6,99 €
El hombre es esclavo de mil creencias: cree que existe el día de mañana, y jamás se ha movido del aquí y ahora. Cree que existen los problemas personales, cuando todos los plantean y resuelven las circunstancias de la vida. Cree que hay algo así como lo conveniente e inconveniente, sin ver la agilidad con que lo malo deviene bueno y viceversa. Cree que existen realmente las ganancias y pérdidas, como si la muerte no existiera. En definitiva, cree devotamente en su persona, en el muerto, que lo esclavizará mientras viva entre ilusiones. Este es el diagnóstico que hace este ensayo. ¿Cabe una religiosidad que vaya contra toda creencia, que nazca allí donde el alma se ha librado de la imaginación y la esperanza? Para el autor, la auténtica religiosidad sólo puede ser el fruto de la extrema pobreza. El que haya tocado el fondo de sus desengaños y esté ansioso por iniciar la aventura de dar consigo en su cumplida desnudez, encontrará en este libro el aliento de muchos de los hombres que lo precedieron en el hallazgo de lo desconocido, de lo increíble, de lo inmediato, de lo enteramente nuevo y vivo.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Veröffentlichungsjahr: 2013
Vicente Gallego
Contra toda creencia
Hacia lo enteramente nuevo y vivo
© 2012 by Vicente Gallego
© de la edición en castellano:
2012 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Katrien van Steen
Primera edición en papel: Noviembre 2012
Primera edición digital: Diciembre 2013
ISBN en papel: 978-84-9988-190-4
ISBN epub: 978-84-9988-333-5
ISBN Kindle: 978-84-9988-334-2
ISBN Google: 978-84-7245-981-6
Depósito legal: B 27.644-2013
Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
Antes de que tus padres te concibieran, ¿cuál era tu rostro original?
Koan de la tradición zen
Dichoso aquel que era antes de llegar a ser.
El que halle el sentido de estas palabras, no gustará la muerte.
Evangelio de Tomás
I. Ejercicios de atención y afinamiento
Gnóthi seautón: conócete a ti mismo
El ego-vínculo y el yo-idea
Una paloma con una hoja de olivo en el pico
El dinamismo interno de la enseñanza
El objeto de la indagación: lo irreductible
Comienza la búsqueda: conciencia cósmica, la viveza de la Vida
El rumor del nacimiento: la primera de las imposiciones mundanas
La persona: el alma-cuerpo de bagatela. El hombre: el espíritu encarnado
“Yo soy” como única certeza y asiento de gracia
Los límites del discurso científico y filosófico
Sobre los tres estados de conocimiento relativo:
I. Conciencia de vigilia y mundo onírico
II. Conciencia ebria
El sentido de la realidad: la mirada recogida
Entre dos pensamientos, el tiempo hace pie en la vida eterna
La necesidad de los contrastes: pura vida
El mal, debajo del naranjo y de su aroma
Realidad y creación, dos conceptos incompatibles
Reencarnación y resurrección: vanidad de vanidades
El claro espejo de la muerte
Haber llegado a casa, a la consistencia
II. Ni predestinación ni libre albedrío: las cosas son como son aquí y ahora
La libertad, cautiva de las falsas libertades
El punto de quiebra dialéctico del libre albedrío y su punto de sutura
La inocente inmediatez de la realidad universal
III. La práctica espiritual: desoírse y sentarse en la evidencia
El pensamiento aflictivo y la Razón en paz del corazón sincero
Contra la inquietud, un cuartillo de lentejas y dos de filosofía
Gracia y fe: las manos tendidas de la pobreza
La indisciplina como antídoto de pretensiones
La práctica espiritual: prolongar el testimonio
El orgasmo, la carcajada y la experiencia pura
Indagación activa o vía del conocimiento: con la bola de hierro al rojo atragantada
Indagación pasiva o vía de la contemplación: tomando el hierro sobre el lecho de azucenas
Desdecirse y seguir sin decirlo
Rosa blanca de la belleza, dinos tú
IV. Apuntes sobre el estado natural
Con las claras del día, el despertar. Una palabra sobre el corazón del zen: el espíritu mushotoku
La integración de la vivencia: el hombre verdadero sin ubicación ni rango
La autoridad del despertar: más allá del autoritarismo y de las autoridades
Humildad soberana: montar la yegua purasangre
V. El Ser en la Historia: unidad y continuidad de la revelación
Era axial: la sabiduría volcada en las Escrituras
En el Oriente
I. Las Upanisad, la unidad de Brahman-Atman-Prana
II. El budismo, sacarse la flecha sin hacer vanas preguntas
III. La Bhagavad Gita, la Vía sin vía
IV. Taoísmo, la vivaz continuidad contemplativa
En Occidente
Los presocráticos, con un guiño epicúreo y un epílogo homérico
En el Oriente próximo
I. Épica de la salvación: el Pentateuco
II. Lírica de la salvación: los libros sapienciales del Antiguo Testamento
Las dos grandes religiones de nuestra era
I. Cristo: el vivo no-nacido (Cuatro trazos para una relectura de la Buena Nueva)
Homenaje al Padre Nuestro
II. Mahoma: más allá del azufaifo (El Corán: una Escritura esclarecedora)
Coda desde el tercer milenio: una sola es la Voz, la Verdad y la Vida
VI. Dos compases más para seguir cantando
Sobre la única plegaria en sí atendida: el Aleluya. Con una nota desde el silencio que de él nace
Últimas aproximaciones a lo enteramente nuevo y vivo: el rostro original
Debido a que disfraza con la toga del conocimiento lo que en realidad es ignorancia, el ser humano deviene a menudo la más desdichada de las criaturas, la única capaz de engañarse a sí misma y padecer su propia burla. Lo ignoramos todo acerca de nuestra identidad real, pero nos sentimos legitimados para arriesgar juicios a diestro y siniestro sobre el gran espectáculo del mundo desde esa ceguera, que distorsionará cualquier observación. Sin haber resuelto –en perfecta conformidad– la cuestión vital que, desde el frontispicio de nuestra andadura histórica, plantea esa tan célebre como preterida inscripción que presidía el pronaos del templo de Apolo en Delfos, y en la que Sócrates cifró la filosofía: «Conócete a ti mismo», nos aferramos a la cadena de creencias heredadas y comienza el duro arrastre de la vida, pues toda creencia suplanta a lo Real y nos inflige el rigor de lo ficticio. Estas aproximaciones sostienen, y cobran en ello sentido, no que existe –porque este sería un verbo inadecuado aquí–, sino que resplandece en sí misma una sola Realidad capaz de librarnos de ansias y temores; y que esa Realidad, inaccesible aunque no contraria a la razón, puede ser reconocida como propia en la rigurosa desnudez de la conciencia. Todos los credos y sistemas filosóficos, incluido cada uno de los conceptos mediante los que trataremos de invitar a su búsqueda, caen de bruces y no vuelven a erguirse cuando ella se hace presente en nosotros. ¿No merece la pena apartar cuanto damos por sabido –por el mero hecho de habérselo oído repetir al mundo allí afuera– y echar un vistazo inmediato aquí, en nosotros mismos? De otra manera, quizá nos perdamos la más íntima fiesta de la vida.
El hombre es pasto de sus mil creencias: cree que existe el día de mañana, y jamás se movió de su aquí y ahora. Cree que existen los problemas personales, cuando todos los plantean y resuelven las circunstancias de la vida. Cree que hay algo así como lo conveniente e inconveniente, sin ver la agilidad con que lo malo deviene bueno, y viceversa. Cree que existen realmente las ganancias y pérdidas, como si la muerte no existiera. En definitiva, cree devotamente en su persona, en el muerto, que lo esclavizará mientras viva entre ilusiones. Este es el diagnóstico que hace este ensayo. ¿No es la vida en el tiempo, en su espléndida gratuidad, un sueño al fin y al cabo? ¿Es posible que despertemos, reconociéndolo como tal, al fraternal desapego, a esa lucidez insobornable del amor, a la belleza dada? Solo mediante una cabal práctica de vida: Desoírse y sentarse en la evidencia. Pero, para sentarnos en la evidencia, es preciso primero que renunciemos a poseernos, porque no hay entre lo poseído, entre lo pasajero, un pálido vestigio de realidad; y para ello el hombre debe desoír, una por una, todas las pretensiones de la mente, cuya sola posibilidad de perturbarnos radica en su afán de darse forma: Soy de esta manera y de la otra. El que se aviene a alimentar una personalidad ha tomado a su cargo al más caprichoso de los aristócratas versallescos: nunca dará abasto para tenerlo conforme, y sus éxitos y fracasos serán su ansiosa manera de desvivirse. El alma, en su estado natural, en cuanto se recuesta en la franqueza, es señora de sí por la gracia del Ser. Antes de pensarlo, compañero, ¿no estás vivo sin apoyos, vivo en la viveza sin límites de lo radicalmente presente, de lo íntimamente desconocido? Cualquiera que se moleste en mirar verá que su persona –todo aquello que fabula ser– es una bagatela; notará de paso que la vanidad es lo sostenido en vano acerca de uno mismo, y que no hay nada definitivo, fehaciente, entre cuanto afirmamos ser, sino un agotador prurito publicitario; ahora bien, solo el desapego se avendrá a concederle la atención que merece al asunto, pues no es difícil ver quién somos –no hay nada tan sencillo–, sino admitir la Verdad sobre la que se aúpan todas las falsedades. “Desapego”, “desprendimiento”, “anonadamiento”: estas palabras habrán de acompañarnos a lo largo de estas aproximaciones. Entienda el lector que no cabe en ellas un ápice de apatía o indiferencia: son tres rosas rojas que el amor cultiva.
Si nos hiciéramos el favor de ser honestos con nosotros mismos, si lográramos hacer acopio de atención y mansedumbre, tendríamos que admitir que ignoramos de cabo a rabo lo que somos realmente. A no ser que nos obstinemos en defender como real esta identidad utilitaria de humos y cenizas, con lo que continuaremos abrasándonos en un fuego consumido. El primer asomo de sabiduría consiste en confesarnos que no sabemos nada en absoluto. El que esté decidido a averiguar quién es aquel que de verdad alienta y conoce en el hombre necesitará, primero, todo el escepticismo y el valor de los que disponga para tratar de mover un solo milímetro el yunque de las razones aprendidas; segundo, una fe de excepción en la plena hermosura de la naturaleza humana; tercero, sinceridad insobornable en el discernimiento, y, cómo no, amor y humor a partes iguales, sin cuya infantería será incapaz de reírse, ya sin concesiones ni imposturas, de esa imagen tornadiza que hasta ayer reclamara como su única propiedad indiscutible. Irá así –en cuanto advierta que cualquier cosa, en el acto mismo de conocerla, deviene moribunda– hacia lo desconocido, hacia lo enteramente nuevo y vivo; pero no para conocerlo, puesto que entonces estaríamos empantanados otra vez en el bucle de lo caduco, sino para reconocerlo clara y felizmente como lo incognoscible, como la Madre, fuera de la cual no existe más que un lacerante remedo de la vida verdadera.
¿Cabe una religiosidad que vaya contra toda creencia, que nazca allí donde el alma se ha librado de sus dos peores carceleras, la imaginación y la esperanza? La propuesta de este escrito es radical: la auténtica religiosidad solo puede ser el fruto de la extrema pobreza, la que nada ambiciona, la que nada se arroga, la que sabe sin saber y hace de la eterna desposesión su morada de alegría: «Oh muerte, al fin mi amiga, ahora sé, / con lo que soy, con lo que no poseo, / que he llegado a la cumbre que veía, / que en esta luz consiste mi victoria» (Antonio Moreno).
Pensar –conforme se nos ha enseñado– que entre nosotros los hay mejores y peores es la secuela de un miope egoísmo, que se apunta cuanto es regalo de la vida como mérito propio y quiere que compitan la flor del que tuvo que regarla con su faltarle el agua y la de aquel otro al que los cielos se la embeben por haber nacido en tierra de aguaceros. Pero si esta llamada de atención a lo obvio, que es la levadura indispensable para hacer de la convivencia y el afecto algo más que palabras en boca de habladores, no prende de manera espontánea en el corazón de quien la escucha, difícilmente podrá encenderla en él razón alguna. Cada uno de nosotros cumple con una función delegada, porque no elegimos cuna, físico, carácter ni inteligencia; y el que desprecia a los que sitúa por debajo olvida que, sin ellos, no tendría dónde apoyar su altanería. Los rasgos que tanto estimamos en nuestra persona apuntan por contraste, y eso debería movernos a amar, como a nosotros mismos, a quienes nos hacen la pantalla. Ni los excrementos huelen mal cuando son propios. Procurar ir sacando a más clara luz los vislumbres que apoyan este reconocimiento sanador de la unidad –casi siempre ignorado por los hombres– será el primer y último propósito de este escrito, el cual aquí se pone a los misericordiosos pies de Amor, quien lo informa y ordena. Es posible que los especialistas se escandalicen pronto al vernos acoger en esta nave, para ponerlos a remar todos a una, a filósofos y a místicos, a poetas y textos vivos; pero no nos constreñimos con especialidades, y en este buen viaje de retorno a lo común, mil veces emprendido y coronado, no dudaremos en valernos del impulso de quienes siguieron al único lucero –conscientes de hacerlo o imantados– desde cualquiera de los siete mares.1 Y es que, realizada la unidad aguas adentro, se verá que el penar y el morir quedan muriendo en las afueras. Sin embargo, aunque no fuese así, aunque no fuéramos uno en esencia y acto como lo somos, ¿no valdría la pena que volcáramos el corazón en el empeño de lograr sentirlo de ese modo, ya que lo que acogemos en el interior nos obliga a ser tal y como nos concebimos, felices o desventurados? ¿Es que existe otra manera de amar sin poner un pie en la siempre desgarradora hipocresía? No vive quien no ama. Y no ama, pues solo se arrima a su taimado interés y no al corazón del otro en pura identidad lúcida y amante, el que no alcanza a reconocerse uno con la Vida y con los vivos.
La unidad es un concepto de sangre azul. No se puede discutir su nobleza. En cualquier lengua –en el entendimiento, pues, del ser humano– se maneja este concepto como timbre de excelencia, pues enaltece toda clase de objetos de los que se predique sin quedar nunca rebajado por el posible cariz negativo de estos últimos. Si el sentimiento epidérmico de unidad, ese que enfrenta un grupo a sus adversarios, es capaz de poner la nota bella, solidaria, entre quienes se muestran decididos a acabar con sus enemigos, ¿qué no hará con la entera plaza de la vida cuando, al tocar su fondo, emerge en el alma como certeza cósmica?
El ego le es tan necesario al hombre como su respiración, y se hace cargo limpiamente de sus funciones: nos permite reconocernos y gozarnos los unos de los otros, abriéndonos a la extensión del mundo y a su aventura de multitudes. El ego no es, como a menudo se lo ha estigmatizado, una tara que avergüenza a los ignorantes; fija en el individuo la presencia del Espíritu, del sujeto cognoscente. Sin embargo, al atribuirle a la persona la propiedad de la conciencia, y por tanto el Ser, elevamos un objeto a la categoría de axis mundi, perdiéndonos así para el goce íntegro del mundo. El mal que pondremos en cuarentena no es el ego, sino su patología, el egoísmo. El hombre es Espíritu, alma y cuerpo desnudos; pero el olvido del primero lo encierra en la mente propia y lo enfrenta a la otredad.
Una cosa es el ego, ese vínculo consciente entre el Espíritu y la forma que nos permite percibir y apadrinar un cuerpo para atender sus necesidades; y otra, muy diferente, el yo-idea o ego-actor, al que también nos referiremos aquí como persona en el sentido de una personalidad construida por y en el pensamiento, y precisamente a tenor de la actividad desarrollada por el ego-vínculo. Si este se constituye como punto franco de engarce consciente con la Inteligencia cósmica y expresa su dinamismo en un organismo específico, el yo-idea es el error que nos obliga a percibirnos como seres separados del Ser y nos atribuye la propiedad personal de las acciones. El primero es el que toma a su cargo cualquier tarea y la resuelve, pues su naturaleza es la pura actividad, ya sea intelectual o física, al ser conciencia en movimiento; el segundo únicamente crea problemas teóricos, pues la suya, su antinatural naturaleza, consiste solo en una inútil maraña de suposiciones. El corredor de fondo y el lector vocacional, mientras la desatención no los haga víctimas de trayectos mentales y de páginas mudas –ya que podemos correr y leer como condenados sin escapar de nuestras ligaduras psíquicas–, no son diferentes del acto mismo de la carrera o la lectura. Será fácil verlo en el animal: su conciencia propia no está separada de sus funciones por una imagen pensada que se adjudica el esfuerzo y su resultado. El animal es limpia energía consciente en sus seguras respuestas. Al actuar asimilado a la Mente única, sus acciones y reacciones no hacen cola en el negociado de la mente pensante solicitando el visto bueno de un yo-idea lleno de prejuicios y vacilaciones. Dice el Zhuang Zi: «Sólo el animal actúa según el cielo»; y Yahvé, el Ser, le recordaba así a Job su gobierno universal: «¿Cazas tú la presa a la leona? ¿Has asistido al parto de las ciervas?». Este cuidado de la Mente cósmica es la eficacia de la savia alimentando cada brote, el picado del halcón, el relámpago del pez y de la ardilla, la ciega puntualidad de la cosecha.
Dersu Uzala, el humilde, el entrañable habitante de la taiga siberiana que protagoniza esa magnífica película –que lleva por título su nombre– de Kurosawa, llama “gente” a sus amigos los animales. El ego-vínculo, cuya simplicidad permite que el perro atienda cuando lo llamamos por un nombre, es en todos nosotros, humanos y animales, la única y verdadera Persona respetable, la que merece trato de don, pues se trata del Ser universal haciéndose consciente –en incontestable sencillez, sin favoritismos– en cada una de estas formas a las que dota de sensibilidad. Él es el dadivoso, el que activa los cinco sentidos con los que se regalan las criaturas. Es el “Yo soy” en nosotros, fuente del vigor; el padre, sin mácula de opinión, de toda inteligencia. Gracias le sean dadas a este necesario ego-vínculo –que nos insufla comprensión y energía vital–, y procuremos desvincularnos cuanto antes de las contradicciones y miserias del yo-idea o ego-actor, que bien lo agradecerá nuestro Sí-mismo.
Lo que suele entenderse al hablar de “ego”, nosotros lo denominaremos el “yo-idea”, pues es palmario que todo cuanto afirmamos ser, partiendo de la base respetabilísima del cuerpo –si bien no definitiva, ya que nuestro último cimiento vive más hondo–, se reduce a una asociación caprichosa de conceptos. Pues bien, debido a que don yo-idea es legión, aunque nos parezca soldado de los nuestros, no hay manera de establecer la paz con nosotros mismos desde ahí. Las grandes tradiciones sapienciales han cargado contra el pobre fantasma con la antorcha de la Verdad en la mano, y casi cualquiera lo hará responsable de gran parte de sus dichas y penas. Ahora bien, lo que ocurre con las cosas que no existen es que no pueden causar efectos reales, y este es el campeón de los inexistentes, pues basta molestarse en buscarlo con franqueza para que él se declare un rumor infundado, arrastrando en su caída toda duda, contrariedad y creencia. Ese prestigio del que abusa el yo-idea se basa en que nadie le exige concreción, y así podemos seguir fabulándolo como deseemos. En cuanto estemos decididos a acorralarlo, don yo-idea se revelará como el humilde ego, el yo sin más pretensiones, la ventana sin marcos de la conciencia que a todos nos es común en su desnudez original. Todo esto es evidente, y no hay en ello un falso yo, aunque haya que verificarlo.
Estas aproximaciones solo tendrán una oportunidad de resultarle útiles al que sienta esa necesidad de rendirse, a cualquier riesgo y coste, a las obviedades que trataremos de subrayar; pues, si da en el fondo pedernal de cualquiera de ellas, las demás acudirán a prendérsele con la chispa de la primera y todo lo verá bajo una luz más viva. «La pregunta metafísica debería plantearse de tal modo que quien pregunta esté incluido en la pregunta, es decir, que esté cuestionado en ella», establece Heidegger. Únicamente cuando la conciencia de la caducidad de todo se convierte en el aire que respiramos, y la sentimos como el marco en el que se desdibujan cada uno de nuestros actos y razones, estamos por fin preparados, al darnos por perdidos, para que lo verdadero nos tome la vez y pronuncie en nosotros su palabra de vida, su “Yo soy”. Querido amigo lector, no te importe si al principio no entiendes alguna de nuestras reflexiones, puesto que repetiremos lo esencial de mil y una formas para que vayas familiarizándote con el asunto. Sé paciente, quédate un rato con nosotros por si aquí sonara una frase, algún silencio, que pudiera ayudarte a encontrar razón tuya y cumplida de ti.
Negarle al hombre la trascendencia, su dimensión absoluta, sin investigar a fondo el fondo de uno mismo, supone haber aprendido a entornar los ojos frente al misterio inabarcable que nos está demostrando ser la vida en todas y cada una de sus manifestaciones, e implica peor pérdida que la que parece sobrevenirnos con la venidera muerte: la de nuestra disposición niña para la apertura frente a lo que las autoridades mundanas califican de increíble, que no es aquello de lo que no pueda hallarse constancia, puesto que tantos atestiguaron su vivencia de unidad con lo Infinito, sino solo lo que a la mayoría le cuesta –desde siempre, y hoy día todavía más– admitir al menos como hipótesis a examen; y esto por no encontrárselo regalado en esa misma mano que apartan del encuentro. La actual estructura social, trabada sobre un chato mercantilismo consumista y confundida por el culto a las minucias contables y negociables, nos ha atrofiado el sentido de la gratuidad y de lo ilimitado. Al que afirma, sumiso al sistema, que el hombre se reduce a su psique y su presencia orgánica, convendría preguntarle el motivo de su aburrida teoría, porque, si no puede probarse, con prueba de ordinario, nuestra dimensión extraordinaria, tampoco se ha probado que seamos solamente hueso y transcurso y desazones. «El escepticismo no es irrebatible, sino manifiestamente absurdo, cuando quiere dudar allí donde no puede preguntarse. […] En verdad, lo inexpresable existe. Se muestra, es lo místico», argumenta Wittgenstein en su Tractatus, distinguiendo entre cuanto se resigna a ser dicho y aquello que solo puede ser mostrado. No alcanzará a saber lo que alienta en lo más profundo de sí el que vive volcado sobre sus papilas gustativas, confundiendo el sabor externo y particular de cada cosa con su más íntimo y común significado. Si consentimos un solo presupuesto a la hora de indagarnos, nos hemos amarrado a una estaca, y el alcance del análisis se limitará al que le permita la corta correa de ese axioma, que tomamos prestado de la trapería donde se amontona el cartonaje inservible de lo consabido. La enseñanza que apunta a lo inefable deberá contentarse con el recurso a la aproximación, es decir, deberá repetirse, ensayar nuevas maneras de ofrecerse, porque la comprensión brota en un instante atemporal, y un repentino matiz en la exposición del tema único puede propiciar el estallido de la mente.
Toda búsqueda de placer y posesiones está enmascarando un anhelo más profundo: «¿Es que hay algo más hondo que la vida? / Más hondo que la vida, sí, más hondo» (Templo sin dioses, Cesar Simón). El hombre, al quedar seducido por los objetos que refleja en el tiempo su conciencia intemporal, se ve empujado a apropiarse de miles de baratijas antes de llegar a sospechar lo que verdaderamente le corresponde y prueba. Todos esos presentes que se le ofrecen, envueltos en los más vistosos celofanes, están vacíos. El gozador, por supuesto, lo ignora; pero no tardará en descubrirlo si persiste en fruir y en acumular a toda costa. ¡Un bocado más y estaré lleno! ¿Es que hay dulce capaz de saciar la dependencia del azúcar? Nadie establece la satisfacción por el sistema de aplacar cada uno de sus apetitos; aunque algunos se han masticado lo suficiente como para vaticinar el resultado al que reconduce cualquier digestión: hambre de nuevo. En nuestro ardiente mundo apasionado, la tibieza no acertará a conducirnos a ninguna parte. Sin embargo, el que viva con coraje y se entregue a su avidez –ya sea esta de logros mundanos o dignidades espirituales– sin perder el sentido crítico para con los resultados, más tarde o más temprano se encontrará al final de todos los caminos sin haber visto ni de lejos esa dicha duradera a la que aspiraba.
«El deseo es la esencia misma del hombre», escribe Spinoza en su Ética, y como esta insatisfacción no halla su paliativo en el nivel de lo creado, el hombre atento acaba por volcar todo su ser en una pregunta radical. Y cuando esta queda formulada sin ambages, la respuesta viene dada en ese mismo preguntar que cuestiona toda ganancia. Si la dicha dependiera de factores externos, los ricos y aclamados serían los mortales más dichosos. Observando que eso no es así, nos empeñamos en buscarla a pie de mundo sin encontrar el día de detenernos para verla posarse allí donde menos se la espera: sobre nosotros mismos cuando se aquieta el ansia de fortuna. No hay duda, el que la echemos tanto de menos indica que la plenitud es nuestra naturaleza esencial, y que pervive en nosotros la reminiscencia de su sabor entero, pues nadie añora así lo que desconoce completamente. En el sueño profundo, cuando prevalecemos al margen de todo objeto, reina un bienestar sin límites. Durmámonos frente a todas las cosas, lo cual implica ni reverenciarlas ni despreciarlas, tomándolas tal y como nos toman, y esa paz será el lecho sobre el que descanse también nuestra vigilia. ¿Es quizá un perturbado el que un buen día se atreve a poner en duda sus más rancias convicciones personales, el que repara en su conflicto y procura hallar puente de plata? Quien guarda silencio interno y deja de encerrarse entre los límites de su imagen mental, decidido a descubrir si hay una manera de conocerse sin morder el anzuelo del nombre y la forma, ha contraído un tipo de locura que, de entregarse a ella, acabará por librarlo de todos sus desatinos. «Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que pueda imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey; que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra», le dice, radical y sin parar en sustos, don Quijote a Sancho, sugiriéndole que no es en su imagen personal, en el porquerizo, donde tiene su ser. Y Cervantes –que declaró al Quijote «un hijo del entendimiento», y que añadió: «Aunque parezco padre, soy padrastro»– escribía en el Coloquio de los perros: «La humildad profunda basa sobre quien se levanta todo el edificio de la bienaventuranza». Ser humilde es no ser nadie, para que todo sea felizmente.
No decidimos convertirnos en buscadores de la Verdad, nos sorprendemos buscándola, pues la búsqueda es el proceso por el que la conciencia impersonal, que se identifica en exclusiva con cada una de las formas humanas que en ella percibe –cuando es el fundamento sin forma de todas–, niega la suficiencia de la persona y actualiza su primacía ontológica. El que no se ve llamado a desvelar este misterio del nacer y el morir; el que, mejor o peor, vive en su realidad, pero sin cuestionársela jamás de cabo a rabo, será frecuente que se ofenda cuando se le sugiera que todo lo que piensa ser, y ese mundo que han creado por igual su imaginación y su credulidad con respecto a cuanto le inculcaron los demás acerca del mundo y de sí mismo, podrían ser demostrados, tras un honesto examen, el producto de un atávico error de perspectiva. A una persona así –sin que asome en ese “así” el más mínimo matiz peyorativo– no le será posible escuchar la advertencia del sabio, aunque la oiga, porque estará demasiado preocupada defendiendo las que de antemano considera sus posesiones privativas. Sin embargo, aquel en quien ha prendido el pábilo de la pesquisa no podrá más que arriesgar esa parte personalizada de su alma en el empeño de esclarecer el significado inequívoco del pronombre “yo”. Arrastrado por una corriente irresistible, revoloteará alrededor de su propia vela hasta que el fuego del conocimiento devore todos sus pareceres y lo prepare para renacer en la única certeza que ya no depende de las opiniones, la de ser: «Qué ciego estuve, habiendo como hay / tanta luz, tantos signos / que en todo instante la verdad nos dicen. / Hay que abrir bien los ojos para ver, / aguzar el oído / para oír lo que importa. / Cada vez se apodera / de mí con más pujanza y más dulzura / la certidumbre de que sólo hay vida» (La certeza, Eloy Sánchez Rosillo).
Durante las primeras etapas de la indagación, el hombre que se sorprende raptado por la búsqueda de la Verdad debe estar pronto a vencer toda resistencia, pues se verá inmerso en una guerra contra su peor inquilino, su persona; y contra quienes intentarán advertirle, con su mejor voluntad, que su manía de cuestionar todo lo convenido podría apearlo de su sano juicio. Contésteles el que empieza a desperezarse: «Por esta calle nunca pasa nadie. / Me haré rico» (Jesús Aguado). Dice el Cristo, la conciencia una: «No he venido a traer la paz, sino la espada», la espada del discernimiento del buda Manjusri. Cuando este mundo descubra tu universal determinación indagadora y empiece a temblar y a rogarte: «¡Cuidado, que te estás obsesionando!», no te amilanes ni sientas vergüenza; dobla tu porfía, obsesiónate por tu Bien –que es idéntico al suyo– con la misma intensidad con la que te entregaste a cualquiera de tus obsesiones, y muy pronto encontrarás en tu corazón los primeros indicios de lo Real, que harán palidecer esa realidad en que fiabas. El del buscador no es un interés entre otras inquietudes, es una urgencia hiriente que aplaza la endogámica generación de los menesteres hasta que se tenga constancia de a quién le surgen todos. Sepamos antes quiénes somos al margen de los modos en que nos concebimos, y veamos después si quedan ruegos y preguntas.
En todo hombre late la exigencia de eternidad y beatitud, pero muy pocos secundan a su loco de infinito. La búsqueda de la Verdad no es una aventura a la medida del pusilánime. El que se sienta a ella dispuesto se encontrará, más tarde o más temprano, con la necesidad de hundir la barcaza a la deriva de las razones heredadas, aligerarse hasta el duro hueso de toda prenda y afrontar desnudo una travesía a nado en pos de una tierra prometida que ni siquiera consigue distinguir con claridad desde el sitio en que bracea. El buscador ha visto volar una paloma con una hoja de olivo en el pico sobre las asfixiantes aguas conceptuales.
Grandes maestros, como el buda Sakyamuni, Krishnamurti o Nisargadatta Maharaj, han desaconsejado la sujeción a cualquier autoridad doctrinal, negando la utilidad de tal actitud en la búsqueda del Sí-mismo. Y no les faltan razones, ya que todas las tradiciones sapienciales, en cuanto se codifican e institucionalizan, tienden a presentar la Verdad, ante quienes no son capaces de profundizar, como un objeto de conocimiento: la verdad budista, la islámica, la cristiana, la estoica, la taoísta, y así sucesivamente. Esto es inevitable, como lo es que el pescador de perlas deba sumergirse, mientras el de caña pesca peces en el mismo océano. No será, pues, culpa del mar, que nos ofrece peces y perlas, el hecho de que unos se conformen con el pescado, dejando la auténtica riqueza para aquellos dispuestos a asumir el riesgo de adentrarse en aguas profundas. Jesús dijo, alto y claro: «Yo soy la Verdad», y no «yo soy todas las verdades que conforman el cristianismo». Sin embargo, esas verdades –que no deberíamos confundir con la totalidad de los dogmas eclesiásticos, y menos aún con la Verdad, respecto a la que constituyen vías de acceso– nos han sido legadas con una factura literaria excepcional en uno de los textos más conmovedores de la Historia de la Cultura, los Evangelios; eso sin insistir en los preciosos escritos de los sabios que se expresaron al calor de la misma tradición. El legado escriturario de las diversas tradiciones –sobre esto no le cabrá duda a ninguna sensibilidad educada– tiene valor propio: es un tesoro de bellezas al que este escrito no quisiera renunciar –descalificándolo en bloque– en aras de una inmediata liberación de todo condicionamiento. Es precisamente del condicionamiento de lo que procura emanciparnos la enseñanza de Jesús –quien no dudó en oponerse al legalismo cuando lo estimó necesario–; al igual que la de Sakyamuni, Krishnamurti y Nisargadatta, quienes no han conseguido, gracias a su veracidad, escaparse de pasar a engrosar las filas de esa tradición primordial y universal a la que se ha llamado “filosofía perenne”. Estas aproximaciones, que desde su inicio asumen los límites del lenguaje al que se ven sujetas en su intento de compartir lo Real, no quisieran verse también limitadas en cuanto a lo que en ellas será canto, celebración de la diversidad, la profundidad y la hermosura con que esa Realidad nos ha abierto los brazos a través del testimonio de quienes la reconocieron suya en la rigurosa negación de sí mismos. En este aspecto jubilar, únicamente nos rendiremos ante las limitaciones obvias, pues no es solo que no podamos abarcar todas las tradiciones merecedoras de un homenaje, sino que ni siquiera podremos homenajear como merecen, con mayor detenimiento, aquellas a las que les dedicaremos una especial atención. No conocemos la tradición que no proponga una vía de progreso. El mismo zen, tan directo como radical, sienta a meditar a sus iniciados hasta que se abra paso en ellos la vivencia inmediata, la cual niega la necesidad de toda tentativa dirigida a alcanzar la naturaleza propia. Este escrito da por sabida la letra, a la que recomienda guardarse de entronizar, y se esmerará en exponer el espíritu de algunos de los textos más significativos de las diversas tradiciones, que a menudo ha sido sepultado por la intransigencia y la ceguera de los tradicionalismos. ¿No sería más fácil partir de cero, como han hecho legítimamente algunos maestros? Quizá, pero no es eso lo que aconseja la gratitud, y, por otra parte, podríamos partir de cero a cada instante si entendemos desde el principio que nada de lo entendido será la Verdad, permitiéndonos así gozar de la belleza de la palabra de los sabios sin confundirla con la sabiduría.
De entre todos los humanos personajes, el más divertido es ese que se ve obligado a posar de maestro, ya que es el único que sabe a ciencia cierta que, en última instancia, no hay sabios ni ignorantes, pues lo único que existe de por sí y en sí, siendo infinita, es la conciencia, que alimenta todas nuestras capacidades intelectivas-sensitivas y que no deberíamos confundir con el cociente intelectual, que no es sino uno entre sus innumerables desarrollos. Así, cualquiera que haya visto un árbol es su propio maestro, pues, en el desplazamiento que implica todo conocer, luce en el trasfondo lo inmutable: la conciencia pura que lo permite sin quedar modificada por ninguna adherencia conceptual. Y como este es un hecho que se anticipa eternamente a cualquier razón que lo discuta, el gran Maestro no es otro que el silencio consciente, nuestro Ser. Sin embargo, ese silencio, puesto que está vivo y es amor, inteligencia entera, hablará para ofrecernos su morada; y así, en el momento en que arrecie en el hombre la necesidad existencial de luz y guía, el Maestro adoptará la forma más adecuada para realizar su servicio en esa extensión del Alma universal. Pero la forma del Maestro no se limita al vehículo de la palabra hablada o escrita. La forma del Maestro es la enseñanza, y es así la de cada experiencia en el juego de la vida. El Maestro nos trabaja representando el papel de amigo y enemigo: se pone todos los disfraces, el del éxito, el del ansia, el del miedo, para irnos desengañando; el Maestro es la vida, y al final reparte el comodín del olvido. ¿Comprendéis?
Al cabo, la idoneidad, la seriedad del discípulo pesa más que la de su guía, pues puede bastar donde no bastarían mil eones de discursos. Ramana Maharshi tuvo a la montaña Arunáchala como perfecto y único gurú, y pronto se vio libre: «Dios, Gurú y Sí-mismo son sólo diversas formas de una sola realidad. Mientras usted piensa que es un individuo, usted cree en Dios. Al adorar a Dios, Dios se le aparece como Gurú. Al escuchar al Gurú, Él se revela ante usted como su Sí-mismo». Querido lector, si un buen día te sorprendes dudando empecinadamente de cuanto antes diste por sentado, sabe que no eres tú quien se para y considera: el dinamismo interno de la enseñanza empieza a trabajar en ti, te ha señalado. El que se expone a esta enseñanza, aunque sea por un minuto, dejando aparte todo recelo y presupuesto; el que llega a escucharla y vislumbra su franqueza, ha sido herido –en un descuido de su escolta mercenaria– por la espada del Espíritu, por el filo de la Verdad y la Belleza, y se encontrará libre de sí tarde o temprano. De hecho, como puntualiza la maestra de Vida Consuelo Martín en una introducción detallada e iluminadora a la filosofía advaita, en su ensayo titulado Conciencia y Realidad: «El desapego, la renuncia, tan empleados en la ascesis religiosa de todas las tradiciones, incluyendo la cristiana, no serán necesarios en esta vía. Porque, el que descubre lo falso como falso, no necesita ningún esfuerzo para separarse de ello. Lo falso, lo irreal, se desprende por sí mismo de aquel que le aplica la luz del discernimiento». Quede claro desde el principio: Todo esfuerzo supone ignorancia de la plenitud presente; no se trata, pues, de renunciar a nada o de alcanzar algo, sino simplemente de comprender, de ver las cosas como son.
«¿En qué hombre sincero, o en qué texto cabal encontraré a mi maestro?», se pregunta el que ha decidido ajustarse a lo esencial. Es preciso estar alerta para distinguir a veraces de autoproclamados, pues ambos afirmarán su autenticidad como la afirman, ante la mirada del inexperto, la réplica y el cuadro original. El buscador, al principio, está obligado a examinar la doctrina que se le propone. Y es bueno que así ocurra, porque no deberíamos fiarnos de la palabra de nadie sin escucharla antes con tan perfecta disponibilidad como espíritu crítico; y por este preciso orden, ya que, si alguna parte de la conclusión se antepone a la auditoría desprejuiciada en forma de prejuicio, no habrá modo de que huyamos nunca de nuestra obcecación. Calibraremos la coherencia de la doctrina y mantendremos la vigilancia hasta concluir que su expositor no enmascara ningún tipo de interés personal al adelantarse para compartir el conocimiento. Aunque será solo la gran corazonada, y no ninguna conclusión racional, la que barra toda desconfianza de nosotros, convirtiéndonos en iniciados. En el patio de las voces habla una que no miente. Y no será difícil distinguirla, porque viene a coincidir con la que más nos cuesta y duele escuchar. Esa voz nos recuerda nuestra menudencia y nos invita a doblar la rodilla. El que nos saca a relucir las vanidades no engatusa a aduladores, aunque termine por hacer amigos verdaderos. Así pues, el maestro encargado de dar fe, entre los que enseñan en este mundo, no intenta formar parroquia para ser pontífice, sino que intentará instalarnos cuanto antes en ese nivel de certeza del que no se retrocede, para enseguida dejarnos a solas con nuestra creciente luz. El maestro riguroso no fomenta la pereza espiritual de sus acólitos, el clientelismo, pues sabe que cada cual debe hallar su lámpara interior; y así nos empujará hacia lo profundo, donde aguarda el Maestro supremo, el único capaz de tomarnos por entero para elevarnos sobre nosotros mismos. Tras ese abrazo de la sabiduría sin forma, principio ni fin, ya no hay manera de dejarnos acosar por nuestros fines, ni mundanos ni espirituales. Y nadie puede dejar de reconocer su abrazo, pues es el de lo desconocido, el de lo enteramente nuevo y vivo. Su signo en nosotros es la seda: un tacto maternal que envuelve las cosas y las depura de toda asperidad. Su obra es el silencio: la casa del alma embebecida más allá del origen.
Es del todo indispensable acabar de dudar alguna vez, si es que aspiramos a incorporar lo que no admite discusión ni se deja ver sino en la plena certeza de nosotros mismos: «El hombre puede ser un escéptico sistemático; pero entonces no puede ser ya ninguna otra cosa. Y ni siquiera un defensor del escepticismo sistemático» (Chesterton). Ahora bien, esto es clave: no se trata de creer en Dios –pues un Dios en el que alguien cree no será nunca el verdadero–, sino en nuestra capacidad para terminar de necesitarlo definitivamente al dar en nuestro interior con la increíble vivencia de lo Incondicionado. En un libro excepcional, Mente zen, mente de principiante, que ofrece las charlas informales del maestro Shunryu Suzuki, leemos: «Descubrí que es necesario, absolutamente necesario, no creer en nada. Es decir, tenemos que creer en algo que no tiene forma ni color, en algo que existe antes de que aparezcan todas las formas y colores. Este es un punto muy importante. Independientemente del dios o la doctrina en la que creas, si te apegas a ella, tu creencia estará basada en una idea egoísta”. Para rendir la última de las dudas y seguir al que os recuerda que no sois nada, pues todo llega a ser en vosotros, solo ha de valeros el consejo del corazón anonadado: prestadle oídos.
Pero, en este asunto de la calidad inefable de la verdadera fe, debemos cederle la palabra al poeta verdadero. Escribe César Simón en un poema precisamente titulado Fe:
Tú ¿qué crees entonces,ocioso de la vida a la que abrazas?Creo, ya lo habré dicho, en la belleza,mas no entendida carnalmente.Creo, con fiebre y con ardor,en nada.
Aclarémoslo enseguida: Respetando amigablemente la palabra de ambos, donde el creyente dice que Dios existe según su creencia y espera salvarse como individuo en pago a sus méritos, estas páginas lo niegan; e igual harán donde el ateo, al creer que no hay posible trascendencia en el hecho humano, lo idolatra; porque solo el que llegue a ver que Dios y el mundo alimentan idéntico engaño, si se los establece como fundamento de ganancias personales, sacará los dos pies del negociado de las presunciones, que nos abruma con trabajos, ya persigamos el dulce en la tierra o en el cielo. Ateos y creyentes caen seducidos por el premio: el de este mundo, el del otro; y así, en lugar de buscarse a sí mismos, se pierden entre falsas esperanzas en sus capillas particulares.
Volveremos sobre esto de muy diversas maneras, puesto que constituye la orientación correcta de toda búsqueda sensata de lo Real, pero adelantaremos ya que la realidad que demanda ser probada, al carecer en sí de su razón suficiente, es la de la persona y no la del Ser. Si comenzamos por ahí, pronto, muy pronto nos veremos libres de toda duda, siempre que la sinceridad –el acto de consentir en ver lo evidente, lo que de inmediato se declara a los ojos del que inquiere con hondura– se abra paso en nosotros a la par que la evidencia. La evidencia es que el yo-idea no resiste ni el primer asalto de un intelecto ecuánime, del Espíritu en nosotros. Y a partir de esa rendición a lo obvio –en cuanto lo falso es reconocido como tal–, el resto del camino se anda solo. Vino y rosas, la senda del veraz.
Muerto el egoísmo, ese matiz que es el individuo deja de vivirse como un absoluto, y lo Absoluto se aposenta y vive por entero en cada uno de sus matices. «La realización de la identidad última, lejos de suponer la negación de lo relativo o la evasión frente a ello, es la máxima vinculación con lo relativo: la vinculación con todo desde el corazón de todo, y la certeza de que el despliegue de ese todo es el propio Sí-Mismo en su expresión. La no-dualidad no excluye el mundo de la dualidad. El verdadero silencio no ahoga la palabra. La verdadera paz no excluye la lucha, sino que la transfigura en danza», enseña Mónica Cavallé en La sabiduría de la no-dualidad, un libro esclarecedor.
Nos medimos con el prójimo –cosa que únicamente puede intentarse desde una particular escala de valores y amagando las ventajas–, cuando habríamos de medirnos con el fuego, ya que esa es la manera infalible de reconocernos como iguales; el más urgente entre todos nuestros proyectos nunca emprendidos, pues el que ve la unidad destierra la ilusión de los límites. El maestro Eckhart ubica nuestro ser donde nos perdemos de vista al darnos suelta de esta hermosa manera: «Cuando se dice “hombre”, esta palabra quiere decir también algo que está por encima de la naturaleza, del tiempo y de todas las cosas que están sujetas al tiempo o que nos saben a tiempo; y lo mismo digo en relación al espacio y a la corporeidad» (Tratados). Este será, por fin, el fruto de la búsqueda: trascender, mediante la remoción de todo hábito discriminatorio, el dualismo entre ser y no-ser, entre yo y el otro, entre tiempo y eternidad, para permitir así que la Realidad autoevidente haga con nuestros miedos y ambiciones lo que hace el beso de una madre con la mala noche.
Para comenzar guiándonos por las certezas, el lector nos concederá que el hecho de percibir es innegable, y que aquel que percibe y lo percibido aparecen superpuestos al fenómeno simple de la percepción, están sometidos a los errores encadenados y solo toman cuerpo como consecuencia del aprendizaje. Vivimos en un mundo donde los espejismos no solo se producen en el desierto, sino que constituyen a las mismas personas. Escribe Pessoa: «Cada uno es mucha gente. / Para mí soy quien me pienso; / para otros, cada cual siente / lo que cree, y es yerro inmenso». Que hay conocimiento lo prueban estos versos que acabamos de citar en cuanto están siendo concienciados. La disposición que haga de su lúcida advertencia cada comprendedor dependerá de una multitud de factores, entre los que la seriedad indagadora y la perseverancia en el rechazo de criterios sesgados bastarán para inclinar muy pronto su balanza del lado de lo irrefutable. Si no hay duda de que un árbol es un árbol –y aunque un árbol no sea solo un árbol, sino la plena constancia del Ser–, la persona es la ilusión que opaca al hombre. Cuál sea la naturaleza propia del sujeto y el objeto en el acto puro de conocer, puesto que en fulano y en mengano brilla por su ausencia, es cosa que nadie determinará sin arriesgarse a lo peor, a ser determinado por la inercia de aferrarse a un modo de fabular lo percibido. ¿Tiene esta fábula fundamento? Según establece el maestro Nisargadatta Maharaj en Yo soy eso –una de las recopilaciones de sabiduría oral más asombrosas publicadas en el pasado siglo–, el observador y lo observado no emergen sino al amparo de la observación; son, pues, los atributos de esta y no su causa. La observación precede a todas las fórmulas mentales que procuran distinguir entre aquel que semeja atestiguar y lo que está siendo atestiguado. Lo cierto, validémonos en ello, lo propone esta bella reflexión del maestro: «La conciencia en sí contiene toda experiencia, pero quien mora en ella está aún más allá de lo experimentado, está más allá de la propia conciencia. El amor dice: “Yo soy todo”. La sabiduría dice: “Yo soy nada”. Mi vida fluye entre ambos. Y, puesto que en cualquier punto del tiempo y del espacio, soy tanto el sujeto como el objeto de la experiencia, lo expreso diciendo que soy ambos, que soy ninguno y que estoy más allá de ellos» (Nisargadatta Maharaj).
Cuando aquí se lea “conciencia”, o “conocimiento”, aunque no añadamos que se trata de conciencia pura, viva, entendemos “conciencia cósmica no-dual”. Conciencia pura y viva porque solo su viveza, su atención ecuánime, logra realizar lo más sutil, es decir, reconocerse a sí misma como el núcleo inalienable de la vida universal. Las aproximaciones que siguen no harán más que intentar aislarla de toda adherencia formal y discursiva.
La dualidad, requisito necesario para la percepción, nos permite distinguir las cosas por medio del contraste; el dualismo, que es obra de la educación e impregna el hecho lingüístico de proa a popa –con lo que estas palabras no escaparán a sus salpicaduras–, nos inclinará a confundirnos con uno entre los innumerables objetos percibidos. Sobre nuestro ceñido y calmo primer sabernos, sobre el ajustado sentido de presencia que nos torna conscientes como la simple atención que posibilita los tiempos y los casos, sobre el tejido sin costuras de la Vida en sí, aparece el cosmos, donde zurcimos nuestra identidad relativa con el hilo que nos prestan los mayores al inculcarnos sus patrones de observación. Como secuela de esta actividad discriminadora que ejercemos sobre el cuerpo unitario de lo manifestado, el Ser queda puesto en el mundo bajo la apariencia de cada una de las criaturas. El Ser es un concepto que emplearemos para referirnos a la subjetividad original, a la primera determinación de lo Absoluto, que, si en su mismidad sin segundo prevalece siempre al margen de toda relación, en la ilusión de lo relativo incluye, y por eso mismo trasciende, la totalidad de los caracteres ostensibles. La persona se proclama el sujeto frente al resto de los individuos, cada uno de los cuales se considera a su vez el sujeto preferente al que aluden los demás. Ahora bien, en este bazar de piezas que es la dualidad no proliferan sino objetos, ya que cualquier pretendido sujeto devendrá objetivado en el momento en que le añadamos la más mínima apostilla. Antes de volcar nuestro ser sobre una serie de atributos al tratar de definirnos, debemos ya estar siendo en plenitud como simple conocimiento, o tendríamos una identidad predicativa que no se referiría a ningún sujeto verdadero, pues no lo hay entre lo manifiesto, donde toda identidad consiste en la suma de predicados.
Nuestra naturaleza es no-conceptual, pero se expresa mediante la primera de las determinaciones, “Yo soy”, el puro sentido de presencia consciente que, siendo espíritu en esencia, al tomar a su cargo ese cuerpo que le sirve de soporte e instrumento de la visión, proyecta la totalidad de lo conocido. La conciencia no depende de nada para ser, pero sí del cuerpo para percibirse. Podría decirse que el cuerpo es una de las ventanas de la conciencia que lo anima y lo contiene, ya que ella halla constancia de su naturaleza incognoscible en él; y conoce a través de él sus contenidos en cualquier tiempo y lugar y desde todas las perspectivas, tanto las humanas como la de cada uno de los animales irracionales, puesto que la conciencia es una, aunque contenga en sí tantos universos como calidades hay de perceptores, lo que en el caso del hombre se complica con el subjetivismo.
Todo lo perceptible es un objeto que aparece en la conciencia; y el cerebro no constituye una excepción. Si creemos lo que dicta la costumbre actual: que es un objeto percibido, el sacrosanto cerebro, el que produce la conciencia y fabrica los pensamientos, no daremos con nuestro ser real. El cerebro es un instrumento concebido por y en ella como gestor; no la sede de la conciencia, que halla en sí su ser al margen de cualquier apoyo y relación, pues es la base operativa simple desde la que establecemos todas las posibles relaciones. Ya desde el principio, la información contenida en el ADN, que forma parte de la célula, es una actividad de la conciencia, y lo son cada uno de los procesos inteligibles que observamos en el seno del Ser, expositor, entendedor y actor de sí mismo a través de sí.
«Las ideas que yo tengo son ideas que están todas relacionadas con el exterior. Pero es necesario ver que el exterior también es una idea que tengo; que todo lo exterior no es nada más que un sector de mi campo mental al que llamo exterior, que he adscrito a lo exterior. Pero no hay un exterior diferente del campo mental» (Conciencia, existencia, realización, Antonio Blay), así pues, todo cuanto existe deberá reducir su existencia, necesariamente, al conocimiento habido de ello. De lo cual se deduce que este conocimiento, al que tantos sabios compararon con el espacio por ser el continente de cualquier fenómeno, carece de forma y a la vez las adopta todas, pues se trata del Ser universal. No podemos pensar en un mundo de objetos exteriores que no incluya al testigo consciente –y aquí la gran intuición de Berkeley–, porque la misma tentativa se desarrolla en el interior de la mente y se condena así a la clausura. Nuestro circuito cognoscitivo está cerrado y no hay manera de salirse de él, para localizar un universo externo, sin dar con el absurdo. Y ese ser percibido de cualquier objeto, incluido nuestro cuerpo, consiste en una serie de estímulos encadenados y sus correspondientes asociaciones racionales –gusto, textura, densidad, tamaño, color…–, es decir, de percepciones en la conciencia. Por consiguiente, lo que se presenta ante la mente condicionada como soporte de todos los accidentes, la supuesta materia objetiva, jamás podrá ser deslindada de la serie de impresiones subjetivas que constituyen su entramado. Si prescindimos de todos los atributos que configuran su espectro, ¿dónde queda la materia? Habrá que concluir que la totalidad de los aspectos sensibles que conforman los objetos van a posarse por precisión sobre una sustancia única no objetiva: el conocimiento en sí, la realidad inmanente conocedora. «Desde el principio sin origen, no existen las esencias», dice el Zhuang Zi, una afirmación sobre la que se basa la doctrina budista desde su misma fundación. Y si se objeta que la materia, aunque no podamos ponerla aparte de las percepciones mentales que la hacen inteligible, es una realidad en sí, ya que su solidez se hace presente al tacto de manera inmediata, contestaremos que también el tacto es percepción, y que nada de lo percibido existe si no es al amparo de su conocedor. El maestro zen Dôgen dejó escrito desde el conocimiento: «Comprendí que la Mente no es diferente de las montañas, de los ríos y de la inmensidad de la tierra, del sol, de la luna y de las estrellas»; lo que, desde la devoción, que en su culmen se torna sabiduría, suena así: «Mi amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos».
Aclaremos otro punto primordial: cuando usemos aquí la palabra “alma”, será para sugerir el reflejo consciente de carácter impersonal que el Ser alumbra en cada lugar de manifestación, en el que se sobrescribe la persona. En su fondo, como explica el maestro Eckhart, el alma es la chispa divina en nosotros: la Vida, que en su primera sede como conciencia no-dual escribiremos con mayúscula para distinguirla de la vida como conjunto reseñable de fenómenos. Del mismo modo que el entorno físico del sueño y sus personajes son creaciones de la mente del soñador –que en realidad, hay que advertirlo, no es sino un punto focal de la conciencia cósmica–, el universo entero es una creación mental del Ser autoconsciente. Y lo llamamos así porque solo en él se da la identidad original entre ser y conocer, es decir, que solo él se sabe el conocedor, eso que no puede jamás ser conocido. El fenómeno observado –en el sueño y en la vigilia– no publica más verdad que la que obtiene del que lo proyecta y sabe, el Ser real. Platón se pregunta en el Crátilo: «¿Cómo puede decirse de lo que nunca permanece en el mismo estado que “es algo”». Y así leemos en las páginas del Corán este versículo tajante: «No hemos creado los cielos, la tierra y lo que está entre ambos más que con la Verdad».
Solo la Verdad, la vacuidad conocedora y viva es capaz de dotar a las cosas –cuando todas ellas nos han mostrado su incapacidad de afirmarse en sí mismas– de su perfecta realidad. La forma debe afianzar su fundamento en el Vacío; de otro modo se quedaría en una nada, lo cual es insostenible, pues bien se ve que algo surge con ella, aunque ese algo no pueda ser su aspecto, que se verá abocado de continuo a la extinción. De igual manera, el Vacío emerge como forma, o hablaríamos de la inexistencia. Dice el maestro zen: «Vosotros veis esta flor como en un sueño. Sin embargo, yo estoy viendo muy claramente la flor real». Y esa flor indiscutible, que no está ya separada del que la mira como en el caso de la visión errónea, no es otra cosa que la vacuidad primordial, el Ser absoluto irrumpiendo enteramente en sí, en grado sumo de concreción, como la flor que tenemos en la mano.
Cualquier forma o idea, en cuanto están siendo percibidas, plantean la pregunta vital: ¿Quién es el perceptor? No daremos con él si salimos de nosotros en su busca, esto es, si intentamos conocerlo, como no dará consigo el mar buscándose en los ríos. El conocimiento carece de objeto y halla en sí su propio fin: la ubicuidad del Ser. Frente a la pregunta constitutiva del zen: ¿Cuál es la naturaleza última de la Realidad?, el maestro Chao Chou dio dos respuestas lógicamente contradictorias y esencialmente idénticas. Una de las veces rugió: «¡Wu!», monosílabo que custodia Eso que no puede objetivarse, la pura subjetividad; y otra vez respondía: «¡El ciprés en el jardín!», indicando la pura objetividad. En ambos casos, la Realidad se muestra donde prende un solo ver, donde sujeto y objeto encarnan por igual y por completo lo Indiferenciado, que reina ya sin ministros del Yo al Esto y del Esto al Yo. La montaña predicará entonces el sermón, y Jesús, en su pobreza de espíritu, no habrá dicho una palabra.
No es esta que hemos intentado compartir una doctrina innovadora de este libro, todo lo contrario: pertenece a la filosofía perenne desde hace milenios. El Rig-veda dice: «Dios conoce el todo por especulación, y es el providente de todas las generaciones»; y la Bhagavad Gita: «El Ser es el conocedor y sus objetos de conocimiento». Las Upanisad lo repiten una y otra vez: «Toda cosa cognoscible es una forma de la Mente» (Brhadaranyaka). Y la enseñanza budista: «El mundo es lo que se ve de la Mente misma» (Lankavatara sutra). El maestro zen Keizan lo resume así: «La vacuidad es la sustancia de las diez mil cosas. Nada subsiste fuera de la Mente. Y ni la partícula más ínfima empañará vuestro Espíritu». El taoísmo nos remite a idéntico principio cuando el Lao Zi bautiza a la conciencia como Puerta de los infinitos prodigios; comprensión que coincide con la verdad coránica: «Mi Señor abarca todas las cosas en su conocimiento. ¿Es que no lo meditaréis?», y con la de tantos sabios sufíes: «Dios es esencialmente conocedor, y el objeto de conocimiento no está separado de él» (Yili). Y lo mismo dice Ibn Arabi, cuya doctrina sintetiza el maestro Toshihiko Izutsu: «Todo es una forma fenoménica de lo Absoluto, sin base propia para la sustancia independiente. Se trata, en definitiva, de accidentes que aparecen y desaparecen sobre la única, eterna y perpetua Sustancia. Dicho de otro modo, la existencia de lo Absoluto se muestra a cada instante con millones de ropajes» (Sufismo y taoísmo). Veamos el concepto hebreo de Sabiduría, arquitecto del Ser: «¿Quién, sino la sabiduría, es el artífice de cuanto existe?», leemos en Sabiduría. Es el Logos de Heráclito; el Nous de Plotino y la Mente del Padre-Madre de los herméticos. Y es el Verbo de Juan: «Todo se hizo por la Palabra»; por tanto, lo así formado a partir de ella pertenece al orden de lo inteligible y no constituye una realidad separada. «Dios es la causa de todas las cosas por su conocimiento», ratifica Tomás de Aquino. Y Fichte apunta: «El Ser Uno es fracturado en un infinito cambio de formas por la reflexión»; pero, el que esto ve, no puede luego dejar de ver que dicha fractura se produce solo ante aquellos que perciben los nombres y las formas ahítos de sí mismos y ayunos de su común identidad. Las autoridades a citar nos desbordan, ya que estamos aludiendo a lo esencial. Oigamos un momento, pues, la voz de la poesía.
La poesía, en cuanto escritura, es un medio que nunca se pretende a la vez su propio fin, ya que apunta más alto, hacia una íntima comprensión de carácter emocional –y por tanto oscuramente luminosa– que, si encuentra en la palabra su desencadenante, no puede quedar agotada en la dimensión externa de las formas: «No las he puesto aquí, sino más dentro. / He cogido las flores sin cogerlas. […] No quiero daros flores que declinen. / Algo que flota en algo os he traído. / Nada que huele a nada, en este ramo» (Fuera de mí, Carlos Marzal). En consecuencia, pretender que hemos entendido un poema sería tanto como decir que tenemos un suspiro guardado en la alcancía, y, sin embargo, el poema se comprende, aunque no mediante la razón. Es otra potencia del intelecto, la intuición, la inteligencia oblicua, la que penetra sin hacer cola a través de metáforas, antítesis, paradojas, anacolutos y demás pasos estrechos en el ámbito de lo inexpresable. Los sabios, al sentir la eficacia con que la palabra poética nos adelanta a saber en callada plenitud aquello de lo que no lograrán dar cuenta luego las razones –propiciando una súbita aceleración en el acto cognitivo–, le han confiado muy a menudo sus enseñanzas. A lo que no puede expresarse por entero, la naturaleza humana, solo le prueba la oblicua precisión de la poesía. Pues bien, como a lo largo de nuestro trayecto irá acompañándonos no solo la voz de los sabios-poetas, sino también la de alguno de los poetas que, en su aventura creativa y existencial, vislumbraron esa fuente de la que mana toda belleza y toda inteligencia, nos daremos el gusto de recoger aquí, aunque sea con suma brevedad, su testimonio sobre el tema que examinamos. Al comienzo de su libro Lo naciente