Cluny Brown - Margery Sharp - E-Book

Cluny Brown E-Book

Margery Sharp

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Beschreibung

Año 1938. Arnold Porritt, un próspero fontanero londinense, ya no sabe qué hacer con las extravagancias de su sobrina Cluny. Después de frecuentar el Ritz como una gran señora y de dejarse seducir alegremente por un cliente, su tío decide mandarla como sirvienta a Friars Carmel, una encantadora mansión campestre. Allí la esperan, entre otros, lady Carmel, su patrona, siempre metida entre sus flores; su hijo Andrew, que acaba de traerse de Londres a Adam Belinski, un prometedor escritor polaco supuestamente perseguido por los nazis; o el comedido Titus Wilson, boticario del pueblo y perfecto polo opuesto de Cluny. En ese apacible rincón de Inglaterra, el mundo se abre maravillosamente para Cluny Brown, y ella está más decidida que nunca a seguir haciendo lo que no se espera de ella.

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CLUNY BROWN

SENSIBLES A LAS LETRAS, 66

Título original: Cluny Brown

Primera edición en Hoja de Lata: noviembre del 2020

© Margery Sharp, 1944

© de la traducción: Raquel García Rojas, 2020

© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2020

Hoja de Lata Editorial S. L.

Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]

[email protected] / www.hojadelata.net

Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.

Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu

Corrección: Olaya González Dopazo

ISBN: 978-84-16537-90-7

Producción del ePub: booqlab

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para Geoffrey Castle

CAPÍTULO 1

I

Al ir pensando en Cluny Brown, el señor Porritt, un próspero fontanero, se pasó la parada del autobús y, como consecuencia, se perdió el almuerzo del domingo que le esperaba en casa de su hermana. No era una gran pérdida. La comida estaría bien, pues Addie tenía sus virtudes, pero era demasiado machacona. Por aquel entonces, lo machacaba con Cluny Brown.

El señor Porritt pagó un penique adicional y se bajó del autobús en Notting Hill Gate. Aún tenía tiempo de sobra para volver a Marble Arch y continuar, como de costumbre, por Edgware Road, pero un espíritu de independencia lo llevó, en cambio, a meterse en Kensington Gardens. Hacía más de un año que no entraba en los jardines, desde el día del funeral de su esposa, cuando, de hecho, se embarcó en una larga y porfiada caminata por todos los parques de Londres mientras se hacía a la idea de que la señora Porritt ya no estaba. Le costó un poco —habían estado veintiséis años casados y nunca tuvieron una mala palabra—, pero en un momento dado Arnold Porritt llegó a un acuerdo provisional con la Providencia. Él seguiría como antes, cumpliendo con su labor como fontanero y con sus responsabilidades respecto a Cluny Brown, pero si al final no se reunía con su Floss, causaría problemas. El señor Porritt era un hombre con un firme sentido de la justicia.

El día, para estar en febrero, era inusualmente templado. La gente, resistente al frío, se sentaba a las puertas de la Orangery, mirando al sol y de espaldas a los ladrillos que llevaban mirando al sol tres siglos; allí siempre hacía más calor que en cualquier otro sitio de los jardines. Tras rodear el césped, el señor Porritt también puso los pies en aquella terraza y, como no había ningún banco del todo desocupado, eligió uno donde se sentaba una mujer sola. A ojos del señor Porritt, ya no era una mujer joven y no podía haber sido nunca atractiva; la mirada de soslayo de la mujer catalogó al señor Porritt como sin duda peculiar; y los dos se habrían sorprendido en extremo al conocer la opinión del otro.

La mujer tenía un libro en las rodillas, pero el señor Porritt se había dejado el periódico en el autobús y estaba, por tanto, indefenso ante los bien conocidos efectos de la proximidad en un parque público. En menos de cinco minutos, el deseo de confiarse a una persona extraña se hizo irresistible. Forzó una tos preliminar y comentó que hacía una temperatura poco habitual para esa época del año.

—Deliciosa —repuso la mujer. Su voz, y esa única palabra, le confirmaron que era una dama, cosa de la que su sombrero y su maquillaje le habían hecho dudar.

—Ojalá mi sobrina estuviera aquí.

—Sí, a los niños les encantan los jardines —convino ella con amabilidad.

—No es una niña —dijo el señor Porritt.

La mujer le dirigió una mirada alentadora. Estaba esperando a un joven que tenía intención de convertir en su amante y pensó que tendría su gracia que llegara y la viese charlando con alguien tan pintoresco, tan inesperado, tan absolutamente ajeno a su mundo como el señor Porritt. Mientras le sonreía, iban formándose en su mente fragmentos de la conversación posterior. «¡Pero si es que la gente siempre me habla! —diría—. Parezco ese personaje de Kipling que se quedaba sentado y dejaba que los animales le pasaran corriendo por encima.» ¿O Kipling era un poquito… anticuado? «Ese hombre de la selva», tal vez, sin precisar más…

—Tiene veinte años —prosiguió el señor Porritt—. Es huérfana. La hija de la hermana de mi mujer. A veces no sé muy bien cómo manejarla.

—Los veinte son una edad difícil.

—No es exactamente difícil. Es más bien… —El señor Porritt frunció el ceño. Caviló, reflexionó, tanteando como había hecho tantas veces en busca de la raíz del problema. Cluny Brown era afable, voluntariosa, tan sensata como la mayoría de las muchachas…

—¿Es guapa?

—Corriente y moliente.

—¿Atractiva?

El señor Porritt, que creía haber contestado ya a esa pregunta, se limitó a negar con la cabeza y la mujer sonrió. Ella también era corriente, pero nadie la consideraría poco atractiva. (El señor Porritt sí, por supuesto, pero no era probable que surgiera el tema.)

—¿Tal vez tiene complejo de inferioridad, entonces?

—Mi sobrina no —repuso el señor Porritt. No sabía nada de complejos, pero cualquier idea de inferioridad iba tan desencaminada que de pronto puso de manifiesto, por contraste, justo lo que estaba buscando—. El problema de la joven Cluny —añadió— es que parece no saber cuál es su lugar.

Al fin se había revelado el delito de Cluny Brown, y su tío jamás habría podido expresar con palabras —ni siquiera ante un extraño, ni siquiera en un parque— la inquietud que le causaba. Saber cuál es el lugar de uno era, para Arnold Porritt, el fundamento de toda vida racional y civilizada: cíñete a tu clase y no te equivocarás. Un buen fontanero, respaldado por su sindicato, podía mirar a un duque a los ojos; y un buen barrendero, respaldado por su sindicato, podía mirar al señor Porritt a los ojos. Los duques, por supuesto, no tenían sindicato, y al señor Porritt le daba la impresión de que intentaban pasar inadvertidos.

—¿Y cuál es su lugar? —preguntó la mujer, que parecía divertirse.

El señor Porritt consideró la pregunta extraordinariamente ridícula: cualquiera que lo viese a él, pensaba, debería reconocer de inmediato el lugar de su sobrina. Sin embargo, tenía una buena respuesta, una auténtica bomba que en modo alguno era reacio a hacer estallar.

—Le diré cuál no lo es: el Ritz no lo es —contestó, y volvió a quedarse estupefacto. Pues eso era lo que la joven Cluny había hecho apenas uno o dos días antes: había ido a tomar el té al Ritz, ella sola, para ver cómo era. Dos chelines y seis peniques le costó, y sin pasta de arenque ahumado siquiera. Se lo dijo ella misma, sin ocultar su necedad, sin tener ni idea, al parecer, de que había hecho algo inapropiado. Al señor Porritt le complació ver que su nueva conocida (a pesar de su necedad) parecía debidamente desconcertada—. Y así es Cluny —terminó con un triste tono triunfante—. No sabe por dónde se anda.

—¿Cluny? —repitió la mujer.

—Cluny Brown. El diminutivo de Clover —le explicó el señor Porritt. Hizo una pausa para comprobar si un joven alto que se aproximaba a ellos tenía intención de sentarse en su banco, pero la mujer (que había visto al recién llegado momentos antes) se inclinó hacia él muy animada.

—¿Sabe? —se apresuró a decir—. Su sobrina parece de lo más encantadora. No ha de reprimirla, tiene que ayudarla a desarrollarse. Debe de tener una personalidad muy especial.

Luego se giró con un sobresalto y vio que el joven les sonreía, y el señor Porritt entendió de inmediato que era hora de marcharse.

II

—¿Quién demonios era ese? —preguntó el joven cuando se sentó.

La mujer hizo una mueca divertida.

—No tengo ni la menor idea. La gente siempre me habla en los parques. Parezco ese hombre de la selva que se quedaba sentado y dejaba que los animales le pasaran corriendo por encima.

—Algún día acabarán asaltándote.

—Querido, sabes que solo atraigo a hombres respetables.

Los dos se echaron a reír. El joven siguió con la mirada la menguante figura del señor Porritt y movió la cabeza de un lado a otro.

—¡Viejo crápula! ¿Te ha dicho que su mujer no lo entiende?

—En absoluto. Me ha estado hablando de su sobrina, una joven llamada Cluny Brown, diminutivo de Clover, que fue a tomar el té al Ritz.

—¡Querida, eres maravillosa! —exclamó el joven—. ¡Qué argumento! Pero ¿por qué al Ritz?

—Porque no sabe cuál es su lugar.

—Escandaloso. ¡Esa Cluny Brown es un escándalo! Me gustaría conocerla.

Como era imposible, la mujer pudo decir que a ella también, y luego, con la sensación de que ya habían hablado suficiente de Cluny y de que se estaba convirtiendo incluso en un fastidio, le pidió que la llevase a almorzar.

III

Eran las dos y media cuando el señor Porritt entró en casa de su cuñado Trumper en Portobello Road. La puerta principal abierta y un desplantador clavado en un arriate indicaban que Trumper se había puesto a arreglar un poco el jardín y lo había dejado a medias. Dentro, el estrecho vestíbulo desprendía un fuerte olor a linóleo y abrillantador de metales y el señor Porritt olisqueó con admiración y reconoció el mérito de su hermana. Sabía cómo mantener una casa. Limpia como los chorros del oro. Un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio. El señor Porritt colgó su gorra y entró en el salón; allí estaba Trumper, sentado en mangas de camisa y leyendo el News of the World.

—Ya estoy aquí —dijo el señor Porritt.

—Creíamos que te habrían atropellado —repuso Trumper.

—Me he confundido de autobús —le explicó su cuñado.

—¿Has comido?

—He picado algo.

El señor Porritt se sentó, se quitó las botas y las dejó con cuidado en la balda inferior de una estantería de bambú. En la balda de arriba había una estera de felpilla, una bandeja y una maceta, ambas de latón, y en la maceta un bonito ficus; todo el conjunto justo donde debía estar, en el mismo centro de la ventana-mirador.

—Te has dejado un desplantador fuera —dijo el señor Porritt.

—Ya —asintió Trumper—. ¿Y la joven Cluny?

—En la cama.

—¿Cómo, enferma?

—No, ha leído un artículo en el periódico —repuso el señor Porritt, que se acordó de su propio periódico olvidado en el autobús.

Ahora lo echaba en falta, pues aquel era el momento y el lugar en el que disfrutaría de su lectura. También era el momento y el lugar para Trumper y, apenas terminase, Addie se lo quitaría de las manos; es asombroso cómo no hay nada que moleste más a la gente que el que le quiten el periódico del domingo. El señor Porritt recordaba un ejemplo muy notable de esto por propia experiencia: cuando la hermana de su mujer apareció con la pequeña Cluny, tras la muerte de su marido, pobre tipo, y no podían hacer otra cosa sino acogerlas y ofrecerles un hogar. Floss y él estaban de acuerdo y lo hicieron de buena gana, y la madre de Cluny se comportó en todo momento como es debido, salvo por una cosa: siempre cogía el periódico del domingo antes de que el señor Porritt terminase de leerlo. Él nunca dijo nada, pero esa sola costumbre lo irritaba tanto que poco a poco le cogió manía. Durante un tiempo, incluso estuvo comprando dos periódicos. Fue peor. Su cuñada quería leerlos a trozos, un artículo de aquí y otro de allá, y cambiaba y desordenaba las páginas hasta que era imposible encontrar ni siquiera el fútbol. Aun así, era una mujer agradable, a su manera, y cuando murió —de neumonía—, el señor Porritt lo sintió más de lo que esperaba…

—Al parecer Eden ha dimitido —observó Trumper—. Supongo que sabe lo que se hace.

—Para mí que aun así tendremos problemas con Mussolini —repuso el señor Porritt— y con ese Hitler. No me fío de ellos.

—Ni yo. Lo que tendría que haber hecho este país…

Y en breve se habrían embarcado en una buena conversación, enjundiosa, masculina, pero en ese momento se abrió la puerta y Addie irrumpió en la habitación. Era cuatro años menor que su marido y cinco menor que el señor Porritt, pero nadie lo habría adivinado porque no aprobaba que uno quisiera parecer joven. Aprobaba el tener un aspecto cuidado, limpio y sufrido, y eso lo conseguía con creces.

—¡Aquí estás! —exclamó echando un vistazo a su hermano como para asegurarse de que estaba, en efecto, de una sola pieza—. ¿Qué ha pasado?

—Me he confundido de autobús —le explicó el señor Porritt.

—¿Has comido?

—He picado algo.

—¿Dónde está Cluny?

—En la cama.

—¿Cómo, enferma?

—No —dijo el señor Porritt con paciencia—. Ha leído un artículo en el periódico sobre cómo quedarse un día en la cama comiendo naranjas descansa los nervios y tonifica el organismo.

Por un segundo, Addie Trumper lo miró estupefacta. Se le tensó la mandíbula. Parpadeó. Tanto su marido como su hermano se prepararon inconscientemente para lo que venía.

—¡Anda la osa! —voceó Addie Trumper—. ¿Pero quién se cree que es?

Ahí estaba de nuevo, la inevitable pregunta que, por alguna extraña razón, Cluny Brown parecía suscitar siempre. Y, sin embargo, ¿podía haber una respuesta más sencilla? Su difunto padre conducía un camión, tenía un tío fontanero, su madre había sido la cuñada de ese fontanero, su otro tío era mozo de estación (en la Great Western)… ¿Cómo iba a dudar nadie de quién era Cluny? ¿Cómo podía haber ninguna duda respecto a quién creía que era? Era evidente. Y, aun así, si el señor Porritt no había oído esa pregunta mil veces, no la había oído ninguna. Él mismo se la hacía. Pero ni para él ni para Addie Trumper tenía respuesta.

—Lo que le hace falta a la joven Cluny —afirmó la señora Trumper cogiendo aire—, ya lo he dicho antes y volveré a decirlo, es entrar a servir. En una buena casa, con una gobernanta estricta. Acuérdate bien de lo que te digo.

Pero el señor Porritt no tenía intención de dejarse intimidar.

—Y yo ya te he dicho que no puedo prescindir de ella. Necesito a alguien que atienda el teléfono cuando no estoy en casa.

—¡Para qué te hará falta un teléfono!

El señor Porritt y Trumper intercambiaron una mirada fraternal. Claro que un fontanero necesitaba un teléfono: la mitad de los avisos, y todos los que eran urgentes, llegaban por teléfono. Aquella era una de las razones de la prosperidad del señor Porritt: siempre podías localizarlo. La gente llamaba a medianoche, o incluso más tarde, y aunque el señor Porritt no fuese de inmediato, su tono solemne y profesional les procuraba consuelo y, si decía que estaría allí a primera hora, rara vez se molestaban en llamar a nadie más. Pues claro que le hacía falta un teléfono…

—Y, por cierto —añadió la señora Trumper volviéndose hacia su marido—, te has dejado un desplantador fuera. —Luego agarró el News of the World y se marchó.

Pasaron unos segundos antes de que el ambiente se tranquilizara de nuevo. Los dos hombres se habían quedado muy quietos, como peces en el fondo de un estanque revuelto. El señor Porritt miró a su cuñado como excusándose y alargó un brazo para coger sus botas.

—No hace falta que te vayas —dijo Trumper con amabilidad.

—Será lo mejor —repuso el señor Porritt.

—Tú haz lo que te parezca bien. Si la joven Cluny te ayuda y puedes mantenerla, no es asunto de Addie.

—Ya —asintió el otro. Aun así, terminó de atarse las botas—. Pero a ti no me importa decírtelo: estoy preocupado. —Hizo una pausa. Estaba lo del té en el Ritz y había algo más, algo que no había mencionado ni siquiera a la mujer del parque—. La han estado rondando —dijo al fin.

Trumper silbó.

—¿Rondando? ¿A Cluny?

—Dos veces —le aseguró el señor Porritt—, la semana pasada. La primera vez me lo contó ella, la segunda lo vi yo mismo. En High Street, a las puertas de una tienda: Cluny y el individuo en cuestión estaban hablando. Él se largó a toda prisa en cuanto me vio.

—Apuesto a que sí —dijo Trumper con aire convencido.

—Cluny dice que estaba mirando los sombreros del escaparate cuando el tipo se le acercó y le preguntó si había algo que le gustara. Cluny dijo que no, que solo estaba pasando el rato. Luego él le dijo que tal vez si iban hasta el West End encontrarían algo mejor. Entonces fue cuando llegué yo.

—No se le habría ocurrido irse con él.

—Eso dijo ella. Dijo que quería escuchar un programa en la radio. Lo que no me explico es por qué. No puede decirse que sea guapa…

—Corriente y moliente —convino Trumper de buena gana. Los dos reflexionaron unos segundos—. Y la otra vez ¿fue el mismo tipo o era otro?

—Otro. En la puerta del cine.

—No debería andar tanto por ahí.

—¿Y qué va a hacer la muchacha? —razonó el señor Porritt poniéndose a la defensiva—. ¿No puede mirar un escaparate? Quizá… No te lo he dicho, pero he estado hablando de Cluny con una señorita y quizá nos estamos equivocando en la manera de tratarla. A lo mejor no hay que atarla tan corto, sino animarla a tomar vuelo o algo así.

—A Cluny no —aseguró el señor Trumper—. Quien te haya dicho eso es que no la conoce.

Aquello era tan cierto que el señor Porritt no podía discutírselo. Por un momento, en cambio, guardó un obstinado silencio. La franqueza de esa mujer, justo antes de que los interrumpieran, había hecho mella en él: su actitud hacia su sobrina se había vuelto más flexible que nunca. Estaba dispuesto a hacer algo en su favor, a alterar de algún modo la sólida rutina de su vida en común si era necesario. En el fondo de su cabeza germinaba la idea de que tal vez Cluny debería aprender a escribir a máquina.

—¡Y esa tontería de las naranjas! —añadió Trumper con retintín.

—Las ha pagado ella. Y no me importa admitir —dijo el señor Porritt en una repentina aceptación de su debilidad— que, tontería o no tontería, y preocupado como estoy, es un verdadero consuelo saber que está a salvo en casa y en la cama.

Decía (como siempre) lo que creía que era verdad.

CAPÍTULO 2

I

Que Cluny Brown no estuviera en la cama, y ni siquiera en casa, se debía a la pura diligencia, una cualidad que rara vez se le reconocía. El artículo del periódico hacía mucho hincapié en que el reposo fuera absoluto: persianas bajadas y nada de teléfono. Cluny había cerrado las cortinas, pero no podía evitar que la gente tuviese que llamar a un fontanero y, cuando poco antes de las tres el timbre empezó a sonar, de mala gana (pero con gran diligencia) sacó las largas piernas de la cama y, aún descalza, bajó corriendo las escaleras.

—¿Diga? —contestó con su peculiar tono grave.

Le respondió la voz de un hombre, apremiante, brusca, áspera y con ese aire de agravio frecuente en todos los que tienen problemas con el suministro de agua.

—¿Es el fontanero? Necesito que venga alguien de inmediato.

—Ha salido —dijo Cluny.

—¿Y no puede localizarlo?

Cluny reflexionó. No hacía tiempo para que reventasen las cañerías y ella no tenía intención de interrumpir el descanso dominical de su tío por ninguna calamidad menor.

—No, no puedo —repuso.

—¡Santo Dios! —gritó la voz con vehemencia—. ¡Esto es intolerable! ¡Inaudito! ¿Y no hay nadie más? ¿Quién es usted?

—Cluny Brown —contestó ella.

Hubo una breve pausa y, cuando la voz volvió a hablar, lo hizo en un tono muy diferente.

—No es más que la hija del fontanero…

Cluny, que ya había oído aquello otras veces, colgó y volvió al piso de arriba. Se metió en la cama y se tumbó de nuevo, y empezó a relajarse según las indicaciones: articulación por articulación desde los dedos de los pies hasta el cuello. «Ahora imagine que es un gato persa», decía el artículo del periódico; pero Cluny, cuya imaginación era más concreta que romántica, se sentía más bien como uno de esos cojines con forma de salchicha que algunos vendedores pregonaban por las calles para evitar que entrase aire por debajo de las puertas. Probablemente no importaba… Lo que sí importaba era que, apenas había conseguido llegar a ese envidiable estado, el teléfono volvió a sonar. «Déjalo», pensó Cluny, y continuó con el siguiente paso: vaciar por completo la mente. Solo que no podía por culpa del teléfono. Siguió sonando y sonando hasta que al final no le quedó más remedio que levantarse y contestar de nuevo.

—¿Señorita Brown? —dijo la voz—. Por favor, acepte mis disculpas.

—¿Y para eso me ha sacado de la cama? —vociferó Cluny indignada.

Una vez más, se hizo un silencio. De haber estado escuchando, el señor Porritt se habría compadecido de la persona que estaba al otro lado de la línea. Cuando llamas a un fontanero, no te esperas… Bueno, no te esperas a Cluny.

—¡Cielos! —exclamó la voz con consideración—. ¿Está enferma? ¿Quiere que le lleve un poco de vino?

—No es el vino, son las naranjas.

—¿El qué?

—La cura. Pero no estoy enferma. —Habiendo llegado tan lejos, Cluny creyó mejor aclararlo todo—. Te quedas veinticuatro horas en la cama bebiendo solo zumo de naranja, aunque supongo que si las chupas es lo mismo, y el cuerpo entero se tonifica de maravilla.

—Parece que ya está usted mejor —observó la voz.

—Me siento mejor —convino Cluny.

—¿Y no estará lo bastante bien para pasarse por aquí y ver qué le ocurre al fregadero?

Cluny vaciló. De hecho, se sentía muy bien. Allí de pie, con su camisón de algodón, en la corriente de aire, descalza sobre el linóleo sin alfombrar, se sentía extraordinariamente bien, en conjunto, salvo por una herida que tenía en el labio superior de tanto chupar naranjas. ¿Podría ser que la cura ya hubiese hecho efecto? Y si era así, ¿no debía cumplir con su deber para con el negocio y tal vez conseguir un cliente nuevo para su tío? Un fregadero no parecía nada grave; estaría atascado, lo más probable, y nadie habría tenido la sensatez de desenroscar el codo…

—Le daré diez chelines, ya que es domingo —la tentó la voz—, y puede coger un taxi. Es el diez A de Carlyle Walk, en Chelsea. ¿Va a venir?

—De acuerdo —dijo Cluny, y con gran diligencia fue a por el libro de avisos para apuntarlo.

II

El atuendo apropiado para que una joven señorita vaya a arreglar el fregadero de un hombre un domingo por la tarde nunca se ha definido con criterio de autoridad alguno. Cluny tenía que llevar la bolsa de herramientas de su tío, desde luego, pero para compensar se puso sus mejores galas. Iba toda de negro, pues seguía de luto por la señora Porritt, y aquella particularidad, en ese momento de su trayectoria vital, no carecía de importancia. Explicaba, por ejemplo, cómo había conseguido una mesa en el Ritz. Con su excepcional altura, delgada como un arenque ahumado y vestida con un sencillo abrigo negro, Cluny daba muy buena impresión. De espaldas parecía elegante, aunque su cara estropeaba el efecto si la mirabas de frente. En veinte años, sin embargo, Cluny se había acostumbrado a su rostro y ahora, mientras se daba unos toques de colorete, podía contemplarlo sin resentimiento: pómulos afilados, boca grande, nariz grande, ni pizca de color; achatado de la frente a la barbilla, de mandíbulas anchas y marcadas; el pelo espeso y oscuro, que se cortaba ella misma en cuanto le llegaba por debajo de los hombros y que llevaba recogido en la parte de arriba, lejos de la nuca, de modo que sobresalía como una cola de caballo. «Suerte que el tío Arn es miope», pensó Cluny con filosofía, y luego bajó a toda prisa las escaleras, riéndose porque de pronto se le había ocurrido que tal vez la Voz buscaba algo de diversión y, si era así, no se asustaría poco cuando la viera.

III

El diez A resultó no ser una casa, sino un estudio construido en el jardín de una mansión en los prósperos días del arte victoriano. Desde entonces, la mansión se había transformado en un bloque de pisos y el estudio en garaje, reconvertido ahora de nuevo en estudio por parte del señor Hilary Ames. Él no era artista, pero le gustaba dar fiestas. Esa noche daba una y por eso necesitaba desatascar el fregadero con urgencia. No obstante, la malicia de Cluny también estaba medio justificada: su voz grave y lo absurdo de sus pasatiempos habían despertado el gusanillo del señor Ames. No era algo difícil: el gusanillo del señor Ames se despertaba con bastante facilidad cuando se trataba de jovencitas, pero Cluny acertó además al prever un ligero sobresalto en el primer encuentro. Llegó, llamó a la puerta y al entrar descubrió en el rostro de aquel hombre una expresión sumamente confusa.

—Veamos, ¿cuál es el problema? —preguntó Cluny, benévola, observándolo casi con la actitud de un joven policía. Era, con mucho, la más alta de los dos, y lo primero que advirtió del señor Ames fue la pequeña calva que tenía en la coronilla. Por lo demás, debía de rondar la cincuentena, era tirando a rollizo y llevaba un jersey amarillo canario que le había costado seis libras y que Cluny pensó que le hacía parecer una ficha del juego de la pulga.

El señor Ames, por su parte, echó un vistazo a la nariz de Cluny y, descartando de inmediato cualquier pensamiento travieso, la condujo hasta una pequeña y maloliente trascocina. El fregadero rebosaba de agua grasienta y parte se había derramado sobre el suelo, pero no parecía que hubiera reventado nada y no olía a gas. Cluny dejó la bolsa con un ademán muy profesional, se quitó el abrigo y se lo dio al señor Ames. Podría haber sido Arnold Porritt en persona.

—¿Puede arreglarlo? —le preguntó inquieto el señor Ames (era lo que preguntaban todos)—. Espero a unos cuantos amigos sobre las seis y esto es un desastre.

—Lo olerían a un kilómetro de distancia —reconoció Cluny alegremente—. ¿Tiene un perchero?

—Por supuesto —dijo el señor Ames, que pareció sorprenderse—. ¿Necesita uno?

—Aquí no —repuso ella—, pero podría llevarse mi abrigo y colgarlo.

En cuanto se fue, Cluny se desabrochó las ligas y se enrolló las medias por debajo de la rodilla (era su mejor par). Luego se arremangó la blusa, se subió la falda y se puso manos a la obra. No era difícil: solo había que aflojar una tuerca, desenroscar la junta y dejar que el agua sucia se vaciase en un cubo. En este caso el atasco era considerable, pero con la ayuda de una caña de bambú Cluny sacó hasta el último resto de porquería. Luego abrió los grifos al máximo y dejó que corriera el agua y, para rematar la faena, fregó la pila con Vim. Además, abrió la puerta trasera, vació el cubo al pie de un macizo de arbustos bastante desastrado y cogió un par de botellas de leche que había en el escalón. En ese momento volvió el señor Ames y resultó un instante de peculiar relevancia. La silueta de Cluny, alta y delgada, oscura a contraluz, exhibía un equilibrio admirable entre el cubo que llevaba en una mano y las botellas en la otra, y, cuando volvió la cabeza, la ridícula coleta trazó una llamativa floritura en el aire. No se parecía a nadie en el mundo salvo a Cluny Brown y, al mismo tiempo, cuando entró con la leche, daba la impresión de pertenecer íntimamente a aquel entorno. Por alguna razón que no alcanzaba a entender, el señor Ames se imaginó de pronto un mirlo en la ventana.

—¡Pues ya lo tiene! —exclamó Cluny—. ¡Liquidado!

Dejó el cubo y las botellas y se quedó mirándolo. El señor Ames le devolvió la mirada y hubo un breve silencio.

—Si no cree que valga diez chelines… —añadió Cluny vacilante.

—Por supuesto que sí…

—Y el taxi han sido tres chelines y seis peniques, pero no necesito coger otro para volver.

—Digamos entonces que una libra y estamos en paz —concluyó el señor Ames.

Pero Cluny no quiso. Cogió el billete, le dio el cambio de seis chelines y seis peniques y empezó a recoger sus cosas. En unos minutos se habría ido; el señor Ames era consciente de cada segundo que pasaba, pero la creciente y acelerada presión de sus deshonrosas intenciones, como si fuera una leve conmoción cerebral, lo había dejado sin palabras. Por primera vez en la vida, no sabía cómo empezar. Y, sin embargo, había una jugada tan simple, tan obvia, que la propia Cluny la planteó de la forma más natural.

—¿Podría lavarme un poco?

—¡Por Dios, claro que sí! —exclamó el señor Ames.

Mientras la acompañaba al cuarto de baño, recuperó todo su aplomo. Era el lugar perfecto para despertar en ella, como ya deseaba con urgencia, un sentimiento de asombro y admiración. Confiaba en su cuarto de baño y no le decepcionó. Ante la inmensa bañera de color ámbar, los espejos tintados del mismo tono, las cortinas de seda impermeable y los innumerables y relucientes artilugios, esta vez fue Cluny la que se quedó sin habla. No hacía más que mirar y mirar a todas partes, hasta que sus ojos se convirtieron en dos charcos de tinta.

—¿Bonito? —apuntó el propietario.

—¡Cielos! —resolló Cluny.

—A mí también me gusta —dijo el señor Ames—, aunque mis amigos creen que parece un nidito de amor.

Tenía la costumbre de introducir este término en la conversación con las jovencitas a las que acababa de conocer, para observar su reacción. La de Cluny fue inesperada.

—¡Ojalá el tío Arn estuviera aquí!

Algo chafado, el señor Ames preguntó por qué el tío Arn.

—Porque es fontanero —le explicó Cluny.

Con aire profesional, examinó los grifos, los desagües y la serpenteante manguera de la ducha de mano. La estera de goma amarilla y el cenicero en forma de pez le provocaron una emoción puramente estética, y, al contacto de las suaves cortinas contra sus mejillas, estuvo a punto de ronronear como un gato.

—¡Es tan bonito como en las películas! —suspiró al fin—. ¿De verdad puedo lavarme aquí?

—Por supuesto. Dese un baño —sugirió el señor Ames.

Se encendió un cigarrillo mientras Cluny consideraba la propuesta. Era una situación poco corriente, ya que la joven necesitaba un baño de verdad, y el señor Ames, que tenía más experiencia, estaba sin duda más sorprendido que Cluny. Tuvo la impresión de que nunca había empleado esa táctica en circunstancias tan favorables y aquello le pareció un buen presagio.

—Es usted muy amable… —empezó a decir Cluny.

—No tiene la menor importancia. Le traeré una toalla.

Sin embargo, Cluny Brown aún no se había decidido. En el mundo de los Porritt-Trumper donde se había criado, uno no se daba un baño así como así, con tanta ligereza. Había que planearlo de antemano, prestando la debida consideración a cuándo se encendía la caldera y quién más quería bañarse. Y, sobre todo, después hacía falta una muda limpia. Por supuesto, Cluny no había llevado ropa para cambiarse y eso la disuadió. Además, estaba segura de que disfrutaría casi igual aseándose en el lavabo.

—Solo voy a lavarme —dijo—, pero gracias de todas formas.

—Es mucho mejor darse un baño —insistió el señor Ames.

—¿Huelo mal? —preguntó Cluny intranquila.

Y aquel fue el error del señor Ames. Debería haberle dicho la verdad, que de hecho apestaba bastante, pero no estaba acostumbrado a que la gente se tomase bien la sinceridad.

—Santo cielo, no.

—Entonces solo me lavaré —repitió Cluny—. Váyase.

En la cerradura no había llave, pero eso no la preocupaba porque el señor Ames, claro, ya sabía que ella estaba dentro. Se quitó la parte de arriba del vestido, empezó a baldearse enérgicamente con aquella deliciosa agua caliente y se cubrió de espuma con un maravilloso jabón perfumado de geranios. (El señor Ames, que había vuelto a abrir la puerta sin hacer ruido, no vio nada salvo su espigada espalda de marfil; y Cluny, con los ojos llenos de espuma, no vio al señor Ames.) Aspiró encantada ese aroma dulce y picante, que neutralizó con facilidad el persistente olor del agua estancada del fregadero, y volvió a colocarse el vestido con una justificada satisfacción. Tenía la nariz brillante otra vez, pero por alguna feliz casualidad los artículos de aseo incluían un gran tarro de polvos. Cluny no era de las que perdían la herradura por un solo clavo. Cuando volvió al estudio, el señor Ames, que estaba preparando unos cócteles, la olió antes de verla.

No habló de inmediato; la oportunidad se presentaba de nuevo (el señor Ames conocía bien esos momentos). Al igual que se había sorprendido antes por la extraña familiaridad con la que Cluny entraba por la puerta de atrás, se sorprendía ahora por la familiaridad con la que venía de su cuarto de baño. La miró detenidamente y luego el hielo tintineó en la coctelera cuando la dejó sobre la mesa.

—¿Cóctel o té? —le preguntó.

—Cóctel —dijo Cluny sin vacilar.

Ames le tendió una copa helada, el primer cóctel que iba a probar Cluny Brown. Era un martini seco y le bajó por la garganta de marfil en un único y prolongado trago.

—¡Santo Dios! —exclamó el señor Ames—. ¡Eso no se bebe así!

—Pues la cerveza sí —repuso Cluny sin más.

Extrañamente conmovido por aquella falta de sofisticación, el señor Ames la hizo sentarse en el diván y esperó, con una inquietud casi paternal, a que llegasen los efectos. No parecía haber ninguno. A su pregunta de cómo se encontraba, Cluny contestó que muy bien y le pidió otra copa para bebérsela como es debido. El señor Ames le sirvió una no muy llena y se puso otra para él y, bajo su dirección, Cluny volvió a intentarlo: iba bebiendo a sorbitos y apoyaba la copa, entre uno y otro, en una mesa baja de café. El diván también era bajo, muy amplio y mullido, con el respaldo lleno de cojines. Cluny se arrellanó a sus anchas, feliz al estar convencida de que, como los cócteles eran al parecer mucho más relajantes que el zumo de naranja, sin duda tonificarían mejor el organismo. El señor Ames se apoyó en un codo y la miró. Ahora le parecía increíble que alguna vez la hubiese considerado fea: solo era capaz de ver la extraordinaria y delicada textura de su piel blanca y el magnífico y nítido contorno de sus párpados sobre aquellos almendrados ojos negros.

—¿Y su fiesta? —preguntó Cluny de repente.

—Se quedará usted, claro.

—¿Cree que debería?

—Seguro.

—Muchas gracias.

El señor Ames se esforzó por contenerse. El deseo que tenía de hacerle el amor era, para entonces, desmedido, pero el tiempo corría en su contra. Algunos de sus amigos podrían llegar en cualquier momento, como esa mujer, Drake, que siempre se presentaba al menos una hora antes para contarle sus problemas. Y para beberse un cóctel como preámbulo y reclinarse, al igual que Cluny ahora, en el amplio diván… El recuerdo fue tan molesto que el señor Ames reconoció, con un escalofrío de placer, uno de los primeros síntomas de un auténtico romance: el deseo de borrar el pasado. Podía permitirse la espera, al menos hasta que terminara la fiesta y Cluny se quedase para ayudarlo a recoger. Para evitar la tentación, el señor Ames se apartó de los cojines y Cluny empezó también a incorporarse creyendo que ya era el momento de dar otro sorbito. La joven se inclinó hacia delante para coger su copa, sus hombros se rozaron y, en ese preciso instante, sonaron unos pasos en la trascocina. Alguien había entrado por la puerta de atrás, alguien que estaría ya en el umbral del estudio, y, recordando la espantosa manía de aquella tal Drake por querer sorprenderlo, el señor Ames se obligó a darse la vuelta con una pálida sonrisa.

Pero no era la Drake, después de todo. Allí estaba, con cara de pocos amigos, el señor Porritt.

IV

Cluny, que en verdad quería mucho a su tío, se levantó de un salto como loca de contenta. El señor Ames también se puso en pie, pero más despacio. Más tarde convertiría todo aquello en una buena historia, pero en ese momento la situación no le hacía ninguna gracia. El señor Porritt tenía un aspecto extrañamente temible.

—¡Tío Arn! —gritó Cluny—. ¿Has venido por el fregadero?

El señor Porritt no contestó. En lugar de eso, se acercó a ella, le quitó la copa de la mano, la olió y tiró el contenido al suelo.

—¡Oiga! —protestó el señor Ames. Era un hombre conocido por su presencia de ánimo, su rápido ingenio y su savoir faire, pero la estampa del fontanero era tal que, en ese momento, las tres cualidades lo abandonaron y solo fue capaz de articular aquella débil exclamación—. ¡Oiga! ¿Qué le ocurre?

—Esto —replicó el señor Porritt muy serio—. Darle a una muchacha una bebida tan fuerte. Cluny Brown, ven aquí. —Obediente, Cluny dio un paso más hacia su tío. El olor a geranios lo golpeó como una oleada—. ¿A qué has venido a esta casa?

—Este señor ha llamado porque tenía un atasco en el fregadero.

—Bien sabes que eso no es asunto tuyo.

—Creí que podría arreglar un fregadero. Y lo he hecho. ¡Ven a verlo! —dijo Cluny muy orgullosa—. Además, me ofrecía diez chelines.

—¡Diez chelines! ¿Y tú te lo has tragado?

Creyendo, aunque se equivocaba, que así demostraría la buena fe del señor Ames, Cluny sacó enseguida el billete. Por suerte, el señor Porritt ni siquiera lo miró y no vio que era una libra; solo se lo quitó de la mano y lo tiró también al suelo. Estaba preparando la pregunta decisiva.

—¿Te ha hecho algo que yo deba saber?

—No, creo que no —repuso Cluny.

La respuesta, tan insatisfactoria para su tío como para el ahora avergonzado señor Ames, no era más que un intento de ajustarse a la verdad: Cluny creía que, en efecto, no había nada que contar, pero lo que pensara su tío era otra cuestión.

—Entonces coge tu abrigo —dijo el señor Porritt con voz espesa.

Cluny miró al señor Ames y este último, con tanta indiferencia como fue capaz de mostrar, fue a por él al dormitorio. Mientras abría la puerta, notaba la mirada hostil del fontanero taladrándole la espalda, atravesándolo, posándose (con una sospecha del todo injusta) sobre la cama doble. Injusta ahora, por lo menos, pues los últimos minutos habían purgado casi por completo cualquier pensamiento indecoroso de su mente.

—Tío Arn —dijo Cluny.

—¿Qué?

—Antes de irnos, ¿no te gustaría ver el cuarto de baño?

El señor Porritt jamás, en toda su vida, le había levantado la mano a una mujer, pero casi lo hace entonces. Y Cluny se dio cuenta. Solo el regreso del señor Ames los salvó a los dos. Cluny cogió su abrigo y se lo puso, el señor Porritt recogió con un gesto automático su bolsa de herramientas y salieron juntos del estudio, ambos furiosos, ambos con ganas de bronca, sin prestar más atención al señor Ames que si hubiera sido… una ficha del juego de la pulga.

V

La bronca estalló en cuanto estuvieron fuera, se fue caldeando según bajaban por Carlyle Walk y llegó a su apogeo en el Embankment. Lo que más enfurecía a Cluny era haber perdido los seis chelines y seis peniques, el cambio del billete de una libra, y esta actitud, a su vez, exacerbaba la cólera del señor Porritt. Su tío estaba mucho más consternado de lo que Cluny era capaz de advertir, y la torpeza de la joven hizo que este abandonara su decoro natural a la hora de hablar y que le espetase, con estas mismas palabras, que se había librado por los pelos de que aquel tipo la sedujera y que, además, creía que ella misma se lo había buscado. Cluny se paró en seco en el Embankment y se puso primero roja como la grana y luego tan blanca que el señor Porritt creyó que iba a desmayarse. Estaba mareada, de hecho, pero era porque los cócteles, en un estómago vacío salvo por el zumo de naranja, empezaban al fin a hacer efecto. Lo que la abrumaba, sobre todo, era una arrolladora y desesperada sensación de rabia ante la estupidez del universo que representaba su tío. Era tan inmensa que resultaba casi impersonal —esa rabia generosa de la juventud ignorante— y Cluny tuvo que apoyarse en el muro según la invadía.

—Está bien, no te lo has buscado tú —se retractó el señor Porritt—. Te creo. Pero en cuanto a él…

—¡Tampoco! —protestó Cluny—. ¡Tú solo lo has visto un momento, yo he estado allí horas!

—¡No hacen falta horas para arreglar un fregadero! —gritó su tío.

—Tenía que lavarme un poco, ¿no? Casi me doy un baño.

—¿Que casi qué?

—Me doy un baño. Me ha dicho que podía, ha sido encantador.

—Si lo hubiera sabido… —bramó el señor Porritt, pero se detuvo porque la gente empezaba a mirarlos. Le hervía la sangre. A esas alturas ya había olvidado por completo el verdadero aspecto del señor Ames y solo veía una figura enorme henchida de perversa lujuria. Cluny veía a un amable caballero algo entrado en años. La verdad, a medio camino, se les escapaba a ambos, pero en conjunto el señor Porritt había actuado de la forma más prudente.

—¡Si no hubiera venido! —murmuraba sin cesar cuando volvieron a ponerse en marcha. La idea le horrorizaba. Fue pura casualidad que se marchara de casa de los Trumper varias horas antes de lo habitual; pura casualidad que echase un vistazo al libro de avisos y viera el apunte del puño y letra de Cluny. Luego, por supuesto, se vio obligado a ir allí para comprobar que no hacía ningún estropicio, pero si no hubiese ido…

—¿No podemos coger un autobús? —preguntó Cluny de pronto.

Tenía un aspecto espantoso, todo ojos y nariz, y una vez más cualquier sentimiento que ocupase el pecho del señor Porritt dejó paso a la mera estupefacción. ¿Qué veían en ella? ¿Qué podía ver nadie en ella? Floss, recordó, siempre salía en defensa de la muchacha y decía que no era tan fea como la gente daba a entender, pero Floss era así, amable. Y Cluny la había querido mucho; fue después de la muerte de su tía cuando la joven se había desmandado tanto. «No puedo con ella», se dijo apenado el señor Porritt. Había justificado a Cluny delante de los Trumper, pero en el fondo sabía que tenían razón: había que enseñarle cuál era su lugar.

Cuando llegaron a la parada del autobús, el señor Porritt ya había tomado una decisión. Se volvió hacia Cluny y la miró muy serio.

—Después de esto lo tengo claro —le dijo—. Entrarás a servir.

CAPÍTULO 3

I

Nada más fácil para una muchacha, en aquel año de 1938, que entrar a servir en una buena casa. Las mansiones solariegas de Inglaterra esperaban con las puertas abiertas. Cluny Brown, además, tenía ciertas ventajas: era alta, desprovista de atractivo (aunque de piel clara) y absolutamente inexpresiva. Esta última cualidad no era algo constante, pero la mujer de la oficina de colocación no lo sabía y veía en Cluny el arquetipo de aquella especie tan preciada y que tan rápido estaba desapareciendo: la Doncella de Altura. Addie Trumper también conocía el paño; ella misma había servido con una buena familia y, ahora que los lacayos estaban casi extintos, le daba la impresión de que no habría en todo el país una casa tan principal que Cluny no pudiese aspirar a colocarse en ella. La señora Trumper estaba en la gloria: no solo habían seguido su consejo, además habían dejado todo el asunto en sus manos. Se sentó junto a Cluny, en la oficina de colocación, como quien exhibe el ejemplar que se ha llevado el primer premio en una feria de ganado.

—Hay que ser conscientes —dijo la señorita Postgate en tono de reproche— de que su sobrina carece por completo de experiencia.

—Como casi todas hoy en día —replicó Addie.

Las dos mujeres se tomaron la medida: la señorita Postgate, propietaria y directora de un célebre establecimiento que, cuando muriese, dejaría una suma de veintidós mil libras, y Addie Trumper, de Portobello Road.

—Eso es cierto —concedió la señorita Postgate—. Veamos, hay un sitio en Devonshire…