Contra el mito del colapso ecológico - Emilio Santiago - E-Book

Contra el mito del colapso ecológico E-Book

Emilio Santiago

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Brillante refutación política y científica de las tesis colapsistas, que impiden al ecologismo protagonizar la transformación que el mundo necesita. La ecoansiedad domina nuestra época. Cada nuevo informe sobre el cambio climático refuerza un terror que nos paraliza, pero este fatalismo apocalíptico no se corresponde con los mejores análisis de nuestra situación. Es también un síntoma de un ecologismo desorientado. Durante el siglo XXI podemos detener el cambio climático, reintegrarnos dentro de los límites de nuestro planeta y asegurar una vida digna para el conjunto de la humanidad. Aún está a nuestro alcance una transición ecológica que sea justa, y que no solo preserve los logros emancipadores de los últimos siglos, sino que los expanda. Este libro analiza en detalle los resortes del colapsismo como ideología —impregnados de una negligencia política en alza— y reivindica la esperanza fundamentada en las oportunidades específicas de nuestro tiempo.    La crítica ha dicho... Este libro analiza en detalle los resortes del colapsismo como ideología —impregnados de una negligencia política en alza— y reivindica la esperanza fundamentada en las oportunidades específicas de nuestro tiempo. «Si hay un desafío para el presente es el climático. Este libro trabaja sobre las pasiones y los imaginarios con los que afrontar ese desafío con energía y ambición transformadora. Pura potencia». Guillermo Zapata «El ecologismo político se ha convertido en un espacio de reflexión trepidante. Abundan los autores con conocimientos técnicos abrumadores, una lucidez política arrolladora y gran capacidad comunicativa. Pero apenas un puñado reúne esas tres cualidades a la vez. Emilio Santiago está entre ellos y este es su mejor libro». César Rendueles «Este brillante, riguroso y nutritivo libro fundamenta la única vía posible para la hegemonía ecologista: la más intranquilizadora, porque se llama 'esperanza' y deja en nuestras manos, en consecuencia, el destino de la humanidad». Santiago Alba Rico «El libro de Emilio Santiago es una llamada de atención inteligente y documentada frente a las tentaciones catastrofistas y contra los efectos de la servidumbre adaptativa». Marina Garcés «Un libro de una densidad humana y emocional apabullante, que atesora una deslumbrante brillantez política e intelectual». Andreu Escrivà «Contra la dejación de responsabilidades: una apelación a la potencia transformadora de las alternativas que unen ecologismo y justicia social». Cristina Monge

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CONTRA EL MITODEL COLAPSO ECOLÓGICO

 

 

Las reflexiones de este libro se enmarcan en el trabajo desarrollado en el proyecto de investigación Humanidades energéticas: Energía e imaginarios socioculturales entre la revolución industrial y la crisis ecosocial (PID2020-113272RA-I00).

 

© del texto: Emilio Santiago Muíño, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: junio de 2023

ISBN: 978-84-19558-20-6

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Nèlia Creixell

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Emilio Santiago Muíño

CONTRA EL MITODEL COLAPSO ECOLÓGICO

SUMARIO

1.   CUANDO EL ECOLOGISMO RENUNCIÓ AL FUTURO

La humanidad ante una cuenta atrás ecológica

Ecologismo: un frágil mestizaje entre el miedo y la esperanza

Cuando el ecologismo renunció al futuro

En el siglo XXI la catástrofe ecológica es una posibilidad real

No queremos aprender a morir en el Antropoceno

2.   RASGOS DE LA IDEOLOGÍA COLAPSISTA

El colapsismo como ideología y como estado de ánimo

Colapso: un concepto confuso

Los imaginarios colapsistas: mitad Hari Seldon y mitad Indiana Jones

Redefiniendo el colapso como Estado fallido

3.   LOS SESGOS CIENTÍFICOS DEL COLAPSISMO

Diferentes modelos de catástrofe ecológica

El pico del petróleo como hipótesis colapsista

El potencial de las renovables: un debate abierto

Los pronósticos apocalípticos combinan evidencias y ciencia prematura

4.   LAS TRAMPAS TEÓRICAS DEL COLAPSISMO

Los tics epistemológicos del colapsismo: mecanicismo, reduccionismo y determinismo

La trampa del holismo y el abuso del concepto de sistema

Cómo el fallo teórico se convierte en error político

Enseñanzas del pasado: el precedente colapsismo marxista

Por una ecología política que quiera protagonizar la historia y no sufrirla

5.   LOS ORÍGENES ANARQUISTAS DEL COLAPSISMO

El colapso como una oportunidad para la descentralización política

Una renovación de las ideas anarquistas en clave energética

El Periodo especial cubano: una refutación práctica del colapsismo

La tensión autoorganización-Estado sin el mito colapso

6.   EL PAPEL DE LA ESPERANZA EN LA ECOLOGÍA POLÍTICA

El colapso feliz no existe

El discurso del colapso solo es útil en dosis muy pequeñas

Terror ecológico y parálisis política

El ecologismo necesita disputar el deseo y no revelar la verdad

Ecología política transformadora y utopía

7.   LOS ECOLOGISTAS PODEMOS GANAR

El futuro: un nuevo derecho y un nuevo deber

Pequeña antología de colapsos que no fueron (nota autobiográfica)

Catálogo de experiencias inspiradoras para un cambio factible

El ecologismo ha empezado a ganar y no se ha dado cuenta

Conclusiones: cómo romper el círculo vicioso de la impotencia

AGRADECIMIENTOS

NOTAS

 

 

«Todas nuestras actuales curvas estadísticas pueden desviarse y alterarse como consecuencia de la decisión y la inventiva humana; y al tomar tales decisiones nuestros ideales normativos desempeñarán un papel tan importante como nuestro conocimiento».

LEWIS MUMFORD

«Como lo mejor está todavía en trance de gravidez, es preciso confiar en ello, a fin de que se logre».

ERNST BLOCH

1

CUANDO EL ECOLOGISMORENUNCIÓ AL FUTURO

«Declararnos insumisos a la ideología póstuma es, para mí, la principal tarea del pensamiento crítico hoy».

MARINA GARCÉS

LA HUMANIDAD ANTE UNA CUENTA ATRÁS ECOLÓGICA

En las últimas décadas todo lo que podía ir mal parece que va peor. Como si nuestra civilización acelerara hacia algún tipo de catastrófica traca final. Los convulsos años que siguieron al crack de 2008 se antojan ya el tráiler de un siglo convulso. En la década de los veinte, cada mes es como un nuevo capítulo de la serie Years and Years. Incendios dantescos. Precios energéticos disparados. Cadenas de suministro rotas. El Covid-19 provocando casi siete millones de muertos y declarando vista para sentencia la globalización neoliberal. Una tormenta de nieve paralizando España y su economía como jamás podría soñar la huelga más revolucionaria. Momentos de desabastecimiento que afectan también a las naciones desarrolladas. Un putsch golpista de extrema derecha asaltando el Congreso de Estados Unidos, y justo dos años después el Congreso de Brasil. El retorno de la guerra al suelo europeo. Y con ella la vuelta del miedo al holocausto nuclear, uno de los pocos apocalipsis que parecían pasados de moda.

El desenlace de la aventura moderna se inclina abrumadoramente hacia el lado de la distopía. Los imaginarios culturales predominantes, obsesionados por contarnos el fin del mundo en todas las versiones imaginables, no ayudan a interpretar los hechos de otra manera. Los informes científicos, las intervenciones artísticas o la reflexión filosófica sintonizan de modo creciente con este rango de frecuencias lúgubres, que apuntan a una nefasta culminación de la historia. Marina Garcés llama a este proceso el paso de la condición posmoderna, la del presente eterno neoliberal, a la condición póstuma, la del presente insostenible. «Nuestro pos- es el que viene después del después: un pospóstumo, un tiempo de prórroga que nos damos cuando ya hemos concebido y en parte aceptado la posibilidad real de nuestro propio final»1. La humanidad bajo la sombra inquietante de una pregunta: ¿hasta cuándo?

No es un estado de ánimo gratuito. Acumulamos problemas que, llevándole la contraria a Marx, nos hemos planteado pero no hemos sabido resolver. La cuestión republicana fue el gran asunto que nos impusimos desde el siglo XVIII: construir instituciones democráticas bajo control de una ciudadanía de libres e iguales. Aún seguimos ahí. Los avances son notables, pero también frágiles. Geográficamente desiguales. Muy imperfectos en la dotación de derechos efectivos a los pobres, a las mujeres, a las personas racializadas. Se estima que ciento cincuenta años después de su abolición oficial todavía hay cincuenta millones de esclavos en el mundo.

El siglo XIX se enfrentó a la cuestión social: la necesidad de una justa distribución de la riqueza y una racionalización de la producción industrial al servicio del bien común. Muchos avances que habíamos logrado al respecto han sido desmantelados por la contrarrevolución neoliberal. El nivel de involución en este asunto ha sido escalofriante. Por ejemplo, en 2015 las setenta y dos personas más ricas del planeta acumulaban tanta riqueza como la mitad (tres mil quinientos millones de personas) más pobre de la humanidad. Lo que nos acerca a los niveles de desigualdad que sirvieron de caldo de cultivo para acontecimientos como la Revolución francesa.

Sobre las arenas movedizas de estas dos grandes tareas inconclusas, el siglo XX introdujo dos nuevos dilemas existenciales. Uno de ellos, aprender a relacionarnos con tecnologías con gran poder destructivo, que nos quedan epistémica y moralmente grandes, como las armas nucleares. El otro, reintegrarnos a unos límites planetarios violentamente sobrepasados. Los límites del planeta son una buena metáfora que nos ayuda a pensar en una anomalía sin igual: hemos trastornado los patrones de regularidad material (clima, flujos energéticos, equilibrios ecosistémicos) que siempre han cimentado la relación de las sociedades humanas con el resto de la biosfera. Patrones con diez mil años de estabilidad en el caso de la atmósfera. Y de muchos millones de años de antigüedad previos al surgimiento del género homo en el caso de la bioquímica o el metabolismo energético. En pocas palabras, nos hemos convertido en cobayas de un experimento planetario que está fuera de control.

Hay quien relativiza esta angustia argumentando que la degradación ecológica no es monopolio de nuestro tiempo. Nos lo demuestra el exterminio de la megafauna paleolítica. O la desertificación provocada por sobreexplotación agrícola, común en muchos imperios de la Antigüedad. Pero el Antropoceno, por usar una categoría tan ideológicamente problemática como acertada (capitaloceno delimita mejor las responsabilidades, pero define peor sus efectos), ha amplificado estos fenómenos a una escala totalmente nueva. Apenas dos siglos después de su inicio, un proceso de industrialización basado en los combustibles fósiles, promovido por una sociedad organizada a través de la dominación compulsiva, la apropiación excluyente y la competición violenta, se nos descubre como una trampa evolutiva endiabladamente compleja. Los daños colaterales involuntarios se acumulan y se potencian entre sí. En el siglo XXI, todo parece una especie de baile maldito entre fuerzas productivas y fuerzas destructivas, como las llamó Manuel Sacristán donde no hay bien que por mal no venga.

El Antropoceno es, ante todo, el signo de que nuestras cosmovisiones han quedado obsoletas. Ya no responden al territorio material, social ni simbólico de nuestro tiempo. Estamos intentando viajar con un mapa antiguo por un país que, sin habernos dado cuenta, ha sufrido un terremoto devastador. Las viejas carreteras y ciudades están destruidas, las montañas y bosques derribados, los polos magnéticos invertidos y nuestras antiguas brújulas enloquecidas. Es necesario reposicionarse. Inaugurar una nueva topología social y moral. La crisis ecológica nos obliga a reordenar nuestras prioridades. Los derechos laborales, de género o raciales se pueden perder. Pero se pueden reconquistar en el vaivén de las movilizaciones y sus ciclos. Una derrota ecológica, en este punto crítico de la historia, sería irreversible. Si la temperatura se dispara cuatro o cinco grados por encima de los promedios actuales, lo más probable es que la aventura humana llegue a su fin. La maldición de nuestra generación es que el tiempo ya nunca más estará de nuestro lado. Ahora correrá siempre en contra, en una cuenta atrás que acongoja. El esquema progresista está definitivamente roto. El futuro ya no es fuente de ilusión sino de terror.

Los plazos son muy ajustados. Según el sexto informe del IPCC2, en 2021 el presupuesto de carbono del que disponemos para no superar los 1,5º de aumento de temperatura de aquí a final de siglo es de 400 Gt de CO2. Para no pasar de 2º, con un 66 % de probabilidades, es de 1.150 Gt de CO2. Al ritmo actual de emisiones, que es 40 Gt anuales, el margen de maniobra para evitar los 1,5º lo habremos malgastado en 2030. Es decir, en una década habremos consumido el espacio de seguridad climática de todo un siglo. Al mismo ritmo, en 2045 podríamos dar también los 2º por perdidos. De estos datos cabe inferir que a mediados de esta centuria habremos cruzado el Rubicón ecológico: o una sociedad reintegrada en los límites de la biosfera, que haya sentado las bases de la estabilización del sistema climático, o la descomposición catastrófica de la civilización industrial en una lucha hobbesiana por el control de recursos cada vez más escasos, y bajo los caprichos de una atmósfera caótica y hostil. Hacia el último tercio del siglo ya habremos penetrado profundamente en uno de estos dos caminos que hoy empiezan a bifurcarse. Tomando la onda expansiva de las revoluciones francesa y rusa como unidad de medida histórica, Eric Hobsbawm distinguió entre un siglo XIX largo y un siglo XX corto. La crisis ecológica nos lleva a pensar que el siglo XXI será cortísimo.

Pocas generaciones de la historia han sufrido condiciones objetivas tan claras como la nuestra para sentir legítimamente eso que Walter Benjamin detectó como una inclinación crónica de la humanidad a la que había que restar importancia: «No ha habido época que no haya creído encontrarse ante un abismo inminente»3. El apunte es correcto. La hipérbole milenarista es uno de nuestros vicios más queridos. Pero esta vez, como en el cuento popular, el lobo está más cerca del corral de lo que ha estado nunca. Como afirma Andreu Escrivà, ninguna otra generación ha tenido la responsabilidad y el poder de actuar en tiempos humanos para evitar cambios nefastos a escala geológica4. Por defecto, queramos o no, los vivos de hoy estamos arrojados a un nivel de protagonismo vertiginoso, que será determinante en la historia de nuestra especie. Seguramente convenga rebajar la escala del reto para no abrumarnos. La aguja de la historia se enhebra mejor con los hilos de las transformaciones cotidianas que con las fibras de la grandilocuencia ideológica. Pero para los vivos de hoy, que vivimos tiempos extraordinarios, la épica no es una opción sino un destino. Lo que no es un destino es la derrota.

ECOLOGISMO: UN FRÁGIL MESTIZAJE ENTRE EL MIEDO Y LA ESPERANZA

Los riesgos de este momento de peligro son múltiples. En un extremo, la calidad de la vida humana puede degradarse durante generaciones. En otro extremo, las condiciones para la vida humana, y la de otras especies, puede sencillamente desaparecer. En medio, todo un abanico de nuevas barbaries posibles. De pendientes resbaladizas que se precipitan hacia la descomposición y la pérdida de algunos de los logros y las conquistas más importantes de los últimos siglos. Tanto en el plano de la cultura material cotidiana como en el plano de los derechos sociales y políticos.

Estos logros y estas conquistas están muy lejos de ser patrimonio común de la humanidad. Su reparto ha sido desigual. La modernidad industrial (capitalista o socialista) se ha alimentado y sigue alimentándose de mártires del progreso. Los millones de personas que han estado condenadas a malvivir en ambientes tóxicos, y a trabajar en entornos laborales brutales, no son ni una anomalía ni un arcaísmo. Los paisajes de miseria antropológica con los que Engels o Dickens describieron la Inglaterra del carbón del siglo XIX no distan mucho de los polígonos textiles en un slum de Pakistán de nuestros días. En términos cuantitativos, las personas que sufrieron la violencia de la proletarización y el inicio de la revolución industrial en Europa son apenas una gota en el mar de las que hoy viven procesos semejantes en Asia.

Sin embargo, no hace falta comprar el argumentario completo de Steve Pinker para reconocer que la trayectoria general de los últimos doscientos años admite un balance menos sombrío. Desde la reducción de la mortandad infantil hasta el acceso al agua potable, la alfabetización, la seguridad alimentaria, la cobertura sanitaria o el derecho a la participación política, son muchos los aspectos relevantes para el florecimiento de una vida digna y plena que se han democratizado a niveles sin precedentes. En buena medida, ha sido gracias a las luchas contra los privilegios protagonizadas por las mujeres, los trabajadores, los colonizados, los dominados y los excluidos de cualquier signo. La promesa profunda de la emancipación está a medio cumplir, pero no es una estafa. Lo que marca nuestra era es que, a mitad de la aventura, la crisis ecológica ha irrumpido para impugnar el camino tomado. Sin darnos cuenta hemos cambiado las reglas del juego.

Porque hoy está políticamente en juego, como siempre lo ha estado, el sufrimiento o la felicidad de millones de personas. Hoy está políticamente en juego, como siempre, la línea que para muchos separa la vida y la muerte. Pero lo que nunca ha estado políticamente en juego, pero hoy sí, es lo que Barry Commoner llamó la cuestión de la supervivencia5. Lo que nunca ha estado políticamente en juego, pero hoy sí, es el futuro, en su acepción más desnuda de tiempo por venir. Que el escenario de la extinción humana se haya vuelto plausible es quizá la expresión más clara de la novedad que introduce la crisis socioecológica. Solo comparable a la novedad que introdujo el armamento atómico, dos caras de la misma desmesura antropológica.

Anticiparse para corregir esta trayectoria autodestructiva. Adelantarse para asegurar no solo la supervivencia de la especie sino también una buena vida. Este ha sido siempre el sentido histórico del ecologismo. A diferencia del conservacionismo ambientalista, el ecologismo no busca solo preservar y patrimonializar trozos de la naturaleza dada frente a las consecuencias dañinas de la actividad humana. Quiere anular las causas estructurales de este daño. Y en línea con esa pulsión moderna de dotar a la evolución de la sociedad de una determinada dirección, busca reorganizar los parámetros sistémicos que conforman nuestro modelo económico, nuestros regímenes políticos y nuestros marcos culturales. Inevitablemente, todo ello arroja al ecologismo a una relación ambigua, y no bien resuelta, con los dos afectos más potentes que conoce el ser humano: el miedo y la esperanza. «La política verde busca superar el temor sin alimentarlo», escribe Andrew Dobson en un intento de condensar el tipo de funambulismo que resume la tarea ecologista6. Mirar a los ojos a una catástrofe potencial, que ya se atisba, sin caer en la desesperación. Una delgada línea que no siempre el ecologismo ha sabido trazar; y aún menos caminar sobre ella sin caerse.

John Cobb, pionero de la teología ecologista, ya se preguntaba en 1971 si no era demasiado tarde7. Concluyó que no, pero que pronto podría llegar a serlo. Un año antes, Paul R. Ehrlich, autor de La bomba demográfica, ofrecía una visión más apremiante. Como anunciaba en una entrevista a la revista Look, para él 1972 era el punto de inflexión. Si no se tomaban medidas radicales, a partir de esa fecha todo esfuerzo posterior sería inútil. Podríamos entonces preocuparnos de nosotros mismos, de nuestros amigos y de disfrutar del poco tiempo disponible antes de que las hambrunas que su libro preveía arrasasen la civilización moderna. Ejemplo pionero de una forma de derrotismo cada vez más extendida en el discurso ecologista.

El mismo año que Ehrlich señalaba como el punto de inflexión ecológico de la humanidad, el Club de Roma publicó el informe Los límites del crecimiento, que encargó al MIT. Sus conclusiones eran taxativas: la civilización industrial no estaba condenada a muerte, pero sí se enfrentaba a toda una serie de riesgos socioecológicos que podían derivar en una catástrofe general. El tiempo y el espacio para la reacción, en una combinación de innovación tecnológica y social, existían. El problema era que la ventana de oportunidad para acometer las transformaciones necesarias no permanecería indefinidamente abierta. Había que actuar, y pronto.

Pero no se actuó. Al menos no con la suficiente profundidad, ni de manera integral. Es indudable que ciertos aspectos de la crisis ecológica han conocido mejoras notables. Especialmente todo lo relacionado con la toxicidad, la polución y los fenómenos de la contaminación química, que fueron las obsesiones centrales de la primera oleada del ecologismo. Pero estos logros parciales no ocultan que los años se han sucedido sin una alteración de las dinámicas profundas que nos han llevado a sobrepasar los límites planetarios. Ha trascurrido medio siglo desde la publicación de Los límites de crecimiento. Los nietos con los que especulaba el discurso ecologista de aquel tiempo somos nosotros. Las hijas y los hijos de la extralimitación. Quienes nos hemos criado aprendiendo a considerar normal un mundo que, en términos ecológicos, es una estafa piramidal. Quienes tendremos que asumir las primeras consecuencias. A quienes nos va a tocar ya casi más gestionar la resaca que disfrutar de la fiesta, en una proporción de injusticia generacional que solo puede crecer. Y que nuestros hijos y nietos sufrirán con más crudeza.

Hay oportunidades que no vuelven nunca, como hay cenizas de las que no resurgirá ningún Fénix. Nuestra transición ecológica ya no puede ser igual que la que se hubiera producido bajo aquel amago de Green New Deal que intentó desplegar el gobierno de Jimmy Carter bajo la influencia de la burguesía ilustrada del Club de Roma. Y lo mismo vale para las mejores promesas de la revolución socialista, como la sociedad lúdica de amos sin esclavos que prefiguraron los situacionistas. O esas versiones modernas que hoy se nos presentan bajo nombres tan sugerentes como comunismo de lujo totalmente automatizado8. Probablemente esos horizontes de máximos ya no están a nuestro alcance.

CUANDO EL ECOLOGISMO RENUNCIÓ AL FUTURO

Este estrechamiento objetivo del futuro ha ido influyendo en el temple ecologista. Y ha descompensado su frágil equilibrio entre el miedo y la esperanza. En 1983 Manuel Sacristán testimoniaba con asombro cómo muchos compañeros marxistas, con abundantes años de pelea ideológica y política orgánica a sus espaldas, «un buen día deciden que el mundo ya no presenta ninguna esperanza, que lo único que se puede hacer es prepararse a morir bien»9. A medida que se ha visto incapaz de revertir el ecocidio, el ecologismo también ha ido impregnándose de resignación. Hasta el punto que hoy su máxima parece ser llevarle la contraria a Raymond Williams. Si este decía que ser genuinamente radical es hacer la esperanza posible, no convincente la desesperación, una parte del ecologismo parece empeñarse en lo contrario.

«La revolución ecosocialista y ecofeminista la teníamos que haber hecho ayer», sentencia Jorge Riechmann10. Si a principios de los setenta Debord y Sanguinetti escribieron que los frutos de la economía política no solo estaban maduros, sino que habían empezado a pudrirse, para Riechmann estos ya se encuentran irreversiblemente podridos. La tarea sería más bien que la descomposición de nuestra civilización generase un humus fértil con vistas a un rebrote lejano: «En cierta forma, ya no estamos trabajando para el tiempo inmediato —el colapso ecosocial y el naufragio civilizacional son inevitables—, sino para el siglo XXII, XXIII o XXV… si tenemos muchísima suerte. Así que, amigos y amigas, ¡cero prisas!»11.

El siglo XXI parece que sobra. Y el final más plausible de la modernidad se antoja como la desolación de sus viejas pretensiones emancipadoras. Una situación ante la cual la única praxis posible del ecologismo ya no sería transformativa en un sentido clásico, sino meramente adaptativa. Y más aún, paliativa. En palabras de Roy Scranton, aprender a morir en el Antropoceno: «El mayor reto que tenemos ante nosotros es de carácter filosófico: se trata de asimilar que esta civilización ya está muerta»12.

Estas posiciones no son anecdóticas. Son representativas de una sensibilidad catastrofista creciente dentro del ecologismo global. En el campo del clima una de sus voces más conocidas es la de Jem Bendell, promotor del movimiento de adaptación profunda, para quien nuestra relación con el cambio climático es la de un caminante que sube por un deslizamiento de tierras: da igual lo rápido que vayan ya sus pasos pues no podrá evitar el derrumbe. Para Bendell, el ecologismo debe abandonar la mitigación y centrarse en esfuerzos adaptativos que reduzcan los daños inevitables13. Más exageradas son las posiciones del grupo ecologista NTHE (Near-Term Human Extinction), liderado por Guy McPherson, que pronostica que la mayor parte de la humanidad nos extinguiremos entre 2026 y 2030 por la combinación de subida de temperaturas y colapsos ecosistémicos14. Más matizadas, pero con un enorme éxito, son las teorías de Timothy Morton, que se ha hecho un nombre filosófico internacional con su idea de ecología oscura. Para Morton, el fin del mundo ya ha sucedido, y lo que la Dark Ecology debe promover es una suerte de ajuste ontológico, moral y sobre todo estético, en el que la crisis ecológica ya no se piensa tanto en términos de problema-solución sino de coexistencia con un mundo profundamente trastornado15. Paul Kingsnorth, promotor del Dark Mountain Project, recurre también al concepto de ecología oscura para asegurar que el colapso en curso «seguirá fragmentando tanto la naturaleza como la cultura» sin que las soluciones tecnoverdes puedan evitarlo. Y defiende que retirarse, preservar la vida no humana, ensuciarse las manos con algún trabajo práctico, defender el biocentrismo y construir refugios son las únicas tareas que, ante el colapso, no suponen una «pérdida de tiempo»16. Wes Jackson, fundador y presidente del famoso The Land Institute de Kansas y Robert Jensen, profesor de periodismo en la Universidad de Texas, acaban de publicar un libro cuyo título es un juego de palabras con el conocido documental de Al Gore, «Un apocalipsis incómodo»17. David Wallace-Wells nos garantiza que nos dirigimos hacia «un planeta inhabitable» (adjetivo traducido en español como inhóspito, probablemente para no asustar al lector potencial)18.

En el plano energético, desde finales de los ochenta Richard Duncan viene sosteniendo lo que inicialmente llamó «teoría de pulso-transitorio de la civilización industrial» y posteriormente «teoría de Olduvai»: el inexorable retorno de la humanidad, tras atravesar una era de turbulencias y simplificaciones, a prácticas de caza y recolección propias del Paleolítico19. Donde el destino energético final de nuestra especie se parecerá mucho al mundo que imaginaba Tyler Durden en El club de la lucha: «En el mundo que yo veo, acechas a los alces en los bosques del gran cañón entre las ruinas del Rockefeller Center. Llevarás ropa de cuero que te durará el resto de tu vida. Treparás por las gruesas cepas kudzu que envuelven la torre Sears. Y cuando mires abajo, verás figuras diminutas majando el maíz, tendiendo tiras de venado en los carriles vacíos de una superautopista abandonada».

Esta senda arcaizante de «retorno al hogar», provocada por la inminencia de picos de escasez de recursos diversos (empezando por el petróleo) ha sido desarrollada, en diferentes variantes y matices, por toda la galaxia de autores que trabajan alrededor de la hipótesis peak oil y su teleología histórica: James Howard Kunstler, Kathy McMahon, Richard Heinberg, Ugo Bardi, Dmitry Orlov, Gail Tverberg, Art Berman… Un movimiento que, según Matthew Schneider-Mayerson, y a pesar o gracias a su carácter virtual (foros, webs, blogs), llegó a alcanzar en sus años dorados (la primera década del siglo) un perfil verdaderamente masivo20. Su influencia sigue siendo notable. En Francia, pensadores que actualizan estas tesis, como Pablo Servigne, Raphaël Stevens o Gauthier Chapelle se agrupan hoy bajo neologismos como colapsología o colapsosofía. Su trilogía del colapso (Comment tout peut s’effondrer —Cómo todo puede colapsar—, L’autre loi de la jungle —La otra ley de la jungla— y Une autre monde est posible. Vivre l’effondrement et pas seulement y survivre —Otro fin del mundo es posible. Vivir el colapso no solo sobrevivirlo—) ha adquirido una notable repercusión nacional e internacional21. Entre sus representantes, esta corriente cuenta con todo un exministro de medioambiente de la República bajo el gobierno de Lionel Jospin, Yves Cochet, que abandera hoy posiciones catastrofistas y ha fundado el Instituto Momentum, «un laboratorio de ideas sobre los problemas de la sociedad industrial y el decrecimiento solidario en respuesta al impacto social del colapso»22.

En España, esta corriente energética del ecologismo colapsista se extiende como una sucursal especialmente fuerte y original dentro de esta red global de discurso. Con un trabajo continuo de producción intelectual que crece desde hace al menos dos décadas, gracias al trabajo pionero de Ramón Fernández Durán en el activismo ecologista y de AEREN, la filial española de ASPO, con su web Crisis Energética, en el campo del debate técnico-científico. A partir de estos precursores, el colapso se ha convertido en una auténtica estrella conceptual. La idea, con el término exacto o con sinónimos como «abismo», «apocalipsis», «fin del mundo», «descalabro»… está en los títulos de los libros; de los proyectos comunicativos como canales de YouTube o pódcast; de los informes de las organizaciones importantes (recientemente Ecologistas en Acción ha publicado un Manual para colapsar mejor); de los artículos y los textos; de los eventos (por ejemplo, el taller Colapsar a tu lado, en la escuela de activismo de una organización tan posibilista, en principio, como Greenpeace).

Todos estos diferentes hilos intelectuales, cada uno desde la especificidad propia de su lugar de enunciación, están tejiendo un nuevo entramado ideológico. Uno que si quiere poner el acento en algo es en la noción de colapso. Una idea de derrumbe del orden actual que casi siempre va unida a una conjetura fuerte sobre su inminencia histórica.

EN EL SIGLO XXI LA CATÁSTROFE ECOLÓGICA ES UNA POSIBILIDAD REAL

En las próximas páginas será cuestionada la pertinencia epistémica y política de la noción de colapso. Pero esto no implica pintar de color de rosa el futuro de la humanidad. El presente ecosocial ya es terrible. Las décadas que vienen pueden serlo muchísimo más. La catástrofe ya está ocurriendo de modo «desigual y combinado».

El pensamiento decolonial, siempre atento a cómo se reproducen en el discurso cotidiano relaciones eurocéntricas de poder y abuso, ha venido señalando que en muchos sitios el colapso ya ha tenido lugar. Es evidente que en este mismo momento la población de Siria, Yemen, Gaza o Somalia sobreviven en paisajes sociales triturados, que pueden ser mucho más duros que el colapso hardcore contra el que se previene el ecologismo más prepper. Como cualquier otro, el debate sobre el colapso es un debate situado. En este caso, propio de contextos políticos en los que la sociedad moderna, con sus desigualdades, nocividades, irracionalidades e injusticias, aunque se perciba amenazada, sigue siendo esencialmente funcional.

Este apunte decolonial es acertado para recordarnos que en ocasiones hasta la angustia es un privilegio. Pero tampoco debería llevarnos a engaños complacientes. Las previsiones del tiempo son malas en casi todas las sociedades y para casi todos los grupos sociales. También para los nadies del poema de Eduardo Galeano. Los impactos de la crisis ecológica son producto de la confluencia entre un shock en las condiciones materiales de existencia y una vulnerabilidad socialmente inducida e históricamente acumulada. Las geografías de la desposesión colonial, aquellas zonas más castigadas por la violencia estructural de nuestro sistema económico y político, no están inmunizadas ante las turbulencias del siglo XXI. Lo más probable es que sean las primeras en padecer las bombas de sufrimiento social que están a punto de estallar. Aunque parezca mentira, incluso lo que ya está mal puede volverse peor. Hasta llegar a Auschwitz o Hiroshima, lo horripilante siempre tiene escalones por los que descender.

¿Cómo se torció tanto el rumbo ecológico de la humanidad? Cabalgando el tigre de los combustibles fósiles nos hemos convertido en la más influyente y a la vez más excedida fuerza planetaria: influimos en todos los procesos socionaturales del Sistema Tierra de un modo más intenso que la circulación atmosférica o la tectónica de placas. Pero no tenemos control efectivo sobre ninguno. Hemos convertido la Tierra en una suerte de macro-efecto bumerán. Sus golpes se reflejan en múltiples indicadores más allá de las emisiones de gases de efecto invernadero: ciclos biogeoquímicos alterados, deforestación, extinción de especies, saltos zoonóticos de patógenos entre especies, pérdida de suelo fértil, escasez de recursos… Nuestras relaciones socionaturales se han convertido en un dado homicida que tiene muchas caras. Pero con atender a la dimensión más conocida de este problema, que es el caos climático, será suficiente para tomarle la medida a nuestros obstáculos y nuestros riesgos.

La propia inercia del sistema climático nos asegura que el siglo XXI será difícil. Los impactos que hoy sufrimos no se conectan con nuestras emisiones actuales. Son un efecto retardado de emisiones del pasado. En el mejor escenario imaginable, aunque mañana mismo, por obra de una revolución milagrosa, nuestras emisiones quedaran completamente abolidas, la Tierra seguiría calentándose hasta el año 2070. Y las temperaturas aumentarían entre 0,2 y 0,3 grados, que se sumarían al 1,1º ya acumulado23.

La importancia de una décima de grado es difícil de explicar. Piénsese que durante la década de los sesenta del siglo XX se registraron seiscientos desastres meteorológicos. En la década 2000-2009 del siglo XXI, cuando la temperatura global aún no había aumentado hasta el 1,1º actual, el quíntuple: 3.222. Pero incluso estos datos palidecen ante el libro Guinness del terror climático en el que se ha convertido el paso de las estaciones desde comienzos de la presente década. En España cada verano, o ya desde bastantes semanas antes del inicio oficial del verano (pues su duración ya se ha extendido seis semanas, como reconoce la Agencia Estatal de Meteorología), hay una suerte de lotería nacional siniestra que sortea unas cuantas zonas catastróficas provocadas por megaincendios, que además arden sobre el líquido inflamable de la política neoliberal de recortes de los servicios públicos de bomberos forestales. Cada otoño esta misma lotería se repite sorteando un par de zonas catastróficas en forma de DANA en la vertiente mediterránea.

Basta pensar unos minutos en este tipo de fenomenología climática perturbadora que ya se ha vuelto común, interiorizar realmente que 1,1º no es ni de lejos nuestro techo de calentamiento, y saber que los efectos de la alteración antropogénica del clima distan mucho de ser lineales para cerciorarse: la vida que nos queda será oscura y llena de abruptas y malas sorpresas. Este tipo de impactos climáticos van a convertir el siglo XXI en una especie de guerra de desgaste contra la base material de nuestra prosperidad. Empezando por el sistema agrícola industrial, cuyo fracaso puede comprometer todo lo demás. Con la industrialización fósil hemos entrado en una de esas guerras de las que no sabemos salir. Una de esas guerras en las que como mucho podemos evitar perder, pero que es imposible ganar.

Para colmo, durante todo el siglo vamos a estar jugando a la ruleta rusa climática. Siempre cerca de activar algunos bucles de retroalimentación que nos puede llevar a la trayectoria Tierra Invernadero: un punto de no retorno en el sistema climático que en unos siglos nos conducirá, automáticamente y con independencia de las acciones humanas, a un planeta con unas temperaturas tan elevadas que asegurarán nuestra extinción. Esta aproximación superficial convencerá a cualquiera de que el siglo XXI es una carrera de obstáculos endiabladamente compleja. Mucho más un camino minado que un camino de rosas.

NO QUEREMOS APRENDER A MORIR EN EL ANTROPOCENO

Kate Marvel, climatóloga de la Universidad de Columbia y del Instituto Goddard de Estudios Espaciales de la NASA, ha impulsado una importante polémica en el debate climático anglosajón al mandar callar a Jonathan Franzen24. Este escritor, colaborador habitual de The New Yorker, ha asumido como inevitable una subida de temperatura de más de dos grados, que nos llevará al cataclismo climático. Bruno Latour, en sus últimos ensayos, hace la pirueta lingüística de reivindicar el apocalipsis. Pero, paradójicamente, para llevar la contraria a los colapsólogos como Servigne y Stevens, a los que considera partidarios de una muy mala religión25. En Seguir con el problema, Donna Haraway apunta a la necesidad de encontrar una tercera vía entre la actitud game over del ecologismo apocalíptico y las fantasías del tecnooptimismo26. «¡Demasiado tarde para ser pesimistas!», grita el ecosocialista belga Daniel Tanuro27, y escribe lúcidos textos contra los colapsólogos que, como premisa para la acción política, llaman a pasar primero el duelo por una sociedad aquejada de una suerte de enfermedad de Huntington civilizatoria28. Julia K. Steinberger, una de las figuras más importantes del pensamiento decrecentista, ha calificado públicamente como atroz un artículo famoso de William Rees y Megan Seibert, que en España tradujo la revista colapsista 15/15\15. En él se pone en tela de juicio el potencial de las renovables para hacerse cargo de una sociedad compleja y se pronostica una drástica reducción de la población humana en el siglo XXI (el artículo fue desautorizado y descalificado, por cierto, por la propia revista que lo publicó)29. Desde trayectorias y coordenadas muy diferentes, en todas partes el ecologismo se rebela. Se multiplican las voces de quienes no aceptan la condición póstuma. De quienes no se resignan a aprender a morir en el Antropoceno.

Las páginas que siguen profundizarán en la siguiente tesis: la dicotomía que opone colapso y normalidad es falsa. Eso que el ecologismo llama business as usual es imposible de mantener. Al menos si queremos seguir siendo sociedades democráticas con un mínimo sentido de la justicia social. Otro mundo es inevitable. Pero al mismo tiempo convertir al colapso en el evento definidor de nuestra coyuntura histórica es científicamente sesgado, teóricamente pobre y políticamente contraproducente.

Colapso y tecnolatría funcionan como una tenaza que aplasta el tipo de disposición colectiva que nos permitiría estar a la altura de la crisis ecológica. Es irrebatible que la sociedad industrial ha entrado en una trayectoria ecológica turbulenta. Estamos abocados a vivir discontinuidades socioecológicas graves. La incertidumbre será nuestro hábitat. Pero, como decíamos Héctor Tejero y yo mismo en el libro ¿Qué hacer en caso de incendio?, en medio de este fuego climático hay razones teóricas y científicas, más allá de las que prescribe el instituto de supervivencia, para mantener la calma, actuar colectivamente y abrir una salida de emergencia viable para llegar a tiempo30. Existen datos y motivos sólidos para no dejarse llevar por el pánico. Este libro profundiza en ellos discutiendo específicamente con los compañeros ecologistas que han convertido el Antropoceno en un meteorito que ya ha impactado y del que seríamos dinosaurios civilizatorios disfrutando de un tiempo de descuento. Una forma bienintencionada y comprensible de confusión ideológica cuyos efectos involuntarios, en este momento crítico, rozan la negligencia política.

El colapsismo, etiqueta que aquí se propone para agrupar y comprender las solidaridades intelectuales y afectivas que comparten estas perspectivas, vuelve al proyecto ecologista políticamente inoperante. Lo capa. Alimenta la dejación de funciones que el ecologismo transformador debería desarrollar. Le impide comparecer en un momento en el que está llamado a ejercer un liderazgo cultural, moral y político decisivo.

Pero nuestra crítica no es solo práctica o política. Es también una crítica epistémica. Contra el colapsismo como diagnóstico distorsionado y distorsionante. El colapsismo, sin duda, apunta a problemas reales con una base científica sólida que no podemos esquivar. Pero sus concreciones no siempre se corresponden con la mejor evidencia científica de que disponemos. Además, estos datos están mal enfocados. El colapsismo sufre una suerte de hipermetropía analítica. Ve bien de lejos. Pero su mirada falla cuando enfoca más cerca, en las distancias cortas del presente y las coyunturas inmediatas. Las conclusiones que extrae de lo que observa son borrosas e innecesariamente derrotistas.