Con un sueño en África - Olga Marlin  - E-Book

Con un sueño en África E-Book

Olga Marlin

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Beschreibung

A finales de los años cincuenta, el Opus Dei impulsó el comienzo de su labor apostólica en África. Olga Marlin y otras jóvenes de varias naciones fueron a Kenia con la idea de iniciar el primer proyecto educativo del país para chicas de todos los credos y razas. No podían imaginar que su escuela profesional llegaría a ser un College de notable prestigio. En poco tiempo lograron poner las bases para que las alumnas tuvieran deseos de superación, responsabilidad, y unos conocimientos que las preparaban para ejercer su papel en la sociedad, el trabajo y la familia. Con estilo cálido y cercano, la autora cuenta cómo la fe en su misión se mantuvo a pesar de los obstáculos, y dio fruto: "Cuando llegué a África, vine con un sueño que se ha convertido en realidad: personas de toda clase y condición consideran su trabajo como medio de acercarse a Dios y de servir a los demás".

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EPUB

Veröffentlichungsjahr: 2006

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CON UN SUEÑO EN ÁFRICA

Título original: To Africa with a Dream

© 2003 by Scepter Publishers. Inc. N.Y.

© 2006 de la versión española, realizada por Mª Carmen García-Grotta, by Ediciones RIALP, S.A., 2014

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

Cubierta: Cuadro de Kianda College pintado en 1964 por Hilda van Stockum, madre de la autora (foto cortesía de Olga Marlin)

ISBN eBook: 978-84-321-4021-1

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A San Josemaría Escrivá, que hizo posible la aventura de mi vida, y a mis padres, Hilda van Stockum y Spike Marlin, que pusieron los cimientos.

Índice

Prólogo

1 Aquí empezó todo

2 Asentándome

3 Por fin, profesora

4 El Colegio Romano

5 Preparativos para África

6 Comienzo de una aventura

7 Kenya High School

8 Crisis en el Congo

9 Una llamada del Padre

10 Primeras experiencias

11 Creando un hogar

12 Kianda College

13 Uhuru!

14 Uhuru también para las mujeres

15 Kianda Residence

16 Tom Mboya

17 La familia crece

18 Expansión hacia el oeste

19 Lagoon College

20 El Padre en el cielo

21 Kianda School

22 La clínica de la Universidad de Navarra

23 Centro Cultural Fanusi

24 Elders kenianos

25 Mejorando el nivel de vida

26 Kibondeni College

27 Seis veces diez

Epílogo

Prólogo

De pie, sobre el agitado muelle dublinés, miraba apenada al transatlántico que se alejaba rumbo a Canadá, con toda mi familia a bordo. La neblina de aquella tarde de un frío septiembre era reflejo de mi profunda sensación de soledad, como si toda mi vida, y el mundo entero, ya nunca pudieran ser lo mismo para mí.

«¿Y ahora qué?». La pregunta giraba en mi mente vacilante en busca de respuesta. A mi alrededor, la vida del puerto bullía con incesante actividad. La gente iba de acá para allá, inmersa en sus propias preocupaciones, sin causarme la más mínima impresión. Los veía sombríos, como marionetas en un gran escenario, y yo en el exterior. Sola.

No sé el camino que tomé para volver a mi casa: un piso cómodo, amueblado y decorado con cariño por mis padres. La vista de las habitaciones solitarias se me clavó en el corazón, haciendo resurgir violentamente la nostalgia de mi familia y de las íntimas alegrías familiares del pasado. Me tumbé en la cama y rompí a llorar con sollozos incontrolables, desde lo más profundo de mi ser, desde un vacío que -así lo creía- nada podría volver a llenar.

De pronto, sentí una mano amable sobre el hombro:

-No lo tomes tan a pecho, Olga -era mi amiga Therese Dwyer, que acababa de entrar silenciosamente-. No tardarás en estar de nuevo con ellos; dentro de un año, cuando acabes los estudios.

Me incorporé para mirarla, con los ojos empañados de lágrimas.

-No, Therese, no viviré con ellos nunca más. Lo sé.

Y lo dije plenamente convencida, sin saber el porqué de aquella certeza.

-Tonterías, te estás dejando llevar por la emoción. Tienes casi veintiún años, es natural que quieras salir de tu casa. Creo que estás demasiado apegada a tu familia.

Nunca se me había ocurrido este punto de vista, y pasé a la defensiva.

-¿Qué quieres decir? ¿Qué tiene de malo amar a la familia?

-No te enfades -siguió Therese-. Yo también amo a mi familia, pero no quiero vivir con ellos para siempre. Quiero vivir mi propia vida. Tú tienes mucha suerte, tus planes están ya hechos: obtendrás tu diploma y serás profesora, y, quién sabe, quizás consigas un trabajo cerca de tu familia.

-Hay algo más -respondí tratando de ensamblar las vagas ideas que desde siempre rondaban en mi alma-. Sí, quiero ser profesora, pero no sólo para obtener un empleo. Presiento que hay algo más, quizás una llamada de Dios para servirle de algún modo.

¿Cómo podría explicarle la confusión en que me hallaba, el tremendo vacío que sentía? Un vacío que mi familia había llenado, hasta estos últimos meses en que algo semejante al temor había agitado lo más recóndito de mi ser. Ahora mi familia estaba lejos. Su marcha había rasgado la frágil red bajo mis pies, arrastrándome hacia una oscura profundidad; y, al mismo tiempo, esos indicios, esa sensación de que Dios quería algo de mí, algo que toda mi vida venía buscando.

Therese me miraba fijamente, con sus grandes ojos azules, más abiertos aún por el asombro. Sin andarse con rodeos me preguntó si quería ser monja. Su aire de incredulidad le daba un aspecto tan cómico que me levantó un poco el ánimo.

-No, realmente no. Lo he considerado, pero lo veo como un encerramiento. El mundo es muy grande, y la verdad es que yo quiero estar en medio de toda esa actividad.

-Totalmente de acuerdo -respondió Therese, riendo cordial y alegremente-. Otra cosa no iría contigo.

-Sin embargo, tiene que haber algo que aún no he encontrado.

La carencia de respuestas, mi tendencia todavía indirecta hacia Dios, la ausencia de mi familia... , suponía un aplastante peso sobre mis hombros.

-Siento como si la vida se me hubiera ido con la familia, navegando, sin dejar rastro -y rompí a llorar de nuevo.

-Lo que tú necesitas es una taza de té -concluyó cariñosamente Therese.

Fui tras ella hacia la cocina, reconfortada por su amistad, pero con aquel vacío dentro... El futuro se me presentaba con un perfil oscuro y amenazador, con muchos interrogantes danzando en el aire.

1. Aquí empezó todo

Octubre iniciaba su andadura. Era 1955. Estaba tocando el piano, en parte para distraer mi soledad, cuando oí una débil llamada con los nudillos en la puerta. La abrí, y me encontré con una joven, de cara redonda y amistosa, ojos inteligentes tras unas gafas con montura dorada y, en contraste, unos mechones de pelo corto, rojizos y rizados.

-¿Eres Olga Marlin? -me preguntó con timidez.

-Sí.

-Soy Teddy Burke, sobrina del Padre John Costello. -¡Oh!

Recordé entonces que este sacerdote era amigo de mi madre. El día que vino a despedirse de mi familia, fijándose en mí, me dijo: «Tengo una sobrina que está haciendo algo que creo te podría interesar». Tuve intención de seguir el asunto pero, con el trauma de la separación familiar, no había hecho nada. Y ni siquiera le había preguntado el nombre de la sobrina.

-Entra -le contesté, sintiéndome un tanto culpable.

La hice pasar al salón y le ofrecí asiento en una de las butacas frente a la chimenea. Era una casa de estilo georgiano. Gina Jackson, otra estudiante, y yo ocupábamos uno de los pisos. La luz del otoño entraba a raudales por el amplio ventanal.

-Mi tío John me ha hablado de tu familia -dijo Teddy-. Aprecia mucho a tu madre; me dijo que es holandesa y artista, y que se convirtió al catolicismo. Pero tú eres canadiense, ¿verdad?

-No -respondí-. Yo nací en Nueva York, y mis otros cinco hermanos nacieron en Washington D.C. Vivíamos en Montreal por el trabajo de mi padre.

-Y, ¿qué te ha traído a Dublín?

-Cuando terminé el bachillerato, mi padre quería que yo estudiara en el Trinity College, su antigua universidad. Y aquí nos vinimos toda la familia.

-¿Qué curso haces? -preguntó Teddy, con sus serenos y brillantes ojos grises.

-Me hubiera gustado matricularme en Latín e Inglés, pero mis conocimientos de latín no eran suficientes, y me he cambiado a Francés e Inglés. Después, quisiera graduarme en Educación, para dedicarme a la enseñanza.

Teddy asentía con la cabeza.

-Yo también estudié Lengua y Literatura. Tengo un Máster (M.A.) en inglés, español y francés. Pero nunca pensé en enseñar; creo que no tengo suficiente paciencia.

-¿Y a qué te dedicas?

-Ayudo en la dirección de una residencia para chicas estudiantes en Northbrook Road. Acabamos de empezar.

-¿No vives con tu familia? -pregunté, sorprendida.

-Mi familia vive en Sligo. Mi padre es médico, ya jubilado. Yo soy la hija pequeña, y los otros cuatro trabajan en diferentes sitios -dudó por un momento, y continuó-: No sé si debería explicarte que pertenezco al Opus Dei.

-¿Y eso qué es? -no había oído ni el nombre.

-Es una nueva institución de la Iglesia Católica, un camino de santidad para la gente corriente en el trabajo diario y en las circunstancias ordinarias. El Fundador es un sacerdote español, Monseñor Josemaría Escrivá.

-¿Santidad en el trabajo y en la vida ordinaria? -me sonó raro-. ¿Cómo se compaginan?

-Parece complicado, pero, en realidad, es muy sencillo. Haces tu trabajo, el que sea, lo mejor que puedes, y lo ofreces a Dios. Esto es lo que significa Opus Dei: obra de Dios.

Por un momento pensé en mis estudios bajo esta nueva luz, y me sentí incómoda, pues yo no era lo que se dice una estudiante disciplinada. Nunca se me había ocurrido buscar a Dios en mis estudios. Así se lo dije.

Teddy se rió de buena gana:

-Poca gente lo hace. Tampoco yo, hasta que me puse en contacto con la Obra. ¿Te gustaría venir a ver la residencia donde vivo?

-¿Ahora? -la súbita propuesta me cogió por sorpresa.

-¿Por qué no, si no estás ocupada?

En verdad no tenía inconveniente. Ante mi propio asombro, acepté la invitación.

Montamos en nuestras bicicletas, y juntas nos dirigimos hacia Leeson Park y Northbrook Road, hasta pararnos frente a una casa grande, de estilo georgiano, con los muros cubiertos de hiedra. Teddy abrió la cancela de hierro, subimos unos escalones altos que conducían a un porche con arcos, y llamó a la puerta. Una joven, de aspecto maternal, rubia, con ojos azules y graciosos hoyuelos en las mejillas, nos recibió con una calurosa acogida.

-¡Entrad, entrad!

Mientras nos acompañaba hacia el cuarto de estar, Teddy nos presentó:

-Olga Marlin, Maire Gibbons.

Nos saludamos estrechándonos la mano, y Maire me cogió el abrigo.

-¿Te gustaría ver el oratorio? -me invitó, sin ambages.

La distribución de un piso estilo georgiano, igual en todas las casas, me era ya familiar. Cuando Maire abrió la puerta del oratorio, pensé que entrábamos en el comedor, y mi asombro fue ver un altar, con sagrario, y una gran pintura de la Virgen con el Niño, enmarcada en caoba sobre el muro del fondo. Así pues, estas chicas tenían el Santísimo ¡en su propia casa!: no podía creerlo.

Después, me pasaron al cuarto de estar: grande y con techo alto, ofreciéndome asiento. Por unos minutos me quedé sola, oyendo voces y risas que venían del piso de abajo. Maire regresó en seguida, con otras tres jóvenes y, entre una y otra presentación informal, conocí a Anna Barret, Carmen Torrente y Beatriz Montserrat. Carmen y Beatriz eran españolas. Maire me dijo:

-Perdona que te haya dejado sola: es que Teddy acaba de saber que debe ir a Roma y está tratando de organizarse.

Charlamos durante un rato y, antes de marcharme, Anna me preguntó si me gustaría asistir a Misa por las mañanas. Me agradó la idea, pues aquel pequeño oratorio invitaba a la intimidad, y las chicas eran alegres y acogedoras.

Pedí a Therese que viniera conmigo, y también se quedó impresionada por el ambiente de la residencia y el atractivo de su sencillez. «Es como una familia, todas son cariñosas y simpáticas», fue su modo de describir el encuentro.

Maire, diplomada en Ciencias Domésticas, dirigía la cocina y el comedor, y me invitó a echarle una mano cuando tuviera tiempo. Ir a la Residencia Northbrook me resultaba más agradable que estar sola en mi apartamento; Gina pasaba casi todo el día fuera de casa, y yo estaba acostumbrada a tener la familia alrededor. Por eso, las visitas a Northbrook se hicieron pronto habituales, para ayudar a Maire en la cocina, donde siempre había algo que hacer. Se ponía una bata blanca impecable, y preparaba uno u otro plato con soltura y habilidad: masa de hojaldre, carne embuchada, puddings al baño María, en los que yo participaba cortando zanahorias o desgranando guisantes. Mientras tanto charlábamos animadamente.

-Mi madre es vegetariana -le dije-, en mi casa siempre había mucha fruta y verdura. Ella decía que seguía el régimen «rohkost», en alemán, es decir alimentos naturales, crudos. Algunas veces no comíamos otra cosa durante días y días. Encima de la mesa siempre se dejaba una fuente honda con muesli, una mezcla de fruta y leche conden-sada...

Al decir esto evocaba, con añoranza, la imagen de las manos de mi madre disfrutando al coger una fruta tras otra para rallarla o cortarla en rodajas. «Lo mejor de la manzana es el corazón», solía decirme, mientras la dejaba caer en la ensaladera dibujando un arco en el aire con un gracioso movimiento. Mi madre apreciaba todo lo natural, lo sano.

-¡Oh, enséñame a hacerlo! -exclamó Maire, atraída por lo novedoso.

Al día siguiente me presenté con todos los ingredientes y preparamos el muesli. A la hora de la merienda, las demás de la casa bajaron al comedor. Una estrecha escalera conducía a la planta baja, alegremente decorada: una gran mesa redonda y manteles individuales de cuadros rojos y blancos con servilletas a juego. Con el recelo que permite la educación, se sirvieron discretamente un poco de lo desconocido, a lo que a alguien se le ocurrió llamar «gachas». Maire se llenó el plato para demostrarme su aprobación, afirmando que estaba delicioso. Naturalmente, yo comprendí que tenía mucho que aprender antes de llegar a la habilidad culinaria de mi madre.

Tardé poco en sentirme como en mi casa. Era muy acogedor llegar a Northbrook las tardes del otoño húmedo y frío, encontrar los ventanales iluminados como para darnos la bienvenida, y a Carmen cosiendo en el «cuarto verde», la única salita de la casa. Yo me sentaba contemplando la habilidad y ligereza de sus dedos, que dejaban en la tela puntadas invisibles. Un día me confió que le gustaba trabajar en aquella sala, porque así podía saludar a las residentes que entraban en la casa, y «siempre tienen muchas cosas que contar».

Pronto me di cuenta de que el oratorio era el lugar más importante de la casa. Antes de entrar o salir, todas abrían la puerta y se paraban un momento. Una vez a la semana, el capellán de la residencia, D. José de la Torre, dirigía una meditación a las universitarias. Me uní a ellas, y empecé a asistir asiduamente.

Solía hacer preguntas a Carmen, que me contestaba prestándome Camino, un libro escrito por el Fundador del Opus Dei.

Cuando se lo devolví, se interesó:

-¿Te ha gustado?

-Me ha gustado mucho -respondí. Y me quedé callada por un rato; hasta que la verdadera interrogación cobró voz en mi mente-: Pero, ¿cómo sabe una persona que tiene vocación?

-Es algo que Dios pone en tu corazón; nadie más puede dártelo. Es como un convencimiento inquietante de que Dios te pide más, y un deseo de corresponder, aunque con miedo muchas veces, porque supone un compromiso.

-¿Te comprometes a ser del Opus Dei para siempre? -yo era muy joven, y en ese «para siempre» veía la extensión de un tiempo muy largo.

-Sí, es un compromiso para toda la vida.

Compromiso para toda la vida. Permanecí pensativa un buen rato.

-Entonces, ¿qué diferencia hay entre esto y la vocación a la vida religiosa? -pregunté, un tanto confusa.

-La misma diferencia que existe entre tú y una religiosa. Las personas que son del Opus Dei no dejan el mundo; continúan donde estaban, en sus estudios, trabajo o profesión, y situación de vida. El Opus Dei les ofrece la orientación espiritual que necesitan para llevar a cabo el compromiso de esforzarse por buscar la santidad, viviendo con verdadero espíritu cristiano, ejercitando las virtudes, cumpliendo con los deberes de su estado. En el Opus Dei caben todo tipo de personas: casados y solteros, jóvenes y mayores, sanos y enfermos.

Las palabras de Carmen me hicieron pensar: vocación es algo que Dios pone en el corazón, algo que nadie más te puede dar. Me trasladé con la imaginación a los tiempos de colegio en Washington D.C.; recuerdo que, de los seis a los diez años, pasaba a diario en fila por el pasillo ante una imagen del Niño Jesús, de tamaño natural. Tenía los pies desnudos, y una mano en alto con dos dedos levantados en actitud de instruir; la otra mano sostenía un libro en el que estaba escrito:

«Si me    Ven, sí-

amas    gueme»

Cuando apenas empezaba a aprender a leer, el guión de separación atrajo poderosamente mi atención, y las palabras se grabaron en mi mente, asociadas al amor de Dios con la invitación a ser discípulo suyo. A medida que los años se sucedían, estas palabras habían adquirido la cualidad de una invitación personal.

Una mañana, Maire, parecía especialmente contenta cuando me abrió la puerta.

-Un sacerdote muy importante va a venir a celebrar la Misa. Es uno de los tres primeros sacerdotes del Opus Dei; ha venido a visitar Irlanda.

Lógicamente, me quedé impresionada. Al acabar la Misa, salimos y me presentaron a D. José María Hernández Garnica; me miró, interrogante, por encima de la oscura montura de sus gafas, mientras yo le saludaba tendiéndole la mano. Tenía una frente despejada y el pelo, ya canoso, peinado hacia atrás.

-Así que eres Olga -me dijo, sonriendo.

Antes de salir hacia la universidad, Maire, me pidió:

-¿Puedes venir esta tarde y charlamos un rato?

Me pregunté qué se le habría ocurrido, pues parecía un tanto seria, y le contesté:

-Sí, puedo venir después de cenar.

Estaba nerviosa; me invadía el presentimiento de que las cosas avanzaban hacia un desenlace. Al pisar el empedrado de la plaza del Trinity College, y asistir como de costumbre a una y otra clase, sólo veía en mi interior una densa y espesa nube.

Cuando llamé a la puerta de Northbrook Residence aquella tarde, Maire me estaba esperando.

-Vamos al cuarto verde -me dijo.

Allí nos dirigimos, y nos sentamos en el sofá.

-Olga -empezó a decir sin preámbulos-, quiero hacerte una pregunta: ¿has pensado alguna vez que Dios podría llamarte al Opus Dei?

No me había planteado abiertamente el asunto, aunque sabía que alguna vez se me presentaría.

-¿Y eso qué significa? -pregunté tratando de evadir la respuesta.

-Las mujeres del Opus Dei, como yo, se llaman Numerarias. No se casan para pertenecer sólo a Dios y estar plenamente disponibles para las necesidades apostólicas de la Obra.

Lo entendí bien. Era la idea que yo tenía de vocación... Pero, ¿era aquello para mí? ¿Era esto lo que había anhelado toda mi vida sin conocerlo?

La mirada de Maire era afectuosa y alentadora, mientras me decía:

-Olga, ¿quieres ser del Opus Dei?

En estas palabras oí la llamada, «ese algo» que Dios quería de mí. Las piezas del rompecabezas se ensamblaban. Los temores y dudas de los últimos meses se resolvían por fin en mi cabeza.

-Sí -respondí con certeza-. ¿Qué debo hacer?

Visiblemente emocionada, me contestó:

-Escribir una carta al Fundador, solicitando la admisión en el Opus Dei, como Numeraria.

-No he traído nada para escribir.

Maire salió en busca de pluma y papel. Eso me dio tiempo a considerar lo que estaba a punto de hacer: responder a la llamada que Nuestro Señor me hacía ver claramente. Experimenté una profunda paz interior al tener, por fin, la ocasión de contestar: «Sí».

Antes de volver a mi casa aquella noche, entré en el oratorio. No había luz, la llama parpadeante de la lámpara del sagrario proyectaba débiles sombras sobre las paredes. Me quedé un buen rato rezando, con el corazón lleno de gratitud.

2. Asentándome

A partir de entonces tuve una nueva familia. Al día siguiente de escribir mi carta, hablé con Anna, la directora, que me iría explicando los distintos aspectos del espíritu del Opus Dei. Me recomendó levantarme por la mañana a hora fija, y ofrecer a Dios ese «minuto heroico», dispuesta a servirle. A la mañana siguiente, cuando todavía estaba oscuro, eché un rápido vistazo a Gina, que aún dormía, y me puse de pie. Un gran celo me empujaba entonces; más adelante, hubo días en que saltar de la cama resultaría mucho más difícil, realmente heroico.

A su vuelta de un viaje a Inglaterra, conté a Therese mi decisión, y se entristeció.

«Olga, ¿no podrás nunca hacer una cosa a medias?»

Siguió acompañándome a Northbrook por las mañanas; yo esperaba que ella también recibiera una llamada como la mía, y traté de hacérselo ver, pero el camino de Therese era otro. Ya había conocido a Geoffrey, se casaron y se fueron a vivir fuera de Irlanda.

Yo continuaba hablando con Anna periódicamente. Sus ojos de un gris brillante se agrandaban al darme una calurosa bienvenida; siempre estaba dispuesta a escucharme.

Deseaba ser como Anna: parecía tan desprendida de sí misma, siempre serena y sonriente; muy cerca de Dios, pensaba yo.

Me ayudó a planificar mi tiempo y a organizarme: «Dios es lo primero. Tienes que contar con los ratos que vas a estar con Él cada día; son como citas con Dios, y no le debes hacer esperar». Se iniciaba con el ofrecimiento de obras, un propósito de vivir con Dios y para Dios, consciente de su presencia a lo largo del día, a pesar de los inevitables fallos, pequeños o grandes. Luego, un tiempo de oración personal: a solas con Dios durante un rato. Algún día habrá mucho de que hablar; otros, muy poco o nada. Pero, se acude a la cita por lealtad, como se hace con los amigos: charlar y escuchar.

«Estudiar es una parte importante de ese plan -me decía Anna-. Santificar el estudio supone esforzarse por conseguir buenas notas y, en consecuencia, muchas horas de intensa concentración ofrecidas a Dios cada día». Esto era todavía muy nuevo para mí, pero me lancé a ello con entusiasmo.

Así pues, mi estilo de vida en el Trinity College cambió. Estudiaba más y salía menos a tomar café o al cine. Una tarde, cuando atravesaba la verja de salida en bicicleta, un estudiante me paró: «Me he fijado en ti en la sala de estudio, y desearía conocerte», me dijo con interés. El corazón me dio un vuelco -¡cuántas veces había soñado con un momento como ése!-, luego le contesté rápidamente: «ya estoy comprometida», y me marché a toda velocidad.

En una de nuestras conversaciones, Anna me preguntó:

-¿Tienes impuesto el escapulario del Carmen?

-Sí, mi madre nos lo hizo imponer a todos cuando vivíamos en Montreal.

Lo recordaba bien. Un día frío de invierno, mi madre nos estaba esperando impaciente a la salida del colegio, con los pequeños ya envueltos en sus abrigos. A todo correr nos metió en un taxi: «En el camino os lo explico». Pidió al taxista, que era de lengua francesa, que nos condujera al convento de los Carmelitas, y después nos dijo: «He leído hoy que Nuestra Señora quiere que llevemos el escapulario del Monte Carmelo, y promete especial protección para todos los que lo tengan.» Luego, nos contó las múltiples bendiciones que los Papas habían otorgado a los que llevasen el escapulario, y por qué ella había decidido no posponer el que nosotros participáramos.

El convento de los Carmelitas estaba situado en la parte antigua de Montreal; el conductor se perdió y estuvimos dando vueltas hasta que lo encontramos. Cuando llegamos allí, el taxista, impresionado por todo lo que había oído, insistió en quedarse para que se lo impusieran a él también.

Anna escuchaba divertida.

-Tienes una madre estupenda -concluyó.

Una tarde, avanzada la hora, después de cenar, mientras charlábamos alrededor de la chimenea, se me ocurrió anunciar:

-El 12 de noviembre cumplo 21 años.

Todas dieron un respingo en el asiento: «¿Qué dices? ¿Cómo no nos lo has dicho antes? ¡Tendremos que darte la llave de la casa!»

Anna me preguntó:

-¿Cómo celebras tu cumpleaños habitualmente?

¿Cómo podría explicar lo que los cumpleaños significaban en mi casa? Hasta lo más atrás en el tiempo que mi memoria alcanzaba, esos días estaban llenos de maravillosas tradiciones.

-Un cumpleaños es un acontecimiento importante en mi familia. Cuando éramos niños, a primera hora de la mañana rivalizábamos entre nosotros para ser el primero en encontrar «el regalo de Dios», que podía ser una nevada, un dibujo en el cristal helado de una ventana, una maravillosa salida de sol... El niño que celebraba su cumpleaños, lo agradecía a Dios por educación, al mismo tiempo que esperaba también otras cosas más tangibles. El resto de la familia se reunía en semicírculo a la puerta del comedor, sosteniendo un regalo cada uno; el niño o niña bajaba entonces la escalera mientras los demás cantaban: «Happy birthday», y mi abuela -que era holandesa y vivía con nosotros- continuaba con «Langzalze leven... Hip, hip, hurrah»> Era emocionante abrir todos los regalos antes de salir de casa deprisa, con un paquete de caramelos para invitar a los compañeros de clase. Por la tarde, había una merienda para nosotros y nuestros amigos, incluyendo la tarta de cumpleaños con las consabidas velas.

-¿Cómo se las arreglaba tu madre para organizar tanta cosa, año tras año, para los seis hijos? -exclamó Beatriz.

-Lo que más le gustaba era vernos felices y contentos. «Nadie recuerda los días corrientes, solía decir, pero de los extraordinarios todo el mundo se acuerda». Por eso reducía el gasto en los primeros y se prodigaba en los segundos. Cuando ya la agitación cedía paso a la calma, venía a nuestra habitación para darnos el beso de buenas noches. Era entonces cuando Brigid y yo solíamos hacerle nuestras confidencias. Nos llamaba boas constrictoras porque nos abrazábamos a ella y no la dejábamos irse.

La mañana del 12 de noviembre llegué a Northbrook como de costumbre. Anna me esperaba en la puerta:

-¡Feliz cumpleaños! -me dijo en voz baja, mientras íbamos hacia el oratorio-, el sacerdote va a ofrecer la Misa por ti hoy.

Fui la última en salir del oratorio, después de Misa; al final del pasillo estaban todas las de la casa, en semicírculo. En cuanto aparecí, empezaron a cantar con ímpetu: «Happy birthday toyou...», y enseguida me vi envuelta en abrazos y felicitaciones.

-Esta tarde a las seis tienes que estar en casa, sin falta -me pidió Anna.

Cuando volví de la universidad, Anna me estaba esperando en el vestíbulo, sola, y la casa silenciosa como nunca.

-Quizás debamos ir abajo -insinuó misteriosamente, mientras caminaba hacia allí.

Seguí sus pasos, por la empinada escalera, hacia el sótano. Se acercó a la puerta del cuarto de estar, dudó por un momento y, por fin, golpeó con los nudillos gritando:

-¡La niña del cumpleaños está aquí!

Al instante se abrió la puerta; la más completa oscuridad se iluminaba con veintiuna velas encendidas sobre una magnífica tarta, y su luz se reflejaba en las caras radiantes de María Teresa Valdés, Maire, Carmen y Beatriz. Todas cantaban a pleno pulmón: «Happy birthday, dear Olga, happy birthday to you,!». Miré a todas, una por una, y luego a Anna, que estaba a mi lado, sonriente: ¡qué maravillosa familia había encontrado!

Poco tiempo después, Anna nos leyó una carta de Roma; nos pedían rezar y poner todos los medios posibles para conseguir dinero, a fin de terminar la construcción de Villa Te-vere, sede central del Opus Dei. La necesidad económica era apremiante, y había que respaldar los esfuerzos titánicos del Secretario General, Don Alvaro del Portillo.

-La primera manera de ayudar -sugirió Anna-, podría ser tratar de disminuir lo más posible nuestros gastos personales.

Bien sabía yo que no había mucho de donde recortar; cada una aportaba su sueldo, pero el balance de North-brook era deficitario, y muy ajustado su mantenimiento.

-Si tenemos cuidado con las luces innecesarias, quizás podamos ahorrar electricidad -recomendó Maire.

-Yo os arreglaré la ropa, y os quedará como nueva -nos prometió Carmen, mientras Beatriz se ofreció a dar clases de español.

Como yo era estudiante aún, mi única contribución sería el dinero que me enviaban mis padres para los gastos ordinarios.

Un día tuve un percance. Iba en bicicleta, y llevaba en el bolsillo un sobre con el alquiler del apartamento enviado por mis padres. Al entrar en casa, el sobre había desaparecido. No podía creerlo: veinte libras perdidas, cuando teníamos tan poco. Regresé a pie por el mismo camino buscando de arriba abajo, pero ¡ni rastro del sobre! En vez de contribuir, me veía obligada a pedir el dinero para el alquiler. Todas se identificaban con mi preocupación, con profunda comprensión, pero yo no podía olvidar mi triste experiencia.

-Mañana celebraremos la fiesta de San Nicolás -recordó Maire-. Es intercesor del Opus Dei en el cielo en relación con los problemas económicos.

Me encantó saber aquello, porque San Nicolás había sido siempre un personaje importante en mi familia, y continuábamos la tradición holandesa de celebrar la Vigilia de San Nicolás, el 5 de diciembre. Mis padres se anticipaban a crear un ambiente de expectación, mientras planeaban en secreto la aparición del gran santo, revestido de una túnica blanca, manto rojo y mitra dorada. Se sentaba en un sillón especial, reservado sólo para él, rodeado de todos nosotros, con nuestros mejores trajes de fiesta; sacaba su libro, señalaba nuestros nombres con el dedo y nos iba llamando, uno por uno. Conforme nos acercábamos, nos hacía una recomendación personal para ser bueno, y nos entregaba un regalo envuelto en papel para que lo abriéramos. Cuando ya todos estábamos sentados en el suelo, sobre una sábana blanca, él se ponía de pie, metía la mano en una pequeña bolsa, y nos tiraba chocolates y otras golosinas que nos lanzábamos a coger, gateando. Cuando levantábamos la vista, ya había desaparecido.

Escribí a mi madre para hablarle del Opus Dei y mi deseo de ser de la Obra. Me contestó, pidiéndome que lo hablara con el Padre Pío, un carmelita que había sido su confesor, en la iglesia de la calle Clarendon. Así lo hice, muy nerviosa, porque no sabía cómo explicarle que sentía la llamada de Dios, pero no a una vida religiosa. Nos sentamos a los dos lados de una mesa en la sala de visitas, y me escuchó atentamente. Después, me animó a continuar, diciéndome al mismo tiempo: «Procura mantener bien informados a tus padres».

Les escribí largas misivas. En mayo, le dije a mi madre que había sido admitida a formar parte del Opus Dei. Le pregunté también si me regalaba el piano y el mobiliario del apartamento, pues desde entonces viviría en Northbrook.

La respuesta de mi madre no se hizo esperar:

«...En vista de que Dios ha dispuesto las cosas de este modo, y no me ha sido posible ir ahí en la primavera, veo muy claro que su voluntad es que tomases tú sola esa determinación. Lo que Dios decide es lo que yo quiero. Y lo

que yo sacrifico al perderte es sólo una felicidad imaginaria. Dios nos tendrá reservados designios maravillosos.

Es extraño, me encuentro lejos de todos mis hijos menos de Lizzy. Debe de haber alguna razón y no me quejo. Prefiero esto a teneros a todos a mi lado: quiero que sirváis a Dios y deis fruto.

Que hayas sido capaz de dar ese paso hace que me sienta orgullosa de ti. Me agrada ver que no te tenía demasiado atada... ¿Te acuerdas de que así lo decía la gente?

Iré a verte en cuanto pueda. El piano es tuyo, claro está. Pensé que ibas a venir aquí, y tendrías que haberlo vendido; te lo regalo de todo corazón. Dime qué puedo hacer para ayudaros, y lo que necesitas.

Cuéntame más cosas acerca de todo. Me alegro de tener la oportunidad de comprobar algo que siempre había pensado: mis hijos no me pertenecen, los tengo en préstamo... Estaba profundamente convencida, y ahora doy muchas gracias a Dios porque has encontrado tu camino.

Recibe mi bendición. No te preocupes lo más mínimo por mí. Es tu padre quien va a sentirlo; tengo que rezar por él. Ya le he escrito que has entregado tu vida a Dios en el Opus Dei.

He leído lo que me escribiste: soy yo la que te he hecho poner a Dios en primer lugar... Creo que, en cierto modo, participo de tu vocación. Estamos unidas, ¿no es una maravilla?

Bueno, queridísima, las palabras sobran. Estoy al cien por cien contigo.

Y nada más.

Abrazos,

Mamá»

El correr de los años me ha procurado múltiples ocasiones de valorar y apreciar profundamente el apoyo constante de mis padres -y del resto de mi familia- en el camino emprendido. Sin embargo, en aquel momento, me decepcionaba la falta de comprensión por parte de los amigos irlandeses de mis padres. No eran capaces de aceptar una dedicación a Dios fuera del marco conocido desde hacía siglos: había que retirarse del mundo, y cualquier otra opción era mirada con recelo. La idea de vivir una vocación de intensa relación con Dios en medio del mundo les sonaba raro, aunque ésta hubiera sido la norma habitual en la primitiva cristiandad. Los primeros cristianos -esclavos, patricios, soldados, padres, hijos- llevaban una vida de impresionante santidad, muchas veces coronada por el martirio, y eran gente corriente que no hacían nada especial. Esta auténtica realidad, entonces evidente, había sido olvidada con el paso del tiempo.

3. Por fin, profesora

Recuerdo cuando mi familia vivía todavía en Dublín. Un buen día, mi padre me invitó a dar un paseo sola con él. Estaba encantada, pues él viajaba mucho por su trabajo, y su estancia en casa era frecuente pero breve. Esta vez me iba a dedicar toda la mañana, solos nosotros dos. En aquella ocasión quería hablar de mi carrera y abrirme horizontes; al principio, no me di cuenta. Mientras conducía por la ciudad, era evidente que también deseaba compartir su vida conmigo un poco más. Le pregunté muchas cosas, y disfruté de una conversación íntima.

Al final, me miró entre tímido e interrogante: «Olga, ¿por qué no estudias Psicología, o Psiquiatría, ya que te interesas tanto por la gente?»

Dudé en darle una respuesta. Sabía que mi padre me aconsejaba lo que creía mejor, pero yo estaba decidida, desde hacía tiempo, a dedicarme a la enseñanza. Otras carreras no me atraían. Así pues, le dije que sentía una profunda inclinación a ser profesora, que siempre había considerado la enseñanza como medio de entrega personal, como una verdadera vocación. Era evidente que mi padre quería para mí otra cosa, pero respetaba mi decisión. Era un buen padre.

Había descubierto esta vocación de profesora a los nueve años. Los niños estábamos encerrados en casa, en Washington D. C., porque Brigid tenía escarlatina; yo decidí jugar a «colegios», y dar clase a mis hermanos. Me vestí con un traje de mi madre para parecer mayor, y fui capaz de mantener su atención de manera activa. Establecimos un horario, y les enseñé todo lo que pude. Mi madre comentó lo buena profesora que había sido; yo me sentí tan alentada y satisfecha de mi tarea que, desde entonces, tuve el propósito de ser profesora.

Años después, mi madre me confió cómo a veces le preocupaba su falta de rígida disciplina en casa; se lo consultó a un sacerdote, y éste le contestó: «Estás haciendo una labor muy importante y poco común: permitir que tus hijos sean ellos mismos».

Mi madre escribía libros para niños, y solía leérnoslos para oír nuestros comentarios. «Sois mis mejores críticos», nos decía. También pintaba. Mi padre acondicionó la habitación con más luz para que le sirviese de Estudio. Ninguno de nosotros se liberó de posar -estimulados alguna vez por la propi-nilla-, y las paredes de la casa acabaron cubiertas de pinturas.

A mi padre y a mí nos entusiasmaba contemplar a mi madre mientras pintaba. Me encantaba ver cómo aparecían gradualmente las figuras, por el arte de una pincelada tras otra, con infinito tiento, reposando suavemente el dedo meñique sobre el lienzo a la par que la otra mano sostenía la paleta. Absorta en el tema que deseaba reproducir, hacía resaltar su belleza interior; yo veía las personas y las cosas con ojos nuevos.

«No puedo pintar lo que no amo», me decía. Y era evidente en sus retratos. Yo me embelesaba observando cómo la persona iba cobrando vida en el lienzo, especialmente sus ojos, que era lo primero que dibujaba. Pintaba la persona, y parecía ver a cada uno con el amor con que Dios le mira, poniendo de relieve lo mejor de sí mismo.

* * *

Al final del año escolar 1955-56, me gradué en el Tri-nity College de Dublín. Todas en Northbrook me felicitaron con gran alborozo. Carmen me planchó la muceta y la toga, que había alquilado para la ocasión, cosa que me impresionó, ya que nadie solía molestarse en planchar las vestes académicas.

El imponente Salón de Grados ostentaba los solemnes retratos de los anteriores Grandes Cancilleres, incluyendo al tío abuelo irlandés de mi madre, Richard MacDonnell. Al fondo, una amplia vidriera. El salón se llenó de vida, al entrar los candidatos, en fila y a paso procesional hacia el estrado.

Anna, Maire y Beatriz estaban allí, para aplaudir cuando llegó mi turno de recibir el diploma. En casa lo celebramos con una cena extraordinaria preparada por Maire.

Me matriculé en University College para el curso de post-grado en Ciencias de la Educación. Como era una universidad católica, pensé que sería más fácil coincidir con otras estudiantes que compartieran el ideal que yo acababa de descubrir.

El primer día de aquel semestre me sentí como la niña que empieza el colegio. Echaba de menos a mis amigos y el ambiente familiar de Trinity College. Aquí no conocía a nadie. Me sentía desamparada, de pie en la escalinata de la entrada principal, sin saber hacia dónde dirigir mis pasos. Una chica alta y morena que charlaba animadamente con un grupo de amigos, comprendió mi situación y vino en mi rescate.

-¿Eres nueva? -me preguntó, sonriente.

-Sí -respondí, devolviéndole, agradecida, la sonrisa.

-Me llamo Margaret O’Leary. ¿Y tú?

Le dije mi nombre, y le expliqué que estaba buscando las aulas de post-grado.

-Ven conmigo. Ya sé dónde tienes que ir. Después podemos tomarnos un café.

Margaret y yo nos encontrábamos luego con frecuencia en la cafetería, y nos hicimos amigas.

-Mi padre es una persona fantástica -me dijo-. Es policía, dedicado a su trabajo. Yo quiero trabajar en el mundo de los negocios, pero al mismo tiempo siento el deseo de servir a Dios.

Le hablé del Opus Dei y de la santificación del trabajo; la invité a Northbrook y, al poco tiempo, se interesó en asistir a las charlas semanales de formación cristiana.

Fuimos juntas a escuchar una conferencia que daba Dom Eugene Boylan, un famoso monje benedictino, en la capilla de la universidad, cerca de Saint Stephen’s Green. Era realmente un gran orador. Nos dijo, entre otras cosas: «Hoy en día, no hay camino fácil para ir al cielo. En tiempos pasados, todo el occidente era cristiano, y todos esperaban ir allí con un mínimo de esfuerzo, y sostenidos por los demás. Pero hoy no es lo mismo. El mundo necesita santos, y sin eso no hay nada que hacer. Podríamos comparar el cielo a un gran teatro: los asientos baratos están ya ocupados, y sólo quedan las primeras filas; hay que pagar caro para entrar».