Corazón amenazado - Valerie Parv - E-Book

Corazón amenazado E-Book

VALERIE PARV

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Beschreibung

Su misión era protegerlo... Convertirse en guardaespaldas de Mathiaz de Marigny, el seductor barón Montravel, era una tentación a la que ninguna mujer habría podido resistirse. Pero en cuanto se acabó el peligro, Jacinta Newnham tuvo que abandonar el palacio y olvidar los recuerdos de aquellas noches que los habían dejado deseosos de dar rienda suelta a la pasión que ambos sentían. Víctima de la amnesia y de nuevo amenazado, Mathiaz decidió volver a recurrir a los servicios de Jacinta. Ella prometió protegerlo, pero sabía que lo que realmente corría peligro era su corazón... y el inquietante secreto que jamás podría revelar. Cuando se descubriera la verdad sobre el accidente de Mathiaz... y que Jacinta estaba relacionada, ¿la obligaría a marcharse o le impediría que volviera a apartarse de él?

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Valerie Parv

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Corazón amenazado, n.º 1775 - agosto 2014

Título original: The Baron & the Bodyguard

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4700-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

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Capítulo 1

Mathiaz sentía que flotaba. Tras la niebla que lo rodeaba había dolor, pero podía suprimirlo si se concentraba, disfrutando de la sensación de vacío, de volar libre, sin preocupaciones.

—Vamos, barón, no me hagas esto.

La voz de aquella mujer consiguió atravesar la niebla, haciéndolo más consciente del dolor. Apartarse del dolor significaba apartarse también de aquella voz y, por alguna razón, Mathiaz no quería dejar de escucharla. Prefería tenerlos a ambos. De inmediato una ardiente punzada golpeó su pierna; todo su cuerpo clamaba por dejar aquella sensación. Oyó un gemido distante, pero apenas reconoció su propia voz. Deseaba volver a la niebla, pero la voz de la mujer lo llamaba, negándose a dejarlo marchar.

—Eso es, vuelve conmigo. Puedes hacerlo.

¿Volver? ¿Adónde, junto a quién? Mathiaz no podía formular esas preguntas, pero ella, no obstante, contestó:

—Soy yo, Jac. Estás en el hospital. Tienes que despertar. Hazlo por mí, Mathiaz.

¿Jac? El apodo le produjo un rechazo instantáneo. Jacinta era mucho mejor. Recordaba su nombre, Jacinta Newnham. Prefería que la llamaran Jac. Debía de haberlo murmurado sin darse cuenta, porque ella exhaló un suspiro. La sintió inclinarse sobre él y rozarle la boca con los labios. Una débil fragancia lo inundó. El perfume le resultó tan familiar y excitante como el roce. La sensación era tan placentera que se la llevó consigo, internándose en la niebla.

Jacinta notó que él dejaba de sujetar su mano y luchó por retener las lágrimas, sin dejar de mirarlo. Mathiaz estaba en la cama, en el hospital. La pesadilla volvía a repetirse: un hombre al que quería estaba al borde de la muerte, y no podía hacer nada. Por un instante había creído que despertaría, pero de nuevo había vuelto a sumergirse en el coma. De pronto entró un hombre de bata blanca.

—¿No es hora ya de que te vayas a descansar?

—No pienso ir a ninguna parte hasta que no salga del coma, doctor Pascale.

—Ya sé que he sido yo quien te ha llamado, pero no le servirás de nada si te derrumbas.

—¿Y qué puedo hacer?

—A veces, a pesar de los milagros de la ciencia, no se puede hacer nada.

—Tiene que haber algo que pueda hacer —insistió Jacinta, que detestaba la sensación de impotencia.

—Ya lo estás haciendo —contestó el médico—. Sigue hablando con él, cuéntale que estás aquí y que hay un mundo al que debe volver.

—Hablar con él, ¿de qué?

—Trabajaste para él durante cuatro meses, háblale de ello —sugirió el doctor.

—Eso fue hace diez meses, y no nos despedimos demasiado amistosamente.

—¿Te echó? —preguntó el doctor.

—No, él quería que me quedara. Fui yo quien se marchó.

—No te gustaba la vida de palacio, ¿eh?

—El barón me contrató para un trabajo concreto, y cuando pasó el peligro, ya no había razón para que me quedara —contestó Jacinta sin mencionar que Mathiaz había hecho precisamente lo único que podía hacerla huir: declararle su amor.

—Tenía la impresión de que vosotros dos...

—Fingíamos —lo interrumpió Jacinta—, era una tapadera. Mathiaz pensó que si la gente lo veía con más guardia personal de lo habitual, se asustaría. Yo dirijo una academia de defensa personal y estoy capacitada, pero no soy realmente un guardaespaldas, así que él sugirió que fingiéramos que éramos novios mientras me ocupaba de la seguridad.

—Entonces cuéntale cosas de ti misma —señaló el médico, escéptico ante aquella explicación.

—Él me conoce. Investigaron mi vida, antes de contratarme.

—No me refiero a los hechos, sino a tus intereses, tus pasiones. Tendrás alguna pasión, ¿no?

—Sí —admitió Jacinta, apartando la vista. ¿Qué diría el médico, si le confesara que una de sus pasiones había sido Mathiaz?—, me gusta escalar y los deportes de aventura.

—He oído decir que llevaste a dos adolescentes americanos a Nuee Trail, pero jamás había oído decir que a nadie lo apasionara la muerte.

—Eso depende de cada cual. Esos chicos eran unos gamberros. El juez les dio a elegir entre seguir uno de mis cursos en deportes de aventura, o ir a la cárcel.

—Yo preferiría la cárcel —declaró Alain Pascale.

—Bueno, no vinieron solos. El juez ordenó que los acompañara un supervisor durante la escalada. Los chicos eran gamberros, pero solo tenían dieciséis y diecisiete años.

—Justo la edad a la que los chicos de Carramer escalan el Nuee Trail. Se considera un rito de transición a la edad adulta; es una tradición de hace cientos de años.

—Y una de las escaladas más duras del mundo —señaló Jacinta—. Cuando terminaron el curso, habían cambiado por completo.

Ella también había cambiado por completo, para entonces. Se había enamorado de la isla, del reino de Carramer, y había vuelto a Estados Unidos para renunciar a su empleo como entrenadora y despedirse de sus padres y hermana. Luego, cuando surgió la oportunidad, había alquilado un local en Valmont para montar una academia de artes marciales. Convertirse en el guardaespaldas de Mathiaz, más tarde, había sido un interesante cambio.

—Bueno, ahora ya sabes de qué hablar con él.

—Es extraño —comenzó Jacinta dirigiéndose al enfermo, nada más irse el médico—. Hablábamos mucho, mientras trabajaba para ti, pero me las arreglé para contarte muy poco de mí misma.

Mathiaz le había hecho preguntas, pero Jacinta no le había permitido acercarse demasiado. Y tampoco en ese momento se sentía preparada para contarle los detalles más significativos de su vida. Puede que estuviera inconsciente, pero prefería guardarse ciertos secretos para sí misma.

—No hay mucho que contar —continuó Jacinta—. Comparada con tu real familia, la mía no tiene ningún glamour. Mamá y papá poseen una granja en Orange County, California, y mi hermana mayor, Debbie, lleva una tienda y vende sus productos, además de artesanía local. Eso cuando no se ocupa de su marido y sus tres hijos. Ella encaja mucho mejor que yo en ese tipo de vida, aunque desde luego jamás creí que acabaría en una isla, en medio del Pacífico.

Jacinta guardó silencio. En una ocasión había pensado dedicarse a ser educadora en una guardería. Le gustaban los críos, y se había ofrecido voluntaria para ayudar a los más desfavorecidos en su tiempo libre. Elegir finalmente las ciencias, en lugar de la educación, consiguiendo una mención especial en deportes, había sido algo impulsivo y repentino. Pero había acertado, según se había visto después. A los veintisiete años seguía siendo entrenadora, y el deporte era algo tan universal, que resultaba igual de útil en Carramer como en Orange County.

—Se supone que debo hablarte de mis pasiones, ¿no es una ironía? —preguntó Jacinta dirigiéndose al enfermo, inmóvil.

Mathiaz era un hombre apasionado. Habían acordado fingir en público que mantenían un romance. Se tomaban de la mano, intercambiaban miradas... y todo en nombre de la seguridad. ¿Pero cuándo habían dejado de fingir? Nada más besarla él, por primera vez. A los dos meses de estar a su servicio, Jacinta había accedido a acompañarlo a una cena diplomática. La ocasión apenas se prestaba al romanticismo. De vuelta en Château Valmont, en el asiento de atrás de la limusina, ambos habían reído, recordando la aburrida conversación del delegado. Dejar que Mathiaz la besara entonces le había parecido natural.

Luego, había vuelto a besarla, tomando la última copa en su villa, dentro del complejo del palacio. Y habían hablado hasta altas horas de la noche. Al día siguiente habían vuelto a hablar, y a besarse. Jacinta se repetía a sí misma que solo estaba actuando, pero al mismo tiempo, en su fuero interno, sabía que no era verdad.

Hubiera debido marcharse, nada más atrapar la policía al hombre que amenazaba a Mathiaz. Sin embargo había accedido a quedarse otro mes más, diciéndose a sí misma que necesitaba el dinero. Lo cierto era que a quien necesitaba era a Mathiaz. Y Jacinta no quería necesitar a ningún hombre.

Pero, en aquel estado de inconsciencia, Mathiaz no podía ser una amenaza para su paz interior. Al acceder a volver a su lado a instancias del doctor Pascale, Jacinta no había tenido en cuenta la intensidad de sus sentimientos hacia él. Nada más entrar en la habitación del hospital y encontrarlo enchufado a miles de monitores y tubos, su corazón se había parado.

Lo había tomado de la mano sin pensar, poco preparada para la reacción que iba a sentir. Los dedos de Mathiaz se habían entrelazado a los suyos con tanta fuerza que parecía mentira que estuviera inconsciente. Era como si se aferrara a ella. Y según el doctor Pascale, era perfectamente posible que fuera así.

—El doctor Pascale me ha preguntado cuál es mi pasión —continuó Jacinta—. Ser fuerte, encontrar las respuestas para mis propias preguntas, esa es mi pasión. Solo que en ese momento no las tengo. Él cree que puedo ayudarte, hablando. Pero tú también tienes que poner de tu parte, tienes que despertar.

El paciente se estiró en la cama, flexionando los dedos. Jacinta suspiró y volvió a tomarlo de la mano, y él pareció relajarse. Ojalá hubiera podido decir lo mismo de sí misma. El corazón le martilleaba en el pecho. Jacinta se repitió en silencio que era el miedo por él, pero sabía que no era así. Por quien temía era por ella. Por el placer que sentía al tocarlo, y que no quería sentir. ¿Podría borrar sus sentimientos, negándolos? Lo había intentado todo, durante los diez meses que había estado alejada de él. Y creía haberlo conseguido. Pero nada más entrar en la habitación del hospital había comprendido que no era así. Seguía enamorada de él, y eso la asustaba. Jacinta le soltó la mano y se enderezó.

—Lo siento, Mathiaz, pero no puedo seguir haciendo esto. Tengo que marcharme.

Mathiaz no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado soñando, fantaseando con esa mujer llamada Jacinta. Paulatinamente se fue dando cuenta de que ella lo llamaba, cada vez con más urgencia. Agarró su mano porque le pareció un gesto natural. Ella parecía suave y cálida, pero no lo era. Él lo sabía bien. ¿Pero cómo lo sabía?

Por fin logró abrir los ojos, y vio algo borroso inclinado sobre él. Jacinta. Una cabeza esculpida por Miguel Ángel, de cabellos rubios recogidos, con rizos en la frente y delante de las orejas. El efecto sugería cierto reglamentado abandono. Aquella borrosa visión le mostraba sus ojos azul grisáceo, tan poco comunes, brillantes y llenos de lágrimas, como si estuviera tratando de contenerlas.

Mathiaz se agitó inquieto, deseando acariciar aquel bello rostro, reconfortarla. No era necesario que llorara, estaba bien. Sin embargo tenía miles de tubos enganchados a los brazos, a ambos lados. Ni siquiera tenía fuerzas para preguntar para qué servían esos tubos, o por qué entraban las agujas por sus venas. Estaba demasiado ocupado tratando de descifrar lo que decía Jacinta.

Su conciencia era tan precaria, que no podía siquiera articular palabra. Por eso se concentró en su generosa y sensual boca. De pronto se dio cuenta de que sabía perfectamente qué se sentía besando esos labios. Conocía perfectamente el fuego que lo embargaba cuando la tocaba. Mathiaz volvió a quejarse, recordando ese placer. Al borde de la inconsciencia, en medio de la niebla, la imagen era tan nítida que se levantó para estrecharla en sus brazos, desesperado por convertir el sueño en realidad.

—No intentes moverte, estás herido —recomendó ella, empujándolo por los hombros.

—¿Qué...? —preguntó él con voz ronca, con la boca pastosa y seca.

Jacinta le alzó la cabeza y le refrescó la boca con un hielo. El frío lo alivió, pero no acabó con el ardor de su cuerpo. El roce de los dedos de Jacinta en sus labios le hizo desear abrazarla y besarla otra vez.

¿Otra vez?, ¿la había besado en la realidad, o solo en sueños? De haber estado soñando, habría podido controlar la fantasía a su antojo, se dijo. Y desde luego jamás habría soñado que estaba inmóvil en cama, cuando su imaginación no paraba de inventar formas más placenteras de pasar el tiempo.

—Veo que por fin el paciente vuelve en sí. Buen trabajo, señorita Newnham.

La voz grave disipó otro poco más la niebla en la que Mathiaz estaba envuelto, comenzando a sentir un terrible dolor. Su visión también se hizo más nítida. Un hombre de bata blanca se interpuso entre él y el ángel. Mathiaz protestó, y el médico lo examinó.

—¿Sabes quién eres?

Mathiaz trató de contestar, tosió, y volvió a intentarlo una segunda vez, por fin con mejores resultados:

—Mathiaz Albert Alphonse de Marigny, barón Montravel.

—Me extraña que recuerdes un nombre tan largo, aún sin estar herido —contestó el médico—. A ver, ¿quién soy yo?

—Un pesado.

—¡Vuelve a ser el mismo! —comentó el doctor aliviado, mirando a Jacinta—. Como el resto de la familia Marigny, no respeta a los médicos. ¡Después de traerlos a todos a este mundo, incluido él!

Alain Pascale era el médico personal del primo de Mathiaz, el príncipe Lorne, regente de Carramer. Había servido a la familia real durante décadas, y era la única persona que los tuteaba y trataba con familiaridad. Pero estaba jubilado.

Mathiaz pensó que debía de estar grave para haber arrastrado al viejo Pascale lejos de sus orquídeas.

—¿Qué me ha ocurrido?

—Ya habrá tiempo para hablar de eso; ahora tienes que descansar.

Pascale manipuló el monitor, y Mathiaz se sintió arrastrado de nuevo al sueño. No pudo resistirlo. Pero Jacinta lo esperaría allí.

Capítulo 2

Al despertar por segunda vez, el dolor se le había pasado en parte. Se sentía más fuerte. La luz del sol entraba en la habitación. Debía de haber dormido durante horas. Mathiaz giró la cabeza y sonrió al ver a su ángel sentado en un sillón, junto a la cama. Estaba dormida, y más bella aún que en sus sueños. En cuestión de segundos el monitor registró su vuelta a la conciencia. El doctor Pascale se apresuró a entrar en la habitación. Jacinta se estiró y se puso en pie súbitamente.

—¿Ocurre algo?

—Eso pregúntaselo a tu amigo enfermo —contestó él médico con una sonrisa.

—¡Mathiaz, te has despertado!

—Eso parece —repuso él.

—¿Sabes lo que te ha ocurrido? —preguntó el doctor Pascale. Mathiaz trató de recordar, pero su mente era un caos. Se negaba a darle una respuesta. El médico le tomó el pulso y frunció el ceño—. No te alteres, enseguida te acordarás.

—Ibas camino al Tesoro Real cuando te pilló la explosión —le recordó Jacinta.

—¿Tuve un accidente? —preguntó Mathiaz, que seguía en blanco.

—La policía y el equipo de seguridad de palacio siguen investigando —respondió ella, escéptica—. De haber seguido trabajando para ti...

—¿Y por qué no trabajabas para mí? Eres mi guardaespaldas —afirmó Mathiaz, frunciendo el ceño.

El médico y Jacinta intercambiaron miradas preocupadas y significativas, y el primero preguntó:

—¿Qué es lo último que recuerdas, antes de despertar aquí, en el hospital?

—Recuerdo que le llevaba libros al príncipe Henry, para que se los leyera su enfermera —contestó Mathiaz, tras reflexionar.

—¿El príncipe Henry? —repitió ella, preocupada.

—Deberías recordarlo, tú viniste conmigo —añadió Mathiaz.

—Mathiaz, ese día que estás recordando ocurrió hace casi un año. Henry murió hace seis meses. En su testamento, te dejó el anillo de bodas de Antoinette. Ibas de camino al Tesoro Real para tasar el anillo cuando te pilló la explosión.

Mathiaz se aferró a la mano de Jacinta, preguntándose por qué eso lo hacía sentirse tan bien. El príncipe Henry, tío de Mathiaz, había gobernado Valmont Province como heredero de los Valmont, la familia real de Carramer. Henry no había sido su tío predilecto, pero los dos se habían respetado siempre. El viejo príncipe no merecía que lo hubiera desterrado por completo de su memoria.

—¿De qué estás hablando? Por lo que yo sé, lo vimos ayer. Si ha muerto, ¿entonces quién...?

—Tu primo, el príncipe Josquin de Marigny, gobierna las islas como regente hasta que su hijastro, Christophe, tenga la edad suficiente —contestó Jacinta adelantándose a su pregunta.

Eso significaba que Josquin se había casado con Sarah de Valmont, la princesa nacida en Estados Unidos de América que había sido criada por una familia adoptiva y que había dado a luz al príncipe heredero de la corona, sin saber que era la nieta y heredera directa de Henry. Tanto la boda como el nombramiento de Josquin como regente se habían desvanecido de su memoria, como si jamás hubieran ocurrido. Se había perdido el ascenso del pequeño Christophe al trono, la boda de sus primos, todo.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Te trajeron antesdeayer. Tardamos un par de horas en curarte, y luego estuviste en estado semicomatoso durante otras doce horas. El resto del tiempo lo has pasado durmiendo. Todo junto, suman dos días y medio.

—Entonces, ¿cómo puedo haber olvidado un año entero?

—Mi diagnóstico es una amnesia postraumática. Ocurre muy a menudo, en casos de shock y golpes en la cabeza. La mente es incapaz de enfrentarse a lo ocurrido, así que vuelve atrás, a momentos más felices, para darse tiempo a desarrollar los mecanismos de defensa que la ayuden a asimilarlo.

—¿Quieres decir que... que he perdido un año de mi vida? —preguntó Mathiaz incrédulo.

—Eso parece. No hay síntomas de problema físico alguno en el cerebro, pero la explosión te lanzó contra las puertas del Tesoro. Consultaré a un especialista, ya que no es mi campo, pero seguramente confirmará mi diagnóstico.

No era de extrañar, entonces, que se sintiera como si un equipo de mineros le taladrara el cerebro. Las puertas del Tesoro tenían dos metros y medio de alto y treinta centímetros de espesor, y estaban hechas de madera maciza, con estructura de acero.

—¿Dices que no tengo nada en el cerebro? Entonces eso significa que mi memoria está intacta, y que lo único que tengo que hacer es recuperarla, ¿no?

—Exacto, esa es la buena noticia —asintió el doctor Pascale.

—¿Y la mala?

—Que no podemos saber cuándo la recuperarás.

Mathiaz se negó a aceptar que había perdido un año de su vida para siempre. «Fracaso» era una palabra excluida de su vocabulario. Pero había muchas cosas que quedaban más allá de su alcance.

—¿Quieres decir que es posible que nunca la recupere?

—Es una posibilidad.

—¿Y qué hay de la hipnosis, o de las terapias de ese tipo?

—El tipo de amnesia del que estamos hablando es un mecanismo del cerebro para evitar el estrés de un trauma. Tratar de descubrir lo ocurrido podría hacerte más daño que bien. Es mejor dejar que el tiempo lo resuelva.

—O no lo resuelva —repuso Mathiaz amargamente.

—O no —repitió el doctor con calma—. Tómate tu tiempo, antes de empezar a preocuparte.

—Eso es fácil de decir, doctor Pascale. Tú no has olvidado tu último año de vida.

—Podría haber sido peor. Podrías haber perdido la vida, de no ser por...

—Por el ángulo de la explosión —lo interrumpió Jacinta—. Unos cuantos centímetros más cerca, y no estarías aquí, quejándote.

—¿Y esto?, ¿es realmente necesario? —inquirió Mathiaz haciendo un gesto en dirección a los tubos.