Combate espiritual - Lorenzo Scupoli - E-Book

Combate espiritual E-Book

Lorenzo Scupoli

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Beschreibung

Esta obra es un verdadero manual de estrategia espiritual para intentar alcanzar la perfección cristiana a la que todas las personas son llamadas por Jesucristo. Utilizando la imagen de la batalla, Lorenzo Scupoli propone un camino de ascesis, mostrando los pasos que hay que dar para vencer en la lucha contra las tentaciones y el pecado, los medios para adquirir las virtudes propias del alma y las armas más eficaces que tiene el cristiano para lograr la victoria: la oración, la eucaristía, la intercesión de la Virgen María, los ángeles y los santos, el examen de conciencia y la imitación de las virtudes de Cristo.

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Seitenzahl: 307

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Combate espiritual

Lorenzo Scupoli

Prólogo

A principios del siglo XVII apareció el libro de san Francisco de Sales titulado Introducción a la vida devota. El éxito fue prodigioso. La intención del autor fue la de llevar la piedad a todo el mundo y aplicarla a la vida corriente, con una amabilidad y una delicadeza admirables. Pero su ascetismo exige sacrificio; conduce a la mortificación y a la abnegación.

El santo obispo de Ginebra, cuando cursó sus estudios de derecho en Padua, conoció un libro que influyó en su vida de una manera definitiva. Se llamaba Combate espiritual; su autor, Lorenzo Scupoli. El título del libro lo dice todo: es un verdadero manual de estrategia espiritual. Algo necesario, porque la perfección cristiana debe ser conquistada y quien quiera salir vencedor en la lid ha de luchar contra «todas las malas afecciones» del corazón, por pequeñas que sean. Aquel libro, lleno de sabiduría, fue objeto de lectura constante para san Francisco de Sales: él, que hizo amable la piedad, pero sin quitarle nada de austeridad.

Fue decisiva la influencia del humanismo en el siglo XVI. La cultura sufrió un cambio enorme bajo el impulso del Renacimiento y del protestantismo. Durante la Edad media, Europa se había desarrollado bajo una concepción teocrática, trascendente y teológica, que abarcaba todos los aspectos de la vida. La sucedió una perspectiva humanística, antropocéntrica, inmanentista y materialista. Este hecho dio lugar a una nueva espiritualidad, que optó por una vida espiritual cristiana, más dinámica y más profunda, con un sentido de lucha y combatividad. El método se fundaba en una intensa vida de oración, convertida esta en un ejercicio personal, privado y concebido de una forma sistemática y metódica. San Ignacio de Loyola fue el gran autor de esta reforma, que hay que calificar de verdadera revolución, puesta de manifiesto en su libro de los Ejercicios espirituales.

Lorenzo Scupoli conoció este libro del jesuita español y, como él, concibió su libro como un manual para la lucha espiritual, en la cual deben tomar parte la inteligencia, la voluntad y los sentidos. El autor, un humilde religioso teatino, se esforzó en ser sumamente sencillo y práctico y se manifestó como un gran conocedor de la ascética cristiana y un experto maestro de almas. Lo importante para él era que el alma que quiere llegar a la perfección consiga reformar su interior y realizar un esfuerzo constante en la intimidad de su alma. Es la única manera de conseguir la perfección.

El libro de Scupoli es una de las obras cumbre de la espiritualidad cristiana, una síntesis maravillosa de la ascética católica. Por esto obtuvo en su época una difusión extraordinaria, que llegó hasta nuestro siglo; aunque no se puede negar que hoy está muy olvidado. Como acontece a tantas otras obras esenciales de la doctrina espiritual de la Iglesia. Hay que agradecer al teatino P. Bartolomé Mas, que haya cuidado la traducción al castellano de la obra del P. Scupoli, enriqueciéndola con un estudio indiscutiblemente magistral, tanto sobre la persona del autor como sobre el contenido y la influencia de la obra: la más importante de la escuela italiana del siglo XVI.

Es posible que algún lector se haga estas preguntas: ¿Es verdaderamente actual la obra de Scupoli? ¿Está llamada a ocupar un lugar de prestigio en la vida cristiana de nuestro tiempo? Su espiritualidad ¿es un camino válido para los creyentes que hoy desean alcanzar la santidad? Por otra parte, ahí está el llamamiento apremiante de Jesucristo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Hay que recordar también el cap. 5º de la constitución sobre la Iglesia del concilio Vaticano II, que hace un solemne llamamiento universal a la santidad, la cual consiste en «la perfección de la caridad». En realidad es «una misma» la santidad que cultivan quienes, obedientes a la voz del Padre, son guiados por el Espíritu Santo; pero su expresión es «multiforme» en cada uno de ellos. Su camino les ayuda a conseguir la conversión, el alejamiento del mal y la superación de la concupiscencia; pero positivamente les conduce a un movimiento amoroso hacia Dios y hacia el prójimo.

Esto explica que en el seno de la Iglesia existan las llamadas «escuelas de espiritualidad» –por ejemplo, la benedictina, la franciscana, la carmelita, etc–. Las cuales poseen sus peculiaridades típicas, que no excluyen, sino que suponen el sólido fundamento de los irrenunciables valores evangélicos. Manifiestan el único y multiforme camino hacia la santidad. La historia de tales escuelas revela la existencia de la llamada «inculturación de la espiritualidad». Aspecto este primordial para los tiempos que estamos viviendo. Así lo advirtió con claridad el P. Rahner cuando afirmó que se nos había acabado el tiempo de «vivir la espiritualidad de Filotea, alejados de este mundo del trabajo y de la humanización del mundo». Con palabras quizá más precisas dijo lo mismo Paul Ricoeur: «Podrán sobrevivir únicamente las espiritualidades que tienen en cuenta la responsabilidad del hombre...». En sentido general pienso que las formas de espiritualidad, incapaces de tener en cuenta la dimensión histórica del hombre, habrán de sucumbir bajo la presión de la civilización técnica.

De hecho las varias escuelas de espiritualidad han ido apareciendo en distintas épocas de la historia, a tenor de los diversos cambios culturales. La espiritualidad debe insertarse en la historia y expresarse según las mediaciones culturales de los diferentes lugares y tiempos, con el fin de que sea palabra de Dios para el hombre histórico. Santa Teresa de Jesús, contemporánea de Lorenzo Scupoli, se apartó del planteamiento cosmológico de la Edad media y propuso un itinerario de interiorización espiritual hasta el centro del alma, donde se encuentra Dios. La estrategia de Scupoli tiene idéntica orientación, aunque se mueve primordialmente en el campo de la ascética. La escuela italiana tuvo en cuenta la cultura del humanismo: por esto se preocupó de «la alegría del hombre espiritual», que debe reformarse profundamente a sí mismo antes de reformar a los demás.

La introducción de una nueva espiritualidad no se realiza sin tanteos y tensiones. Es algo que forma parte del patrimonio de la riqueza espiritual de la Iglesia a través de los tiempos. Pero siempre aparece este problema crucial: ¿Puede una nueva espiritualidad ser esclava de la cultura de su tiempo? ¿Debe dejarse instrumentalizar por los valores culturales que asume? Cualquier respuesta que quiera darse a estos interrogantes no puede prescindir de la necesaria e imprescindible fidelidad a la doctrina del evangelio, porque la santidad es unión íntima con Jesucristo, es su seguimiento, es su imitación.

Hoy muchos cristianos y religiosos desean encontrar un auténtico camino para llegar a la perfección; pero esta ansia viene acompañada de un anhelo de «aggiornamento», de puesta al día. Es muy dura la confrontación con el mundo moderno. Pero, ¿hasta qué punto, si quiere mantenerse en el seno de la Iglesia católica, le es lícito a una espiritualidad actualizada realizar una apertura a la modernidad, incorporando algunos de sus valores? No me resisto a hacer caso omiso de estas palabras del teólogo Kasper: «La palabra de Dios se ha convertido para muchos en un término vacío, ni tiene sitio en un contexto existencial». Por esto, «en este mundo que se va haciendo históricamente, no encontramos tanto la huella de Dios como las nuestras». La hora que estamos viviendo es verdaderamente «atormentada», según la calificó Pablo VI.

Es imprescindible no equivocarse en el camino. Ciertamente hay que tener en cuenta los auténticos valores de la cultura moderna (sentido de la comunidad, exigencias de la solidaridad, respeto a los derechos humanos, cultivo de la paz...). Porque todos los órdenes de la existencia y todas las cualidades humanas deben integrarse en el seguimiento de la gracia de Dios hacia la santidad. Por esto, en toda verdadera espiritualidad cristiana ha de estar presente una cierta antropología, ya que aquella debe abarcar al hombre en sus diferentes dimensiones: espíritu, alma, cuerpo, individuo, comunidad humana, situación en el mundo, etc.

Al mismo tiempo, es urgente profundizar en lo que nos dice la palabra de Dios en la Escritura y la tradición y también indagar la experiencia cristiana a lo largo de la historia para captar su esencial mensaje espiritual. Se impone realizar una síntesis superior, que abarque la encarnación y la trascendencia, la continuidad y la ruptura, la aceptación y la superación, la presencia y la fuga. Para ello el más delicado discernimiento es insustituible.

Para el cristiano de hoy, la síntesis personal de su camino hacia la santidad no puede prescindir de un sincero esfuerzo ascético; porque el seguimiento de Jesucristo es exigencia de penitencia, de expiación y de testimonio, todo en una sola pieza. Es esto lo que arranca de cuajo los muros que cierran el paso al camino que conduce al ímpetu torrencial del amor. En la ruta hacia la perfección no faltan obstáculos: son las tentaciones y el pecado. El Vaticano II advirtió que «toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como una lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas». De aquí que la ascética cristiana, en su acepción más profunda, requiere esfuerzo, lucha, renuncia. A ello puede añadirse que toda espiritualidad cristiana, al ser esencialmente cristocéntrica, no puede prescindir del significado de la cruz, que es renuncia y sacrificio. Eso se ve claro cuando la oración –ese momento de «plenitud espiritual»– jalona la vida de cada día.

Ninguna escuela de espiritualidad católica, por lo tanto, puede excluir la necesidad del esfuerzo ascético de la lucha para caminar hacia la santidad. Aunque se trate de asimilar algunos de los valores auténticos de la modernidad.

Precisamente es aquí donde hay que colocar la actualidad del libro de Lorenzo Scupoli. Bajo el título Combate espiritual él nos enseña, como maestro, y nos acompaña, como amigo, en los pasos que hay que dar para salir victoriosos en la batalla contra los enemigos del alma. Las advertencias y avisos son acertadísimos, por la sabiduría y la experiencia del autor. De aquí que su escuela sea perenne. ¡Ojalá sean muchos los discípulos e innumerables los cristianos que lleven a la práctica sus enseñanzas!

«La Iglesia está llamada a dar un alma a la sociedad moderna» ha dicho Juan Pablo II. Esto solo podrán hacerlo los santos.

Cardenal Narcís Jubany

Introducción

Este libro que, desde hace cuatro siglos, ve cómo se repiten sin cesar sus ediciones en todas las lenguas, va a despertar el interés, o al menos la curiosidad, no solo de quien se preocupa de enriquecer sus conocimientos literarios y bibliográficos, sino también, y sobre todo, de quien desea encontrar un alimento, estimulante y sustancial para su propia vida espiritual.

Las ediciones del Combate espiritual jamás se han interrumpido desde 1589, año de su primera edición en Venecia. Quien hoy lo toma en sus manos será tan solo uno más en la serie de sus innumerables lectores. Entre los primeros encontramos a un joven que deseaba y buscaba una norma segura y un fuerte estímulo para su vida interior. Se trata de san Francisco de Sales.

En aquel mismo año de 1589 y en la Universidad de Padua, el joven estudiaba jurisprudencia y dedicaba a la vez no pocas horas al estudio de la teología.

En aquella ciudad, la providencia hizo que se encontrase con un religioso teatino, que le proporcionó un librito acabado de publicar. Bajo el título de Combattimento spirituale se leía: «Compuesto por un siervo de Dios». Aquel diligente estudiante sabía bien que el anónimo autor era «un santo religioso de los teatinos, quien, por humildad, había silenciado su propio nombre»[1].

Francisco de Sales nos ofrece el punto de partida, el impulso inicial para introducirnos a un mejor conocimiento del autor y a una más profunda comprensión de su pensamiento.

El anonimato del libro duró hasta 1610, en que apareció en Bolonia la primera edición con el nombre de Lorenzo Scupoli, pocas semanas después de su muerte. Desde entonces, el nombre de Scupoli queda para siempre ligado a su obra. Trataremos de exponer las vicisitudes nada fáciles del autor y de su obra.

1.  Las vicisitudes del autor y de su obra

1.1.  Una vida oculta

Hasta el más sagaz y paciente investigador es capaz de desanimarse si se propone indagar y escribir sobre la vida de Lorenzo Scupoli. El silencio y la oscuridad envuelven su paso por la tierra. Las fuentes de los archivos y bibliotecas ofrecen pocos datos, con los que no es nada fácil presentar de forma satisfactoria una biografía de este hombre.

No obstante tal escasez de noticias, creemos conveniente tratar de introducir un rayo de luz en la oscuridad que rodea toda su existencia.

Nació hacia el año 1530, en tierras del Salento, en Otranto, la antigua Hydruntum, entretejido armonioso de cielo, tierra y mar; una ciudad que justamente se gloría de un vasto patrimonio rico en historia, cultura y espiritualidad. Francisco fue su nombre de pila.

Habían transcurrido apenas cincuenta años desde el holocausto de ochocientos cristianos hidruntinos en la colina de la diosa Minerva. Perduraba todavía muy vivo el recuerdo. Su formación juvenil maduró en aquel clima de heroico testimonio martirial de sus antepasados.

Poco sabemos de sus primeros cuarenta años. Hombre ya maduro, decidió pedir con insistencia la admisión en la Orden de los Clérigos Regulares, fundada en 1524 por san Cayetano de Thiene (1480-1547).

Su vocación se debe al influjo que sobre él ejerció la fama de virtudes de la comunidad de los teatinos de San Pablo el Mayor de Nápoles, fragua y cenáculo de santos[2].

Su nombre, «Franciscus de Hydrunto», lo encontramos por primera vez en las Actas del Capítulo general de los teatinos, de 1569. En una de las deliberaciones, se autoriza su admisión, si con perseverancia continuaba «llamando» a la puerta de la Congregación. El 4 de junio de aquel mismo año fue admitido en los teatinos.

El 1 de enero de 1570 empezó el noviciado. Su maestro fue san Andrés Avelino (1521-1608). Pero, al ser este destinado a Milán, por invitación de san Carlos Borromeo, le sucedió en el cargo, en mayo de 1570, el P. Jerónimo Ferro († 1592)[3]. Después de la experiencia propia del noviciado, bajo guías tan expertos, emitió su profesión religiosa el 25 de enero de 1571, cambiando su nombre de Francisco por el de Lorenzo.

No nos queda documento alguno sobre sus estudios. El historiador de los teatinos, José Silos, narra que Scupoli, ya antes de entrar en la orden, se había dedicado al estudio de las letras[4].

Los teatinos, para admitir a las órdenes sagradas, eran muy exigentes en materia de estudios eclesiásticos, y los candidatos eran solo admitidos después de superar repetidos y severos exámenes. El hecho de que Scupoli, hombre ya maduro, fuese admitido, no como hermano lego, sino como aspirante al sacerdocio, hace pensar fundadamente que por entonces estaba ya dotado de aquella cultura literaria y teológica exigida por los examinadores teatinos.

Recibido el subdiaconado en la fiesta de Pentecostés de 1572, y el diaconado en septiembre de 1573, al año siguiente marcha a la recién fundada casa teatina de Piacenza, de la que era prepósito san Andrés Avelino. En esta ciudad recibió la ordenación sacerdotal, en la Navidad de 1577.

En mayo de 1578, pasó a residir en la casa de San Antonio de Milán, allí fue con san Andrés Avelino, que había sido elegido prepósito de la misma. Bajo un guía tan experto, Scupoli llegó también a formar parte de aquel grupo de teatinos que, con tanto celo, colaboraron con san Carlos Borromeo a poner en marcha en Milán la reforma eclesiástica que debía servir de «modelo» para las otras diócesis.

Después de tres años, en abril de 1581 fue enviado a la casa de San Siro de Génova. Aún se dejaban sentir las consecuencias de la terrible epidemia de 1579. Dotado como estaba de un especial carisma para socorrer, curar, consolar a los enfermos y prepararlos para una muerte cristiana[5], Scupoli se unió a sus hermanos religiosos, prodigándose en la asistencia a los enfermos.

1.2. Una vida humillada

El Señor, que elige la senda por donde conducir las almas y los medios providenciales para perfeccionar la virtud de sus servidores, reservó un camino de larga humillación para Lorenzo Scupoli. Acusado y procesado por un supuesto «delito» en el Capítulo general de su orden, reunido en Venecia el mes de mayo de 1585, fue condenado al duro castigo de la cárcel durante todo aquel año. Suspendido «a divinis», es decir, privado del ejercicio de todo ministerio sacerdotal, fue reducido a la categoría de los hermanos legos[6].

Aunque reexaminada, esta sentencia fue confirmada por el Capítulo de 1588[7].

Aún seguimos preguntándonos: ¿por qué fue condenado Scupoli tan severamente?

Hasta el día de hoy sigue siendo un misterio. El texto del proceso sigue aún sin encontrarse, y ningún historiador teatino lo cita.

Entre los teatinos estaban en vigor ciertos decretos capitulares, que prescribían quemar cada año todos los escritos referentes a investigaciones y procesos en contra de cualquier religioso, prohibiendo su conservación, por la razón que fuese[8].

Los autores que se han interesado específicamente por la condena de Scupoli están de acuerdo en opinar que el supuesto «delito» del que fue acusado era tan solo una grave calumnia.

José Silos, historiador de los teatinos, trató esta escabrosa cuestión con difícil equilibrio: profesa una evidente veneración por la fama de santidad de Scupoli, al tiempo que manifiesta un profundo respeto por el régimen de severidad que la disciplina de la orden usó en el caso del supuesto culpable[9].

Alguno ha insinuado, como hipótesis, que la calumnia tuviese que ver con la integridad de la fe, es decir, habría sido acusado de herejía[10].

Cierto es que los teatinos, heraldos de la reforma católica del siglo XVI, eran intransigentes en cuestión de doctrina. Bien seguro que no toleraban en ninguno de sus religiosos la mínima desviación de la ortodoxia católica.

Dado el silencio de las fuentes históricas, es imposible, hoy por hoy, precisar hasta qué punto la grave calumnia pudo herir la fama de Scupoli. Que se tratase de un «delito» muy grave cabe deducirlo de la durísima condena. Scupoli no es el único caso de personas de santa vida que han sido condenadas por graves calumnias, incluso por jueces eclesiásticos. En nuestro caso el «condenado» soportó con tan ejemplar humildad y resignación la dura pena, que incluso en el silencio y larga vida oculta llegó a adquirir fama de singular virtud.

Mientras vivió –refiere Antonio Francisco Vezzosi– fue modelo elocuente de penitencia para quien lo creyó reo. Para quien estaba convencido de su inocencia, fue un raro ejemplo de desapego evangélico del más apreciado de todos los valores humanos: el honor, la fama, la estima. No se defendió, no contratacó la grave calumnia, no mostró repugnancia alguna frente a su humillación. Dejó que su alma se purificase en el crisol de la tribulación[11].

José Silos, que narra cuanto dejaron atestiguado los religiosos que habían convivido con Scupoli, escribe que, «sereno en el semblante y tranquilo en su espíritu, estaba siempre dispuesto para los más humildes y penosos servicios domésticos. Gustaba del retiro y el silencio, pasaba muchas horas en oración; a todos edificaba su serena y profunda humildad»[12].

A partir de 1585, nuestro personaje vivirá bajo el peso de la condena nada menos que veinticinco años: solo se verá libre de ella poco antes de su muerte.

1.3.  Vicisitudes del libro en vida de su autor

En el mes de mayo de 1588, Scupoli abandona Génova. Su nuevo destino es la casa de San Nicolás de Tolentino, de Venecia. Allá se traslada con el padre Silvestre del Tufo, elegido prepósito de la misma[13].

El año siguiente, el tipógrafo veneciano Gabriel Giolito de Ferrari publica un librito, en cuya portada se lee: «Combattimento / spirituale / Ordinato / da un servo di Dio. / Con Privilegi, / In Venetia, appresso i Gioliti, 1589.

El libro consta de 24 breves capítulos[14]. Quien había dado a la imprenta aquel breve texto era un piadoso y venerable sacerdote veneciano, amigo de los teatinos, el cual, dedicándolo a las monjas de San Andrés de Venecia, se firma «Girolamo Conte di Porcia il Vecchio» (m. 1601).

Debemos estarle sumamente agradecidos por haber puesto a la luz, con fina y previsora intuición, tal tesoro de vida espiritual.

El origen del tratado es muy humilde. La intención del anónimo autor no era en modo alguno la de ofrecerlo al público. Fundido en el crisol de una providencial experiencia espiritual, fruto de una recogida y profunda reflexión personal, fue escrito «a petición» de una «hermana en Cristo», silenciosa y desconocida. Aquel núcleo de 24 breves capítulos nos revela a un autor dotado de una especial sensibilidad para comprender las aspiraciones personales de un alma generosa, decidida a seguir a Jesús con entrega total[15]. Noventa y cuatro páginas formaban el pequeño volumen, verdadero «libro de bolsillo», de poca apariencia, que enseguida se reveló extraordinariamente rico en contenido espiritual.

Agotada en breve tiempo la primera edición, sale la segunda en el mismo año de 1589, igualmente en Venecia, con nueve capítulos más[16]. Este texto, ahora de 33 capítulos, tuvo muchas ediciones y versiones en vida de Scupoli y también después de su muerte[17].

El cronista de la casa de los teatinos de Padua dejó anotado que, en los años 1589, 1590 y 1591, Scupoli fue varias veces a esa ciudad, si bien durante breves estancias. Por aquellos mismos años, san Francisco de Sales, como ya hemos indicado, era un estudiante en su famosa universidad. Tal coincidencia favorece la tesis de un posible encuentro de Francisco con nuestro personaje. Con precisión y claridad, Sales recordaba a su amigo Jean Pierre Camus, bastantes años después, cómo en Padua había recibido de manos de un teatino el Combate espiritual. Esto permite pensar que se había encontrado con su propio autor, a quien definía «un saint personnage» de la orden de los teatinos[18].

Francisco de Sales, «amigo de los hombres espirituales, ya avanzado en la vida interior, debió conocer a Don Lorenzo», escribe su biógrafo, el padre Lajeunie[19]. Este traza a grandes rasgos la personalidad de Scupoli: «La humillación hizo de él un verdadero santo: en su alma se concentró todo el espíritu de Cayetano de Thiene; un extraordinario amor al silencio, que le hacía capaz de profundizar en lo más hondo de las cosas; la devoción al “divino amore”, que de su corazón se derramó en todo su libro»[20].

El Combate espiritual saltó pronto las fronteras de Italia. En 1590 se publicó la primera edición en alemán, seguida de una traducción latina, hecha por el cartujo Iodoco Loriquio y editada en Friburgo de Brisgovia en 1591.

En la edición de 1593, de Milán, se lee que «es obra de uno de los Padres Clérigos Regulares llamados Teatinos». En 1594 la edición de Roma distingue claramente entre autor y editor: «Compuesto por un siervo de Dios y salido a la luz por obra de Girolamo Conte di Porcia il Vecchio».

En 1595 aparece en París la primera traducción francesa.

En Londres, en 1598, ve la luz la primera versión inglesa realizada por el jesuita John Gerard.

Tras diez años de permanencia en Venecia, Lorenzo Scupoli es destinado, el año 1598, a la casa de San Pablo el Mayor, de Nápoles, en la que unos treinta años antes había sido admitido a la vida religiosa por san Andrés Avelino. En esta misma casa y al lado del mismo maestro transcurrirá los últimos años de su vida.

En 1599 tenemos la primera edición publicada en Nápoles. Tarquinio Longo, el editor, se gloría de ser el primero en publicarla con la añadidura de 27 nuevos capítulos, de modo que de los 33 de las precedentes ediciones se llega al número de 60. Por vez primera, al texto le precede la dedicatoria: «Al supremo Capitán y glorioso triunfador, Jesucristo, Hijo de María». El mismo editor añade una segunda parte, que comprende: Modo de prepararse para los asaltos del enemigo en el momento de la muerte –son 6 capítulos que más adelante serán incorporados a la obra principal–, y Modo de consolar y ayudar a los enfermos a bien morir, de 37 capítulos. Todo se dice compuesto por un padre teatino.

En 1600, salen en Florencia dos ediciones: una por medio de Giunti y otra por obra de Sermartelli. El texto, de 33 capítulos, va seguido de los Dolores mentales de Jesucristo, de la beata Camila Bautista de Varano y El sendero del paraíso, del franciscano español Juan de Bonilla. En adelante, estas dos obras serán publicadas repetidas veces como segunda parte del Combate espiritual y erróneamente atribuidas a Scupoli.

En Barcelona se publica, en 1608, la primera versión castellana, hecha por Luis de Vera, y también la primera traducción en catalán.

El mismo año, en París, Denys Santeul publicó una traducción suya en francés, hecha sobre la edición de Nápoles de 1599, de 60 capítulos, atribuyendo la obra a los teatinos[21]. La edición fue dedicada a Francisco de Sales. Este, a su vez, tenía preparada una traducción francesa; aunque la había enviado ya a Lyon para su publicación, la hizo retirar apenas se enteró de la edición de Denys Santeul[22].

1.4.   Final de la humillación

El 10 de noviembre de 1608, Scupoli, con el semblante tembloroso y conmovido, presencia en Nápoles la santa muerte de Andrés Avelino, su hermano y maestro de espíritu. No tardará mucho (dos años) en seguirlo en el paso a la Jerusalén celestial, lo mismo que lo había seguido en las ascensiones espirituales.

Como una llama que antes de apagarse aumenta los destellos de su fulgor, así también el ejemplo de la vida de Lorenzo Scupoli irradia una luz más intensa al acercarse definitivamente a la meta. Habían pasado veintiún años desde que una calumnia, hábilmente revestida con apariencias de verdad, había ocasionado una humillante y larga condena. El 29 de abril de 1610 se reunió en Roma, en San Silvestre del Ciérrenle, sede entonces de la Casa general de los teatinos, el Capítulo de la orden. La misma «acreditada» asamblea que, en 1585, había condenado tan severamente a Scupoli, ahora lo rehabilita, antes de expirar el tiempo de la pena[23].

Tal deliberación capitular es un claro reconocimiento de las virtudes de las que Scupoli había dado luminosa prueba, aceptando humilde y silenciosamente la pena impuesta.

Una «rehabilitación» que hace brillar un rayo de luz sobre su vida escondida, y que confirma la gran estima en que lo tenían sus hermanos. El Señor no permitió que su siervo concluyese la vida terrena en el deshonor y la humillación.

En este mismo año de 1610, se publica en Nápoles la última edición de la obra en vida del autor. En la portada se lee: «compuesto por un Padre de los Clérigos Regulares llamados Teatinos»[24]. Por primera vez, el texto va seguido de 38 capítulos breves que el mismo autor llamó «Aggiunta», es decir, «Añadidura», y que posteriormente fueron editados muchas veces junto con el tratado.

Al final del volumen se encuentra su último escrito, el opúsculo: Modo de rezar el rosario de la Virgen. Son cinco capítulos con algunas consideraciones sobre la devoción a la Santísima Virgen y un modo de rezar el «rosario», meditando su vida y prerrogativas.

1.5.   El alba de la eternidad

La existencia terrena de Scupoli se acercaba a su fin. Ya anciano, envejecido en el servicio de Cristo, podía recoger, sereno y con espíritu alegre, el fruto de cuanto había sembrado con lágrimas durante la larga prueba. Su tratado, esencia de su vigorosa formación interior, con al menos sesenta ediciones hasta 1610, avivaba a muchas almas deseosas de «alcanzar las cumbres de la perfección» (c. 1).

Su nombre aún no había aparecido nunca en la portada del libro, pero ya se sabía, al menos en el ámbito de su familia religiosa, que él era su autor. El teatino Francisco María Maggio cuenta cómo algunos de sus hermanos se congratulaban con él por el bien que su obra hacía a tantas almas. Él lo atribuía todo a Dios, que humilla y enaltece[25].

Habiendo enfermado gravemente en noviembre de 1610, Lorenzo Scupoli siente haber llegado ya al ocaso de su vida terrena y al amanecer de la vida celestial. El intrépido atleta del espíritu, en la hora de su último combate, quiso contar con la ayuda de sus hermanos. Pidió humildemente a su superior, el padre Andrés Castaldo Pescara, que no lo abandonase y que lo asistiese, porque tenía necesidad[26]. Había llegado para él «la jornada principal», «el último momento del gran paso» (c. 62).

Con un confiado abandono al amor misericordioso de Dios (c. 64), bajo la protección «de la Virgen María, de san José y de los demás santos» (c. 66), se abrió «el camino para entrar gozoso en la Jerusalén celestial» (c. 65). Murió en las primeras horas del 28 de noviembre de 1610, en la casa de San Pablo Mayor de Nápoles. Fue sepultado en la tumba común, quedando así confundidos sus restos con los de sus hermanos.

Finalmente, tan solo 21 días después de su muerte, el 19 de diciembre de 1910, salía en Bolonia, por primera vez, una edición de la obra con el nombre de Lorenzo Scupoli[27].

1.6.   El retrato

No conocemos el verdadero retrato de Lorenzo Scupoli. La efigie que podemos ver al principio de varias ediciones de su obra debe considerarse como una representación aproximada.

Algunos que han escrito sobre Scupoli nos han dejado dos descripciones de su fisonomía, una exterior, somática, y otra interior, espiritual.

Domingo de Angelis lo describe de porte noble y compuesto, de aspecto sereno y austero, de complexión física débil y enfermiza. Sobre todo en su vejez, padecía frecuentes achaques, consecuencia de una larga vida de retiro, de oración, de penitencia, y de trabajo en los diversos menesteres domésticos de la comunidad[28].

José Silos trata de penetrar en el alma de Scupoli, bosquejando a grandes líneas sus rasgos interiores: en el mundo había cultivado su inteligencia con serios estudios literarios. Apenas entró en la religión, puso todo su empeño y entusiasmo en embellecer su alma.

Dotado de una natural inclinación, se dedicó al estudio de la teología espiritual, pulida y perfeccionada con el ejercicio cotidiano de las virtudes. Guiado por un «sentido especial de las cosas divinas», infundía suavemente en los demás, por escrito y de palabra, el deseo y la actuación de una sólida formación interior, que encontraba una norma perfecta en su vida. Después de la adversidad sufrida en su fama, con la conciencia tranquila y el rostro sereno, soportó tan dura prueba con tal fortaleza de ánimo, que su espíritu quedó purificado en el crisol de la contrariedad.

Entregado por completo a la vida interior, se consolidó su humildad y se encendió con mayor vehemencia la llama de su caridad por la fuerza del viento de la tribulación.

Ya maestro experto en la lucha, y entrenado ahora en esta palestra, con su confiada resignación a la voluntad de Dios, enseñó con el ejemplo cuanto decía y escribía[29].

1.7.   Las falsas atribuciones

Además de haber sido atribuido a un «siervo de Dios», a los teatinos, a un anónimo teatino y a Lorenzo Scupoli, en sus numerosas ediciones el Combate espiritual se ha atribuido también a: a) Jerónimo Porcia, b) Juan de Castañiza, c) Aquiles Gagliardi, d) Nicodemo Hagiorita.

a) La atribución a «Girolamo Conte di Porcia il Vecchio» se encuentra en la primera versión francesa, editada en París en 1595 por los monjes «Feuillants». Denys Santeul, en la introducción a su traducción francesa, París 1608, ya hizo notar este error. A Jerónimo Porcia se debe el gran mérito de haber sido el primero en cuidarse de su publicación, pero no el de ser su autor. Él mismo lo señala en las primeras ediciones de Venecia, de 1589.

b) En 1612, en Douai, Francia, se publicó una traducción latina del libro, atribuyéndolo, por vez primera, como obra póstuma, al benedictino español Juan de Castañiza († 1599). Atribución que se encuentra repetida en otras ediciones, incluso en otras lenguas. Un poco tardíamente, en 1675, Gregorio de Argaiz osb († 1679) es el primero que intenta explicar tal atribución. La prueba vendría del hallazgo, después de la muerte de Castañiza, de una copia en latín entre sus manuscritos. Algunos monjes ingleses, refiere Argaiz, trajeron a Francia una copia del manuscrito, haciendo otras copias en París y Douai. Posteriormente «se imprimió: lo primero en lengua francesa, después en italiano»[30]. Además de la falta de fundamento de tal aserción, existe el desacuerdo con otros autores, quienes afirman que el manuscrito de Castañiza era en español y no en latín.

Contra esta tesis, basta recordar que, a la muerte de Castañiza (1599), se podían ya contar al menos treinta ediciones de la obra. Las publicadas fuera de Italia están todas ellas traducidas del italiano, como se lee claramente en sus respectivas portadas. No se conoce versión alguna hecha del supuesto original latino o español de Castañiza.

El benedictino Berchtold Steiner († 1894), en su estudio crítico-bibliográfico de las ediciones del Combate espiritual hasta cerca de la mitad del siglo XVIII, concluye que es insostenible la atribución a Castañiza. Todos los argumentos convergen en favor de Scupoli[31]. Después del estudio de B. Steiner, ya casi nadie sostiene tal atribución.

c) Bajo el nombre del jesuita Aquiles Gagliardi († 1617) salieron algunas ediciones (Cuneo 1668, Lucca 1690 y 1724, Parma 1700, Francfurt 1713). Tal atribución se funda en una añadidura de los editores Oracio Boissat y Jorge Remeus a la edición de la Opera Omnia, Lyon 1665, de Teófilo Raynaud sj († 1663). Se afirma que un teatino anónimo se sirvió de un manuscrito de Gagliardi para escribir el tratado. Opinión esta que no fue mantenida por los escritores que se ocuparon de Gagliardi.

d) El monje de Monte Athos, Nicodemo Hagiorita, († 1809) tradujo el libro del italiano al griego, con alguna adaptación del texto para los cristianos ortodoxos. El traductor no tuvo la pretensión de aparecer como autor, como se declara en la edición de Venecia, de 1796. Más tarde los monjes griegos le atribuyeron la obra. El error es evidente en la edición de Atenas, de 1922.

La versión griega de Nicodemo fue traducida al ruso por Teófanes el Recluso († 1894) y editada en Moscú en 1904. De este modo la «Guerra Invisible»,Aóratos Pólemos, como la tituló Hagiorita, ha contribuido a que no solo los griegos, sino también los rusos, puedan leer una de las obras más representativas de la ascética católica.

1.8.   La autenticidad

La crítica bibliográfica demuestra que el autor es: a) un italiano, b) un teatino, c) Lorenzo Scupoli.

a) Las primeras ediciones (Venecia 1589), aunque anónimas, no presentan signo alguno de origen extranjero. Todos los indicios están a favor de un autor y de un editor italianos, residentes en Venecia. El origen italiano del libro está demostrado por todas las traducciones aparecidas en los veinte años sucesivos. Todas estas versiones proceden del italiano. La primera en latín, Friburgo 1591, dice «primum italice scriptus»; y así también la primera en francés, París 1595. Igualmente la inglesa, Londres 1598, «translated from the Italian», y la española, Barcelona 1608, «compuesto en lengua italiana».

b) Durante el período 1589-1610, la atribución a un anónimo «siervo de Dios» va perdiendo fuerza. En cambio, son cada vez más numerosas las ediciones que atribuyen el libro a un teatino, o a «un Padre de los Clérigos Regulares llamados Teatinos», como leemos –por citar algunas– en las de Milán 1593, Bérgamo 1594, Nápoles 1599, Bolonia y Cremona 1603, Roma 1606, París 1608 y Venecia 1609.

Fuera de duda está el ya citado testimonio de san Francisco de Sales. Este, desde la primera edición del libro, no obstante el anonimato, sabía que el autor era un «saint personnage» de la orden de los teatinos, «qui a caché son nom particulier et l’a laissé courir sous le nom de sa compagnie»[32].

c) Tal convergencia sobre un autor italiano y teatino encamina ya de por sí a la búsqueda de un nombre de entre los religiosos de la Orden de los Clérigos Regulares. En este ambiente, ya bastante restringido, se encuentra una constante y unánime concordancia, que señala a Lorenzo Scupoli como único autor del precioso tratado. Como ya queda dicho, pocos días después de su muerte apareció en Bolonia la primera edición con su nombre.

En 1615, Andrés Castaldo Pescara († 1629), que había asistido a Scupoli en punto de muerte, apenas elegido prepósito general de los teatinos, hizo poner el nombre de Scupoli en la edición de Roma hecha por Ignacio de Lazzeri. Tal reconocimiento por parte de la autoridad de la Congregación fue confirmado repetidas veces. Digno de especial mención es el de otro superior general, Francisco Carafa. En la dedicatoria al papa Alejandro VII, de la edición romana de 1657, escribe: «Esta obra, titulada Combate espiritual, fue compuesta por nuestro P. Lorenzo Scupoli, religioso de singular virtud, y editada muchas veces mientras él vivía, pero sin figurar su nombre, no consintiendo, por su gran humildad, que se le llamase autor de una obra que era totalmente de Dios».

1.9.   La edición definitiva

El texto, tal como generalmente se publica hoy en día, con 66 capítulos, corresponde a la edición de Roma de 1657. Veamos los datos históricos y bibliográficos de esta edición que calificamos de definitiva.

Hasta entonces, se había advertido cierta confusión e incertidumbre acerca del verdadero y auténtico texto. Era consecuencia de las diversas ediciones, con desigual número de capítulos: 24 en la primera edición, 33 en la segunda, en Venecia (1589); 60 en la de Nápoles (1599) y París (1608); 49 en otra de Nápoles (1610); 40 en las ediciones latinas, atribuidas a Juan de Castañiza: Douai (1612), Würzburg (1626) y París (1644), por citar algunas.