Con los ojos abiertos - Francisco Hinojosa - E-Book

Con los ojos abiertos E-Book

Francisco Hinojosa

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Beschreibung

A sus quince años y medio Sara decide salirse de su casa; la vida con su padre, madrastra y hermanastras es insoportable. Para sobrevivir lejos de su "hogar" encuentra trabajos informales, entre ellos vender libros afuera de la Universidad. Al poco tiempo se hace amiga y novia de un estudiante inteligente, solitario y rebelde, con un padecimiento oculto; un reto más que Sara deberá conquistar.

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© Fotografía de Tanya Huntington

Francisco Hinojosa nació en la Ciudad de México en 1954. Estudió letras y poco después empezó a escribir poesía, cuentos y libros para niños. Algunos de los reconocimientos que ha recibido son el premio IBBY (1984), la beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (1991-1992), el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí (1993), y fue finalista del primer Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil (2005). En FCE ha publicado obras como La peor señora del mundo, A golpe de calcetín y La fórmula del doctor Funes.Con los ojos abiertos es su primera novela para jóvenes. Conaculta lo eligió embajador 2015 de la literatura infantil y juvenil mexicana para promover las obras de este género en México y el mundo.

Francisco Hinojosa

Primera edición, 2015 Primera edición electrónica, 2015

Colección dirigida por Socorro Venegas Edición: Marisol Ruiz Monter Diseño del forro: León Muñoz Santini y Andrea García Flores Formación impreso: Miguel Venegas Geffroy

© 2015, Francisco Hinojosa

D. R. © 2015, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel.: (55)5449-1871

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-2651-6 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Habla Sara

Habla Eliseo

Habla Sara

HABLA SARA

Me llamo Sara y hoy cumplo quince años y medio. No sé si eso signifique algo. Algo bueno o algo malo. A los quince y medio, más o menos, mi padre estuvo recluido en un reformatorio, que en realidad es una cárcel destinada a menores de edad. Pasó allí seis meses porque participó en el robo a una zapatería. Era muy joven como para saber las consecuencias de lo que hacía. Unos tipos lo convencieron de que vigilara la puerta del establecimiento y de que diera aviso cuando viera entrar a un señor vestido con traje verde, corbata verde y zapatos de cualquier color. Era el gerente de la zapatería. Ésa fue toda su participación, dar aviso cuando llegara el tipo. Le prometieron pagarle trescientos pesos, que para mi padre significaba el dinero que gastaba en la escuela durante una quincena. ¡Una quincena! El trabajo era insignificante —dar un aviso y ya—, pero el castigo por haberlo hecho no se correspondía con el supuesto delito: una quincena de dinero igual a seis meses de cárcel. Lo sé todo porque mi tía Josefina me lo contó un día. Nunca lo hubiera sabido por él. Es más: creo que no sabe que conozco su historia.

Hoy cumplo quince y medio y no sé si lo que voy a hacer con mi vida sea lo mejor. Mario Arturo, mi padre, que por cierto me tuvo pocos años después de haber terminado de cumplir su condena en el reformatorio, se dedica a vender piezas sueltas de coches. No tengo idea de si lo que hace es legal o no. Y la verdad no me importa mucho porque estoy a punto de irme a vivir con el Zorro. A mi mamá no la conozco. Creo que es una señora que vende mercancía de contrabando en un mercado del Centro. Digo que lo creo porque una vez vi a mi papá discutir con ella con tanto coraje que parecía un pleito entre esposos. Además me parezco a ella en el cabello rizado, la forma alargada de la cara y la estatura. Alguna vez le pregunté a Mario Arturo por ella. Lo único que me dijo fue que había muerto poco después de mi nacimiento y que también se llamaba Sara.

Tengo una madrastra, Sandra, que pocas veces me dirige la palabra para algo más que no sea hablar sobre el quehacer de la casa o las telenovelas. Nació en el norte y es menos bonita que malhumorada. Yo creo que mi papá la quiere porque no se mete mucho con ella. Y eso que tiene cola que le pisen. He visto cómo mira a otros hombres. La he cachado llevándole comida a Joaquín, el dueño de la panadería, cuando estuvo enfermo el año pasado. En fin: le sé algunas cositas que no creo que sean tan secretas para mi papá. Por eso estoy convencida de que la quiere. Lo que más me desagrada de ella es que es muy cochina: se duerme con la ropa con la que anduvo todo el día, se baña cada tres o cuatro días y es una facha, a pesar de que es un poco bonita de cara. Y a veces discute con mi papá de la misma manera en la que un día vi a esa señora del mercado del Centro hacerlo con él. (Si es mi madre, la verdad no se me antoja mucho conocerla.)

También tengo dos hermanastras que son hijas de ella. Diana —a la que llaman Daiana— tiene dieciséis pero parece de doce. Hace berrinches cuando no encuentra su cortauñas o se le acaba el champú, exige que le compren yogur sin azúcar porque asegura que está a dieta y se besa de lengüita con su novio a pesar de saber que yo la estoy espiando. Él tiene diecisiete. Supongo que lo que quiere es presumirme que besa a un chico y que yo aún no tengo edad. Eso cree la muy imbécil.

La otra se llama Rosa —pero le dicen Rous— y tiene mi misma edad, quince. Es menos presumida que su hermana y también le da por ponerse a dieta y esas cosas. Lo único que me ata a ella es que me paga por hacerle las tareas. Es tan floja y tan tonta que ya habría reprobado varios años en la escuela si no fuera por mi ayuda. Le cobro cincuenta pesos por cada trabajo que le da puntos en los exámenes y veinte por hacerle la tarea.

Las tres suelen ir a misa los domingos. Como a mí no me pueden obligar, las dejo que se vayan a lavar sus culpas en la iglesia. Son tan cristianas como yo soy levantadora de pesas.

Vivimos en un departamento chiquito y desordenado. Yo duermo en el sillón de la sala y tengo unos cajones en los que puedo guardar mi ropa y mis cosas personales. Cada quien se cocina lo que puede con lo que hay en el refrigerador y la alacena. En ocasiones raras, mi papá trae pollos rostizados o longaniza: son las únicas veces que nos sentamos los cinco a la mesa. Con frecuencia sólo como un jitomate, una zanahoria o un poco de arroz. Y siempre hay café. Cuando ya no puedo del hambre y del antojo, me zampo unos tacos en la calle con el dinero que me paga Rosa.

La vida allí, en el reino de "mi familia", suele ser aburrida, aunque a veces se ve tocada por momentos de violencia. Los unos contra los otros. Y no importa el motivo: la cuestión es encontrar cualquier cosa para disparar los gritos, los insultos y los golpes. Mario Arturo me ha pegado varias veces con el cinturón, aunque no estoy segura de que haya disfrutado hacerlo. Un día me dio una cachetada. La psicóloga de la escuela me dijo que la mía era una familia disfuncional. No es cierto: es un manicomio, un ring, un pantano que apesta. No es una familia. Lo sé porque conozco las casas de algunos compañeros de escuela: en ellas se respira otra cosa.

La televisión está encendida casi todo el día, aunque nadie la vea. Eso hace que la casa esté habitada todo el tiempo por voces y que luces estroboscópicas la hagan parecer como arbolito de Navidad. A nadie le gusta lavar los platos y los vasos. Yo lo hago porque la escena me repugna. Y nadie da las gracias.

A mis quince y medio he tenido ya algunas experiencias de niñas mayores. He besado a un chico, o más bien a tres: a Gus —el novio de Daiana— y a Rodrigo —el niño del departamento 204. También he bebido ron más de la cuenta: el día de la fiesta de Rebeca —mi mejor amiga— y la vez que conocí al Zorro, a quien también besé en la boca, lo que hace tres experiencias de besado a mis quince y medio. Además de besar y beber ron, un día le robé a Mario Arturo cuatro billetes de quinientos pesos. Se puso como loco cuando descubrió que el dinero ya no estaba en el libro en el que supuestamente escondía sus ahorros. El libro tenía como título Una noche en Wi-kiwonder. Desde hacía tiempo yo sabía que ése era su escondite. Sandra nunca hubiera sospechado que allí guardaba mi padre sus ahorros, si no también le habría entrado el gusanito. Esto no quiere decir que mi padre sea alguien a quien le guste la lectura. Ese libro, el de Wikiwonder, trata de un viaje a Australia en el que veinte sujetos se meten tal cantidad de drogas que terminan por asesinarse los unos a los otros. Más o menos de eso trata la historia, si hay que hacerle caso a lo que dice la contratapa. El caso es que esos drogadictos asesinos nunca sospecharon que podían hacerle de caja fuerte de mi padre. Y tampoco que significarían para mí el inicio de una nueva vida.

Con los dos mil pesos que le robé inicié mi etapa de despedida del hogar. Un breve adiós que nunca supieron escuchar. Los escondí debajo de la televisión: que yo recuerde nunca la habían levantado para sacudir el polvo que guarda debajo. Con ese dinero, más unos cuantos billetes más que había ahorrado de los pagos que me daba Rosa, pude ayudar al Zorro a que me recibiera en su departamento.

Llené la mochila de la escuela con ropa y algunas cosas personales: cepillo para el pelo, desodorante, cortaúñas, un paquete de toallas sanitarias y dos cuadernos en los que había escrito cuentos de niña. Dejé mis libros y libretas escolares. Suponía que al menos por un tiempo no continuaría estudiando. Haber finalizado la secundaria, con más o menos buenas calificaciones, me daba la seguridad de que podría defenderme por mí misma allá afuera, en el mundo de verdad. No me atraía la idea de terminar la preparatoria, como Mario Arturo o mi tía Josefina, para acabar como ellos, vendiendo piezas de coches o siendo la recepcionista en un consultorio de dentistas.

El departamento del Zorro era pequeño y estaba situado en una colonia alejada de mi ex hogar. Tenía un cuarto, una minicocina, un baño, una estancia en la que cabían varios cojines y un colchón, si a eso se le podía llamar colchón, de tamaño individual. Por eso tuve que comprar una colchoneta en la que al menos cupiéramos los dos, además de unas sábanas, un cobertor, una toalla, dos botellas de ron y un six de Coca-Cola. Esa primera noche, y otras cinco más, fueron fantásticas. El Zorro tocaba la guitarra, cocinaba y me daba besos. Al tercer día hicimos el amor.

Salimos juntos a comprar pan para cenar unas tortas, y en el camino de regreso se detuvo en una farmacia a buscar condones. Sabía que no podía negarme por mucho tiempo. Rebeca, mi mejor amiga, me había contado con todo detalle acerca de su primera vez. Se acostó con un compañero de la escuela que a todas nos gustaba. Desde entonces me quedé con la idea de que a mí también me iría bien.

Al principio me puse nerviosa. No estaba segura de que mi decisión de acostarme con él era la mejor. Pero en cuanto nos quitamos la ropa y nos metimos en la cama dejé que todo sucediera como si hubiera tenido mucha experiencia. El que parecía nervioso al principio era él, que no sabía cómo abrazarme ni cómo empezar. Al fin quitó la sábana que nos cubría, encendió la luz y me miró. Sentí sus ojos en mis senos y luego en mi sexo. No dijo ni una sola palabra ni me dio besos. Con torpeza se puso el condón y se metió en mí como si fuera algo que ya habíamos hecho muchas veces. Y al final se quedó profundamente dormido.

Al Zorro lo conocí en una fiesta de paga que organizaron mis compañeros de grado para sacar dinero; lo único que tenían en la cabeza era hacer un gran reventón de graduación, como si terminar la secundaria tuviera algún significado. Bailamos dos piezas y cuando esperábamos la tercera me dio un beso. Así, sin preguntar. Creo que en otras circunstancias lo hubiera rechazado, pero no lo hice porque hubo algo en él que me cautivó, a pesar de que era bastante feo. Tenía una barba que no terminaba de ser barba, unas espinillas que tampoco terminaban de ser espinillas, el pelo despeinado. Le calculo que tendría unos veintitrés años. Era muy flaco y de aspecto fodongo. Pero tenía una linda sonrisa. Eso fue lo que me gustó de él, además, que de entrada me dijo "llámame Zorro". Luego del beso quiso fajarme y no me dejé. El beso no había estado mal, pero quería pasar de una cosa a la otra más despacio. Quedamos de encontrarnos el siguiente fin de semana.

Nos vimos en su casa, tomamos varios vasos de ron y fajamos un ratito. Por supuesto que quiso que hiciéramos el amor. Le pedí que nos fuéramos más tranquilamente, que había tiempo. Y la verdad, no tenía muchas ganas de hacerlo. Sabía que le iría dando largas. Pero lo que sí es cierto es que me gustaba mucho estar con él, me encantaban sus manos y su voz cuando cantaba.