Compro, luego existo - Guadalupe Loaeza - E-Book

Compro, luego existo E-Book

Guadalupe Loaeza

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Beschreibung

Con su agudeza y mordacidad habituales, Guadalupe Loaeza nos entrega en este libro una serie de historias tan divertidas como reveladoras. En principio, los protagonistas y las situaciones planteadas parecen meras invenciones, fantasías surgidas de la imaginación de la autora. No obstante, basta echar una mirada al México de las últimas tres décadas para percatarse de que todo lo descrito aquí forma parte de la tragicómica realidad nacional. En efecto, los hombres y las mujeres que pueblan estas páginas son los representantes de un sector social muy particular y perfectamente reconocible cuyos hábitos, actitudes y conductas se encuentran descritos con minucioso realismo. También hallamos aquí una relación pormenorizada de sus contradicciones y conflictos interiores, los cuales dan lugar a una farsa costumbrista que hará las delicias del lector y que, seguramente, molestará a quienes se identifiquen como parte de este universo. El retrato definitivo del consumismo con todo su poder destructivo, de manos de una de las cronistas más profundas y divertidas de la sociedad mexicana moderna.

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Para Diego, Federico y Lolita

El país de las quimeras es el único digno de habitarse en este mundo.

Jean-Jacques Rousseau,

AGRADECIMIENTOS

Agradezco a Anne Delécole, quien realizó buena parte de la investigación y corrigió el texto. Asimismo, deseo agradecer los testimonios de Alonso García Loaeza, Fernando Tovar, Regina Guzmán y Lourdes Saucedo. Respecto de diferentes formas de consumo, mucho me sirvieron los comentarios de Dolores Tovar de Loaeza, Rosi Corona, Alejandro Perdomo, Federico Antoni, Elena de Pedro, Diego Antoni, Carmen Corona, Lolita Antoni, Patricia Bueno, Rafael de Yturbe, Jorge García Sáenz, José Ignacio Echeverría, Isabel Manhes, Carmen Rojas, Marco Antonio López Gallo, René Solís y de otras muchas personas, que no menciono, pero con quienes estoy en deuda. Agradezco en particular a la Casa Nina Ricci, empresa que me ha enseñado a distinguir entre comprar y comprar.

MIAMI

Trátese de consumo o de inversión, de juego o de atesoramiento, el dinero es una pasión. De Harpagón a Rico MacPato, del jugador al ratero, de Grandet a César Birotteau, el dinero es objeto de las fantasías más descabelladas. No se quiere el dinero únicamente por las facilidades que ofrece: “Si tuviera dinero, podría…” sino también por sí mismo, por esa peculiar brillantez que manifiesta su naturaleza de equivalente universal. Como tal, el dinero es considerado a menudo como la llave del bienestar, la antesala del poder, un medio de consideración social. Pero el medio se vuelve incluso el fin y, para mucha gente, tener dinero es simplemente “ser”.

André Comte-Sponville, L’argent

“Open tonight”, leyó mientras cruzaba Collins Avenue. No obstante haber pasado más de tres horas en el centro comercial, la idea de volver una vez liberada de sus paquetes la llenó de alegría. “¡Qué maravilla! Voy a poder regresar esta noche”, pensó con una sonrisa semejante a la del Gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas, mientras se dirigía hacia su hotel, justo enfrente del mall.

-Six zero six, please —dijo Sofía al encargado de la administración, pronunciando a la perfección su inglés aprendido de adolescente en un internado en Canadá.

Éste la vio tan contenta y satisfecha que no pudo evitar una sonrisa de complicidad. “When these Mexicans come to Miami, they always want to buy everything. Definitely, they’re our best visitors”, pensó el administrador. Sofía tomó la llave como si se tratara efectivamente de “la llave del mundo”, según dice el anuncio de American Express, y se dirigió al elevador. Mientras lo esperaba puso sus seis paquetes en el suelo. “¡Qué bárbara! Ahora sí que gasté un chorro”, reflexionaba entre divertida y preocupada, como si se tratara de una travesura más. Para Sofía comprar significa vibrar, vivir, disfrutar, sentirse rea-li-za-da. Pero, al mismo tiempo, le provocaba un profundo sentimiento de culpa, angustia e inseguridad. Cuando lo hacía no contaba, no calculaba, no programaba. Comprar, gastar, consumir, acumular, no quedarse con las ganas de nada para, después, arrepentirse, azotarse, atormentarse y jurarse una vez más por todos los santos del cielo no volver a hacerlo. Sofía no sabía en realidad qué disfrutaba más, si el sentimiento que le provoca comprar o el que invariablemente la hace sufrir.

Cuando abrió la puerta de su cuarto se encontró con que la mucama ya había pasado a cambiar las toallas y a preparar la cama para dormir. Sobre una de las almohadas había un chocolate y un papelito donde se leía: PLEASANT DREAMS. Sofía colocó todas las bolsas sobre la cama que no ocupaba. Se quitó los zapatos, tomó el chocolate, lo desenvolvió y se lo metió en la boca. “Estos gringos sí que son profesionales”, se decía mientras disfrutaba la menta del chocolate. Enseguida se recostó y desde su cama prendió el televisor. Con el control en la mano, fue cambiando de canal. De pronto se topó con Verónica Castro en uno de sus viejos programas grabados de La Movida. “Está perfecta para los cubanos de aquí”, concluyó mientras cambiaba de canal. De repente apareció en la pantalla una pareja desnuda besándose sobre un sillón. Sofía reacomodó mejor las almohadas, miró hacia el tablero donde estaba el reloj y se dijo que media hora de descanso antes de salir de nuevo a hacer un poco más de shopping no le vendría mal. “Luego estos programitas… dan muy buenos tips”, se convenció, no sin sentir ciertos remordimientos. Eran las 6:10 de la tarde.

A pesar de que Sofía estaba muy interesada en los intercambios afectuosos de parejas que acababan de conocerse, apagó el aparato a las 7:10 pm. Por más atrevido e interesante que fuera el videoclip, para ella no había nada en el mundo que pudiera remplazar el placer del shopping. Se incorporó de la cama, se puso los zapatos y se dirigió hacia el baño. Contra la gran luna se reflejaban decenas de botellas y pomos de cremas La Prairie. No obstante el precio exorbitante, Sofía había decidido comprar toda la línea. “Está carísima pero es una inversión”, se animó cuando firmó el voucher de American Express por ochocientos dólares. Con un pincel gordo para profesionales del maquillaje, se tocó ligeramente la nariz con su nuevo polvo transparente de Chanel: “De una rara fineza, unifica la apariencia con transparencia. Para un tono suave y aterciopelado”.1

Con un cepillo de cerdas de puercoespín se alisó la abundante cabellera dorada. Tomó su bolsa Louis Vuitton y salió del cuarto. En el interior del elevador se encontró con una pareja de viejitos. Tanto él como ella llevaban bermudas, camisas floreadas y tenis.

-Good evening —les dijo.

-Hi —respondieron los dos con una sonrisa indiferente.

En tanto el elevador bajaba con pausa, Sofía especuló: “Tengo que comprar una petaca más. Con todo lo que he comprado, ni de chiste me va a caber en las que traje. A ver si encuentro una buena y en barata”. Efectivamente, después del viaje que había hecho a París, sus tres grandes maletas de Aries resultaban insuficientes. Cuatrocientos dólares tuvo que pagar por exceso de equipaje en el aeropuerto Charles de Gaulle. Cuando el maletero le ayudó a ponerlo sobre la báscula, le preguntó en son de broma si llevaba piedras. “Non, ce sont des livres”, contestó Sofía como para justificarse frente a él.

Después de oprimir el botón de la luz roja del semáforo que se encontraba en la esquina a la altura de la entrada del hotel, Sofía atravesó Collins Avenue frente a una hilera de coches que esperaban con paciencia que la única peatona llegara al otro lado de la calle. “¡Qué maravilloso país! Todos aquí son tan respetuosos, tan civilizados. ¿Cuándo en México íbamos a tener estos semáforos que una misma hace funcionar para atravesar la calle cuando quiere? Típico que siempre iban a estar descompuestos. O bien, desde los coches gritarían: ‘Espérate que haya más gente, ¡pendeja!’. Mucho TLC, mucho TLC, pero a nosotros todavía nos falta un resto para pertenecer al primer mundo”, dirimía Sofía mientras cruzaba la espléndida avenida.

Así como Alicia, la del País de las Maravillas, no sabía qué camino tomar cuando de pronto se encontró en medio del bosque, al llegar Sofía al mall por un momento dudó si dirigirse hacia la izquierda, donde estaba Saks Fifth Avenue, o hacia la derecha, en dirección de Neiman Marcus. Optó por encaminarse hacia la izquierda. Mientras pasaba frente a varias boutiques, no podía evitar pararse frente a cada una de las vitrinas. “¡Hijo, ese conjunto está sen-sa-cio-nal!”, se dijo frente a la de Gianni Versace. Se trataba de una falda de lino azul marino, que coordinaba con una blusa de seda estampada en colores brillantes. Como si un imán gigante la jalara hacia el interior, Sofía entró en la boutique.

-Good evening. May I help you?

Nada le gustaba más que se dirigieran a ella en inglés, sobre todo en Miami, donde en las tiendas generalmente las vendedoras hablan español. Además, le fascinaba la forma de vender de las empleadas estadunidenses. Sentía que les podía tener absoluta confianza por su gran profesionalismo y porque ellas sí sabían de qué estaban hablando. No que las de México, aparte de no tener el mínimo gusto, no sabían vender. De las gringas apreciaba su voz, su acento, su hospitalidad, pero sobre todo la forma tan educada de querer siempre ayudar a los demás. La frase “May I help you?” era para Sofía un verdadero canto de sirena.

-Oh, yes! Thank you very much.

Con toda amabilidad preguntó por el precio de la falda y de la blusa que se encontraban en el escaparate.

-The blouse is six hundred dollars and the skirt, 475. Would you like to try them on?

Cuando Sofía viajaba, odiaba molestar inútilmente a las vendedoras. “Eso hacen las típicas mexicanas que no saben viajar”, solía decir a sus amigas viajadas.

-Okey. I’m size 10.

-Are you sure? I think you’re rather size 8.

Al oir esto, Sofía de pronto tuvo ganas de darle un abrazo a la señorita. No obstante que había comido como e-na-je-na-da en los restaurantes en París, ¿no se notaban esos kilitos de más? ¡Qué maravilla!

-Oh, yes! Please give me a size eight —pidió, haciendo mucho énfasis en la talla ocho.

De inmediato la empleada fue en busca del maravilloso conjunto. Dos minutos después Sofía ya estaba en uno de los probadores. Por una bocinita escondida en el techo le llegaba la voz irresistible de Julio Iglesias: “…Alguien, yo sé que alguien va a cruzarse en mi camino, alguien, que hoy ya presiento que de mí no está distante…”.

“¿Y si yo fuera ese alguien?”, se le ocurrió de repente a Sofía, “él tiene su casa aquí en Miami…”

Se probó primero la falda. ¡Láaaaaastima! Le apretaba demasiado. “¡Híjole! Aquí en mis pompis se han de haber concentrado todos los escargots, patés y crème chantilly que comí en París. ¡Qué coraje! Pero eso sí, llegando a México me pongo a dieta ri-gu-ro sí-si-ma. Ay, pero cómo le digo a la señorita que no me quedó. De seguro va a pensar que tengo el cuerpo de la típica mexicana: plana de arriba y caderona de abajo. ¡Qué pena!”, se reprochó mientras se probaba la blusa. ¡Qué diferencia! Esa sí le quedaba que ni pintada. Se le veía ¡super! “Ya sabía que la blusita me iba a quedar padrísima. ¡Lástima de la falda! ¿Y si le digo a la costurera que le saque de los lados? Ay, pero luego no queda igual. Así me pasó con mi vestido de Adrienne Vittadini. Carmelita de plano me lo echó a perder. Las costureras a domicilio están bien para remendar, hacer camisoncitos, composturitas o trapos de cocina, pero no tienen ni idea de cortes, ni de cómo debe de caer un vestido. ¿Qué hago? Me da pena pedirle que me la cambie por una más grande. Ay, no, qué horror. Primero muerta.”

—Is everything OK? Do you need any help? —escuchó de pronto del otro lado de la cortina del probador.

Sofía estaba tan sumida en su pena ajena que, con sobresalto, exclamó:

-Oh, yes. Thank you. Everything is perfect. I was just thinking…

Y de nuevo preguntó por el precio de la falda.

-Four hundred and seventy five dollars.

“¿Qué hago? Bueno, una falda azul marino de lino siempre es superútil. Claro que ya me compré una en París. Ay, pero ésa es plisada. No tiene nada que ver. Es otra película. Yo creo que me la voy a llevar y le mando a sacar un poquito.”

“Alguien, con quien beber las emociones gota a gota, alguien, que para siempre va a volar mi mismo vuelo…”, seguía cantándole muy quedito Julio Iglesias. “Sí, sí, me la voy a comprar. Porque me voy a poner a dieta. Esta falda será mi reto mayor. Siempre he oído decir que en la vida no hay nada como los retos. El día que me quede per-fec-ta, ese día seré talla 8, lo que siempre ha sido el sueño de mi vida. ¿Y la blusa? No, ésa también me la llevo. Porque le hace juego perfecto. Además me la puedo poner también con la falda blanca, la fucsia y la negra. ¡Híjole, se va a ver di-vi-na! Y también con la azul plisada se puede ver muy bien.” Terminó de vestirse y salió del probador con SU falda y SU blusa. Le entregó las cosas a la señorita y juntas se dirigieron hacia la caja.

-You sure have very good taste. We just received this outfit this morning. Cash or charge? —preguntó la vendedora con una amabilísima sonrisa en tanto doblaba el conjunto entre papel de china para meterlo en una caja.

-American Express, please —dijo Sofía al extender su Gold Card.

En esta tarjeta radicaba precisamente “la diferencia entre querer y poder”. Sofía no nada más quería comprar todo, sino que PODÍA hacerlo por el solo hecho de quererlo. Consumir por consumir le permitía, cada vez que pagaba con su Gold, constatar que era rica. “¿Cómo me pides que tenga límites si la Gold Card no tiene límites?”, le argumentaba a su marido, cuando éste se quejaba con amargura de los gastos de su mujer. Antes de dársela, él lo pensó mucho: “Gastadora como es, esta tarjeta va a ser una gran tentación. Sin embargo, es de lo más práctica. Si la pago puntualmente, no genera intereses. Además, es muy segura para cuando uno viaja”. (Como tarjetahabiente American Express, Global Privileges ofrece un crucero por Alaska, Canadá o Nueva Inglaterra con considerables ahorros, la primera noche de estadía como cortesía en cualquiera de más de cincuenta hoteles de lujo, rebajas en finas tiendas y restaurantes, una valiosa oferta para el alquiler de un automóvil y mucho más…) “Si algo pasa, se puede pedir un doctor, una ambulancia, e internarse en cualquier hospital del mundo. Y si un día se me olvida en la casa o se me extravía, Sofía puede pagar con la suya. Sí, se la voy a dar. Pero eso sí, le voy a sugerir que nada más la utilice para viajar.”

Unos días después de darle su Gold a Sofía, Fernando había recibido una carta sumamente amable del vicepresidente de Mercadotecnia y Ventas de American Express; entre otras cosas, le decía: “A los tarjetahabientes privilegiados se les ofrece servicio telefónico las 24 horas los 365 días al año; entrega de pasajes aéreos, cupones de reservación, etcétera, en mano propia, a la hora y en el lugar que usted indique dentro del área metropolitana; paquetes especiales, promociones y ofertas exclusivamente para tarjetahabientes The Gold Card inscritos en Envoy”. Fernando encontró tan convincentes los argumentos del vicepresidente que enseguida le pidió a la secretaria que lo comunicara para solicitar los servicios de Envoy para él y su mujer.

Pero, desafortunadamente, Sofía no sólo utilizaba su Gold Card en el extranjero. También se servía de ella en México. Cuando Fernando recibía los estados de cuenta en su oficina, de inmediato le hablaba por teléfono y le decía: “¿En qué quedamos, Sofía? Acabo de recibir lo de American. Es que no te mides. La última vez pagué casi una fortuna por puros artículos de cocina”. (“Sólo Moulinex le ofrece la posibilidad de formar su equipo de procesadores con la combinación que más convenga a sus necesidades. Un solo motor sirve para sacarle provecho a sus accesorios.”) “Sí, sí, ya me dijiste que porque aprovechaste una barata en Liverpool y porque todo era de importación. La verdad, Sofía, que si seguimos con este tren de vida, te juro que voy a tronar. Contigo no hay límites, ¡caray!”, insistía colgando la bocina con brusqueadad.

-Six hundred and four hundred and seventy five, that’s one thousand and seventy five dollars, OK, dear? —reiteró la empleada.

Sólo cuando estaba a punto de pagar y le decían el total de sus compras, Sofía se daba cuenta de lo mucho que había gastado. Y, como de costumbre, repetía la suma, como para darse tiempo de asimilarla:

-1,075 dollars? —repitió muy quedito.

-That’s right.

De pronto Sofía tuvo ganas de preguntarle por qué, pero no se atrevió. Al ver a su cliente dudosa, esta vez la empleada se lo dijo en un español con mucho acento:

-Mil setenta y cinco dollars.

-Yes, I understand very well. Thank you. Where shall I sign? —inquirió Sofía, sabiendo muy bien dónde había que firmar.

Le salía mejor la firma en los vouchers de la Gold que en los de Carnet y Banamex. De alguna manera creía que los empleados bancarios en el extranjero revisaban detenidamente cada una de las firmas de los cuentahabientes.

-Enjoy it and thank you very much. Good-bye! —le dijo la vendedora acompañándola hasta la puerta.

Todavía no salía de la boutique con su maravilloso paquete perfectamente bien envuelto, cuando a Sofía se le vino encima toda la culpa del mundo. “¡Qué estúpida! ¿Para qué compré la falda? Se me ve horri-pi-lan-te. Me hacía verme gordísima, además está superrabona. Por si fuera poco el lino se arruga muchísimo. ¡Híjole, ahora sí que estoy loca! Si volví al mall fue para comprar una maleta y no para comprar faldas que no son de mi talla. Fernando me va a matar. Ni modo que regrese a la boutique y le diga a la imbécil esa que me regrese el dinero. Estoy segura que me dijo que era talla 8 para que le comprara. Ay, así son estas gringas. A fuerzas te quieren vender. Están peor que las francesas. Ahora sí nada más me voy derechito a Saks a comprar la petaca. Juro que no me pararé en ninguna otra tienda.”

Justo se estaba diciendo esto cuando pasó frente a The Gap. De repente se acordó de la última llamada telefónica que hizo a su casa: “Mami, no se te olvide comprarme algo en The Gap. Porfa. Algo ¡de pelos! Conste, ¿eh?”, le había suplicado su hija. Enojada, entró a la boutique. Enojada revisó los módulos donde se encontraba la última colección sportswear y, también enojada, escogió dos playeras, una gris y otra azul pizarra; una blusa de mezclilla, una roja rayadita y unos bermudas blancos. “Le van a servir mucho para Valle”, se justificó. Con los brazos llenos de ropa se dirigió hacia la caja, y mientras hacía la cola se acordó de Fernandito, su hijo. “Si no le llevo nada de Gap, va a hacer el berrinche más grande del mundo.” Salió de la cola y fue donde se encontraba la ropa para juniors. Allí encontró unos pantalones guindas, una playera del mismo color y un cuello de tortuga en algodón blanco. “Se va a ver guapérrimo”, evocó con una sonrisa y ya sintiéndose menos iracunda.

No había duda, la acción de comprar relajaba a Sofía, la distraía. Aun si compraba para los demás, lo hacía con el mismo interés e intensidad que si fuera para ella. Tampoco en este caso escatimaba gastos. ¿No en París había dedicado más de dos días para comprar los encargos de sus mejores amigas? ¿Y no, incluso, había firmado con su tarjeta para completar la suma? Así como Sofía era supergenerosa con ella misma, así era con los demás. “Lo más importante en la vida es la generosidad”, insistía constantemente. “Odio a la gente tacaña, egoísta, mezquina, los cuentachiles. Para mí el peor defecto es ser codo. Prefiero a los borrachos, a los mentirosos, a los flojos… bueno, hasta a los ladrones; pero a los codos, a ésos sí no los aguanto.”

Se volvió a formar, con los brazos todavía más llenos de ropa. De repente, se le acercó un jovencito adorable, bronceado y medio pecoso.

-May I help you?

Al oir esto, Sofía no pudo evitar preguntar con una sonrisa si en su talla no tenían también la playera de cuello de tortuga.

-Sure we do, Madam. Here you are. You’re size 8, aren’t you? —le preguntó, a la vez que le entregaba la mercancía.

-Exactly. Thank you very much —agregó Sofía, volviéndose a formar en la fila, pero sin sus compras, ya que el joven se las había llevado a la caja para ir preparando la nota.

Cuando finalmente le tocó su turno, le dijo la cajera:

-One hundred and twenty dollars.

Como una autómata, Sofía volvió a sacar su Gold. Esperó a que la maquinita de la tarjeta de crédito American Express hiciera click, click, y firmó. Esta vez el último rasgo de su firma resultó mucho más enérgico, como con más personalidad.

-Thanks a lot —le dijo festivamente al joven que la atendió. Sofía salió de The Gap con dos bolsas enormes aparte de la caja de Versace.

Afuera en el mall ya no hacía tanto calor y se empezaba a vislumbrar una luna gorda y plateada. “¡Qué clima tan maravilloso! ¡Y pensar que llevo tres semanas sin respirar la cochina contaminación! Por eso me siento tan bien, por eso digiero tan bien, por eso duermo tan bien, por eso —aun si me desvelo— no me siento cansada. No sé por qué a los aztecas se les ocurrió fundar México ahí. Estoy segura de que, a pesar de que nací en México, a mí en lo personal me afecta la altura. Tal vez sea un problema de metabolismo. Quizá al mío no le conviene la altura. ¡Híjole!, si no me apuro van a cerrar y tengo que comprar esa petaca, porque si no, voy a viajar como esos espaldasmojadas que, cuando regresan en avión a su pueblo, llevan bolsas y hasta cajas con ropa. ¡Qué horror, ha de ser horrible ser espaldamojada!”

Siempre que Sofía entraba a un gran almacén, ya sea en Estados Unidos o en Europa, vivía la impresión de penetrar en el Paraíso Terrenal. Allí la esperaban todas las tentaciones habidas y por haber. Allí se olvidaba de sus angustias, presiones y culpas. A partir del momento en que cruzaba sus puertas, el tiempo ya no existía para Sofía. En una ocasión, en uno de los tantos viajes que hizo con su marido a París, éste le dio cita a la una de la tarde a las afueras de Galeries Lafayette. Cuando Sofía salió con los brazos repletos de bolsas, eran casi las tres.

-¿Te das cuenta la hora que es? Llevo aquí como idiota casi dos horas. ¿Qué te pasó?

Su mujer lo miró sorprendida.

-¿Cómo que casi dos horas? Pues ¿qué horas son? ¿A poco ya es tan tarde? ¡Qué raro! Si hace muy poquito tiempo eran las doce… —y en efecto, Sofía no mentía. Para ella, en el interior de los almacenes el tiempo no transcurría. Era como si en la puerta la recibiera un hada y le dijera: “Aquí el tiempo no es más que una cuarta dimensión; por lo tanto, puedes viajar por él tan fácilmente como a través del espacio. Aquí el dinero tampoco importa”. Y a partir de ese momento, Sofía construía su propio viaje. Era como un ego-trip que no tenía ni principio ni fin. A tal grado la absorbía este trip interno que en esos momentos se olvidaba por completo de la realidad. Cuanto más recorría el almacén, más sentía la necesidad de dejarse llevar por sus fantasías.

Por eso, cuando entró a Saks por el departamento de perfumería, inhaló profundo, como si el olor de todas esas fragancias juntas contribuyera a estimular su viaje personal. Cerrando los ojos, volvió a aspirar aquel conjunto de perfumes de Chanel, Yves Saint-Laurent, Nina Ricci, Ralph Lauren, Guy Laroche, Givenchy, Christian Dior, Madame Rochas, Paloma Picasso, Estée Lauder, Giorgio Armani, Charles Jourdan, Hermès, Guerlain, etcétera. De alguna manera, todas estas marcas eran como apellidos de viejos amigos que había conocido hacía muchos años, ya que en todas las revistas siempre veía sus nombres. Cuando los mencionaba en las conversaciones, dejaba caer sus nombres con toda naturalidad. Para Sofía la humanidad se dividía en dos: los que sabían pronunciar correctamente las marcas extranjeras y los que no se les entendía nada cuando hablaban de ellas. Con frecuencia corregía a sus amigas: “No se dice ‘Yves Sant-Lorant’. Se llama Yves Saint-Laurent”.

Sin poderlo resistir, se acercó al mostrador de Christian Dior y en un cartel que reposaba sobre la vitrina leyó: “Barefaced beauty should be a moment to enjoy. Now cleansing is a pleasure, a totally new sensation…”.

-May I help you? —preguntó enseguida la demostradora.

-Thank you. I was just looking around —contestó Sofía con cierta pena.

Aunque se acababa de comprar toda la línea de belleza de La Prairie y parte de la de Chanel, ¿cómo no le iba a comprar a esa señorita tan amable, tan profesional, que de tan buena fe se prestaba a ayudarla? Pidió entonces que le mostrara los últimos colores de lipsticks. De inmediato, la vendedora le enseñó el nuevo colorido, tanto en nacarado como en mate. Finalmente se llevó el número 549, Express.

Faltaban veinte minutos para que cerraran el mall y Sofía seguía sumida en su trip. Con esta misma sensación se dirigió muy quitada de la pena al departamento de zapatos. Allí le llamaron la atención unas sandalias italianas de tono cobrizo marca Ferragamo, unos zapatos de noche de Karl Lagerfeld, unos para caminar de Calvin Klein y unos mocasines de Gucci. Como si se tratara de objetos preciosos, los tomaba entre sus manos, los revisaba, buscaba el precio y los volvía a colocar en el mismo lugar. Aquí ya nadie se le acercó, ya que muchos de los encargados se encontraban ocupados cerrando sus cajas o desdoblando las enormes franelas con las que, justo a la hora del cierre, deberían cubrir toda la mercancía. De pronto, en una de las mesas camillas, algo llamó la atención de Sofía. Eran unos preciosos tenis Ralph Lauren color de rosa. “Justo lo que necesito para mi jogging”, se dijo, contenta de haberle encontrado a su futura compra una perfecta justificación. Tomó el modelo que le gustó y se dispuso a buscar a una vendedora. Por fin encontró a un señor, quien se veía muy apurado reuniendo una serie de vouchers. Le pidió que por favor la atendiera. El señor la miró un poquito irritado; sin embargo, le preguntó:

-What size are you?

Sofía nada más conocía su medida en zapatos franceses o italianos. Para ahorrarse problemas, la pidió tanto en la talla francesa como en la italiana. El vendedor la vio todavía más irritado y dio la media vuelta con el tenis rosa en la mano. “These Cubans…”, se dijo mientras se dirigía hacia la bodega. Cinco minutos más tarde ya estaba de regreso con tres cajas. Sofía se probó los tres pares pero ninguno le quedó. El señor regresó a la bodega y trajo un cuarto. Al final ésos sí le quedaron perfectamente bien. Como no eran muy caros, con rapidez Sofía pagó con un billete de cien dólares. Mientras el señor le daba su cambio, le preguntó en qué piso se encontraban las suitcases.

-We’ll be closing in five minutes. I think you won’t have any time left. The suitcases are on the fourth floor.

Con todo y paquetes, Sofía corrió hacia las escaleras mecánicas y, subiéndolas de dos en dos, llegó al departamento de maletas. Prácticamente todo el departamento estaba cubierto ya con las franelas. Sin embargo, Sofía se fue hacia las petacas de tela y, por debajo de la cubierta, sacó una maleta grande de ésas que tienen ganchos para llevar la ropa colgando. Al verla uno de los empleados, de inmediato se acercó a ella y le dijo:

-I’m sorry but we’re closed.

Si de consumo se trataba, Sofía era capaz de convencer a la persona más renuente del mundo. ¿Cuántas veces no le habían abierto la puerta de una boutique a punto de cerrar? ¿Cuántas veces no había inventado las historias más inverosímiles con el objeto de que le vendieran precisamente aquel vestido que había visto en la vitrina y que ya estaba vendido? Con tal de lograr su objetivo, Sofía estaba dispuesta hasta a contar las mentiras más monstruosas. Por esta razón, cuando escuchó al señor decirle que ya no era posible atenderla, Sofía le contó que había venido a Miami a buscar a su pobre madre que se encontraba en un hospital, del cual salía mañana muy temprano.

-Usted comprenderá, señor, que después de quince días de estar hospitalizada, le tuvimos que comprar varios camisones y ropa interior. Y ahora no sabemos en qué guardar toda esa ropa, además de todas las medicinas que también tendrá que llevar.

Esto se lo decía en un inglés perfecto y moviendo mucho las manos. Por momentos, ponía cara de preocupación, y por otros tomaba una actitud de niña graciosa. El señor la miraba entre incrédulo y solidario. No, una persona tan decente y fina como se veía Sofía no podía inventar una historia semejante.

-Just a second, please —le pidió.

El señor se dirigió al responsable de piso y le explicó el problema de su clienta.

-OK, but don’t be long —le advirtió.

El vendedor regresó y con voz cálida le mostró a Sofía la petaca que había elegido. Le explicó las ventajas de los diferentes compartimentos y le enseñó una bolsa especial donde se podía poner la ropa sucia.

-Aquí podrá poner los camisones usados de su madre, sin que se confundan con el resto de la ropa.

Cerca de diez minutos se tomó el empleado en describirle las maravillas de la maleta. Cuando, al final, le dijo el precio, Sofía se quería morir. ¿Qui-nien-tos trein-ta y tres dólares una petaca que no era de piel sino de lona? ¿Cómo era posible?

-I think it’s very expensive —se atrevió a decir Sofía.

El señor le explicó que eso costaban las maletas Hartman, conocidísimas desde 1877 por sus artículos superresistentes, y que sinceramente ya no podía mostrarle las más económicas porque el responsable ya se había ido. Sofía se moría de la pena. “No puedo decirle que no me la voy a llevar. ¡Qué horror! Después de todo lo que lo he retenido. Ni modo, la voy a comprar. Además, dice el señor que me va a durar años”, se autoconvenció Sofía.

-All right —se resignó, a la vez que le extendía su Gold Card.

El empleado la tomó y de inmediato hizo la nota. Mientras oprimía los botoncitos de la caja, comentó:

-I hope your mother will recover soon.

Era tan distraída Sofía, y en esos momentos estaba tan preocupada por el precio de la petaca, que lo de su mamá enferma ya se le había olvidado. “My mother?”, casi pregunta, cuando de pronto se acordó:

-Oh, yes, my mother! Thank you very much.

Cuando el señor le regresó su tarjeta y su voucher, le propuso guardar su shopping en el interior de su nueva petaca Hartman. Sofía aceptó. Juntos guardaron SU blusa, SU falda, lo de The Gap, SU lipstick y SUS tenis color de rosa.

-It’s almost full —dijo el señor en son de choteo. Los dos se rieron.

Muy amable, el vendedor se dispuso a ayudarla con la petaca hasta la salida de Saks. Mientras bajaban por el elevador, el empleado le preguntó a Sofía su nacionalidad.

-I’m Mexican —dijo rápidamente.

-Oh, from Mexico. I think Mr. Salinas is a very good president, isn’t he? —comentó.

-Oh, yes —exclamó Sofía con cierto orgullo. He’s extremely intelligent —agregó justo al momento en que se abrían las puertas del ascensor.

Mientras se dirigían hacia la salida, Sofía no podía evitar ver por todos lados. El hecho de que en esos momentos ya no pudiera comprar ni un alfiler la tranquilizó.

-Good-bye. I wish you and your mother a good trip back home —le dijo el señor.

Sofía tomó SU petaca. No obstante que estaba un poco pesada, dirigiéndose hacia el hotel la sostenía como si se tratara de una plumita. En la esquina, oprimió de nuevo el botón del semáforo y atravesó Collins Avenue. Cuando en la administración la vieron llegar con una maleta, enseguida le extendieron un papel para que se registrara. Divertida, les explicó que ya tenía su cuarto y que lo de la petaca era parte de su shopping.

A pesar de que ya se sentía un poquito cansada, se encaminó a su habitación con una sensación de satisfacción. La idea de viajar sola la excitaba, la hacía sentir libre, adulta e independiente. “¡Qué bueno que no me he encontrado a nadie conocido! Odio encontrarme con compatriotas. La verdad es que cuando viajan, enseguida se les nota lo somex. ¡Híjole, es que hay algunos so-Mexicans! Luego hacen cada ¡oso! que da pena ajena”, pensó Sofía entre el tercero y el cuarto piso. Al llegar a su habitación, colocó la maleta sobre la cama vacía y prendió el televisor. En la pantalla volvió a aparecer una pareja besándose y abrazándose. Lo hacían con tal pasión y experiencia que por un momento Sofía dudó en cambiar de canal. “Para mí que este canal nada más tiene una programación”, concluyó. Se dirigió hacia el teléfono y oprimió el número 5.

-Room service. May I help you? —dijo la voz de una señorita amabilísima.

-Yes, please. May I have a poached baby salmon with vegetables and a vanilla ice cream… Oh, no, no. I’d rather have a fruit salad and black tea —corrigió Sofía de inmediato, al acordarse de su falda talla ocho.

Al sentirla tan indecisa, la señorita le hizo confirmar su orden. Con voz más firme, Sofía pidió una ensalada de fruta y un té negro.

En tanto seguía viendo a la pareja en pleno éxtasis, Sofía se iba desvistiendo. Primero su cazadora de lino Max Mara que acababa de comprar en París (1,500 francos), después su cinturón Gucci (600 FF), su top de seda (450 FF) y luego sus bermudas (600 FF), que hacían juego con su saco. Como en cámara lenta, Sofía se deshizo de su “bra” Christian Dior (Made in France, 100% algodón) y de inmediato se deslizó en su camisón Laura Ashley de piqué blanco.

Enseguida se dirigió hacia el baño para desmaquillarse. Se miró en el espejo y de pronto se acordó que en unos días cumpliría cuarenta y cinco años. Si algo odiaba Sofía, era cumplir años. “Si ahora me arreglo para gustar, pronto llegaré a la edad en que me arreglaré para no disgustar”, reflexionó. Tomó el frasco casi nuevo del Purifying Cream Cleanser y virtió una buena cantidad de crema en la palma de su mano izquierda; con la otra, la distribuyó por toda la cara. Sofía era de las que pensaban que entre más copiosa fuera la cantidad del producto que usaban, mejores resultados obtendrían. Lo mismo pasaba con la pasta de dientes, con el champú, los enjuagues, las mascarillas y todos los demás tratamientos para el cutis. “Al desmaquillarse ayuda a su piel a evitar el daño que produce el medio ambiente: los rayos ultravioleta pueden causar el ochenta por ciento del envejecimiento prematuro.” Con la ayuda de una borlita de algodón poco a poco se fue retirando la crema. “¡Quítate el día de encima! Devuelve la naturalidad a tu rostro con un buen principio, dejando en tu cutis una sensación de frescura y suavidad.”

A pesar de la eficacia de su desmaquillante, sus ojos todavía se veían ligeramente pintados. De una bolsa de plástico sacó una bolita de algodón rosada y le puso unas gotas de Eye Makeup Remover. Una vez retirado todo el rímel y las pocas sombras que aún le quedaban sobre los párpados, sus ojos color cajeta envinada se le hicieron chiquitos, chiquitos. Así de desnuditos, súbitamente adquirían una mirada de niña inocente y tristona. El cuello redondo y blanco de su camisón le daba un aire de colegiala.

Entre todos los envases de la línea de cosméticos de La Prairie buscó la botella de Cellular Refining Lotion, “In-dis-pen-sa-ble para depurar, reafirmar y refrescar el cutis, además de que sirve para sellar la humedad de la piel”, le había dicho en tono contundente la vendedora de la perfumería en París. Cuando las demostradoras le explicaban a Sofía cómo usar cada uno de los productos, las escuchaba con la misma fe que le inspiraban las monjas de su colegio. Conforme le iban exponiendo cada uno de los pasos a seguir, con aire solemne y respetuoso asentía con la cabeza, como si se tratara de un asunto de vida o muerte: “Estos componentes e-sen-cia-les de la fórmula del Skin Caviar transportan sus activos antienvejecimiento a las zonas más frágiles de la epidermis, y se funden en ella para restructurarla. Las pruebas científicas así lo han demostrado”. Cuando la señorita le aclaró que el Skin Caviar atenuaba las líneas de expresión, Sofía le preguntó:

-¿Todas? ¿También las más antiguas? Es que fíjese que yo soy de lo más expresiva del mundo —le comentó.

-Restructura desde el interior, haciendo lucir la piel más resistente y más joven. Pero lo que es más importante, retarda los efectos del envejecimiento —le aseguró la vendedora.

Aunque el producto costaba ciento treinta y siete dólares, la idea del “an-ti-en-veje-ci-mien-to” había sido suficiente para convencer a Sofía. Después de los veintiún días que duraba el tratamiento, estaba segura que se vería de treinta y dos años.

Con todo cuidado, Sofía tomó varias perlitas nacaradas, las puso en el centro de la almohadilla de aplicación y luego presionó para liberar el líquido que contenían. Enseguida se lo pasó por la cara y por el cuello.

-¿Y qué vamos a hacer con esas patas de gallo? —le había preguntado la vendedora entre solidaria y profesional, para decirle inmediatamente—: Ne vous inquiétez pas. El compuesto celular de esencia de Skin Caviar para el área de los ojos es un tratamiento que le ayuda a dar un aspecto más firme, tonificado y de nueva textura a esas pequeñas líneas. Cada mañana y cada noche, después del desmaquillante para los ojos, según se requiera, ponga una gotita en el dedo anular y aplíquela con toquecitos bajo el ojo, desde la esquina interior hasta la exterior, continuando hacia arriba hasta el párpado, a lo largo del hueso de la ceja. Esta misma operación la repetirá en el otro ojo.

Tal como se lo había explicado la vendedora, Sofía ejecutaba la lección como la perfecta alumna que nunca fue.