intelectuales (sean turistas o trabajadores), en su relación con las instituciones culturales dominantes en su tiempo (el Times de Los Ángeles, Hollywood y, más recientemente, el complejo emergente del museo universitario), y la función que han desempeñado en la construcción o deconstrucción de la mitografía de Los Ángeles. En otras palabras, no me interesa tanto la historia de la cultura producida en Los Ángeles como la de la cultura acerca de Los Ángeles, sobre todo en la medida en que ha llegado a ser una fuerza determinante en la evolución de la ciudad actual. Como ha señalado Michael Sorkin, «LA es probablemente la ciudad americana con más presencia en los medios, hasta el punto de que es casi imposible de ver, salvo a través del velo de ficción de sus mitologizadores»4.

Comenzaré con el llamado «clan de Arroyo»; escritores, anticuarios y publicistas bajo la influencia de Charles Fletcher Lummins (que estaba en nómina en el Times y en la Cámara de Comercio). En el cambio de siglo, crearon una ficción global del sur de California como la tierra prometida de una milenaria odisea racial anglosajona. Injertaron una idílica versión mediterraneizada de la vida de Nueva Inglaterra en las flagrantes ruinas de una cultura hispana inocente, aunque inferior. De este modo proporcionaron el guion para la gigantesca especulación inmobiliaria de principios del siglo XX, que transformaría Los Ángeles de una ciudad pequeña en una metrópolis. Hollywood, a su vez, reprodujo interminablemente sus imágenes, motivos, valores y leyendas, que iban incorporándose al sucedáneo de paisaje del sur de California compuesto de áreas residenciales.

La gran depresión destruyó amplios estratos de esas clases medias de Los Ángeles adictas a los sueños y, al mismo tiempo, también reunió en torno a Hollywood una extraordinaria colonia de novelistas americanos de género negro y exiliados antifascistas europeos. Juntos produjeron una nueva versión de la imagen metafórica de la ciudad, utilizando la crisis de la clase media (rara vez los trabajadores o los pobres) para poner de manifiesto cómo el sueño había desembocado en una pesadilla. Si bien solo unas pocas obras atacaron directamente el sistema de los estudios5, el género negro multiplicaba las muestras de descontento con la decadente cultura comercial, a la vez que buscaba una forma crítica de escribir o hacer películas dentro de ella. Aunque algunos de los principales autores de género negro, como Chandler, no fueron más allá de un resentimiento generalizado y pequeñoburgués en contra del derrumbe del sueño americano, la mayoría se declararon simpatizantes del Frente Popular y algunos, como Welles y Dmytryk, aludieron a la realidad reprimida de la lucha de clases. A pesar de la caza de brujas que diezmó a los progresistas de Hollywood, el género negro sobrevivió a lo largo de los años cincuenta para reaparecer de nuevo en los sesenta y setenta. La inmensa popularidad de Didion, Dunne, Wambaugh, Chinatown, Blade Runner, las nuevas versiones de Chandler y Cain y, finalmente, la llegada del «post-negro» del James Ellroy de El cuarteto de Los Ángeles dan testimonio de su vigencia. Aunque recuperado como un simple decorado depurado de las simpatías izquierdistas de los cuarenta, lo negro permanece como el antimito de Los Ángeles, un antimito popular y, a pesar de sus pretensiones elitistas, también populista.

La traducción cinematográfica de la visión negra de Los Ángeles ocupó a algunos de los mejores escritores y directores europeos residentes en Hollywood en los cuarenta (proporcionándoles un valioso medio de resistencia política y estética), aunque la relación entre la ciudad y la comunidad de exiliados antifascistas merece consideración aparte. Se trata de un poderoso momento común en la historia cultural del sur de California y de Europa, y generó una mitología propia que contribuyó a dar forma a la reacción crítica contra la americanización de Europa durante la posguerra. Ahí estaba la ciudad definitiva del capitalismo, brillante y superficial, negando cada una de las virtudes clásicas de la civilización europea. Empujados hacia las costas de Santa Mónica por una histórica derrota de la Ilustración, los exiliados más infelices creyeron enfrentarse a una segunda derrota en Los Ángeles, bajo la forma de «lo que vendrá», un espejo del futuro del capitalismo.

Es difícil exagerar el daño que la visión distópica de Los Ángeles que dio el género negro, sumada a la denuncia que los exiliados hicieron de su falsa civilización, ha infligido al capital ideológico acumulado por los impulsores de la región. El género negro, a menudo en ilícita complicidad con el elitismo de Nueva York o San Francisco, convirtió Los Ángeles en la ciudad que les encanta odiar a los intelectuales americanos (aunque, paradójicamente, esto parece aumentar su fascinación para los europeos de posguerra, en especial los intelectuales británicos y franceses). Como ha subrayado Richard Lehan: «Probablemente ninguna otra ciudad en Occidente tiene una imagen más negativa»6. Para enmendar esta imagen, sobre todo entre las élites culturales, las empresas del área han patrocinado una tercera gran inmigración de intelectuales, comparable a la diáspora hacia Hollywood de los años treinta, pero esta vez protagonizada por arquitectos, diseñadores, pintores y teorizadores de la cultura.

De igual modo que Los Ángeles, con el impulso del apogeo militar, inmobiliario y financiero, se ha apresurado a manhattanizar sus rascacielos (cada vez más con capital de fuera), también ha intentado manhattanizar su superestructura cultural. Los grandes banqueros y promotores inmobiliarios han coordinado una importante ofensiva cultural, cuyo impacto se ha visto multiplicado, tras décadas de mera charla, por la afluencia repentina de una lluvia de capital dedicado a las artes, incluyendo el increíble fondo Getty de tres mil millones de dólares, el mayor de la historia. Como resultado, ha tomado forma una acaudalada matriz institucional, que incluye universidades selectas, museos y fundaciones y editoriales de arte, y que tiene como único objetivo la creación de monumentalidad cultural para respaldar la venta de la ciudad a inversores extranjeros e inmigrantes de lujo. En este sentido, la historia cultural de los años ochenta constituye una recapitulación del nexo entre propiedad inmobiliaria y arte que caracterizó el impulso de los primeros veinte, aunque en esta ocasión con un presupuesto promocional tan abultado que podía permitirse la adquisición de arquitectos, pintores y diseñadores de fama internacional —Meier, Graves, Hockney, etcétera— capaces de proporcionar prestigio cultural y un simpático barniz pop al surgimiento de la «ciudad internacional».

Estas son por tanto las tres grandes intervenciones colectivas de los intelectuales en la formación de la cultura de Los Ángeles: lo que de forma algo imprecisa he denominado Los impulsores, El género negro y Los mercenarios. Los exiliados, que constituyen una cuarta intervención, de menor importancia, sirvieron de vínculo entre el proceso autóctono de producción del mito de la ciudad, con su opuesto de género negro, y la sensibilidad europea acerca de América y su Costa Oeste. Asimismo, han integrado el fantasma «Los Ángeles» en debates fundamentales acerca del destino del modernismo y el futuro de una Europa de posguerra dominada por el fordismo americano.

Se podría objetar que esta tipología histórica carga todo el peso en el lado de los literatos, cineastas, músicos y pintores, es decir, en la fabricación del espectáculo; mientras que deja de lado el papel de los intelectuales prácticos: los urbanistas, ingenieros y políticos, que son los que de hecho construyen las ciudades. ¿Y dónde quedan los científicos, la cosecha más valiosa del sur de California, los que dieron forma a la economía de posguerra propulsada por los cohetes espaciales? En realidad, el destino de la ciencia en Los Ángeles ejemplifica el intercambio de papeles entre la razón práctica y lo que en Disneylandia se llama «imaginería». Allí donde cabría esperar que la presencia de la mayor comunidad de científicos e ingenieros del mundo tuviera como consecuencia una comunidad intelectual local, la ciencia en cambio se ha aliado con la literatura de quiosco, la psicología popular e incluso el satanismo, para crear un estrato adicional del culto californiano. Esta irónica doble transfiguración de la ciencia en ciencia ficción, y de la ciencia ficción en religión, se tratará en la breve exposición acerca de Los hechiceros.

Resulta difícil evitar la conclusión de que el eje supremo del conflicto cultural en Los Ángeles se ha situado siempre en la construcción/interpretación del mito de la ciudad, que se sobrepone al paisaje real como una trama para la especulación y la lucha por el poder (como sugiere Allan Seager, «no como fantasía imaginada, sino como fantasía vista»)7. Por mucho que el surgimiento de Los Ángeles en el desierto fuera el resultado de gigantescas obras públicas, la construcción de la ciudad se ha dejado por el contrario a merced de la anarquía de las fuerzas de mercado, con muy escasas intervenciones del Estado, los movimientos sociales o las figuras públicas. La personalidad más prometeica de la ciudad, el ingeniero hidráulico William Mulholland, era enigmática y taciturna hasta el extremo (sus obras completas: el acueducto de Los Ángeles y la consigna «¡A por ello!»). A pesar de que, como hemos visto, la arquitectura residencial haya servido ocasionalmente como punto de encuentro para el regionalismo cultural (por ejemplo, el bungalow Craftsman de los años diez, la casa modelo de los años cuarenta, la casa Gehry de los setenta), el celuloide o la pantalla electrónica han sido siempre el medio de expresión dominante. Comparada con otras grandes ciudades, Los Ángeles se ha planeado o diseñado en un sentido muy fragmentario (sobre todo en el nivel de su infraestructura), pero es incesantemente imaginada.

Sin embargo, debemos evitar la idea de que Los Ángeles no es a fin de cuentas más que el espejo de Narciso o una inmensa perturbación del éter de Maxwell. Más allá de la pléyade de retóricas y espejismos, cabe suponer que la ciudad tiene una existencia real8. Así, a partir de la dialéctica central del sol radiante o el género negro, analizaré tres intentos, en generaciones sucesivas, de establecer auténticas epistemologías de Los Ángeles.

En primer lugar, y de forma más extensa en la parte titulada Los demoledores, me detendré en la insistencia antirromántica con la que el escritor inmigrante Louis Adamic defendía la centralidad de la violencia de clase en la constitución del paisaje social y cultural de Los Ángeles. Su amigo Carey McWilliams desarrolló la misma interpretación con más detalle y mayor alcance. Analizaré el libro El país del sur de California (una isla en tierra), de McWilliams, como la culminación (y la conclusión) de los intentos del Frente Popular por desenmascarar la mitología del impulsor y recobrar la función histórica de la clase trabajadora y de las minorías oprimidas.

En segundo lugar, pasaré revista a diferentes movimientos de vanguardia (el movimiento de las Black Arts, el grupo de la Galería Ferus, el Hollywood alternativo de Kenneth Anger, el vuelo solitario de Thomas Pynchon) que formaron la cultura underground de Los Ángeles durante los sesenta. Estas contribuciones (los communards, disueltos o expatriados a principios de los setenta) representan la mayoría de edad de la primera bohemia autóctona de Los Ángeles (de hecho, en algunos casos, con raíces que se remontan a las pandillas escolares de la zona de los años cuarenta) y comparten una búsqueda autobiográfica de fenomenologías representativas de la vida cotidiana en el sur de California, a través de experiencias tan diferentes como las de los músicos negros de jazz, los blancos fanáticos de los coches y los moteros gais.

En tercer lugar, en la parte final, trataré de esbozar un guion de los balbucientes intentos (tras una pausa intelectual y cultural en los setenta) de oposición a la actual celebración empresarial del Los Ángeles «posmoderno». Mi punto de vista es que ni los profesores neomarxistas de la Escuela de Los Ángeles ni la comunidad intelectual de la Gángster Rap han conseguido todavía librarse por completo de la maquinaria de sueños oficial. Por otra parte, la definición cultural del Los Ángeles multiétnico del año 2000 apenas ha comenzado.

LOS IMPULSORES

«Las misiones son, después de nuestro clima y sus consecuencias,el capital más valioso que posee el sur de California».

CHARLES FLETCHER9

En 1884, un periodista de Chillicothe (Ohio) aquejado de malaria decidió cambiar su suerte y mejorar su salud trasladándose al sur de California. A diferencia de otros miles de buscadores de salud que empezaban a descubrir los poderes curativos de la luz solar, Charles Fletcher Lummis no utilizó el tren. Fue andando. A su llegada a Los Ángeles, 143 días más tarde, el propietario del Times, el coronel (luego general) Harrison Gray Otis se quedó tan impresionado que le nombró redactor jefe de la sección local.

Cuando Otis recibió a un Lummis con los pies doloridos, Los Ángeles no era más que una pequeña ciudad de campo (ocupaba el número 187 en el censo de 1880), tributaria de la imperial San Francisco; con poca agua y poco capital y sin carbón ni puerto. Cuando murió Otis, treinta y cinco años más tarde, Los Ángeles era la mayor ciudad del Oeste y se acercaba al millón de habitantes: contaba ya con un río artificial traído de las Sierras, un puerto construido con financiación federal, una industria del petróleo, y manzanas y manzanas de rascacielos en construcción. A diferencia de otras ciudades americanas que sacaron partido de sus ventajas comparativas, como la situación, la capitalidad, los puertos de mar o los centros industriales, Los Ángeles fue sobre todo la creación del capitalismo inmobiliario, la especulación culminante, de hecho, de generaciones de impulsores y promotores que habían subdividido y vendido el Oeste, desde Cumberland Gap al Pacífico.

El primer apogeo tuvo lugar unos pocos años después de la llegada de Lummis y atrajo al condado de Los Ángeles a cien mil buscadores de fortuna y salud. Tras el derrumbe de esta oleada migratoria propiciada por el ferrocarril, el coronel Otis, un prototipo de los más aguerridos nuevos pobladores, se hizo cargo de las organizaciones de negocios de la ciudad, en nombre de los empavorecidos especuladores. Para revivir el apogeo e impulsar una atrevida rivalidad con San Francisco (la ciudad más sindicalizada del mundo), militarizó las relaciones industriales en Los Ángeles. Los sindicatos se cerraron, la huelga prácticamente se ilegalizó y se aterrorizó a los disidentes. Con sol radiante y el aquí-no-hay-sindicatos como principales activos, y aliado con los grandes ferrocarriles transcontinentales (los mayores propietarios de tierras de la región), un sindicato de promotores, banqueros y magnates del transporte, dirigido por Otis y su yerno, Harry Chandler, se dispuso a vender Los Ángeles —en mayor medida que ninguna otra ciudad ha sido vendida jamás— a la inquieta pero acaudalada burguesía babbitiana10 del Medio Oeste. Durante más de un cuarto de siglo una masiva migración sin precedentes, compuesta por granjeros retirados, dentistas provincianos, solteronas ricas, maestros tísicos, especuladores al por menor, abogados de Iowa y devotos de las rutas del Chautauqua, invirtió sus ahorros y pequeñas fortunas en propiedad inmobiliaria del sur de California. Este flujo masivo de riqueza entre regiones produjo estructuras de consumo, renta y población desproporcionadas con respecto a la base productiva real de Los Ángeles: la paradoja de la primera ciudad «posindustrial» en su aspecto preindustrial.

Como subraya Kevin Starr en Inventing the Dream (Inventar el sueño), su muy prestigioso análisis de la historia cultural del sur de California en la era de los impulsores (1885-1925), esta transformación hizo necesaria la continua interacción de la invención literaria y legendaria con la cruda promoción del valor de los terrenos y las curas de salud. Desde su punto de vista, la asociación de Lummis y Otis fue el prototipo para el reclutamiento de toda una generación de intelectuales de la Costa Oeste (por lo general muy sofisticados) que actuaron como agentes culturales del apogeo. El cuadro de mando original estaba compuesto por periodistas y literatos errantes, capitaneados por Lummis, al que Otis trajo al Times durante la edad dorada: Robert Burdette, John Steven McGroaty («el poeta de Verdugo Hills»), Harry Carr y otros.

A través del talento de estos hombres, Otis promocionó una imagen del sur de California que se apoderó de la imaginación popular de finales de siglo y continúa viva en la actualidad: una mezcla del mito misionero (con origen en la Ramona de Helen Hunt Jackson), la obsesión con el clima, el conservadurismo político (simbolizado en el aquí-no-hay-sindicatos) y un apenas velado racialismo, todo puesto al servicio del espíritu emprendedor y de la oligarquía11.

La literatura de asunto misionero representaba la historia de las relaciones raciales como un ritual pastoral de obediencia y paternalismo: «Indios encantadores, felices como campesinos de una ópera italiana, se arrodillaban sumisamente ante los franciscanos para recibir el bautismo de una cultura superior, mientras al fondo sonaba el ángelus desde un campanario con golondrinas y un coro de monjes entonaba un Te Deum»12. Quedaba suprimida cualquier sugerencia acerca de la violencia inherente al sistema de trabajo forzoso de las haciendas y misiones, para no mencionar el terrorismo racial y los linchamientos que convirtieron el primer Los Ángeles, bajo dominio inglés, en la ciudad más violenta del Oeste durante las décadas de 1860 y 1870.

Si la Ramona de Jackson transformó ciertos elementos seleccionados de la historia local en mito romántico (popular incluso hasta hoy en día), fue Lummis el empresario que convirtió el mito en el motivo de un completo paisaje artificial. En 1894, cuando las tropas federales ocuparon Los Ángeles y Otis se irritaba ante la posibilidad de que los huelguistas de Pullman pudieran arrastrar a otros trabajadores a una huelga general, Lummis organizó como distracción pública la primera fiesta de Los Ángeles. El año siguiente, con la lucha de clases temporalmente cancelada, orquestó la fiesta en torno al motivo general de la «misión», bajo la influencia de Ramona. Su impacto electrizante en la región solo puede compararse al escalofrío nacional de la Exposición de Chicago con motivo colombino: así como esta inauguró la revitalización de lo neoclásico, aquella lanzó una revitalización misionera igualmente frenética.

El motivo romantizado e idílico fue recogido rápidamente y explotado por una panoplia de empresarios que sabían reconocer algo bueno cuando lo veían. Todo, desde los conjuntos de mobiliario a las frutas confitadas y la arquitectura residencial, subrayaba el tema misionero13.

Algunas de las propias misiones fueron restauradas a modo de parques temáticos pioneros, especialmente la de San Gabriel Arcángel, donde un teatro especialmente construido junto a la vieja iglesia representaba Mission Play, de McGroarty (el Oberammergau americano, que llegaron a ver decenas de miles de espectadores). En una convención de publicitarios en Nueva York, a principios de los años treinta, el aura misionera de «historia y romance» se consideró un atractivo para vender el sur de California aún más importante que el buen tiempo o el encanto de la industria cinematográfica14. Por supuesto, como señala Starr, esta acentuación de un pasado español ficticio no solo sublimaba la lucha de clases contemporánea, sino que también censuraba, y apartaba del campo de visión, las tribulaciones reales de los descendientes de la Alta California. Pio Pico, el último gobernador de la California mexicana y el que fuera el hombre más rico de la ciudad, era enterrado en una tumba de pordiosero prácticamente al mismo tiempo que las carrozas de flores de Lummis desfilaban por Broadway15.

Desde mediados de los noventa, Lummis publicaba la influyente revista Out West (Land of Sunshine), «cuya cabecera [...] puede leerse como un Quién es quién [...] de las letras californianas»16, y regentaba un brillante y animado salón que se reunía en torno a su famoso bungalow, El Alisal, junto al rocoso Arroyo Seco, entre Los Ángeles y Pasadena (el famoso retiro invernal para los millonarios del Este). El clan de Arroyo de Lummis volvía a agrupar a la intelligentsia yanqui de Henry James en un marco más sensual: de hecho una de las más arraigadas creencias del grupo, que obtuvo su mejor expresión en las evocaciones de Grace Ellery Channing de un sur de California italianizado, era su fe en el poder del sol radiante para revitalizar las energías raciales de los anglosajones (Los Ángeles como la «nueva Roma» y así sucesivamente).

Otros miembros del clan de Arroyo adoptaron las pasiones de Lummis por la arqueología del suroeste (fundó el famoso Museo del Suroeste muy cerca de El Alisal), la conservación de las misiones, la cultura física (emulando la supuesta forma de vida de los caballeros españoles) y la metafísica racial. Así, el fabricante de tabaco retirado y ensayista Abbot Kinney, que lanzó simultáneamente cruzadas en favor de las misiones indias, la plantación masiva de eucaliptos, el cultivo de cítricos, la conservación del valle de Yosemite y la conservación de la pureza racial anglosajona mediante la eugenesia. Como especulador y promotor, también fue responsable de la suprema encarnación de la metáfora mediterránea: Venice, es decir, Venecia, en California, con sus canales y sus gondoleros de importación. Con una inspiración igual de proteica, Joseph Widney fue uno de los primeros presidentes de la Universidad del Sur de California, un fervoroso impulsor de la región (California of the South [California del Sur], 1888) y autor de la épica Race Life of the Aryan Peoples (Vida racial de los pueblos arios, 1907), donde argumentaba que Los Ángeles estaba destinado a convertirse en la capital mundial de la supremacía aria. Al mismo tiempo, con el apoyo incondicional de Otis, las doctrinas de Nietzsche iban siendo californizadas por el director literario del Times y niño prodigio del clan de Arroyo, Willard Huntington Wright. (Más adelante, como director de Smart Set, Wright se metamorfosearía de impulsor a desenmascarador, repudiando a la menor oportunidad el provincianismo de Los Ángeles, a la vez que cantaba las alabanzas de la promiscuidad sexual revitalizante).

El clan de Arroyo también definió las artes visuales y la arquitectura del Los Ángeles del cambio de siglo. George Wharton James, un devoto de la moda del desierto saludable, como Lummis, organizó el Arroyo Guild (gremio de Arroyo), un breve pero importante punto de intersección entre el romanticismo del mito misionero y la franquicia de Pasadena del movimiento Arts-And-Crafts, dominado por los famosos hermanos Greene. Una síntesis de las dos corrientes fue, por supuesto, el típico bungalow de Craftsman, con su decoración interior de «roble misionero» y motivos de los indios navajos17. Si el no va más del bungalow era en realidad una «catedral de madera» (como la increíble Gamble House de los hermanos Greene), que solo se podían permitir los muy ricos, las masas podían adquirir pequeñas pero estilizadas imitaciones en paquete de «hágalo-usted-mismo», listos para ponerlos sobre cualquier terreno disponible. Estos «bungalows democráticos», con la estética de Arroyo miniaturizada para uso doméstico, fueron alabados durante una generación entera, no solo por convertir a Los Ángeles en una ciudad de viviendas unifamiliares (un asombroso 96 % de todas las viviendas en 1930), sino también por garantizar la «libertad industrial». Así, cuando la Comisión para Relaciones Industriales visitó Los Ángeles en 1914, se encontró con F. J. Zeehandelaar, de la Asociación de Comerciantes y Fabricantes, que presumía de que la propiedad inmobiliaria por parte de la clase obrera era la clave del aquí-no-hay-sindicatos y de una fuerza de trabajo satisfecha. Los líderes sindicales más duros, sin embargo, denunciaron el pago de hipotecas sobre los pequeños bungalows como una «nueva esclavitud» que desarmaba a los trabajadores de Los Ángeles frente a sus patronos18.

La preeminencia del clan de Arroyo en cuanto a definición de los parámetros culturales del desarrollo de Los Ángeles y su capacidad para investir a la especulación inmobiliaria y a la lucha de clases de un aura de leyenda romántica llegó a su fin después de la Primera Guerra Mundial. La relación especial de Lummis con Otis no formaba parte de la herencia de la que se hizo cargo Harry Chandler en 1917. La financiación del Times a Lummis se canceló, llegaron las películas, que resultaban un impulso más efectivo para la inmigración que La tierra del sol, y, de todas formas, los románticos misioneros ya estaban viejos y se sentían desencantados en una California del Sur que se urbanizaba aceleradamente y se iba llenando de automóviles. Taos y Carmel comenzaron a usurpar la función de Arroyo como centro de la élite cultural del suroeste. A principios de los años veinte, los bungalows y la recia vida al aire libre estaban empezando a pasar de moda; las clases acomodadas, enriquecidas por la especulación petrolera o por Hollywood, comenzaban a preferir tener criados y casas imponentes de estilo colonial español. Aun así, la preferencia de los ricos por el estilo colonial español da testimonio de uno de los dos legados más duraderos de Arroyo: la creación de un sucedáneo histórico que, gracias a su completa incorporación al paisaje y al consumo, se convirtió en un estrato histórico real en la cultura de Los Ángeles19. (Los pequeños supermercados y las franquicias de restaurantes de comida rápida actuales, con sus arcos franciscanos y sus tejados de tejas rojas, siguen siendo una cita literal del mito misionero, para no hablar del diseño de estilo misionero de la nueva Biblioteca Presidencial Ronald Reagan en el valle de Simi). El otro gran legado, por supuesto, fue la ideología de Los Ángeles como la utopía de la supremacía aria, el soleado refugio de la América blanca y protestante en tiempos de conflictos laborales e inmigración masiva de católicos y judíos pobres procedentes del este y el sur de Europa.

LOS DESENMASCARADORES

«Aunque parezca en cierto modo absurdo, es sin embargo unhecho que durante cuarenta años la sonriente, floreciente y soleadaciudad de Los Ángeles ha sido el escenario más sangriento delmundo occidental en el que se han enfrentado capital y trabajo».

MORROW MAYO20

«Hace un tiempo excelente».

Únicas palabras que pudo pronunciar un sindicalista de la IndustrialWorkers of the World antes de su arresto durante una concentraciónen favor de la libertad de expresión, en San Pedro, en 1921.

Uno de estos inmigrantes, y el primero (al menos de los no judíos) que llegaría a ser un importante escritor americano, fue Louis Adamic. Su odisea personal le llevó de Carniola, en el Imperio austrohúngaro, a las ciudades factoría de Pensilvania, y luego, con la Fuerza Expedicionaria Americana, a las trincheras del Somme. Como muchos otros veteranos licenciados, decidió probar suerte en Los Ángeles, donde acabó arruinado y sin hogar en Pershing Square (el nuevo nombre que acababa de recibir Central Park). Lo que el Times llamaría más tarde «la guerra de los Cuarenta Años» entre el capital y el trabajo se aproximaba a su amargo desenlace. El que fuera poderoso movimiento socialista (les faltó el canto de un duro para ganar la alcaldía en 1911) se había retirado a Llano, en el desierto de Mojave, mientras que los sindicatos, uno tras otro, habían ido sucumbiendo en una sucesión de violentas huelgas del metal y paros del transporte. Solo los sindicatos de marineros y estibadores de la IWW (Industrial Workers of the World) desafiaban todavía la cruzada que la Asociación de Comerciantes y Fabricantes mantenía en favor del aquí-no-hay-sindicatos. Adamic se unió a esta batalla final de la lucha de clases local, acercándose primero a los cuadros de la IWW, con cuyo humor negro e indisciplina disfrutaba, y finalmente reflejando su valor suicida en su Laughing in the Jungle (1932), una «autobiografía de un inmigrante en América» que constituía también un extraordinario testimonio de Los Ángeles en los años veinte, desde el punto de vista de sus marginados de izquierdas e idealistas derrotados.

La «posición epistemológica» de Adamic resulta curiosa. Aunque lo que le pedía el cuerpo era alinearse con la lucha condenada al fracaso de la IWW, guardó una distancia intelectual con su «fe ingenua» en la revolución y en el Gran Sindicato Único. En sus propias palabras, «no era un socialista normal, sino más bien un menckenita