Corazón en libertad - Cathy Williams - E-Book

Corazón en libertad E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Quería ganar a toda costa aquel juego de seducción… Cuando el viudo Stefano Gunn conoció a Sunny Porter, una becaria que trabajaba en un bufete, se dio cuenta al instante de dos cosas: era la persona perfecta para cuidar de su hija y también era con diferencia la mujer más seductora que había conocido en su vida. Cuando Stefano logró persuadir a Sunny para que cambiara la toga de abogada por el uniforme de niñera, se centró en la innegable atracción que había entre ellos. Aunque Sunny se mostrara reacia a atravesar la barrera que separaba lo profesional de lo personal, él no iba a huir de aquel reto.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Cathy Williams

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón en libertad, n.º 2480 - julio 2016

Título original: Seduced into Her Boss’s Service

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8635-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Está aquí!

Sunny alzó la vista desde la montaña de papeles y libros de referencia tras la que estaba enterrada. El papeleo había que rellenarlo, los libros de referencia eran para consultar si había precedentes en el complejo asunto sobre impuestos en el que estaba trabajando su jefe.

A pesar de que la carga de trabajo no le permitía apenas ir al baño, no había sido capaz de ignorar la emoción que se había apoderado de Marshall, Jones y Jones desde que supieron que Stefano Gunn iba a encargarles algo de trabajo.

O, más bien, a tirárselo, pensó Sunny, como se le tiraba un hueso a un perro. Marshall, Jones y Jones era nuevo en el panorama legal de Londres. Sí, habían tenido algunos encargos importantes, pero seguía siendo un bufete de tamaño medio sin las décadas de experiencia que buscaría un hombre como Stefano Gunn.

Pero les había encargado un trabajo y las especulaciones no cesaban.

A pesar de estar refugiada en el espacio más pequeño y más alejado de todo el edificio y que tenía la cabeza puesta en el trabajo no había podido evitar que le llegaran los rumores.

Había escogido su bufete para que le llevaran el trabajo de una patente debido a Katherine, una de sus socias. La chica le gustaba y por eso había decidido camelársela dándoles un trabajito.

Sunny pensaba que aquello era una completa estupidez. ¿Qué hombre en su sano juicio haría algo así cuando podía hacer una simple llamada y pedir una cita como haría cualquier persona normal? Aunque ella sabía que Stefano Gunn no era como cualquier persona normal. Las personas normales no tenían a la ciudad de Londres en la palma de la mano a la temprana edad de treinta y tantos años.

Aunque ella tampoco pensaba mucho en el asunto. Al fin y al cabo, cualquier trabajo era un buen trabajo para una empresa nueva y el trabajo que les iba a encargar no sería de gran importancia para él, pero a ellos les supondría una importante suma de dinero.

Sunny apoyó la barbilla en la mano y miró a Alice, que compartía el despacho con ella. Era una chica bajita, oronda y charlatana que parecía incapaz de permanecer largo tiempo callada. Y se había tomado como un trabajo personal averiguar todo lo que pudiera sobre el multimillonario.

–¿Y has conseguido ver al gran hombre? –le preguntó Sunny alzando las cejas.

–Bueno…

–Es tan sencillo como decir sí o no.

–No seas aguafiestas, Sunny –Alice arrastró una silla y se colocó frente al escritorio de su compañera–. ¡No me puedo creer que no tengas el más mínimo interés!

–Pues créetelo –pero Sunny sonrió. Alice era todo lo que Sunny siempre había pensado que la echaría para atrás. Hablaba con un acento pijo que siempre le había resultado irritante y ofensivo, se movía con la seguridad de alguien cuya vida siempre había sido fácil y, por si fuera poco, había conseguido el trabajo únicamente porque su padre tenía contactos, según ella misma admitió un día.

Pero, misteriosamente, a Sunny le caía bien, y aunque en ese momento solo quería seguir trabajando, se mostró dispuesta a tomarse un ratito para escucharla.

–No –Alice suspiró e hizo un puchero–. Y ni siquiera he podido pedirle detalles a Ellie porque todo el mundo se está comportando de una forma supercorrecta. Cualquiera diría que le han hecho un trasplante de personalidad. Ella siempre está por la labor de cuchichear…

–Tal vez tenga mucho trabajo –dijo Sunny con amabilidad–. Y considere que las diez y cuarto de la mañana no es un buen momento para ponerse a cotillear sobre un cliente nuevo.

–No es un cliente cualquiera…

–Lo sé. Lo hemos oído todo sobre el maravilloso Stefano Gunn…

–Pero tú no estás en absoluto impresionada, ¿verdad? –preguntó Alice con curiosidad–. ¿Cómo es posible?

–Soy difícil de impresionar –Sunny sonreía, pero por dentro se había puesto tensa.

Se preguntó cuándo se curaría, cuándo sería capaz de enfrentarse a preguntas personales sin paralizarse. ¿Sería capaz de relajarse alguna vez? Alice no estaba indagando, de hecho, no le había preguntado nada que pudiera definirse como «personal», pero Sunny no había podido reprimir el instinto de alejarse.

Sabía que era una estirada. Sabía que el grupo con el que trabajaba, en el que todos tenían su edad, la encontraba amable pero distante. Seguramente, cuchichearían a su espalda. Era como era y sabía por qué era así, pero no podía cambiarlo, aunque en algunas ocasiones, como esa, deseaba poder hacerlo.

Deseó poder apoyarse en Alice, que la miraba como un cachorrito de ojos marrones esperando a que dijera algo.

–Ese tipo de personas no me parecen… bueno… no me impresiona alguien que sea rico o guapo –concluyó señalando la pila de papeles que tenía en el escritorio–. Está muy bien que vaya a dejar que el bufete le lleve algún asunto. Seguro que los socios están encantados… pero en cualquier caso…

–¿A quién le importan los socios? Él va detrás de Katherine, creo que ella estará encantada y no solo por el negocio –Alice sonrió–. Apuesto a que habrá algo más que un capuchino en el despacho… apuesto a que esta noche lo celebrarán de muchas formas cuando no haya ojos espiándoles. Aunque… –deslizó la mirada por el cuerpo de Sunny y sonrió–. Si lo que él va buscando es el físico, tú eres un bellezón aunque no actúes como tal. ¡Y me voy antes de que me prendas fuego por haber dicho eso!

Alice se levantó con brusquedad sin dejar de sonreír, se bajó la minifalda y preguntó si había algún papel que llevar a la tercera planta. ¿No? Bueno, pues entonces se marcharía a trabajar aunque fuera un par de minutos.

Sunny la vio volver a su escritorio, pero ya tenía la mente fuera del trabajo. Como si un hombre como Stefano Gunn fuera a encontrarla atractiva. Ridículo.

Todo el mundo había oído hablar de Stefano Gunn. El hombre era asquerosamente rico y absurdamente guapo. No pasaba un día sin que su nombre apareciera en las páginas de economía del periódico hablando de algún acuerdo que había abultado todavía más su cuenta bancaria.

Sunny nunca leía los periódicos sensacionalistas, pero estaba segura de que si lo hiciera también lo encontraría allí, porque los hombres asquerosamente ricos y absurdamente guapos nunca llevaban vidas de monje.

Llevaban vidas de playboy con muñecas Barbie saltando a su alrededor.

Nada de todo aquello era asunto suyo, pero Alice había abierto sin saberlo la caja de Pandora. Sunny podía sentir todos aquellos pensamientos tóxicos desenrollándose en los oscuros rincones de su mente.

Se quedó mirando la pantalla y parpadeó ante el denso informe que le habían ordenado leer. Lo que vio fue su propia vida reflejada: su patética niñez, la casa de acogida y todo aquel horror, el internado en el que había conseguido una beca y todas aquellas niñas que se tomaban a pecho rechazarla porque no era una de ellas.

La autocompasión amenazó con apoderarse de ella y tuvo que aspirar con fuerza el aire para aclararse la cabeza, para centrarse en todas las cosas positivas que tenía en ese momento en la vida, todas las oportunidades que había aprovechado y que la habían llevado a aquel incipiente bufete en el que podía adquirir experiencia mientras completaba su curso de prácticas como abogada.

Seguía llevando aquellas cicatrices en el alma que todavía le causaban dolor, pero tenía veinticuatro años y ya sabía cómo enfrentarse al dolor cuando amenazaba con salir a la superficie.

Como en ese momento.

El informe volvió a aparecer enfocado y Sunny se perdió en el trabajo. Solo regresó a la superficie cuando sonó el teléfono de la mesa. Línea interna. Miró el reloj y se llevó una sorpresa al comprobar que ya eran las doce y media.

–¡Sunny!

–Hola, Katherine –Sunny dibujó en su mente la imagen de Katherine, una de las socias más jóvenes de un bufete de toda la ciudad. Era alta, delgada, con el pelo castaño y cortado a lo bob y unos ojos marrones inteligentes y despiertos. Sus impecables antecedentes le habían garantizado una vida de logros sólidos que había sabido aprovechar al máximo. Pero de vez en cuando se unía a las chicas de la planta de abajo para tomar algo después del trabajo porque, como dijo una vez, no tenía sentido encerrarse en una torre de marfil y fingir que los demás no existían. Y en una de las raras ocasiones en las que Sunny se vio obligada por sus compañeras a ir a tomar algo, Katherine le confesó que lo único que le faltaba en la vida era un marido y unos hijos, algo que no se cansaba de repetir a sus padres que nunca tendría. Pero ellos no la creían.

Katherine era una mujer dedicada por completo a su trabajo y también un modelo para Sunny porque, en su opinión, el trabajo era lo único confiable que había en la vida. Lo único que te podía decepcionar era la gente.

–Sé que es tu hora de comer y siento molestarte, pero tengo que pedirte un pequeño favor… ¿podrías reunirte conmigo en la sala de conferencias?

–¿Está relacionado con los archivos que Phil Dixon me pidió que repasara? Porque me temo que no los he terminado todavía… –había estado trabajando como una esclava, y a diferencia de sus compañeros, ella tenía deudas que pagar y el trabajo que tenía al salir del bufete le dejaba muy poco tiempo libre cuando por fin llegaba al apartamento que compartía con Amy.

–Ah, no, no tiene nada que ver con eso. Reúnete conmigo en la sala de conferencias y por supuesto trae el trabajo que estés haciendo. Y no te preocupes por la comida. Pediré que te traigan lo que te apetezca.

Al salir del despacho notó que hacía frío por el aire acondicionado. En el exterior brillaba el sol, el cielo estaba azul y cuando subió las escaleras que llevaban a la sala de conferencias se fijó en que había muchos despachos vacíos.

El parque St James estaba a solo unos minutos del edificio, y con aquel día de verano tan bonito, ¿quién querría quedarse dentro y comer en el escritorio? No mucha gente.

Llegó a la tercera planta y se dirigió al elegante cuarto de baño para asearse.

La imagen que le devolvió el espejo era tan aseada como siempre. El largo cabello rubio platino que cuando caía suelto formaba una cascada de rizos estaba en esos momentos recogido en un moño en la nuca. La blusa blanca lucía inmaculada, igual que la falda gris a la altura de la rodilla. No había necesidad de examinar los mocasines porque estarían brillantes y sin una mancha.

Era una mujer de negocios y salía cada mañana del apartamento asegurándose de que lo parecía.

Siempre trataba de ocultar su belleza, que nunca le había servido para nada bueno. A veces lamentaba no tener problemas de vista para poder esconder los ojos tras un par de gafas de culo de vaso.

Alice la había llamado «bellezón» y ella se había estremecido con la palabra porque era lo último que quería ser y parecer. Hacía un enorme esfuerzo por evitarlo.

Katherine la estaba esperando en la sala de conferencias, un espacio muy grande impecablemente decorado con colores discretos. Había una enorme mesa de nogal alrededor de la cual se podían sentar veinte personas, una mesita a juego para poner el café, moqueta de color pálido y persianas verticales en los ventanales que llegaban hasta el techo. Nada de colores brillantes, ni cuadros que llamaran la atención, ni plantas frondosas.

Y al lado de Katherine había…

Una niña pequeña sentada con los brazos cruzados y rodeada de un montón de aparatos: iPad, iPhone, tablet…

–Sunny, esta es Flora.

Flora no se molestó en alzar la vista, pero Sunny estaba boquiabierta.

–Seguramente te sorprenda, pero tengo que pedirte que cuides de Flora hasta que haya terminado el asunto con su padre –Katherine se acercó a ella y le dijo al oído–, se suponía que tenía que cuidarla su abuela, pero ha tenido que marcharse y la dejó aquí hace media hora.

–¿Tengo que hacer de niñera? –Sunny estaba abatida. Nunca había sido una chica con instinto maternal. No tenía experiencia hablando con niños y la poca que tenía no le reportaba recuerdos bonitos. Los niños que conoció en la escuela a la que iba de vez en cuando hasta los diez años eran terribles. En aquel entonces también fue víctima de acoso por la mayoría de sus compañeros por su aspecto, pelo rubio y ojos verdes. En esa edad lo más importante era fundirse con los demás y ella destacaba como un elefante en una tienda de porcelana, y tuvo que pagar el precio.

La vida le había enseñado que la ruta más segura era la más invisible, y ser invisible no le había proporcionado un amplio círculo de amigos.

Nunca había sido niñera de nadie. Había crecido muy deprisa. En su vida no hubo espacio para jugar y menos para jugar con otras niñas.

¿Qué diablos se suponía que tenía que hacer con esa?

–No es un bebé, Sunny –la corrigió Katherine con una sonrisa–. Y no tienes que hacer nada, por eso te he pedido que te trajeras el trabajo. Aquí se está bien, te he reservado la sala para toda la tarde. Yo estaré liada con el señor Gunn hasta más o menos las cinco y media.

–¿Esta es su hija? –Sunny abrió todavía más la boca y Katherine sonrió.

–A menos que nos haya tomado el pelo, sí. Y créeme, no es de los que gastan bromas.

–¡Bueno…! –Katherine se dirigió de nuevo hacia la niña, que finalmente alzó la vista porque no le quedaba más opción. Katherine había hecho las presentaciones y se encaminó a toda prisa hacia la puerta.

Sunny tuvo la sensación de que la otra mujer se sentía tan incómoda con los niños pequeños como ella.

La puerta se cerró y Sunny se acercó a Flora y se la quedó mirando unos segundos sin decir nada.

Era una niña preciosa. Tenía una melena negra que le caía hasta la espalda, y las pestañas tan largas que le rozaban las mejillas. Los ojos que la miraban fijamente eran grandes, de forma almendrada y tan oscuros como la noche.

–Yo tampoco quiero estar aquí –Flora torció el gesto y se cruzó de brazos–. No es culpa mía que nana me haya dejado aquí.

Una niña malhumorada y rebelde era más de lo que Sunny podía soportar, así que dejó escapar un suspiro de alivio.

–¿Has traído todas tus cosas para jugar? –miró la colección de dispositivos y se preguntó cuántos niños de ocho o nueve años iban por ahí con juguetes electrónicos de miles de libras.

–Me aburren –Flora bostezó ostensiblemente sin taparse la boca.

–¿Cuántos años tienes?

–Casi nueve.

–Bien –Sunny sonrió y se dirigió a los informes que se había llevado a la sala de conferencias–. En ese caso, si estás aburrida de tus juguetes, puedes ayudarme con mi trabajo…

 

 

Stefano estiró las largas piernas y trató con todas sus fuerzas de contener un bostezo.

Cualquiera de sus empleados podría haberse encargado de aquella situación. De hecho, si no hubiera sido por su madre, la situación no habría tenido lugar nunca.

Contaba con un equipo completamente competente de abogados, y, en cualquier caso, podría haber acudido a cualquiera de los mejores bufetes de Londres.

Pero en ese momento estaba allí por culpa de la instigación de su madre, sentado en las oficinas de una empresa tan nueva que apenas había salido del estado embrionario.

–La hija de Jane trabaja allí. Te acuerdas de mi amiga Jane, ¿verdad?

No, no se acordaba. Con aquellas palabras pronunciadas tres semanas atrás, Stefano había intuido por dónde iba su madre, y la hija de Jane, fuera quien fuera, iba a entrar en escena.

No era la primera vez que Angela Gunn trataba de emparejarle. Desde que su exmujer murió en un accidente de coche en Nueva Zelanda por conducir demasiado deprisa y haber bebido en exceso, su madre se había empeñado en buscarle una mujer adecuada que pudiera proporcionarle, como a ella le gustaba decir, una influencia maternal, estable y productiva a la vida de su hija.

–Las niñas necesitan a su madre –le había repetido hasta la saciedad–. Flora apenas te conoce y echa de menos a Alicia… por eso le está costando tanto trabajo adaptarse.

Stefano tenía que reconocer que su madre estaba en lo cierto en algo: apenas conocía a su hija, aunque siempre se había contenido para no contarle a su madre la razón.

Su matrimonio con Alicia había sido corto y desastroso. Se conocieron de jóvenes, y lo que debió haber sido una aventura pasajera se convirtió en boda obligada cuando ella se quedó embarazada. ¿A propósito? Era una pregunta que Stefano no le había hecho nunca directamente, pero tampoco había necesidad. Alicia había llegado de Nueva Zelanda para estudiar y decidió quedarse para trabajar de enfermera en uno de los hospitales más grandes de Londres. Stefano la conoció allí cuando se rompió tres costillas jugando al rugby y el resto siempre había pensado que era historia. Sintió deseo por ella, Alicia se hizo la dura y cuando por fin se la llevó a la cama convencido de que estaba tomando la píldora, surgió «el accidente».

–Recuerdo que me dolía un poco el estómago –le dijo ella rodeándole con sus brazos mientras Stefano sentía que la tierra se abría bajo sus pies–. No sé si lo sabes, pero a veces, si tienes un virus estomacal, la píldora no funciona.

Se había casado con ella. Había ido al altar con el mismo entusiasmo con el que un condenado se acercaba al cadalso. No llevaban casados ni cinco minutos cuando se dio cuenta de la inmensidad de su error. Alicia cambió de la noche a la mañana. Teniendo luz verde para gastar más dinero del que podría ganar en toda su vida, se dedicó a gastarlo con un entusiasmo que rozaba el frenesí. Empezó a exigirle a Stefano que pasara más tiempo con ella. Se quejaba continuamente de lo mucho que trabajaba y le pegaba con los puños cuando se retrasaba unos minutos.

Stefano apretaba los dientes y se decía que la culpa era de las hormonas del embarazo, aunque sabía que no era así.

Cuando Flora nació, Alicia se volvió todavía más exigente. Necesitaba atención las veinticuatro horas del día. Su mansión de Londres se convirtió en un campo de batalla y cuantas menos ganas tenía él de volver a casa, más dañina se volvía ella en sus ataques verbales.

Y entonces empezó a buscarse «cosas que hacer porque se aburría y él nunca estaba», como solía decirle.

Stefano descubrió cuáles eran esas «cosas» cuando una tarde regresó pronto a casa y la pilló en la cama con otro hombre. El hecho de que no sintiera ni el menor atisbo de celos fue la indicación más clara de que tenía que divorciarse.

Lo que tendría que haber sido una separación rápida, ya que él se mostró dispuesto a asumir sus excesivas demandas por el bien de su hija, se convirtió en una pesadilla de seis años. Alicia agarró el dinero de la mesa y volvió a Nueva Zelanda, desde donde controlaba con mano férrea los derechos de visita del padre, que resultaban bastante complicados desde el otro lado del mundo.

Stefano había hecho todo lo posible para conseguir una custodia más razonable, pero resultó inútil. Solo su prematura muerte había logrado que pudiera estar con la niña por la que tanto había luchado pero que en realidad solo había visto unas cuantas veces.

En esos momentos tenía a Flora, pero los años le habían devuelto a una hija que no conocía, una hija que estaba resentida con él, malhumorada y poco participativa.

Una hija que llevaba ya casi un año viviendo con él y que, según insistía su madre, necesitaba una figura materna.

Stefano miró a Katherine Kerr, que observaba con el ceño fruncido las cuentas de la empresa que él le había llevado.

–No debe preocuparse por su hija –aseguró entonces con una sonrisa–. La he dejado en las capaces manos de una de nuestras estrellas más brillantes.

Katherine Kerr era inteligente, atractiva y simpática. Su madre estaría deseando que congeniaran, que el siguiente paso fuera que le pidiera una cita para cenar. Pero eso no iba a ocurrir.

–No estoy preocupado por Flora –respondió él arrastrando las palabras–. Lo que me preocupa es no poder acostarla pronto y perderme la cita que tengo a las cinco y media en Savoy Grill.

–Todo parece estar muy claro –Katherine cerró el informe y se reclinó en la silla–. Si está dispuesto a dejarlo en nuestras manos, puedo asegurarle que haremos un excelente trabajo para usted, señor Gunn.

Stefano consultó el reloj y se puso de pie. Si aquella mujer esperaba que las cosas fueran más lejos se iba a llevar una decepción.

–Señorita Kerr, si me dice dónde está mi hija ya no la molestaré más. Doy por hecho que cuenta con toda la información relevante que necesita para proceder con el caso de esta patente, ¿verdad?

Sí, así era. Sí, era un placer hacer negocios con él. Confiaba en que si necesitaba más trabajo legal considerara contar con su bufete.

Stefano salió del despacho y decidió que tendría que decirle a su madre con cariño que debía dejar de insistir en buscarle esposa. Tendría que aceptar que en lo que a las mujeres se refería le gustaban las cosas como estaban. Chicas guapas, sin exigencias y con ganas de pasarlo bien que iban y venían y le proporcionaban diversión y sexo. Funcionaba.

Se dirigió a la sala de conferencias preparándose para la esperada confrontación con su hija y sintiendo lástima por quien hubiera tenido el dudoso placer de cuidar de ella. Flora tenía un talento especial para la hostilidad, y siempre era hostil con cualquiera que la cuidara.

Llamó con los nudillos a la puerta antes de abrirla y entrar.

Sunny alzó la vista.

Durante unos segundos sintió que se ahogaba, como si le faltara el aire. Sabía qué aspecto tenía Stefano Gunn. O, al menos, eso creía. Había visto fotografías borrosas de él en las páginas de economía del periódico estrechando alguna mano y con expresión satisfecha tras haber cerrado algún acuerdo. Un hombre alto y guapo con raíces escocesas pero con aspecto nada escocés.

Verle en carne y hueso era completamente distinto. No solo era guapo. Era dolorosamente sexy.

Era muy alto, con el cuerpo delgado y musculoso bajo el traje hecho a medida. Llevaba el negro cabello un poco largo y se le rizaba en la nuca, y sus facciones… todo en él exudaba atractivo sexual y Sunny se dio cuenta de que estaba conteniendo el aliento.

Horrorizada ante la idea de que la pillara mirándole embobada, se recompuso al instante y se puso de pie extendiendo la mano de forma automática.

–Señor Gunn, soy Sunny Porter…

Los dedos fríos de Stefano rozaron los suyos y le provocaron una corriente eléctrica que le recorrió todo el cuerpo.

–Flora –Sunny se giró hacia la niña, que no había levantado la vista y estaba subrayando frenéticamente la fotocopia de papel que Sunny le había dado–. Ha venido tu padre.

–Flora –el tono de su padre era firme–. Tenemos que irnos.

–Prefiero quedarme aquí –dijo la niña con frialdad lanzándole a Stefano una mirada desafiante.

Un silencio absoluto siguió durante unos tensos segundos al comentario. Avergonzada, Sunny se aclaró la garganta y empezó a recoger sus papeles. La presencia de Stefano le resultaba sofocante.

–Parece que ha captado usted el interés de mi hija con… ¿qué está haciendo exactamente?

Sunny alzó la vista a regañadientes. Era alta, medía un metro setenta y cuatro, pero tuvo que echar la cabeza hacia atrás para mirarle a los ojos.

«Es preciosa». Ese fue el pensamiento que surgió en la mente de Stefano al mirarla. No guapa ni atractiva, sino un bellezón, aunque ella hiciera todo lo posible por disimularlo.

Iba vestida con ropa barata y sosa, sin color, pero eso no podía disimular la radiante belleza de su rostro en forma de corazón y de aquellos grandes ojos verdes. Stefano le recorrió la cara con la mirada, fijándose en la nariz pequeña y recta y en la boca de labios sensuales.