Coco Chanel - Varios - E-Book

Coco Chanel E-Book

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Beschreibung

Si hay una mujer que puede considerarse el icono de la elegancia en el siglo XX es Coco Chanel, quien fue, además una de las figuras más influyentes de su tiempo. En un mundo donde los hombres eran los que marcaban el ritmo de las máquinas de coser, Chanel transformó la moda femenina y creó un imperio cuyo nombre es todavía hoy símbolo de lujo, belleza y distinción. Su vida, sin embargo, estuvo plagada de dificultades. Su infancia transcurrió en un orfanato, un pasado que, lejos de condicionarla, la fortaleció y la espoleó para convertirse en una mujer luchadora, ambiciosa, hiperactiva y con una gran intuición empresarial.

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© del texto: Inés Macpherson, 2019.

© de las fotografías: Getty Images / Apic: 67a, 67b; Getty Images / Sasha: 80; Getty Images / Heritage Images: 95b; Getty Images / Horst P. Horst: 112; Getty Images / Bettmann: 121b; Getty Images / AFP: 144; Getty Images / Erling Maudelmann: 167a; Getty Images / Michael Hardy: 170; Getty Images / Giancarlo Botti: 185a; Getty Images / Keystone-France: 185b; Age fotostock / The Granger Collection: 12, 135a; Age fotostock / Peter Seyfferth / Image Broker: 135b; Age fotostock / Luc Fournol / Photo12: 157b; Biosfera Plaza: 23a; Shutterstock: 23b; Moulins Tourism: 39a, 39b; Gallica / Biblioteca nacional de Francia: 44; Comoedia Ilustré: 59a; Pinterest: 59ai, ad; Wikimedia Commons: 95a, 103a, 103b; Wikimedia Commons / German Federal Archives: 157a; Fundación Chanel 121a; Bridgeman Images / Archives Charmet: 167b.

Diseño cubierta: Luz de la Mora.

Diseño interior: Tactilestudio.

© RBA Coleccionables, S.A.U., 2022.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2022.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2022.

REF.: OBDO085

ISBN: 978-84-1132-132-7

Realización de la versión digital: El Taller del Llibre, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito

del editor cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida

a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro

(Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org)

si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra

(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

APRÓLOGOB

Si existe un nombre en la historia que pueda asociarse a la elegancia, ese es el de Coco Chanel. Su capacidad para romper con todo lo establecido y revolucionar para siempre el concepto de la moda femenina no solo se encuentra en sus actos; su determinación y sus ganas de desafiar se perciben también en su mirada atrevida y segura, decidida y directa, que la acompañó hasta sus últimos días. En un mundo donde los hombres mandaban, donde ellos eran los empresarios, los poderosos, Chanel creó un imperio con un hilo, una aguja y una perseverancia que le permitió convertirse en una de las personas más influyentes del siglo XX. Sin embargo, tras la leyenda que se ha construido a su alrededor, hay una vida que no empezó siendo un cuento de hadas. De hecho, ella nunca quiso que así lo fuera, porque, si algo tuvo siempre claro, era que nunca se convertiría en una princesa, en una mujer a la sombra de nadie. Ella sería alguien por sí misma. Y lo consiguió.

Criada en un orfanato tras la muerte de su madre y el posterior abandono de su padre, la pequeña Gabrielle, que acabaría haciéndose llamar Coco, decidió desde un buen prin­cipio que no podía permitir que su pasado marcara su futuro; ni el dolor de la pérdida y la sensación de no ser querida podían ser el pilar sobre el que se fundamentara su existencia. Había visto en su madre lo que el amor y la dependencia podían hacer a una mujer, así que desde pequeña se prometió que nunca se sometería a un hombre y que sería la dueña absoluta de su vida. Y en el momento en el que tuvo la oportunidad de emprender su propio camino, no la desperdició. Aprovechó las puertas que le abrieron los hombres de su vida, por los que nunca renunció ni a ser quien era ni a su trabajo, y empezó desde cero dispuesta a triunfar.

Coco Chanel fue una mujer muy segura de sí misma. Sin buscarlo de manera consciente, se convirtió en un icono de la liberación femenina en el terreno de la moda justo en el momento en el que las mujeres empezaban a exigir su lugar en el mundo. Sus primeras propuestas rompieron con el sentido de la elegancia opulenta y encorsetada de la época. Creó una línea de ropa informal, deportiva, sencilla y cómoda que permitía a la mujer ser elegante sin tener que verse prisionera de un corsé. Introdujo los pantalones, el tejido de punto y la sencillez como elementos de una elegancia que iba mucho más allá de los estereotipos de la época.

Ella empezó como diseñadora de sombreros, pero acabó creando joyas y dando vida a uno de los perfumes más emblemáticos de la historia, el Chanel Nº 5, que hoy en día sigue siendo un símbolo de todo lo que ella representaba. Su traje sastre, o tailleur, se convirtió en un icono de la elegancia femenina y continúa copiándose en la actualidad, porque ella tenía claro que debía llegar a todo el mundo y eso implicaba permitir la imitación. Tenía claro que ella era exclusiva, pero la elegancia y la moda no debían quedarse únicamente en una pasarela o en una tienda, tenían que salir a la calle.

Coco Chanel fue una mujer avanzada para su época. No le importaba romper esquemas, porque en el fondo estaba rodeada de personas que desafiaban el academicismo y lo que estaba impuesto, cada uno en su terreno. Su fama fue creciendo al mismo tiempo que las vanguardias artísticas revolucionaban París y el mundo del arte. Participó de ese cambio creando vestuarios para obras de teatro, ballets y películas, demostrando que tenía capacidad para adaptarse al guion sin abandonar nunca su estilo. Porque nunca lo abandonó. Ni siquiera cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, el mundo de la moda se transformó completamente y aparecieron diseños que de nuevo parecían olvidarse del cuerpo de la mujer. Ella siguió fiel a su esencia, no porque no fuera capaz de cambiar, sino porque en eso nunca había dado su brazo a torcer. Había conseguido crear prendas que respetaban la libertad del cuerpo femenino y no iba a permitir que un grupo de hombres volvieran a meter a la mujer en un traje rígido por el mero hecho de que les pareciera bello. Para ella, la mujer no era un florero, ni un maniquí decorativo, y lo defendió hasta el final.

Coco Chanel fue una mujer luchadora, ambiciosa, hiperactiva y con intuición empresarial. Exigente y perfeccionista en su oficio, no le importaba compartir sus críticas mordaces o sus opiniones sobre el mundo de la moda. Nunca se escondió. Fue una visionaria que supo aprovechar todas las oportunidades.

Sin unos referentes sólidos, por haberse criado en un orfanato, ella decidió buscar los suyos propios: se rodeó de hombres y mujeres creativos que tenían las ideas claras y que querían cambiar el concepto del arte. Se empapaba de la realidad y sabía leerla para avanzar con ella al mismo ritmo e incluso adelantarse a las necesidades que iban apareciendo.

Superviviente nata, supo adaptarse a todos los tiempos que vivió, incluso a las dos guerras mundiales y al Crac del 29. Incombustible, muchos la criticaron por no decantarse por una postura política clara, por no luchar contra los opresores o contra los nazis. Pero Coco siempre fue una mujer práctica. Consciente de que el poder siempre busca su beneficio más allá de ideologías, ella decidió luchar por lo suyo, por controlar su pequeño universo. No le gustaba la guerra, no le gustaba la política. Para ella lo más importante era su trabajo y su gente, a la que cuidaba como si fueran su propia familia. No le importaba quién gobernara mientras ella pudiera seguir trabajando en lo que le apasionaba y construyendo su mundo a su medida.

Siempre en movimiento, Coco había crecido con la certeza de que nadie regala nunca nada y de que, si se quiere algo, hay que crearlo y cuidarlo. Lidió con los cambios porque desde su nacimiento aquellos habían sido la única constante que la había acompañado. Quizá por eso supo transformarlo todo, incluso a sí misma, trabajando desde el cambio, no resistiéndose a él. Nunca lo combatió, sino que lo acogió en su vida y en su trabajo, aprendiendo a cada paso, a cada nuevo modelo que iba creando y modificando sobre la marcha. Lo inamovible no iba con ella, ni en su oficio ni en su vida.

Conoció a muchos hombres, amó a unos cuantos, pero tuvo claro que nunca aceptaría prescindir de su verdadera pasión por uno de ellos.

Se convirtió en una referencia, en un modelo a imitar en todos los sentidos y se abrió camino en un mundo de hombres que siempre habían mirado por encima del hombro a las mujeres, sobre todo a las que intentaban hacer algo que no fuera casarse y obedecer. Ella nunca se sometió, diseñó una forma de libertad para el cuerpo de las mujeres y ofreció la posibilidad de que la moda elegante pudiera ser barata gracias a las copias que fomentó, para que así ellas fueran dueñas de su estilo. Hasta su aparición, nadie se habría imaginado que una mujer pudiera ser no solo empresaria, sino un referente mundial, pero ella lo fue. Y lo sigue siendo.

Precursora de un concepto de moda que liberó a la mujer y le dio libertad de movimiento, Coco Chanel se convirtió en el icono de la elegancia a través de su perfume, y su nombre y su legado siguen hoy en día recordándonos que con perseverancia y confianza en una misma se puede conseguir todo. Fue una mujer que creó una marca para convertirse en leyenda, pero detrás de esa leyenda hay una historia, una vida que vale la pena descubrir.

La infancia de Coco Chanel no fue nada fácil, sobre todo después del fallecimiento de su madre, cuando sintió el abandono por parte de su familia. A partir de esa experiencia decidió no depender de nadie y formarse un futuro por sí misma. En la página anterior, una joven Coco Chanel en 1910.

1DE GABRIELLE A COCO

Si naciste sin alas, no hagas nada para evitar que crezcan.

COCO CHANEL

El frío no respetaba los gruesos muros del orfanato de Aubazine. Para combatirlo, Gabrielle se inclinaba levemente y se calentaba con el aliento la punta de los dedos, que después frotaba con disimulo hasta que notaba la presencia de una de las monjas a su espalda, entonces recuperaba la postura correcta. Con las manos todavía heladas, se apresuraba a enhebrar la aguja y seguir cosiendo. En aquella enorme y silenciosa sala de costura, delante de cada chica reposaba sobre la mesa una pieza de ropa blanca: sábanas, mantelerías, toallas para los tocadores, camisones… Gabrielle conocía el tacto de las telas porque su padre se había dedicado a vender algunos productos como aquellos, aunque de una factura mucho menos delicada. Ni las bastas sábanas entre las que ella dormía ni sus blusas transmitían la misma sensación. La calidad del tejido indicaba un lugar en el mundo. Y el suyo no era como el de aquellas telas que bordaba.

Al otro lado de la mesa podía ver a su hermana mayor, Julie, y a Antoinette, su hermana pequeña. Ambas estaban concentradas en su labor a pesar de no tener un gran dominio de la aguja. El duro inverno no ayudaba a tener unas manos hábiles, pero Gabrielle era consciente, por las miradas de aprobación que a veces descubría entre las monjas, de que incluso con los dedos entumecidos su trabajo era bueno. Y aunque eso no pudiera compensar todo lo demás, saber que destacaba en algo hacía que se sintiera un poco mejor. Era la única diferencia que no le dolía, que no le recordaba los motivos por los que estaba allí.

Tras un año en el orfanato, se había acostumbrado a la rutina y a la rígida presencia de las hermanas de la congregación del Sagrado Corazón. Gabrielle, que había pasado toda su infancia en el campo y en los caminos y se había dejado empapar por los colores de la naturaleza que tenía a su alrededor, ahora vivía en un mundo donde reinaban el blanco y el negro. Las paredes encaladas contrastaban con las puertas oscuras, un juego que se repetía en sus uniformes y en el de las monjas.

No pensaba reconocerlo en voz alta, y menos entre las otras chicas, ni siquiera ante sus hermanas, pero a Gabrielle le gustaba aquel momento del día en el que se dedicaban a la costura. El movimiento rítmico de las puntadas le permitía imaginar, fantasear con la posibilidad de que su padre volviera. Una vocecita en su interior le decía que no lo haría, pero necesitaba aferrarse a algo que la dejara soñar con otra vida; una donde pudiera sentirse querida y formara parte de una familia. Así se lo reconoció muchos años después a Louise de Vilmorin, su biógrafa, cuando le encargó que escribiera sus memorias:

Una niñez sin amor desarrolló en mí un violento deseo de ser amada. Ese deseo nunca se mitigó; es inagotable y explica, me parece, toda mi vida: tanto mis fortalezas como mis debilidades.

Tiempo atrás, Gabrielle y sus hermanos habían tenido algo parecido a una familia. Sus padres, Albert Chanel y Eugénie Jeanne Devolle, se habían conocido en Courpière en 1881. Albert ya hacía algunos años que se había hecho mercader ambulante para seguir el ejemplo de su padre, quien había roto la tradición tabernaria de la familia, oriunda de Ponteils. Era una vida difícil, siempre de ciudad en ciudad, con poco dinero, intentando colocar en mercados y ferias ropa interior, delantales, guardapolvos y otros productos que variaban según la zona y la temporada. Casi siempre se movía por la región de Auvernia, situada en el Macizo Central de Francia, con profundos valles y una zona montañosa con el recuerdo de antiguos volcanes que se habían dormido hacía tiempo y ahora se alzaban cubiertos de una magnífica vegetación.

En el corazón de aquella verde región montañosa estaba Courpière, una ciudad cargada de historia, con una iglesia románica y una zona abierta de mercado siempre repleta de vida. Cuando Albert vio a Eugénie Jeanne Devolle, la hermana del hombre que le había alquilado una habitación, decidió conquistarla. La seducción los llevó a compartir cama y Jeanne se quedó embarazada.

Ante aquella indiscreción de su hija, los padres de la muchacha hicieron todo lo posible por dar con él. Y Jeanne, desesperada y enamorada, también hizo todo lo que estuvo en su mano para encontrarlo. Y lo consiguieron. Por eso, cuando nació Julie, en 1882, Albert aceptó que su nombre constara como padre de la criatura, aunque no se habían casado.

Ella podría haber hecho como muchas otras chicas y dejar marchar al padre del bebé que acababa de tener, pero no lo hizo, sino que decidió acompañarlo, consciente de que, si se quedaba en Courpière, sería repudiada por todo el mundo. Y pronto se quedó embarazada de Gabrielle, que nació el 19 de agosto de 1883 en el Hospital de la Caridad de Saumur, plaza fuerte y ciudad mercado a orillas del Loira, donde se habían instalado provisionalmente. Viendo que aquello iba en serio y que estaba formando una familia casi sin haberlo ni pensado, Albert decidió casarse con Jeanne en 1884. Al año siguiente nació el primer hermano varón de Gabrielle, Alphonse.

Durante aquellos primeros años, Gabrielle no supo qué era realmente un hogar. Cuando se acababa la estación de ferias se instalaban en una población, como Issoire o Brive-la-Gillarde, donde buscaban un techo bajo el que vivir, normalmente en las afueras, la zona ocupada por los artesanos, a los que Gabrielle observaba trabajar intrigada por la capacidad que tenían para crear objetos con sus manos y su esfuerzo. Allí, tanto su padre como su madre buscaban una ocupación para mantener a la familia. No era una vida estable ni ordenada, pero a los pequeños les permitía disfrutar de una gran libertad y correr por la naturaleza que los rodeaba. Hasta que llegaba el inicio de la temporada de ferias y debían recogerlo todo para emprender el camino. Así que, en lugar de crecer descubriendo los rincones de su casa o de su pueblo, Gabrielle aprendió a reconocer el aroma de los campos y el tacto de la madera de la parte posterior del carro en el que ella, Julie y el pequeño Alphonse se sentaban, rodeados de las prendas que su padre vendía. Gabrielle apoyaba la cabeza contra aquellos bultos de tela y se dejaba mecer por el traqueteo del camino y el aroma a jabón y a tierra que se mezclaban a su alrededor, hasta quedarse dormida.

En su memoria quedó grabado el sonido de los pájaros que los acompañaban por los senderos de Auvernia, los paisajes cambiantes, las distintas ferias que visitaban, los puestos de comida, de especias, de telas y bordados, y la voz de su padre llamando a las compradoras. Su madre doblaba las prendas con esmero y ella y sus hermanos la observaban desde su lugar de juego preferido durante aquellos días: la parte trasera del carro.

Su hermana Antoinette nació en 1887 y Lucien en 1889. Aunque todavía eran pequeñas, tanto Gabrielle como Julie empezaron a darse cuenta de que su madre no estaba bien. Parecía cansada y a menudo se le escapaba una mueca de dolor, aunque nunca se quejaba. Siempre recogía cuando debían hacerlo y se subía al carro con una sonrisa que a Gabrielle cada vez le parecía más forzada. Ella no lo sabía, pero Jeanne siempre había tenido una salud delicada. Por eso decidieron instalarse una temporada en Courpière, para que pudiera descansar y respirar un poco de paz y estabilidad. Aquel período de calma, además, permitiría que los niños recibieran una educación más continuada.

Aunque ni Gabrielle ni sus hermanos podían saberlo, ha­bían nacido en una época de cambios en Francia. De hecho, en el año del nacimiento de Julie, su hermana mayor, se había iniciado una pequeña revolución educativa en el marco de los cambios impulsados por la Tercera República. El político Jules Ferry había decidido fomentar la escuela primaria pública obligatoria y laica a partir de 1882, para que dicha educación llegara a todo el mundo, también a las zonas rurales, pues en aquella época la sociedad francesa todavía vivía mayoritariamente en el campo. Por supuesto, aquella ampliación de la enseñanza también incluía a las mujeres, por lo que ellas pudieron aprender a leer y a escribir, lo que permitió que el mundo de la literatura se fuera abriendo ante los ojos de la pequeña Gabrielle. La intención de Ferry era fomentar el espíritu nacional, pero más allá de sus aspiraciones patrióticas, las consecuencias fueron positivas para un sector de la población que no había tenido facilidades para recibir una buena educación.

Durante unos meses, la tranquilidad de Courpière hizo pensar a Gabrielle que todo volvería a la normalidad pronto. Pero la salud de Jeanne no mejoraba. En 1891 tuvo al pequeño Augustin, que murió a los pocos meses. Ese fue un golpe muy duro para todos ellos, también para Gabrielle, que se enfrentaba por primera vez a la muerte y de una forma muy cruel. La imagen del pequeño ataúd de madera la acompañó durante varias noches, provocándole pesadillas, y quizá por eso empezó a observar con otros ojos el cementerio, que no quedaba lejos de su casa. A veces se acercaba para escuchar aquel silencio y comprender cuán frágil era todo. Tenía nueve años, pero empezaba a intuir que el mundo no era un lugar fácil ni amable, y menos para ellos.

Sin embargo, y a pesar de la oposición de sus padres, Jeanne decidió reunirse con Albert, que pretendía instalarse una temporada en Brive-la-Gaillarde. Desde que se habían conocido, Jeanne había sido incapaz de dejar a su marido durante mucho tiempo solo en los caminos. Tenía miedo de que algún día no volviera y al final casi siempre iba tras él, a pesar de sus dolencias y de que perdía la salud a cada paso que daba.

Hasta que ya no pudo más. Jeanne murió en una habitación de una posada tras varios días de guardar cama, incapaz de moverse, consumida por el cansancio y la enfermedad. Era febrero de 1895.

Toda la familia acudió al funeral. Era el segundo ataúd que Gabrielle veía en su corta vida y esta vez sentía que algo suyo también estaba siendo enterrado bajo aquellas paladas de tierra. Recordaba las palabras de su abuela, sus advertencias. Su madre había seguido a su padre toda la vida y se había convertido en una joven que había envejecido prematuramente, cada vez más débil, pero enganchada a aquel hombre al que no quería perder, aunque no la quisiera. Aunque quizá no los quisiera tampoco a ellos. Y ahora la habían perdido.

Tras el sencillo entierro, Albert decidió que él no podía ocuparse de sus hijos, así que dejó a los chicos a cargo de una familia rural, como era habitual en esos casos, y llevó a las niñas, Julie, Gabrielle y Antoinette, al orfanato de Aubazine. Durante las primeras noches allí, Gabrielle fue incapaz de dormir, pues revivía constantemente la sensación que la había acompañado durante todo el viaje: aquellos caminos que habían significado descubrir lugares nuevos y jugar en el campo ahora se habían convertido en una ruptura, una separación que las condenaba a una orfandad obligada. Al bajar del carro junto a sus hermanas y ver aquel edificio imponente tras la figura de las monjas que las recibían, Gabrielle había mirado atrás y se había encontrado con los ojos derrotados de su padre. Había levantado la mano para despedirse, pero él había desviado la mirada y había hecho sonar el látigo para que los caballos se pusieran en marcha. Gabrielle tuvo que conformarse con ver cómo se alejaba y sintió que se rompía un poco más por dentro.

Ni Gabrielle ni sus hermanas sabían si su padre lo había intentado, si había pedido ayuda al resto de la familia para que tanto ellas como los chicos pudieran seguir viviendo con sus tíos o con sus abuelos. Deseaban creer que aquel lugar inhóspito e impersonal había sido la última alternativa, pero solo podían hacer elucubraciones. Ellas no lo sabían, pero había quienes creían que por las venas de Albert nunca había circulado la necesidad de asentarse realmente, ni siquiera la de formar una verdadera familia. Simplemente se había sentido incapaz de encargarse de cinco hijos y había cerrado el círculo que había iniciado años atrás al escoger un destino errante.

Por eso, a veces Gabrielle soñaba despierta y se imaginaba otra vida, una en la que su padre volvía para sacarlas de allí, una en la que se sentía querida. Pero estuviera despierta o dormida, aquel día no llegaba.

AB

Los años fueron pasando y Gabrielle dejó de ser una niña. La única familia que visitaba de vez en cuando era la de sus abuelos paternos, que se habían instalado en Moulins, y con los que mantenía una relación fría. En su interior se sentía incapaz de perdonarles que la hubieran abandonado a su manera, obligándola a vivir en un orfanato, y por eso guardaba las distancias. Durante esos días festivos coincidía con su tía Adrienne, con quien apenas se llevaba un año, y, aunque al principio prefería la compañía de un libro, poco a poco descubrió que se llevaban bien y empezaron a pasar más tiempo juntas. A veces también visitaba a su tía Louise, hermana de su padre, y a su marido, Paul Costier. Él era un trabajador del ferrocarril y vivían en Varennes-sur-Allier, una ciudad en la línea que unía Vichy y Moulins. Allí Gabrielle veía cómo Louise se dedicaba a arreglar sus vestidos, modificándolos a partir de lo que ya tenía. No era solo coser. Era algo más: transformar. Y eso le gustaba. Pero al cabo de unos días el paréntesis se cerra­ba y debía subir de nuevo a un carro para volver al interior de aquellas gruesas paredes blancas que cada vez le pesaban más.

El padre de Gabrielle ingresó a sus tres hijas en un orfanato de Aubazine (imagen inferior), donde Gabrielle vivió desde los once hasta los dieciocho años y donde empezó a destacar por su habilidad con la aguja. Arriba, probable daguerrotipo de Coco niña.

Por eso, cuando llegó 1900, Gabrielle respiró aliviada. Sabía que antes de que cumpliera los dieciocho años tendría que irse de allí, porque solo podían permanecer en Aubazine las chicas que pretendían ordenarse novicias, y se estaba acercando el momento. Julie, su hermana mayor, ya había llegado a esa edad y, aunque a Antoinette todavía le quedaban algunos años, las monjas las llamaron a las tres para informarlas de que serían trasladadas al pensionnat de Notre Dame de Moulins, una escuela para jovencitas, en calidad de alumnas de beneficencia. Primero irían las dos mayores y después se uniría Antoinette. Aquello hizo que se le encogiera el corazón a Gabrielle, porque le dolía la idea de dejar a su hermana pequeña atrás. Pero se volverían a ver y debían aferrarse a ello.

La primera impresión que tuvo Gabrielle de aquel nuevo lugar fue favorable. El pensionnat no era como el orfanato de Aubazine. Era más luminoso, tenía un amplio patio y a simple vista parecía más alegre y cuidado. Sin embargo, pronto sus esperanzas de una vida mejor se vieron defraudadas. Como les habían vuelto a recordar al llegar, ellas eran alumnas de beneficencia, no como las otras chicas que estudiaban allí y que pagaban por ello. Eso implicaba que tendrían que colaborar para sufragar parte de su manutención y de la educación que recibían. El desarraigo que sentía Gabrielle se vio agravado por aquella nueva diferencia que, ahora, mayor y todavía más consciente si cabe que años atrás en el orfanato, le oprimía el pecho. Podía notar el contraste en la calidad de los vestidos, del calzado, incluso en las salas y las habitaciones que ocupaban. Sí, recibían las mismas lecciones, se las preparaba igualmente para ser amas de casa y buenas esposas, pero aquel abismo invisible que las separaba le recordaba constantemente que ella no tenía nada. Estaba cansada de ser la niña abandonada cuya familia parecía no tener interés alguno en amarla. Y ese cansancio impregnaba su mirada, no porque reflejara el desaliento o la rendición bajo la que había caído su madre, sino todo lo contrario. En los ojos oscuros de Gabrielle empezó a brillar una determinación y un fuego que no quiso ocultar nunca más.

Por suerte, la rutina en la escuela del pensionnat era más soportable porque allí ya estaba estudiando su tía Adrienne. De hecho, fue ella quien les explicó que la abuela había intermediado para que las aceptaran en el centro. Gabrielle no supo cómo sentirse ante aquella noticia. Seguía sin comprender aquella manera de preocuparse y ocuparse de ellas casi siempre desde la distancia.

Cuando Julie cumplió veinte años, decidió abandonar el pensionnat. Quería empezar a vivir, le confesó a Gabrielle, y por eso iba a instalarse con sus abuelos para ayudarles en las ferias y mercados.

—¿Estás segura, hermana? Conoces el tipo de vi­da que es. Ya sabes lo que le pasó a mamá —le advirtió Gabrielle.

—Es la única vida que podemos tener, Gabrielle. Soñar estaba bien cuando éramos pequeñas, pero tendrías que empezar a abrir los ojos y comprender quién eres.

Gabrielle sabía que las palabras de su hermana eran bien­intencionadas, pero le dolieron. Aquella resignación, aquella idea de conformarse con lo que les había tocado vivir, no era para ella. No pensaba aceptar que su destino estuviera escrito. La habían abandonado y eso implicaba que habían cortado los hilos que la ataban a la tradición familiar. Julie decía que su padre no las había querido, pero Gabrielle tampoco estaba segura de que sus abuelos lo hubieran hecho. Quería amor, pero no a cualquier precio. Se construiría un futuro propio, no tenía ni idea de cómo, pero lo haría.