Puro amor - Corazón amenazado - Un acuerdo muy especial - Valerie Parv - E-Book

Puro amor - Corazón amenazado - Un acuerdo muy especial E-Book

VALERIE PARV

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Beschreibung

Ómnibus Jazmín 562 Puro amor Cuando el príncipe Josquin de Marigny metió a la fuerza en su limusina a aquella madre soltera, fue para revelarle un secreto. El padre de Sarah McInnes figuraba en la línea de sucesión al trono de Valmont y ¡ahora su hijo era el nuevo heredero! Aquel inquietante príncipe de ojos azules le prometió a Sarah todo si se quedaba a vivir en Carramer... Sarah se encontraba dividida. Josquin le había dado un hogar y una nueva familia, pero también había investigado a fondo su pasado, había mentido para poder llevarla hasta Carramer y se había nombrado regente de su hijo. Así que, cuando la tomó entre sus brazos, Sarah no sabía si podía confiar en él. Corazón amenazado Convertirse en guardaespaldas de Mathiaz de Marigny, el seductor barón Montravel, era una tentación a la que ninguna mujer habría podido resistirse. Pero en cuanto se acabó el peligro, Jacinta Newnham tuvo que abandonar el palacio y olvidar los recuerdos de aquellas noches que los habían dejado deseosos de dar rienda suelta a la pasión. Víctima de la amnesia y de nuevo amenazado, Mathiaz decidió volver a recurrir a Jacinta. Ella prometió protegerlo, pero sabía que lo que realmente corría peligro era su corazón... y el inquietante secreto que jamás podría revelar. Un acuerdo muy especial De vuelta a Carramer, Carissa Day compró la casa que sería el lugar perfecto para criar a sus hijos, pero aquella propiedad pertenecía a otra persona. Y, para empeorar aún más las cosas, resultó ser su amor de juventud, Eduard de Marigny, marqués de Merrisand, que estaba irresistible. Sin dinero y embarazada... de trillizos, Carissa decidió marcharse, pero Eduard tenía otros planes: le daría un hogar y protección, y ella, un heredero. Carissa no sabía si estaba dispuesta a casarse con el único hombre al que había amado y renunciar a que él sintiera lo mismo por ella algún día.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 562 - junio 2023

© 2002 Valerie Parv

Puro amor

Título original: Crowns and a Cradle

© 2002 Valerie Parv

Corazón amenazado

Título original: The Baron and The Bodyguard

© 2002 Valerie Parv

Un acuerdo muy especial

Título original: The Marquis and the Mother-To-Be

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1141-563-7

Sumário

Puro amor

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Corazón amenazado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Un acuerdo muy especial

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Prólogo

El príncipe Josquin de Marigny había procurado que ni su mirada ni su actitud revelaran su intranquilidad. Pero su buen amigo Peter Dassel, que presidía el Consorcio Carramer del cual Josquin era patrocinador, se acercó y le murmuró al oído.

–Ahora que has hecho acto de presencia y has asistido a la entrega de premios estarás esperando una buena oportunidad para escabullirte, ¿me equivoco?

La recepción de entrega de los premios a la excelencia en los negocios de la firma Carramer ya había agotado el tiempo que el príncipe le había asignado en su apretada agenda. El motivo principal había sido la excesiva duración de los discursos de agradecimiento de los galardonados. Ahora se arremolinaban en torno al espléndido salón del ala este del castillo de Valmont mientras disfrutaban del café, las deliciosas pastas y el intercambio de información. No era de extrañar que no mostraran la menor premura por despedirse.

–Confiaba en que mi desazón no resultara tan obvia –Josquin reprimió un suspiro.

–No tengas en cuenta mi opinión, Josh –Peter sacudió la cabeza–. Hace mucho tiempo que nos conocemos.

Josquin se remontó mentalmente a la época del colegio. Se habían conocido con tan solo ocho años de edad. En calidad del hijo del embajador australiano en Carramer, Peter había rechazado sentirse intimidado por el título nobiliario de Josquin o por su íntima relación con la poderosa familia Carramer. Peter había desafiado a Josquin en una carrera de velocidad para demostrarle que era su igual. Josquin, poco acostumbrado al desafío de los plebeyos, había aceptado. Tras una carrera el doble de larga de lo que Peter había propuesto inicialmente, habían cruzado juntos la meta en un final muy reñido. Después de aquello se habían hecho muy buenos amigos. Josquin había aplaudido la decisión de Peter al solicitar la ciudadanía en Carramer y su amistad se había afianzado con los años.

Peter esbozó una sonrisa cómplice y habló en voz baja.

–Confío en que sea muy bonita –señaló.

–¿Quién? –Josquin frunció el ceño y sostuvo la taza de café a poca distancia de sus labios.

–La mujer con la que tanto ansías reunirte –apuntó Peter.

Josquin bajó la taza y la depositó en la bandeja de un camarero que pasaba junto a él.

–¿Cómo sabes que se trata de una mujer?

–No lo sabía, pero no pierdo la esperanza –exclamó Peter–. ¡Por el amor de Dios, Josh! Cumplirás treinta años el mes que viene. ¿No va siendo hora de que sientes la cabeza?

–Quizás me guste ser un espíritu libre –replicó Josquin.

–O puede que seas demasiado exigente –opinó Peter.

–¿Sabes que se considera alta traición hablar de ese modo a un miembro de la familia real? –preguntó Josquin con ironía.

Peter fingió un alarmismo muy poco convincente.

–Alguien tiene que hacerlo. Tu empeño por recuperar las tierras y la fortuna de tu familia es encomiable. Pero al ritmo que llevas habrás cumplido los cuarenta antes de que una mujer se fije en ti. Así que pensar en boda me parece una temeridad.

Josquin saludó amablemente a unos de los agraciados con una leve inclinación de cabeza mientras repasaba su estricto horario. Hasta que no tuviera algo más que ofrecer a una mujer no planeaba comprometerse emocionalmente con ninguna.

–En los tiempos que corren –adujo Josquin–, un hombre de cuarenta años no es demasiado mayor para contraer nupcias.

–Eso depende si quieres tener suficiente aguante para jugar con tu descendencia real cuando llegue. Personalmente preferiría tener a mis hijos mientras todavía fuera un hombre joven para disfrutar de ellos plenamente.

Como padrino de los hijos de Peter, un niño de tres años y una niña de doce meses, Josquin se sentía inclinado a admitir ese punto. Sintió una expresión glacial apoderándose de su rostro.

–Todos no podemos ser tan afortunados como tú –dijo.

–La suerte no tiene nada que ver. Desde el primer día en que mis ojos se fijaron en Alyce supe que era la mujer de mi vida. Tracé un plan estratégico para conquistarla y lo demás es historia.

–¿Acaso ella sabía que eras tan calculador?

–Sí, lo sabía –Peter se rio–. Más tarde descubrí que ella había tenido la misma idea. Pero, bromas aparte, confío en que cuando encuentres a la mujer adecuada no permitas que tu orgullo se interponga entre vosotros.

Su amigo se volvió para departir con otro invitado, pero sus palabras permanecieron en el aire sobre Josquin como negros nubarrones. A Peter le resultaba muy sencillo sermonearlo. Sus padres no habían despilfarrado todo lo que tenían como si no existiera un mañana. Fleur, su madre, antigua dama de honor en la corte del príncipe Henry, gobernador de la provincia de Valmont, se había hecho a su nuevo papel de princesa sin dificultad. Consentida por el padre de Josquin, León, que no podía negarle nada, Fleur había vaciado todas las cuentas corrientes como si las arcas reales no tuvieran fondo hasta que León se había visto forzado a vender casi todas las propiedades de la familia para poder salir adelante.

Tan solo gracias al mecenazgo del príncipe Henry, que había tratado a Josquin como a un hijo, este había podido completar sus estudios. Siempre que pensaba en ello sentía una enorme deuda de gratitud. El príncipe Henry no había tenido ninguna obligación de ocuparse de su educación. Tenía su propio padre, a pesar de su falta de previsión, y Josquin no tenía ningún parentesco con el príncipe. Pero el hijo natural de Henry había fallecido en la veintena y Josquin sabía que él había ayudado a paliar ese vacío en la vida del regente. Era, pese a todo, una contraprestación muy pequeña a cambio de todo lo que había hecho el príncipe por él al compensar la inocua negligencia que sus padres había demostrado con relación a Josquin.

Josquin no había tenido verdadero conocimiento de la irresponsable actitud de sus progenitores hasta los veintitrés años. Su padre murió a causa de un infarto y tan solo dejó los restos de la propiedad de la familia en las afueras de la capital, Solano. Josquin no tardó en comprender que su madre no podría arreglárselas sola y que confiaba en que él se hiciera cargo de ambos.

Le había llevado años de trabajo duro y austeridad antes de que alcanzaran una posición desahogada. Incluso en la actualidad el estilo de vida de su madre apenas podía considerarse frugal, si bien ella no dejaba de quejarse por lo que consideraba unas circunstancias constringentes. No tenía la menor idea de lo que le costaba a su hijo mantener su vestuario renovado y mucho menos lo que suponía la mansión de Solano. Era como si el dinero se le escapara entre los dedos como agua. Su comportamiento prevenía en contra del matrimonio.

Pese a todo, Josquin volvió a pensar en la mujer que Peter había adivinado que él deseaba conocer tan pronto como se lo permitieran las circunstancias. Conocía a esa mujer hasta el mínimo detalle. Sería capaz de encontrarla entre una multitud, relatar su pasado, sus costumbres y su estilo de vida, sus gustos a la hora de vestirse y en las comidas, igual que si hubieran estado casados durante años. Era extraño pensar que fuera a conocerla cara a cara por primera vez.

Sarah McInnes era el nombre por el cual se la conocía en América. Ese nombre evocó en su mente la imagen de una deslumbrante mujer de cerca de veinticinco años. Su larga melena tenía el color de la nuez moscada y caía ondulado hasta los hombros. Los ojos marrones remitían al ciervo que acostumbraba a correr libre y salvaje en los bosques de Carramer.

Había visto tantas fotografías de ella que podía imaginar que si estuviera junto a él en ese instante le llegaría a la altura de la barbilla una vez que se hubiera descalzado. Los informes aseguraban que había estudiado baile en su adolescencia hasta que había crecido demasiado para convertirse en bailarina y, entonces, había abrazado el mundo del arte como directora adjunta de un museo tras finalizar sus estudios. A Josquin no le costaba imaginar que se movería con la delicadeza grácil de una bailarina clásica.

Dos años atrás se había mudado del cuarto que ocupaba en la casa de sus padres y se había instalado por su cuenta. Claro que no vivía sola. Josquin frunció el ceño al pensar en el bebé al que Sarah había dado a luz hacía un año. No había señales del padre y los investigadores de Josquin no habían podido identificarlo. El príncipe notó una tensión involuntaria en su cuerpo mientras pensaba en que Sarah había tenido que manejarse sola desde que había tenido a su retoño. Había pasado buena parte de su infancia arreglándoselas solo mientras sus padres se ahogaban en su propia abundancia y no le costaba sentir cierta empatía con la lucha de Sarah.

Sentía curiosidad por conocer los motivos que habían provocado la ruptura con su familia americana. Se había quedado embarazada después de su salida de la casa de sus padres y eso descartaba el embarazo como causa del distanciamiento. Según los informes, Sarah se había llevado consigo muy pocas cosas cuando había abandonado el domicilio familiar y su vida actual carecía de lujos. Josquin solo podía sentir admiración por la vida que había elegido para ella y su hijo.

Puesto que los investigadores habían localizado su pista hacía pocos meses, Josquin había seguido los progresos de Sarah con creciente interés. Cada nuevo informe elevaba un grado la fascinación que sentía hacia ella y cada vez se mostraba más impaciente ante la idea de conocerla en persona. De no ser por su determinación en no comprometerse con ninguna mujer, esa preocupación hacia ella habría resultado un interés muy serio.

Miró la hora en el Rolex de pulsera. ¿Dónde se habría metido el caballerizo al que había instruido para que interrumpiera la recepción si se alargaba demasiado? En ese preciso momento, Gerard apareció en la puerta y su mirada barrió el salón hasta que descubrió a Josquin. Se acercó al príncipe y se inclinó ante él..

–Alteza, su próxima cita lo aguarda –anunció solemne.

Josquin pensó que había llegado en el momento justo. Dirigió a Peter una mirada de disculpa.

–Si me perdonas, el deber me reclama –dijo.

Peter inclinó la cabeza respetuosamente, pero Josquin apreció un brillo socarrón en la mirada de su amigo.

–Muchas gracias por apoyar nuestro trabajo, Alteza. Es, como siempre, un honor –dijo, y añadió entre dientes–. Cuando te reúnas con esa misteriosa mujer, no hagas nada que yo no haría.

Josquin reprimió la tentación de recordar a su amigo el amplio espectro de posibilidades que encerraba sus palabras. Peter no había sido precisamente un santo hasta el día de su matrimonio. Pero Josquin no tenía intención de ocultar que se trataba de una mujer. Eso tan solo avivaría las sospechas de Peter.

Permitió que su caballerizo le abriera paso entre la multitud mientras saludaba a los asistentes en su camino hacia la salida. Lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a sus espaldas. Esa clase de actos resultaba muy beneficiosa para la economía de la provincia y, en calidad de consejero principal de los asuntos del príncipe Henry, Josquin los atendía de buen grado. Pero eso no era óbice para que aquellos actos sociales lo aburrieran terriblemente.

Muy al contrario del encuentro que se avecinaba.

Una sonrisa se dibujó en su rostro al anticipar su encuentro con Sarah. Era consciente de su belleza y estaba al corriente de su vida, pero deseaba conocerla en carne y hueso. ¿Sería tan encantadora en persona como auspiciaba la instantánea en la que aparecía jugando con su hijo, sentaba sobre una manta, en un parque cercano a su apartamento? Ignoraba que la estaban fotografiando y esa deliciosa naturalidad había quedado grabada en la mente de Josquin.

Sus facciones se tornaron serias de un modo abrupto mientras sus pensamientos vagaban más allá del encuentro inicial. No era la primera vez que deseaba que Henry no hubiera insistido para que él fuera el encargado de encontrarla y traerla de vuelta a Carramer. Después de todo lo que el viejo príncipe había hecho por él no podía negárselo, pero eso no le hacía sentir mejor. Y no sería el único una vez que Sarah descubriera lo que Henry esperaba de ella. Josquin pensó en la reacción de la joven mientras aguardaba su coche para reunirse con ella.

Capítulo 1

Sarah McInnes acunó al niño en sus brazos.

–Ya falta poco, pequeñín –murmuró con ternura.

Empujó la maleta con el pie hacia delante, molesta ante la exasperante lentitud con que avanzaba la cola. Quizás los habitantes de Carramer fueran «los mejores anfitriones del mundo», tal y como rezaban los folletos, pero los oficiales de aduanas mostraban escasa preocupación ante las necesidades de un bebé. Christophe estaba cansado después del largo viaje y Sarah intuía que estaba más que dispuesto a hacer trabajar sus pequeños pulmones.

Sabía que estaba siendo muy ingrata. Estaba a punto de visitar uno de los países más bellos del mundo, gracias al ordenador de una emisora de radio local que había seleccionado su número de teléfono al azar en un concurso. Si tenía en cuenta la ley de probabilidades en una rifa de ese calibre, ¿cómo podía sentirse infeliz? Achacó su mal humor al cansancio. A pesar de la ayuda de las azafatas de vuelo, que se habían turnado para distraer al niño, Christophe había estado inquieto casi todo el trayecto. Y la consecuencia directa era que Sarah apenas había descansado.

De pronto llamó su atención el revuelo que se había formado frente a la garita de aduanas. Un hombre muy atractivo se dirigió a los oficiales y habló con ellos quedamente. La respuesta de estos, instantánea y decididamente respetuosa, hizo que Sarah se preguntara quién sería aquel hombre y por qué todo el mundo se había vuelto hacia él cuando había hecho acto de presencia.

Había renunciado a los hombres, incluso aquellos cuyo cabello reflejara el color de la medianoche y la figura de un atleta constreñida en un traje de Gales. Sarah pensó que aquel hombre nunca podría comprarse ropa que le sentase bien en unos grandes almacenes, vista la anchura de sus hombros y la estrechez de la cintura. Desde su posición, Sarah no le veía las piernas. Pero mientras cruzaba el pasillo de aduanas, los hombres que lo acompañaban habían mantenido su paso a duras penas.

La intensa mirada del hombre estudió la gente que aguardaba su misma cola. ¿Había sido producto de su imaginación o se había fijado en ella más tiempo que en el resto de la gente? No había ninguna razón especial que la destacara por encima de los demás. Era tan solo una turista más que venía a disfrutar de unas vacaciones. Había otra cola diferente para las personas que viajaban por motivos de trabajo. Eso descartaba que en su cola hubiera algún pez gordo dispuesto a invertir millones en la economía del reino de la isla de Carramer, y ella menos que nadie.

Para alguien como Sarah, que no tenía el menor interés en los hombres más allá del adorable niño que sostenía en sus brazos, resultaba desproporcionada la atención que estaba prestando al modo en que todo el mundo se inclinaba ante un solo hombre. Señaló con su dedo la pantalla del ordenador que tenía junto a él y susurró algo en voz baja.

Sarah concluyó que se trataba de otro oficial de aduanas. Quizás fuera uno de esos hombres cuya sola presencia llamara la atención, al margen de su puesto.

Como no tenía ninguna prisa, Sarah se dedicó a estudiar la fisonomía del hombre. Calculó que andaría cerca de los treinta, pero no era fácil concretar ese dato si tenía en cuenta que se movía con la agilidad de un atleta. Cuando, finalmente, el hombre se marchó, Sarah experimentó una curiosa decepción.

Se asustó cuando un soldado se acercó a ella y le puso la mano en el hombro.

–Por favor, haga el favor de acompañarme, señora –dijo.

Había en su tono de voz un indicio imperativo y Sarah notó cómo se le encogía el estómago. ¿Acaso había cometido un error cuando había formalizado los trámites de entrada al país para ella y Christophe? Sarah nunca se había metido en líos y nunca había estado antes en Carramer. Al estudiar los folletos se había sentido irremediablemente atraída por el lugar y había visto la posibilidad de satisfacer el sueño de su vida al visitar una isla de Pacífico Sur. ¿Cuál sería el problema?

Decidió que no estaba dispuesta a abandonar su sitio en la fila sin una explicación.

–Estoy segura que solo quiere ayudarme –dijo con firmeza–. Pero ya casi estoy al final de la cola y si pierdo mi sitio será muy duro para mi hijo. Está muy cansado e irritable.

Para confirmar sus palabras, Christophe emitió una sucesión de gemidos en crescendo que se ganaron la simpatía del soldado.

–El niño es la razón por la que quisiéramos franquearle la entrada –dijo por encima de los lamentos del bebé–. Por favor, venga conmigo.

Puesto que era la única persona que llevaba un bebé en brazos, Sarah supuso que los oficiales se habían apiadado de su situación. ¿Quién era ella para discutir si podía acelerar las gestiones? Consciente de las miradas curiosas del resto de turistas, Sarah permitió que el soldado llevara su maleta y lo acompañó a través del pasillo hasta unas puertas batientes de madera. El oficial abrió una de las hojas, dejó la maleta en el suelo y sostuvo la puerta abierta para que Sarah pudiera entrar.

La actividad había despertado a Christophe y Sarah se alegró. Había dejado de llorar y sus gemidos entrecortados habían cesado. Ahora el niño lo miraba todo con verdadera curiosidad. Sabía que la tregua no duraría siempre, pero agradecía el descanso.

Antes de cerrar la puerta, Sarah observó cómo el soldado colocaba una valla delante de la puerta. ¿Sería para retenerla allí dentro o para que nadie más entrase? Después la pesado puerta se cerró por completo y el murmullo que provenía del pasillo se desvaneció. Tan solo escuchaba el sonido de su propia respiración. El suelo de moqueta amortiguó sus indecisos pasos en la habitación.

–Por favor, pase y acomódese.

No había sido su imaginación. El misterioso hombre de aduanas le había dedicado una atención especial. Y en aquel momento también lo hacía. Sarah se acercó lentamente al enorme escritorio antiguo tras el cual aguardaba sentado. Tenía una carpeta de cuero abierta frente a él y observó alarmada que su fotografía destacaba sobre un montón de papeles. Y no era la fotografía de su pasaporte. La imagen era de ella con Christophe en el parque, frente a su apartamento. ¿Cómo había llegado hasta allí y qué hacía en manos de aquel extraño personaje?

Se sentó en el borde de un sofá de cuero frente al escritorio, acomodó a Christophe en sus rodillas y el niño comenzó a jugar con las cuentas ambarinas de su collar.

–¿Le importaría explicarme qué está pasando?

–En primer lugar necesito confirmar algunos detalles. ¿Podría ver su pasaporte, por favor? Y también el documento del niño.

–¿Hay algún problema? –preguntó mientras tendía los documentos.

–No hay ningún problema, se lo aseguro. Esto solo nos llevará un momento.

A pesar de sus palabras, el temor de Sarah creció mientras el hombre estudiaba los pasaportes. Se dijo que sus modales eran muy agradables. Asumió que si había alguna irregularidad, el hombre no desviaría su vista del documento a ella. Parecía que se sintiera intrigado por su presencia.

No ayudó a sosegarla descubrir que el hombre era mucho más atractivo de cerca de lo que le había parecido a cierta distancia. Sus ojos despedían reflejos dorados, pero eran tan azules como el mar embravecido. Y su piel morena corroboraba la primera impresión de que se trataba de un deportista. No era difícil imaginarlo en el puente de mando de un yate, manejando el timón para amansar el ímpetu de las olas. Su presencia autoritaria sugería que saldría victorioso.

Ya que lo estaba estudiando detenidamente, no podía sentirse insultada ante la inspección concienzuda de la que ella misma estaba siendo objeto. Se habría sentido muy halagada si no fuera porque desconocía el motivo por el cual la habían elegido.

–Su nombre completo es Sarah Maureen McInnes y su hijo se llama Christophe Charles…¿McInnes?

–Soy madre soltera, si se refiere a eso –replicó Sarah con sequedad al apreciar la entonación sospechosa en la voz del oficial.

–Es una simple comprobación de datos –se disculpó–. No hay ningún juicio implícito.

Sarah lamentó una reacción tan defensiva. El hecho de que otras personas hubieran llegado a conclusiones falsas y poco amables acerca de su situación no significaba que todo el mundo pensara del mismo modo.

–Estoy cansada. Y Christophe también. Ha sido un viaje muy largo –señaló a modo de disculpa–. Me gustaría saber qué está pasando, señor…–leyó el nombre en la placa que había sobre la mesa–, señor Sancerre.

La comisura de su boca se torció ligeramente.

–Perdóneme por no haberme presentado antes. Mi nombre es Josquin de Marigny. El director del aeropuerto, Leon Sancerre, me ha cedido amablemente su despacho para esta reunión.

Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Sarah mientras recordaba un fragmento del folleto turístico que había leído.

–¿De Marigny? No es esa…no son…

–La casa real de Carramer –terminó Josquin.

Sarah se alegró por estar sentada. Sentía que las rodillas se le habrían doblado si hubiera tratado de levantarse. Ahora comprendía que todo el mundo se hubiera inclinado ante él. ¿Qué demonios estaba pasando?

–¿Es usted el rey? –preguntó con voz ahogada.

–Es una tradición que en Carramer no exista la figura del rey –dijo tras negar con la cabeza–. Nuestro soberano es el príncipe Lorne de Marigny, mi primo. Yo soy consejero del príncipe Henry de Valmont, gobernante de la provincia de Valmont. De acuerdo con estos documentos, usted se dirige hacia allí.

Sarah estaba demasiado confusa para atender los pequeños detalles.

–Verá, señor…Quiero decir, Alteza, he ganado estas vacaciones en un concurso y el destino era la provincia de Valmont. Yo no lo he decidido, si bien creo que es uno de los lugares más bellos de Carramer. Pero todavía no sé qué es lo que quiere de mí.

–¡Ah, sí! El concurso…¿Nunca se ha preguntado cómo resultó ganadora?

–Si no has disfrutado de unas buenas vacaciones en dos años y una emisora de radio te llama para informarte que un ordenador te ha elegido al azar para un viaje a un paradisiaco reino del Pacífico Sur, y al cabo de unos días recibes los billetes por correo tal y como te habían prometido, no te haces demasiadas preguntas –explicó Sarah, pero al instante sintió un vuelco en el corazón–. ¿Intenta decirme que no gané ese concurso? ¿Acaso fue todo un engaño? ¿Esa es la razón por la que me ha apartado de la cola?

–Sí, tiene razón –afirmó con la cabeza–. No hubo ningún concurso. Arreglé el asunto de la llamada para traerla hasta Carramer.

Sarah tomó a Christophe en brazos, decepcionada al comprender que no había ganado el concurso, y se puso en pie con dificultad sin prestar atención al hecho de que quizás estuviera ofendiendo a su anfitrión. Tanto si era un príncipe como si no lo era, no tenía ningún derecho a jugar con sus sentimientos.

–No sé lo que está pasando y ya no me importa, pero voy a llamar a la policía. Estoy segura que esto es ilegal incluso en un país como Carramer.

Rápido y felino como un leopardo, el príncipe se acercó a ella y la obligó a tomar asiento. Esa vez se sentó a su lado y no apartó la mano de su brazo.

–Escuche lo que tengo que decirle y después podrá actuar según le dicte su conciencia, aunque creo que la policía americana no sería de mucha ayuda ahora que está en Carramer –explicó Josquin.

–¿Es que soy su prisionera?

–Muy al contrario, de hecho. Pertenece a este lugar tanto como yo.

Sintió que el suelo se abría bajo sus pies y agradeció el contacto de su mano para mantenerse anclada en la realidad. Había soñado con ese momento durante dos años, pero ahora estaba repentinamente asustada.

–¿Sabe quién soy? –preguntó.

El príncipe hizo una pausa tan larga antes de contestar que Sarah sintió cómo su corazón se lanzaba a una frenética carrera.

–Sí, eso creo.

Apenas podía respirar a causa de la tensión. Apretó a su hijo con fuerza.

–Dígamelo –imploró con una voz que no era más que un susurro.

La mano del príncipe, firme sobre su brazo, envió a Sarah un silencioso mensaje de apoyo.

–Mis investigaciones sugieren que es usted ciudadana de Carramer –dijo.

–¿Quiere decir que nací aquí?

–No, nació en Estados Unidos.

–Entonces, ¿cómo es posible…?

–Todavía tengo que atar algunos cabos sueltos, pero estoy casi seguro que no me he equivocado de mujer –señaló Josquin.

¿A qué se refería con eso? Quizás no fuera la mujer que había creído en su infancia, la hija de James McInnes, el famoso promotor inmobiliario de California, y de Rose, pero tampoco sospechaba que fuera de un lugar como Carramer.

–¿Sabía usted que la adoptaron poco después de su nacimiento? –apuntó el príncipe.

–Me enteré hace dos años –dijo casi sin voz–, después de que me hicieran un análisis de sangre para combatir un virus. Me dijeron en el hospital que no podía ser la hija natural de mi padre. Al principio pensé que mi madre habría tenido una aventura, pero después descubrí que tampoco era hija suya.

–¿No le pidieron un certificado de nacimiento cuando solicitó el pasaporte?

–Era una excelente falsificación –dijo Sarah–. Claro que yo no lo sabía.

Se había sacado el pasaporte para su viaje de fin de carrera a Europa. Entonces no conocía la verdad acerca de sus padres y no había puesto en duda la autenticidad de los documentos. La riqueza de sus padres adoptivos también tenía sus ventajas. Si habían conseguido hacerse con un bebé, falsear la documentación no dejaba de ser una preocupación menor.

–¿Nunca le aclararon las circunstancias de su nacimiento?

–No querían que supiera que era adoptada –negó con la cabeza–. Una vez que lo descubrí y quise buscar a mis padres naturales, James se negó a ayudarme. Me dijo que tendría que elegir entre ellos y él.

La voz de Sarah se quebró en ese punto, pero se rehizo.

–Me recordó todo lo que habían hecho por mí y me sugirió que olvidara el pasado. ¿Usted conoce mi pasado?

El príncipe asintió.

–Todo lo que tengo que decirle nos llevará bastante tiempo y preferiría un lugar más apropiado –sugirió Josquin.

–¿Por qué no puede contármelo ahora?

–Sería más apropiado si no estuviera pendiente del reloj cada pocos minutos.

Sarah no se había dado cuenta de que estaba mirando la hora de un modo compulsivo.

–Christophe tiene que comer. Además tengo que cambiarlo y necesita dormir la siesta.

Eso por no mencionar que ella también necesitaba un descanso. La sugerencia de que el príncipe podía revelarle su pasado había desterrado de su cuerpo el cansancio, pero sabía que le asaltaría el sueño más adelante.

–Entonces la acompañaré a su alojamiento –dijo mientras Sarah era presa de la indecisión–. Podremos continuar nuestra charla después de que haya atendido al niño.

Sarah pensó en el contraste que supondría la vida del príncipe con su propia experiencia como madre soltera.

–Confío que estará preparado para el choque cultural –dijo con voz temblorosa.

–El príncipe Lorne tiene dos niños pequeños, al igual que su hermano Michael y la hermana de ambos, princesa Adrienne –señaló divertido–. Tengo mucha experiencia en el cuidado de los niños.

–¿Acaso los príncipes no tienen criados para que se ocupen de las tareas más desagradables? –preguntó Sarah.

Josquin vaciló antes de contestar la pregunta.

–Sí, en algunos casos.

Ella comprendió que no era su caso. ¿Por qué no? ¿Acaso era un príncipe moderno que prefería hacer las cosas por sí mismo? Dada su intervención personal en su vida, Sarah dedujo que debía ser así. Dominó su impaciencia.

–¿Por qué no puede decirme lo que sabe?

–Existen muchas probabilidades de que se niegue a creerme –dijo–. Necesito tiempo para convencerla y ganarme su confianza.

La realidad era que ya se sentía inclinada a confiar en él y eso la desconcertaba. No se debía al hecho de que fuera un príncipe. Había leído lo suficiente acerca de la realeza para saber que sufrían las mismas flaquezas que el resto de los mortales. Había algo acerca del príncipe Josquin que inspiraba confianza.

Mientras descolgaba el teléfono para pedir un coche, Sarah lo miró fascinada. Estaba claro que había crecido acostumbrado a ostentar una posición de poder. Se notaba en el modo relajado en que daba las órdenes, seguro de que serían ejecutadas sin la menor objeción.

Fijó su atención en el modo en que apoyaba el muslo contra el borde de la mesa mientras la otra pierna se balanceaba en libertad. Parecía un hombre satisfecho con el papel que le había tocado en la vida. Puesto que ella desconocía su lugar en el mundo desde el momento en que todos sus puntos de apoyo se habían desmoronado al enterarse de que había sido adoptada, no pudo evitar sentir un poco de envidia por la confianza en sí mismo que desprendía el príncipe.

Tenía los ojos entrecerrados y eso velaba el peculiar color de su iris bajo un manto de pestañas a juego con el color de su cabello oscuro. Los rasgos aristocráticos y esbeltos serían el resultado de varias generaciones hasta alcanzar un grado tan alto de perfección. Notó cómo el corazón se aceleraba nuevamente. ¿De qué generaciones habría resultado ella?

El príncipe conocía la respuesta, pero Sarah sospechó que no la revelaría hasta que juzgase que había llegado el momento adecuado. Apreció cierta intriga en la mirada que le dirigió el príncipe mientras atendía la llamada. Intriga y algo más inquietante, un fuego que recordaba en los ojos de un hombre la noche que Christophe había sido concebido. El recuerdo de aquella experiencia que le había cambiado la vida provocó que su temperatura corporal se disparase. Dirigió su atención hacia la ropa del niño para evitar que Josquin advirtiera la desazón que le había procurado su mirada.

Él apenas la conocía. Entonces pensó en el grueso informe que el príncipe tenía en su poder. Seguramente sabía mucho más sobre ella de lo que ella sabía de él. De hecho, era probable que supiera de ella más de lo que ella misma sabía.

Su primer recuerdo nítido se remontaba a la fiesta de su tercer cumpleaños en casa de la familia McInnes en California del Sur. Brendan, el chico que vivía en la puerta de al lado, le había quitado su globo rojo y lo había explotado en su cara cuando ella se lo había pedido. Desde ese día no le gustaban los globos. Había sido una buena estudiante y una hija ejemplar. Y se había resignado al deseo de su padre para que estudiara en un instituto local de modo que pudiera seguir viviendo con ellos.

Sabía que tenía veintisiete años, su signo era Libra y su cumpleaños el 29 de septiembre. Pero ahora se preguntaba si podía creer en nada de lo que le habían dicho a lo largo de su vida.

En realidad se sentía la misma persona que antes. La misma mujer testaruda, cabezota y fiel a sus principios que siempre había sido. Brendan, a sus tres años de edad, lo había comprobado cuando ella lo había amenazado con golpearlo en la nariz si no le devolvía el globo. Lo había hecho explotar y ella lo había sacudido. Después se había quedado un buen rato de cara a la pared, pero había mostrado sus armas. Y todavía seguía firme a sus promesas, costara lo que costara.

De pronto sintió un escalofrío. Se sentía más desorientada en aquel momento que cuando se había enterado de que la habían adoptado. El príncipe no tenía derecho a ocultarle información que le afectaba de un modo tan íntimo. Pero era una mujer adulta y no podía amenazarlo con el puño, así que decidió armarse de paciencia. Tenía la sensación de que no era un hombre al que pudiera meter prisa.

–¿Cómo sabía que llegaba hoy? –preguntó mientras Josquin abría la puerta para acompañarla hasta el coche.

Pensó que era una pregunta estúpida. Estaba claro que lo había preparado todo. Todavía no acababa de creerse que el premio que había ganado no había sido más que un engaño, pero no estaba tan enojada con él como presumía.

–La estaba esperando –confirmó el príncipe.

Un leve gesto bastó para que apareciera un mozo a su lado. Obedeció la orden silenciosa del príncipe y se encargó de la maleta de Sarah. Observó al hombre alejarse con cierta inquietud y comprendió que tanto ella como su hijo estaban en manos del príncipe.

Christophe se había dormido finalmente y no se despertó mientras salían del aeropuerto. Apoyaba la cabeza en el hombro de Sarah, el pulgar en la boca y la otra mano cerrada sobre el cuello de la blusa. Si tenía suerte no se despertaría hasta que llegaran a su hotel, si es que era allí dónde los conducía el príncipe.

–Se ha tomado muchas molestias para traerme hasta aquí. Debo ser una persona importante –señaló con fingida indiferencia–. ¿Por qué necesitaba un señuelo para atraerme hasta Carramer?

–La razón es que se nos acaba el tiempo.

–¿Sabe que me está volviendo loca?

La expresión seria de Josquin se suavizó con una leve sonrisa.

–La verdad es que no me importaría provocar ese efecto en una mujer tan atractiva.

–Seguro que les dice lo mismo a todas las mujeres –replicó Sarah.

–¿Se sorprendería si negara ese punto?

–Sí –asintió–, me costaría mucho creerlo.

–Supongo que debería aceptar eso como un halago –admitió–. Este es nuestro coche.

Sarah se paró en seco, asombrada al ver a un chófer que le abría la puerta de una limusina negra. En lo alto de la capota ondeaba el estandarte de la casa real. Seguro que llamaría la atención si ese coche apareciera a la puerta de su bloque de apartamentos en el norte de Hollywood.

Había sido la comidilla de todos sus vecinos cuando estos habían descubierto que era madre soltera y que el padre no daba señales de vida. Era una lástima que no tuvieran la oportunidad de ver aquello. Ese pensamiento la hizo sonreír.

–¿Qué encuentra tan divertido? –preguntó el príncipe con curiosidad.

–Imaginaba la reacción de mis vecinos si apareciese en un coche como este. Supongo que usted estará acostumbrado.

–No hasta el punto que no pueda disfrutarlo a través de sus ojos –dijo con la mirada fija en Sarah.

Se acomodó en la tapicería de cuero. Era igual que viajar sobre una nube. En uno de los asientos había una silla de coche para bebé con un prístino forro de lana virgen. Sin despertar a Christophe, aseguró al niño en el asiento, desconcertada por todas las molestias que se había tomado el príncipe para recibirla.

El interior del coche estaba equipado con una pantalla de televisión y un bar bien provisto. Al tiempo que el coche se deslizaba suavemente sobre el asfalto y se alejaba del aeropuerto, el príncipe abrió con destreza una botella de champán francés y sirvió dos copas. Tendió una de las copas a Sarah.

–Brindo porque haya llegado sana y salva –dijo Josquin.

Sarah bebió para calmar los nervios. Desde luego no se sentía a salvo. Comprendió que había aceptado la palabra de un completo desconocido y había aceptado acompañarlo en su coche. Era justo la clase de situación contra la que sus padres, Rose y James, la habían prevenido en su adolescencia.

Habían soñado con que ella fuera la hija perfecta. La perfección siempre había sido el parámetro ideal para James McInnes, tanto en los negocios como en la vida privada. Si hubiera tenido la oportunidad de adoptar a un chico con la misma facilidad, seguramente no lo habría dudado. En esa situación, Sarah estaba segura que no le había revelado que era adoptada de modo que no tuviera que admitir lo que él consideraba un defecto. Seguramente habría considerado el interés de Sarah por encontrar a sus padres naturales como una crítica velada a su labor como padre. Se negaba a aceptar que aquello no fuera con él y con Rose, sino que se tratara de Sarah y sus necesidades íntimas. Rose McInnes se había mostrado más comprensiva, pero había terminado por acatar las decisiones de su marido.

Quedarse embarazada no había entrado en sus planes, pero se había sentido tan perdida ante la falta de apoyo de sus progenitores que había buscado consuelo en los brazos de Jon Harrington, un amigo de la infancia. Ninguno de los dos había previsto que la compasión terminase en auténtica pasión, y más tarde en algo demasiado grande para hacerle frente, pero así había ocurrido.

Y vaya dos se habían juntado. No habría sabido definir cuál de los dos tenía menos experiencia, la Señorita Perfecta o Jon, el futuro párroco. Pero la inexperiencia no les había impedido traer al mundo una criatura. Miró al niño que dormía plácidamente y aguantó la respiración. Christophe era su más preciado tesoro, la única persona a la que realmente se sentía unida. Lamentaba la falta de control en su relación con Jon, pero nunca podría culparse por el niño que había dado a luz.

Jon nunca había tenido noticias de su paternidad y, si de ella dependiera, nunca lo sabría. Si llegara a saberlo insistiría en reconocer a su hijo y hasta se casaría con ella, si Sarah se lo pidiera. Pero había soñado con ordenarse sacerdote desde que ella tenía memoria y no estaba dispuesta a apartarlo de su sueño. Ya se sentía bastante mal con que su propia vida fuera una ruina gracias a James McInnes. No estaba dispuesta a arruinar también la vida de Jon.

Poco después de que Sarah supiera que estaba embarazada, Jon había entrado en el seminario y su relación se había limitado a una carta cada pocas semanas. En la última misiva, Jon había anunciado que lo enviaban a las misiones en Sudamérica. Sarah echó de menos su amistad, pero un precio pequeño a cambio de que Jon alcanzara su sueño. Cuando Christophe tuviera la edad suficiente, Sarah le hablaría de su padre y se aseguraría que comprendiera lo especial que era Jon.

Había encontrado un apartamento, se había mantenido durante el embarazo y después gracias al dinero de un fondo fiduciario que le había dejado su abuela materna. Sarah y se abuela se habían querido mucho. Agradeció que muriese antes de que se descubriera que no estaban realmente emparentadas por lazos de sangre. Sarah no había mantenido el menor contacto con sus padres adoptivos desde que se había marchado y se preguntaba, con cierta amargura, si ellos lo preferían así.

Bebió un sorbo de champán y sintió cómo las burbujas le hacían cosquillas en la garganta. Se sintió estúpida por lo que Rose y James pudieran pensar acerca de su comportamiento, puesto que no les había dicho nada de su embarazo. En todo caso, el hombre que estaba a su lado no era un completo desconocido. El soldado en la aduana lo había llamado Alteza, y estaba segura que un coche como ese no estaba a disposición de cualquiera.

–Se me acaba de ocurrir que quizás tendría que haberle pedido alguna identificación.

Los rasgos marcados del rostro del príncipe se relajaron y la miró divertido.

–¿Bastaría con que le mostrara mi carné de conducir?

–No sabía que los príncipes tuvieran –replicó Sarah.

Josquin suspiró y dejó traslucir que había tenido esa misma conversación un montón de veces.

–Le aseguro que nos vestimos solos igual que cualquier otra persona –afirmó.

Sarah apartó de su mente las imágenes del príncipe vistiéndose de buena mañana. Se trataba de un medio para lograr un fin y ese era descubrir su verdadera identidad. Una vez que le dijera lo que sabía acerca de su pasado, sus caminos no volverían a cruzarse nunca más.

Era extraño que se sintiera tan desilusionada ante esa idea, pero no dejaba de ser algo esperado. Al fin y al cabo se trataba de un miembro de la familia real de Carramer, ¡por todos los santos! Una vez que hubiera cumplido con su deber con respecto a ella, no se mezclaría con los asuntos personales de una ciudadana cualquiera, asumiendo que ella lo fuera. No podía evitar un sentimiento de anticipación ante esa perspectiva. Después de casi dos años desde que había sabido que era adoptada todavía se preguntaba cuál era su sitio en el mundo. Nunca se había imaginado que pudiera pertenecer a otro lugar distinto de América del Norte.

–¿Por qué está tan interesado en mí? –dijo, expresando en voz alta la pregunta que le había rondado la cabeza desde que el príncipe la había sacado de la cola–. No soy el producto de un amor real, ¿verdad?

–¿Siempre es usted tan insistente? –preguntó el príncipe con cierta crispación.

A Sarah se le secó la garganta. Tan solo había apuntado esa posibilidad como un deseo perverso para provocarlo, pero nunca había contemplado que pudiera ser cierto. De pronto sintió que el suelo se movía bajo sus pies. ¿Qué podía ser tan terrible acerca de su pasado para que el príncipe evitara sus preguntas?

Se volvió hacia él y lo miró fijamente con su mirada más apremiante. Quizás fuera un miembro de la realeza, pero ella se había educado como la hija de una familia acaudalada. No se sentía intimidada y era hora de que él lo supiera.

–Insisto en que me diga qué sabe acerca de mi pasado –ordenó Sarah.

–Obtendrá una respuesta muy pronto –replicó Josquin, inamovible–. Ya hemos llegado a su alojamiento.

El coche pasó junto a una garita de centinela. Un soldado uniformado saludó al paso del coche mientras cruzaba unas puertas de hierro forjado rematadas con el blasón real. La limusina prosiguió a lo largo de una avenida flanqueada por árboles a través de los cuales Sarah apreció fincas palaciegas, lo cual sugería que habían entrado en un enclave exclusivo.

Antes de que pudiera preguntar nada al príncipe Josquin, el coche se detuvo bajo un pórtico de arenisca. El edificio que se elevaba detrás era enorme. Al menos tendría cuatro alturas y dos alas tan grandes como una manzana de edificios. Alzó el cuello en un escorzo y observó una bandera azul y jade que ondeaba en lo alto de un mástil en una torre almenada. La sospecha se apoderó de ella.

–Esto no parece un hotel –dijo–. Es más bien…

–El castillo de Valmont –anticipó el príncipe con suavidad–. Bienvenida a casa.

Capítulo 2

Sarah lo miró fijamente, boquiabierta.

–¿A casa? Tiene que ser una broma.

–¿Acaso tengo aspecto de estar bromeando?

Sarah pensó que su aspecto era asombroso. Tenía la impresión de que podría dominar los pensamientos de cualquier mujer casi sin proponérselo.

Pero no podía aceptar la sugerencia de que ella tenía algún tipo de derecho sobre aquel extraordinario lugar. Fueran quienes fueran sus padres naturales, si hubieran pertenecido a aquel lugar, no habrían llevado a su hijo hasta América para darlo en adopción. El castillo y la enorme propiedad que se abría ante ella parecía que hubieran pertenecido durante generaciones a una misma familia. No sería fácil romper una tradición de tanto tiempo.

Antes de que pudiera formular la batería de preguntas que se agolpaban en su cabeza, la puerta de la limusina se abrió y un sirviente uniformado se inclinó hacia ella.

–¿Necesita ayuda con el niño, señora?

Mientras no supiera qué estaba haciendo allí, no dejaría a su hijo en manos de desconocidos ni confiaría en nadie.

–Gracias, pero yo me ocupo –replicó.

–Como guste, señora. Mandaré a alguien para que se encargue de su equipaje.

Mientras los criados se movían con celeridad junto a ella, Sarah tomó a Christophe en brazos. El niño se desperezó y le dedicó una sonrisa maravillosa que revelaba su único diente.

–Ha sido una buena siesta, ¿verdad? –afirmó con una amplia sonrisa.

Al menos la preocupación acerca de lo que estaba ocurriendo no afectaba a su hijo. Siempre que estuviera abrigado, seco, bien alimentado y no perdiera de vista a su madre, estaría satisfecho.

Sarah lo levantó en brazos y apoyó la mejilla contra el niño, que gorjeó alegremente y metió los dedos en la boca de su madre. Sarah los besó y sintió que la desbordaba el inmenso amor que sentía por su hijo. Mientras estuvieran juntos, todo iría bien.

De pronto apreció la serena mirada del príncipe Josquin, que la observaba pensativo. Sarah se volvió hacia él.

–Christophe sigue necesitando comida y que lo cambie.

–Todo lo que usted y el niño pudieran necesitar se ha previsto con antelación –aseguró el príncipe.

–¿Quién lo ha previsto? ¿Con qué intenciones? –suspiró con hastío–. Sí, lo sé. Me dará una respuesta muy pronto.

Josquin la sujetó por el brazo que tenía libre y señaló a los sirvientes que se afanaban a su alrededor.

–No tiene que montar una escena –dijo–. Ni usted ni su hijo sufrirán el menor daño.

–¿Cree que estoy montando una escena? –se soltó con violencia–. Pues espere a ver de lo que soy capaz cuando lo haga en serio.

Mantuvo sujeto con firmeza a Christophe y se encaró con el príncipe. Era como una tigresa con su cachorro y su actitud dejaba muy claro que, si fuera necesario, se enfrentaría al maldito Universo para proteger a su hijo.

–No nos moveremos de aquí hasta que no me dé una buena razón –se plantó.

Una sombra oscureció los rasgos del príncipe, poco acostumbrado a esa clase de desplantes. Tras una pausa, tomó la palabra.

–Su hijo es el heredero de todo lo que hay a su alrededor.

–¿Cómo dice? –balbuceó Sarah, pálida como la cal.

–Es el único heredero varón del príncipe Henry.

–Si eso fuera cierto, entonces mi hijo sería…se convertiría…–pero las palabras no salían con claridad.

–Es el Príncipe Christophe de Valmont –concluyó Josquin.

Observó cómo le temblaban las piernas a Sarah. Rodeó su cintura con el brazo y sostuvo a la madre y al niño. Sarah sacudió la cabeza lentamente para disipar la neblina que enmarañaba sus ideas.

–Tiene que haber algún error. Somos ciudadanos norteamericanos. ¿Cómo puede ser que mi hijo sea heredero de nada relacionado con Carramer, nada menos que de un príncipe? –preguntó incrédula.

–Comprendo que no es una noticia fácil de asimilar. Esa era la razón por la cual quería contárselo en un ambiente más adecuado.

–¿Cree que el escenario tendría alguna importancia en un caso así? ¿Está seguro?

–Hay mucho en juego –dijo tras inclinar la cabeza–. Tenía que ser muy meticuloso.

Sarah asumió que habría sido así en cualquier lugar. No tenía la impresión que Josquin fuera un hombre que hiciera las cosas a medias. Albergaba serias dudas acerca de que el castillo perteneciera a su hijo por derecho pero, por su propio interés, tenía que descubrirlo.

–De momento –dijo con un leve temblor en la voz–, nos quedaremos aquí.

El príncipe pareció aliviado. Señaló a una joven morena muy bonita, de la misma edad que Sarah, que aguardaba junto a ellos.

–Esta es Marie –dijo–. Estará a su servicio mientras se aloje aquí.

No sería mucho tiempo si dependiera de ella, pensó mientras saludaba a Marie. Cuanto más tiempo pasaba a la sombra del impresionante castillo, mayor era su certeza de que todo había sido un gran error. Seguramente la búsqueda del príncipe fuera concienzuda, pero habría tenido que delegar en investigadores y consejeros. Quizás no le habían dado la información correcta. Muy pronto se descubriría el error y ella y Christophe volverían a casa.

No tenía vacaciones. Comprendió que el cheque que había recibido para gastos era tan falso como el premio que supuestamente había ganado. Tendría que devolver el dinero a Josquin, pero no tenía la menor idea de cómo lo haría.

–¿Y si se descubre que todo ha sido un error? –preguntó.

–En ese caso, yo seré el único responsable. Es bienvenida a quedarse en Valmont como invitada tanto tiempo como desee. Es lo menos que puedo hacer para arreglar las cosas, si es que se ha cometido algún error –dijo sin convencimiento.

Sarah se sintió aliviada. Había depositado muchas esperanzas en esas vacaciones para reconsiderar su vida. Si bien había sido decisión suya y no lo lamentaba, criar ella sola a Christophe no había sido fácil. El dinero de su abuela no duraría para siempre. Y muy pronto tendría que volver a trabajar.

Su anterior trabajo en una galería de arte como ayudante de dirección había quedado vacante durante su maternidad. Al cargo de un bebé no podía hacer frente a las interminables jornadas de trabajo y se había visto forzada a firmar su renuncia. Había planeado utilizar las vacaciones para replantearse el futuro.

–Gracias –dijo con un tono que traicionó su alivio.

–De nada –el príncipe inclinó la cabeza–. ¿Podemos entrar?

Un mayordomo sujetó una de las hojas de la magnífica puerta labrada y señaló a Sarah con un gesto que pasara en primer lugar.

Se encontró de pie sobre un suelo de cerámica italiana con incrustaciones de piedra. El techo artesonado se elevaba hasta una altura de casi siete metros. Al fondo del enorme vestíbulo, en uno de los extremos, había una escalera de caracol. Sarah había vivido toda su vida rodeada de grandes posesiones, pero nunca había visto nada igual.

–Esto es una maravilla.

–Esta es una de las casas más distinguidas de Carramer.

–Estoy segura –asintió–. Ahora sí estoy convencida de que se ha equivocado de persona.

Su hijo no podía ser el heredero de todo aquello.

–Entonces tendré que buscar otro modo de convencerla.

–Si eso implica alojarme en un lugar como este, no me importará.

El príncipe sonrió al detectar la excitación en la voz de su invitada.

–El castillo se eleva en el centro de una propiedad enorme que alberga a varios miembros de la familia real. Pero hay otras casas reales todavía más impresionantes como el palacio en la capital, Solano, donde se aloja el monarca, príncipe Lorne.

–No puedo creer que sea más grande que este lugar. ¿Usted vive aquí?

–Siempre que mi trabajo lo requiere –e indicó la escalera para que la acompañara.

Se sentía algo desconcertada, pero no terminaba de discernir el motivo. En todo caso agradeció la barandilla para ayudarla a estabilizar su frágil equilibrio. Muy pronto descubriría su verdadera identidad y cómo su hijo había llegado a ocupar el puesto de príncipe heredero, si realmente se confirmaba ese punto.

Seguramente Marie habría tomado un atajo porque ya estaba deshaciendo su equipaje cuando Josquin abrió la puerta de una suntuosa suite de varias habitaciones.

–Confío en que se sentirá a gusto aquí –dijo.

Sarah nunca había visto nada semejante a la visión que se extendía ante sus ojos. Dos habitaciones se abrían a partir de vestíbulo circular. En la parte de atrás había una terraza cubierta con vistas al mar. El sol iluminaba un área de arena blanca que pedía a gritos que alguien la explorase. Sarah abrazó a Christophe y le prometió en silencio que le enseñaría la playa. No podía esperar para levantar su primer castillo de arena.

Marie llevó algunas de sus prendas a lo que resultó un magnífico vestidor, también con vistas al mar.

–¿A gusto? Nos mudaríamos aquí ahora mismo –dijo.

–Tenga cuidado con lo que desea, Sarina –apuntó Josquin con una mueca.

–¿Cómo me ha llamado? –lo miró con curiosidad.

–Es una variante local de su nombre –replicó–. ¿Le supone una molestia?

–No, supongo que no.

Pero sí le preocupaba la sensación de que no le había llamado de ese modo de forma fortuita. Quería que la sacara de dudas acerca de su pasado y terminar con esa intriga, pero sospechaba que el príncipe Josquin haría las cosas a su manera.

–Marie, ¿cuál es la habitación del niño? –preguntó Sarah.

–Está bien, Marie –se anticipó Josquin–. Yo me haré cargo.

La doncella hizo una reverencia y Josquin abrió una puerta que daba a una espaciosa habitación equipada con todo lo que un niño pudiera necesitar. Sarah colocó a Christophe sobre una mesa para cambiarlo, junto a una exquisita cuna profusamente decorada. Sobre la cuna colgaba un tiovivo con caballos. Sarah los hizo girar en el aire. Era todo un cambio frente a la minúscula habitación de su apartamento que había transformado en guardería. Deseó que sus compañeros de la galería estuvieran presentes para ver todo aquel esplendor.

Josquin apoyó su cuerpo ágil contra el marco de la puerta y observó. El niño trató de alcanzar los caballos y alzó las piernas en el aire encantado.

–¡Allos, Allos! –balbuceó.

–Claro que sí, mi vida –confirmó Sarah mientras lo cambiaba–. Eres un chico muy inteligente.

El vocabulario del niño había sido muy restringido hasta ese momento, apenas algunas palabras. Sarah hundió la cara contra la tripa del niño e hizo una pedorreta contra su piel de terciopelo.

–Adoro todas tus palabras, ¿verdad? Un día tendremos largas conversaciones y me dirás que no sé nada porque soy tu madre, así que será mejor que lo disfrute mientras pueda –apuntó Sarah.

–¿Ya ha empezado a hablar? –preguntó Josquin.

–Dicen sus primeras palabras el primer año y las primeras frases cuando cumplen dos –explicó Sarah.

–Sí, eso me han dicho mis primos.

–¿No tiene hijos?

–No estoy casado.

No supo muy bien por qué, pero esa información la animó.

–¿Y no tiene que hacerse cargo de la sucesión de Marigny?

–Tanto el príncipe Lorne como el príncipe Michael tienen hijos, así que no tengo que preocuparme por el tema de la sucesión.

–¿No hay ninguna niña? –preguntó con las cejas enarcadas.

–Bajo determinadas circunstancias, las mujeres ocupan el trono. Pero lo normal en Carramer es que los títulos pasen siempre a los varones.

–¿Igual que en el caso de Valmont? –preguntó con la vista en su hijo, a lo que Josquin asintió–. ¿Cómo puede estar seguro de que no se ha equivocado de niño?

–Se hizo la prueba del ADN una vez –se movió ligeramente.

–Es cierto. Fue como descubrí que era adoptada –una idea terrible acudió a su mente–. ¿Ha accedido a mis archivos médicos? ¿Cómo fue capaz?

–Era necesario.

–No tenía ningún derecho.

–Tenía un deber que cumplir –dijo el príncipe avanzando hacia ella–. Quizás no esté de acuerdo con los métodos de la investigación, pero necesitaba respuestas con urgencia.

Sarah tomó en brazos a Christophe y se sentó con el niño en una mecedora que había junto a la cuna. El niño buscaba el pecho con ansiedad, pero ella vacilaba. Ya lo había dado de mamar con discreción en público sin ser consciente, pero no estaba segura que quisiera repetirlo delante del príncipe.

Josquin resolvió el problema al girarse hacia la ventana y permanecer con la vista fija en el horizonte, de espaldas a ella. Sarah se desabrochó la blusa y Christophe se abalanzó sobre ella con ganas. Sintió el tirón habitual sobre su piel, pero la alegría que generalmente acompañaba ese momento había desaparecido.

–Antes mencionó un problema de tiempo –dijo con voz baja–. ¿A qué se refería?

–El príncipe Henry padece del corazón y su pronóstico es incierto –afirmó sin girarse hacia ella–. Desea que su heredero esté bien asentado en Carramer lo antes posible en previsión de una desgracia.

Instalado. ¿Hacía cuánto tiempo que no se había sentido asentada en ningún sitio? Cambió al niño de pecho.

–Lamento que la salud del príncipe Henry no sea buena –dijo Sarah–. Pero su plan revela una intención de permanencia. ¿Y si decido que no me quiero quedar?

–Entonces será libre para marcharse –confirmó el príncipe.

Apreció la tensión en la voz del príncipe y se preguntó qué le estaba ocultando.

–Todavía no me ha explicado lo que sabe acerca de mis verdaderos padres –dijo.

Josquin se volvió y se quedó de piedra, atónito ante la visión de Sarah amamantando a su hijo. Su voz sonó grave.

–Su padre fue el único hijo de Henry, Philippe de Valmont.

–¿Fue? –Sarah solo había captado esa palabra.

–Murió en un accidente de esquí acuático poco después de su nacimiento –explicó–. Nunca supo que tuvo una hija.

–¿Y mi madre?

–Se llama Juliet Coghlan.

Sarah se quedó sin aliento.

–¿La secretaria de mi padre?

Había conocido a esa mujer desde la infancia, pero nunca había sospechado que fueran madre e hija. De pronto comprendió por qué Juliet siempre había sido tan cariñosa con ella, sacando tiempo para ella a pesar de su trabajo y comprándole golosinas y pequeños regalos.

Sarah recordó que había descubierto a Juliet y a su padre enfrascados en una fuerte discusión en el despacho. Las lágrimas surcaban su rostro cuando abandonó el interior de la oficina. Se había quedado parada cuando había visto la inquietud de la niña de siete años, pero no le había explicado nada de lo ocurrido. Ahora Sarah se preguntaba si no sería ella el origen de aquella discusión.

Juliet había abandonado su puesto al día siguiente. No había recibido noticias suyas desde entonces y James McInnes le había asegurado que ignoraba el paradero de su antigua secretaria.

–El príncipe Philippe conoció a Juliet cuando pasaba sus vacaciones en Carramer. Se enamoraron y solicitó permiso al príncipe Henry para desposarla –dijo Josquin.

Christophe se había quedado dormido y no protestó cuando Sarah lo aguantó con un solo brazo. Extrañamente consciente de su situación, Sarah se abrochó la blusa con la mano libre.

–Deduzco que el príncipe Henry no les dio su bendición.

–Quería que su hijo se casara con una mujer de Carramer de su gusto.

–¿Y qué ocurrió?

–Philippe le dijo a su padre que pensaba renunciar al trono para seguir a Juliet a Estados Unidos. Su relación prosiguió hasta que ella comprendió lo que él estaba dispuesto a hacer. Evidentemente no quería que Philippe renunciase a todo por ella, así que fingió que su historia había terminado. Confiaba en que, de ese modo, él volvería a Carramer y aceptaría sus obligaciones reales.

Ese había sido su padre, su verdadero padre. Un hombre que había amado con tanta pasión a su madre que había renunciado a todo por ella.

–¿Y regresó a Carramer?