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¿Qué conecta un crimen horrendo con un atardecer en el campo, un encuentro inesperado con una película vieja, una obsesión infantil con el tráfico de drogas, o una delación con un futuro distópico? Quizás muchas cosas; a lo mejor, ninguna. Esto quedará a criterio del lector que se aventure a recorrer este camino de cuentos que atraviesa las barreras convencionales de los tiempos y los espacios. Son ocho historias con personajes reales que viven en un mundo irreal. (O quizás sea exactamente al revés). Ocho historias que, con distintos formatos y modalidades narrativas, hablan de conflictos sociales, del desamor y la soledad, de futuros inciertos, y del delito y del amor como estrategias para enfrentar un mundo hostil y desigual.
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Seitenzahl: 137
Veröffentlichungsjahr: 2023
MARCELO PEREYRA
Pereyra, MarceloConexiones : relatos sobre el amor, la soledad y el delito / Marcelo Pereyra. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4307-3
1. Narrativa. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Corrección: Andrea Babini Diseño de tapa: Bruno y Camila Barbón
DESDE EL AYER
Tres paquetes
DESDE SIEMPRE
Fotogramas
Atardeceres
Tu hombre
Buscando desesperadamente a Karen
Las paralelas nunca se tocan
Joni
DESDE EL MAÑANA
¿Epílogo?
A los que quise y ya se fueron. Y a todos los que quiero, en especial a Bety, Claudia, Vero, Caro, Dani y Santi.
A la opinión pública:
Yo, Jaime Alberto Báez, escribo estas páginas para decir mi verdad en relación con el triste caso del que fui involuntario protagonista, la trágica muerte de Rosa Valenzuela en enero de 1952. De mí la prensa dijo tremendas barbaridades, como “monstruoso asesino” y “feroz criminal”. Me denigró por mi aspecto afirmando que soy un hombre “pequeño, de entradas muy amplias” y “orejas grandes”. Y se cuestionó mi condición psicológica: “debilidad mental”, “esquizofrénico”, “insuficiente sexual”, etcétera. Deseo refutar vehementemente éstas y otras mentiras que de mí se han dicho y, de esta manera, reivindicar el buen nombre y honor propio y de mi familia. Para ello, esperando que los espíritus estén más calmados y que haya mermado el odio del que fui objeto, voy a relatar a continuación cuáles fueron las verdaderas circunstancias que rodearon a aquel luctuoso suceso ocurrido hace diez años, del cual tengo todavía vivos recuerdos.
En aquel entonces yo tenía treinta y seis años y vivía con mis padres. Papá tenía una empresa del ramo metalúrgico y yo trabajaba allí en la parte contable. Vivíamos en un departamento amplio, con un importante living-comedor, dos dormitorios y dependencias de servicio, en un coqueto edificio de Belgrano. Nuestra vida era armónica y feliz. Con todo, se hicieron algunas especulaciones de por qué yo no estaba casado todavía. Yo no era un soltero empedernido. ¡Todo lo contrario! Ansiaba desesperadamente encontrar una mujer buena y trabajadora para casarme y formar una familia. Niego terminantemente que mi circunstancial soltería se debiera a mi aspecto físico, supuestamente poco agraciado, o a alguna perturbación mental. Nada de eso. Se debía únicamente al hecho de no haber tenido la suerte de encontrar a la mujer indicada en el círculo de nuestras amistades. Por lo demás, salvo para ir al teatro o al cine, yo no era muy aficionado a las salidas nocturnas. No sé bailar tango, así que no frecuentaba las milongas, y las boîtes o los cabarets no eran para mí. Menos inclinación tenía aun por los cafetines del Bajo, tugurios poco propicios para un muchacho de una familia bien. Mis gustos preferidos eran la buena música y la lectura. Admito, sí, cierta timidez para acercarme a las mujeres y entablar una conversación inicial. Siempre me pareció ver en ellas una mirada de cierto desdén que me impedía ir más allá de un cortés saludo. Eso no sucedía con las que trabajaban en casa cama adentro. Con aquellas chicas en la diaria convivencia se entablaba muy pronto una corriente de simpatía, por lo menos de mi parte, y creo que de parte de ellas también, aunque no me lo demostraran directamente supongo que por discreción. Ellas eran más llanas y sencillas que las mujeres de mi nivel social. Además debo reconocer también que el color aceitunado de su piel y sus renegridas cabelleras me resultaban muy atractivas. Excitantes, diría. En general fui respetuoso con todas. Por supuesto que algún piropo les soltaba. Incluso alguna mirada algo intencionada, porque después de todo uno es un hombre, ¿verdad? Algunas respondían a mis requiebres e insinuaciones con tímidas sonrisas. Otras parecían molestarse un poco. Pero yo creo que esto lo hacían para disimular. Como sea, no duraban mucho en casa. Papá decía que era porque ganaban más plata trabajando en las fábricas. Mamá no decía nada, pero –no sé por qué– me miraba con gesto severo. Por lo demás, la diferencia social era un serio impedimento para pensar en una relación seria con cualquiera de ellas. Pero eso cambió cuando llegó a casa Rosa Valenzuela, un día que estábamos almorzando sólo mamá y yo.
Apenas entró tímidamente en el comedor, con su valija de cartón, un abrigo raído y un ridículo sombrerito, me sentí vivamente atraído hacia ella. Su cabellera azabache –recogida con un gran moño rojo–, su graciosa figura y su mirada seria pero sugestiva me cautivaron de inmediato. Pese a que era muy joven –veinte y cinco años apenas– su trato era desenvuelto. Venía de Catamarca, como tantas personas de las provincias que en aquella época buscaban en Buenos Aires un destino mejor. Pero ella me resultaba menos provinciana que las sirvientas anteriores. Más sofisticada, diría yo. Cuando fue a dejar sus cosas en la pieza de servicio le pregunté a mamá por sus antecedentes laborales.
—Los ignoro– me contestó algo picada–. La trajo tu padre a quien se la recomendó un amigo. Parece que no tiene mucha experiencia como sirvienta porque desde que llegó a Buenos Aires trabajó en otras cosas que no se sabe cuáles fueron. En fin… –dijo mirándome fijamente a los ojos–espero que ésta se quede más tiempo.
Y se quedó. Tal vez porque mis halagos le gustaban más que a las otras, o porque fui extremadamente gentil con ella. Ahora bien, con el paso del tiempo mi atracción se fue incrementando. A los encantos de su personalidad se agregó un factor físico, erótico, si se me permite decirlo así. Quiero decir que yo tenía deseos ardientes de tocarla, de besarla. Más de una noche tuve sueños muy sensuales con ella de los cuales me sentí un poco avergonzado al despertar y comprobar que había manchado mi sábana. Hasta que un día me propuse ignorar las severas miradas de mamá, abandonar las prevenciones e iniciar una campaña de seducción. Comencé por hacerme presente a toda hora en la cocina, su cuartel central de operaciones. Si mamá no estaba rondando cerca trataba de entablar un diálogo directo empezando con unos piropos:
—¡Qué bonita estás hoy!
—Gracias señorito–contestaba ella con dulce modestia.
—¡Ese moño rojo te queda muy lindo!
—Gracias.
—Pero qué seria que estás. ¿Te pasa algo?
—No señorito. Estoy bien.
—¡Entonces regálame una sonrisa!
—………
Siempre nuestros diálogos eran más o menos así. Una noche después de cenar tomé un riesgo mayor. Mis padres estaban en su habitación. Ella estaba terminando de lavar los platos. Cuando desde el comedor advertí que había apagado la luz de la cocina, la seguí hasta su habitación. Al verme se pegó un pequeño susto.
—¿Necesita algo señorito?
—Sí –le dije tomándole una mano– te necesito a vos.
—Disculpe pero no está bien –dijo con un tono que no me pareció muy severo, y que más que hacerme sentir rechazado me alentó a continuar avanzando.
—¿Qué no está bien? ¿Que dos personas se gusten?
—Disculpe señorito, no se ofenda, pero yo no gusto de usted.
—¿Tenés novio acaso?
—Me parece que eso no es asunto suyo…
Y esa contestación altanera me sacó de adentro una bronca que yo no sabía que tenía.
—¡Andate a la mierda!– le grité y me fui a tomar un whisky al living.
Eso ocurrió un sábado. El domingo era su día franco. Ella siempre salía temprano, antes de que nosotros nos levantáramos. Pero esa mañana me levanté temprano y la seguí. Fue caminando hasta Cabildo y ahí tomó el tranvía que va hasta el Once. Yo tomé el siguiente. Se bajó en la plaza que está frente a la estación de tren y caminó por Bartolomé Mitre. En Paso dobló a la izquierda y a mitad de cuadra se metió en una propiedad. Aguardé un rato y me acerqué. Era un pasillo largo, muy largo, con paredes descascaradas, al final del cual había una escalera caracol. No me animé a entrar. Si bien me impulsaba un vendaval de los celos, preferí estar a la expectativa. Tal vez estaba visitando a la hermana. Me limité a esperar. Y esperé mucho, pero ella nunca salió. Me fui caminando por Corrientes hasta el centro y me metí en el primer cine que encontré.
Por unos días no dije ni hice nada. Estaba enojado conmigo mismo por mi reacción destemplada. Y suponía que ella también lo estaría. Yo la observaba discretamente. Su trato hacia mí era el habitual. Una noche volví a interceptarla en la puerta de su habitación.
—Perdóname- le rogué.
—Yo no tengo nada que perdonarle.
—Cómo que no, si yo te insulté.
—Ah, ¿eso? No se preocupe, estoy acostumbrada.
—No importa, igual estuvo mal. Te pido disculpas. Yo no soy así, pero a veces me sacás de quicio.
—¿Yo?- dijo fingiendo ignorancia porque sabía muy bien lo que ella provocaba en mí.
—Sí, vos. Me gustás mucho. Lo sabés perfectamente.
—¿Y yo qué quiere que haga?- preguntó ahora con falsa ingenuidad.
—Por lo pronto darme un beso– y acorté la estrecha distancia que nos separaba.
—¿Está loco? Mire si nos ve su papá o su mamá.
—No me importa- dije dando otro paso hacia ella.
Rosa en cambio dio un paso hacia atrás y dijo:
—A mí sí me importa, porque si nos ven me echan.
—Está bien. Entremos a tu pieza entonces.
—Ni loca. ¿Y si lo ven salir?
—No me van a ver. ¡Dale!
—Señorito no levante la voz por favor. Retírese que me compromete.
—Está bien–acepté– No quiero causarte problemas.
Y así pasaron días y semanas. A mí ella me gustaba cada día más. ¿Sería porque no la podía tener? Rosa estaba como siempre pero creo que un poco más amable. A veces me miraba e insinuaba una sonrisa. Incluso más de una vez al servirme la comida me pareció que su mano rozaba la mía. Todo eso me ponía peor. Levantaba más presión todavía. ¡Yo era una caldera a punto de explotar! Hasta que un sábado que mis padres cenaban en casa de unos amigos la embreté en la cocina. Llegué por atrás y le rodeé la cintura.
—Hum… ¡qué rico que oles!
—¡Salga, qué hace!–gritó tratando de separar mi brazos. Pero no lo logró. Yo la estreché más todavía y la cercanía con su carme y su piel me provocó una notable erección. Rosa logró zafarse, se dio vuelta como para darme un cachetazo pero advirtió la rigidez de mi miembro. Entonces se detuvo, hizo una pausa, su expresión facial cambió por completo y después se restregó contra mí diciéndome con una voz ronca, distinta a la que le conocía:
—No sabía que te gustaba tanto– y comenzó a acariciarme el miembro a través del pantalón.
Yo ya a esa altura no sabía qué decir ni hacer. Me sentía mareado. Estaba entrando –¡por fin!– en el paraíso. Sólo quería poseerla. Ella, incrementando la intensidad y el ritmo de sus caricias, me susurró al oído: “Está bien, vamos, pero te va a costar”. Y me costó, porque cada ocasión que estábamos juntos en su pieza –que no eran muchas porque siempre había gente en mi casa– me pedía algo. Una vez le regalé un sombrero muy mono; otra, una pulsera barata; después, un lindo par de medias. Pero Rosa parecía algo decepcionada con estos regalos y un día directamente me pidió plata.
—¿Plata? –Salté sorprendido– ¿Pero te has vuelto loca? ¿Acaso sos una prostituta?
Tardó demasiados segundos en contestar:
—No, pero necesito plata para mi hermana que está sin trabajo aquí, en Buenos Aires. Y para la mama que quedó solita en Catamarca.
Con estos argumentos me convenció y, aunque me daba mucha repulsión el asunto, empecé a darle unos pesos al final de cada uno de nuestros encuentros amorosos. A ella siempre le parecían pocos y me pedía más. Pero me puse firme y me negué. Entonces su actitud hacia mí cambió mucho. Se puso huraña, arisca. Y me esquivaba. Yo entendí que no le estaba dando el lugar que merecía, y aunque todavía no estaba listo para hablar de nuestra relación con mis padres, le propuse que empezáramos a salir, como una pareja de novios normal.
—¿Así que soy tu novia?–me dijo con aspereza– ¿De dónde sacaste eso? Yo soy tu puta, y nada más.
—Por eso–aclaré yo– No quiero que seas lo que decís, quiero que seas mi novia.
—Para que sepas yo no soy novia de nadie, y menos de vos.
Ignoré su altiva provocación y dije componedor:
—Es que solamente nos vemos en tu cama. Es hora de que cambiemos eso. Hagamos como hacen los novios y vayamos a pasear por Florida, o al cine. ¡O al Jardín Zoológico!
—¿Al Zoológico?–dijo con un desdén que empezaba a irritarme.
—Bueno… a donde quieras.
—¿Y le vas a decir a tu vieja? ¡Le va a agarrar un soponcio!
—Por ahora no. Más adelante.
—Entonces soy tu novia, pero no soy tu novia.
—No me apurés. Entendé la situación. Nosotros somos una familia bien.
—Y yo una negra de mierda, ¿no?
—No Rosa, no es así. Dame un tiempito y se los voy a decir. Pero primero tenemos que hacer vida de novios.
Después de meditar unos instantes, en los cuales parecía estar evaluando costos y beneficios, se decidió:
—Bueno, está bien, salgamos –concedió– Pero no los domingos.
—¿Por qué no los domingos?
—Porque se los dedico a mi hermana.
—¿Y cuándo vamos a salir?
La respuesta le salió muy rápida, como si la tuviera preparada, y la expresó con un sorprendente entusiasmo:
—Ya sé. Le voy a pedir a tu vieja que me dé franco los jueves a la tarde con la promesa de volver a tiempo para preparar la cena.
Mamá le dio ese franco porque la verdad era que Rosa trabajaba mucho y bien, así que se lo merecía. Los jueves yo dejaba más temprano la fábrica con alguna excusa y salíamos al cine, o a tomar el té en La Ideal o en El Águila, o simplemente a mirar vidrieras por Santa Fe. Claro que yo me arriesgaba a ser descubierto por alguna de mis amistades, pero a mí no me afectaba. Lo único que realmente me interesaba era estar con Rosa. ¡Aquellas semanas de fines de primavera fueron las más felices de mi vida! Tanto que empecé a pensar seriamente en pedirle casamiento. Sin embargo, a principios de diciembre no sé qué pasó con ella porque otra vez se puso huidiza, distante. ¡Nuevamente los nubarrones de la discordia se cernían sobre nosotros! La tormenta estalló el jueves que me llamó a la fábrica para decirme que iba a salir, pero no conmigo.
—¡¿Con quién entonces?! –estallé ya un poco cansado de nuestras idas y venidas– ¡¿Tenés otro?!
—Son cosas mías.
—¿Cosas tuyas? ¡Dejame de embromar!
Y cuando yo le iba a cantar las cuarenta me cortó.
A partir de ese jueves se negó a que saliéramos juntos. Y sólo me admitía en su habitación muy de vez en cuando, siempre con un pago en efectivo de por medio. Yo me sentía muy mortificado. Su retraído trato hacia mí lo consideraba muy injusto. Dejé pasar algunas semanas para que se calmaran los ánimos, sobre todo los míos. Así llegaron las fiestas de fin de año. Mamá le dio franco una semana para que fuera a visitar a su familia en su provincia. Los primeros días del nuevo año estuve solo en el departamento. Mis padres se habían ido a pasar quince días de vacaciones en La Falda, Córdoba, donde tenemos una casa de veraneo, y Rosa no regresaría hasta Reyes. Aquel fue un tiempo de profunda reflexión interna. Me pregunté qué quería yo de Rosa; si seguía enamorado de ella y qué estaba dispuesto a hacer para recuperarla. Me contesté que la seguía queriendo, que la quería toda para mí, que no estaba dispuesto a compartirla con nadie, y que para recuperarla debía tratarla dulcemente y tener la suficiente paciencia para soportar sus berrinches y sus desplantes.
El día anterior a su llegada era domingo y yo estaba muerto de aburrimiento y calor en el departamento. Me puse a recorrerlo sin sentido. Para entretenerme un poco le pasé el trapo a los muebles y bruñí algunas antigüedades de la colección de papá. Después, aguijoneado por la curiosidad fui a la pieza de Rosa. Estaba todo limpio y prolijo. Sobre la única silla había doblado perfectamente la frazada. Abrí el ropero y el olor de su ropa me la evocó al instante. Después revisé el cajón de la mesa de luz donde sólo encontré chucherías propias de las mujeres. Descubrí un frasco de su perfume y me puse un poco en mi muñeca. Me acosté en su cama y recordé los momentos felices que en ella habíamos pasado. Desde esa posición advertí que algo sobresalía de la parte superior del ropero. Para ver qué era me subí a la silla. Encontré un polvoriento ejemplar de la revista de fotonovelas Anahí. Me pareció extraño ese detalle de desprolijidad en un cuarto tan ordenado. Bajé la revista, me senté en la cama y ojeé sus páginas. Un pequeño papel cayó al piso. Era una esquela. Recuerdo perfectamente sus breves pero mortíferas palabras:
Querida Rosita: