Un lugar en su corazón - Valerie Parv - E-Book

Un lugar en su corazón E-Book

VALERIE PARV

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Cuando la marea la liberó, Allie Carter se encontró en la orilla a los pies de Lorne de Marigny, monarca de Carramer, un atractivo príncipe acostumbrado a salirse con la suya, que le exigió que se quedara en su residencia con su hijo y con él. Desempeñar el papel de niñera del adorable Nori sirvió para acallar los rumores que podían cuestionar la relación de Allie con el príncipe viudo. Pero ella necesitaba saber por qué Lorne parecía tan torturado y si había un lugar para ella en su corazón.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 192

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Valerie Parv

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un lugar en su corazón, n.º 1585 - julio 2020

Título original: The Monarch’s Son

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-707-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EN CUANTO Allie Carter sintió que la poderosa corriente subterránea empezaba a arrastrarla a aguas profundas, supo que estaba en peligro. La corriente era tan veloz como en un río y demasiado poderosa para que pudiera nadar contra ella. Apenas conseguía mantener la cabeza por encima de la superficie.

El instinto la impulsaba a tratar de regresar a la playa, pero resistió la tentación, ya que eso habría representado una muerte segura. Se puso a nadar en paralelo a la costa. Tarde o temprano la corriente se disiparía en aguas tranquilas y entonces podría nadar hacia la orilla, aunque, dada la fuerza de las aguas rápidas, seguro que terminaría muy lejos de Saphir Beach.

No pudo evitar pensar en los tiburones que frecuentaban la zona. Se le ocurrió que quizá solo devoraran a mujeres de Carramer y no a australianas de visita. La fantasía la distrajo brevemente del dolor creciente en hombros y brazos.

Justo cuando empezaba a temer no tener fuerzas suficientes para regresar a la costa, sintió que la corriente aflojaba y se puso a bracear en dirección a una cala que se divisaba a lo lejos. Aunque el cansancio y el agua salada le nublaban la vista, creyó ver a alguien en la arena, a menos que fuera otra fantasía.

Al llegar a aguas someras, no fue capaz de hacer acopio de energía para ponerse de pie; el pecho le subía y bajaba por el esfuerzo de respirar. Las olas rompieron sobre su cabeza y amenazaron con sacarla otra vez a mar abierto, pero encontró la fuerza necesaria para resistir.

De pronto sintió que la alzaban unos brazos fuertes que la llevaron hasta la playa.

–Está bien, ya se encuentra a salvo.

La voz tenía acento francés y era inconfundiblemente masculina, a pesar de que el hombre no era más que una silueta borrosa. Notó que la depositaba boca abajo sobre una superficie sólida y que ejercían presión en su espalda. Intentó protestar, pero no logró emitir sonido alguno. La presión regresó varias veces a intervalos regulares, hasta que tosió y expulsó una copiosa cantidad de agua salada.

–Mucho mejor –comentó la voz–. Quédese quieta mientras voy a buscar al médico.

Aturdida, se apoyó en un codo e intentó centrar su atención en el hombre alto y de hombros anchos que la había rescatado y se inclinaba sobre ella. Su voz sonaba preocupada y las manos que depositaron una toalla doblada bajo su cabeza y le ofrecieron otra para que se limpiara la cara eran gentiles.

–No necesito un médico. Estaré bien si puedo descansar unos minutos –farfulló.

–Dista mucho de hallarse bien. Ha estado a punto de ahogarse. Es evidente que no lleva mucho en Carramer o, de lo contrario, sabría que Saphir Beach es peligrosa, a menos que se conozcan muy bien sus aguas.

No necesitaba que un desconocido le señalara que todo se debía a su propia estupidez.

–¿Cómo iba a saberlo? –le espetó–. Los únicos carteles de advertencia estaban en el idioma de Carramer.

–Qué sorpresa.

Luchó por sentarse y se encontró sobre una manta gruesa bajo un toldo blanco que le recordó la tienda de un jeque. Incómoda, comprendió que debía de haber ido a parar a una de las muchas playas privadas que había en el reino. Su propietario, tal como sugería su conducta, estaba irritado por la intrusión.

La visión casi se le había aclarado y, a pesar del gesto de desaprobación, el hombre que la había salvado tenía unas facciones arrebatadoras, como cinceladas en piedra.

Sus ojos negros la miraban furiosos. Algo en él le resultó familiar, aunque se encontraba tan cansada que apenas lograba pensar.

–Me llamo Alison Carter –se presentó con el fin de aliviar la tensión y complacida de que su voz sonara menos ronca–. Allie para los amigos.

–Alison –el tono seco de inmediato lo eliminó de la categoría de amigo–. Yo soy Lorne de Marigny.

–Encantada de conocerlo, monsieur de Marigny –imitó su tono formal y, casi inconscientemente, le concedió el tratamiento francés, que se prefería en la isla. En Australia lo habría llamado Lorne sin ningún titubeo, pero su porte arrogante y sus modales severos le sugirieron que, por algún motivo, no sería inteligente hacerlo. Se puso de pie con esfuerzo–. Gracias por su ayuda, pero será mejor que me vaya.

El mareo la dominó y se tambaleó. Al instante, él la sostuvo con un brazo alrededor de los hombros.

–No se encuentra en condiciones de ir a ninguna parte hasta que la haya visto un médico.

Tuvo ganas de refugiarse en su abrazo y dejar que siguiera tomando decisiones por ella. Parecía habituado a hacerlo y Allie se sentía muy cansada; sin embargo, no podía imponerle más su presencia, en particular cuando no resultaba bienvenida.

–Ya ha hecho más que suficiente. Lamento haber invadido su intimidad; me marcharé ahora mismo.

–¿Y cómo piensa irse? –su mirada negra la atravesó.

–Imagino que iré caminando hasta Allora –no lo había pensado–. Me alojo allí, en un hostal.

–En primer lugar, no se encuentra en condiciones de caminar –descartó la idea con un gesto seco– y, menos aún, tres kilómetros.

–¿La corriente me arrastró tanto? –preguntó sorprendida.

–Sí –sonó levemente divertido–. Y, antes de irse a ninguna parte, verá a un médico. Venga, mi villa está más allá de la loma.

–Mire, no era mi intención irrumpir en su playa privada –protestó–. Si alguien de su… personal… me lleva a Allora, lo dejaré en paz. Le prometo que iré al médico en cuanto llegue a la ciudad –añadió antes de que Lorne pudiera decir algo más al respecto.

–¿Siempre es tan obcecada? –frunció el ceño.

–Solo cuando he estado a punto de ahogarme –afirmó con voz cansada. Le dolía todo el cuerpo de haber luchado contra la corriente y a sus piernas les costaba sostenerla. No tenía ganas de tratar con el señor Arrogancia.

–¿Por qué será que eso me resulta difícil de creer?

La sometió a un escrutinio que le recordó lo mucho que revelaba su biquini blanco. Como se le había olvidado meter en la maleta el bañador, el día anterior había tenido que comprar ese biquini en Carramer, dejando que el entusiasmo de la vendedora pusiera fin a sus reparos sobre lo escueto del material elástico que, mojado, mostraba más de su bonita figura que cuando estaba seco.

«Bueno, no tengo nada de qué avergonzarme», pensó retadoramente. No era ninguna supermodelo, pero una dieta cuidadosa y el ejercicio físico habían moldeado su figura. Al mismo tiempo, la lenta inspección de Lorne le provocó un cosquilleo en el estómago que no tenía nada que ver con haber estado a punto de ahogarse.

–Muéstreme el camino –sugirió con voz insegura.

–Siempre lo hago –inclinó la cabeza.

Al tomarla del brazo y guiarla hacia un sendero estrecho que bordeaba una duna, el calor de la mano de su rescatador le quemó la piel. Su extenuación debía de ser la causa por la que se hallaba tan sensible. Quizá él tuviera razón y debía consultar a un médico.

–¿Qué la trae a Carramer? ¿Está de vacaciones? –preguntó mientras ella se afanaba en vano por seguir sus largas zancadas. Él lo notó y disminuyó un poco el ritmo.

–Unas vacaciones de trabajo –explicó–. He venido a pintar.

–¿Es artista?

De nuevo captó la desaprobación en su tono y se preguntó cuál sería la causa.

–Es lo que quiero averiguar. En Brisbane enseño arte en un instituto de chicas, pero siempre he querido pintar de manera profesional. He pedido todos los días que me debían de vacaciones para explorar lo que puedo lograr.

–¿Y por qué ha venido a Carramer? Sin duda, puede pintar en Australia.

–Podría, pero había demasiadas distracciones.

–¿Masculinas? –enarcó una ceja.

«Familiares», pensó con cierto resentimiento. Entre una madre enferma que esperaba que Allie la cuidara y una hermana menor malcriada que consideraba que sus necesidades siempre estaban primero, nunca había sobrado tiempo ni dinero para nada de lo que Allie había querido.

Su padre se había marchado cuando Allie contaba dieciséis años y, desde entonces, su madre había recurrido a ella en busca de apoyo, jurando que no podía arreglárselas sola. Sus muchos males jamás se habían podido diagnosticar con precisión, pero le habían impedido trabajar a jornada completa y habían garantizado que Allie estuviera pendiente de ella para facilitarle la vida. Incluso había abandonado la idea de asistir a la escuela de arte para ponerse a enseñar y poder ganar dinero con el fin de que su hermana fuera a la universidad.

Pero unos meses atrás su madre había soltado la bomba de que pensaba casarse con un vecino que, al parecer, la había cortejado mientras Alison trabajaba. Había quedado bien claro que era hora de que Alison viviera su vida. Después de agradecerle todo lo que había hecho, se le dijo que su sacrificio ya no era necesario.

Lorne malinterpretó el silencio de Allie como una afirmación.

–¿Ese hombre la engañaba?

–No –lo miró confusa–, no había ningún hombre. Vine por motivos propios.

–¿Me está diciendo que una mujer de sus evidentes encantos no tiene ningún hombre que la espere? –preguntó con escepticismo.

Podría haberlo aceptado como un cumplido si no hubiera sido por la dolorosa certeza de que Lorne tenía razón. Mantener a su familia y ocuparse de las exigencias emocionales de su madre no le había dejado tiempo para una vida amorosa. Había salido con un colega del trabajo que resultó más exigente incluso que su propia familia. Cuando le dijo que pensaba tomarse unos días libres, le puso reparos.

Con la intención de frenarla, le sugirió que quizá no esperara su vuelta. Allie no estaba segura de quién se había mostrados más sorprendido cuando ella le contestó que quizá aquello fuera lo mejor.

–En casa ya no me espera ningún hombre –confirmó, incapaz de ocultar un tono de amargura en la voz.

–Imagino que sus propias necesidades tuvieron prioridad –el tono cortante de Lorne fue un veredicto en sí mismo.

Esa fue la gota que colmó el vaso. Ya se había hartado de supeditar su vida a las exigencias de otras personas que no vacilaban en prescindir de ella cuando les convenía. Había llegado el momento de cambiar las cosas.

–¿Qué tiene de malo pensar en una misma? –lo retó.

–Según mi experiencia –repuso tras una pausa–, por lo general eso significa pisar los sentimientos de los demás.

Era lo último que ella habría hecho, pero se sentía demasiado agotada para defenderse ante él. ¿Qué sabía aquel hombre del precio que había tenido que pagar por sus responsabilidades? Por su aspecto y sus comentarios, daba la impresión de que Lorne solo tenía que preocuparse de sí mismo.

Lo miró de reojo, confundida por la reacción ambigua que despertaba en ella. Su actitud autoritaria tendría que haberla molestado, pero, en un plano inesperado, la excitaba. Lo observó tal como él la había estudiado a ella. Le sacaba por lo menos una cabeza. Su espalda recta y su andar relajado creaban una impresión fascinante de autocontrol.

Sus facciones aquilinas deberían haberla alarmado, pero se encontró preguntándose lo que reflejarían en un momento de gozo, con los ojos oscuros encendidos de placer y la boca plena curvada en una sonrisa. Sintió un escalofrío.

Le habría gustado pintarlo tal como estaba en ese momento. Llevaba un ceñido bañador negro de cintura baja que lo hacía parecer un aristócrata de vacaciones. Tratar de capturar aquel matiz sería un reto para un artista. Daba la impresión de que aquel hombre sabía exactamente el lugar que ocupaba en el mundo.

Reprimió una sentimiento de envidia. Tenía que ser maravilloso saber dónde estabas y qué debías hacer, algo que Allie intentaba averiguar.

–¿A qué se dedica? –preguntó impulsivamente.

–¿Dedicarme? –se mostró desconcertado–. Podría afirmar que dirijo todo.

–¿Quiere decir como un director general?

–No lleva mucho tiempo en Carramer, ¿verdad?

–Una semana, pero pretendo quedarme el tiempo que me dure el dinero. ¿Por qué? ¿Debería saber quién es usted?

–No –movió la cabeza–, pero sospecho que muy pronto va a averiguarlo.

Siguió la dirección de su mirada hacia una figura oscura que avanzaba en dirección a ellos desde los árboles que había más allá de la cala. Luego vio a un hombre que perseguía a una figura mucho más pequeña que corría por la arena.

–Nori –dijo Lorne, la voz suavizada por el afecto. Abrió los brazos y el niño se arrojó a ellos, rodeándole el cuello como si nunca quisiera soltarlo–. ¿Qué haces aquí? Se suponía que estabas durmiendo –inquirió Lorne.

–No necesito dormir la siesta. Ya soy un chico grande –la voz del niño era una imitación de la vibrante voz de Lorne con acento francés.

Por algún motivo, Allie sintió una punzada de decepción. No había duda de que Lorne y Nori eran padre e hijo. El parecido era grande. De manera que estaba casado. No sabía por qué la molestaba, ya que lo más probable era que sus caminos no volvieran a cruzarse.

El niño miró a la desconocida y luego a su padre.

–Es Alison Carter. Tuvo problemas con la corriente y no se siente bien –explicó Lorne.

–Sé que hay que tener cuidado con el mar –el pequeño asintió con gravedad–, y solo nado con mi niñera.

Allie no pudo evitar sonreír. Con unos ojos oscuros que brillaban como estrellas y la piel del color de la miel, Nori era cautivador. La picardía que danzaba en su expresión potenciaba su atractivo.

–Quizá yo también debiera nadar solo con mi niñera –convino ella.

–Eres demasiado mayor para tener niñera –el niño se mostró desdeñoso–. Cuando sea mayor, yo tampoco la tendré.

–¿Cuántos años tienes, Nori? –rio ella.

–Ya soy un chico grande. Tengo cuatro años –alzó tres dedos regordetes.

Sin detenerse a pensar, Allie le enderezó otro.

–Estos dedos hacen cuatro.

–Lo sé –el niño frunció el ceño–. Solo bromeaba.

Tomar la mano del niño la había acercado lo suficiente a Lorne como para sentir su aliento en la mejilla. La combinación de una cara loción para después del afeitado con su propio y magnético aroma masculino hablaba de paseos bajo las estrellas y de noches interminables en brazos de un amante. Parpadeó. Llegó a la conclusión de que la experiencia de haber estado a punto de ahogarse debía de haberla afectado más de lo que había imaginado.

La ilusión se quebró cuando un hombre fornido ataviado con una camisa blanca y pantalones oscuros se acercó a ellos.

–Lamento la interrupción, alteza. Nori insistió en verlo y salió a la carrera antes de que su niñera o yo pudiéramos detenerlo.

Allie sintió que las piernas se le aflojaban. «¿Alteza?» No le extrañaba que Lorne hubiera esperado que lo reconociera. Recordó un detalle al que apenas había prestado atención, algo que había leído: de Marigny era el apellido de la familia reinante en Carramer. Había invadido la residencia real. De no haber estado tan aturdida, sin duda habría reconocido el nombre.

«Al menos no lo he llamado Lorne», reflexionó con alivio. El castigo para eso sin duda sería la decapitación con una espada herrumbrosa. Era una sorpresa que él no hubiera llamado a los guardias para que la ayudaran. Pensó que no podría haber sido más tonta.

–Al parecer le debo una disculpa, alteza. No lo sabía –le costó contener su furia. Él podría haberle contado la verdad y evitado aquel bochorno.

–Ha sido una experiencia nueva no ser reconocido –descartó el tema con un movimiento de la mano.

–Me alegro de haberle proporcionado un divertimento, alteza –la sangre le hervía–. Sin duda, los bufones deben de escasear en la corte de Carramer.

–En contra de lo que piensa –su furia lo sorprendió–, no me divertía a su costa. Era mi intención presentarme adecuadamente en cuanto se hubiera recuperado.

–Será mejor que lo haga ahora –instó–, porque no deseo ridiculizarme aún más.

Aunque habló con suavidad, el encargado de seguridad se mostró sobresaltado. Era obvio que la gente no hablaba de esa manera a menudo a los miembros de la familia real. Antes de que Lorne pudiera decir algo, se adelantó con voz respetuosa:

–Tengo el honor de presentarle a Su Alteza, el Príncipe Lorne de Marigny, monarca de las islas soberanas de Carramer.

–¿Es usted el gobernante de todo el país? –preguntó atónita.

–Eso parece –asintió.

El esfuerzo realizado para salvarse de la corriente, combinado con el descubrimiento de que había sido rescatada por el propio monarca, se mezclaron para socavar su precario estado de conciencia. El grito sorprendido del encargado de seguridad y la orden de Lorne de que tomara al niño fue lo último que oyó antes de ver que la arena corría a su encuentro.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MIENTRAS Lorne alzaba el cuerpo inerte de Alison, tranquilizó a su hijo.

–Está bien, Nori. La señorita Carter solo se encuentra cansada por haber tenido que luchar contra la corriente. Regresa a casa con Robert que yo llevaré a la señorita Carter –y a su ayudante le ordenó–: Que el médico se reúna con nosotros allí.

El guardaespaldas estaba demasiado bien entrenado para cuestionar la orden del príncipe, pero sus ojos se encontraban llenos de preguntas mientras llevaba a Nori a la villa. Lorne sabía que era poco usual que se tomara un interés tan personal en una desconocida, aunque fuera de una belleza extraordinaria. Pero tuvo que reconocer que pocas terminaban en su playa.

Alison no se movió cuando la alzó en sus brazos por segunda vez en una hora. Como eso continuara, podía convertirse en un hábito. Frunció el ceño al observar la palidez de sus facciones. Le causaba la impresión de que era una muñeca de porcelana de tamaño real.

Alrededor de sus enormes ojos verdes aparecía una tonalidad violácea. Se sintió molesto consigo mismo por haberla dejado hablar y no haber insistido en que viera al médico en el acto.

Tuvo que reconocer que había disfrutado. Conocer a una mujer en términos de igualdad era una experiencia rara en su mundo, donde casi todos sabían quién era él y reaccionaban con deferencia. Lo había desconcertado comprender que Alison desconocía su rango. Y había comenzado a disfrutar de ser tratado como un hombre y no como un monarca.

«Tonto», se amonestó. «¿Es que no has aprendido nada de tu experiencia con la madre de Nori?». También Chandra era australiana, y tan refrescante a su manera como Alison lo era a la suya cuando se conocieron durante una visita oficial a Australia. Se había enamorado de la anterior Miss Australia y, en contra del consejo de sus ministros, había llevado a Chandra a Carramer como su prometida.

La fantasía había durado el tiempo suficiente para que ella comprendiera que, a diferencia de su reinado como Miss Australia, sus deberes como miembro de la familia real no terminarían al cabo de un año. Durante una de las discusiones más agrias, le había asegurado que obtener el título de princesa había sido una de sus ambiciones, pero que, una vez conseguido, no veía motivo alguno para soportar las responsabilidades que acarreaba.

La maternidad había demostrado ser una carga aún mayor y Chandra había entregado de buen grado a su hijo a la niñera hasta que intervino Lorne, asumiendo de manera activa su papel como padre. A ella no le importaba ninguno de los dos y prefería volar a París, donde podía asistir a los desfiles de moda y gozar de la atención que recibía como princesa sin tener que aguantar las molestias de los deberes reales.

Desesperado, Lorne le había reducido su asignación económica, obligándola a permanecer en casa períodos más largos de tiempo; con ello solo se ganó que lo acusara de tirano. Con el tiempo, a ella le empezó a resultar desagradable todo lo de la isla, incluido el matrimonio, haciendo que su esposo se sintiera más solo que cuando estaba soltero.

Chandra también comenzó a resentirse cada vez más de la atención que Lorne dispensaba a su hijo y a criticar todo lo referente a Carramer. Él empezó a hartarse de oír que todo era mejor en Australia. Sin embargo, no podía hacer lo único que ella realmente quería de él, que la liberara de los votos del matrimonio para poder disfrutar de ser una princesa sin ninguna traba.

En Carramer, el matrimonio era una unión de por vida. Solo en las circunstancias más extremas se podía considerar la separación. No existía el divorcio. Una pareja podía vivir separada, pero estaría unida hasta la muerte. Chandra le había exigido que cambiara las leyes, pero después de haber visto el efecto que tenía el divorcio en los niños de otros países, no deseaba instituirlo en Carramer, ni siquiera por su esposa. De no haber ostentado el rango de realeza, le habría permitido vivir lejos de él, pero no tenía intención de poner un ejemplo tan negativo para su pueblo.

Frunció el ceño y se preguntó si, de haber cambiado la ley, Chandra seguiría con vida. Jamás lo sabría. Solo sabía que una discusión intensa la había impulsado a marcharse de la villa conduciendo a una velocidad temeraria, para terminar cayendo con el coche por un risco. Chandra había encontrado su liberación, pero de una manera que acosaría a Lorne el resto de su vida.