Clases de literatura argentina - Beatriz Sarlo - E-Book

Clases de literatura argentina E-Book

Beatriz Sarlo

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Beschreibung

En 1984 Beatriz Sarlo dictó por primera vez la materia Literatura Argentina II en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Comenzaban los años de la primavera alfonsinista, cuando volvían a la universidad intelectuales y profesores que habían estado en el exilio o habían atravesado la dictadura sosteniendo la discusión política y teórica puertas adentro, en grupos de estudio y en revistas; cuando docentes y estudiantes modificaron el plan de la carrera de Letras, buscando otros modos de reflexionar sobre la literatura, la crítica, la lingüística, la lengua y la cultura clásicas. Este libro, editado amorosamente por Sylvia Saítta, recupera esas clases ya míticas, cuando todo estaba por hacerse y por pensarse. Semana a semana, Beatriz Sarlo analizaba obras y proponía pensar la literatura argentina a partir de hipótesis que se convertirían en "lugares comunes" de la crítica. Así, mientras en la televisión podían seguirse las audiencias del Juicio a las Juntas, ella se preguntaba por la vigencia de Operación Masacre de Walsh, por sus testimonios, por la primacía de ese autor-narrador justiciero y por la completa ausencia textual de Enriqueta Muñiz, quien fue fundamental en el proceso de investigación. Leía el Evaristo Carriego de Borges en clave de minuciosa ruptura con las tradiciones, como gran estrategia de comienzo, y Respiración artificial de Piglia como un modo de pensar la verdad histórica, trazar un mapa literario y ubicarse en él. Ponía en duda la supuesta polifonía de La traición de Rita Hayworth de Puig, y desplegaba fascinada las capas y capas compositivas de Cicatrices de Saer. Al mismo tiempo, armaba las piezas de un marco teórico novedoso y presentaba un sistema literario –el "canon Sarlo", comentado y criticado por escritoras y escritores, colegas, periodistas culturales– en el que convivían quienes ahora el público general reconoce como los grandes clásicos del siglo XX con autoras y autores más contemporáneos. Zambulléndose en los textos para contarnos cómo están hechos, de dónde salen los materiales y cómo se traban en una forma, Sarlo enseñó y sigue enseñando modos de leer, de hacerse preguntas, de sacar a la literatura de su zona de autosuficiencia. Estas clases son ejercicios críticos maravillosos, con su propia dosis de intriga y expectativa, pero también herramientas imperdibles para profesores, estudiantes y lectores apasionados.

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Copyright

Notas a la edición (Sylvia Saítta)

Roberto Arlt: Los siete locos - Los lanzallamas (1929-1931)

8, 14 y 15 de mayo de 1986

Jorge Luis Borges: Evaristo Carriego (1930)

14 y 18 de septiembre de 1987, 17 de septiembre de 1988

Jorge Luis Borges: Historia universal de la infamia (1935)

17 y 24 de septiembre, 1º de octubre de 1988

Ezequiel Martínez Estrada: Radiografía de la pampa (1933)

19 de octubre de 1987

Eduardo Mallea: Historia de una pasión argentina (1937)

19 de octubre de 1987

David Viñas: Un dios cotidiano (1957)

2 de julio de 1986

Rodolfo Walsh: Operación Masacre (1957)

27 y 30 de mayo de 1985

Julio Cortázar: Rayuela (1963)

15 y 25 de octubre de 1984

Rodolfo Walsh: “Esa mujer” (1965)

3 de junio de 1985

Julio Cortázar: 62 Modelo para armar (1968)

12 y 18 de junio de 1986

Manuel Puig: La traición de Rita Hayworth (1968)

17 de junio de 1985

Juan José Saer: Cicatrices (1969)

6 de junio de 1985

Ricardo Piglia: “Homenaje a Roberto Arlt” (1975) y Respiración artificial (1980)

8 de octubre de 1988

Beatriz Sarlo

CLASES DE LITERATURA ARGENTINA

Facultad de Filosofia y Letras UBA, 1984-1988

Edición al cuidado deSylvia Saítta

Sarlo, Beatriz

Clases de literatura argentina / Beatriz Sarlo.- 1ª ed.- Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.

Libro digital, EPUB.- (Biblioteca Beatriz Sarlo)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-138-7

1. Literatura Argentina. I. Saítta, Sylvia, ed. II. Título.

CDD A860

© 2022, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de cubierta: Ale Pippa y M. R.

Imagen de cubierta y viñetas de interiores: Esteban Serrano

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: marzo de 2022

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-138-7

Notas a la edición

Sylvia Saítta[1]

Este libro busca recuperar la historia y la experiencia de un momento fundamental en la reconstrucción de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires después de los años de universidades intervenidas por la dictadura militar de 1976. A partir de la llegada de Raúl Alfonsín a la presidencia del país en diciembre de 1983, intelectuales, científicos y científicas, psicoanalistas, investigadores de todas las áreas volvían a la universidad pública para intervenir, también desde ese ámbito, en los debates culturales, políticos y sociales que signaron la transición democrática. De este modo, regresaron quienes habían pasado años de exilio o de cárcel; quienes habían sido expulsados, o habían renunciado a sus cargos, después de la Noche de los Bastones Largos de 1966 o del corto período de la universidad nacional y popular de 1973; quienes habían integrado los diversos grupos de formación e investigación de la denominada “universidad de las catacumbas”, que transcurría en los ámbitos cerrados que imponía la dictadura.

Académicos, investigadores y científicos recuperaron la confianza en que, desde la propia especialidad, podían pensarse los problemas políticos, sociales, culturales que los diferentes sectores de la sociedad estaban debatiendo, y consideraron que esa tarea era parte inherente del ser universitario: “Me parece peligroso” –afirmaba Beatriz Sarlo en esos años–

que un universitario no pueda, dicho sea entre comillas, “perder su tiempo” dedicándose a pensar la política, la cultura, los medios de comunicación, los sectores populares. Que la crítica literaria sea un discurso autosuficiente me parece sumamente peligroso. Los grandes críticos de este siglo no han ejercido este discurso, si es que los grandes críticos son para nosotros Auerbach, Sartre, Roland Barthes, Bajtín.[2]

En este marco, David Viñas, Josefina Ludmer, Ramón Alcalde, Beatriz Sarlo, Enrique Pezzoni, Beatriz Lavandera, Noé Jitrik, Eduardo Prieto, María Teresa Gramuglio, Nicolás Rosa, Eduardo Romano, entre muchos otros, ingresaron como profesores de la carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras. Eran los años de la primavera alfonsinista; los años en que docentes y estudiantes discutieron y modificaron el plan de la carrera; los años en que se buscaron otros modos de reflexionar sobre la literatura, la teoría y la crítica literarias, la lingüística, la lengua y la cultura clásicas.

En 1984, Beatriz Sarlo dictó por primera vez la materia sobre literatura argentina del siglo XX, que en la Universidad de Buenos Aires se llama Literatura Argentina II. Desde ese primer programa, propuso el diálogo entre la literatura argentina y la teoría literaria, la sociología de la cultura, la historia y la política argentinas, las grandes tradiciones nacionales y extranjeras, la historia cultural contemporánea. En los diecinueve programas que Sarlo pensó entre 1984 y 2002 –acompañada por Gramuglio hasta 1989–, se abordaron diferentes núcleos problemáticos que implicaron nuevos modos de leer en el ámbito académico argentino: nacionalismo y cosmopolitismo; lengua extranjera y traducción; los cruces entre la cultura popular y la cultura letrada; los procesos de modernización urbana; criollismo y modernidad; vanguardia estética y vanguardia política; el rol de las instituciones, los grupos y las formaciones en el campo literario. En sus programas de estudio, Sarlo proponía también algo por completo novedoso: intervenir críticamente en la literatura argentina que se estaba escribiendo en el mismo momento en que dictaba sus clases y, desde luego, en los modos de leer esa literatura.

Semana a semana, Sarlo armaba las piezas de un marco teórico, conformado principalmente por Roland Barthes, Pierre Bourdieu, Raymond Williams, Edward Said, los estudios culturales ingleses –cuyos libros, muchas veces, no habían sido todavía traducidos–, que se complementaban con las tareas de edición y traducción que venía realizando desde años atrás tanto en su trabajo en Eudeba, CEAL o Hachette como en Punto de Vista, la revista que dirigía desde 1978. Y a la vez, presentaba en sus clases un sistema literario –el denominado “canon Sarlo”, tantas veces comentado, criticado, discutido, por escritores y escritoras, colegas, la crítica literaria o las páginas del periodismo cultural– en el que convivían quienes ahora el público general reconoce como los grandes clásicos del siglo XX –Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Juan José Saer, Manuel Puig, Silvina Ocampo, Rodolfo Walsh– con los más contemporáneos: Fogwill, César Aira, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen, Matilde Sánchez, Alan Pauls. Al mismo tiempo, para pensar la literatura argentina, Sarlo proponía hipótesis y categorías que rápidamente se convertirían en “lugares comunes” de la crítica literaria: el regionalismo no regionalista (en las narrativas de Saer o Héctor Tizón), la modernidad periférica (en el estudio de los procesos de modernización de los años veinte y treinta), el ideologema de las orillas (en los poemas de Borges), los saberes del pobre (como enciclopedia para leer a Roberto Arlt).

Quienes cursamos la materia en esos años aprendimos que el momento de enunciación de un texto explica mucho de lo que dice, o calla, una novela o un ensayo de crítica literaria; que la literatura construye sentidos, muchas veces fragmentarios o inconclusos, sobre la sociedad en la que se inscribe; que la crítica literaria es un ámbito de disputa ideológica y confrontación de sentidos; que la literatura y la historia de la literatura se escriben en los libros, pero también en las revistas, los diarios, los folletines sentimentales, las publicaciones periódicas; que reflexionar sobre literatura argentina es pensar la cultura nacional. Aprendimos también que las clases universitarias son ámbitos de imaginación razonada y de puesta a prueba de hipótesis de lectura; fuimos testigos de cómo lo que habíamos escuchado en las clases del programa de la materia que se llamó “Procesos de modernización cultural: Buenos Aires 1920-1930”, de 1987, se convertía, poco después, en el libro Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920-1930, de 1988; vimos, en vivo y en directo, el modo en que mucho de lo que Sarlo había desplegado mientras dictaba los cursos de 1999, 2000 y 2001 –titulados “La pasión en la literatura argentina del siglo XX” y “Sujetos bajo influencia: Inscripciones en la literatura argentina del siglo XX”– reaparecía en La pasión y la excepción, de 2003.

* * *

Para este libro, seleccioné algunas de las clases que Beatriz Sarlo dictó entre 1984 y 1988. No incorporé las clases introductorias a los sucesivos programas de la materia ni las referidas a escritores o textos literarios sobre los cuales Sarlo escribió artículos o capítulos de libros. Por eso no están en este volumen las clases dedicadas al Borges de las orillas, las vanguardias de los años veinte o las modernidades urbanas y las utopías rurales. Tampoco opté por reproducir las estructuras de los diferentes programas de estudio: como antes se señaló, María Teresa Gramuglio enseñaba una parte importante de sus contenidos.

Fijé una versión de esas clases a partir de las desgrabaciones existentes e intenté preservar la oralidad de la Sarlo-profesora de literatura argentina, evitando los ripios de la repetición –tan necesaria en términos didácticos pero inoportuna en un texto escrito–, así como las preguntas de los estudiantes y las interrupciones que se producían en el escenario del aula por parte de militantes de agrupaciones estudiantiles, vendedores ambulantes, o a causa de los tantos paros gremiales de finales de la década, cuyas marcas quedan en la extensión más reducida de algunas. Organicé los capítulos del libro siguiendo el orden de publicación de los textos literarios, y no el del dictado de las clases que, por eso mismo, aparecen fechadas. Sumé notas bibliográficas y completé las citas literarias.

Cursé la materia Literatura Argentina II en los años ochenta, siendo una muy joven estudiante de la carrera de Letras; en la actualidad, desde hace años, soy su profesora titular. Este recorrido no habría sido posible sin Beatriz Sarlo, gracias a quien descubrí, en sus clases, sus artículos críticos, sus investigaciones, sus libros, la inmensa generosidad con la que dirigió mi tesis de doctorado, que la literatura argentina es mi lugar en el mundo.

Tal vez, como dijo la misma Sarlo en su prólogo a Escritos sobre literatura argentina que edité en 2007, algunos lectores juzguen que este libro puede ser un error. Aun si así fuera, espero que logre transmitir lo que significaron esas míticas clases dictadas en los años ochenta, cuando todo estaba por hacerse y aprendimos, de una vez y para siempre, que la universidad pública es una pieza fundamental en la construcción de una sociedad más igualitaria.

Agradezco a Martina Delgado su minucioso trabajo de transcripción; a Siglo XXI y a Beatriz Sarlo, el haberme confiado la edición de este libro.

Ciudad de Buenos Aires, julio de 2021

[1] Investigadora del Conicet y profesora titular de Literatura Argentina II de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, donde integra la Comisión de Posdoctorado. Dirige Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas, <www.ahira.com.ar>, y proyectos de investigación sobre literatura, revistas culturales y prensa aprobados por la Agencia Nacional de Promoción Científica y Tecnológica y la Universidad de Buenos Aires. Escribió Regueros de tinta y El escritor en el bosque de ladrillos. Una biografía de Roberto Arlt; dirigió El oficio se afirma, tomo 9 de la Historia crítica de la literatura argentina; editó Hacia la revolución. Viajeros argentinos de izquierda, Escritos sobre literatura argentina de Beatriz Sarlo y numerosas compilaciones de la obra inédita de Roberto Arlt. Es integrante del Directorio de Eudeba, editorial en la que dirige, junto con José Luis de Diego, la colección “Serie de los dos siglos” desde 2010.

[2] Mónica Reynoso, “Beatriz Sarlo. Entrevista”, Revista de Lengua y Literatura, nº 3, mayo de 1988; pp. 55-60.

Roberto ArltLos siete locos-Los lanzallamas (1929-1931)

8, 14 y 15 de mayo de 1986

Vamos a leer Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt, dentro de una unidad del programa titulada “Relatos de la crisis. Crisis del saber, de las identidades y de la representación”, aunque Los siete locos es también una novela de la crisis por el momento de su publicación, ya que en 1929 se está preparando el primer golpe de Estado de la Argentina del siglo XX. Durante todo ese año, los diarios hablan de la incapacidad de Hipólito Yrigoyen para manejar el Estado, y tanto el ejército como los ideólogos de la derecha nacionalista piensan muy seriamente en la intervención política. También es el momento en que eclosionan las críticas al liberalismo político, no solo desde la izquierda, sino también desde la derecha, que esgrime la teoría de los hombres fuertes y el propósito de alejar a la plebe del poder. El ascenso del fascismo ya era un hecho: la marcha de Mussolini sobre Roma se había producido siete años antes, y dentro del nacionalsocialismo alemán se estaban desplegando todas las tendencias autoritarias. Es un momento de gran perplejidad intelectual. Poco antes, en 1927, Julien Benda había escrito en Francia La traición de los intelectuales, donde planteaba que los intelectuales debían retirarse de la política y ser los depositarios de los valores universales.[3] Son años en que la colocación del intelectual (esto puede leerse en los primeros números de la revista Sur) comienza a pensarse como un problema. Había terminado el “momento alegre” de las vanguardias, el momento martinfierrista.

Junto con esto, Buenos Aires culmina un primer ciclo de transformaciones iniciado a comienzos del siglo XX y se convierte en una ciudad moderna. El crítico estadounidense Leslie Fiedler, en un artículo que podríamos traducir como “Mitologizando la ciudad”, explica qué pasa con el surgimiento de la ciudad moderna, cuando los diferentes sectores sociales son visibles los unos para los otros, y los habitantes de un sector de la ciudad pueden pasar a otro sector.[4] Es lo que analiza Walter Benjamin en su trabajo sobre Baudelaire y los pasajes de París, cuando sostiene que la ciudad moderna crea las posibilidades del encuentro visual entre dos desconocidos, o del cruce urbano entre mujeres de mala vida, conspiradores, ladrones, literatos y bohemios.[5] Hasta el novecientos, por ejemplo, el encuentro visual en la calle Florida era entre conocidos; los obreros, aunque vivieran cerca, no iban a sus casas por la calle Florida. En los años veinte, en cambio, la ciudad moderna trastoca esas relaciones espaciales, que tenían una fuerte marca de clase, y permite el encuentro tanto social como erótico con el desconocido. Lo que nosotros ahora vivimos con naturalidad, en ese momento es completamente nuevo y causa una conmoción ante la cual la literatura responde de maneras diferentes según leamos a Manuel Gálvez, Jorge Luis Borges o Raúl González Tuñón. O, también, las letras de tango, en las que aparece el topos del chiquilín pidiendo pan a las puertas del cabaret. Toda una zona de Los siete locos puede leerse a partir de este impacto ideológico. El desplazamiento de Erdosain por la ciudad se puede leer en esta clave.

Como dice Fiedler, la ciudad moderna muestra no solo el lujo, sino también indignidades sin precedentes, y de este modo reduce los lazos de solidaridad. Ya no se trata del “mendigo de la manzana del barrio” ni de la solidaridad con la miseria que existía antes, sino que la ciudad moderna muestra la otra cara del progreso. Por eso Benjamin dice que “el ángel de la historia” avanza hacia delante, pero con la cabeza vuelta hacia atrás para mirar las ruinas que ha dejado a su paso.[6] La ciudad moderna hace visibles las diferencias, y también hace visible la miseria. Es lo que siente Erdosain cuando pasea por la ciudad, en la que ya no existen las diferencias estamentales de un mundo ordenado, como leemos, por ejemplo, en Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes, sino un mundo que ha estallado y muestra las diferencias en el acceso a la cultura, al saber, al erotismo: algo que es vivido, sentido y percibido como injusto. La ciudad es también el lugar por excelencia de la circulación de bienes y servicios, donde la relación con el dinero se pone en primer plano. Fiedler afirma que es el ámbito donde surge la ideología estética de la fascinación por el crimen y el bajo fondo, esa suerte de hormiguero que reproduce en negativo el lujo de la ciudad. La novela policial estadounidense sería impensable sin la ciudad moderna.

Otro tópico de la ciudad moderna es la contradicción entre tecnología y naturaleza. En Los siete locos, todo lo que con anterioridad se habría representado como naturaleza es representado como tecnología: cilindros de hierro, cubos de portland, llanuras de cemento. Como diría Fredric Jameson, este marco sociocultural establece las condiciones de posibilidad del texto.[7] Fija los límites dentro de los cuales Arlt puede empezar a pensar, pero no sus contenidos.

Agreguemos a esto que Arlt es un intelectual modernísimo, no porque el conjunto de su cultura lo sea (esto se puede discutir), sino porque su relación con la escritura constituye su forma de ganarse la vida. Arlt trabaja en diarios y revistas que inician el industrialismo cultural (El Mundo, Crítica, El Hogar) y que también marcan los límites dentro de los cuales se inscribe su literatura. Es lo que leemos en el prólogo a Los lanzallamas, en las autobiografías que publica en diferentes medios y, también, en una aguafuerte titulada “Los siete locos”, publicada en el diario El Mundo el 27 de noviembre de 1929, que es un modelo de crítica literaria periodística y, a su vez, una propaganda de su novela. Es la primera lectura de Los siete locos, escrita por su autor, que se publica cuando aparece la novela. En estos textos se explicitan las relaciones que Arlt sostiene con el saber, con la cultura, con los tópicos ideológicos que aparecen en Los siete locos y Los lanzallamas.

El problema que subyace a estos textos es quién autoriza la voz del autor. Si el autor es Lucio V. Mansilla, la pregunta está contestada desde que nació: su relación con la cultura empieza desde la cuna, además de ser hijo de una hermana de Juan Manuel de Rosas y haber realizado numerosos viajes a Europa. Si bien a Sarmiento le cuesta un poco más autorizar su voz, y por eso tiene que escribir muchas biografías, los escritores del siglo XIX, en general, no tenían como problema definir quién autorizaba su voz. Esto cambia en el siglo XX con la aparición de los apellidos extranjeros (sobre todo, italianos o judíos). En estos textos de Arlt, leemos entonces cómo se autoriza la voz de un escritor de origen inmigrante y cómo este se defiende de quienes desautorizan su voz en la literatura argentina. La ironía sobre su imposibilidad de terminar la escuela primaria es, por ejemplo, una forma de autorizar su voz: “He cursado las escuelas primarias hasta el tercer grado. Luego me echaron por inútil”.[8]

Para pensar este tema de la autorización de la voz del autor, voy a tomar los textos Vigilar y castigar, Historia de la sexualidad y Arqueología del saber de Michel Foucault, que es un historiador de las formas de poder no inmediatamente evidentes como formas de poder. Foucault escribe la historia de aquellos dispositivos de poder que no son vistos como tales y que, dentro de su perspectiva, son parte de lo que denomina una “microfísica del poder”. Escribe la historia de las regulaciones de la sexualidad, donde se establecen relaciones de poder en relaciones tan privadas como las sexuales. Por lo tanto, nada más alejado de su perspectiva que una visión sustancialista del poder, en la que el poder está radicado en una cosa, en un lugar o en una institución política. Por el contrario, Foucault tiene la idea de que el poder no es una institución, sino un dispositivo de dominación de estrategias discursivas, prácticas, ideológicas, espaciales, políticas, que atraviesa todo el cuerpo social. El poder no está en un solo lugar, sino que sus estrategias y dispositivos atraviesan toda la sociedad. Por eso, para este poder que se propaga por todos los lugares de la sociedad, son muy importantes los rituales. El poder tiene sus discursos, sus modalidades, sus prácticas y sus rituales, que siempre se asientan en relaciones asimétricas. La otra idea de Foucault es que el poder es multidireccional, que no va de arriba hacia abajo, sino que atraviesa todas las formaciones de la sociedad: la familia, la escuela, la universidad, los hospitales, las prisiones. La compleja relación estratégica se basa y se hace visible en sistemas de rituales; uno de esos sistemas es el panóptico, una invención de Jeremy Bentham.[9]

El panóptico, además de ser un tipo de arquitectura carcelaria, es metáfora de los recursos puestos en práctica para una tecnología de la vigilancia, ya que es un lugar donde todo es visible. La representación de Bentham es una cárcel donde, desde una torre, un solo guardia puede ver a todos los prisioneros en sus celdas. Esas celdas tienen dos ventanas: por una entra la luz y, por la otra, puede ser visto el prisionero. Foucault sostiene que el panóptico crea en el prisionero la sensación de que puede ser visto en cualquier momento, aunque técnicamente eso sea imposible. Por lo tanto, el prisionero internaliza el proceso disciplinario y se comporta como si siempre estuviera vigilado. Este proceso resulta fundamental para Foucault, pues su hipótesis es que el poder no puede ejercerse si no es internalizado por los soportes de ese poder. Además, el panóptico es anónimo; no hay relación personal entre prisioneros y guardias. Para Foucault, el panóptico funciona como un modelo formal del poder.

En la novela de Arlt, podríamos decir que el Astrólogo tiene una concepción panóptica de su colocación en la sociedad secreta y la hace valer en función de sus saberes. El Astrólogo conoce los saberes de los integrantes de la sociedad secreta y por eso los convoca: el militar se encargará de la infiltración en el ejército, Erdosain será el jefe de la industria, Haffner se ocupará de los prostíbulos, pero solo él tiene una visión global del dispositivo y, por lo tanto, una mayor posibilidad de engaño con respecto a los demás. El texto le da al Astrólogo la posición de ser el centro del dispositivo y a los otros, en cambio, una posición subordinada tanto en relación con el saber, como con el poder. En el texto hay también fantasías de panóptico. Por ejemplo, en un paseo por la ciudad, Erdosain se comporta como un preso cuando piensa que, desde alguna ventana, un millonario puede estar mirándolo. Erdosain deja de moverse de manera espontánea porque, en su fantasía de ser mirado, en cualquier momento alguien podría llamarlo para regalarle sus millones.

En Historia de la sexualidad, Foucault sostiene que el avance de las tecnologías y los dispositivos de disciplinamiento en una sociedad produce anomalías; que los locos, en tanto categoría social, son producto de los dispositivos disciplinarios y de las tácticas de disciplinamiento de la locura. Esto no quiere decir que antes no hubiera personas con esa anomalía, sino que no constituían una categoría social.[10] Por eso, la figura del loco varía históricamente, como también varía la figura del criminal. El discurso del crimen y de la anomalía tiene que ver con los dispositivos de saber y de poder: hay que saber para poder decir que alguien es loco, y hay que poder para saber que el otro es loco.

Lo mismo pasa con la reglamentación de la sexualidad. Hubo un momento de las sociedades occidentales en el que las familias se bañaban juntas, los niños se masturbaban en público, o funciones naturales como defecar u orinar se realizaban al costado de la mesa. Foucault se pregunta cuándo esas actividades comienzan a ser reglamentadas; cómo aparecen los discursos que (de un mundo menos reglamentarista a propósito de lo erótico, que llega hasta el siglo XVI) pasan a pautar y a crear categorías al respecto. Los dispositivos de reglamentación de la sexualidad ponen de manifiesto la posibilidad y la tentación del delito sexual. Es la tentación que orilla Erdosain en las relaciones que entabla con su mujer, con las prostitutas, con su propio cuerpo.

Por otro lado, la idea de anomalía y de locura que leemos en la novela se vincula con el discurso de la época, un fenómeno discursivo ideológico que aparece en una difusión muy amplia de materiales de carácter psiquiátrico o sexológico como El matrimonio perfecto de Theodoor Hendrik van de Velde.[11] Si bien estos discursos ya estaban en los primeros textos de José Ingenieros, se acentúan en proyectos editoriales que, desde mediados de los años veinte hasta los cuarenta, proporcionan literatura y ensayos de gran repercusión popular. Creo que esta difusión de discursos sobre la locura y la anomalía no cumplía una función negativa, sino que, ante una visión religiosa de la locura, introducía una perspectiva más laica sobre estos temas. En Arlt, este discurso contemporáneo de su obra potencia el otro discurso sobre la anomalía, que es el que lee en Dostoievski, sobre todo en Los demonios, libro que cita como fuente. Como hipótesis, podríamos proponer que, en Arlt, este mundo de la anomalía tiene un origen intertexual literario y que, además, dialoga con los trabajos sobre la anomalía y lo perverso que se difunden en esa época de crisis y de comienzos de la desocupación.

En la novela hay una especie de obsesión permanente con la enfermedad en el modo en que Erdosain vive su relación con los prostíbulos. Cuando Elsa le dice que, si no se hubiera casado, habría tenido un amante, Erdosain le contesta: “¿Sabes adónde voy? A un prostíbulo, a buscarme una sífilis” (p. 93).[12] Aquí resuena otra zona de enorme circulación de discursos sobre las enfermedades venéreas, que se vinculan a la ampliación del negocio de la prostitución. Cuando se expande la prostitución (en esa sociedad integrada por muchos inmigrantes solos, que habían llegado a la ciudad sin sus mujeres), se desencadena también esta serie de discursos sobre la sexualidad y las enfermedades venéreas.

Volviendo a Foucault, cada dispositivo de poder y de saber tiene un régimen de verdad: los regímenes de verdad no son universales, sino que, como sistemas de enunciados y sistemas de objetos, definen zonas del saber. La posesión de un régimen de verdad es parte de la lucha por el poder; sin ese régimen, no hay poder. Foucault, en suma, caracteriza al poder por una microfísica, por su capacidad de permear a la sociedad en su conjunto, por prácticas, discursos y rituales. En la primera parte de La arqueología del saber, Foucault desarrolla su concepción del saber en relación con el poder y hace una distinción entre saber y ciencia.[13] Sostiene que no todo saber es ciencia, pero que hay tramas que unen los discursos de los saberes y los discursos de la ciencia. Si pensamos en Los siete locos y Los lanzallamas, vemos un continuum entre objetos, discursos y prácticas que comparten los saberes y las ciencias.

Al igual que la de ciencia, la definición de Foucault de saber incluye como elemento central lo que denomina una “formación discursiva”. El saber y la ciencia necesitan un conjunto de relaciones de enunciados: construyen objetos que no son necesariamente preexistentes en el mundo de lo real, sino formaciones discursivas, que toman elementos de ese mundo de lo real. Un ejemplo: durante varios siglos la química tuvo como objeto de saber el éter; presuponía que el vacío era imposible y que el éter era algo siempre existente. Y en efecto, el éter no es un elemento existente, pero, como objeto discursivo, permitió construir una formación discursiva en determinado momento del saber. En Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires de Roberto Arlt, por ejemplo, hay una cantidad de objetos discursivos que no necesariamente se encuentran en el mundo real: las emanaciones, los cuerpos que se separan, los dobles, que son propios de una formación discursiva. Las epistemologías a lo Bachelard tienen como hipótesis fundamental que los objetos de las ciencias son siempre objetos construidos y que lo real es un mundo material continuo, pero que, para penetrar lo real con un discurso científico, es necesario construir un objeto teórico. Las ciencias sociales también construyen objetos teóricos: nadie vio nunca a la plusvalía o a una clase social o al Estado. Son objetos teóricos que se pueden estudiar en sus efectos. En este sentido, podemos leer en Los siete locos y Los lanzallamas los restos de objetos teóricos construidos en saberes marginales a la ciencia oficial.

Para Foucault, el saber define un espacio donde los sujetos se posicionan respecto de los objetos de saber. Da el ejemplo del médico clínico del siglo XIX, que se posiciona frente al paciente, su objeto, de una manera diferente al médico del siglo XVIII. El médico del siglo XVIII no tocaba demasiado al paciente; el del siglo XIX, en cambio, tiene una teoría de la mirada, una teoría del síntoma y una teoría de la palpación que lo acercan al paciente como antes no se hacía. También define sujetos ciegos al saber y sujetos vinculados al saber. Cuando el Astrólogo, en la reunión de los jefes de la sociedad secreta, dice que él hace todo y sabe todo, se posiciona desde una totalización y coloca a los otros jefes en posiciones fraccionarias respecto del saber.

Un saber también se define por las posibilidades de utilización y de apropiación que ofrece en su discurso. El saber de Erdosain es eminentemente práctico y está ligado al mundo de la tecnología, al saber utilitario que aparecía en los folletos que vendían tornos o máquinas, a las revistas del estilo Mecánica Popular. En cambio, el Astrólogo se coloca en un panóptico de saber; se coloca en el lugar del saber autoritario; tiene una relación cínica con su discurso, porque no está inmerso en su saber, sino que conserva distancia. El Astrólogo tiene una enorme libertad respecto de los saberes, aunque en algunos casos, como los del saber técnico o el saber prostibulario, dependa de otros. Esta enorme libertad le abre el camino para la traición en Los lanzallamas. A Erdosain le queda el camino del crimen, pero el Astrólogo tiene la posibilidad de la huida y la traición.

Esta cuestión de los saberes es central en Los siete locos, Los lanzallamas y El juguete rabioso, en las que hay diferentes tipos de discursos respecto del saber, diferentes tipos de saberes, diferentes tipos de relación entre esos saberes y las ciencias, y diferentes colocaciones de los sujetos. Algo de los materiales ideológicos que circulan en este discurso puede leerse en “El gallinero matemático”, relato que Arlt publica en la revista Don Goyo en 1926, donde toma una distancia irónica respecto del saber tecnológico.[14] Arlt cuenta un episodio autobiográfico en el cual discute con su padre la construcción de un gallinero en el fondo de su casa. Cuando el padre tiene que definir cuántos pies de madera va a necesitar, consulta enciclopedias para ver si los pies tienen 30 o 32 cm. Después le pregunta a su hijo cuánto se dilata una chapa al sol; toma un libro de física de la biblioteca de su hija y le exige que haga un cálculo complicadísimo según la fórmula de un tal Jauss, para averiguar cuál es el factor de dilatación de las chapas de cinc cuando el sol de verano llega a los 43 ºC. El relato marca la relación que un inmigrante despojado de saber letrado tiene con el saber técnico; esa especie de ansia bovarista, de obsesión, de alguien que se siente despojado de ese saber, pero desea vincularse con un repositorio del saber. Es la versión paródica de una nueva visión en los sectores populares de origen inmigrante (que por lo general venían de zonas campesinas) respecto del saber tecnológico. Afincados en una ciudad moderna, donde no encuentran los materiales correspondientes a los saberes que traían, quedan inmersos en el mundo de los cruces culturales.

Es el proceso de adaptación a un nuevo país; un tránsito entre lo rural y lo urbano; el comienzo del cruce cultural. Los inmigrantes venían de sociedades homogéneas y en Buenos Aires encuentran una movilidad social enorme, en la que se cruzan con saberes tecnológicos de implementación rápida que establecen relaciones asimétricas entre los sujetos. Leemos esa relación asimétrica con lo tecnológico en el relato que Erdosain le hace al Astrólogo sobre el destino de la familia Espila, hiperbólicamente representada en el texto: Erdosain le dice que, cuando la familia toca el fondo de su decadencia, encuentra el saber tecnológico con la utopía de la rosa metalizada. A su vez, esa comunicación lábil entre el saber tecnológico y el saber científico marca la importancia de la modernidad tecnológica en las ensoñaciones. Los siete locos es una novela que rompe con el tipo de ensoñación modernista o posromántica e ingresa en la ensoñación tecnológica.

Foucault sostiene que la unidad de un discurso nunca es una unidad pura, de una sola proveniencia, sino que consiste en una operación de elección a partir de un campo de discursos. Es la teoría de la intertextualidad, enunciada respecto del saber: todo saber es una operación realizada en un campo de discursos. Vemos, por ejemplo, cómo en Los siete locos se pasa de un discurso sobre la política a un discurso sobre la tecnología y a un discurso sobre la guerra; y del discurso del poder al discurso de la sexualidad prostibularia y al discurso tecnológico. Los saberes que aparecen en Arlt son químico-físico-mecánicos. También aparecen los saberes de las ciencias ocultas y de la psiquiatría, que va desde Ingenieros hasta la vulgata del psicoanálisis, cierta teoría de la locura entre el positivismo y el prepsicoanálisis. Por ejemplo, cuando en 1920 escribe Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires, Arlt tiene la idea, que proviene de Ingenieros, de que el crimen y la alucinación están vinculados.[15] Dice en una nota al pie:

Estas alucinaciones que a veces son imperativas, en muchos casos conducen al crimen, tanto que los doctores Kraff-Ebing [en realidad, Richard von Krafft-Ebing, citado por Ingenieros], al dividir los actos delictuosos en los melancólicos dan tres causas que son: sentimientos dolorosos, períodos de ansiedad y fenómenos alucinatorios, y estos pueden provenir, según [Wilhelm] Griesinger, a causa de un profundo agotamiento de espíritu o de cuerpo (p. 113n).

Esta cita describe la semiología psiquiátrica de Erdosain y muestra el campo de posibilidades discursivas a partir del cual Arlt puede pensar a su personaje. Ciertos temas y ciertas formas de la ensoñación erótica de Las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires persisten en todas sus novelas.

El vínculo entre saber y poder es constitutivo en Arlt: las relaciones diferentes entre los objetos y los sujetos del saber; las relaciones institucionales del saber, siempre asimétricas; las relaciones en que se lucha por alterar esa asimetría. En las novelas, pueden verse también los diferentes modos con los que se adquiere un saber. Por ejemplo, la forma libresca con la que Hipólita aprende cómo se ejerce la prostitución; aun en el saber del cuerpo, quienes están privados de ese saber deben realizar una serie de pasos para adquirirlo. Le cuenta Hipólita a Erdosain:

Recuerdo que un día iba en el tranvía acompañando a una de mis patronas. En el asiento venían conversando dos mozos. […] Uno de los mozos decía: “Una mujer inteligente, aunque fuere fea, si se diera a la mala vida se enriquecería y si no se enamorara de nadie podría ser la reina de una ciudad. Si yo tuviera una hermana, la aconsejaría así”. Al escucharlo, yo me quedé fría en el asiento. Estas palabras derritieron instantáneamente mi timidez y cuando llegamos al final del viaje me parecía que no eran los desconocidos los que habían pronunciado esas palabras, sino yo, yo que no me acordaba de ellas hasta ese momento. Y durante muchos días me preocupó el problema de cómo ser una mujer de mala vida. […] El primer mensual que cobré lo gasté en un montón de libros que hablaban de la mala vida. Me equivoqué, porque casi todos eran libros pornográficos… estúpidos… esa no era la mala vida, sino la mala vida del placer… Y, quiere creerme, ninguna de mis amigas sabía explicarme, en substancia, lo que era la mala vida. […] Escribí a una librería preguntando si no tenía algún manual para ser una mujer de mala vida y no me contestaron, hasta que un día decidí verlo a un abogado para que me aclarara ese punto (p. 187).

Lo mismo podríamos decir del saber revelado de Ergueta; el del Hombre que vio a la Partera, que tiene una relación de saber con la génesis que no queda explicada en la novela; la tecnología erótica del Rufián Melancólico; la tecnología política que atraviesa las reflexiones del Astrólogo, que es lo que hoy llamaríamos un ingeniero político, que arma una sociedad al margen de los valores normativos que puedan impulsarla.

Arlt vive de manera resentida esta relación asimétrica con los saberes, como puede leerse en sus autobiografías y en el prólogo a Los lanzallamas. Son sus problemas con los saberes de la escritura y de la lengua extranjera. Arlt proviene de un hogar donde se hablaba mal el castellano, y tampoco puede reivindicar la lengua que se hablaba en su hogar porque sus padres venían de dos universos lingüísticos diferentes. Tiene una relación salvaje con la lengua extranjera, como denota la famosa afirmación del prólogo de Los lanzallamas sobre James Joyce; allí dice:

Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. […]

Pero James Joyce es inglés, James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados (p. 8).[16]

Los textos autobiográficos de Arlt están atravesados por esta relación problemática con el saber porque, como diría Foucault, y también Pierre Bourdieu, la autoría de un texto tiene que estar autorizada por otro. Foucault lo dice muy bellamente en La arqueología del saber, cuando se pregunta: “¿Quién habla? ¿Quién, en el conjunto de todos los individuos parlantes, tiene derecho a emplear esta clase de lenguaje? ¿Quién es su titular? ¿Quién recibe de él su singularidad, sus prestigios, y de quién, en retorno, recibe ya que no su garantía al menos su presunción de verdad?” (p. 82). Emplear un tipo de lenguaje supone un derecho previo a ese lenguaje. Hay una disimetría de los sujetos ante los discursos y, por lo tanto, existe la necesidad de que esos sujetos autoricen su voz en alguna parte. La autorización de la voz es un problema que atraviesa de manera dramática la biografía de escritor de Roberto Arlt, que, salvadas las distancias, es una especie de Rimbaud: a los 30 años ya tiene escritas sus tres novelas principales, y entre sus 30 y sus tempranos 40, en que muere, escribe todas sus obras de teatro. Arlt es un recién llegado al campo intelectual; no tiene ninguna credencial que lo autorice a circular en el campo intelectual: ni credencial de familia ni credencial universitaria ni credencial tradicional. Se constituye como periodista y entonces hace de esa profesión una credencial, como queda claro en un cuento publicado en Don Goyo que transcurre mientras Arlt está haciendo la conscripción en Córdoba: cuando el teniente coronel le pregunta su profesión, él responde “periodista”.[17] Pero, al mismo tiempo, siente la desventaja que el oficio de periodista le trae a su oficio de escritor, porque escribir una “aguafuerte porteña” por día es una tarea de verdad agobiante.

Estas preguntas de Foucault, sobre cuáles son las relaciones de los individuos con el que autoriza el discurso o quién tiene derecho a hablar, se pueden leer en el prólogo a Los lanzallamas, donde Arlt dice que nadie autoriza su discurso; que él no necesita que los escritores que solo son leídos por sus propios familiares autoricen su discurso. También lo dice en una carta reproducida en Para leer a Roberto Arlt, cuando sostiene que solo cinco personas hablaron sobre Los siete locos, y el resto fue silencio.[18] Vinculado a esta carta, está lo que aclara en el prólogo a Los lanzallamas cuando afirma que no mandará su libro a los críticos:

De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:

“El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc.”.

No, no y no.

Han pasado esos tiempos (p. 8).

Hay una “aguafuerte porteña” que se llama “Cómo se escribe una novela” en la que Arlt marca la relación diferencial entre un escritor con poco tiempo y poco saber y los escritores con mucho tiempo y mucho saber. Dice que hay escritores como Flaubert que tienen su novela completa en la cabeza antes de sentarse a escribir, y que hay escritores que, como él, tienen un bosquejo de la novela, fundamentalmente de los personajes, y van escribiendo partes sueltas que, después, cortan y pegan:

Terminado el grueso de la novela, es decir lo esencial, el autor que trabaja desordenadamente, como lo hago yo, tiene que abocarse, con paciencia de benedictino, a un caos mayúsculo de papeles, recortes, apuntes, llamadas en lápiz rojo y azul.

Comienza la tarea de tijera. Estos 20 renglones de la parte 3 están de más: el capítulo número 5 es pobre en acción; el 2 carece de paisaje y es largo; el 6 está recargado.

El paisaje, que no tiene relación con el estado subjetivo del personaje, se confecciona al último. A veces falta el final de una parte: el autor lo dejó para después, porque no le dio importancia a ese final. Ahora, en el momento de apuro, se da cuenta que ha hecho una burrada; que el final era importantísimo y tiene que estudiarlo al galope y redactarlo vertiginosamente.[19]

Las actividades de corrección de la novela que describe Arlt están vinculadas al nivel de la narración y no al nivel del discurso: aquí sobran dos líneas; habría que meter una descripción de paisaje en esta parte; este capítulo tiene muy mal el final; etc. En la descripción de su actividad como novelista, presenta una actividad bastante parecida a la de la sala de montaje de una película: qué sobra, cómo se corta, qué partes se juntan. Describe actividades referentes no al nivel del discurso de la escritura sino al nivel de la narración. Cuando en el prólogo a Los lanzallamas dice: “¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados” (p. 7), está diciendo que Flaubert es un gran escritor, pero que él no puede componer de ese modo. Si recorremos los textos, veremos de manera permanente esta relación desigual que Arlt siente con los saberes y los poderes.

Podemos preguntar qué autoriza el texto de Arlt; por qué Arlt continuamente busca formas de agresión hacia otras modalidades de escritura para autorizar su texto. En el prólogo a Los lanzallamas queda claro:

Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias.

Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. […]

El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas (p. 7).

Se trata de una paradoja: solo quienes tienen tiempo escriben bien porque hacen estilo, pero a quienes escriben bien no los leen sino sus familiares.

Estos problemas quedan mucho más claros si los pensamos en relación con una fracción hegemónica o, por lo menos, una que lucha por la hegemonía en el campo intelectual, que es la fracción de la vanguardia martinfierrista, donde los problemas de autorización de los textos son mucho menores o inexistentes. Ni Borges ni Oliverio Girondo ni el grupo de Martín Fierro o de Proa tenían estos problemas de autorización de sus textos. Por el contrario, para Girondo, o para Güiraldes, el problema es la incomprensión del público; nunca se preguntan cuál de sus pares tiene que autorizar sus textos.

Propongo trabajar entonces sobre las formas de poder (pensadas foucaultianamente) que aparecen tematizadas en la novela de Arlt, formas que no son solo las del poder político-ideológico, sino también las del poder sexual, las de la imposición erótica. Y propongo vincular esas formas a una estructura de sentimiento de este período de ascenso del fascismo y del nazismo, que es el de cierto desencanto intelectual ante las democracias. Para la derecha, las democracias se habían convertido en regímenes ingobernables donde el poder del número se imponía sobre la razón. Para la izquierda, los ideales de la democracia (sobre todo, los de igualdad) eran impotentes para desarrollar sus posibilidades y no podían ser cumplidos. Esta incomodidad intelectual ante la democracia genera la búsqueda de otro tipo de liderazgo; la organización del sistema político sobre la base de un liderazgo que se define como liderazgo personal. Por eso, no puede asombrarnos encontrar textos como la autobiografía que Arlt publica en Crítica en 1927, donde dice: “Mis ideas políticas son sencillas. Creo que los hombres necesitan tiranos. Lo lamentable es que no existan tiranos geniales. Quizá se deba a que para ser tirano hay que ser político, y para ser político, un solemne burro o un estupendo cínico”.[20]

Se trata de una frase complicada porque tiene un oxímoron incorporado: se necesitan tiranos, pero los tiranos son imposibles. Y está atravesada por el tópico del dictador providencial, que es característica de la estructura del pensamiento fascista en Italia. Como saben, Mussolini proviene del Partido Socialista y tiene un discurso no democrático pero radical, con una base de masas muy fuerte. Por eso, hay que pensar el enunciado de Arlt en este sistema de dispersión cultural, como diría Foucault, que es la década de 1920, no solamente en la Argentina sino a escala mundial. Si además lo pensamos en la Argentina, después del gobierno de Alvear, los cuestionamientos a la democracia son muy fuertes y constantes. Que en Arlt sea recurrente esta temática, la temática del hombre fuerte que puede realizar las tareas que la sociedad no puede realizar de manera colectiva, no lo arroja del lado del fascismo. Eso sería absurdo, porque sería pensar las ideologías como paquetes cerrados que alguien compra y a los que suscribe. Son tópicos ideológicos que atraviesan a diferentes sectores de la sociedad, y también a diferentes posiciones ideológico-políticas. La afirmación de Arlt nos permite pensar la crisis de la representatividad institucional de ese momento y la búsqueda, que sin duda critica en Los siete locos, de otras formas de organización del poder.

De alguna manera, la obra completa de Arlt está llena de personajes que responden a ideologemas de un sujeto con el poder; son intentos de resolver en un ideologema la relación entre un sector despojado de poder y ese mismo sector constituido de manera fantástica, simbólica, en un actor con poder. Uno de los casos es Saverio, en la obra de teatro Saverio el cruel.[21] Arlt teatraliza la fantasía de un actor despojado de poder que comienza a fantasear una relación en sentido contrario, que se pone en escena cuando ese hombre se hace fabricar una guillotina. Saverio no solo se disfraza de coronel, sino que asume todos los símbolos del poder, incluso el símbolo del poder como violencia, como máquina de muerte. Hay un diálogo previo a la aparición de la guillotina en escena, en el que Saverio dice: “El decorado ya no me puede engañar. Yo, que soñé ser semejante a un Hitler, a un Mussolini, comprendo que todas estas escenas solo pueden engañar a un imbécil” (p. 84). Hitler y Mussolini eran las figuras del momento, para odiarlas o para identificarse; producían una especie de catálisis discursiva y práctica a escala mundial; eran las figuras que marcaban la problemática, o que se constituían en objeto de discurso.

Son, a su vez, figuras evocadas de manera permanente en Los siete locos. Podemos ver cómo está puntuada esa presencia del poder, no solo en tanto poder de dominación política o de imposición ideológica, sino en tanto poder de dominación erótica y sexual. Es curioso cómo, cuando Erdosain cree hacer un acto bueno, en verdad ejerce una situación de poder y del poder del dinero. Le dice a la prostituta que le va a pagar pero que no se va a acostar con ella, lo que supone ejercer la asimetría máxima. No aquel tipo de relación que fantaseaban los anarquistas con las prostitutas, en la que la prostituta era una víctima más del sistema capitalista y debía ser incorporada a un discurso liberador. Tampoco ejerce la función redentorista que leemos en Nacha Regules de Manuel Gálvez.[22] Erdosain ejerce el poder del dinero en una escena que sería la culminación del poder moral.

Esta trama de poder y erotismo se presenta en una de las ensoñaciones de Hipólita, que sería la contraprostituta, porque hace una especie de contracultura de la prostitución al manejar su cuerpo en función del intercambio mercantil. Superada esa etapa, Hipólita comprende que, con su cuerpo, no puede conseguir el poder político, y de esta manera vincula el ansia de poder erótico y dinero con la posibilidad de conseguir el poder político. Por eso, hacia el final de Los siete locos, le dice a Erdosain:

¡Qué vida la suya! En otros tiempos, cuando era mocita desvalida, pensaba que nunca tendría dinero ni una casa alhajada con hermosos muebles, ni vajilla reluciente, y esa imposibilidad de riqueza la entristecía tanto como hoy saber que ningún hombre de los que podían encamarse con ella tenía empuje para convertirse en un tirano o conquistador de tierras nuevas” (p. 195).

Como al Astrólogo, a Hipólita no le queda, en Los lanzallamas, otro camino que la traición.

El caso del Astrólogo es, quizá, el más interesante, porque el ansia de poder y la vocación de poder se dan en él sin contenidos normativos. La relación del Astrólogo con el poder y con “la reconstrucción de las instituciones sociales” es formal porque, precisamente, no tiene contenidos normativos, sustantivos. Su discurso no es portador de contenidos de valor, excepto acerca del poder. El valor está puesto en el poder: en el poder de decisión sobre vidas y honores, en el poder de organización de una sociedad, en el poder de trasladar a una población de un lugar a otro. Pero no hay otros contenidos normativos, no está planteado el problema del valor. El Astrólogo tematiza su indiferencia respecto de las cuestiones de valor y, como anticipamos, en ese sentido es formalista, es el más formalista de los integrantes de la sociedad secreta. Para él, el poder es el fin, no el medio.

Hay un personaje que se resiste a esta concepción del valor, que es el abogado, el opuesto a esta concepción no sustantiva del poder. Los demás personajes oscilan entre un polo y otro; oscilan entre el discurso del Astrólogo, que, repito, tiene una concepción abstracta y formal del poder, no sustantiva, no normativa; y el del abogado, que es expulsado de la novela porque es el personaje cuyo discurso no puede ser escuchado por los otros actores. Hay algunos personajes que tienen relaciones normativas, por ejemplo, Ergueta: su locura es una relación sustantiva, no es una relación simplemente jerárquica; es tan normativa que, en su ensoñación, encarna en Jesucristo.

Creo que la novela propone dos preguntas: cómo alterar por el saber las relaciones de poder y cuál es la estrategia para hacerlo. Y encuentra la respuesta en la sociedad secreta. El texto avanza con la idea de que un grupo de hombres decididos, con un golpe de mano, puede alterar la nivelación de fuerzas; que hombres despojados de poder, pero dotados de saber, pueden alterar las relaciones de poder por su saber. La sociedad secreta de Los siete locos es un grupo que funciona como microsociedad porque, en principio, altera los valores de la sociedad exterior. Es un grupo que no se atiene a los valores presentes en la sociedad exterior: se puede secuestrar, se puede matar, se puede construir el futuro sobre la base de la explotación de prostíbulos, etc.

En el horizonte de esas dos preguntas, es interesante ver qué lugar ocupa la violencia. Las ensoñaciones de Erdosain y las del Astrólogo coinciden en la afirmación de la violencia. En las ensoñaciones del Astrólogo están las imágenes de la Primera Guerra Mundial: los coches artillados y la propuesta que le hace a Erdosain de la fábrica de fosgeno. Las ensoñaciones de Erdosain son más barrocas y tienen como tópico la violencia, en una serie de metaforizaciones que supone una dimensión casi desconocida en la literatura de esa época, que se vincula con lo que Arlt denomina “ciencia ficción”. Leemos, por ejemplo, la ensoñación de Erdosain después de cobrar el cheque: “Inventaría el Rayo de la Muerte, un siniestro relámpago violeta cuyos millones de amperios fundirían el acero de los dreadnoughts, como un horno funde una lenteja de cera, y haría saltar en cascajos las ciudades de portland, como si las soliviantaran volcanes de trinitrotolueno. Veíase convertido en Dueño del Universo” (p. 231). La relación con la referencia es hiperbólica. Si bien desde la Primera Guerra Mundial era posible pensar en autos artillados o en gases mortíferos, Erdosain usa el recurso de la hipérbole que proyecta al texto hacia delante, pues lo saca de su relación con la referencia del presente y lo vincula con una referencia futura.

Estos tópicos de la violencia se cruzan con otras concepciones del poder. Por ejemplo, en el ensueño final de Erdosain aparece el tópico de la selección racial, que recorre la ideología política del positivismo en adelante. En la ensoñación de Erdosain, después de constituirse en Dueño del Mundo y reunirse con los embajadores de las naciones que deberían anotar sus dictámenes, empezaría una nueva etapa:

Los Estados debían entregarle sus flotas de guerra, millares de cañones y gavillas de fusiles. Luego de cada raza se seleccionarían algunos cientos de hombres, se les aislaría en una isla, y el resto de la humanidad era destruida. El Rayo volaba las ciudades, esterilizaba campos, convertía en cenizas las razas y los bosques. Se perdería para siempre el recuerdo de toda ciencia, de todo arte y belleza. Una aristocracia de cínicos, bandoleros sobresaturados de civilización y escepticismo, se adueñaba del poder, con él a la cabeza (p. 231).

En este delirio de Erdosain, como en toda la novela, aparecen temas contradictorios, una masa discursiva contradictoria que se va repartiendo entre las voces de los personajes (y, muchas veces, en una misma voz). En este caso, después de realizar esta “sencilla” operación de liquidar a la humanidad, la propuesta es restaurar el clero y la Inquisición y que los hombres se dediquen a las tareas agrícolas. Un tópico que parecería impensable en Los siete locos, cuyo nivel discursivo permanente radica en que la naturaleza es metalizada, geometrizada, procesada por los saberes de un químico, un matemático, un físico. Esto muestra cómo las estructuras de sentimiento son conformaciones muy complejas y contradictorias. Es, a la vez, un tópico de extrema modernidad, casi vinculado a la ciencia ficción, el de un poder de muerte no existente hasta ese momento. La ensoñación muestra, entonces, un tópico contemporáneo, el de la selección racial, vinculado con una ideología regresiva de naturaleza reconciliada, que son los hombres nuevamente dedicados a las faenas agrícolas, pero consolados en las noches por proyecciones en el cielo: “Seremos como dioses. Donaremos a los hombres milagros estupendos, deliciosas bellezas, divinas mentiras, les regalaremos la convicción de un futuro tan extraordinario, que todas las promesas de los sacerdotes serán pálidas frente a la realidad del prodigio apócrifo. Y entonces, ellos serán felices…” (p. 232).

La destrucción del capitalismo restaura la sociedad que el capitalismo había destruido; restaura una sociedad a la cual, diría Max Weber, los dioses han regresado. En la ensoñación de Erdosain reaparece la posibilidad de un mundo encantado al que retornan los dioses, aunque sea bajo las formas de mentiras metafísicas. Es el Astrólogo quien explicita ese retorno: