Confesiones de una dama 2: Amigos y enemigos - Lady Victoria Howard - E-Book

Confesiones de una dama 2: Amigos y enemigos E-Book

Lady Victoria Howard

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Victoria sigue explorando su sexualidad mientras cruza la línea entre el dolor y el placer, y experimenta un trío con Jonathan y una misteriosa artista llamada Marielle. Pero Victoria pronto se entera de algunas verdades sobre Jonathan por boca de su abuela... Las aventuras de Victoria en el tiempo la llevan a París durante la resistencia de la Segunda Guerra Mundial, donde es rescatada por un misterioso hombre de un encuentro predatorio. Su héroe, a pesar de los sentimientos que despierta en ella, puede no ser la persona que parecía al principio. Sin embargo, de vuelta a su mundo actual, la amiga de Victoria, Sally, tiene un nuevo compañero sexual, Lukas, que desprende un ambiente incómodo, y una escalofriante llamada suya hace que Victoria se plantee aún más preguntas sobre su don para viajar en el tiempo...

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Seitenzahl: 226

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Lady Victoria Howard

Confesiones de una dama 2: Amigos y enemigos

 

Lust

Confesiones de una dama 2: Amigos y enemigos

 

Translated by LUST

Original title: Episode 27 - A New Perspective

 

Original language: English

Imagen en la portada: Shutterstock

Copyright ©2022, 2023 Lady Victoria Howard and LUST

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728360415

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Capítulo 14: Louboutins

Mientras se vestía a la mañana siguiente, Victoria vio el látigo de Coco de Mer que había escondido en su maleta. Con todas las aventuras del día anterior, se había olvidado de él. Lo sacó y empezó a jugar con él, pasándoselo por las palmas de las manos y los dedos y preguntándose por enésima vez cómo se sentiría si alguien la azotaba con un látigo.

 

Sorprendentemente, se puso caliente... ¡otra vez! ¿Había algo en el aire de París que sacaba al descubierto su lado salvaje, o era Jonathan? En las novelas románticas que leía durante su adolescencia, el más mínimo roce de un hombre parecía hacer enloquecer a una mujer, pero siempre había pensado que era ficción. Entonces recordó una de las primeras citas que tuvo con Jonathan en The Blue Bar, cuando estaban empezando a conocerse.

 

Hubo un instante en el que él le tocó la parte trasera de la rodilla y sintió como si un rayo de electricidad la hubiera atravesado y su corazón se aceleraba al instante.

 

Jonathan salió de la ducha con una toalla blanca alrededor de la cintura y el pelo mojado y revuelto, y se la encontró en ropa interior, con el látigo en la mano. Victoria soltó una risita cuando se giró hacia él y lo azotó suavemente en el estómago. Notó que su abdomen se había ablandado un poco desde que habían empezado a salir juntos.

 

«¿Qué he hecho para merecer eso?», dijo, fingiendo enfado con las manos en alto y dejando que la toalla resbalara un poco.

 

«Esto», dijo blandiendo el látigo delante suyo, «es por no comprarme un cruasán en mi panadería favorita ayer por la tarde». Le pasó el látigo por el pecho, y la punta de cuero doblada le rozó el pezón derecho. «¡Ahhhh!» Jonathan apretó la mandíbula y aspiró aire entre los dientes. «La verdad es que es bastante razonable», dijo mientras se apoyaba en el escritorio de nogal de su suite y utilizaba las manos para mantener el equilibro en el borde.

 

Victoria estaba de pie frente a él, disfrutando de cómo Jonathan admiraba su conjunto de lencería negra. Era sencillo, pero el encaje sobre sus pechos y caderas realzaba sus curvas a la perfección. «Pensé que que te estabas vistiendo», murmuró, admirando cada centímetro de su cuerpo antes de echarse hacia adelante para enterrar su cabeza en en el escote de Victoria.

 

«¡Quita!», le ordenó, empujándole con el extremo del látigo en medio del pecho. «Aún no he terminado contigo».

 

Le rozó la ingle con el látigo a través de la toalla, distinguiendo el contorno de su pene medio erecto. «No te muevas» le advirtió, mientras él se agarraba al borde del escritorio y se mordía el labio.

 

Apartando las esquinas de la toalla, se hizo camino con el látigo entre sus fuertes muslos hasta llegar a su zona sensible. Jonathan se estremeció ante lo que estaba por llegar. Ella movió ligeramente el látigo hacia su erección y lo azotó muy suavemente.

 

«Cuidado», dijo. «Recuerda que a los hombres no les gusta que les pateen las pelotas».

 

«¿Qué les gusta entonces?», preguntó Victoria inocentemente mientras subía el látigo por su vientre y, con un rápido movimiento, tiraba la toalla al suelo, dejándolo completamente desnudo. Su pene era impresionante y tentador. Dejó el látigo sobre el escritorio y se puso de puntillas, inmovilizando las manos de Jonathan con las suyas para que no pudiera moverse.

 

Aspiró su aroma a recién duchado mientras le pasaba suavemente la punta de la lengua por el cuello y hacia el pecho. Tomó uno de sus pezones entre los dientes y Jonathan gimió.

 

«Les gusta más esto... Ohhh, Dios», exclamó mientras Victoria se arrodillaba y empezaba a besarle la parte inferior del pene, donde a él le gustaba más, y usaba sus manos para acariciar sus pelotas con cariño.

 

«¿Y?», volvió a preguntar Victoria con sus ojos almendrados mirándole, juguetona.

 

«Más de eso también», respondió él, apoyando las manos en su pelo mientras ella apretaba los labios y, ya familiarizada con tenerlo en su boca, se llevaba toda su longitud dentro y chupaba, hambrienta.

 

«Tori, míranos en el espejo», susurró Jonathan y por el rabillo del ojo, Victoria se vio a sí misma, de rodillas, el pelo castaño cayendo por su espalda con la boca llena. «Me pone muy cachondo verte así», murmuró, acariciándole la mandíbula y sintiendo su pene a través de la mejilla.

 

Victoria sintió que Jonathan estaba a punto de acabar. Su respiración se volvió más agitada y ella se detuvo de golpe. Victoria se puso en pie, sonriéndole. «Tienes razón, deberíamos vestirnos», dijo, limpiándose la comisura de los labios y girándose.

 

La agarró de la muñeca y tiró de ella. «No puedes hacerme eso», le suplicó, rogándole que volviera a tocarle. Entrelazó su mano con la de ella, tirando. «¿Sabes qué? Creo que acabo de hacerlo», respondió ella suavemente, disfrutando de la sensación de estar al mando.

 

De repente tenía una mirada pícara en los ojos. «Tengo una idea», dijo. «Ponte tus Louboutins». El día anterior, Jonathan se había gastado un dineral en los zapatos favoritos de Victoria, los Pigalle Follies de Christian Louboutin.

 

Para seguir con el tema del día, habían ido hasta Pigalle esa misma tarde. Los zapatos eran de charol negro con unas preciosas suelas rojas características de la marca. Victoria se sintió extremadamente sexy cuando se los puso. Con los tacones de diez centímetros, medía metro setenta-y-cinco, y le hacía parecer casi tan alta como Jonathan, que media uno ochenta.

 

Le hizo caso a Jonathan, y sacó los zapatos de su hermosa caja forrada con papel de seda. Volvió a acercarse a él, sintiéndose un poco ridícula por estar andando sobre la alfombra de un hotel en lugar de recorrer las calles de París.

 

Jonathan cogió el látigo. Victoria se colocó frente a él, sintiéndose más segura ahora que era más alta, y lo miró con una ceja levantada. «Vamos a ver qué tal esto», dijo Jonathan, e imitando lo que ella había hecho hacía unos minutos, utilizó el látigo para trazar una línea entre sus pechos y bajar por su cuerpo hasta parar la línea de sus braguitas. Continuó deslizándolo hacia abajo, entre sus piernas, y le frotó el clítoris. Victoria intentó no mostrar ninguna emoción y se quedó de brazos cruzados frente a él. Volvió a subir el látigo y le azotó el pecho. Fue como la picadura de medusa pequeña que recordaba de unas vacaciones: aguda pero momentánea, sin dolor permanente.

 

«Ven aquí», le ordenó Jonathan y tiró de Victoria hacia el escritorio, de espaldas a él. Le sujetó las dos muñecas con una mano para que se apoyara en los codos. Los Louboutins daban a sus muslos y pantorrillas un aspecto de tersura un tanto dolorosa, y su espalda estaba arqueaba de modo que las caderas quedaban más altas que los hombros.

 

Se sintió un poco vulnerable con las nalgas desnudas y Jonathan recorriéndole con el látigo las pantorrillas, la parte posterior de las rodillas y la parte interna de los muslos. Había llegado a su trasero, donde el látigo descansaba mientras él acariciaba la zona lentamente.

 

El corazón de Victoria latía desbocado y estaba un poco nerviosa por lo que le esperaba.

 

Le apretó las muñecas y, con un silbido, descargó el látigo contra sus nalgas con una bofetada, haciéndola recuperar el aliento y empujándola hacia delante. Ella apretó las manos mientras el dolor sustituía al placer y él repitió la acción una y otra vez hasta asestarle cinco golpes.

 

Se armó de valor y cerró los ojos cuando cada latigazo caía exactamente en el mismo lugar, provocándole escalofríos y dolor. Los ojos de lágrimas se le llenaron de lágrimas y se mordió el labio mientras su mente y su cuerpo luchaban por entender lo que sentía.

 

Jonathan dejó el látigo en el escritorio junto a ella y deslizó una mano por la curva de su espalda y por sus nalgas escocidas, masajeando la piel donde terminaban las bragas. «Bonitas rayas de tigre», murmuró. Victoria no respondió, concentrada en intentar devolver su respiración a un ritmo normal.

 

Utilizando solo un dedo, Jonathan trazó una línea donde las bragas rodeaban el muslo y lo metió bajo la entrepierna, rozando momentáneamente sus húmedos labios vaginales. Victoria gimió involuntariamente cuando él le bajó las bragas hasta las rodillas y luego hasta los tobillos.

 

Podía sentir el frescor del aire acondicionado de la habitación rozándole la piel desnuda mientras él la acariciaba con los dedos, rozándola, explorándola y hundiéndose dentro y fuera de ella. Su respiración volvió a acelerarse y movió rítmicamente las caderas para sacarle el máximo partido, mientras se tambaleaba al borde del dolor y el placer.

 

De repente, Jonathan se retiró, riendo. Ella jadeó. «Por favor, no pares», gimoteó. Movió la cabeza, rogándole que continuara, pero él se negó. Era una tortura; Victoria no podía ver lo que él hacía.

 

Volvió a coger el látigo y lo deslizó entre y por debajo de sus doloridas nalgas, empujándolo contra los labios de su coño y casi introduciéndolo dentro de ella. Victoria se mordió el labio, sintiendo que las lágrimas amenazaban con volver a caer aunque estaba llena de deseo.

Sintió cómo la punta de cuero se deslizaba por su clítoris palpitante y clavó las uñas en la superficie de nogal del escritorio. La mano cálida y fuerte de Jonathan seguía agarrando sus muñecas, pero de forma más suave, acariciándole la parte superior de las manos con el pulgar.

 

Volvió a alzar el látigo y Victoria se preparó. Oyó el silbido familiar seguido de un seguido de calientes y punzantes que le hicieron doblarse de rodillas. Jonathan descargó diez más. «Quince de los mejores», dijo casi con orgullo mientras volvía a dejar el látigo en el suelo. Se arrodilló detrás de ella y le besó la parte posterior de los muslos y las nalgas, que estaban ardiendo. La lamió brevemente entre las piernas y volvió a ponerse de pie con una erección cada vez mayor, mientras le abría las piernas con una mano.

 

Le puso una mano en el lado derecho de la cadera y la colocó en posición. «Mírate en el espejo, cariño», susurró, y con un movimiento suave la penetró por detrás, saliendo casi todo entero para volver a hundirse en ella.

 

Victoria gimió y miró de reojo cómo Jonathan la follaba a buen ritmo, con los muslos y las pantorrillas tensos de llevar tacones y la curva de la columna vertebral descendiendo hacia sus enrojecidas y escocidas nalgas. El placer sustituía rápidamente el dolor. Jonathan le rodeó el clítoris con tres dedos mientras aumentaba el ritmo y el placer crecía en su interior.

En el espejo, los ojos de Jonathan nunca se apartaron de los suyos, «Tori, eres tan hermosa», susurró y se inclinó un momento para besarla entre los hombros y por la espalda.

 

La sensación combinada de su pene dentro de ella y su mano frotándole el clítoris era efectiva y Victoria notó que iba a correrse. Empezó a notar pequeñas oleadas de placer creciendo en su interior y sus rodillas empezaron a temblar.

 

«Jonathan», murmuró, «estoy cerca, tan cerca...».

 

Jonathan aceleró el ritmo y, con un gemido, se introdujo aún más dentro de ella y alcanzó el clímax, mientras oleadas y oleadas de placer orgásmico recorrían a Victoria, haciéndola caer de rodillas.

 

Jonathan se desplomó sobre su espalda, respirando profundamente en su cuello, la rodeó con los brazos y le besó la nuca. Se quedaron en esa posición un rato, abrazados, mientras Victoria cerraba los ojos y sentía que el escozor de sus nalgas se calmaba un poco.

 

Jonathan se apartó de ella y le dio un cachete en el trasero dolorido que la hizo estremecerse antes de volver al cuarto de baño. Victoria se quedó tumbada, mirándose en el espejo.

 

El pelo le caía sobre los hombros y los tacones acentuaban la esbeltez de su cuerpo.

 

Mientras se subía las bragas, pensó que desde la revelación en casa de su abuela había empezado a fijarse más en los espejos.

 

Victoria siempre había tenido un buen metabolismo y comía bien. A sus treinta y algo, se sentía igual que cuando tenía veintitantos y aún no había tenido de preocuparse por lo que comía. No hacía Crossfit ni sentía la necesidad de hacer sesiones demasiado largas de spinning como hacían algunas de sus amigas.

 

Sin embargo, desde que Jonathan y ella empezaron a salir, se dio cuenta de que había engordado unos kilos de más, aunque parecían sentarle bien. Se dio la vuelta y miró por encima del hombro para examinarse las nalgas; seguían rojas, con "rayas de tigre", como las llamaba Jonathan.

 

Jonathan salió del cuarto de baño con el pelo espeso y apelmazado al no haberlo secado bien. Llevaba los pantalones puestos y buscaba una camisa. Victoria se dio cuenta de que rara vez lo había visto vestido de forma informal, casi siempre llevaba traje.

 

«¿Sabes que sigues guapísima desde la última vez que te vi?», dijo Jonathan mientras buscaba entre sus camisas en el armario medio abierto.

 

«Estaba inspeccionando los daños que causados», respondió ella con ligereza, acercándose a él para mirar en su lado del armario los vestidos que había traído. ¿Qué le apetecía ponerse? ¿Quizá algo recatado? Aunque en aquel momento se sentía cualquier cosa menos recatada.

 

Hizo una pausa. «Pero, ¿te ha gustado?», le preguntó Jonathan con las cejas ligeramente fruncidas. Iba a contestar, pero se paró. ¿Lo había disfrutado? También estaba el tema de Marielle. En 24 horas había llegado tenido más aventuras sexuales que en toda su vida.

 

«¿Y bien?» Jonathan se volvió hacia ella y la miró, esperando una respuesta.

 

Respiró con fuerza. «Bueno, la verdad es que no esperaba que esta aventura acabase así, pero...». Victoria no pudo añadir mucho más, porque Jonathan la interrumpió.

◊ ◊ ◊ ◊ ◊

Capítulo 15: Te conozco

«¿Pero qué? ¿Me estás diciendo que no disfrutaste nada de lo que hicimos? ¿Nada? Porque parecía que sí. ¿Por qué no dijiste nada en su momento?».

 

«Bueno, es bastante difícil cuando una se siente forzada a acostarse con una chica de la que tú, Jonathan, te encaprichaste ¡solo porque es más joven, exótica y le gusta dibujar a gente follando!. » Victoria se arrepintió de sus palabras en el momento en que salieron de su boca.

 

«¿Yo? Ahora me he encaprichado de ella, ¿no? ¿Y qué tiene que ver que sea más joven? Más joven que tú, querrás decir», espetó. Se acercó más a ella, amenazante y con su ira aumentando en respuesta a la repentina acusación de Victoria.

 

«Bueno, no habrías aceptado un no por respuesta en ese momento, ¿verdad?» replicó Victoria.

 

Estaba confundida y tenía sentimientos encontrados. También se sentía culpable, celosa, pero bastante osada después de la aventura de la noche anterior. Alzó la voz. Sabía que estaban al borde del precipicio: ir más allá provocaría una discusión explosiva, y necesitaba que uno de los dos tirara del otro hacia un lugar seguro y un terreno más firme. «Mira, no discutamos», dijo, tratando de forzar una sonrisa en su rostro. Le puso una mano en el hombro para calmarle. «Han sido un par de días geniales, y todavía nos queda hoy para disfrutar».

 

Jonathan le quitó la mano de encima y se apartó.

 

«Me estás haciendo sentir como el malo de la película, como si te hubiera obligado a venir aquí y hacer todas estas cosas en contra de tu voluntad. Lo siento, Tori, pero querías esto tanto como yo y cualquier culpa que sientas, por cualquier cosa, viene de ti. ¡No me eches la culpa a mí!»

 

Jonathan fue hacia el salón y, sin mirarla, se puso la camisa. Victoria se quedó al lado del armario, sin haber encontrado todavía un vestido, y le observó. Él la ignoró y recorrió la habitación, recogiendo la cartera, la llave y el teléfono.

 

«Ah, ¿que te vas?» preguntó ella con amargura en su voz.

 

«Bueno, no tiene sentido que me quede aquí, ¿no?", le espetó con sus ojos oscuros fulminándola. «No sea que pases más tiempo conmigo, acabes acostándote con Dios sabe quién y de alguna forma sea culpa mía. Yo no controlo tu sexualidad, Tori, solo tú puedes hacer eso».

 

«No te atrevas a hablarme así», Victoria se encontró escupiendo las palabras.

Estaba furiosa: furiosa con él por exagerar y furiosa consigo misma por enfadarse tanto.

Se giró para volver al armario y buscar algo que ponerse.

 

La puerta de la suite se cerró de golpe. Jonathan se había ido.

 

El tren de vuelta a casa salía a las tres de la tarde y solo eran las once. ¿Qué iba a hacer hasta entonces?

Victoria intentó calmarse y eligió un sencillo vestido negro ajustado hasta la rodilla, que combinó con una cazadora de cuero y unos pendientes de perlas, un regalo de su abuela, que siempre decía que los pendientes de perlas completaban cualquier conjunto. Por último, se pintó los labios de rojo. Su armadura contra el mundo estaba completa.

 

Victoria se sentía ridícula con los Louboutin puestos. Se sentó en el borde de la cama para quitarlos y las lágrimas empezaron a brotaron con fuerza. Se tapó la cara con las manos y dejó que cayeran por sus muñecas. Le seguía doliendo sentarse y, de repente, se sintió abrumada por la rabia contra Jonathan. La había herido de verdad, por dentro y por fuera, y había huido sin más.

 

Se secó las lágrimas y se roció su perfume favorito, Jo Malone, para darse ánimos. “No importa lo mal que estés por dentro, esfuérzate en estar bien por fuera”, otro de los lemas de su abuela. Giró hacia la derecha en la entrada del hotel, sonrió a los porteros, fue hacia una cafetería de la zona y pidió un café y un cruasán.

 

Victoria se sentó en una mesa junto al gran ventanal y se puso a mirar afuera.

 

Por las aceras grises y relucientes de los Campos Elíseos, parejas, jóvenes y mayores, paseaban cogidas del brazo. A veces veía algún caniche bajo el brazo de su dueño o en bandolera. Sin embargo, aún no se había acostumbrado a ver soldados armados en las esquinas de la tercera calle más cara del mundo; una de las consecuencias de los recientes actos terroristas en esa hermosa ciudad. Se sentía como un cliché, una mujer triste mirando con nostalgia por la ventana de un café parisino. ¿Qué le había dicho su abuela cuando era pequeña? “Los hombres van y vienen, pero siempre te tendrás a ti misma, así que asegúrate de que ella y tú seguís siendo mejores amigas".

 

Victoria buscó un pañuelo en el bolso y vio el folleto sobre la exposición de Jacques-Louis David en el Louvre. La nota con el mensaje sin firmar seguía ahí: "Debes ir, si aún no lo has hecho". Decidió ese era un buen momento para ir, así que pagó la cuenta, llamó a un taxi y en pocos minutos entró en el famoso museo.

 

Se dirigió directamente a la exposición de David, evitando la tentación de detenerse a admirar los demás tesoros del Louvre. Una vez en la galería dedicada a los cuadros del artista francés, Victoria escudriñó rápidamente las paredes, esperando encontrar la obra que había visto en su teléfono durante el viaje en Eurostar; la de la mujer que se parecía a ella.

 

Victoria se apresuró a dejar atrás los retratos de Napoleón, aunque no pudo resistirse a admirar durante un instante el famoso boceto de David de María Antonieta acercándose a la guillotina. La cruda simplicidad de la imagen con sus pocos y rápidos trazos transmitían la actitud desafiante de la Reina, especialmente en la rectitud de su postura y su barbilla levantada. Se preguntó cómo habría sido estar allí aquel día y presenciar cómo ejecutaban a una de las mujeres más extravagantes de la historia. La idea la hizo estremecerse.

 

Atravesó otras dos salas y vio el cuadro que buscaba escondido en un rincón.

 

Victoria se colocó frente a él para poder estudiarlo desde varios ángulos, como le habían enseñado. La sala estaba vacía, salvo por un guardia y un anciano sentado en un banco, absorto en otra de las obras de arte. La calma que se respiraba tuvo un efecto tranquilizador después de la discusión con Jonathan. Además, aquel era su mundo, y sintió que se le enderezaba la columna al observar el cuadro con autoridad profesional.

 

Victoria exhaló con fuerza y se le escapó un «¡Dios mío!» en voz tan alta que el anciano y el guardia la oyeron. La mujer del cuadro era clavada a ella; incluso la curva de la clavícula y el porte general eran iguales a los de Victoria. Era una sensación extraña descubrir a su doble, especialmente porque el cuadro tenía más de doscientos años.

 

Estaba tan absorta en la pintura que dio un respingo al oír una voz detrás de ella. Hablaba un inglés con mucho acento y comentó: «A David le gustaba estar rodeado de mujeres hermosas, ¿no?».

 

Victoria se giró y vio al anciano que estaba sentado en el banco hacia un momento. Sonrió y asintió: «Es curioso, nunca se me había ocurrido. La mayor parte de su obra está repleta de hombres poderosos».

 

«Sí, consiguió retratar a Napoleón de forma "icónica", como se dice ahora» entrecomilló la última palabra y rio. «Pero, ¿qué le atrae tanto de éste cuadro?», le preguntó a Victoria.

 

Ella vaciló y luego se apartó para que él pudiera verla de frente. «Por favor... mire el cuadro y luego a mí», dijo señalando a su doble.

 

El hombre miró a Victoria y al cuadro un par de veces. «Sí, ya veo», asintió, «se parecen mucho. Debe ser un misterio para usted».

 

«Podría decirse que sí», respondió Victoria.

 

«¿Por casualidad no tendrá ascendencia francesa?», preguntó.

 

Victoria lo miró fijamente y luego se golpeó la frente con la palma de la mano. «Santo cielo, ni se me había ocurrido. Sí, mi abuela materna era del sur de Francia».

 

Sonrió con complicidad: «Quizá encuentre la respuesta a su “doppelgänger” en su propia familia. Es solo una idea».

 

Victoria volvió a mirar el cuadro y se dio cuenta de que no se había presentado ni le había preguntado su nombre al anciano. Al volver a girarse, descubrió, consternada, que el hombre se había ido. Miró en la sala contigua, pero tampoco estaba allí, y cuando le preguntó al guardia si había visto hacia dónde se había ido el anciano, este respondió encogiéndose de hombros.

 

Continuaba sin saber quién le había mandado el folleto de la exposición, pero el comentario del anciano sobre su ascendencia le hizo recordar las palabras su abuela sobre las explicaciones lógicas. Quizás había llegado la hora de aceptar que, ahora que tenía el espejo, ocurrirían cosas que no podía explicar, y otras que tenían una respuesta, pero que requerirían de investigación previa.

 

Victoria revisó su teléfono por si tenía algún mensaje. Vio la hora que era y decidió volver al hotel para terminar de hacer las maletas. Cuando Victoria entró en la habitación, encontró una nota de Jonathan sobre la cama.

Estoy el bar del hotel, por favor, ven. J.

Tenían que irse en una hora y Jonathan probablemente no había ni hecho la maleta.

 

Victoria odiaba ir con prisas, pero al echarle un vistazo a la suite, vio que él había recogido todo lo que había en el cuarto de baño y en el armario, y que había hecho la maleta para los dos.

 

Su maleta no estaba del todo cerrada. Levantó la tapa y vio el látigo colocado en diagonal sobre su ropa meticulosamente doblada; el contraste entre la dureza del cuero y la suavidad de su ropa de cachemira y su ropa interior de seda era claro.

 

Jonathan estaba sentado en la barra del bar con un vaso que contenía lo que parecía whisky o bourbon. Aunque era mediodía, el bar estaba a oscuras, y había pequeñas lámparas de mesa que iluminaban las mesas circulares de mármol.

 

Victoria se sentó a su lado sin decir palabra y se miraron brevemente en el espejo que había detrás de la barra. Ella apartó la mirada y en su lugar captó la del camarero.

 

«Sé lo que ella va a pedir», balbuceó Jonathan, agitando la mano en el aire mientras el camarero se acercaba. Victoria sospechó que estaba un poco borracho. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿Y cuántas se había tomado? Debía haber bajado directamente al bar cuando se fue de la suite, y de eso hacía más de dos horas.

 

«Oui, Monsieur», dijo el camarero.

 

«Elle aura un Old Fashioned, comme moi. Un autre». Jonathan señaló su vaso vacío.

 

«Dos Old Fashioneds», contestó el camarero con acento australiano, guiñándole un ojo a Victoria. «Enseguida, señor». Se dio la vuelta antes de que Victoria pudiera decir nada. La idea de un Old Fashioned en medio de un cálido día de primavera era de lo más poco apetecible.

 

Era muy meticulosa con sus bebidas: vino blanco y gintonic en verano, vino tinto en invierno. Un Old Fashioned, solo si hacía frío, o era el final de la velada, y un Dirty Martini era para el inicio. “Nunca se toma ginebra después de cenar” solía recordarle un profesor en Cambridge.

 

Ella siempre acataba las normas, aunque no sabía muy bien por qué. El champán era perfectamente aceptable durante todo el año, por supuesto.

 

Jonathan parecía estudiar con gran intensidad la superficie de la barra.

Victoria se volvió hacia él y le dijo: «No quiero un Old Fashioned. ¿Por qué crees que sabes lo que quiero?»

 

«Dios mío, Victoria, no quiero discutir otra vez», dijo Jonathan, pellizcándose el puente de la nariz como si le doliera la cabeza. Victoria se dio cuenta de que había usado su nombre completo. «Mira, te conozco», le dijo volviéndose hacia ella y cogiéndole las manos, intentando mirarla a los ojos directamente, aunque su mirada se desviaba. «Sé lo que te gusta y lo que no, sé lo que bebes, tu comida favorita, tu perfume favorito y», se inclinó hacia delante para ponerle la boca en la oreja, «sé lo que te gusta en la cama».