La pasión y la excepción - Beatriz Sarlo - E-Book

La pasión y la excepción E-Book

Beatriz Sarlo

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Beschreibung

Tres hechos únicos de la historia argentina –la irrupción de Eva Perón en la esfera pública, el secuestro y la muerte del general Eugenio Aramburu, la obra de Jorge Luis Borges– son la materia de este libro imperdible. ¿Por qué son excepcionales, qué pasión expresan y los alimenta? Beatriz Sarlo se interroga sobre estos momentos que reconoce como fundamentales en su propia vida y descifra las claves de ese entramado en un impetuoso despliegue de imaginación crítica. Cuando parecía que todo se había dicho ya sobre Evita, el personaje histórico y el mito, Sarlo ofrece una lograda interpretación de lo que la hizo diferente. La autora describe y analiza, también de modo único, la sucesión de figuras, peinados, trajes, educación sentimental y declaraciones que gestan el cuerpo público de quien se volvió emblema del Estado de bienestar justicialista y heroína del peronismo. Un cuarto de siglo después, lograr la devolución del cadáver de Eva Perón, sustraído y ocultado por los líderes de la Revolución Libertadora, fue uno de los objetivos del grupo que secuestró al general Aramburu en 1970 e introdujo a Montoneros entre los protagonistas de la causa peronista. El asesinato del militar, ritualizado como un ajusticiamiento, inició un ciclo diferente en la historia de la violencia política en la Argentina. Sarlo repiensa las noticias y el estupor de esos días, las relaciones entre Perón y Montoneros, incluido el filón católico de su núcleo inicial. Borges –que llevaba décadas indagando sobre la justicia, el odio y la memoria y que dos meses después de esos hechos publica uno de sus cuentos más sangrientos– es hilo conductor de estas exploraciones. Analizando magistralmente el saber del texto borgeano, la excepcionalidad de la belleza de Eva, la urdimbre extrema y pasional de la venganza, Beatriz Sarlo nos ayuda a comprender una configuración política y cultural que definiría los años setenta.

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Índice

Cubierta

Índice

Portada

Copyright

Prólogo

Belleza

Buscá un vestido, dijo Eva (Copi, Eva Perón)

Pasión, muerte y belleza

La excepción y el gasto

Papeles secundarios

Nace la estrella

Vestir a la estrella

Los dos cuerpos de Eva

Lo patético y lo sublime

El simulacro (Borges, “El simulacro”)

Venganza

Venganza y conocimiento (Borges, “Emma Zunz”)

Ni olvido ni perdón (Merimée, Colomba)

El asesinato de Aramburu

Hablan los secuestradores

Los hechos consumados

Cristo guerrillero

Las virtudes pasionales

La era de la venganza (Borges, “El fin”)

Pasión de venganza y excepción

Pasiones

El otro duelo

“Soy un hombre cobarde”

El sueño de un matrero

Cifras

Hipotextos

Beatriz Sarlo

LA PASIÓN Y LA EXCEPCIÓN

Eva, Borges y el asesinato de Aramburu

Sarlo, Beatriz

La pasión y la excepción / Beatriz Sarlo.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2022.

Libro digital, EPUB.- (Biblioteca Beatriz Sarlo)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-181-3

1. Historia Argentina. 2. Historia Política Argentina. 3. Peronismo. I. Título.

CDD 320.0982

© 2003, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Diseño de portada: Ignacio Marmarides y Mr.

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: agosto de 2022

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-181-3

Prólogo

Hay razones biográficas en el origen de este libro y conviene ponerlas de manifiesto. Formo parte de una generación que fue marcada en lo político por el peronismo, y en lo cultural, por Borges. Son las marcas de un conflicto que, una vez más, trataré de explicarme.

En agosto de 1970, la revista Los Libros publicó “El otro duelo” de Borges. La nota editorial, escrita seguramente por Héctor Schmucler, decía: “El 24 de agosto Jorge Luis Borges cumple 71 años de edad. Coincidiendo con la fecha, aparecerá en Emecé un nuevo libro de cuentos: El informe de Brodie. El hecho adquiere especial importancia si se considera que el último había aparecido en 1953. De los once cuentos que componen el volumen, el autor de Ficciones ha seleccionado especialmente para Los Libros el que se publica en estas páginas”. El cuento de Borges, quizás el más sangriento que haya escrito, presenta una carrera de degollados: dos gauchos soldados, cuya rivalidad es conocida por todos, prisioneros en uno de esos encontronazos desprolijos de las guerras civiles del Río de la Plata, son condenados a muerte. La ejecución será macabra y prolongará esa rivalidad. El capitán anuncia: “Les tengo una buena noticia; antes de que se entre el sol van a poder mostrar cuál es el más toro. Los voy a hacer degollar de parado y después correrán una carrera”. Y eso es exactamente lo que sucede: la burla primitiva, la ejecución de la que Borges no silencia los detalles truculentos de la obra del cuchillo, los chorros de sangre, los pocos pasos que ambos rivales dieron, mientras sus verdugos sostenían las cabezas recién cortadas. El degüello de los prisioneros no fue solo un acto de crueldad inconsciente sino una farsa macabra. Después de muchos años, Borges elige como anticipo de El informe de Brodie esta historia bárbara y de nuevo enfrenta a sus lectores con la diáfana narración de un suceso brutal y remoto.

Borges era tan legible como ilegible. ¿Por qué este viejo refinado visitaba otra vez la campaña del siglo XIX y otra vez escribía un cuento en el que un mundo primitivo y legendario es captado por una narración disciplinada y perfecta? En 1970, yo no podía saber que iba a seguir preguntándome por Borges y que no iba a encontrar nunca una respuesta que me convenciera del todo. En 1970, para mí Borges todavía era un irritante objeto de amor-odio. También para muchos otros la relación con Borges oscilaba en el conflicto entre denuncia y fascinación.[1] Algo quedaba claro: Borges era inevitable y, por eso, Los Libros, una revista de izquierda, le dedicaba la tapa de ese número publicado en agosto de 1970. En agosto de 1970, Borges ya comenzaba a ser la cifra de la literatura argentina que fue durante las tres décadas siguientes.

Dos meses antes, el 29 de mayo, los Montoneros habían secuestrado a Pedro Eugenio Aramburu. La casual proximidad de ambas fechas es solo eso, una coincidencia de la que no podrían extraerse más conclusiones. O quizá solamente una. Borges y los hechos que se producen en ese año definieron, de diverso modo, los años que vendrían (como si se tratara de dos naciones distintas que se entrelazaban momentáneamente para luego separarse). En agosto de 1970, yo leí, entre asombrada e irritada, el cuento de Borges. Semanas antes los Montoneros habían secuestrado a Aramburu. Ambos hechos (aunque entonces no lo supiera) serían fundamentales en mi vida. Este libro intenta comprender algo de esa configuración política y de esa presencia cultural. Festejé el asesinato de Aramburu. Más de treinta años después la frase me parece evidente (muchos lo festejaron), pero tengo que forzar la memoria para entenderla de verdad. Ni siquiera estoy segura de que ese esfuerzo, hecho muchas veces durante estos años, haya logrado capturar del todo el sentimiento moral y la idea política. Cuando recuerdo ese día en que la televisión, que estaba mirando con otros compañeros y amigos peronistas, trajo la noticia de que se había encontrado el cadáver, y luego cuando también por televisión seguí el entierro en la Recoleta, veo a otra mujer (que ya no soy). Quiero entenderla, porque esa que yo era no fue muy diferente de otras y otros; probablemente tampoco hubiera parecido una extranjera en el grupo que había secuestrado, juzgado y ejecutado a Aramburu. Aunque mi camino político iba a alejarme del peronismo, en ese año 1970 admiré y aprobé lo que se había hecho.

El cadáver de Eva Perón fue invocado en el secuestro de Aramburu, en su interrogatorio y en la sentencia a muerte. Sobre ese cadáver, ya había escrito Rodolfo Walsh su cuento “Esa mujer” y allí una frase tuvo la capacidad profética de anunciar lo que vendría después: “Ella no significa nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte, detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una arrastrada, amarga, olvidada sombra”. Se alzaron esas olas y barrieron los primeros años de la década del setenta. El secuestro de Aramburu fue el comienzo de la marejada. Ese cadáver también era una cifra.

El cadáver de Eva Perón era parte de un pliego de exigencias que incluían también el regreso de Perón a la Argentina. Estos reclamos atravesaron dieciocho años desde 1955 hasta 1973, dándole dimensiones épicas a la lucha de una Argentina verdadera e irredenta. Para alguien como yo, cuya familia participó de la oposición “gorila” al primer gobierno peronista, tanto la figura de Eva como la admiración por el talento maniobrero, la astucia socarrona, las ideas y el carisma de Perón fueron el capítulo inicial de una formación política que implicaba una ruptura con el mundo de la infancia. Ser peronista (significara eso lo que significara) nos separaba del hogar e, imaginariamente, también de la clase de origen. Quienes no heredamos el peronismo sino que lo adoptamos no teníamos de Eva casi ningún recuerdo, fuera de los insultos que se pronunciaban en voz baja, las fotos de los diarios, y el revanchismo triunfal de septiembre de 1955. Debimos, entonces, conocer a Eva, recibir el mito de quienes lo habían conservado. Tanto como ella fue producto de la voluntad y la audacia, nuestra Eva salía de la voluntad política impulsada por la leyenda peronista.

Eva había muerto cuando yo tenía 10 años. Mi padre no me permitió ir a su interminable velorio en el Congreso. Pocos años después, con la dudosa ayuda de un ejemplar de La razón de mi vida encuadernado en cuero rojo, debo de haber construido para mi uso (como tantos otros) la imagen de una Eva revolucionaria, movida por la ingobernable fuerza de lo plebeyo, más militante que aventurera, para citar la disyunción clásica de Juan José Sebreli. Sin embargo, Eva seguía siendo una figura ajena a mi experiencia, una condición a alcanzar o una alegoría cultural del peronismo, el personaje de un relato del estado peronista que, en sus manos, había tenido algo de edad de oro. Recuperar su cadáver era un proyecto de piadosa justicia y reparación de un crimen alevoso; pero, sobre todo, significaba que el peronismo había ganado la partida.

Por eso, este libro vuelve a Eva para averiguar algo más. El camino hacia ella comienza con un texto de Copi, escrito también en 1970 con los restos de discursos oídos en la Argentina de nuestra infancia. Y termina con un texto de Borges, el otro argentino inevitable. También vuelve a Borges para intentar saber algo más de la venganza política con que se inició el último tercio del siglo XX. Quise plantear de nuevo la pregunta de por qué el secuestro de Aramburu fue vivido por miles como un acto de justicia y reparación. Borges dijo que todas las historias estaban en unos pocos libros: la Biblia, la Odisea, el Martín Fierro. Probablemente también casi todos los argumentos estén en Borges.

He trabajado en tres planos que se fueron intersectando a medida que avanzaba. El saber del texto borgeano, la excepcionalidad de la belleza, la excepcionalidad extrema y pasional de la venganza. Un personaje, un acontecimiento, una escritura, si no me he equivocado, forman la trilogía excepcional a la que traté de encontrar algún sentido.[2]

[1] Esto queda demostrado en los textos que recopiló y comentó Martín Lafforgue en su Antiborges, Buenos Aires, Vergara, 1999.

[2] Debo agradecer al filósofo español Manuel Cruz el primer impulso para este libro que, en realidad, tomó el lugar de otro, sobre las pasiones, que me había comprometido a escribir para una colección dirigida por él. También debo agradecer una vez más a Carlos Altamirano, quien creyó, en 1998, que yo podía escribir algo interesante sobre Eva Perón para un simposio en la Universidad de Quilmes. Después, la crítica que Altamirano hizo de los originales de este libro me planteó la necesidad de fortalecer mis argumentos para responder, en parte, a los suyos.

Belleza

Buscá un vestido, dijo Eva

Eva Perón, la obra de teatro de Copi, escrita en francés, se estrenó en París en marzo de 1970. La acompañó el éxito y el escándalo, como a su protagonista. A Copi se le prohibió el ingreso en la Argentina hasta 1984. Dos fechas significativas: en 1970, los Montoneros secuestraron a Aramburu buscando, entre otros objetivos, que se devolviera el cuerpo de Eva Perón; en 1984, la restauración democrática cerró el ciclo de violencia política y asesinato masivo que había comenzado con el de Aramburu. Ese primer año de una democracia confiada y triunfante (que no imaginaba el futuro o lo imaginaba llanamente) fue el de la crítica del terrorismo de estado y también el momento en que comenzó el debate sobre la violencia revolucionaria.

Leída hoy, la Eva Perón de Copi no forma parte del arco ideológico que trazan esas fechas. Su materia es la “leyenda negra” del evitismo, no su leyenda revolucionaria. Y es interesante precisamente por eso: la obra de Copi trabaja sobre la leyenda negra, invirtiendo su discurso moral: la crueldad, el ensañamiento, la falta de piedad atribuidos a Eva Perón por los antiperonistas anteriores a 1955 caracterizan al personaje de Copi, pero la obra no los juzga como perversiones, sino que los presenta como las cualidades inevitables de una especie de reina que es a la vez víctima y victimaria de su propio séquito. A la inversa, las cualidades que el mito peronista encontraba en Evita están ausentes de la obra de Copi y, más que ausentes, aparecen explícitamente refutadas: Eva, la defensora de las mujeres trabajadoras, asesina a su joven enfermera; Eva, madre de los humildes, provoca una escena fuertemente homosexual antes de darle muerte; Eva, la que recuerda su pasado de humillada para que nadie más tenga que soportar humillaciones, en la obra de Copi somete a su madre a la abyección de mendigar por su próxima herencia.

[Otra lectura][3]

Al revés de lo que sucede con el texto hagiográfico de La razón de mi vida, donde Eva recuerda el pasado para que nadie en la Argentina vuelva a sufrirlo, en la obra de Copi ese pasado la impulsa al desquite y a la inquina. Más cerca de la “dama del látigo” que de cualquiera de sus denominaciones santas, la Eva de Copi tiene mucho de parecido con la de la ópera-rock de Webber y Rice. Lejos de la Eva revolucionaria de los años sesenta y setenta, es una mujer despótica y vengativa, a quien el pueblo solo le interesa como friso para la escena final de su muerte y consagración en el templo obrero de la CGT.

El único punto de contacto entre la Eva del mito evitista y el personaje de Copi es la resolución, un extremismo pasional que desemboca (muy en el estilo del teatro de Copi) en un frenesí de acciones contradictorias y carnavalescas: el proyecto de organizar un baile, las discusiones de grand-guignol con la madre sobre los números de las cajas de los bancos suizos donde guarda su dinero (y no se trata como podría pensarse fácilmente de una metáfora de la discusión sobre la herencia del poder, sino del eco de la leyenda negra antiperonista sobre la avaricia con que Eva y Perón habrían amasado una fortuna), el sometimiento de su séquito que la obedece y la desobedece como a una reina en decadencia sobre la que se pueden ensayar todos los engaños y, al mismo tiempo, cuyos caprichos no deben quedar sin respuesta. Un frenesí circense de violencias verbales y físicas, un clima de extrema insensatez en el que se cruzan discursos calculadores y fríos (esa combinación que se conoce en el teatro de Jean Genet), insultos y ruegos. Como en la Eva del mito peronista, la de Copi no ha olvidado su pasado. Pero el recuerdo no es la base de un sentimentalismo generoso, sino el de un saber desencantado y cínico de la vida. Evita “le da una bofetada a su madre” y le dice: “Vamos vieja, si sabés bien que voy a acabar por darte el número de la caja fuerte. Tené un poco de paciencia. En un mes vas a estar en Monte-Carlo y te la van a dar los gigolós franceses”.[4]

Copi conserva en el centro del personaje a la actriz de pasado dudoso que no se ha convertido en una reformadora social, sino en una despótica Reina de Corazones de la baraja criolla. Su Eva es una conocedora de las estratagemas del odio y, por eso, premonitoriamente, sabe que sus joyas van a ser expuestas (lo que ocurrió en efecto con sus vestidos y sus zapatos después de la revolución libertadora, alimentando el voyeurismo de los antiperonistas escandalizados que visitaban esa especie de feria política donde se alineaban las pertenencias de Perón y su esposa muerta). Es más, Eva dice que prefiere que sus diamantes sean expuestos antes de que queden en poder de su madre: los niega para entregarlos, como póstuma muestra de poder, a sus enemigos y, también, a su pueblo.

La fuerza de esta Eva teatral tiene mucho de desafío convulsivo, sádico y masoquista, cuyo cinismo refuta la hipocresía bienpensante. Es implacable y enfrenta a otros igualmente implacables, que la “ven morir como una bestia en el matadero”, al acecho de sus despojos. A ellos, Eva los acusa en un discurso donde el reparto de bienes a los pobres es presentado como un dispendio soñado por un lumpen: “Me volví loca, loca, como aquella vez en que hice entregar un auto de carrera a cada puta y ustedes me lo permitieron. Loca. […] Hasta mi muerte, hasta la puesta en escena de mi muerte debí hacerla completamente sola. Sola. Cuando iba a las villas miseria y distribuía fajos de billetes y dejaba todo, mis joyas y mi auto y hasta mi vestido, y me volvía como una loca, desnuda, en taxi mostrando el culo por la ventanilla”.[5] Esta Eva-personaje de Fassbinder tiene el resentimiento que le atribuía la oposición antiperonista y lo compensa no con la filantropía de la Eva abanderada de los desposeídos, ni con el mordiente revolucionario de la Evita montonera, sino con el desorden carnavalesco de quien ni olvida ni perdona, pero tampoco cambia. Eva, una lumpen fascinante e inmortal que realiza la fantasía de todas las prostitutas, las ofendidas y las humilladas.

Las primeras palabras de Eva, en la obra de Copi, son: “Mierda. ¿Dónde está mi vestido presidencial?”. Nada hay de más verdadero que la respuesta de su madre: todos sus vestidos son “vestidos presidenciales”. Eva revuelve baúles, dice que se volvió loca buscando el vestido; luego pide “el maletín de las joyas”; la madre dice que Eva se ha levantado muy temprano “para probarse todos sus vestidos”. El “vestido presidencial” está arrugado, tirado en el suelo, la madre ofrece plancharlo, la enfermera que debería haberse encargado está superada por el desorden de Eva, que revuelve sus baúles todo el tiempo, como una loca, como una obsesa, como alguien que se está despidiendo de esa ropa que la ha convertido en ella misma. Poco después, Eva ordena a la enfermera que le pinte las uñas (esas uñas que en las fotos aparecen siempre perfectamente manicuradas, nítidas y rojas).

En el ajetreo incesante de encontronazos físicos y descargas de cólera, de impetraciones e insultos, en la oscilación entre la resistencia a la muerte y la preparación del teatro público de su cadáver, en una insistencia en el movimiento pasional donde los cuerpos se chocan, Eva ordena que le pinten las uñas; primero acepta el rojo, luego afirma que deseaba el color negro; finalmente su vestido queda manchado, como si fuera de sangre; la enfermera culpable es relevada por la madre: “Pintame las uñas, mamá”. Lejos de la miniatura sensiblera del Kitsch, esta Eva combatiente contra la muerte, que mata para no morir, y que también prepara el espectáculo de su muerte, tiene la grandiosidad accesible del melodrama y del camp. Como si se preparara para volver desde la muerte y encontrar los personajes de “Evita vive” de Néstor Perlongher.

“Buscá un vestido”, “Pintame las uñas”. De eso se trata. Del vestido presidencial y de las uñas. Cuerpo visible y trajes de ceremonia, que se llevan como atributo porque se sabe que son una dimensión fundamental del personaje (teatral y político). La excepcionalidad de Eva Perón es el tema. Copi la muestra en el paroxismo de la pasión vital, como alguien que defiende su cuerpo (aunque también se entregue a la muerte) sabiendo que ese esmalte de uñas granate o negro, que esos vestidos presidenciales la han singularizado ante millones. Los mitos (diferentes) que se sostienen sobre Eva tienen que tomar a ese cuerpo como una dimensión fundamental: sus cualidades no agotan ningún mito, pero los sostienen a todos. La pasión mueve el cuerpo cubierto por sus vestidos. Se trata, entonces, de seguir el camino que condujo a Eva hasta esos “vestidos presidenciales”.

[3] Las palabras en negrita al margen derecho remiten a los hipotextos que están en el final del libro, un acompañamiento de citas, reflexiones y perspectivas teóricas que también pueden leerse de modo continuo.

[4] Copi, Eva Perón, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2000, traducción de Jorge Monteleone, p. 43.

[5] Ibíd., p. 81.

Pasión, muerte y belleza

Nadie discute su excepcionalidad, la dureza de su temperamento, la fortuna que la hizo caer en el centro de los acontecimientos, el final trágico y las revanchas innobles de sus enemigos. ¿Por qué Eva Perón fue excepcional? O, más bien, ¿su excepcionalidad fue una emanación de cualidades que ella ya tenía o una producción en la que las circunstancias privadas, la vida de artista, su marido, y la coyuntura también excepcional de la Argentina se combinaron de un modo sorprendente? Eva es única. Esto explica la fascinación, el odio, la devoción que la rodearon (hoy, todavía su retrato decora las paredes de muchos despachos políticos, en algunos casos insospechados de peronismo). Eva es única. Se puede repetir esto, de hecho se lo ha repetido durante décadas; las celebraciones editoriales y de la cultura pop, en los últimos años, dieron vueltas y vueltas a esa afirmación sencilla, como si fuera una novedad sorprendente. Por supuesto, en estas celebraciones, la belleza de Eva fue una especie de tema, que tejía sus notas con el tema político y con la prehistoria de muchacha provinciana a la caza de Buenos Aires. Tanto como los llamados gorilas vivieron afiebrados por los lujos de la vestimenta oficial y expusieron, después de 1955, sus joyas, sus zapatos, sus pieles en un bazar chabacano que debía aleccionar sobre los excesos de todo género de la tiranía depuesta, las celebraciones iconográficas francamente evitistas de los últimos aniversarios aplicaron a Eva instrumentos variados para decir, una vez más, que ella era única y excepcional.

Eva fue única. Esto podría decirse casi con un tono de alivio. Pero quizá podría intentarse una explicación. Su excepcionalidad no se mantiene solo por la belleza, ni por la inteligencia, ni por las ideas, ni por la capacidad política, ni siquiera por su origen de clase, ni su historia de aldeana humillada que se toma revancha cuando ha llegado arriba. Hay algo de todo esto: Eva sería entonces una suma donde cada uno de los elementos son relativamente comunes, pero que se convierten, todos juntos, en una combinación desconocida, perfectamente adecuada para construir un personaje para un escenario también nuevo, como lo era la política de masas en la posguerra.

¿Qué hizo la excepcionalidad de Eva Perón? ¿Respecto de qué fue excepcional? ¿De qué tipo de mujeres, de actrices, de políticas, de esposas de presidente se diferenció? Aunque cueste creerlo, Eva pareció siempre tan excepcional (a sus enamorados y a sus detractores), que pocos se entretuvieron en un ejercicio comparativo relativamente obvio. Eva fue una actriz que compitió con otras actrices y, si no hubiera existido la intervención de varios hombres (como los militares llegados al poder en junio de 1943), habría perdido esa competencia. Su carrera había llegado a un punto de donde difícilmente se salta a ningún estrellato. Mucho de lo que después fue la base de su magnetismo corporal estuvo en el origen de su fracaso como aspirante en el mundo bastante poblado de la industria cultural argentina. Su diferencia, que la favoreció en la escena política, no la había impulsado en la escena del radioteatro ni del cine. Más tarde, como mujer del presidente, Eva marcó esa diferencia hasta el escándalo: contra el bajorrelieve de matronas presidenciales y de la élite local, Eva era, a veces, glamorosa, brillante como las stars del celuloide; otras veces, austera de un modo que tampoco tenía que ver con el estilo de la austeridad patricia.

Ninguna de estas cualidades podía sencillamente confundirse con la guaranguería que, para la oposición de la época peronista, daba la explicación más sencilla, precisamente porque era una explicación de clase. La apariencia de Eva, que no hubiera podido llevarla a ninguna parte en el mundo del espectáculo sin la intercesión de los militares nacionalistas de 1943, era excepcional, en cambio, en la escena política. Por lo tanto: Eva no fue una actriz hecha política. Fue más bien alguien que no podía ser actriz por algunas de las razones que la entronizaron en la cima del régimen peronista. Lo que era insuficiente o inadecuado en el mundo del espectáculo valió como una posesión rara y sorprendente en el mundo de la política.

El secreto de Eva es un desplazamiento. Su excepcionalidad es un efecto del “fuera de lugar”, que no quiere decir lo obvio (que llegaba de afuera de la clase, del sistema), sino que sus cualidades, insuficientes en una escena (la artística), se volvían excepcionales en otra escena (la política).

Naturalmente, para alcanzar el rendimiento multiplicado de ese “fuera de lugar” fue necesaria una pasión, sentimiento de lo excepcional, que Eva experimentó primero por su marido, mentor y cabeza de la sociedad política que ambos habían formado un poco por azar (tanto la sociedad como su carácter político). A Perón la unió primero una relación sentimental que, en pocos meses, se transformó en un amor político, que Evita transfirió del hombre al líder y del líder al pueblo.

En la excepcionalidad de Eva hubo un “fuera de lugar”, un pasaje de cualidades que, precisamente en el pasaje, se potenciaron y se volvieron adecuadas, aunque adecuadas no es una palabra exacta, ya que no se adecuaron a nada que estuviera antes, sino que crearon la situación para la cual serían adecuadas. Y hubo también un sentimiento hegemónico, que organizó, dominó, alimentó y destruyó todos los demás sentimientos. Lo que se llama, independientemente de su objeto, una pasión.

La pasión

De la pasión, Eva fue completamente consciente, aunque esto parezca una paradoja. Casi podría decirse que la actuó en todos los escritos publicados con su firma, en todos sus discursos y en la rabiosa desesperación que rodeó su enfermedad y su muerte. Eva se da en sacrificio, ofrece el don de su cuerpo a la extinción física. Heroína dispuesta a la muerte para que soplen los vientos en las velas de la nave donde va su marido, que es su padre espiritual como lo es de todo el pueblo, Eva habla de su disposición a morir mucho antes de que la muerte estuviera tan próxima. Esto podría leerse como un clisé. Pero también como una forma extrema de vivir la relación con la Causa, una forma total que siempre exige el juramento de que se está dispuesto a perder la vida y que eso, la vida, solo tiene el sentido de su entrega a la Causa. Te quiero hasta la muerte, te sigo hasta la muerte, estoy pronta a morir: los juramentos de la pasión.

Eva tiene esa cualidad unilateral que es indispensable a la pasión, que la sirve y le permite dominar por completo a quien la experimenta, organizando su relación con el mundo, y ofreciéndole un modo de conocimiento. La pasión la guía hacia un objeto y Eva, esa mujer débil e ignorante como ella se describió muchas veces, conoce por sus pasiones. El mundo que antes de conocer a Perón parecía injusto pero inexplicable se organiza en oposiciones comprensibles.

La pasión da la fuerza necesaria para seguir experimentanto la pasión: esta tautología del impulso y el afecto se despliega magníficamente en los últimos meses de Eva en los que maldice su muerte y, al mismo tiempo, no puede detenerse para intentar un reposo, una curación, un fortalecimiento. La pasión es la dichosa hoguera. En la pasión está, también, la excepcionalidad.

[Pasión y conocimiento]

La pasión es tautológica porque se alimenta de su propio impulso: no es gasto, simplemente, como la prodigalidad. Es gasto y acumulación: Eva quiere cada día más a su pueblo, a Perón, a su Causa. Una “débil mujer”, como se describe, es fuerte, decidida, una roca, un ariete contra el enemigo, un escudo, protección y defensa de aquel que la protege y defiende. Encomienda a Perón a su pueblo, cuando ella esté ausente, porque sabe que ella, la humilde discípula, es garantía del amado. Es intercesora y mensajera al mismo tiempo; va de un lado a otro sin escapar del vector que la impulsa. El círculo en que la pasión se gasta y se alimenta es perfecto. Y por eso, también, excepcional.

Eva sabe que nadie, sino el Pueblo, podrá tomar su lugar cuando ella muera. En este saber está toda la conciencia de su excepcionalidad: nadie, excepto el Pueblo, querrá a Perón como ella, nadie le será tan perfectamente leal, nadie podrá sentir lo que ella siente porque eso que siente es una excepción, un don, una gracia que ella recibió al encontrar a Perón. Solo el Pueblo podrá ocupar un lugar que ella dejará vacío porque es el Pueblo, otra forma de la tautología, un principio sufrido e incorruptible, y, sobre todo, colectivo. Estas declaraciones, que se leen en todos los escritos que aparecen con la firma de Eva y que ella reconoció como propios no importa quién los hubiera confeccionado, son banales si se las juzga como piezas de pensamiento político (ya que en efecto fueron utilizadas de ese modo y no hay modo de convertirlas en documentos privados).

Sin embargo, la redundancia temática y la reiteración formal son significativas. A diferencia de Perón, quien incluso en sus intervenciones más sencillas es fuertemente doctrinario, Eva no construye en estas piezas ningún argumento político más complejo que el de la oposición ricos y pobres, movida por el principio de justicia y, en ocasiones, claramente traducido en revancha. Pero la repetición de las reiteraciones pasionales explican mucho más que lo que estos escritos dicen sobre el pensamiento político de su autora. Son monotemáticos y expresan así la verdadera forma obsesiva y unilateral de la pasión.

Poco importa si Eva se pensaba excepcional. Sin duda, se pensaba muy poderosa, ya que las necesidades y privaciones de su vida anterior le habían enseñado a distinguir los atributos que posee el poder. Lo que importa (porque ello se prolonga en su estela post mortem) es que estaba dirigida por una pasión y que su aceptación de este impulso era voluntario y al mismo tiempo irrenunciable. Eva se somete a esa pasión y, en consecuencia, nunca la considera excesiva. Por el contrario, predica su pasión al pueblo. Dice: a Perón no es posible quererlo demasiado, todo amor, toda fidelidad, todo sacrificio son poco. Ante un objeto pasional gigantesco, no hay exceso en las manifestaciones de la pasión.

Tampoco puede haber cálculo entre medios y fines, entre los actos y sus consecuencias. Eva tiene la ética de la convicción, enfrentada con la ética de la responsabilidad.[6] Ella no es prudente. Las creencias que la impulsan se fortalecen en el suelo original de la experiencia, que recibió una forma cuando Perón convirtió esa experiencia en sentido. En ese momento, quedó marcado un territorio donde el cálculo de las consecuencias posibles de la acción quedaba confiado al líder. Eva se transforma cuando conoce a Perón y se reconoce en él.

Se puede leer toda La razón de mi vida (libro tan incómodo para el feminismo, por supuesto) con esta clave: Eva sentía afectos difusos, aunque intensos, antes de encontrar a Perón; su sentimiento de injusticia permanecía inexplicable e inerte; su indignación no tenía fuerza para traducirse en acciones; su vida carecía de objeto. Perón articula en una trama nítida todos estos impulsos vagos. Les da una razón (que no se opone a la pasión, sino que actúa como su vector).

La relación entre propaganda política y expresión pasional en los escritos de Eva es interesante, pero no explica todo. Los actos del régimen peronista estaban claramente marcados por la estrategia de la propaganda política; la iconografía, las noticias de los periódicos, las manifestaciones y mitines formaban parte de un ininterrumpido discurso publicitario, independientemente de su contenido de justicia o su sentimiento de benevolencia hacia los humildes. Los textos de Eva no podían escapar a esta función omnipotente. Pero podrían haber sido otros textos, con otros temas y otros clisés los que hubieran cumplido idéntica función. Fueron, sin embargo, estas efusiones pasionales.

Las otras efusiones de Eva fueron las del odio o, más bien, esa forma plebeya del odio que es el resentimiento; las de la cólera y las de la venganza sostenida por una noción revanchista de la justicia y una convicción de que, detrás de la obsecuencia cortesana, acecha la traición que arma sus tramoyas tanto como las conspiraciones de la “antipatria”.

La pasión de Eva fortalece el sentido de diferencia radicalizada que da el estilo a su figura pública. La pasión es en ella la forma afectiva de la excepción; y la excepción es la cualidad del sujeto apasionado. En este cruce se tratará de leer, una vez más, las razones por las que se ha dicho, y posiblemente se siga diciendo, que Eva fue única.

[6] Max Weber, “La política como vocación”, en El científico y el político, Madrid, Alianza, 1967.

La excepción y el gasto

La adulación dio el tono del tratamiento oficial a Eva. Lo normal fue la hipérbole. Ninguna virtud, ninguna comparación pareció inadecuada en un culto de la personalidad que el peronismo convirtió en pivote de su política de masas. En las intervenciones parlamentarias que acompañaron el proyecto de ley pro monumento a Eva en vida, se destaca una: “Eva Perón resume lo mejor de Catalina de Rusia, Isabel de Inglaterra, Juana de Arco e Isabel la Católica, pero multiplicando sus virtudes y llevándolas a la enésima potencia, hasta el infinito”. Esta serie comparativa le pareció insuficiente a otra parlamentaria que agregó una corrección: “Eva Perón es el honor de los honores. No acepto que se la compare con ninguna otra mujer, ni con ninguna heroína de ninguna época”.[7] Eva era esta armazón de cualidades, aunque nadie podría decir de qué modo penetraba en ella el ditirambo espeso con que se manifestaban en el discurso oficialista.

La abyección aduladora del régimen ha sido un tema del antiperonismo; las lecturas que simpatizan con el peronismo pasan por alto el rasgo altamente antirrepublicano del lenguaje que emplean diputados, senadores, ministros, periodistas. Sin duda, las imprecaciones y homenajes que acompañaron la agonía de Eva estuvieron a la altura de las glorias póstumas, que fueron de una magnitud solo comparable con el entierro de un monarca o la pomposa escenografía fúnebre de los líderes totalitarios.

Hasta el infinito y repetidamente, la hipérbole y la redundancia, el clisé y las imágenes de stock fueron la lengua de la propaganda peronista. No importa. Algo se repite sin embargo en esta lengua formulaica que habla de una percepción no distorsionada por los adornos que alimentaban el rito cotidiano de la cortesanía en la prensa y en las instituciones: Eva era la garantía trascendente del régimen, el honor de los honores, como la madre de Cristo. Con propiedad, ella dice: “Yo no soy más –y trato de serlo siempre– que el corazón de Perón”.[8]

El encanto de Eva se alimentaba de su juventud, por supuesto. No se alimentaba, en cambio, de ninguna cualidad frágil ni blanda. La determinación, la voluntad de hierro, la tozudez son virtudes masculinas: “La dama del látigo”, la llamó una opositora furiosa, también podría llamarse una dama de hierro. La juventud ponía una temporalidad de corta duración en este ensamblaje de virtudes duras. Como en el tópico romántico, la idea de juventud está unida a la de muerte: una extinción que consume ese fuego, que ha consumido a quien lo llevaba como don. Los héroes, los valientes, los excepcionales mueren jóvenes. Emblema de la revolución peronista, Eva era una antorcha: “Estoy dispuesta a quemar mi vida si sabiendo que quemándola puedo llevar felicidad a algún hogar de mi patria”.[9] La dama de hierro se quemaba (quedan a cargo del lector todas las derivaciones, que fascinan por lo común a los semiólogos, de esta materialidad simbólica contradictoria).

Además, Eva nunca fue joven a la manera en que, en esos años, se era joven (nunca fue una “actriz joven”, por ejemplo). Era joven (llegó al poder como consorte a los 26 años), pero no tuvo estilo juvenil que, en la década del cuarenta, era el estilo ingenuo, el de la virgen que se prepara para el matrimonio. Era joven, pero sus días estaban contados.

Desde el comienzo, Eva tuvo esa convicción: “Me dicen que me estoy gastando, pienso que me estoy gastando demasiado poco para un pueblo tan extraordinario como este”.[10] Repite frases por el estilo como el ritornello obsesivo de una premonición no solo en las páginas testamentarias de La razón de mi vida. No hay tiempo que perder es una consigna que justifica el funcionamiento atropellado de la Fundación Eva Perón, donde se trabajaba sin método y sin horario como lo relatan los testigos más favorables a ese estilo de caridad estatal plebeyo, paternal, desordenado, sensible a la empiria del sufrimiento y atado a los detalles como si todo plan fuera un insulto a las necesidades de sus beneficiarios. Pero atenido también a un principio de abundancia estética, que otorgaba a los pobres lo que pedían y lo que no se atrevían a pedir, no simplemente lo que necesitaban. Por este exceso, la Fundación se separaba de las sociedades de beneficencia tradicionales de la élite, que desconfiaban de los pobres y consideraban sus reclamos como impertinentes en la medida en que no coincidieran con la idea de necesidad que la beneficencia tenía acerca de ellos. La Fundación ofrecía el plus de Eva como dadora: el don venía acompañado de su imagen real o de su iconografía.

Rodéenlo a Perón, repetía Eva no solo en sus discursos finales. La exhortación remite al universo de las traiciones políticas, habitualmente superpoblado de candidatos sospechosos, y ellas están supuestas en las imágenes de lealtad hasta la muerte que exige el código de fidelidad a los seguidores. Rodéenlo a Perón quería decir también que ella, Eva, su primer escudo, primera discípula, primera seguidora (es decir, su círculo más inmediato, el que encerraba el núcleo originario de verdad, voluntad y poder) podía desaparecer antes que el líder y necesitaba delegar, sobre todo en “sus mujeres” del peronismo, esa función indelegable.

La delegación imposible y, al mismo tiempo, necesaria espolea la rabia ante la muerte. Y esa rabia mueve a Eva. No hay tiempo que perder, esa convicción la sostuvo desde el principio, porque la miseria no tenía ese tiempo y, además, porque Eva tampoco lo tenía. El huracán Eva. Eva se consume porque es una mediación tan necesaria como frágil (frágil mujer, débil mujer). Por su cuerpo pasan demasiadas cosas: cuerpo emblemático del régimen, cuerpo del estado de bienestar a la criolla, cuerpo de la primera dama, cuerpo traductor de las necesidades de unos en acciones de otros, de los deseos en respuestas, de los afectos en lealtades. Cuerpo puente: “Yo he de tender con mi cuerpo un puente para que el pueblo pase sobre él con la frente alta y el paso firme hacia el supremo destino de la felicidad común”.[11]

[Gasto]

El cuerpo consuma así su destino de médium. Y se consume bajo esa carga. Para llevarla, Eva dijo siempre que las fuerzas de una débil mujer no bastaban. Como Juana de Arco, Eva recibe una ayuda que viene desde fuera, porque ha sido elegida y en la elección cabe también el don de una fuerza extraña a la elegida. Del pueblo y de Perón viene la fuerza de Eva, que es depositaria, como Juana, de una voluntad más extensa y poderosa que la suya. El don que Eva hizo de su cuerpo es la devolución debida al don de la fuerza que le ha sido dada para que ella pueda darse.

Lo complicado de este don y de su devolución como don proviene de la asimetría entre donante y receptor. El donante, porque ha recibido algo inmenso, debe devolver inmensamente. Debe devolver el don bajo la forma del reconocimiento: el fanatismo es el sentimiento que corresponde a la inmensidad de lo recibido. Lejos de ser un acento indebido del afecto, un desafío impío de la voluntad, una cualidad ejercida contra el espíritu, el fanatismo es, en la religión civil de Eva, una virtud:

El fanatismo es la sabiduría del espíritu. ¿Qué importa ser fanático en la compañía de los mártires y de los héroes? Al fin de cuentas, la vida alcanza su verdadero valor no cuando se la vive de una manera egoísta –nada más que para uno mismo–, sino cuando uno la entrega toda íntegra, fanáticamente, en aras de un ideal que vale más que la vida misma. Yo contesto que sí, que soy fanática de Perón.[12]

Es difícil no exagerar en declaraciones de este tipo, que se repiten sin ninguna prudencia, porque el fanatismo es la pasión contraria a la prudencia. La exageración es la forma que modela y necesita el fanatismo. La exageración le da al discurso de Eva su cualidad cortante, intransigente, dura, amenazadora y terrible. El fanatismo es la pasión en su hipérbole, en el momento en que alcanza el punto más alto y, por lo tanto, el punto que más la acerca a su objeto. Eva fanática está más cerca de Perón, porque todo desaparece (política, estado, cálculo, prudencia) y se resume en el sentimiento único. El fanatismo, al aplastar todo otro sentimiento, garantiza la relación más intensa entre la pasión y su objeto, los vincula (aunque solo sea unilateralmente) hasta confundirlos. Eva es Perón, porque vive, respira, se mueve, piensa, se sacrifica y está dispuesta a gastarse por él. Nada hay de privado en este sentimiento. El fanatismo de Eva es político-religioso.

[Absoluta pasión y fanatismo]

Algún escriba de la propaganda oficial captó perfectamente la tensión de la pasión fanática:

Hablemos ahora de la pasión de Eva Perón. Fue ella una inmensa fuerza espiritual, encarnada en una bella y simple mujer del pueblo. […] La pasión es en Eva, como quería Empédocles, como quería después Malebranche, un “término generoso de acción”, una arrolladora potencia del bien inspirada y movida por una conciencia dominante. Bossuet […] la hubiera clasificado en el orden de las pasiones del mundo moral, sometidas a la racionalidad del espíritu y de la mente, y alentadas de constante por la noción y el anhelo del bien común, individual y colectivo, hasta suscitar una fuente de energías invencibles. Y aquí cabe ya hablar entonces de heroísmo civil, de mística laica, que es en realidad el sentido de la pasión que consumió los días y las noches de Eva Perón, consagrándola en el sacrificio. […]

Ella fue consciente a su fin, sin cuidarse en lo más mínimo de los estragos del trabajo, adaptada, por un fenómeno de extraversión material y espiritual, a la vida de los demás, de la que hacía la suya propia. El misticismo no es en sustancia otra cosa, y se complace, como en Santa Teresa de Ávila, en hallar, por el amor irradiado a sus semejantes y la continua presencia del dolor, el camino recto de la perfección moral. Su actividad sin pausa, hasta vencer el sueño y no doblegarse a la enfermedad que iba físicamente consumiéndola, era asimismo una manifestación preciosa y recóndita de su libertad. Sí; hacer el bien, darse sin tasa ni cansancio a su tarea prodigiosa de sembrar el bien, la tornaba cada vez más libre en su fuero interior, la revestía de fuerzas insospechadas y de sugestión que solo la conciencia y el sentimiento del bien otorgan, transfigurándola, elevándola, libertándola de las cadenas de la tierra.[13]

Está todo en la cita, que no sería sensato contradecir porque Eva era este discurso oficial propagandístico, que fue igual antes y después de su muerte. Ella era esa mezcla de cosas aprendidas en diálogo con los escritores de radioteatro, con su confesor el padre Rubén Benítez, nombres de la cultura que parecían preferibles a las carencias culturales de origen. ¿Por qué no Bossuet o Malebranche? Daban lo mismo esos nombres u otros. Finalmente, si ella reconocía en Perón los atributos de un semidiós, ¿por qué no Santa Teresa de Ávila? La hipérbole de las comparaciones es solo eso, una hipérbole que funciona como recurso retórico: dice la verdad exagerándola, no miente, simplemente presenta una modalidad estética, cultural, de los atributos. Ningún peronista podía percibir ese discurso como falso. Simplemente debían de ser traducidos sus términos retóricos (si es que a alguien esta traducción le era necesaria) a condiciones más terrenales. Desde afuera de la cultura peronista, esa retórica sin duda era percibida como falsedad (Eva y Perón eran el exacto opuesto de las virtudes que se les atribuían) y, por supuesto, como alucinada cortesanía.

El discurso opositor, sin embargo, decía del extremismo de Eva y en eso hablaba una verdad. Eva fue una jacobina del peronismo, para quien la virtud estaba en el lugar exacto donde el líder se encontraba con su pueblo y el ejercicio de la virtud obligaba al celo del fanático porque ese encuentro estaba amenazado por conspiraciones diversas (de la oligarquía y de los “malos peronistas”). Eva jacobina aborrece a los tibios y desprecia cualquier vacilación como un vicio o una deslealtad; sus argumentos no siguen la lógica de las razones políticas (ni de la táctica), sino el impulso de un solo principio (un vector estratégico, que excluye las concesiones). El discurso y el estilo de Eva radicalizaban los actos más sencillos de su acción pública, incluso aquellos que hubieran podido ser reconocidos como necesarios por la oposición. Su furor ponía en tensión cada una de sus intervenciones, y su repetido juramento de fidelidad al pueblo y al líder alimentaba un fuego misional. Se la pensó inquebrantable y vengativa (no solo los opositores, que la consideraban tan temible como a la emperatriz Teodora, sino muchos peronistas pudieron dar pruebas de su vigilancia revolucionaria).

[Virtud y jacobinismo]

Eva nunca pensó el peronismo en términos de régimen consolidado. Por el contrario, una conspiración en marcha lo amenazaba constantemente; frente a ella, toda tibieza, toda blandura equivalían a una defección. Por otra parte, cuando enumeró los logros de ese régimen y los de su propia acción siempre lo hizo en términos de falta: no tanto lo que se había conseguido como lo que se estaba por hacer; no tanto las necesidades satisfechas como las que todavía no habían recibido respuesta. Siempre, la falta es mayor que lo alcanzado, porque no hay tarea asegurada ni completa. En esta situación de dinamismo, la cualidad fanática de la pasión no era un plus del celo, algo que está allí pero que podría no ser indispensable, sino un instrumento de la revolución peronista que no podría cumplirse en su ausencia.

La tarea era tan grande que los modelos ofrecidos a quienes debían realizarla debían serlo. Santa Teresa está bien, o Juana de Arco, o Catalina de Rusia o Isabel I. Los nombres son relativamente indiferentes; en cambio, lo que ellos evocan como gestas de la historia le transmiten su fuerza a la gesta presente. Nadie sabía bien, y Eva menos que nadie, por qué Santa Teresa. Lo que valía era ese nombre como representación no solo de una persona (Eva), sino de una hazaña política como la que se había asignado el peronismo. Más ignorante que el líder, Eva no tenía un saber que la hiciera desconfiar de las proporciones de aquello con que podía comparársela. Más bien, en su discurso, las virtudes del líder y sus propias virtudes eran un mantra justicialista, la canción que se canta para marchar, el grito que da fuerzas a los combatientes.

Y el mantra, la fórmula del encantamiento, el avemaría peronista también construye identidad. Su repetición (Eva repetía sus temas, como la propaganda los suyos) solidifica a alguien en su figura pública, comprometiéndola de tal modo con ella que borra casi por completo una identidad íntima y privada. Borrar el pasado de Eva no solo reparaba un honor ofendido por actos que habían sucedido hacía pocos años. Ocuparse de esas cosas era inevitable para los opositores del régimen. Borrar el pasado era darle a Eva las bases desde las cuales podía pensar su presente: olvidar a Evita Duarte para ser la abanderada de los descamisados. En la exagerada propaganda oficial, Eva podía encontrar sus propios temas de dignidad y respeto.

De ella se había escrito, en la sección de chismes de la revista Antena, no en un pasado remoto sino en enero de 1942:

–¿Sabe que a Evita Duarte se le ha visto llorar desconsoladamente?

–¿Y qué es lo que puede afligirle? ¿Puede pedir algo más que encabezar una compañía?

–No; sus lágrimas, según se dice, son porque el amor no le corresponde…

–¡Pobrecita!… Quién iba a decirle a Evita que pudiera existir un hombre capaz de no amarla… En realidad tiene motivos para llorar.[14]

Esto debía ser borrado, falso o verdadero, no importa. Lo que importan son los términos en los que se habla, que indican de quién se pueden decir estas cosas. En 1942, Evita encabezaba una de las 28 compañías de radioteatro que emitían durante el verano. En Radio Argentina (una emisora poco importante), ocupaba el horario de las 10.15 de la mañana, una franja normal aunque destinada siempre a figuras secundarias. En abril desapareció de la programación. En el balance de 1942 de Antena sobre la actividad radioteatral, Eva Duarte no es mencionada ni como actriz ni como compañía. 1942 es un año de los malos para Eva, lo mismo que el primer y segundo trimestre de 1943, donde está completamente ausente de la programación y de los chismes del ambiente publicados por las revistas especializadas.

Desde mediados de 1943, Eva los borra de su carrera artística. Pero lo que se borra deja un vacío de cualidades: ¿si no es una mujer fatal, qué debe ser? ¿Si no es una actriz de tercera línea que asciende vertiginosamente después del golpe de junio, cómo debe pensarse a sí misma? Eva se vuelve hija de sus palabras y de las que escucha a su alrededor. En ellas encuentra las cualidades cuyo lugar había quedado vacante cuando se borra la actriz Evita Duarte.

[7] Quienes pronunciaron esas palabras fueron las senadoras Hilda Castiñeira y Juana Larrauri, citadas por Alicia Dujovne Ortiz, Eva Perón. La biografía, Buenos Aires, Aguilar, 1995, p. 287.

[8] Eva Perón, Mensajes y discursos, Buenos Aires, Fundación pro Universidad de la Producción y del Trabajo, 1999, p. 246, discurso pronunciado el 16 de mayo de 1950.

[9] Eva Perón, ibíd., p. 54, discurso pronunciado el 19 de mayo de 1949.

[10] Eva Perón, ibíd., p. 45, discurso del 6 de mayo de 1949, pronunciado mucho antes de que se detectara algún síntoma de su enfermedad.

[11]