Como de un país - Marco Montenegro Muñoz - E-Book

Como de un país E-Book

Marco Montenegro Muñoz

0,0

Beschreibung

La búsqueda de la verdad tras la maduración personal y los recuerdos de infancia no siempre coinciden con aquello que nos termina por encontrar. Tres niños cuyas vidas aquí se entrelazan, cada cual, con voz propia, forman parte del mismo acorde existencial.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 74

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© LOM ediciones Primera edición, diciembre de 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 978-956-00-1464-1 ISBN digital: 978-956-00-1496-2 Imagen de portada: Río Mapocho de Marco Montenegro Diseño, Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 [email protected] | www.lom.cl Tipografía: Karmina Registro n°: 311.021 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

A Macarena

No seamos sectarios: la infancia es a vecesun paraíso perdido. Pero otras veces es un infierno de mierda.

Mario Benedetti

I

Era el día de su cumpleaños. Un día como cualquier otro. Carlo Scavia ignoraba cuándo lo había celebrado por última vez o en qué momento había dejado de pensar siquiera en eso. Ya era bastante insólito que hubiera reparado en la fecha, sin motivo aparente; sin que nadie, por supuesto, se lo hubiera mencionado. Quién sabe cuántos años cumpliría. Los suficientes –pensaba– como para aferrarse a unos pocos recuerdos en lugar de garabatear unos nuevos cada vez, con esa pintura que se le quedaba a diario en los dedos, como habría dicho Flaubert. La memoria es lo primero que se pierde cuando uno decide vivir cada día como si fuera el anterior o el que le sigue. La memoria y la edad. No importa cuántos años pasen, se tiene siempre la edad en que la memoria se detuvo y el recuerdo tomó la palabra.

II

Tal vez se pierde la memoria y no los recuerdos: recordar es darle al pasado respiración boca a boca, revivir fantasmas hechos de un puñado de hojas en blanco que parecen escribirse incesantemente a sí mismas. En principio, la memoria puede esperar, pero los recuerdos son impacientes, como un gato casero que maúlla insistente exigiendo su alimento. Mientras la memoria ayuna, el recuerdo, voraz, se alimenta de ella y le exige hasta que, agotada, se le entrega como un rescoldo donde un par de imágenes consumen el calor que antes fue luz, para brillar tenues, vagamente cálidas, casi reales. Él no lo sabe o lo olvidó, pero ya pasó los cincuenta, y a pesar del tiempo la niña sigue ahí frente a ellos (al otro y a él), que se han propuesto arrancarle una respuesta que nadie más podría darles; dos niños jugándose un futuro cuya existencia ignoran por completo.

III

La escena es casi pura sensación, no hay una imagen realmente. No ve ahí a Negroni ni a la niña ni a sí mismo. Pero emergen los tres de la oscuridad como latidos de intensidad variable. Los suyos son los más violentos sin duda. Él está ahí como una ola que no rompiera nunca, ensordecida por su propio rumor, a la espera de lo que en el recuerdo ya ocurrió y que por lo mismo le impide reventar, volverse espuma y diluirse. Fabienne es un latido suave, mullido, amable, a pesar de la respuesta que no demora demasiado y se confunde con la sonrisa divertida de Negroni, la misma de antes y después de la pregunta:

–¿Quién te gusta, Carlo o yo?

–Tú –dice Fabienne, y su respuesta se hace eterna.

Trato, pero no me acuerdo, era muy pequeña. De verdad no me acuerdo de él. Sé, por supuesto, que pasé por ese colegio, pero no guardo ningún recuerdo. A esa edad no decides lo que retendrás o no en la memoria. Su nombre, en todo caso, no me dice nada. Me pregunto cómo me habrá encontrado. La idea de aparecer en el relato de un novelista no me desagrada, aunque, la verdad, no me parece que mi vida tenga suficiente interés; no al menos comparada con lo que él se imagina de mí. Reconozco que me da un poco de miedo hurgar en mi memoria para encontrar rastros de lo que cuenta. Haría falta desempolvar largos periodos que me llevó tiempo enterrar. Lo que pide es mi permiso para usar mi nombre y no estoy segura de que eso me incumba realmente. Uno tiene el derecho de hacer lo que quiera con los restos de vida que las olas del tiempo abandonan sobre la arena de la conciencia (sé que sueno un poco a él). Si lo que dice pasó o no en realidad o si solo se inventa una historia en la que yo irrumpo en sus sueños, a mí me da igual. Me gustaría saber, sin embargo, quién era el otro tipo. El que escogí.

IV

La belleza era el problema, siempre lo fue. La belleza, que no se apiada de nadie. A Carlo lo torturaba incansable desde muy niño. Era un dolor que no sabía identificar muy bien y que en su inocencia confundía con el placer. Era ese dolor lo que buscaba en silencio cada día, arrimándose a Fabienne sin una palabra, como si él no existiera, las manos frías y húmedas enterradas en los bolsillos del delantal. La seguía con la vista cuando ella se levantaba a preguntar algo y volvía luego a su puesto, sin saber que había un niño que aprendía de memoria el color de sus mejillas, de su boca, de sus ojos, hasta transformarlos en una máscara sutil que acomodaría más tarde sobre el rostro de cada mujer que buscara instalarse en su imaginación.

Nunca le hablaba, y tampoco ese día dijo nada. Era el otro quien había propuesto el desafío y quien había hecho la pregunta, cuya respuesta era ahora un zumbido en los oídos que a ratos no lo dejaba oír. Incapaz de moverse, se había quedado ahí, sintiendo cómo el veneno del rechazo lo invadía furiosamente y le ardía en la mirada.

V

Se encontró años más tarde a Negroni, que volvía del extranjero después de un largo tiempo. Demasiado largo al parecer –según decía, con la misma locuacidad y desparpajo de cuando eran niños–, porque su mujer pensó que ya no llegaba y decidió seguir su vida por cuenta propia. A Carlo le parecía como si Negroni hablara de otra persona: de un personaje de novela o de película; de uno de ópera incluso. A tutta voce y gesticulando exageradamente, detallaba los maravillosos momentos que vivió en su matrimonio, lamentando que no hubieran bastado para compensar las miserias, que también enumeraba en detalle y que habían terminado por alejarlos definitivamente.

–Tú sabes que los números no siempre cuadran –había dicho riendo, para cerrar el balance.

Se burla de él ahora. Parece que todavía estuviera celoso. ¿Será posible, después de tantos años? Tal vez lo sabría si pudiera hacerme una imagen del otro. Suena raro, pero ahora que sé que está divorciado –si se puede confiar en la palabra de un escritor– me siento extrañamente inquieta. Incluso he pensado en buscarlo. Pero ¿buscar a quién? Ni siquiera me acuerdo de su nombre y me avergüenza preguntarle al mismo que ofendí. Él lo llama Negroni, quién sabe si es su verdadero apellido. ¡Mierda! Es ridículo, me siento como debe haberse sentido la niña que fui en esa época, salvo que tengo cien años más y un montón de fracasos detrás mío (el último duerme todavía en mi cama; pero tranquila, ya se va).

Esto es lo que sé: habíamos llegado a Chile ese año. Mi padre escribía un librito por encargo sobre los ciudadanos franceses llegados a América durante la Segunda Guerra. Obviamente, no había podido evitar simpatizar con la resistencia que la mayoría de los chilenos oponía al régimen militar, que no parecía dispuesto a devolver el poder ni entonces ni nunca. Me lo acaba de contar por teléfono, un poco –o bastante– sorprendido de mis preguntas a estas horas de la noche. Antes de diez meses nos habían expulsado del país. No duramos mucho, es cierto, pero piensa que es posible que conserve todavía una foto de mi curso. Piensa también que no hay manera de que se levante a medianoche a buscar pistas de una historia de la que no es protagonista. Gracias, papá. Hasta mañana, Negroni.

VI