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Alain de Botton nos invita a una lectura audaz y divertida de la obra de Marcel Proust, el novelista francés más grande de todos los tiempos. Proust se pasó catorce años de su vida encerrado en una habitación en una estrecha cama escribiendo una obra, En busca del tiempo perdido, de una extensión poco común y que sin duda fue el antídoto de una vida desdichada. Pero ¿es posible encontrar lecciones prácticas para una vida mejor en la obra de un hombre como Proust? A juzgar por su obra y por su correspondencia, este escritor poseía un talento especial para aconsejar a los demás en los asuntos más variados, desde el amor o la amistad, hasta por qué no deben leerse demasiados libros, cómo disfrutar de unas vacaciones o por qué no hay que comprar a tontas y a locas.
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Seitenzahl: 258
Título original: How Proust Can Change Your Life.
© Alain de Botton, 1997.
© de la traducción: Herederos de Miguel Martínez Lage, 2012.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO382
ISBN: 978-84-9006-855-7
Composición digital: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
UNO. CÓMO AMAR LA VIDA HOY EN DÍA
DOS. CÓMO LEER PARA UNO MISMO
TRES. CÓMO TOMARSE TIEMPO
CUATRO. CÓMO SUFRIR CON ÉXITO
CINCO. CÓMO EXPRESAR LAS PROPIAS EMOCIONES
SEIS. CÓMO SER UN BUEN AMIGO
SIETE. CÓMO TENER LOS OJOS BIEN ABIERTOS
OCHO. CÓMO SER FELIZ EN EL AMOR
CÓMOAMARLAVIDAHOYENDÍA
A pocas cosas nos dedicamos los seres humanos con tanto ahínco como a la infelicidad. Si un maligno creador nos hubiese colocado sobre la tierra con el único propósito de hacernos sufrir, tendríamos buenas razones para felicitarnos por nuestra entusiasta respuesta ante semejante tarea. Abundan las razones para el desconsuelo: la fragilidad de nuestro cuerpo, la volubilidad del amor, la falta de sinceridad que en gran medida domina la vida social, las renuncias y los reveses de la amistad, la insensibilidad que acarrea la costumbre. A la luz de tan persistentes males, con absoluta naturalidad podríamos dar por supuesto que no existe un acontecimiento tan esperado, deseado y apetecido como el momento de nuestra propia extinción.
Quien anduviera en busca de un periódico al que echar una ojeada en el París de los años veinte podría haber escogido uno cuya cabecera rezaba: L’Intransigeant. Se trataba de un periódico famoso por dar noticias basadas en la investigación, por dar cuenta de los cotilleos de la metrópoli, por sus exhaustivos anuncios por palabras y por sus editoriales mordaces. Asimismo, tenía la curiosa costumbre de idear grandes interrogantes que después planteaba a determinadas celebridades del momento. Una de esas preguntas fue: «¿Cuál considera usted que sería la educación ideal para su hija?». Otra: «¿Se le ocurre alguna recomendación para mejorar los atascos en las calles de París?». Durante el verano de 1922 el periódico formuló un interrogante especialmente complicado, que planteó luego a determinados colaboradores:
Un científico norteamericano ha pronosticado que el mundo acabará, o que al menos una parte enorme del continente será destruida, de forma tan repentina que millones de personas morirán inevitablemente. Si esta predicción se confirmase, ¿qué efecto cree que tendría en la gente, entre el momento en que cada uno adquiriese conocimiento de ello y el instante del cataclismo? Por último, y en lo que a usted concierne, ¿a qué dedicaría su última hora de vida?
La primera celebridad que respondió a ese siniestro planteamiento de aniquilación personal y mundial fue un hombre de letras entonces distinguido y hoy olvidado, Henri Bordeaux, quien sugirió que semejante noticia empujaría en masa a la población bien a la iglesia más cercana, bien al dormitorio más próximo, aunque él rehuyó tomar tan incómoda decisión y explicó, en cambio, que aprovecharía esa última oportunidad para subir a una montaña y admirar la belleza del paisaje y la vegetación de los Alpes. Otra de las celebridades parisinas de la época, una actriz llamada Berthe Bovy, no propuso ningún recreo de su cosecha, pero confió a los lectores su tímida y coqueta preocupación de que los hombres se despojaran de toda inhibición en cuanto sus actos dejasen de tener consecuencias a largo plazo. Este pronóstico tan poco halagüeño fue semejante al de una famosa quiromántica parisina, madame Fraya, para quien todo el mundo preferiría gozar de los placeres de este mundo, sin preocuparse por preparar sus almas para la vida en el más allá, sospecha que también confirmó otro escritor, Henri Robert, al afirmar con toda tranquilidad que en tal supuesto él se dedicaría a jugar por última vez al bridge, al tenis y al golf.
Finalmente se consultó acerca de sus planes preapocalípticos a un novelista célebre, solitario y bigotudo que apenas salía de casa, que no era precisamente famoso porque le interesaran el golf, el tenis o el bridge (aunque en cierta ocasión probó a jugar a los dardos, y por dos veces contribuyó a hacer volar una cometa), y que se había pasado los últimos catorce años en la cama, bajo una pila de mantas de lana fina, escribiendo una novela insólitamente larga sin tener siquiera una lámpara en condiciones en la mesilla de noche. Desde que en 1913 se publicó el primer volumen, En busca del tiempo perdido fue recibida como una obra maestra; un crítico francés llegó a comparar al autor con Shakespeare, un crítico italiano lo puso a la altura de Stendhal y una princesa austríaca le ofreció su mano en matrimonio. Aunque él nunca se había tenido en muy alta estima («¡Ay, si al menos me valorase un poco más! ¡Ay! ¡Es imposible!»), y a pesar de que había llegado a hablar de sí mismo como si fuera una mosca y a tildar sus escritos de trozo de turrón indigerible, Marcel Proust tenía sobradas razones para estar satisfecho. Hasta el embajador británico en Francia, un hombre de sobra conocido por su cautela cuando de enjuiciar a los demás se trataba, consideró apropiado otorgarle un gran honor, bien que no directamente literario, al describirlo como «el hombre más notable que he conocido en mi vida... ya que cena con el abrigo puesto».
Entusiasta a la hora de colaborar en los periódicos, y en todo caso un hombre franco e incluso campechano, Proust envió la siguiente contestación a L’Intransigeant y su catastrofista científico norteamericano:
Creo que si estuviéramos ante la amenaza de morir del modo en que usted dice, a todos la vida nos parecería repentinamente maravillosa. Piense solamente en la cantidad de proyectos, viajes, amores, estudios que nuestra propia vida nos oculta, y que son invisibles debido a nuestra pereza y a que por nuestra certeza de que existe un futuro posponemos sin cesar.
Pero si todo esto amenazara ser imposible para siempre, ¡qué hermoso volvería a ser! ¡Ah! Con tal de que el cataclismo no se produjera, no dejaríamos de visitar las nuevas galerías del Louvre, ni de arrojarnos a los pies de la señorita X, ni de hacer un viaje a la India.
Si el cataclismo no se produce, no haremos nada de cuanto nos apetece hacer, ya que nos veremos de nuevo en el seno de la vida normal, aquella en que la negligencia apaga el deseo. Y sin embargo ese cataclismo no nos habría hecho ninguna falta para amar la vida hoy en día. Habría bastado con pensar que somos seres humanos y que la muerte puede sobrevenirnos esta misma noche.
Sentir un gran apego a la vida tan pronto como caemos en la cuenta de la inminencia de la muerte, sugiere que quizá no sea la vida en sí lo que hemos dejado de disfrutar mientras el fin no está a la vista, sino que tal vez lo que hemos dejado de apreciar sea nuestra versión cotidiana de la vida, y por ello es posible que nuestras insatisfacciones sean más bien consecuencia de una determinada manera de vivir que el producto de la irrevocable taciturnidad de la experiencia humana. Una vez que renunciásemos a nuestra inveterada creencia en nuestra inmortalidad, nos acordaríamos de una amplísima gama de posibilidades, todavía inéditas, que acechan bajo la superficie de una existencia aparentemente indeseable, aparentemente eterna.
De todos modos, si el debido reconocimiento de nuestra mortalidad nos anima a reevaluar nuestras prioridades, bien podríamos preguntarnos cuáles habrían de ser estas. Podríamos haber vivido tan solo media vida antes de afrontar las implicaciones de la muerte; ahora bien, ¿en qué consiste exactamente toda una vida? El sencillo reconocimiento de nuestra inevitable desaparición no es garantía de que cuando tratemos de llenar las páginas restantes del diario encontremos una respuesta sensata. Presa del pánico que produce el tictac del reloj, podríamos recurrir incluso a más de una locura espectacular. Las sugerencias remitidas por las celebridades parisinas a la redacción de L’Intransigeant resultaron suficientemente contradictorias: admirar el paisaje de los Alpes, contemplar el futuro extraterrestre, el tenis, el golf... No obstante, ¿eran estas maneras fructíferas de pasar el tiempo antes de la desintegración del continente?
Las propias sugerencias de Proust (el Louvre, el amor, la India) no son mucho más útiles. De entrada, parecen reñidas con lo que sabemos acerca de su carácter. No era aficionado a frecuentar museos (de hecho, se pasó diez años sin pisar el Louvre), prefería ver las reproducciones a soportar la cháchara de los visitantes («La gente cree que el amor por la literatura, la pintura y el arte es algo muy extendido, cuando lo cierto es que no existe una sola persona que sepa nada al respecto»). Tampoco se caracterizaba por encontrar particularmente interesante el subcontinente indio, habida cuenta de lo difícil que era llegar hasta él: hacía falta tomar un tren a Marsella, un barco correo a Port Said y luego pasar diez días en un buque de pasajeros de la P&O para atravesar el mar de Omán, itinerario poco apropiado para un hombre que tenía dificultades incluso para levantarse de la cama. En cuando a la señorita X, y con gran intranquilidad por parte de su madre, Marcel nunca se había revelado como un ser receptivo ante sus encantos, así como tampoco lo fue ante los de las muchas señoritas que van de la A a la Z; por otra parte, había pasado mucho tiempo desde que se tomara la molestia de preguntar si tales damiselas no tenían un hermano menor a mano, después de llegar a la conclusión de que un vaso de cerveza bien fría ofrecía una fuente de placer más fiable que hacer el amor.
Pero es que incluso en el supuesto de que hubiera querido actuar de acuerdo con sus propuestas, Proust a la sazón tenía muy pocas posibilidades de hacerlo. Cuatro meses después de remitir su respuesta a L’Intransigeant, y no sin haber predicho durante años que tal cosa iba a suceder, pilló un resfriado y murió. Tenía cincuenta y un años. Estaba invitado a una fiesta y, aun cuando padecía los síntomas de una gripe incipiente, se envolvió en tres abrigos y dos mantas y salió. A la hora de regresar a casa se vio obligado a esperar un taxi ante un portal, con una temperatura polar, y allí se resfrió. A continuación tuvo fiebre muy alta, que podría haberse dominado si Proust no se hubiera negado en redondo a seguir los consejos de los médicos que lo visitaron en su dormitorio. Temeroso de que los doctores causaran una grave interrupción en su trabajo, rechazó sus propuestas —inyecciones de aceite alcanforado— y siguió escribiendo, sin comer ni beber más que leche caliente, café y fruta en compota. El resfriado se convirtió en bronquitis, y esta, en neumonía. Hubo esperanzas de que se recuperase cuando se incorporó en el lecho y pidió un lenguado a la plancha, pero para cuando le compraron el pescado y se lo cocinaron tuvo un acceso de náuseas y fue incapaz de probar bocado. Murió horas más tarde a causa de un absceso en el pulmón.
Por fortuna, las reflexiones de Proust acerca de cómo hay que vivir no se limitaron a la brevísima y un tanto confusa respuesta al caprichoso cuestionario que le planteó un periódico, y es que casi hasta el día mismo de su muerte estuvo trabajando en un libro en el que se había propuesto contestar, bien que de forma un tanto amplia y con una complejidad narrativa considerable, a una pregunta no del todo distinta de la que suscitó las predicciones del ficticio científico norteamericano.
Ya lo insinúa el título mismo de su extensísimo libro. Aunque a Proust nunca le gustó, y en distintas ocasiones lo calificó de «desafortunado» (1914), «engañoso» (1915) y «feo» (1917), En busca del tiempo perdido gozaba de la ventaja de apuntar directamente al tema central de la novela: una búsqueda de las causas que subyacen tras la disipación y la pérdida del tiempo. Lejos de ser una memoria en la que se vuelve al transcurrir de una edad más lírica, se trataba de una historia práctica y de aplicación universal acerca de cómo detener la dilapidación del tiempo para comenzar a apreciar y disfrutar de la vida.
Si bien el anuncio de un apocalipsis inminente sin duda tuvo que dar prioridad a esta preocupación en el ánimo de cualquiera, la guía proustiana ofrecía una esperanza de que ese tema nos llamara la atención poco antes de que la destrucción personal o global estuviera a punto de producirse, de modo que pudiéramos aprender a acomodar nuestras prioridades antes de que llegara el momento de jugar por última vez al golf y darlo todo por perdido.
CÓMOLEERPARAUNOMISMO
Proust nació en el seno de una familia en la cual el arte de hacer que los demás se sintieran mejor se tomaba ciertamente muy en serio. Su padre era médico, un hombre corpulento y barbudo, con una fisonomía característica del siglo XIX, cuyo aire autoritario y cuya mirada resuelta hacían que uno se sintiese como un tonto en su presencia. Transmitía esa superioridad moral característica de los miembros de la profesión médica, un colectivo cuyo valor para la sociedad es incuestionable y salta a la vista ante todo aquel que haya sufrido un catarro pertinaz o un ataque de apendicitis, y que por consiguiente provoca una molesta sensación de banalidad en quienes se dedican a vocaciones menos manifiestamente valiosas.
El doctor Adrien Proust, hijo de un tendero de provincias especializado en la manufactura de velas y cirios para uso doméstico y eclesiástico, había tenido un modesto comienzo profesional. Tras cursar con brillantez sus estudios de medicina, que culminó con una tesis titulada Diversas formas de reblandecimiento cerebral, se dedicó a mejorar los criterios imperantes en la salud pública. Se preocupó en especial por detener los avances del cólera y de la peste bubónica, y en sus múltiples viajes por el extranjero asesoró a los gobiernos de no pocos países en calidad de experto en enfermedades infecciosas. Recibió la debida recompensa a sus desvelos y fue nombrado caballero de la Legión de Honor y profesor de higiene en la Facultad de Medicina de París. El alcalde de Toulon, puerto mediterráneo particularmente propenso a las epidemias de cólera, le hizo entrega de las llaves de la ciudad; en Marsella, un hospital dedicado a enfermos infecciosos fue bautizado con su nombre. Cuando falleció en 1903, el doctor Proust era un médico de renombre internacional a quien casi podría creerse a pie juntillas cuando resumió su existencia en este pensamiento: «He sido feliz durante toda mi vida».
No es, pues, de extrañar que Marcel se hubiera sentido un tanto indigno al lado de su padre y que hubiese temido ser la pesadilla y el desdoro de su por lo demás satisfecha vida. Nunca albergó ninguna de las aspiraciones profesionales que constituían un distintivo de normalidad en los hogares de la burguesía a finales del siglo XIX. Solo le importaba la literatura, aunque durante buena parte de su juventud no pareció dispuesto a consagrarse a ella ni ser capaz de hacerlo. Como era un buen hijo, intentó dedicarse a algo que mereciese la aprobación de sus padres. Pensó en trabajar como funcionario para el Ministerio de Asuntos Exteriores, estudiar abogacía, ser agente de cambio y bolsa o ayudante en el Louvre. Sin embargo, la dedicación a una profesión determinada le resultó harto difícil. Dos semanas de trabajo como pasante de un abogado bastaron para espantarlo («En mis momentos de máxima desesperación, jamás he llegado a concebir nada tan horripilante como el bufete de un abogado»), y la idea de convertirse en diplomático fue descartada cuando cayó en la cuenta de que a la fuerza tendría que irse de París y alejarse de su amada madre. «Así pues, ¿qué me queda, teniendo en cuenta que he decidido no ser abogado, ni médico, ni cura...?», se preguntaba a sus veintidós años un Proust cada vez más desesperado.
Tal vez pudiera hacerse bibliotecario. Presentó una solicitud y fue admitido, al principio sin remuneración, en la biblioteca Mazarino. Esa podría haber sido la respuesta, pero Proust descubrió que el lugar era demasiado polvoriento para que lo soportaran sus pulmones y fue pidiendo una serie de excedencias cada vez más largas, todas ellas con el pretexto de su enfermedad; unas las pasó en cama; otras, de vacaciones; muy pocas, ante su escritorio. Llevaba una vida en apariencia regalada: organizaba cenas y festejos, salía a tomar el té, gastaba el dinero a espuertas. Cabe imaginar la inquietud de su padre, un hombre pragmático que nunca había manifestado un interés excesivo por el arte, aunque en tiempos fuera médico titular de la Opéra Comique, donde encandiló a una cantante norteamericana que le envió una foto suya en la que aparecía vestida de hombre, con unos bombachos repletos de puntillas y encajes. Después de un largo periodo en el que no se presentó a trabajar —de hecho, aparecía un día al año, o incluso menos—, sus jefes en la biblioteca Mazarino, por lo general tan tolerantes y comprensivos con él, terminaron por perder la paciencia y lo despidieron cinco años después de haberlo admitido. A esas alturas ya era evidente para todo el mundo, y no menos para su desilusionado padre, que Marcel jamás iba a tener un trabajo propiamente dicho y que siempre dependería del dinero de la familia para dedicarse a su tan diletante como en modo alguno remunerado interés por la literatura.
Todo lo anterior hace que cueste trabajo comprender una ambición que Proust confesó a su criada una vez que sus padres habían muerto, cuando por fin había empezado a trabajar en su novela: «Ah, Céleste, si al menos tuviera la seguridad de hacer por los libros tanto como hizo mi padre por los enfermos».
¿Hacer por los libros lo que Adrien había hecho por aquellas personas destruidas por el cólera y la peste bubónica? No hacía falta ser el alcalde de Toulon para comprender que el doctor Proust tenía en su mano el poder de introducir una mejora sustancial en las condiciones de vida del pueblo; en cambio, ¿qué clase de sanación tenía en mente Marcel con los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido? Su obra maestra bien podría ser una forma de entretenerse durante un largo viaje en tren a través de la estepa siberiana, pero ¿habrá alguien dispuesto a afirmar que sus beneficios están a la altura de los que comporta un sistema de sanidad pública que funcione debidamente?
Si descartamos la ambición de Marcel, tal vez se deba a un particular escepticismo respecto a las cualidades terapéuticas de la novela y la literatura en general, y no tanto a que dudemos del valor de la palabra impresa. Incluso el doctor Proust, en muchos sentidos contrario a la vocación de su hijo, no era del todo hostil a todos los géneros literarios, y ciertamente fue un autor prolífico y mucho mejor conocido en las librerías, durante no pocos años, que su vástago.
De todos modos, la utilidad de los escritos del doctor Proust nunca fue puesta en tela de juicio, al contrario que la de su hijo. A lo largo de sus treinta y cuatro libros publicados, se dedicó a considerar infinidad de modos para incrementar el bienestar físico de la población en general, y sus títulos van desde un estudio de La defensa de Europa frente a la peste hasta un breve volumen sobre un problema tan especializado, y en la época tan novedoso, como El saturnismo observado en los obreros relacionados con la fabricación de pilas eléctricas. Sin embargo, el doctor Proust quizá fuese mejor conocido entre el público lector gracias a un buen número de libros en los que transmitió de forma concisa, vivaz y accesible todo lo que uno quería saber acerca de la buena forma física. De ningún modo sería contrario al tenor de sus ambiciones describirlo como un pionero magistral de los manuales de autoayuda para mantenerse en forma.
El libro de autoayuda con que cosechó más éxito fue Elementos de higiene. Publicado en 1888, estaba profusamente ilustrado e iba dirigido sobre todo a las adolescentes, por considerar que este segmento de la población necesitaba consejos sobre cómo realzar su salud, a fin de contar con una nueva y vigorosa generación de ciudadanos franceses, sumamente escasos al cabo de todo un siglo de sangrientas aventuras militares.
Puesto que el interés en un estilo de vida saludable ha ido en aumento desde los tiempos del doctor Proust, quizá sea útil incluir al menos algunas de las muy atinadas recomendaciones del doctor.
CÓMOELDOCTORPROUSTPUEDEMEJORARSUSALUD
(I) Dolor de espalda
Por el contrario, debería seguir el ejemplo de esta señorita:
(II) Corsés
El doctor Proust nunca ocultó el desagrado que le producía esta prenda de moda, que describió como perversa y autodestructiva (en una diferenciación importante para todo el que esté preocupado por el correlato entre esbeltez y atractivo, informó a sus lectores y lectoras de que «la mujer delgada dista mucho de ser la mujer esbelta»). Y en un intento por disuadir a las muchachas que pudieran sentir la tentación de llevar estos corsés, incluyó una ilustración que ponía de manifiesto los catastróficos efectos de esta especie de faja sobre la columna vertebral.
(III) Ejercicio
En lugar de fingir la delgadez por un medio enteramente artificial, el doctor Proust proponía un régimen de ejercicio regular en el que incluyó buen número de ejemplos prácticos y en modo alguno exigentes; por ejemplo, saltar desde lo alto de una tapia...
... dar saltos...
... balancear los brazos...
... y columpiarse sobre un solo pie.
Con un padre tan magistral en la instrucción aeróbica, el uso de los corsés y la postura ideal para coser, diríase que Marcel pudo haber pecado de imprudente o quizá incluso de excesivamente ambicioso a la hora de equiparar la obra de toda su vida con la del autor de Elementos de higiene. En vez de echarle la culpa de ese problema, cabría en cambio preguntarse hasta qué punto tiene sentido esperar de cualquier novela que posea unas determinadas cualidades terapéuticas, y si el género novelesco en sí mismo es capaz de ofrecer más alivio del que obtendríamos de una aspirina, un paseo campestre o un dry martini.
Con afán caritativo, podría sugerirse el escapismo. Cuando uno se encuentra empantanado en circunstancias familiares, quizá resulte placentero adquirir un libro de bolsillo en el quiosco de la estación («Me atraía la idea de alcanzar un público más amplio, de llegar a esa clase de personas que compran volúmenes de ínfima calidad de impresión antes de tomar un tren», especificó Proust). Una vez a bordo, podemos abstraernos del entorno inmediato e ingresar en un mundo más agradable o, cuando menos, agradablemente distinto del que nos rodea, y distraernos de vez en cuando admirando el paisaje a la vez que sostenemos ese volumen de ínfima calidad de impresión abierto por la página en que un malhumorado barón, que luce el consabido monóculo, se dispone a entrar en el salón de su residencia, y así hasta oír anunciado nuestro destino por el sistema de megafonía del tren, momento en que los frenos emiten de mala gana un chirrido y de nuevo emergemos a la realidad, cuyo símbolo es la estación y la bandada de palomas de color pizarra que picotean aquí y allá los restos de alguna golosina (en sus memorias, la criada de Proust, Céleste, informa a quienes estén alarmados por no haber hecho grandes progresos en la novela de nuestro autor, lo cual es de agradecer, de que la novela no está escrita para ser leída entre dos estaciones de tren).
Es posible que la mejor indicación sobre la idea que tenía Proust del modo en que deberíamos leer se encuentre en su aproximación a la forma de mirar los cuadros. Después de su muerte, su amigo Lucien Daudet escribió acerca del tiempo que pasó con él, incluyendo la descripción de una visita que hicieron juntos al Louvre. Siempre que iba a mirar cuadros, Proust tenía la costumbre de relacionar las figuras representadas en los lienzos con personas que conocía personalmente. Daudet nos cuenta que entraron en una galería en la que había un cuadro de Domenico Ghirlandaio titulado Un viejo con un niño; la obra, que data de la década de 1480, representa a un anciano de mirada amable con la punta de la nariz llena de carbuncos.
Bridgeman Art Library
Proust se paró un momento a contemplar el Ghirlandaio; acto seguido, se volvió hacia Daudet y le dijo que aquel hombre era el vivo retrato del marqués de Lau, personaje de sobra conocido en el mundillo de la alta sociedad parisina.
Qué sorprendente resulta identificar al marqués, un caballero del París finisecular, en un retrato pintado en Italia a finales del siglo XV. Sin embargo, sobrevive una instantánea del marqués. Nos lo muestra sentado en un jardín con un grupo de damas ataviadas con aquellos vestidos que, para ponérselos, requerían la ayuda de cinco criadas al menos. Él lleva traje oscuro, cuello duro, gemelos y sombrero de copa; a pesar de la parafernalia decimonónica y de la mala calidad de la fotografía, cabe imaginar que efectivamente guarda un parecido asombroso con el hombre de la nariz llena de carbuncos que pintó Ghirlandaio en la Italia del Renacimiento, un hermano dramáticamente separado de él por la distancia y los siglos.
La posibilidad de realizar semejantes conexiones visuales entre dos personas que habitaban mundos en apariencia tan distintos entre sí explica el que Proust afirmase que «estéticamente, el número de los tipos humanos es tan restringido que continuamente, allí donde estemos, podemos disfrutar del placer de ver a personas ya conocidas».
Un placer como ese no es solo visual: el restringido número de los tipos humanos también implica que en reiteradas ocasiones tenemos la posibilidad de leer algo acerca de personas ya conocidas en lugares en los que nunca habríamos imaginado encontrarlas.
Albertine tenía la cabeza quieta al hablar, la nariz contraída, y movía únicamente el borde de los labios. De lo cual resultaba una sonoridad nasal y lenta, en la que entraban probablemente como causas herencias de parla provinciana, juvenil afectación de la flema británica, lecciones de una institutriz extranjera y una hipertrofia congestiva de la mucosa nasal. Este modo de hablar, que desaparecía enseguida cuando iba conociendo a la gente y se volvía más natural y más chiquilla, podía parecer desagradable. Pero era muy particular, y a mí me encantaba. Cada vez que se me pasaban unos días sin verla, yo me repetía todo exaltado: «Nunca se le ve a usted jugar al golf», con el mismo tono nasal en que ella lo dijera, muy tiesa, sin mover la cabeza. Y entonces pensaba yo que no había en la tierra ser más codiciable.
Cuando se lee el retrato de ciertos personajes de ficción es difícil no imaginar al mismo tiempo a ciertos conocidos de la vida real a quienes recuerdan muy estrecha e inesperadamente. Por ejemplo, me ha resultado imposible separar a la duquesa de Guermantes que pinta Proust de la imagen de la madre adoptiva de una antigua novia mía, una señora de cincuenta y cinco años que no habla francés, no tiene título nobiliario alguno y reside en Devon. Más aún: cuando un personaje tan titubeante y tímido como Saniette pregunta al narrador de Proust si podría visitarlo en su hotel de Balbec, el tono de orgullo y recelo con que enmascara sus intenciones amistosas me parece exactamente el de un viejo conocido de la universidad, que tenía la maniática costumbre de no ponerse jamás en una situación en la que corriera el riesgo de verse rechazado.
«No sabrá usted qué es lo que va a hacer dentro de unos cuantos días, ¿verdad? Lo digo porque yo probablemente estaré en las cercanías de Balbec. No es que sea un asunto de importancia, claro; tan solo se me ha ocurrido preguntárselo por si acaso», dice Saniette al narrador, aunque lo mismo podría haber sido Philip al proponer un plan para pasar la noche. En cuanto a la Gilberte de Proust, en mi imaginario se encuentra decididamente asociada con Julia, a quien conocí a los doce años, cierta vez en que fui a esquiar, y me invitó dos veces a merendar en su casa (comía los milhojas muy despacio, sin importarle que las migas cayeran en su vestido estampado), a quien besé en Nochevieja y a la que nunca más volví a ver, pues vivía en África, donde hoy bien podría ser enfermera, en el caso de que su deseo de adolescente se haya hecho realidad.
Qué oportuno es que Proust comente que «no es posible leer una novela sin atribuir a la heroína los rasgos de la mujer que amamos». Ello dota de cierto aire de respetabilidad al hábito de imaginar que Albertine, a quien vimos por última vez en Balbec, con sus ojos brillantes y risueños y su capota negra, tiene un parecido pasmoso con Kate, mi novia, que nunca ha leído a Proust y prefiere a George Eliot o bien hojear el Marie Claire si ha tenido un día complicado.
Kate/Albertine
Semejante comunión íntima entre nuestra vida y las novelas que leemos puede ser, de hecho, la razón por la que Proust sostenía que
En realidad, mientras lee, todo lector es el lector de su propio yo. La obra del escritor no pasa de ser un mero instrumento óptico que ofrece al lector para darle la posibilidad de discernir aquello que, sin su libro, tal vez nunca habría experimentado en sí mismo. Y que el lector reconozca en su propio yo aquello que dice el libro es la prueba de su veracidad.
Ahora bien: ¿por qué razón aspiran los lectores a ser lectores de sus propios yoes? ¿Por qué privilegia Proust la conexión existente entre nosotros y la obra de arte, tanto en su novela como en sus costumbres museísticas?
Una de las posibles respuestas es que se trata de la única manera en que el arte puede afectarnos como es debido, en vez de ser una simple distracción, y que, además, existe todo un flujo de extraordinarios beneficios inherente a lo que bien podría designarse como el «fenómeno del marqués de Lau» (FML), que consiste en la posibilidad de reconocer a Kate en el retrato de Albertine, a Julia en la descripción de Gilberte y, en términos generales, a nosotros mismos en aquellos volúmenes de ínfima calidad de impresión adquiridos en las estaciones de ferrocarril.
BENEFICIOSDELFML
(I) Sentirse como en casa en todas partes
El hecho de que quizá nos sorprenda reconocer a alguien en un retrato pintado cuatro siglos atrás sugiere lo difícil que es sostener algo más que una creencia meramente teórica en la universalidad del carácter del ser humano. Tal como Proust veía el problema,
Las gentes de tiempos pasados nos parecen infinitamente lejos de nosotros. No nos atrevemos a suponerles intenciones profundas allende lo que expresan formalmente; nos quedamos pasmados cuando encontramos un sentimiento aproximadamente semejante a los que nosotros experimentamos en un héroe de Homero [...] dijérase que nos imaginamos al poeta épico [...] tan lejos de nosotros como un animal que hayamos visto en un parque zoológico.
Tal vez parezca muy normal que nuestro primer impulso cuando nos presentan a los personajes de la Odisea