Comer sin pedir permiso - Albert Molins - E-Book

Comer sin pedir permiso E-Book

Albert Molins

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Beschreibung

«¡Obsérvenle! Es el gastrónomo del siglo XXI atravesando la jungla de los dilemas culinarios con un machete en la derecha y un cuchillo entre los dientes» — Maria Nicolau, cocinera y escritora En un mundo donde comer se ha convertido en un delicado equilibrio entre placer y culpa, es hora de romper las cadenas que nos atan a la contrición por disfrutar de un simple acto vital. En medio de una sociedad cada vez más puritana y sentimental, la sensualidad se ve relegada, exigiéndonos permiso para saborear sin remordimientos. Aquellos que reducen la comida a un mero trámite para recargar energías, se equivocan rotundamente. Comer es un acto social de gran trascendencia, con implicaciones culturales que se entrelazan con la vida, la muerte, el sexo, la celebración, la gestión del entorno y la relación con nuestros hijos. Es un placer que va más allá de la simple satisfacción física. Un ameno y combativo recorrido por la historia cultural de la comida. Porque todos los seres vivos se alimentan, pero solo el ser humano experimenta el revolucionario acto de comer. Ante una sociedad con continuas prohibiciones, señalamientos, restricciones y exigencias (veganas, dietéticas, morales...), esta original obra nos confirma que cocinar puede ser sexy, que cocinar nos hará libres.

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Derechos exclusivos de la presente edición en español

© 2024, editorial Rosamerón, sello de Utopías Literarias, S.L.

Primera edición: abril de 2024

© 2024, Albert Molins Renter

Ilustración de cubierta: adaptación de Luciano Lozano de un cartel propagandístico de la antigua Unión Soviética que muestra la estatua de acero Obrero y koljosiana, de Vera Mújina, 1937.

Imágenes páginas preliminares: este chef sonriente es un óleo de autor anónimo del siglo XVII; en la actualidad pertenece a la colección del Museo Boijmans van Beuiningen.

ISBN (papel): 978-84-128182-2-2

ISBN (ebook): 978-84-128182-3-9

Diseño de la colección y del interior: J. Mauricio Restrepo

Compaginación: M. I. Maquetación, S. L.

Todos los derechos reservados. Queda prohibida, salvo excepción prevista por la ley, cualquier forma de reproducción, distribución y transformación total o parcial de esta obra por cualquier medio mecánico o electrónico, actual o futuro, sin contar con la autorización de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal).

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www.rosameron.com

Per a en Joan Marc i en Marcel.

Índice

Comer sin pedir permiso

1. Comer no es una trinchera

2. Gula y deseo. La muerte apostada junto al umbral del placer

3. El dilema omnívoro y el evangelio vegano

4. Comer para honrar y celebrar a nuestro Dios (sea cual sea)

5. Thanatos y la última cena de la señora Wolowitz

6. Eros y Cupido se sientan a la mesa para llegar a la cama

7. El postureo. Narciso reflejado en una lata de caviar

8. Comer solo, comer acompañado

9. Cocinar nos hará libres

Agradecimientos

Notas

1

—————

Comer no es una trinchera

COMER SE ESTÁ CONVIRTIENDO en un asunto peliagudo. De hecho, lo que se está volviendo difícil es comer sin sentirse culpable, disfrutar del placer de comer sin agachar la cabeza en señal de contrición y posterior arrepentimiento. Uno a veces tiene la sensación de que hay que pedir siempre perdón o como mínimo pedir permiso por comer y disfrutar de ello. La sensualidad juega a la baja en la sociedad actual, cada vez más puritana, pacata, sentimentaloide y, por lo tanto, infantil. Ha llegado el momento de decir basta.

Tradicionalmente, nos definimos por el lugar en el que nacemos o en el que vivimos, por nuestra ideología política, el género, la sexualidad o la religión que profesamos para crear un yo que refleje quiénes creemos que somos. El problema surge cuando esa búsqueda de la expresión individual de la identidad entra en conflicto con la sociedad en general. La idea que nos promete salvarnos de terminar a pedradas los unos con los otros, podría llegar a ser un policulturismo que nos llevase a crear una sociedad semejante a un Jardín del Edén en el que, con la ayuda de Dios o sin él, cupieran y vivieran en armonía todos los tipos de cuerpos, sexualidades, espiritualidades más o menos fluidas y diversidad de pensamientos. Evidentemente, se han requerido ciertos pactos y consensos sobre lo que es aceptable y lo que no en pos del bienestar común. En cierto modo lo que aquí expongo es lo que ya planteó Rousseau en El contrato social en 1762.

La humanidad se ha manejado —más mal que bien, todo hay que decirlo— bajo estos principios de pacto, consenso y respeto desde la Ilustración. Rigiéndose, si no en el imperio de la razón y la racionalidad, como mínimo sí en aquello que se creía razonable, que no es exactamente lo mismo, pero se le parece. También es verdad que no en todas las épocas nos ha parecido razonable, y por tanto aceptable, lo mismo. Gracias a nuestro gusto por el progreso —indisociable de la discrepancia y el contraste de pareceres— y por el triunfo de las ideas relacionadas con la justicia social, la igualdad y la no discriminación por motivo de raza, género, orientación sexual o credo, poco a poco y con todas las limitaciones e imperfecciones que se quiera, esa expresión individual de la identidad a la que hacía referencia ha generado menos conflictos y ha sido más fácilmente aceptada. Eso no quiere decir que no quede mucho por hacer para que este mundo sea mejor para todos, ni que siempre habrá que aguantar a homófobos, machistas, clasistas y fanáticos religiosos dispuestos a proclamar que cualquier tiempo pasado fue mejor y a tratar de imponer su visión del mundo como la única y verdadera.

Profetas, gurús, fanáticos de la salud y estafadores descarados

Quizás no sea lo que más trascendencia haya tenido, pero me parece importante destacar que algunos de nuestros mejores avances están relacionados con la autonomía personal y el disfrute del propio cuerpo, ambas cosas estrechamente vinculadas al placer y sobre todo al placer no culpable. Es ahí donde empezaron los problemas, porque hubo a quien, como de costumbre, eso no le pareció bien. En Las palabras andantes, Eduardo Galeano1 escribió esto que resume a las mil maravillas por qué digo que comer se ha convertido en algo realmente complicado:

La iglesia dice: El cuerpo es una culpa.

La ciencia dice: El cuerpo es una máquina.

La publicidad dice: El cuerpo es un negocio.

El cuerpo dice: Yo soy una fiesta.

El cuerpo, y nosotros con él, reivindica en las palabras de Galeano su autonomía («Yo soy...»). Se vindica como predispuesto y nacido para el gozo, el disfrute y el placer ante Dios y la religión, que ven en los deseos de la carne el origen de la culpa y el pecado en el ser humano, cuando debería ser un templo del que hay que mantener la pureza y la autenticidad. Dios y la religión son, por cierto, parte de esos que prefieren que las cosas no cambien nunca. Sobre cómo la religión católica ha cercenado el placer de comer a cuatro carrillos hasta el punto de dedicarle uno de los siete pecados capitales, la gula, y como esto se ha trasladado a nuestro tiempo en forma de gordofobia y su corolario los trastornos de la conducta alimentaria, lo veremos con más detalle en el próximo capítulo.

Para el capitalismo y la publicidad no somos más que consumidores y harán todo lo posible para vendernos lo que sea. La gran industria alimentaria es el enemigo, y además uno que sabe cuáles son nuestros puntos débiles: los estímulos supernormales. El etólogo y premio Nobel de Medicina Nikolaas Tinbergen, realizó experimentos con animales en los que por ejemplo introdujo en un nido de gansos unos huevos falsos, pero exageradamente más grandes, junto a huevos auténticos y del tamaño correcto. Los gansos no dudaron en empollar los huevos de pega y olvidarse de los de verdad, y eso a pesar de que eran tan grandes que los pobres ánades resbalaban cada vez que se ponían encima, lo que no les impidió intentarlo una y otra vez. Tinbergen descubrió, así, lo estímulos supernormales y que «los instintos estaban codificados para responder a ciertos estímulos, o rasgos, y que la amplificación de estos rasgos podía engañar al animal. Por tanto, un estímulo supernormal es una versión exagerada de un estímulo al cual hay una tendencia a responder», o, dicho de otro modo, «cualquier estímulo que desata una respuesta más fuerte que el estímulo para el cual evolucionó esa respuesta»2.

Ahora bien, ni somos gansos ni cuando vemos un huevo sentimos el irrefrenable instinto de empollarlo, pero la evolución también ha hecho mella en nosotros. Sin ir más lejos, nuestro gusto por lo dulce se ha moldeado a lo largo de millones de años de evolución. Cuando comemos algo que lleva azúcar en nuestro cerebro se libera un chorro de dopamina, que a su vez produce una descarga de endorfinas que experimentamos como una ligera sensación de placer. Es el premio por conseguir un alimento que nos proporciona energía. El cerebro se alimenta básicamente de glucosa, no hay que olvidarlo. El gusto por el dulce es innato en todos los mamíferos y también una adaptación. La inadaptación, especialmente para nuestra dentadura, nuestro sistema cardiovascular y nuestro metabolismo, con el riesgo de sufrir diabetes, llegó solo después de que aprendiéramos a cultivar caña de azúcar en cantidades mucho mayores de las que había habido jamás de forma natural.

Así que la Coca-Cola, un bollo relleno con chocolate por encima o la comida basura no son otra cosa que estímulos supernormales, nuestros deformes huevos de ganso, que se aprovechan de nuestra predisposición por lo dulce. La industria diseña y la publicidad y las imágenes lujuriosas de comida en los medios amplifican y ayudan a vender productos que juegan con este tipo de estímulos a los que saben que no nos podremos resistir. Son unos estafadores descarados que mercadean con productos de pega, que no son auténticos alimentos y que por ende no necesitamos. No deja de ser curioso ese desprecio por nuestra salud. El capitalismo solo quiere consumidores compulsivos y trabajadores sobreexplotados con salarios paupérrimos. Un trabajador sano y feliz pierde menos jornadas laborales y usa menos recursos del Estado en medicamentos y atención médica. Así que, en el capitalismo actual, el pecado es no vivir en un estado de constante y sana felicidad, y no hacer —como veremos a continuación— todo lo posible por mantener la máquina en perfectas condiciones.

Por su parte, la ciencia —por contradictorio que pueda parecer— recoge la idea del cuerpo como un santuario, pero en versión laica para disimular, y lo concibe como una máquina que hay que mantener bien engrasada. «El declive de la religión a mediados del siglo XX coincidió con el auge de la ciencia moderna y, en particular, de la epidemiología que ha dado lugar a una moralidad secular. Todo el discurso de los factores de riesgo de esta disciplina se ha hecho público y favorece la moralización, ya que se supone que todos esos factores están bajo nuestro control»3.

La salud se ha convertido en el nuevo ídolo al que adorar, porque es lo que nos ayuda a mantener el cuerpo en un estado de funcionamiento óptimo, que por lo visto es nuestra obligación si uno escucha más de la cuenta a médicos, dietistas-nutricionistas y ahora hasta a tecnólogos de los alimentos. Para ellos, somos como ese Renault Clío que a medida que acumula más y más kilómetros, necesita más y más cuidados y al que no se puede poner a más de 80 km/h o corremos el riesgo de que las ruedas se le salgan de los ejes. Por tanto, nada de excesos y todo aquello que no vaya en esta dirección no es deseable ni bueno. Tampoco es tan distinto del pensamiento religioso. Lo único que cambia es la razón de la culpa, que pasa a no hacer todo lo posible por mantenerse en un buen estado de salud.

Desde este punto de vista, la única función de la ingesta de alimentos es la nutrición y hacer buena la máxima hipocrática de «que tu medicina sea tu alimento, y el alimento tu medicina». Claro que hay otra manera de entenderlo, pero la mayoría de profesionales de la salud lo hacen del modo incorrecto. Mi abuelo materno, Joan, era lo que se conoce como un bon vivant pero, como a él le gustaba bromear, gozaba de una mala salud de hierro. A pesar de funcionarle medio riñón y sufrir de arterioesclerosis, no he conocido persona más generosa, amable y buena con todo el mundo. Le gustaba beber, comer bien y fumar habanos Upmann. Su médico se lo tenía todo muy controlado, pero en cada visita mi abuelo le preguntaba invariablemente si podía volver a fumar, beber y comer de todo. La respuesta siempre era la misma, ni hablar. Hasta que llegó el día en que mi abuelo cumplió los 80 y el doctor Fontanals decidió hacer caso a Hipócrates de la forma correcta y entender que, para mi abuelo, todas esas cosas que lo hacían feliz iban a ser la mejor de las medicinas desde entonces y hasta el final de sus días. Durante los ocho años siguientes, mi abuelo bebió, comió y fumó, aunque cambió los Upmann por los Cohiba y los cigarrillos Dunhill, lo que le vino en gana. La medicina hizo efecto y mantuvo a mi abuelo feliz. Comer está directamente relacionado con el placer, este con la felicidad y esta, a su vez, con la psicología y la salud mental.

Comer y alimentarse no es lo mismo. Todos los animales se alimentan, pero solo el ser humano come. Nuestra salud depende de nuestra alimentación, pero esta depende de cómo y de por qué comemos. Por eso, se suele decir que somos lo que comemos y no que somos como nos alimentamos. Porque comer no es solo una cuestión biológica. Alimentarse sí, y por eso los que entienden comer casi solo como una cuestión de salud pública o como un mero trámite para recargar las baterías han planteado y plantean alternativas descabelladas como alimentarse con batidos, barritas o pastillas. Son los mismos que creen que la cocina es una actividad inútil y cocinar una pérdida de tiempo. Se equivocan. Comer es antes que nada un acto con una gran trascendencia social, que raramente hacemos solos, y con mil y una implicaciones culturales. Comer es algo profundamente íntimo y humano, vinculado con la vida, claro, pero también con la muerte, con el sexo, con la gestión de nuestro entorno, con la relación con nuestros hijos… En definitiva, con el placer entendido mucho más allá de una mera sensación física agradable.

Pero nada. Cada Navidad, de forma recurrente, los gurús de la salud se despachan en sus redes sociales con la cantinela de que no hay que chupar la cabeza de las gambas o de los langostinos. Se trata de una recomendación de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición (AESAN) de 2011, que recuerda que las cabezas de los crustáceos contienen mucho cadmio, reconocido como cancerígeno de la categoría 1, y que por eso mejor no chuparlas. De lo que no se acuerda nadie, dejando de lado que sorber las cabezas de estos crustáceos está de vicio, es que para que realmente nos terminara haciendo daño habría que comer gambas y sus correspondientes cabezas por valor de la cuarta parte del PIB de un país en vías de desarrollo. Según la AESAN, en cada kilo de cabezas de gambas hay 2 microgramos de cadmio, mientras que en el cuerpo hay 0,5 microgramos por kilo4. La Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA, por sus siglas en inglés) estableció en 2011 que la cantidad máxima diaria de cadmio que una persona podía ingerir con seguridad era de 2,5 microgramos por kilo corporal. O sea que alguien que pesa 80 kg puede como máximo meterse 28,6 microgramos de cadmio diarios5. Puesto que un kilo de gambas tiene, entre cuerpo y cabezas, 2,5 microgramos de este mineral pesado, a menos que estés dispuesto a pagar y zamparte tú solo casi 11,5 kg de gambas de una sentada cada día de tu vida, parece que chupar las cabezas de estos crustáceos no es tan terrible para la salud como puede ser para el bolsillo. En 2022, cada español se comió fuera de su casa, de media, 0,71 kg de gambas y langostinos6. Así que esta Navidad, o cuando les apetezca, chupen ávidamente las cabezas de todas las gambas que quieran. Por cierto, ¿saben que el chocolate negro, el trigo o la cebada también tienen cadmio? Pues tranquilos. Como con las gambas, cómanlos sin temor.

Los ejemplos de mensajes alarmistas —y falsos— sobre los peligros de comer aquello que nos gusta —porque saben que nos gusta y por eso van a hacer daño donde más duele, y si no se meten con las acelgas es por algo— son cada vez más habituales entre profesionales de la salud que se ganan su fama —y una nutrida audiencia— jugando con los miedos y los sentimientos de la gente en las redes sociales, reino de lo emocional en estos días tan digitales en los que vivimos. No hace tanto, un tecnólogo de los alimentos avisaba de los riesgos de guardar de un día para otro e incluso en la nevera, ese arroz blanco o esa pasta hervida que te ha sobrado. Generaciones y generaciones de abuelas y de madres han alimentado a sus familias a base de sobras y aquí estamos, ¿para que ahora venga un meapilas en X a decirnos que no podemos guardar los espaguetis del día anterior en un táper porque es peligroso? Y en todo caso, como cantaba Freddie Mercury poco antes de morir, ¿quién quiere vivir para siempre?

Lo woke lleva al lado oscuro

Tampoco quiero ser más woke que los woke. Cuando las autoridades sanitarias nos dicen que la obesidad es la segunda causa de cáncer después de fumar, no estamos ante un mensaje de odio gordofóbico que diga que si estás gordo o gorda mereces morir. Más que nada porque es un hecho científico que la obesidad aumenta el riesgo de padecer cáncer. El problema es que el wokismo, a menudo, lleva mal lo de los hechos. La congresista demócrata estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez dijo en una entrevista que creía que «hay muchas personas que están más preocupadas por ser precisas y estar en lo cierto factual y semánticamente que por ser moralmente correctas»7. La pregunta es cómo puede algo ser moralmente correcto sin ser cierto. Y la respuesta, me temo, es que cada vez para más gente, los sentimientos son más importantes que el conocimiento o la verdad. Y la moral entiende mucho más de sentimientos y percepciones subjetivas que de razones. Por eso es tan peligrosa.

Por si alguien no está familiarizado con el término woke, del verbo to wake (despertar), este hace referencia al despertar y la toma de conciencia de los problemas sociales como el racismo, en primera instancia, y luego sobre el sexismo y la injusticia en general, y que bebe del movimiento Black Lives Matter y su hashtag #staywoke en 2014. No deja de ser irónico que un movimiento que pretende problematizar todo tipo de privilegios esté liderado por activistas procedentes de las universidades más caras de Estados Unidos, por los más privilegiados entre los privilegiados. El movimiento woke

se trata de una explosión de moralidad, una espiral de virtud imparable que nos exige unos niveles cada vez más elevados de santidad para estar a la altura. Se manifiesta en la cultura de la cancelación, en la sociedad del victimismo, en la indignación continua en las redes sociales ante los menores errores o faltas morales de las personas, en linchamientos morales que recuerdan a las cazas de brujas, en despidos de trabajadores por expresar sus ideas, en censura, en retirada de libros considerados herejes, en un ataque a la libertad de expresión, en un miedo a hablar...8.

Lo que comemos y cómo comemos también forma parte de nuestra identidad y en consecuencia también «hacemos juicios morales sobre todo tipo de alimentos, llamándolos buenos, malos o basura. A menudo nos sentimos satisfechos al juzgar a las personas que percibimos que disfrutan demasiado de la comida. Es muy fácil burlarse de los rituales y tradiciones de otra persona»9. Pero muy pocos de estos juicios morales sobre lo que comemos o lo que comen los otros se basan en nada racional o factual. Desde siempre lo que hemos considerado moralmente deleznable ha estado relacionado con el asco, concepto estrechamente vinculado a la comida y de ahí nuestra tendencia a moralizar lo que comemos. «Los dominios de la comida y del sexo muestran una predisposición especial a ser moralizados. En muchas culturas la dieta se liga a la salud y la salud a la moralidad (casi todas las religiones tienen prescripciones dietéticas). Tanto el sexo como la comida son fuentes de placer que compartimos con los animales, y Rozin siempre ha propuesto que todo lo que nos recuerda a nuestra naturaleza animal (la muerte, el sexo inapropiado, violaciones de los límites corporales) dispara el asco»10. Las personas que consideran la homosexualidad algo moralmente reprobable usan el asco que les produce esta orientación sexual como argumento para rechazarla, porque saben que no hay ningún argumento racional para hacerlo. De la misma manera, no tengan ninguna duda de que aquellos que les advierten que no chupen las cabezas de las gambas es muy probable que lo hagan porque hacerlo les parezca, de nuevo, asqueroso.

El veganismo participa de lleno, como veremos en el tercer capítulo, de este proceso moralizador de la comida. Hay «cogniciones y emociones que nos empujan a moralizar un asunto (ver cómo matan a un cordero o leer que los pulpos son inteligentes y preguntarnos si es ético comerlos)»11. Hay que admitir que la imagen de animales hacinados en macrogranjas o la de patos forzados a tragar maíz para hipertrofiar su hígado con el que después se hará el foie pueden causar una fuerte respuesta emocional. En cierto modo funcionan como un estímulo supernormal, sin terminar de serlo exactamente. A menudo, la adquisición de nueva información lleva al individuo a ver una conexión con un principio moral previo ya asentado. En determinado momento hay gente que se da cuenta de que para comer carne hay que matar animales, y si tienen el principio asentado de que matar es malo, entonces comer carne también se convierte en algo moralmente no aceptable. Pero, una vez más, se trata de un razonamiento moral, por tanto, basado en emociones y sentimientos más que en hechos.

Vivimos tiempos convulsos y algunos autores sugieren que «existen períodos vulnerables o épocas en las que es más probable que se dé el fenómeno de la moralización. En concreto, los tiempos caóticos, o de crisis cultural, promoverían la moralización. Se plantea que en tiempos de caos aumenta el deseo de control individual sobre el cuerpo, y que en tiempos de cambio sociopolítico rápido o de debilidad de las instituciones el individuo se preocupa de su propio bienestar, se vuelve hacia su interior»12. Cuando las cosas se complican y creemos que la vida se escapa de nuestras manos, el deseo de controlar lo que comemos y efectivamente hacerlo supone el pequeño alivio de que como mínimo no todo se escapa de nuestro control.

Por una nueva sensualidad

Que aquello que comemos, además de ser una poderosa contribución a nuestra supervivencia, puede ser una fuente de placer lo descubrimos muy pronto. Una vez abandonamos los árboles y bajamos al suelo de la sabana, las frutas que podíamos comer, además de los frutos de los arbustos que quedaban a nuestro alcance, eran solo las que se habían caído de un árbol, y que probablemente estaban muy maduras y habían empezado a fermentar. Las frutas contienen grandes cantidades de azúcar que cuando fermenta se convierte en alcohol. Seguro que los primeros homínidos no tenían ni idea, pero lo que si tenían era un hambre canina y ganas de vivir, y como a ras de suelo, así de entrada, la comida era más difícil de conseguir que en los árboles, esas frutas caídas de los árboles nos parecían, literalmente, caídas del cielo.

Y así es como llegamos a la primera intoxicación etílica de la historia, al primer borracho y, claro, también a la primera resaca. La metabolización del alcohol se produce gracias a dos enzimas: alcohol deshidrogenasa (ADH) y aldehído deshidrogenasa (ALDH). Estas enzimas ayudan a romper la molécula de alcohol, lo que hace posible eliminarla del cuerpo. Primero, la ADH metaboliza el alcohol a acetaldehído, que ahora sabemos que es altamente tóxico y carcinógeno. Después, el acetaldehído se metaboliza a acetato, que a su vez se descompone en agua y dióxido de carbono, lo que facilita su eliminación.

Pero resulta que estas dos enzimas son una adaptación evolutiva. Los homínidos primitivos no las tenían, con lo que las primeras borracheras y resacas debieron ser de campeonato. Pero si hemos dicho que la ADH y la ALDH son una adaptación evolutiva, de ello hay que inferir que, sí o sí, y a pesar de la cogorza, seguimos comiendo frutas fermentadas con un alto contenido en alcohol, probablemente porque mantenían un alto contenido de azúcar... y eso nos gustaba y lo sigue haciendo.

¿Qué fue más importante? ¿El hambre y nuestra necesidad de nutrirnos o que nos dimos cuenta, antes de caer redondos como cubas, de que la fruta madura nos había proporcionado una sensación de placentera embriaguez y que el dulce nos gustaba? Solo añadir que, si fue lo segundo, en ese preciso instante, el ser humano descubrió, mucho antes que la rueda, el uso de las drogas recreativas, lo cual explicaría muchas cosas, y que comer podía ser una fuente de placer.

Pero el placer por el placer no basta. Comer tiene demasiadas implicaciones medioambientales, políticas, sociales, culturales y económicas. «La sensualidad es el cultivo del placer causado por los cinco sentidos, y cualquier desequilibrio entre ellos, o el descuido de la inteligencia, embotan la sensualidad y convierten el erotismo en pornografía o el gusto en glotonería»13. Para ser sensual se necesita virtud, así que vade retro tanto los puritanos y los ascetas como los glotones y los descomedidos. Entonces, ¿cómo aprendemos a comer?

Cuando llegamos al mundo, lo único que ingerimos es leche, y durante buena parte de los primeros años de nuestra vida, no nos dejan escoger el menú. Estamos a merced de lo que otros, habitualmente nuestras madres, nos dan y nos cocinan. En nada como a la hora de comer somos hijos de nuestros padres y miembros de nuestra familia. Sus hábitos y rituales se convierten en los nuestros, su dieta tiene muchas papeletas de que termine siendo la nuestra y sus gustos por unos alimentos u otros tienen muchas posibilidades de ser también los nuestros. Aun así, a veces nuestro apetito es caprichoso.

Sin ir más lejos, mi hijo menor, Marcel, que ahora tiene quince años, cuando tenía cuatro o cinco se pirraba por las ostras. Había que ir con cuidado si íbamos a un restaurante y alguien pedía una docena porque, si se le dejaba, él podía comerse la mitad. A mí las ostras me gustan con contenida moderación, pero sí es cierto que a su madre le gustan mucho, aunque, como es lógico, no han formado nunca parte de la dieta habitual en casa. Así que el apetito de Marcel por estos bivalvos era algo que sucedía de forma esporádica y que nos hacía gracia por circunstancial y porque, básicamente, no corríamos el peligro de arruinarnos. Además, las solía sisar del plato de su abuelo —mi padre—, que solía pagar la cuenta cuando las ostras hacían acto de presencia.

Pues hará cosa de seis o siete años, un verano, fuimos cinco a comer al restaurante Es Baluard, en Cadaqués. Yo con mis dos hijos, y una amiga y su hijo que habían venido a pasar unos días con nosotros. En la carta había ostras, así que pedimos cuatro. Dos para mi amiga y su hijo y otras dos, para mí y para Marcel. La verdad es que ni le pregunté si le apetecía y di por sentado que sí. Él tampoco dudó en coger la ostra que le tocaba, pero fue metérsela en la boca y automáticamente escupirla mientras profería todos los aspavientos y juramentos que el asco le permitieron. De entrada, pensé que quizás la ostra en cuestión estaba en mal estado, porque no me entraba en la cabeza que, de repente, a ese niño que de tan pequeño robaba ostras del plato de su abuelo, ahora le produjeran repulsión. Quien más quien menos ha tenido una mala experiencia con el marisco en mal estado. Pero no, la ostra que acababa de escupir estaba perfectamente sana. Simplemente le habían dejado de gustar y siguen sin hacerlo. Aunque quién sabe, los que son padres también saben que los hijos son una fuente de sorpresas continua.

En todo caso, nadie nace sabiendo qué son y a qué saben las ostras, pero tampoco las grasas trans, ni Starbucks, ni McDonald’s. Así que ninguno de nosotros nace con un apetito voraz y predeterminado por la comida basura, ni está —en principio— fatalmente predestinado a comer mal ni bien por el resto de sus días, excepto, claro, si por desgracia es pobre. La relación entre nivel de renta y alimentación es directamente proporcional. A menos dinero, menos euros se pueden destinar a la compra de alimentos sanos y nutritivos, y por tanto se alimenta y come peor.

Al nacer, nuestro cerebro es una tabula rasa, también en lo relativo a los alimentos, la alimentación y a saber comer. Cuando crecemos, a veces nos quedamos atascados pensando que la comida es amor, o con culpa por comer demasiado porque somos mujeres y no podemos estar gordas; o estamos atrapados en la idea de que no nos gustan las verduras porque somos hombres y los machos de verdad no las prueban en la vida. Incluso nos obcecamos en alimentar un apetito atroz que a menudo existe más en nuestro cerebro que en nuestro estómago14. Créanme, sé de qué les hablo.

Los pensadores, desde Platón en adelante, han contemplado la relación moral entre el deseo de comer y los alimentos que realmente comemos. La idea de «apetitos» que residen en nosotros y deben ser controlados preocupó a todos los primeros filósofos. Los griegos, al describir las partes del alma en forma de triunvirato, situaban el deseo decididamente en el estómago. (La razón, por supuesto, estaba en la cabeza, mientras que el coraje estaba en el pecho). Equilibrar las tres partes del alma daba como resultado la eudemonia, la buena vida15.

El hedonismo gañán, del que les hablaré en el séptimo capítulo, es el peor enemigo de la eudemonia. El placer por el placer, el placer sin ética, es más pernicioso que la ausencia total de placer. El exhibicionismo caviar, sentir un empuje irresistible para demostrar con aquello que podemos permitirnos comer nuestro estatus es lo más vil que le podemos hacer al hedonismo bien entendido y a la sensualidad. Es solo narcisismo y temor a la muerte. Al contrario, la nueva sensualidad es usar los cinco sentidos y la inteligencia como el medio de poner el mundo exterior dentro de nosotros.

Porque esto de comer no solo va de comida y no es una trinchera. Como dice mi amigo Jorge Guitián: «Comer es solo el final de la historia».

2

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Gula y deseo. La muerte apostada junto al umbral del placer

COMER NO SE REDUCE EXCLUSIVAMENTE a la búsqueda casi obsesiva de nutrientes (vitaminas, proteínas, omega-3, entre otros). A eso lo llamamos alimentarse. Comer, por el contrario, es otra cosa. Aunque, como veremos, hay quien está realmente preocupado por la pureza de lo que entra en su boca, comer está mucho más relacionado con el placer —cuanto menos culpable mejor— y con la psicología. Cuando elegimos un alimento, sus cualidades sensoriales tienden a ser más relevantes que sus valores nutricionales. Siempre ha sido así. Solo hay que pensar en el foie o el caviar, apreciados por su sabor más allá de sus propiedades nutritivas.

A fin de cuentas, los nutrientes que necesita cualquier ser humano para sobrevivir se presentan en una variedad infinita de ingredientes. Por mencionar varios ejemplos: la carne que es rica en proteínas, así como los garbanzos. El omega-3 del pescado azul o las nueces. No existen alimentos universales, quizás con la excepción de la leche durante los primeros meses de vida y del agua. Teniendo en cuenta que en el mundo se comen infinitud de tipos de alimentos distintos y que no todos comemos lo mismo, la decisión que nos lleva a decantarnos por un ingrediente determinado guarda relación con el entorno ecológico y cultural en el que vivimos, pero también con nuestra posición social, económica e incluso nuestra psicología respecto a la alimentación. Así que los genes son solo una parte de la explicación de nuestras elecciones.

Aunque parezca imposible, comer tampoco está exclusivamente relacionado con el hambre. Un estómago vacío no conduce inevitablemente a sentarse a la mesa, esto depende tanto de factores psicológicos como los trastornos de la conducta alimentaria y de ciertos hábitos adquiridos —nuestros horarios de comida— o incluso cuando vemos y olemos un plato recién preparado. En los tiempos de la superabundancia alimentaria —como mínimo en nuestra parte del mundo— no dejamos pasar suficiente tiempo entre comidas como para saber lo que es de verdad el hambre, entendido como el que experimentan los que, víctimas de la pobreza alimentaria —que también existe en el llamado primer mundo— solo se pueden permitir, pongamos por caso, una sola comida al día o una cada dos días. Hambre y apetito no son lo mismo. Del mismo modo, los reguladores internos, los que están ubicados en el hipotálamo y regulan el hambre y la saciedad, y que nos indican que tenemos que comer cada cierto tiempo, pueden ser anulados por comportamientos culturales, como las creencias religiosas o por la adherencia a determinada dieta, por lo que podemos pasar de ayunar a hacer una única comida al día o hacer seis.

Cuando comemos cosas que nos despiertan una inmensa satisfacción al llevárnoslas a la boca, pasamos a convertirlas en elementos definitorios de nuestra identidad. Así como hay quienes se declaran amantes de los coches, de lo vintage o de los libros, también hay quienes lo hacen amantes del chocolate, adictos al queso o wine lovers. Un ejemplo de este tipo de asociaciones y que permanece a nuestro imaginario es la relación que hacemos entre la pasta y los italianos, la comida basura con los estadounidenses o las baguettes con los franceses, por poner algunos ejemplos trazados con brocha gorda.

Comer no solo es la comida que nos llevamos a la boca y lo buena o provechosa que sea —ya resulta complicado hacer definiciones a grandes rasgos—, es algo mucho menos instintivo de lo que se cree. De hecho, no lo es en absoluto. Incluso en ocasiones, comer nos puede llegar a provocar un miedo atroz, haciendo que seamos selectivos con lo que decidimos ingerir y con lo que no. Los desórdenes alimenticios son muchos más que la anorexia y la bulimia.

A comer también se aprende y, en ocasiones, de forma dolorosa gracias a las coles o a ese hígado que nos hacían comer de pequeños y que un día, como por arte de magia, pasamos de odiar a adorar. El psicólogo estadounidense Robert Zajonc explica en su teoría de la primacía afectiva y la mera exposición, que la sensación de afecto que nos produce algo conocido está relacionada con la familiaridad, de la misma forma en la que aquello que no nos gusta se debe a nuestro temor por lo nuevo y lo desconocido. La solución para pasar de lo segundo a lo primero es mediante la exposición repetitiva. Resulta una obviedad decir que sabemos lo que nos gusta y que nos gusta lo que conocemos1 y por eso a los niños no les resulta paradójico afirmar que no les gusta lo que sea —normalmente las verduras— porque no lo han probado. Y si le preguntamos a cualquiera de ellos cuáles son los alimentos que más detestan, nos llevaremos la sorpresa de que mencionarán aquellos que nunca han comido antes.

Con su teoría, Zajonc explicó que estos «antojos», el hecho de elegir un alimento antes que otro, se deben a nuestras experiencias anteriores, por lo que siempre será más probable preferir algo que conocemos que algo que no. Y esto no solo es aplicable a los sabores, sino también a las texturas.

Aún recuerdo la sensación de fastidio cada vez que abría la nevera y veía el plato amarillo —siempre el mismo— en el que estaban los sesos de cordero listos para ser rebozados para la cena. No me gustaban, pero a mi madre nunca le importó y durante mi infancia fueron algo recurrente. Ahora, de adulto, me gustan mucho más las mollejas que los sesos, aunque no las empecé a comer hasta que fui mayor. La textura de unas y de otros no es tan distinta y seguro que si mi madre no me hubiera expuesto —una y otra vez— a ellos, quizás ahora no disfrutaría de las mollejas. Los sesos no son lo que más me gusta del mundo, pero soy capaz de comerlos sin montar un numerito.

Pero incluso en esto también somos diferentes los unos de los otros, y del mismo modo que hay personas que no pueden vencer su neofobia alimentaria, los hay que desde pequeños practican la neofilia a la hora de comer. La neofobia alimentaria, más allá de ser un miedo irracional a la ingesta de nuevos alimentos, puede llegar a convertirse en un trastorno de la conducta alimentaria. Afecta mayoritariamente —aunque no exclusivamente— a los niños durante sus primeros años, cuando estos sienten un fuerte rechazo especialmente por las frutas y verduras. A menudo, la neofobia también se presenta como un mecanismo de protección frente a posibles intoxicaciones o situaciones que pongan en riesgo nuestra supervivencia por comer algo que no sabemos qué es ni de dónde sale. Por eso es mucho más fácil que un niño se atreva a comer algo por primera vez en su casa preparado y ofrecido por sus padres que, por ejemplo, en casa de un amigo. Los hijos confían en sus padres y piensan que no harán nada ni les darán nada de comer que les haga daño.

La neofilia, sin embargo, es lo opuesto. Un mecanismo igual de atávico ya que, gracias a él, nuestro gusto por lo nuevo nos ha llevado a ampliar nuestra dieta y a probar nuevos alimentos. Los neofílicos son los aventureros gastronómicos.

Comer está bajo el influjo de todo esto que acabo de mencionar y que constituye —entre muchos otros— los motivos por los cuales decimos que la gastronomía, y todo aquello relacionado con el hambre, con el apetito y las distintas maneras de satisfacerlo, es cultura.

Cuando mis hermanas y yo éramos pequeños, nuestro pediatra, el doctor Ricardo Cluet, siempre le decía a mi madre: «Dime que comen de todo, no que comen mucho». La explicación del mensaje que él le quería transmitir cae por su propio peso. Alguien que incluye en su dieta una variedad de alimentos tiene muchas posibilidades de acabar ingiriendo todos los nutrientes que necesita para estar sano y bien alimentado. Sin embargo, aquellos que por un motivo u otro no comen «de todo» y restringen su dieta, corren el riesgo de estar malnutridos y enfermar.

En el caso de los veganos, por ejemplo, pueden sufrir una deficiencia de vitamina B12 que deben restituir con suplementos al no consumir derivados de los animales como la carne, la leche, el queso o los huevos. La B12 es imprescindible no ya para estar sano, sino para no morir. Es la encargada de metabolizar las proteínas, ayuda a la formación de los glóbulos rojos y al mantenimiento del sistema nervioso, y contribuye a la formación del ácido desoxirribonucleico (ADN), el material genético presente en todas las células. No admite discusión el hecho de que es posible llevar una dieta vegana, estar bien alimentado y gozar de buena salud, pero tampoco la admite que los veganos que aprecian su salud planifican su dieta y lo que comen cada día con sumo cuidado.