Como un río de fuego - José Luis Alfaya Camacho - E-Book

Como un río de fuego E-Book

José Luis Alfaya Camacho

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Beschreibung

¿Cómo se desarrolló la persecución religiosa en Madrid durante la guerra civil española? ¿Cuáles fueron sus desencadenantes? ¿Cómo se gestó la que llegó a llamarse Iglesia clandestina, o de las Catacumbas? La capital padeció una violencia especial por su crueldad y su odio, y así lo manifiestan las cifras y testimonios en este libro. El autor acude a fuentes rigurosas -muchas de ellas, inéditas-, y también a entrevistas a sacerdotes que permanecieron en Madrid, escondidos o refugiados en Embajadas y Legaciones, ofreciendo así un valioso relato sobre la historia reciente de España.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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JOSÉ LUIS ALFAYA

COMO UN RÍO DE FUEGO

La persecución religiosa en Madrid en 1936

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2017 by FUNDACIÓN STUDIUM

© 2017 by EDICIONES RIALP, S.A.,

Colombia, 63, 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4781-4

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRÓLOGO

I. ROJO SOBRE NEGRO

1. AL FINAL DEL CAMINO

2. HERMENEGILDO LÓPEZ GONZALO

3. ¿UNA REVOLUCIÓN?

4. AZAÑA

5. PERSECUCIÓN

6. ROJO SOBRE NEGRO

7. UNA CEREMONIA NOCTURNA

8. LEOPOLDO EIJO Y GARAY

9. BAJO EL CALOR DE JULIO

10. EN UNA COMUNIDAD DE CLAUSURA

11. EL ÚLTIMO PASEO

12. ETAPA FINAL: PARACUELLOS

13. TESTIGOS DE SANGRE

II. UNA IGLESIA DE CATACUMBAS

1. SOBREVIVIR

2. AYUDA INESPERADA

3. REORGANIZACIÓN INTERIOR

4. MADRID, CAPITAL SITIADA

5. IGLESIA DE CATACUMBAS

6. LA IMPORTANCIA DE UN CARNET

7. LOS SACRAMENTOS, EN CLAVE

8.CONFESORES DE LA FE

9. CULTO CLANDESTINO

10. LUCES EN LA OSCURIDAD

III. TEMORES Y ESPERANZAS

1. LA DIOCESIS EN EL EXILIO

2. EL JARAMA

3. LA LABOR DEL PASTOR

4. LA GUERRA SE PROLONGA

5. LA ACTITUD DEL VATICANO

6. BURGOS, VALLADOLID, VIGO, PARÍS

7. BRUNETE

8. CADA CAMINANTE SIGA SU CAMINO

9. REORGANIZACIÓN

10. UNA CONVERSIÓN ASOMBROSA: GARCÍA MORENTE

11. EN LA LINEA DE FUEGO

IV. REFUGIADOS

1. DERECHO DE ASILO

2. ACCIÓN DE LAS EMBAJADAS

3. LABOR DE LOS REFUGIADOS

V. LA ETAPA FINAL

1. LA MINI-GUERRA CIVIL DE MADRID

2. EL REGRESO

3. PREPARACIÓN DEFINITIVA

4. ÚLTIMA PERSECUCIÓN EN MADRID

5. SAN ISIDRO, INCORRUPTO Y SALVADO

6. DEVASTACIÓN

7. NUEVOS TIEMPOS, NUEVOS TEMPLOS

EPÍLOGO: UN REGALO INESPERADO

AGRADECIMIENTOS

APÉNDICES

APÉNDICE I. VÍCTIMAS ENTRE EL CLERO SECULAR DE MADRID

APÉNDICE 2. VÍCTIMAS ENTRE RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS

APÉNDICE 3. RELACIÓN DE SACERDOTES DIOCESANOS DE MADRID MUERTOS A CONSECUENCIA DE LA GUERRA DEL 18.VII.1936 AL 28.III.1939

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE ONOMÁSTICO

JOSÉ LUIS ALFAYA

PRÓLOGO

¿QUÉ ES UN HISTORIADOR? Si la respuesta es que un historiador es el que escribe sobre historia, entonces tanto lo es quien escribe un manual para alumnos de bachillerato, como el que investiga en los archivos. Es igualmente historiador el que elabora un manual para universitarios, en el que recoja los resultados de las investigaciones más recientes y fiables, que el que publica un hecho anecdótico en una revista de divulgación para el gran público. Si admitimos esta definición de historiador y la trasladamos, por ejemplo, a la Física, tan propiamente se puede llamar físico al autor de un manual para alumnos de segunda enseñanza como al que escribe un libro de física recreativa, el poco conocido autor de un resumen, o bien investigadores como Heisemberg, Niels, Boor, Pascual Jordan o Jirac.

No basta, por tanto, para ser historiador haberse licenciado en Historia y haber escrito sobre el pasado, como no basta para ser físico, haberse licenciado en Física y haber escrito algo sobre esta materia. Un físico, en el lenguaje generalmente aceptado, es un investigador; un hombre que, a fuerza de experimentación, pensamiento y paciencia hace avanzar los conocimientos que se tienen en física en un determinado momento; que se plantea problemas y construye hipótesis de trabajo, cuya validez comprueba mediante la experimentación.

Del mismo modo, creo que verdaderamente puede llamarse historiador al investigador del pasado, aquel que se plantea problemas e intenta resolverlos, no con hipótesis (pues no es el mismo método el que deba utilizar el físico que un historiador), sino acudiendo a las fuentes conocidas para verificar datos, a los archivos, en busca de documentos con los que pueda reconstruir un retazo del pasado, o corregir y rectificar lo que hasta entonces ha corrido como cierto sin serlo.

Creo que puede afirmarse, sin que quepa la menor duda, que José Luis Alfaya entra de lleno en esta categoría. Se ha planteado una cuestión, o un problema si se prefiere llamarlo así: ¿Qué pasó en la diócesis de Madrid-Alcalá entre julio de 1936 y abril o mayo de 1939? Hubo quienes se quedaron dentro de sus límites y quienes el comienzo de la guerra les sorprendió fuera de ellos. ¿Qué ocurrió dentro? ¿Cómo se desenvolvió lo que puede llamarse Iglesia de Catacumbas? ¿Y qué fue lo que vivió la que se puede llamar la Diócesis en el exilio?

La abundancia de bibliografía sobre la Guerra de España aumenta cada año, con libros de muy distinto valor, y algunos —no es posible saber si muchos o pocos— de valor nulo, pues no aportan ni un dato nuevo, ni una rectificación (se entiende una rectificación basada en fuentes que se utilizaron mal por falta de sentido crítico); lo que aportan son las opiniones del autor o su particular interpretación, sin que nada garantice que tal opinión o cuál interpretación sea la verdadera; incluso a veces se encuentran algunos que incurren en errores de bulto. Pues bien, el presente libro es otro más que añadir a la copiosa bibliografía existente, pero que aporta la reconstrucción de una pequeña parcela apenas conocida, y eso sólo parcialmente y en sus aspectos más generales. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que lo que ahora se publica es un resumen, sin apenas aparato crítico para que pueda ser leído con facilidad, de una Tesis Doctoral elaborada concienzudamente, en la que cada afirmación está respaldada por las fuentes.

Acerca de lo que antes se llamó La Iglesia clandestina, en general se conoce suficientemente; hay estudios particulares elaborados, generalmente, a petición del obispado, por Institutos y Congregaciones religiosas, sobre la suerte que sus miembros corrieron en territorio republicano; en cambio, para hacerse una idea de cómo se fue organizando la vida parroquial de la diócesis, hay que acudir a los informes —de gran valor histórico— de sacerdotes que se hacían cargo de las parroquias de los pueblos a medida que iban siendo liberadas. De los primeros, muchos están publicados, pero los segundos permanecen inéditos. El libro de A. Montero Historia de la persecución religiosa en España, 1936-1939 (Madrid, BAC, 1961), que acredita a su autor como un historiador excelente, sirvió de falsilla…, hasta cierto punto. De hecho, tanto el planteamiento como la orientación del presente libro es nuevo.

Aparte de los datos sueltos en Montero, algunos artículos, y los mencionados estudios de Institutos religiosos, han sido las fuentes inéditas las que constituyen el cuerpo de este libro. Para lo que fue la vida religiosa de la diócesis que quedó bajo el dominio del Gobierno republicano (cada vez menos republicano y más socialista o comunista), aparte las fuentes publicadas, el autor ha recurrido al testimonio de los sacerdotes que vivieron aquellos años —hasta el 28 de marzo de 1939— en Madrid o pueblos de la diócesis.

Concretamente, los archivos del Arzobispado de Madrid-Alcalá, que así era entonces (cuya documentación catalogó el autor al consultar las carpetas correspondientes) suministraron el material para conocer cómo el obispo de Madrid-Alcalá, Leopoldo Eijo y Garay, fue aunando una Curia Diocesana y manteniendo el contacto con los sacerdotes de la zona nacional, que al recuperar las parroquias de los pueblos en los que iban entrando, lo primero que hacían era enviar un informe sobre el estado en que se habían encontrado la iglesia, la casa parroquial y el espíritu de los feligreses. Casimiro Morcillo solía servir de enlace entre la Curia y los sacerdotes, viajando y manteniendo el contacto con ellos. De este modo se reorganizó la diócesis en el exilio y se planificó la reconstrucción de los distintos aspectos organizativos y pastorales para cuando fuera posible regresar a Madrid y reanudar la vida de la diócesis.

Ha tenido además José Luis Alfaya la iniciativa de entrevistar a los sacerdotes que permanecieron en Madrid, o refugiados en las Embajadas y Legaciones, para que contaran sus vivencias en aquellos años. Estas entrevistas las grabó y luego, transcritas las cintas, las dio a leer a los entrevistados, y fueron firmadas por ellos. Así, aportaron su testimonio de lo que habían vivido o visto en aquella zona durante los años de la guerra José María García Lahiguera (arzobispo dimisionario de Valencia), Félix Verdasco (párroco jubilado de Aranjuez), Félix Aguado, que fue capellán 2.º del Cerro de los Ángeles, Cecilio de Santiago (párroco de San Jerónimo el Real), la fundadora de la Oblatas de Jesucristo Sacerdote y otros, que sumados a los ya conocidos (por ejemplo, las vivencias de las Carmelitas Descalzas del Cerro de los Ángeles, recogidas en la obra biográfica de la Madre Maravillas Si tú le dejas), fueron fuentes preciosas que le han servido a José Luis Alfaya para trazar la vida de la iglesia clandestina dentro del territorio de la diócesis en el que la persecución fue grande, demostrando con datos que las cifras de víctimas sacerdotales, barajadas hasta ahora, resultan bastante menores a las reales.

Es, pues, esta una aportación de positivo valor, que puede y debe figurar entre las que contribuyen a conocer la historia de aquellos años de guerra, una historia tan apasionante que, a más de cincuenta años de los acontecimientos, sigue interesando y siendo objeto de estudios, ensayos, interpretaciones que, probablemente, se irán incrementando a medida que se vayan buscando y conociendo nuevas fuentes. Esperamos que libros como este de José Luis Alfaya contribuyan en adelante a mostrarnos lo que sucedió, y sustituyan a la histórica polémica partidista (si es que a eso se le puede llamar historia) que tanto abunda a favor o en contra de unos y otros.

FEDERICO SUÁREZ VERDAGUER (1917-2005)

Catedrático de Historia Contemporánea

Estas estimadas palabras, escritas por un experto historiador, para prologar la 1.ª edición de mi libro Cómo un río de fuego, publicado en 1998, siguen siendo vigentes, casi veinte años después, cuando se recuerda el 80.º aniversario de aquella “locura incivil”. Como lo son todas las guerras.

En esta nueva versión, renovada y ampliada, deseo y espero llegar al gran público que, asombrosamente, aún desconoce en gran parte este rincón de nuestra historia. Porque, pensemos como pensemos, a todos nos afecta.

Por eso, cuando en 1985-86 tuve la ocasión de trabajar en los archivos históricos del Arzobispado de Madrid, rastreando documentos que me ilustraran en el apasionante tema en que venía trabajando, no me imaginaba el tesoro que allí, oculto por el polvo de decenios, me aguardaba.

Se trataba de documentar fehacientemente, la odisea de la Iglesia de Madrid durante la Guerra Civil. El estudio, en realidad, no era nuevo, pero sí el enfoque. Existían muchos trabajos, algunos muy especializados, que ya profundizaban en diversos aspectos, tanto a nivel militar, como político o social. A este respecto la bibliografía pasa por ser una de las más numerosas. Incluso en el aspecto religioso, se ha trabajado profundamente el tema de la persecución religiosa y social en España y en Madrid. Pero faltaba una investigación en profundidad. Concretamente, faltaba descubrir y describir la vida de la Iglesia madrileña, dentro y fuera de la capital, durante aquellos tres años de terror que, como un río de fuego, inundaron tantos lugares de una España herida de muerte. No se trataba de realizar un martirologio simplemente, lo que de algún modo ya existía, aunque diría que sustraído a la Historia. De hecho, a raíz de esta publicación se puso en marcha el proceso de los mártires de Madrid, amplísimo, y aún pendiente de completar e introducir, a la hora de escribir estas páginas.

Se trataba, sobre todo, de aportar una parte de esa historia desconocida, que dormía plácidamente, como el buen vino en sus cubas, a la espera de adquirir la mayoría de edad, la madurez de la conciencia histórica, libre de prejuicios y recelos, de oportunismos y resentimientos. Libre para ofrecer, sin miedos ni pasiones subjetivas que distorsionan los hechos, la verdad histórica en sus documentos y en sus protagonistas.

Durante estos años he seguido trabajando, despacio, en nuevas fuentes. La historia de la Humanidad ha dado, en tan corto espacio de tiempo, un giro inesperado. Hoy se puede hablar, con paz, de “rojos” y de “azules”, de “fascistas” y “comunistas”, de “nacionales” y “republicanos”. Pero la Historia no permite ya hablar de “buenos” y de “malos”. Porque todos fueron buenos… y todos fueron malos. Porque, después de ochenta años, quizás hemos empezado a comprendernos. Quizás. Y a aprender de la sabiduría de la Historia, y de la “historia” en minúscula, de cada hombre que luchó y murió por un ideal, que, sea el que sea, merece el respeto del espectador que, sin anacronismos, se asoma, quizás asombrado, al umbral de nuestra historia, tan reciente y tan lejana.

En estos últimos treinta años ha cambiado tanto la mentalidad de occidente que hoy resulta increíble que los hechos descritos hayan existido realmente, que no sea todo ello sino producto de una mente exacerbada y revanchista, que el hombre hubiera podido caer tan bajo. Realmente resulta increíble, si no fuera porque, por desgracia, en tantos lugares del planeta se siguen repitiendo, incluso acrecentados. Si no fuera por los documentos, que hablan por sí solos.

Por eso, dejemos que la historia hable sin engaños. Sin tergiversar sus palabras. Que transmita su experiencia para futuras generaciones. Es proverbial que el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. Y, hoy, nadie lo desea.

Evitando, así y en lo posible, adentrarme en un tratamiento político del problema bélico (salvo en algunas páginas que ilustran los acontecimientos), por lo demás excesivamente cultivado, he procurado centrar la investigación en el papel que la Iglesia de Madrid desempeñó durante este trienio.

Sin pretender que coincida con el 80.ª aniversario de la guerra, pero concurriendo con esa ocasión, he procurado que esta nueva edición llegue al lector desbrozada de tecnicismos y sin la constante remisión a notas a pie de página. He incluido algunas referencias dentro del texto, con objeto de facilitar la lectura. Para la amplia bibliografía consultada, remito a los lectores a la edición de 1998.

Querría concluir esta introducción, con dos poemas:

Subían con el alba…

Como piratas de nocturnas voces

—patillas y fusiles— encendidos

odio en el dril y el corazón saltando.

…Se llevaban al pálido muchacho

(de latín y de novia), y la escalera

repetía el sollozo de la madre

ululando en la noche sin faroles.

Y abajo estaba el auto, y la siniestra

sonrisa del “paseo” hasta la muerte.

Hacia un polvo y un yeso de cipreses,

para tirar en un solar la carne

que abrigaron la madre y las hermanas,

para llenar de hormigas una boca

que bebió dulce leche y tibios besos.

Era la horda del alba, la machada

y descompuesta y verde; entre dos luces

entre la luna y la aurora; con la sangre

como un aceite sobre el mono infame.

¡Brigada de las tres de la mañana!

AGUSTÍN DE FOXÁ

(De La brigada del amanecer)

* * *

Alba y ocaso, aurora y sol poniente,

fecha mortal y claro alumbramiento,

este día, gran día, inmenso día.

Convulsa, ciega, temerariamente,

en un horror, en un sacudimiento

alumbra España lo que al fin quería…

Sufre el mapa de España, grita, llora,

se descentra del mar y su mejilla

tanto se decolora

que se pierde de grana en amarilla.

Se retuerce su entraña en tal manera,

que lo que va a parir ya está en la aurora:

18 de julio: Nueva Era.

RAFAEL ALBERTI

(De “18 de julio”)

I.

ROJO SOBRE NEGRO

1. AL FINAL DEL CAMINO

No tenía tiempo que perder. Había estado dudando acerca de la conveniencia de remover el pasado. Sin embargo…

A mi memoria acudieron los pensamientos que me habían tenido bastante inquieto en las últimas semanas. No sabía si debía abrir la caja de Pandora, y permitir a los diablos del pasado campar por sus respetos. O dejarlos dormir eternamente. La verdad es que otros ya se habían ocupado, largamente, de azuzar los perros de la guerra, para remover las aguas olvidadas en la Memoria de la Historia reciente (¿o ya no tan reciente?) y presentar los trágicos sucesos ocurridos bajo todos los puntos de vista posibles; y algunos, de manera muy peculiar y un tanto sesgada.

“No puedes dejar dormir, indolentemente, tanta documentación inédita y bastante increíble, que la investigación de tantos años ha puesto en tus manos”, me había insistido el Profesor Suárez, cada vez que me veía. “Debes intentar que se conozca, aunque te cueste años de lucha y de tesón, porque esa historia no te pertenece, es de la Humanidad”. Así trataba de convencerme, con admirable tenacidad. El profesor Suárez había sido el Presidente del tribunal que juzgó mi tesis doctoral en Historia Contemporánea, que versaba sobre algunos aspectos menos conocidos de la Guerra Civil en Madrid. Era, además, catedrático de Historia en varias universidades. Al final, conseguí que se publicara. Con cierto éxito.

Pero, habían pasado ya tantos años… casi treinta años.

Volví a reabrir el original del voluminoso texto, acompañado de extensa documentación original e inédita, que, entonces, presenté ante los cinco miembros de aquel circunspecto tribunal de doctorandos, que, después de poner las objeciones pertinentes, me felicitaron y me otorgaron un apto cum laude. El texto con sus conclusiones era tan… audaz, que nadie quiso publicarlo. Era como remover el avispero. Opté por dejarlo descansar en el baúl de la vida olvidada, quizá esperando que algún día llegara un supuesto príncipe azul que despertara a la “bella durmiente” de su infinito letargo.

Y ese príncipe azul llegó del modo más inesperado. ¿O debería llamarle mejor príncipe rojo?

Y mi recuerdo voló hacia el pasado. 1985.

Me aventuré entonces, aún me parece estar viviéndolo, con mi libreta de notas y una pobre grabadora de cintas magnetofónicas, a descubrir a los pocos protagonistas que habían vivido en el Madrid de la guerra, y que aún podían contar sus vivencias. Habían pasado ya cincuenta años. Por otra parte, contaba con un archivo, en gran parte inédito, del Arzobispado de Madrid, así como otros que recogían multitud de documentos de la época; la hemeroteca, y una amplia, amplísima bibliografía, más bien exhaustiva, que contenía todos los pormenores y recovecos de la contienda civil. O, casi todos, porque el estudio que me propuse acometer era, en realidad, poco conocido en bastantes aspectos.

Alguien, no recuerdo quién, me hablaba de la “memoria histórica” que se estaba intentando vender como verdadera historia. Sí, ya lo conocía. Pero mi idea no era buscar la confrontación y dármelas de Torquemada. Pero, en efecto, aún quedaba mucho que decir. O poco, no sé. Pero la Historia es la historia en sus documentos y en sus personajes vivos, reales, que habla con humildad, porque nunca puede llegar a decir que “esto es lo definitivo”, pero sí “esto es lo verdadero”. La Historia es la verdad del pasado, lejano o reciente.

Recuperar la memoria histórica implica, entre otras cosas, enfrentarse con la realidad histórica, en todas sus facetas, de acuerdo con el lenguaje fehaciente del dato transmitido. Y es que la Historia habla, sobre todo, a través de sus documentos, sean escritos o esculpidos. Por lo tanto, los datos que a continuación pretendo mostrar forman parte de esa historia reciente que nos habla de lo que ocurrió en España durante el trienio 36-39, y en especial en aquellos lugares donde se impidió la libertad religiosa, persiguiendo cualquier persona o signo que revelara un contenido o manifestación de fe.

Con el estallido del alzamiento militar el 18 de julio de 1936, se produjo una reacción revolucionaria que arrastró tras de sí a los poderes republicanos de manera incontrolada. De hecho, desde semanas antes de esa fecha, se venía respirando en muchos lugares de España, y en especial en la capital, un ambiente general prerrevolucionario. Tanto las izquierdas, algunos de cuyos sectores más radicales buscaban volcar el poder republicano hacia estratos marxistas; como las derechas, que venían soñando con un levantamiento militar que pusiera fin al caótico estado de cosas, veían acercarse irremisiblemente un choque de fuerzas. Ambos grupos se venían preparando para ello desde hacía tiempo. En realidad, es común entre los historiadores considerar el levantamiento de octubre de 1934 como un ensayo general de la revolución anarquista y de izquierdas, especialmente en Asturias y Cataluña.

Perdida la capital para los militares sublevados, Madrid pasa a ser objetivo principal tanto de los sublevados como de la resistencia republicana. Y será Madrid, junto con Barcelona y Valencia, en especial, el centro de las persecuciones religiosas más despiadadas de la guerra, por su duración e intensidad. En cuestión de horas, el clero secular y regular así como la jerarquía eclesiástica se encontraron acosados, perseguidos y, en muchas ocasiones, asesinados. En concreto en Madrid, el 38,8% del clero secular fue eliminado, siendo el período álgido entre el 20 de julio y el 31 de agosto de 1936. Todo ello sin contar la implacable destrucción de edificios religiosos de todo tipo, que al final de la guerra alcanzaba el 90%, solo en Madrid.

Por eso, mi mayor interés fue rescatar los testimonios de aquellos que en su momento fueron historia viva y hoy son historia escrita, pero siempre palpitante, llena de vida.

Hoy, les doy vida renovada, los vuelvo a vivir, sin arrogancia ni servilismo. Y con ello rindo homenaje con todos mis respetos y agradecimiento a las personas que, con una cierta misión de periodista de la historia, interrogué hace más de treinta años, y ya no están con nosotros. Empecemos por Hermenegildo.

2. HERMENEGILDO LÓPEZ GONZALO

Había sido prefecto de disciplina y profesor de varias asignaturas en el Seminario Menor de Madrid, además de director espiritual, antes de la guerra civil. Después ejerció como visitador de Órdenes Religiosas y canónigo de la Catedral de la Almudena. Tenía noticias vividas de su actividad clandestina en la capital. Había sobrevivido a una tenaz persecución religiosa. “Visite Ud. a D. Hermenegildo López Gonzalo”, me había sugerido alguien en el Obispado. “Él vivió intensamente los años de clandestinidad en Madrid, y le dará datos interesantes”. Concerté con él una entrevista y me recibió en su casa, cercana a Argüelles. Era en un entresuelo de un vetusto edificio, un tanto lóbrego. Me recibió muy amable, envuelto en su vieja sotana, y me acompañó hasta su despacho, lugar de estudio y reposo, y cargado de libros hasta en los pasillos. Parecía dispuesto a descargar sus abundantes recuerdos. Con sus ya cumplidos ochenta años, enjuto de carnes, manifestaba gran vitalidad y una memoria prodigiosa. Se había ordenado sacerdote a los veintidós años, con las debidas dispensas, como me informó al comenzar la conversación.

—Después de mis obligaciones pastorales, dedico mucho tiempo a la lectura. Como ve tengo una extensa biblioteca. Suelo leer varios libros a la vez, según las circunstancias y los tiempos, pero sobre todo me interesa la Historia y la buena literatura. Ahora estaba leyendo este…

Me mostró la cubierta ya bastante desgastada, de Diario de la guerra de España, de Mijail Koltsov, periodista soviético al servicio del periódico moscovita Pravda. Tomé nota mental del dato y de la editorial Ruedo Ibérico.

—Es muy interesante conocer lo que opinan los contrarios, aunque sea después de tantos años —comentó con una sonrisa, mientras se quitaba los lentes y me invitaba a comenzar mi interrogatorio.

—¿Por dónde prefiere usted que empecemos? —le dije, todavía cauto.

—Bueno, me dijo por teléfono que quería información de primera mano para su tesis en la guerra civil. Y en concreto lo que ocurrió en el Madrid asediado, ¿no es verdad?

—Así es.

—Bien, quizá tengamos que dedicar varias sesiones, porque dispongo de abundante material.

De pronto, sonó el teléfono que tenía sobre su escritorio. Mientras atendía la llamada, cogí el libro y empecé a ojearlo.

—Era la hija de una señora a la que vengo atendiendo en su casa —prosiguió, tras colgar el auricular—. Está muy mal, la pobre, y quiere que acuda a verla un momento. Vive aquí cerca. No se marche y vuelvo enseguida. Confío en que lo comprenda usted. Puede quedarse leyendo tranquilamente…

Me asombró la confianza que mostraba hacia mí y me levanté instintivamente, mientras él se echaba sobre los hombros una especie de abrigo y salía. Abrí el libro y comencé a ojearlo, hasta que algo llamó mi atención en la página 74:

La fábrica metalúrgica de la Compañía Comercial de Neros, en Madrid, ha sido “incautada”. Nadie puede traducir a ningún idioma la palabra “incautación”. Por su sentido aproximado, significa “tomar en mano”. Se incautan el Estado o los sindicatos o los comités del Frente Popular. Son objeto de incautación las fábricas, los grandes almacenes, los depósitos, la maquinaria industrial y agrícola e incluso las redacciones de los periódicos.

La incautación, en casos distintos, se debe a causas y motivos diferentes. Se trata, ante todo, de la dirección de empresas abandonadas por sus dueños, fascistas, que han huido. También se trata de la riqueza de la producción de importancia militar, directa o indirecta.

Es, asimismo, apoyo a las ramas de la industria y del comercio que, debido a la sublevación y a la situación militar, se ven obligadas a cerrar sus fábricas, condenando a su personal al paro.

A veces es, simplemente, arbitrariedad, inútil por añadidura, cuando son incautadas empresas pequeñas y tiendecitas. Son también distintos los grados y formas de incautación. Puede ser confiscación total de la empresa o su requisa temporal, así como la denominada “intervención”, o sea, la intromisión en el trabajo de la empresa mediante el nombramiento de un representante del Estado o de los sindicatos, con amplios poderes.

Igualmente, puede ser el envío de un interventor del Estado para que examine la contabilidad de la empresa. Es, sobre todo, el control obrero de la empresa bajo la dirección del sindicato-control que a menudo se convierte en administración completa.

Según un cálculo aproximado, en todo el territorio libre de sediciosos (al 7 de septiembre del 36), habría unas dieciocho mil unidades incautadas. De ellas, dos mil quinientas en Madrid, unas tres mil en Barcelona. Estas cifras, a mi entender, están reducidas por lo menos a la mitad.

En Madrid están por completo incautadas, en primer lugar, todas las empresas importantes de la industria pesada, del metal, químicas, del combustible; en segundo lugar, todos los tipos de trasporte, su reparación y el servicio; en tercer lugar…

El ruido de la puerta me interrumpió. Era Hermenegildo. Conforme se quitaba el gabán y dejaba algunas cosas sobre la mesa, se disculpó:

—Lamento haberle dejado empantanado. Pero se trataba de un caso urgente, que esperaba de un momento a otro. Es muy triste, esa mujer se nos puede ir en cualquier momento pero está muy bien preparada, es muy rezadora… En fin, ¿qué tal el libro? —dijo, señalando el volumen que seguía entre mis manos—. Muchas cosas que relata nuestro amigo Koltsov las he vivido en primera persona.

—He tomado buena nota del título, autor y editorial. Me interesará leerlo con más calma.

—Entremos entonces en materia —dijo sonriente, mientras tomaba una vieja libreta de tapas de hule, que tenía, previsoramente, sobre la mesa camilla—. Espero que no nos interrumpan más esta mañana.

—Le dejo que empiece por donde le parezca a usted más interesante, pensando en aquellos lectores que desconozcan los entresijos de la situación creada en Madrid, con el alzamiento de los militares y la revolución...

Hermenegildo se arrellanó en su pequeña butaca, abrió la libreta y durante unos instantes quedó en silencio.

—Como sabrá —comenzó despacio, mientras contemplaba mi grabadora—, el alzamiento en Madrid fue un fracaso. Con la toma del Cuartel de la Montaña, baluarte de los sublevados, llamados entonces “nacionales”, las milicias populares se hicieron rápidamente con el control de la calle. Los vehículos particulares desaparecieron en los primeros días, requisados por esas milicias populares. Estas, después de estampar en ellos las siglas de las distintas organizaciones, CNT, FAI, UGT, etc., deambulaban por la ciudad a gran velocidad, buscando enemigos, confiscando edificios o marchando a los frentes de la sierra madrileña. Desde entonces, resultó poco menos que imposible transitar por las calles sin tener que mostrar la documentación, a cada paso, a grupos armados de milicianos que vigilaban sin un orden establecido. Carecer de algún papel que acreditase pertenecer a organizaciones del Frente Popular, ganador de las elecciones del 16 de febrero del 36 y que agrupaba a diversos partidos y entidades de izquierdas, llevaba aparejado la sospecha de fascista y la consiguiente detención. Ser identificado como sacerdote o pertenecer a partidos derechistas era motivo suficiente para ser “paseado”, eufemismo que significaba, en realidad, un arresto seguido de asesinato en las afueras de la población. Sin juicio ni nada. Recuerdo haber leído un libro de Santos Alcocer, que fue reportero de El Debate, que si no recuerdo mal se titulaba Y Madrid dejó de reír, y que fue el que descubrió el cadáver de Calvo Sotelo, dejado subrepticiamente por los asesinos en el Cementerio de La Almudena. Alcocer cuenta una experiencia que vivió en su propia carne: antes de llegar a casa, diversos piquetes le paran el coche en tres ocasiones; primero en la Red de San Luis, luego en la calle de San Bernardo, y la última y más aparatosa, en la Glorieta de San Bernardo. Logra pasar a duras penas. En los ojos de aquellos milicianos, gente del pueblo, gente sencilla, se notaban las señales de una siembra cargada de odio. Le apuntaban con sus fusiles a la frente, pues su indumentaria resultaba sospechosa: llevaba corbata y chaqueta. Al fin, pudo mostrar su carnet de Prensa. Pero inmediatamente se dio cuenta de que esa noche habría mucho tomate de tiros y mucho jaleo. Detenían a todos los que no llevaban consigo una cédula o carnet sindical que acreditara no ser falangista o requeté de Acción Popular. Mientras tanto, comenzaron a formarse piquetes de personas con ánimo de incendiar iglesias. Una de las primeras iglesias asaltadas fue la de San Andrés, de las más castizas de Madrid. Yo vivía a espaldas de la parroquia. Recuerdo que fue el mismo día 18 de julio, por la tarde. Algunos jóvenes del barrio y de Acción Católica llevaban ya dos semanas haciendo guardia de noche, en las puertas del templo, temiendo lo peor, pues ya habían sido asaltadas otras iglesias, y en concreto, la Catedral. Las huestes incendiarias, llenas de furor los conminaron a abandonar la zona, y al negarse, abrieron fuego contra aquella muralla humana de héroes, jóvenes y mártires. A continuación amontonaron todas aquellas imágenes, de gran valor histórico y artístico en el centro de la nave, con todo el mobiliario, y prendieron fuego a todo, hasta convertir aquel tesoro en un brasero incandescente de escombros.

Hermenegildo se quedó un momento en silencio, pensativo, recordando aquellas imágenes grabadas a fuego en su memoria. Los ojos se le humedecieron, pero prosiguió, con voz queda y la mirada baja.

—En la parroquia de San Andrés se casaron mis padres, y allí también me bautizaron a mí y a mis ocho hermanos. En San Andrés canté mi primera Misa. Era para mí algo muy entrañable. Además era una joya artística y monumental. La parroquia estaba en la parte frontal del edificio, donde hoy está la casa rectoral y las casas parroquiales de los sacerdotes. En la parte izquierda estaba la monumental Capilla de San Andrés, y junto a ella la histórica capilla de San Isidro, que era de mármoles y guardaba archivos del tiempo de San Isidro, antiquísimos, una verdadera joya… Todo desapareció brutalmente, bestialmente… Yo vivía a espaldas a estos edificios, en la Costanilla de San Pedro, n.º 4. A eso de las cinco de la tarde del 18 de julio, vimos alzarse una gran llamarada, que parecía alcanzar el cielo. Empezaron los vecinos a gritar y a llorar, diciendo: «¡Están quemando la parroquia de San Andrés, están quemando San Andrés!». No permitieron que nadie se acercara a apagar las llamas.

Me llamó la atención que en ningún momento salió de su boca ninguna expresión de odio o de rencor. Aquellas imágenes vividas tan de cerca, cincuenta años después permanecían todavía en carne viva, pero tamizadas por la serenidad de un hombre de Dios, que sabe perdonar.

Hicimos una pausa mientras nos tomábamos un café que estaba preparado en un termo. Comprobé la grabadora para asegurar que todavía tenía suficiente almacenamiento, y pasé a la siguiente pregunta.

—¿Cuáles cree usted que fueron las causas de esta guerra?

—Se ha hablado y escrito mucho sobre esto. Pero pienso que fueron, sobre todo, religiosas… O sea, antirreligiosas, y políticas. Mire usted, aquella República se había ido desviando, desviando, hasta acabar siendo una auténtica y descarada agresión a la Iglesia. El odio larvado durante años, como se pudo comprobar ya en 1931, contra todo lo religioso, y, en concreto, contra la Iglesia Católica, estalló con toda su fuerza tras la victoria del Frente Popular en febrero del 36, y llegó al paroxismo el 18 de julio, con la sublevación de los militares. Es más, en el fondo, no se trataba sólo de perseguir a personas o de incendiar iglesias. Se pretendía algo más profundo: acabar con toda idea religiosa. Es muy expresiva la frase que se publicó el 19 de agosto en “La Batalla”, órgano oficial del POUM: «No se trata de incendiar iglesias y de ejecutar a los eclesiásticos, sino de destruir a la Iglesia como institución social…». Y frases parecidas como «la Iglesia ha de desaparecer para siempre», «la Iglesia ha de ser arrancada de nuestro suelo», aparecían entonces con frecuencia en la prensa de izquierdas como Claridad, Mundo Obrero, Solidaridad Obrera, e incluso en La Vanguardia. Tanto es así, que ya el mismo sábado 18, como he indicado respecto a San Andrés, mientras se estaba incubando la sublevación militar en la Península, y aún resultaba indecisa en algunas ciudades como Madrid, donde al fin fracasó, el vandalismo popular se había cobrado ya los primeros trofeos. Así ocurrió con la iglesia de San Ramón, en el corazón del popular barrio de Vallecas, que fue incendiada y saqueada, y convertida en cuartel de Intendencia. También fue arrasado ese mismo día el Convento de las Comendadoras de Santiago. La entonces iglesia catedral de San Isidro fue asaltada e incendiada, y estuvo ardiendo durante tres días, hasta que se desplomó como una tea la inmensa cúpula, destrozando todas las obras de arte que contenía. Un sacerdote llamado Félix Verdasco, colega mío y actual párroco jubilado de Aranjuez, que también sobrevivió a la persecución religiosa en Madrid, me contó lo siguiente: «Al comenzar la guerra, las milicias populares asaltaron la Congregación de Sacerdotes de Madrid, conocida como Mutua del Clero, junto a la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, en la calle de San Bernardo. Allí asesinaron al párroco, y a tres ancianos sacerdotes que estaban en la enfermería del Centro. Luego lo quemaron todo con gasolina, y el edificio estuvo ardiendo durante una semana. Los bomberos, animados por el populacho, no apagaban las llamas porque la orden que tenían era de ‘respetar el fuego’, y evitar que se propagara a otros inmuebles. Se quemaron tesoros de arte de valor incalculable. Entre ellos desaparecieron los restos de D. Pedro Calderón de la Barca, que era miembro de la Congregación, a la que había dejado como heredera de todos sus bienes, y estaba allí enterrado». Había sido fundada en el siglo XVII por Jerónimo de la Quintana…

Sonó el canto de un cuco, dando la hora, y como si se hubieran puesto de acuerdo, la grabadora se detuvo. Hermenegildo miró su reloj, y con un gesto de disculpa, sugirió una tregua.

—He de marcharme a la Catedral, así que, si a usted le parece bien, le invito a regresar el próximo lunes, a esta misma hora, porque aún tengo muchas cosas que contarle. Mientras tanto, le sugiero que hable usted con D. Félix, que ha sido cronista-historiador de la Diócesis y ha escrito bastante sobre los temas que nos ocupan.

Y, gentilmente, me ofreció la dirección y el teléfono.

3. ¿UNA REVOLUCIÓN?

¿Cómo se explica esa avalancha de furia destructiva? Mientras caminaba hacia el Paseo de la Castellana, en esta soleada mañana de enero, en mi cabeza rondaba la pregunta clave: ¿Cómo puede producirse esa exasperación de ánimos en el pueblo, hasta el punto de saquear, destrozar, asesinar, profanar, con tanta saña? ¿Se trataba simplemente de odio hacia los militares sublevados? ¿Era la Iglesia Católica la responsable de tanta pobreza y marginación en los arrabales de la capital, de donde procedía gran parte del aluvión humano, que como un río de fuego, arrollaba todo lo sagrado que encontraba a su paso? Quizá algo de esto había. Pobreza, marginación, ignorancia. Mucha ignorancia. Y mucha hambre. Hambre del cuerpo y del alma. Como supe después, una de las primeras medidas adoptadas por el obispo Eijo y Garay al regresar a su diócesis en 1939, fue la construcción de una decena de parroquias en los alrededores de Madrid, para acoger a tantos marginados como aún había.

Sí. Para muchos de aquellos proletarios, la Iglesia se confundía con los empresarios, las gentes de derechas integristas e intolerantes, los potentados y capitostes, los caciques de las zonas rurales y los jerarcas despiadados de las fábricas e industrias para los que trabajaban sin descanso toda aquella masa obrera, incluidos niños, mujeres y viejos, en una nueva dimensión de esclavitud. Gente ignorante en lo sagrado y en lo profano, presa fácil de la propaganda subversiva. Y tras la siembra del odio ateo sobrevino el huracán del libertinaje. Y tras la orgía sangrienta, las calles de Madrid se convirtieron en un inmenso burdel. Pero esas fueron las consecuencias inmediatas.

Además, los militares, después de sufrir diversas vejaciones, entre ellas la llamada “ley Azaña”, que restringía enormemente sus derechos en cuanto a ascensos y traslados, enervó los ánimos hasta el límite de la conspiración, alentada por la sospecha de una inminente revolución social de izquierdas, capitaneada por el partido comunista.

Por indicación de Gonzalo Redondo, mi director de tesis, había revisado entre otros muchos autores a Salvador de Madariaga, en su libro España, ensayo de Historia Contemporánea, que me pareció esclarecedor:

«Mucha tinta se ha vertido discutiendo si cuando se sublevaron los militares en julio de 36 se estaba preparando o no un alzamiento de extrema izquierda. El señor Largo Caballero no ocultó jamás su intención sobre este punto. Siempre fue su propósito llevar a España a una dictadura del proletariado».

En los diversos mítines que se multiplicaron en aquellos meses, tanto desde la derecha como sobre todo desde el gobierno republicado y la extrema izquierda, se vaticinaba una confrontación inmediata y cruenta. Con amenazas de muerte desde los mismísimos escaños parlamentarios. Continuaba Madariaga:

«La CNT organizó gradualmente una milicia vigorosa, mientras algunos de sus adherentes más emprendedores derrochaban su energía en columnas volantes que se adentraban en el país catalán para incitar a los campesinos a hacer la revolución, es decir, a dar muerte a la gente rica del pueblo, quemar la iglesia y prender fuego al registro de la propiedad».

En efecto, desde semanas antes del levantamiento militar, se venía respirando en toda España, y en especial en Madrid, un ambiente preñado de malos presagios. Tanto en las izquierdas, donde algunos de sus sectores más radicales buscaban volcar el poder republicano hacia postulados marxistas; como en las derechas, que venían soñando con un levantamiento militar que pusiera fin de una vez al caótico estado de cosas. Y ambos venían preparándose con intuición salvaje.

De hecho, ya en enero de 1936 existía un plan de sublevación militar, incipiente aún, y localizado en Pamplona. El grupo LABOR, formado inicialmente por tres capitanes del Ejército, comenzaba a dar vida a una organización clandestina que pretendía conspirar contra el gobierno de la República. Sus nombres eran: Gerardo Lastra, Manuel Vicario y Carlos Moscoso. Sin embargo, esta trama no adquiriría suficiente entidad hasta después del triunfo del Frente Popular, un mes más tarde. En efecto, el 8 de marzo siguiente se reunirán en Madrid Mola, Franco y Varela, en un momento clave antes de trasladarse a sus nuevos destinos.

La espoleta saltó con motivo del asesinato el 12 de julio del teniente de Asalto José Castillo, pro-comunista, como represalia por la muerte del joven Andrés Sainz de Heredia, ocurrida unos días antes durante el entierro de un Guardia Civil. Y la situación se agravó aún más el lunes 13 de julio, por el asesinato del Jefe del Bloque Nacional, José Calvo Sotelo, a manos del capitán Fernando Condés, dispuesto a vengar de ese modo a su colega Castillo.

Por eso, cuando la prensa del sábado 18 de julio recogió algunas noticias acerca de un levantamiento militar en Marruecos acaecido en la tarde del viernes, no produjo en general grandes sorpresas. Existía la impresión, generalizada en amplios sectores republicanos, de que la acción militar no prosperaría, recordando sin duda el frustrado intento de Sanjurjo en 1932. Actitud de confianza que se refleja en las conversaciones mantenidas en esos momentos entre el presidente del Gobierno Casares Quiroga con su jefe de Estado, Manuel Azaña.

El diario ABC ofrecía en “Noticias de última hora” un mensaje radiado al país a las 8:30 de la mañana, y ampliado en primera plana en la edición del domingo 19. Decía así:

«Se ha frustrado un nuevo intento criminal contra la República. El Gobierno no ha querido dirigirse al país hasta tener conocimiento exacto de lo sucedido y poner las medidas para combatirlo. Una parte del Ejército que representa a España en Marruecos, se ha levantado en armas contra su propia patria, realizando actos vergonzosos contra el Poder nacional. El Gobierno declara que el movimiento está circunscrito a determinadas ciudades de la zona del Protectorado, y que nadie, absolutamente nadie, se ha sumado en la Península a tan absurdo intento. Por el contrario, los españoles han reaccionado unánimemente y con la más profunda indignación contra esta tentativa frustrada en su nacimiento…»

Y una nueva notificación, radiada a las seis de la tarde del domingo, decía lo siguiente:

«De nuevo se hace saber a todos los españoles que son absolutamente falsas las noticias circuladas de haber sido declarado el estado de guerra en España. La autoridad es únicamente la civil y a ella han de estar sometidas todas las demás para el servicio de la República».

A partir de ese momento, el ambiente de Madrid se encrespó aún más. La furia contenida durante días y meses desembocó, tras la caída del Cuartel de la Montaña —último reducto militar de los sublevados en Madrid—, en una auténtica revolución. El embajador de Chile en Madrid, Núñez Morgado, que vivió intensamente los primeros avatares de la guerra, dejará escrito lo siguiente:

«Al producirse el Alzamiento militar, estalló como volcán la Revolución social en Madrid. Luego, después, al producirse el dominio sobre los militares en Barcelona y otras ciudades, cundió como reguero de pólvora por la Península.

La rendición del cuartel fue la señal de comienzo de la masacre madrileña. Allí se asesinó a toda la oficialidad que se había rendido y a cuantos no dieron señales de afección al nuevo régimen marxista que se iniciaba. Los Arsenales militares fueron vaciados por órdenes del Gobierno en manos de la gente que pasaba por las calles. El afán de armar al pueblo… formándose de modo casi espontáneo la tropa de “milicianos”. Después vino la amnistía. Millares de presos por delitos comunes salieron a las calles a vengar sus penas dando muerte y robando».

Quizá esto contribuye a explicar algo mejor el vandalismo que conmocionó las calles de muchas ciudades en los primeros días de la guerra. Metido en mis pensamientos y tratando de encontrar las auténticas causas del desarrollo de la guerra en Madrid, había llegado a mi destino casi sin darme cuenta. Franqueé la amplia verja de la Biblioteca Nacional, subí la escalinata entre las augustas figuras de San Isidoro y Alfonso X el Sabio, y me dispuse a rellenar las fichas, en el mostrador, de los diversos libros que venía consultando. Al poco rato me sirvieron los tomos solicitados, que me llevé a mi pupitre de lectura. Entonces, con el cuaderno de notas (no había entonces la facilidad de los ordenadores), comencé a ojearlos con cierto desorden pero también con ansiedad: La vida cotidiana durante la guerra civil, II. La España republicana, de R. Abella; La revolución social y económica, de S. G. Payne; Madrid, capital republicana, de Jato Miranda; las Obras completas de Manuel Azaña, editadas en México; Historia de la persecución religiosa en España, de A. Montero.

El tema de la revolución era muy interesante, así que seguí informándome, aunque no era el objetivo principal del estudio que intentaba acometer. Cada vez que lo pensaba fríamente, me parecía que me estaba introduciendo en una jungla, mil veces explorada, con un atractivo salvaje, pero que cada paso que daba me conducía a un laberinto de caminos desconocidos. Y, a menudo, impracticables. En fin, era como el reto del Everest, ante la mirada atónita de Hilary.

«Los marxistas, conocedores de tácticas revolucionarias para el asalto al Estado, se mostraban satisfechos» —escribe Jato Miranda—. «La sublevación —son palabras de César Falcón— ha perdido la primera batalla. Ya no puede haber sorpresas. El fascismo tiene ahora que batirse desde sus reductos, encerrarse y cercado…, el fascismo ha perdido una noche, la noche más favorable».

Y, en efecto, perdida para los militares sublevados, Madrid pasó a ser objetivo principal del alzamiento. Y en todos los proyectos fue considerado el centro más importante de la resistencia roja y la más fuerte ciudadela comunista. Este hecho explica, en cierto modo, que Madrid se convirtiese en uno de los focos revolucionarios más violentos, y que la persecución religiosa cobrara unos tintes verdaderamente trágicos, por su intensidad y extensión.