Buscalacranes - Francisco Hinojosa - E-Book

Buscalacranes E-Book

Francisco Hinojosa

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Beschreibung

¡Urgente! Se solicitan Buscalacranes. Experiencia mínima, indispensable que pesen más de cuarenta kilos. Leidi, Juliana y Sancho no reunían ninguna de las condiciones, pero eran los mejores cazabichos, por lo que respondieron al anuncio para ayudar al doctor Östengruff en la búsqueda de un contraveneno para la bampacrisis, y así evitar que hiciera ¡bamp!... y se esfumara.

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Buscalacranes

Francisco Hinojosa

ilustrado por Rafael Barajas, El Fisgón

Primera edición, 2000       Quinta reimpresión, 2010 Primera edición electrónica, 2013

D. R. © 2000, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios: [email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1341-7

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Eran tres

Los cazabichos

El anuncio

La entrevista

Los alacranes

El contrato

Tres días

Como estampa

El recuento

La entrega

Galga Östengruff

Noticias de Vítar

El Pedregal Pelado

Las lagunas del Pipiney

Cazapulgones

Bajo llave

El alpinista

A golpes

Pantaleón

¡Es usted una bruja!

Bampabrujos

Planes

De un lugar al otro

X

A Aura María, en Medellín A María y Sofía, en Torreón A Lucero, en la Portales A Danij, en Cuernavaca

Eran tres

♦ LOS TRES eran buenos amigos: Leidi, Juliana y Sancho.

Sancho acababa de cumplir los once años. Su papá era dueño de una panadería y su mamá se dedicaba a dar clases de ballet a las niñas del barrio. No tenía hermanos, ni perros ni gatos: su fiel compañero era Pantaleón, un ganso malhumorado a quien nadie quería, salvo él y sus dos amigas. A Sancho le gustaba romper piñatas, construir barcos de madera y bailar música moderna: era un experto en el baile de moda, el bala-bala. Más bien de corta estatura, usaba una gorra vieja de beisbolista que nunca se quitaba y sus orejas eran algo más grandes que las normales.

Juliana tenía diez años, siete diademas, seis cepillos de dientes, cinco gatos, cuatro platillos preferidos, tres hermanos futbolistas, dos abuelos que vivían en la montaña y una patineta. Le gustaba leer cuentos de príncipes y princesas, jugar a los disfraces y cantar canciones inventadas por ella misma. Tenía el pelo del color de las zanahorias, unos anteojos redondos, las piernas flaquitas y unas botas verdes que le había comprado su papá y que apenas se quitaba para dormir.

Leidi era la más pequeña: iba a cumplir apenas los nueve años. Vivía con sus tías, doña Berta y doña Petra, que eran las señoras más regañonas de todo el lugar. Sus papás, que trabajaban todo el día en quién sabe dónde, la visitaban los domingos y le llevaban regalos y dulces. A Leidi le faltaban dos dientes, se ponía siempre faldas azules y le encantaba peinarse de trenzas. Su mascota, una perra labrador color miel, estaba invariablemente a su lado.

Eran tres: Leidi, Juliana y Sancho.

Casi todas las tardes se reunían a platicar y a jugar. Juliana les contaba cuentos y les cantaba canciones, Leidi inventaba chistes y Sancho se refería a sus aventuras y les enseñaba los pasos más sencillos del bala-bala.

Además de ser muy buenos amigos, los tres vivían en el mismo barrio, iban a la misma escuela y compartían una pasión: los bichos. ♦

Los cazabichos

♦ ENCONTRAR arañas, escarabajos o cucarachas es la cosa más fácil del mundo. Atrapar mariposas, avispas o abejorros: igual. Todo es cuestión de que los bichos estén al alcance, de tener un poco de paciencia y especialmente de saber cómo apresarlos.

Para coger una luciérnaga, por ejemplo, hay que tomar las cosas con calma. En temporadas de lluvia, cuando las luciérnagas salen en las noches a encender su linterna de luz, hay que esperar a que se cansen y bajen unos instantes a reposar sobre el pasto o sobre la hoja de un árbol. Entonces: ¡cuach!, a encerrarlas en un frasco de vidrio. Juliana llegaba a juntar más de treinta en una sola noche. Cuando lo hacía, colocaba el frasco en su buró, apagaba la luz y contemplaba durante un buen rato su lámpara de luciérnagas. Luego, antes de dormirse, las devolvía a la oscuridad. Así aseguraba que nunca se fueran a acabar.

Leidi era la especialista en mariposas. Con su red, con los saltos que pegaba y con su buen tino, rara vez se le iba una. Atravesadas con alfileres y en perfecto orden según colores y tamaños, Leidi tenía una colección de mariposas en varias cajas de madera. Con frecuencia los niños del barrio iban a su casa para conocer su museo particular.

Sancho era un buen inventor de trampas. Aunque podía cazar bichos sin mayores dificultades, por ejemplo un escarabajo, él prefería guiarlo poco a poco hasta que cayera en una cajita de cartón construida con sus propias manos. Desde que inventó su trampa antirratonil ya nadie se preocupaba en el barrio por llamar a las compañías de fumigación o comprar poderosos venenos: él atrapaba los ratones, los abastecía de alimentos por algunos días y, ya que reunía varios, los dejaba en libertad en la montaña en la que vivían los abuelos ermitaños de Juliana.

Algunos los conocían como Los Cazabichos, aunque casi todos se referían a ellos como Los Tres. ♦

El anuncio

♦ FUE JULIANA la que se topó con el anuncio. Pegado en uno de los cristales de la papelería, a la que había ido a comprar una tira de etiquetas blancas para ayudarle a Leidi a clasificar sus nuevas mariposas, había un anuncio que llamaba mucho la atención por estar escrito en una cartulina de color amarillo eléctrico:

Era cierto que ninguno de Los Tres —Leidi, Sancho y Juliana— tenía fama en el barrio como experto buscalacranes.

Leidi, además de ser una buena cazamariposas, era también una gran matarañas: varias veces a la semana la llamaban por teléfono para que fuera a las casas vecinas a deshacerse de alguna araña presuntamente venenosa, aunque en realidad fuera inofensiva.

A Sancho todos lo conocían como buen atraparratones y encuentraciempiés. A estos últimos y a los milpiés, que eran el terror de las mamás y los niños, los encontraba antes de que salieran de sus escondites a asustar a los humanos con sus hileras de patitas. Eran el platillo favorito de Pantaleón, su ganso.

Juliana tenía fama de rescatalagartijas, aplastatarántulas y sacabejas (la llamaban así porque con mucha frecuencia le pedían que echara afuera a las abejas que sin querer se metían en las casas y no sabían cómo salir de ellas). La señora Orandina, que vivía justo aliado de su casa, tenía la mala pata de toparse a cada rato con tarántulas. Era capaz de regalarle a Juliana un pastel por cada una que aplastara con una roca, una escoba o, la mayor parte de las veces, con sus temibles botas verdes.

Lo que sí es que ninguno tenía fama de buscalacranes. Y no es que no hubiera alacranes en el lugar. Lo que sucedía es que a nadie le importaba su existencia porque era más bien raro toparse con alguno. Ni siquiera a Los Tres. Por eso no iba a ser fácil demostrar una experiencia de cinco años.

En cuanto a la buena presentación que pedía el anuncio, sólo Leidi llenaba el requisito: sus faldas azules, bien conservadas y limpias, eran la envidia de las niñas del barrio. Y no se diga de sus blusas y sus trenzas brillantes y perfectamente bien hechas. En cambio, Juliana y Sancho no le daban importancia a su arreglo. Ella sólo tenía dos pantalones. Podía usar los mismos toda la semana; los lunes se veían recién lavados y planchados, los jueves un poco sucios y los domingos ya eran una pena. El lunes siguiente se ponía los de relevo. Sancho sólo usaba camisetas negras, pants negros y tenis negros. Aunque tenía una colección de ellos, todos eran iguales.

Algo que ninguno de Los Tres tampoco cumplía, se refería al peso exigido en el anuncio. Ni aunque se pusieran a dieta de pizzas, espagueti y merengues lograrían llegar a los cuarenta kilos que el doctor Östengruff pedía.