Llega el monstruo - Mike Davis - E-Book

Llega el monstruo E-Book

Mike Davis

0,0

Beschreibung

El reconocido activista y escritor Mike Davis ofrece un pronóstico aterrador de una nueva amenaza global y establece la crisis de la COVID-19 en el contexto de catástrofes virales anteriores, como la gripe de 1918 que mató al menos a cuarenta millones de personas en tres meses o la más reciente gripe aviar, un toque de atención desastrosamente ignorado y cuyas evidentes consecuencias estamos sufriendo en el devastador brote actual. Con un lenguaje accesible y riguroso, Davis reconstruye la historia científica y política de un apocalipsis viral en desarrollo, exponiendo los roles centrales de los agronegocios y las industrias de comida rápida, apoyados por Gobiernos corruptos, en la creación de las condiciones ecológicas para el surgimiento de esta nueva plaga.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 273

Veröffentlichungsjahr: 2020

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



INTRODUCCIÓN

El monstruo

llama a la

puerta

Estoy escribiendo este capítulo en la primera semana del mes de abril de 2020, en el ojo del huracán, como quien dice, refugiado en mi garaje con abundantes latas de pasta, unas cuantas pintas de Guinness y varios manuales de virología. Hace unas semanas compré por internet un ejemplar de El monstruo llama a nuestra puerta, porque hace ya mucho tiempo que regalé todas mis copias. Supongo que inconscientemente no quería tenerlo en mis estanterías para así liberarme de la ansiedad que me había provocado escribirlo. Pero la amenaza de una pandemia mundial —muy probablemente alguna gripe aviar— seguía estando muy presente en mi melancólica mente celta, junto con el fantasma del hermano pequeño de mi madre, cuya muerte en 1918 a consecuencia de la gripe española ella aún lamentaba décadas después.

Sin embargo, como los pobres habitantes de Londres en la novela de Daniel Defoe Diario del año de la peste, hoy estamos encerrados en nuestros hogares, nerviosos,gracias a un misterioso virus que escapó de un murciélago y se presentó en una de las megaciudades del mundo. La aparición del SARS-CoV-2 (coronavirus tipo 2 del síndrome respiratorio agudo grave), que causa la COVID-19 (acrónimo de coronavirus disease, «enfermedad del coronavirus»), no fue del todo inesperada. En el año 2003, su hermano mayor, el SARS-CoV (coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave) había dado un buen susto al mundo, y otra iteración mortal, el MERS (síndrome respiratorio de Oriente Medio), apareció en Arabia Saudita en 2012 y ha matado a casi un millar de personas. Pero, según la mayoría de los científicos, los coronavirus no eran más que un equipo que se encontraba en la parte más baja de la clasificación en la incipiente liga viral, eclipsados por grandes goleadores como el H5N1 (gripe aviar), el ébola e incluso el virus del Zika.

Según mis editores actuales, la pandemia ha otorgado nueva relevancia a mi viejo Monstruo de la gripe, la mayor parte del cual aparece de nuevo reproducido aquí. En cualquier caso, debería insistir en que la amenaza de un estallido de la gripe aviar y su propagación mundial continúa siendo «inminente». El monstruo de la gripe original, la cepa H5N1, cuenta en estos momentos con unos hermanos aviares aún más letales —H7N9 y H9N2— y, tal como advierte la Organización Mundial de la Salud (OMS), los virus de la gripe disponen de un «vasto reservorio silencioso en las aves acuáticas», y «su erradicación es imposible».[1]

Además, como ha señalado Rob Wallace en un libro excelente, la cría industrial de aves de corral para las empresas de comida rápida se ha convertido en una diabólica incubadora y distribuidora de nuevos tipos de gripe.[2] Dada la inevitabilidad de las pandemias de la gripe, el desarrollo de una vacuna universal de la gripe que proporcione varios años de inmunidad contra todos los subtipos de gripe A ha de ser la máxima prioridad, pese al desinterés de quienes solo buscan réditos en la industria farmacéutica.[3]

El SARS-CoV-2, mientras tanto, se extiende por todo el mundo agitando unas inesperadas alas parecidas a las de la gripe: un alto nivel de transmisión que se ve potenciado aún más por el número de portadores invisibles, es decir, de personas contagiosas que carecen de síntomas fácilmente identificables. También mata por neumonía bacteriana y viral, igual que la gripe. Debido a estas semejanzas, el desarrollo de trabajos dedicados a modelar las probables dinámicas y la geografía de una pandemia de la gripe aviar es hoy en día un recurso inestimable en la batalla contra la COVID-19. Pero el virus actual y su género materno, Coronaviridae (coronavíridos), presentan diferencias radicales respecto a las gripes y, de hecho, al resto de los virus ARN. Vamos a analizar más detenidamente el SARS-CoV-2.

Coronavirus: eclipses mortales

Los virus, que probablemente son los responsables del 90 por ciento de las enfermedades infecciosas, son básicamente genes parásitos que secuestran la maquinaria genética de las células que invaden para hacer infinidad de copias de sí mismos. El pequeño grupo de virus basados en ADN cuentan con un mecanismo de revisión incorporado para asegurar una réplica exacta, pero los virus regulados por ARN, como las gripes y los coronavirus, carecen de él. Como resultado, algunas especies se comportan como extravagantes fotocopiadoras funcionando a altísima velocidad que constantemente escupen copias plagadas de errores. Como señala un reciente artículo publicado en The New England Journal of Medicine: «El genoma humano ha necesitado ocho millones de años en evolucionar un 1 por ciento. Muchos virus ARN de origen animal pueden evolucionar en más de un 1 por ciento en cuestión de días».[4] Al producir tal cantidad de versiones inexactas de sus genomas, estos virus tienen una enorme ventaja para resistir al sistema inmunitario humano porque inevitablemente aparecerán copias que como mínimo ofrecerán una resistencia parcial a los anticuerpos producidos en infecciones anteriores o generados mediante la vacunación.

Durante décadas, los virus —partículas más pequeñas que las bacterias que atraviesan fácilmente los filtros de porcelana— fueron el gran enigma de la microbiología moderna. Pudieron visualizarse por vez primera a finales de los años treinta, poco después de la invención del microscopio electrónico. Los científicos quedaron muy sorprendidos ante el impresionante despliegue de estructuras y formas diferentes. Por ejemplo, la gripe A —un género viral más peligroso que las influenzas B o C, que son las que causan los resfriados comunes y las gripes de invierno— parece una mina naval: una esfera recubierta con pinchos. Los virus que infectan bacterias se parecen a pequeños módulos de descenso espaciales y el ébola a un gusano. Los Coronaviridae, descubiertos en 1937, son como diminutos eclipses solares. En una micrografía, sus prominentes «salientes» —proteínas S, que permiten que el virus se agarre a la superficie de una célula— sin duda le confieren la apariencia de una corona solar durante un eclipse total. De ahí el nombre de la familia.[5]

Los coronavirus son inusuales en varios aspectos: en primer lugar porque su genoma, una única hélice retorcida dentro de una cápsula de proteína, es la molécula de ARN más larga en la naturaleza. Los «nucleótidos» son los componentes estructurales de los genomas del ADN y del ARN. Los virus de gripe A tienen catorce mil agrupados en ocho segmentos separados, que codifican entre diez y catorce proteínas. Los coronavirus, en cambio, tienen treinta mil nucleótidos. Al igual que la gripe A, tienen dos modos de evolución principales. La acumulación de pequeñas mutaciones inevitablemente da lugar a nuevas cepas o subtipos. Este proceso se conoce como deriva antigénica.[6]

Mucho más dramático —presentando la misma relación con la deriva que la revolución con la reforma— es el cambio antigénico. Si una célula animal o humana es infectada de forma simultánea por dos virus de gripe distintos (por ejemplo, uno de un ave silvestre y otro de una cepa de transmisión humana), la réplica puede reorganizar la plataforma genómica. Los segmentos letales del virus de la gripe de las aves silvestres pueden terminar agrupados con los segmentos de una gripe que previamente haya circulado entre la gente y que tenga la llave para desbloquear las células humanas. Para seguir el resto del libro es importante saber que las moléculas que a menudo se intercambian en estas recombinaciones son hemaglutininas (HA) específicas de cada especie, las llaves únicas que utilizan los virus para abrir las células huésped, y neuraminidasas (NA), las maestras de la fuga que ayudan a que los nuevos virus se desprendan de la membrana de la célula infectada para lograr una mayor propagación (de ahí la fórmula del subtipo de gripe, HxNy). Como ya indicaba en el Monstruo original, «por favor, recordad esto. Evitará posteriores confusiones cuando os encontréis con una serie de personajes malvados llamados H3N2, H9N1, H5N1, etcétera». Los virólogos suponen que estos tipos «recombinados» que aúnan virulencia con facilidad de infección fueron los responsables de las pandemias de gripe que estallaron en 1890, 1918, 1957, 1968 y 2009. Sin embargo, la mortalidad de la «gripe española», que infectó completamente a la mitad de la raza humana, era dos órdenes de magnitud superior que las otras: un 2 por ciento de mortalidad frente a un 0,02 por ciento.

Una segunda característica inusual de los coronavirus es que tienen una mayor capacidad para cambiar de forma que los Orthomyxoviridae, como la gripe A. Dado que su genoma es una hebra única no segmentada, no pueden reorganizar la plataforma como lo hace la influenza mediante la agrupación de segmentos separados de diferentes cepas. Pero lo que ellos logran es todavía más asombroso: una recombinación, es decir, «el empalme de diferentes partes de los genes (que codifican la misma proteína) de distintas especies».[7] Citando un manual de virología estándar:

El genoma de ARN del coronavirus experimenta una alta frecuencia de recombinación, hasta un 25 por ciento para todo el genoma del coronavirus. Esto resulta significativo porque los genomas no segmentados de la mayoría de los virus ARN exhiben niveles de recombinación que van de bajos a indetectables.

Esta capacidad de los coronavirus para recombinarse a alta frecuencia, junto con su elevada tasa de mutación (que es una propiedad de todos los virus ARN), también puede permitirles adaptarse a nuevos huéspedes y nichos ecológicos con más facilidad que otros virus ARN. La recombinación también puede ocurrir entre diferentes cepas de coronavirus, proporcionando oportunidades adicionales para que estos virus se adapten a nuevos nichos.[8]

Antes de la aparición del SARS en 2002-2003 (este será el tema del capítulo 4), los coronavirus eran sobre todo de interés para la ciencia veterinaria. Aunque se creía que dos cepas humanas identificadas causaban entre el 10 y el 20 por ciento de los resfriados (los rinovirus humanos son los principales culpables), la mayor parte de la investigación se centraba en brotes mortales en cerdos, ganado bovino, pavos y otros animales domésticos, especialmente en las crías.[9] El virus de la diarrea epidémica porcina, que fue identificado por primera vez en China en 1971, mató a millones de lechones y dejó una sombra de duda permanente sobre la producción porcina. En los años noventa se demostró que otro coronavirus, el coronavirus bovino, había sido la causa de varias enfermedades letales que afectaban al ganado bovino, incluida la misteriosa «fiebre del transporte». En tales casos, la presión del confinamiento extremo en los corrales de engorde industriales y en la ganadería porcina intensiva destrozan el sistema inmunitario de los animales y sin duda aceleran la aparición de nuevos tipos de coronavirus, así como su creciente capacidad de transmisión entre especies.[10]

El SARS coincidió con un resurgimiento de la gripe aviar (el primer brote importante se había producido en Hong Kong en 1997), con la que se le confundió inicialmente. Nadie sospechó que fuera causado por un coronavirus, y esto provocó una avalancha de desinformación desde los principales centros de investigación. Finalmente, un equipo de expertos de la Universidad de Hong Kong aisló y cultivó un agente patógeno nuevo que resultó ser un coronavirus desconocido hasta ese momento, el SARS-CoV. (De manera nada elegante, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades —CDC por sus siglas en inglés— de Estados Unidos trataron de reclamar el mérito por este descubrimiento, pero fueron desacreditados por la comunidad científica internacional).[11]

A diferencia de los coronavirus animales, y también de la gripe española, por lo general el SARS no afectaba tanto a los jóvenes mientras que mataba a la mitad de los pacientes ancianos infectados. El periodo de incubación era variable, de cuatro días a dos semanas, pero solo se volvía transmisible cuando la gente presentaba síntomas. Por este motivo, la epidemia fue contenida mediante la adopción de pruebas exhaustivas, el rastreo de los contactos y el aislamiento de los casos. Mientras el VIH (un retrovirus) continúa matando a centenares de miles de africanos en un segundo plano, el SARS activó las alarmas de que una nueva pandemia vírica era inminente, una que nos amenazaba a todos, con independencia de las costumbres sexuales o del uso de agujas. Como escribió Estair Van Wagner en una colección de ensayos sobre el SARS, redes globales y ciudades del mundo:

El SARS ha imposibilitado garantizar que el territorio sin fronteras de hoteles, bloques de apartamentos, e interminables edificios de oficinas y centros de convención que facilitan la movilidad de la élite trasnacional esté libre de enfermedades. Ante un posible brote de gripe aviar […] la presunción de que nuestra infraestructura sanitaria y de gestión tiene el conocimiento o el poder para controlar enfermedades infecciosas ya no se sostiene y resulta peligrosamente arrogante.[12]

A medida que aumentaban los casos de gripe aviar en 2004-2005, el H5N1 saltó a la palestra y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC) de la Casa Blanca se apresuró a elaborar una Estrategia Nacional para la Gripe Pandémica que se vio complementada con un informe de implementación de medidas publicado por el Departamento de Salud y Servicios Humanos (DHHS). Otros informes y actualizaciones (el último, de 2017) especificaban con mayor detalle las inversiones que debían hacerse de forma urgente en la detección, los ensayos, el desarrollo de vacunas, la protección de la infraestructuras críticas, etc.[13] Del mismo modo, en 2005 la OMS creó el Comité de Emergencia, que actualizaba sus directrices para los Estados miembros y definía sus responsabilidades en caso de que se produjera un brote de este tipo. El SARS fue degradado, a pesar de que había alcanzado la categoría de pandemia, porque carecía de la capacidad mortal de la gripe de ser propagado por individuos asintomáticos y presintomáticos. Mientras tanto, los virus del Ébola (hay cuatro en los seres humanos) auguraban un apocalipsis biológico alternativo. La enfermedad del ébola se disemina rápidamente y tiene una tasa de mortalidad temprana del 90 por ciento en algunas zonas. Los investigadores de las pandemias no tardaron en configurar escenarios para su propagación fuera de África.

Entonces, en 2012, la «maldición de Tutankamón» golpeó a Arabia Saudita: una nueva enfermedad parecida al SARS causada por un coronavirus propio de los murciélagos de las tumbas egipcias y que se transmitía a los seres humanos a través de dromedarios infectados y, tal vez, cabras. El síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS), como se lo llamó, fue posteriormente contraído por un visitante coreano y dio lugar a un pequeño brote en Corea del Sur.[14] En 2017, se había informado de cerca de dos mil casos con una tasa de mortalidad —del 36 por ciento— que avanzaba lentamente hacia los niveles del ébola. La gran mayoría de los pacientes habían estado en contacto con animales infectados y en los pocos casos en que se había transmitido entre humanos, implicaba un contacto íntimo con personas que presentaban los síntomas. Según los científicos, esto indica que el MERS ha sido incapaz de adaptarse por completo a la transmisión humana. Por otro lado, les alarmó su inesperado talento para cruzar fácilmente la barrera entre las especies.[15]

En Texas, un grupo de científicos hicieron rápidos avances en la investigación de la vacuna del MERS, pero el interés que esto generó fue mínimo. Previamente habían desarrollado con éxito una vacuna del SARS, pero no lograron encontrar un patrocinio corporativo o gubernamental interesado en ensayarla y fabricarla. A principios de marzo, el investigador principal, el doctor Peter Hotez, decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en la Universidad de Baylor, afirmó ante la Comisión de Ciencia que creía que la vacuna —que lleva años guardada en un congelador— podría haber proporcionado una protección cruzada contra la COVID en caso de que hubiera estado disponible en cantidades suficientes y de que hubiera sido probada sobre el terreno durante los primeros meses del estallido. «Hay un problema inherente al ecosistema en el desarrollo de la vacuna, y tenemos que arreglarlo».[16]

No obstante, el MERS sí estimuló la exitosa investigación de coronavirus en los murciélagos. En 2003, investigadores del SARS identificaron rápidamente a las civetas —pequeños mamíferos carnívoros de aspecto felino que se consumen, irónicamente, porque los curanderos tradicionales creen que cura la gripe— como portadoras directas de la enfermedad; más tarde, en 2005, hallaron murciélagos con SARS-CoV y se dieron cuenta de que eran la fuente probable de la infección en las civetas, el huésped intermedio. De forma gradual, la hipótesis de que los murciélagos eran el reservorio natural de muchos, si no de todos, los coronavirus se convirtió en un marco para nuevas investigaciones. A partir de 2012, los hallazgos de estas investigaciones han revelado la extraordinaria diversidad genética de las cepas de coronavirus que circulan en las diferentes especies de murciélagos. Un análisis reciente de estos estudios realizado por un equipo de Wuhan concluía:

A partir de cincuenta y cinco artículos publicados sobre el coronavirus de los murciélagos en el momento de la preparación de este capítulo del libro, se ha demostrado que más de ciento dos especies de murciélagos de todo el mundo son portadoras de coronavirus. Actualmente, ocho coronavirus de los murciélagos han sido clasificados como especie, pero existen más de cien coronavirus (o cepas) pendientes de clasificar. En cualquier caso, dado que hay más de mil doscientas especies de murciélagos en el mundo, una elevada cantidad de coronavirus de los murciélagos permanecen a la espera de ser descubiertos.[17]

Otros estudios señalan que un elevado número de agresivos virus de los murciélagos con capacidad para infectar a los seres humanos circula también entre las poblaciones porcinas, donde han causado reiteradas epidemias. Dado el enorme e insospechado tamaño de estos reservorios de coronavirus, el gran salto del SARS-CoV-2 desde los murciélagos a los humanos pasando por los pangolines no debería haber sido sorprendente; y es probable que para los virólogos que investigan murciélagos no lo fuera. Sin embargo, supuso una hecatombe para los epidemiólogos y para los funcionarios públicos que, previendo la gripe o la pandemia del ébola, concentraron todos sus esfuerzos en el desarrollo de antivirales y vacunas para esas enfermedades. «La aparición y la rápida propagación de la COVID-19 —escribieron dos expertos internacionales— indican una tormenta epidemiológica perfecta. Un agente patógeno respiratorio con una virulencia relativamente alta, procedente de una familia de virus con una inusual capacidad para saltar las barreras de las especies, que surgió en un gran núcleo de población y centro intercambiador de viajeros poco antes del mayor periodo de desplazamientos del año: el Año Nuevo chino».[18]

Pasará todavía algún tiempo antes de que se pueda rastrear la evolución del SARS-CoV-2, que pudo tener una «propagación errática» entre los humanos antes de que se detectara el primer conjunto de casos de neumonía en Wuhan.[19] Aún se desconoce si se trata del resultado de la deriva del cambio o de una compleja combinación de ambos procesos.[20] Igual que la gripe aviar y el SARS, surgió de un animal chino vivo o de un «mercado de aves vivas», supuestamente en un puesto de venta de pangolines, los escamosos osos hormigueros que a veces forman parte del menú. (El fracaso de China después del SARS a la hora de prohibir la venta de animales exóticos, incluidos los murciélagos, en los mercados de alimentos es tan desconcertante como desastroso, aunque el comercio finalmente se haya prohibido).[21] El pangolín —o cualquier animal que fuera el huésped intermedio— habría sido infectado por un murciélago y el SARS-CoV-2 puede ser una versión mutada del mismo precursor del virus de los murciélagos que fue responsable del SARS. En efecto, investigadores australianos informaron de que el 96 por ciento del genoma del SARS-CoV-2 se comparte con un virus encontrado en los murciélagos de herradura. Este puede ser el origen de ambos virus.

La COVID-19 presenta algunas similitudes sorprendentes con el SARS y con el MERS. De entrada, los primeros síntomas son casi idénticos: fiebre, tos seca y dolor muscular. Los tres provocan altos índices de mortalidad por neumonía y la sepsis en las personas mayores y en aquellas con cuerpos inmunocomprometidos. En cada caso, el virus también es excretado en las heces y, dado que el revestimiento del intestino delgado tiene receptores similares a los del aparato respiratorio, la infección fecal-oral es posible. No se conoce con exactitud qué grado de inmunidad se confiere a los supervivientes de estas tres enfermedades, pero, si hacemos una analogía con los resfriados del coronavirus, probablemente sea de corta duración, tal vez de un solo año. Por tanto, lo más probable es que la COVID permanezca como una enfermedad crónica.

Sin embargo, el nuevo virus es notablemente diferente al SARS y al MERS en al menos tres aspectos. Primero y ante todo, por su capacidad para ser propagado de forma similar a la gripe a través de personas que no presentan síntomas reconocibles. (Como ya se ha mencionado, la transmisión tanto del SARS como del MERS se da a través de personas visiblemente enfermas o de animales). En segundo lugar, parece infectar el tejido cardíaco; Kaiser Health News informa de que los médicos están empezando a observar daños coronarios en uno de cada cinco pacientes hospitalizados. Además de aquellos que mueren directamente de un ataque al corazón —una cifra reducida en estos momentos—, el legado de la pandemia podría consistir en problemas cardíacos permanentes para miles de supervivientes.[22] En tercer lugar, tal como han descubierto recientemente los investigadores, es un endiablado hueso duro de roer:

El SARS-CoV-2 es muy extraño con una de las capas exteriores protectoras más duras […] entre los coronavirus. Esto significa que podría esperarse que fuera altamente resistente en la saliva o en otros fluidos corporales y fuera del cuerpo. Es más probable que un cuerpo infectado excrete un mayor número de partículas virales, ya que estas últimas son más resistentes a las enzimas antimicrobianas de los fluidos corporales. Estas partículas, además, son más propensas a permanecer activas durante más tiempo. Estos factores podrían explicar el mayor grado de contagio del SARS-CoV-2, y tener repercusiones en los esfuerzos por prevenir su propagación.[23]

Aunque no es tan letal como el SARS y el MERS, actualmente se calcula que la tasa del 2 por ciento de mortalidad de la COVID es comparable a la de la gripe española y que, como ese otro monstruo, probablemente tenga la capacidad de infectar a la mayoría de la raza humana a menos que un rápido desarrollo de la vacuna y de antivirales venga al rescate. Incluso en el caso de que futuros estudios basados en la toma de muestras de sangre para obtener pruebas de anticuerpos contra la COVID-19 revelen un número de casos positivos muy superior al que ahora se establece, reduciendo por tanto de forma significativa la tasa de mortalidad, la población del planeta es ahora cuatro veces superior a la de 1918, por lo que la hecatombe todavía podría contarse en millones.

Gritando al vacío de Washington

—Conque las cosas están realmente así de mal —dijo Miranda.

—No pueden estar peor —dijo Adam—. Todos los teatros y casi todas las tiendas y restaurantes están cerrados y las calles han estado atestadas de cortejos fúnebres todo el día y de ambulancias toda la noche.[24]

Pálido caballo, pálido jinete

En esta celebrada novela corta escrita veinte años después del suceso, Katherine Anne Porter documentó su experiencia cercana a la muerte durante la pandemia de la gripe española de 1918-1919. Pasó nueve días en un pasillo de un saturado hospital de Denver, con una fiebre muy alta y sufriendo alucinaciones intermitentes. Mientras, su amante, un joven teniente que esperaba órdenes para volver a Francia, yacía moribundo en alguna otra parte. Temblando de frío en la camilla de acero y dada por perdida por su médico, Miranda/Anne ve fantasmas, soldados y verdugos cerniéndose sobre un «viejo envuelto en asquerosos andrajos».

El camino a la muerte es una larga marcha asediada por todos los males y el corazón falla poco a poco ante cada nuevo terror, los huesos se rebelan a cada paso, la mente establece su propia y enconada resistencia, ¿con qué fin? Las barreras se desploman una a una y, por mucho que te tapes los ojos, no hay forma de ocultar el paisaje del desastre ni la vista de los crímenes cometidos en él.

En 1918-1919, a pesar de los recientes y enormes avances construidos sobre los descubrimientos fundamentales de Koch y Pasteur en la generación anterior, la ciencia médica se mostraba casi tan impotente ante la pandemia como lo habían estado los médicos, alquimistas y astrólogos que en 1665-1666 fueron llamados a Londres para curar la Gran Peste. Si el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos había apostado todo a un solo número —el de la distribución de una vacuna que en última instancia no sirvió—, en tiempos de Daniel Defoe el remedio había consistido en sacrificar a todos los gatos de la ciudad: un inesperado regalo caído del cielo para las ratas infectadas. En ambas épocas la medicina perseguía fantasmas; Alexandre Yersin finalmente identificó el bacilo de la peste en 1894, y hubo que esperar al año 2000 para disponer de una tipificación completa del virus de 1918, cuando una expedición regresó del Ártico con los pulmones congelados de una víctima de aquel momento.

El «paisaje del desastre» actual es espeluznantemente similar al de 1665 y al de 1918: poblaciones urbanas encerradas sin poder salir de sus pisos, la huida de los ricos a sus casas de campo, la cancelación de actos públicos y el cierre de escuelas, excursiones desesperadas a los mercados, que a menudo provocaban una infección;[25] la necesidad social de un heroico personal de enfermería, la falta de camas en los hospitales y en los lazaretos, la búsqueda frenética de mascarillas y la sospecha generalizada de la implicación de poderes foráneos (los judíos, el paso de un cometa, saboteadores alemanes, los chinos).

Sin embargo, en esta ocasión, ni la identidad del microbio —el SARS-CoV-2 fue secuenciado casi de un día para otro en enero—, ni los pasos necesarios para combatirlo suponían un misterio. Desde el descubrimiento del virus del VIH en 1983 y la constatación de que había saltado de los simios a los humanos, la ciencia se encuentra en estado de alerta máxima frente a laaparición de nuevas enfermedades mortales procedentes de la fauna salvaje con potencial para convertirse en una pandemia. Esta nueva era de la peste, como las épocas pandémicas anteriores, es el resultado directo de la globalización económica. La peste negra, por ejemplo, fue la consecuencia involuntaria de la conquista mongola de la Eurasia interior, que permitió que los roedores chinos se desplazaran a lo largo de las rutas comerciales desde el norte de China hasta Europa central y el Mediterráneo. Hoy en día, como también era el caso hace quince años, cuando escribí El monstruo llama a nuestra puerta, el capital multinacional ha sido el motor de la evolución de la enfermedad mediante la quema o la tala de los bosques tropicales, la proliferación de la ganadería intensiva, el crecimiento explosivo de los barrios marginales, a lo que hay que añadir el «empleo informal» y el fracaso de la industria farmacéutica para encontrar beneficios en la producción masiva de antivirales esenciales, antibióticos de nueva generación y vacunas universales.

La destrucción de los bosques, tanto a manos de multinacionales como de agricultores de subsistencia desesperados, elimina la barrera entre las poblaciones humanas y virus silvestres aislados endémicos de las aves, los murciélagos y los mamíferos. Las granjas industriales y los gigantescos corrales de engorde actúan como inmensas incubadoras de nuevos virus, mientras que las condiciones sanitarias en los barrios marginales dan lugar a poblaciones que están al mismo tiempo densamente abarrotadas y debilitadas a nivel inmunitario. La incapacidad del capitalismo global para crear empleo en los llamados «países en vías de desarrollo» se traduce en que mil millones o más de trabajadores de subsistencia («el proletariado informal») carecen de un nexo patronal con la atención médica o de los ingresos necesarios para adquirir tratamientos en el sector privado, una situación que los deja a merced del colapso de los sistemas de hospitales públicos, si es que existen. La protección biológica permanente contra nuevas plagas, por consiguiente, precisaría algo más que vacunas. Sería necesario suprimir estas «estructuras de emergencia sanitaria» a través de reformas revolucionarias en la agricultura y en la vida urbana que ningún gran país capitalista o con capitalismo de estado estaría dispuesto a adoptar bajo ningún concepto por voluntad propia. Un equipo de excelentes investigadores médicos, doctores de la sanidad pública y periodistas informados —Paul Farmer, Richard Horton, Laurie Garrett, Rob Wallace, entre muchos otros— llevan años tratando de mostrarnos estas conexiones sistémicas. Como subrayó Wallace hace tiempo: «Los impactos agroeconómicos del neoliberalismo global son incuestionables, pueden sentirse en todos los niveles de la organización biocultural, hasta la escala del virión y la molécula».[26]

Un coro de voces mucho más numeroso, algunas de las cuales vociferan desde los tejados más altos del Gobierno, advierte de que una catástrofe como la que ahora estamos viviendo se vislumbraba en el horizonte y era tal vez inminente. Las sucesivas irrupciones de gripe aviar (1997, 2003-actualidad), SARS (2003), gripe porcina (2009), MERS (2012) y virus del Zika (2015), así como las recientes epidemias del ébola en el Congo y el oeste de África, han producido oleadas de investigaciones y han atraído a empresas emergentes de biotecnología inteligente que han tratado, con frecuencia sin éxito, de encontrar capital de riesgo para respaldar el desarrollo de nuevos y prometedores antivirales y vacunas. El espectro de la gripe aviar, como ya he mencionado, había conducido a Estados Unidos a la adopción de una estrategia nacional oficial y a la aparición de un nuevo género de literatura científica: informe tras informe sobre una futura pandemia y la necesidad de prepararse para hacerle frente.

Pero esta preparación seguía un ciclo intermitente y los políticos con frecuencia reculaban en sus propias políticas. En 1998, por ejemplo, la administración Clinton creó una Reserva Nacional Estratégica bajo la dirección de los CDC con el objetivo expreso de lidiar con la amenaza de la pandemia. En 2003, la administración Bush cambió el nombre de la Reserva Nacional Estratégica y entregó el control al Departamento de Seguridad Nacional (DHS por sus siglas en inglés) y al Departamento de Salud y Servicios Sociales (DHHS). Por aquel entonces, su inventario incluía 105 millones de respiradores N95, de los cuales cien millones fueron distribuidos por la administración Obama durante la emergencia sanitaria de la gripe porcina (H1N1) en 2009. La administración Obama, sin embargo, fracasó a la hora de reponer las reservas de mascarillas, aduciendo que era mejor y más barato ayudar al sector privado a desarrollar la capacidad de producción (véase más abajo) para satisfacer la creciente demanda durante una crisis pandémica. Los funcionarios del DHS y del DHHS de Trump, muchos de los cuales son nombramientos políticos con escasa experiencia en la gestión de la salud pública o incluso en la ciencia médica, se contentaron con dejar las reservas agotadas al tiempo que descuidaban las inversiones propuestas en alternativas del sector privado.

Trump también despreció el fruto de la experiencia de aquellos que se habían enfrentado a importantes brotes previos. Tras el aterrador brote de ébola en África occidental en 2014, Christopher Kirchhoff, un analista de la Agencia de Seguridad Nacional, recopiló en un memorando los informes de campo y los análisis de diversas agencias gubernamentales que luego envió a Susan Rice, consejera de Seguridad Nacional de Obama. Después de que las fuerzas combinadas de la OMS y diversas organizaciones médicas sin ánimo de lucro no lograran controlar el brote inicial, los CDC, la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID por sus siglas en inglés) y otros organismos estadounidenses trataron de llenar las carencias, pero su propia falta de coordinación solo condujo a un mayor caos. Finalmente, el presidente Obama consideró el brote una emergencia de seguridad nacional de primer nivel comparable a la guerra civil en Siria, estableció un Grupo de Trabajo del Ébola en la Casa Blanca y movilizó al Pentágono que, fiel a su estilo inimitable, organizó la misión como si se enfrentaran a terroristas. Terminaron enviando 2.800 tropas a Liberia para construir laboratorios, hospitales y cuarteles para los centenares de médicos y trabajadores de laboratorio del Servicio de Salud Pública de Estados Unidos.

Kirchhoff concluía afirmando que la edificante lección que se había llevado de aquella experiencia era que «habían salido a la luz las carencias en la preparación y la capacidad de todos los principales organismos encargados de la salud y la seguridad en Estados Unidos». (Más tarde declaró a un entrevistador que «los que participamos en la respuesta al ébola sabíamos que habíamos tenido suerte, no solo porque el patógeno no se transmitiera por el aire, sino porque el brote apareciera en el lugar del mundo donde lo hizo. Sabíamos que probablemente no volveríamos a tener esa suerte». Kirchhoff se pronunció a favor de todo un abanico de reformas, pero insistía en que «un modelo en el que solo hay una persona responsable ante el presidente de los esfuerzos de respuesta, trabajando en el marco del Consejo Nacional de Seguridad, funciona en casos extremos». Rice y Obama se mostraron de acuerdo y se creó la Dirección de Seguridad Sanitaria Mundial y Biodefensa dentro del NSC, con la responsabilidad específica de monitorizar y asesorar al poder ejecutivo sobre cualquier amenaza de pandemia. Su primer «zar» fue Beth Cameron, una veterana del Departamento de Estado que reportaba directamente a Rice.[27]