Corazón escocés - Miranda Bouzo - E-Book

Corazón escocés E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

A veces el amor está oculto en el más oscuro de los corazones. Escocia, año 1036. Mary está enamorada desde niña de William Dougall, el próximo jefe del clan, un sueño que al fin parece posible. Sin embargo, en una noche ve cambiar toda su vida por culpa de un noruego, Robert de Athall. Robert, jefe de los ejércitos del rey, es un bárbaro que destruye su hogar y mata a los suyos. Aunque le promete que la llevará junto a su padre, sus palabras se tiñen de mentiras mientras las dudas dividen el corazón de Mary en dos. La guerra por unir el país cambió todo lo que Mary creía amar y la convirtió en una mujer con poder para decidir su propio destino como hija del rey de Escocia. Se vio obligada a decidir entre dos hombres para descubrir el amor. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Silvia Fernández Barranco

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazón escocés, n.º 251 - noviembre 2019

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-747-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Epílogo

Nota de la autora

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

El llanto de un bebé al nacer rompió el silencio y se dejó oír por encima del aullar del viento. Los gruesos muros de piedra del castillo de Both no pudieron contener el primer aliento de vida de la pequeña criatura.

—¡Gracias al cielo! —exclamó Annie, la joven doncella que había servido de comadrona. Cogió el pequeño cuerpo para limpiarlo y separarlo de la madre. Con ternura lo estrechó contra su cuerpo para darle calor—. Mi señora, es una niña. Nunca podrán separarla de vos, los santos han escuchado vuestras plegarias.

Al no obtener respuesta giró la cabeza para mirar a la reciente madre. Su joven ama tenía la vista clavada en el bebé, con una sonrisa congelada en sus labios. A los pies de la cama, el mastín que siempre la seguía a todas partes, emitió un aullido lastimero. Su dueña había muerto.

El alma de aquella mujer adorable se escapaba de su cuerpo y Annie, aún con la niña en brazos, corrió a descorrer la tela que cubría el ventanal de la torre. Debía dejar marchar a las ánimas que la llevaban hasta su descanso eterno.

Era la festividad de Beltane y las hogueras ardían por toda la ladera frente al castillo. Una niebla densa las envolvía como si se tratasen de fuegos fatuos. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la doncella mientras las lágrimas inundaban sus ojos castaños. Annie era sajona pero conservaba, al igual que su madre, las creencias de los antiguos habitantes de Escocia. Arrulló con determinación al bebé en sus brazos mientras miraba hacia la oscura lengua de mar que separa Escocia de Irlanda.

Aebron Donald entró en la habitación y la vio allí de pie, sumida en la tristeza. No tardó en adivinar lo que había ocurrido. Dejó la celebración en cuanto la doncella lo había mandado llamar, pero ya era tarde para despedirse de Maude y purgar sus propios pecados.

Vio la mirada fija y vacía de su hermana, tendida sobre la cama, entre mantas manchadas de sangre. Se acercó vacilante. Una vez más observó su belleza de cabellos dorados y sus ojos azules, ahora sin vida. Con un suspiro se inclinó sobre Maude y cerró sus ojos para siempre.

Apretó los puños con la impotencia de lo que suponía la muerte de su hermana. Era un guerrero escocés, jefe del clan, con el mayor poder sobre la zona más rica de Strathclyde y, con todo ello, no pudo evitar la deshonra de su hermana a manos de su rey. Malcolm pagaría algún día su osadía y la muerte del único ser que amaba.

Maude había esperado y esperado al rey mientras su vientre crecía, con la convicción de que volvería a por ella para curar su afrenta y desposarla por amor. Fue en vano, el rey nunca regresó. En el último mes de su embarazo llegó la noticia de su boda con la hija de un conde irlandés. Aebron miró al recién nacido: si era un niño, el rey lo reclamaría; si era una niña, poco más podía hacer que criarla junto a su clan. Una niña no valía nada si el rey tenía herederos varones.

Avanzó hasta Annie, la mujer que había desatendido sus obligaciones y había permitido a su hermana caer en las redes del pecado y la deshonra. En los ojos de la mujer comenzaba a verse el pánico. La criada se alejó de la ventana sujetando su preciada carga.

—¿Es un niño? —bramó con furia Aebron. Con un gesto violento destapó el cuerpo desnudo de la pequeña.

—No, mi señor, es una niña —balbuceó Annie temblando. Su corazón clamaba que debía proteger a la criatura, los hijos nunca deberían pagar los pecados de sus padres.

Lady Maude, en efecto, cometió un grave error, pero en su momento se creyó enamorada del imponente señor de Escocia, descendiente del primer rey Kenneth MacAlpin. Seducida por su hermoso rostro y la leyenda de su nombre, no tuvo la menor oportunidad de resistirse a que el rey arrebatara su inocencia.

—Mi señor, dadme a la niña, os lo ruego. Yo la criaré como mía, no sabréis nada de ella. Os lo suplico —afirmó con el poco valor que le quedaba a su delgado cuerpo.

Aebron sopesó por un momento la opción que le brindaba aquella mujer y pasó las manos por su cabello como si la tarea de decidir el futuro de esa niña fuera lo más difícil que había hecho en la vida. Si algún día el rey osaba volver a traspasar sus murallas le diría que la niña había muerto junto a su madre.

Annie vio la duda en los ojos del laird y comenzó a albergar una pequeña esperanza de salir con la criatura del castillo, ambas vivas.

—Te mintió y te engañó, Aebron. Maude no era digna de ser una Dougall.

Ambos se volvieron mudos de asombro ante la voz que interrumpió tan importante decisión. Lady Aileen, la señora de Both y mujer de Aebron, lo miraba furiosa con sus ojos azul hielo.

—Tu hermana te mintió —repitió con dureza.

Avanzó hasta ellos y observó a la criatura con desprecio.

—Solo tuya, Aebron, será la responsabilidad si el rey vuelve a por ella algún día y la has entregado a una sirvienta. Nunca creerá que ha muerto, todos ahí fuera han oído sus berridos y los gritos de su madre al traerla al mundo. Déjala que viva entre nosotros como una sierva y que pague como bastarda los pecados de sus padres. Qué mayor castigo para el rey si algún día no tiene hijos propios que venir a reclamar a una vulgar criada.

Aebron sintió arder la rabia en la sangre. Aileen tenía razón: Malcolm no podría castigarlo por hacer de una huérfana su sierva, por cobijarla bajo los muros de Both en lugar de entregársela. Él era su señor y su tío, él decidiría su destino. Al fin y al cabo, era lo único que le quedaba de Maude y de su familia.

—Entonces dejad que la críe yo, mi señora, haré lo que me pidáis si me concedéis esa gracia —suplicó Annie.

Una sonrisa llena de rencor iluminó el rostro de la dama. Había odiado a Maude, su belleza y su corazón, y ahora su hija quedaba a su merced.

—No se criará con mi hijo, si algún día quieres que sea tu heredero, mi señor —sentenció Aileen—. Lleva la niña a la cabaña del padre Donald y apañaos con ella. Y respecto a ti, busca un puesto en las cocinas lejos de mí y de mi hijo.

Aebron miró confundido a su mujer; cuánto rencor albergaba su mujer hacia su querida hermana. Aileen lo miró buscando su aprobación y él se la dio con un gesto. Ella le había dado a William y, aunque no fuera de su sangre, se había convertido en su hijo. Tras años de matrimonio no albergaba la esperanza de tener hijos propios que lo sucedieran y, aunque no amara a su esposa, le debía respeto. No podía obligarla a criar a la pequeña.

—Que así sea, entonces —sentenció Aebron.

Annie comprendió que su destierro como doncella era el precio a pagar por criar a la hija de su señora.

—Sí, mi señor —asintió obedeciendo—. ¿Cómo debo llamar a vuestra sobrina? —se atrevió a preguntar.

—¿A qué te refieres? —intervino lady Aileen, arrogante y molesta por su nueva pregunta.

En ese momento la niña rompió a llorar de nuevo. Ninguno se había dado cuenta hasta entonces de que no lloraba como el resto de los bebés, buscando el alimento tras su nacimiento. En mitad de los tres adultos, que se miraban, se abrió un silencio sepulcral. La niña aumentó el volumen de sus lloros, como si aquella decisión hubiera despertado el ansia de vivir de la pequeña.

—Mary —afirmó Aebron Dougall—. Si sobrevive a sus primeros años llamadla Mary White, como a todas las hijas bastardas de Escocia.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Año 1006. Escocia, hasta ahora conocida como Tierra de Alba

 

Nació el día de Beltane y por eso sería afortunada toda su vida, como Annie se esforzaba en repetirle todos los días. Con cuatro años vieron que aquella niña, demasiado pequeña y débil, de pelo negro y ojos verdes, viviría contra todo pronóstico. Nunca le dieron un nombre, no el del clan como ella esperaba, sino el de Mary White, para que todo el mundo viera lo poco que valía la bastarda del rey.

Mary se acercó al ventanal para admirar una vez más la fortaleza en donde había crecido y que era su hogar: el castillo de Both. Se sentaba allí, siempre que podía, para ver a lo lejos cómo los barcos atravesaban la lengua de mar entre Irlanda y Escocia, e imaginaba otros lugares, con otra familia, una que la amara y le diera cariño.

La inmensa fortaleza se abría elevada entre los riscos, siempre luchando contra el mar y las olas. Inmensa, construida sobre un antiguo asentamiento celta, le fue sustituido el adobe por madera y después por grandes piedras que se tornaban oscuras mientras resistía el asedio, primero, de los vikingos y noruegos, y después, de los normandos. Both creció y se fortificó convirtiéndose en el hogar de los Dougall, en el corazón de Escocia, a la sombra de la capital, Dunnottar. Los Dougall eran temidos por los suyos y por los clanes del Norte. Entre ellos Mary pasó inadvertida como una niña sucia y molesta que recordaba a los suyos la desgracia de su madre muerta.

El día que Annie fue a buscarla, Mary estaba en las cocinas, donde fregaba los platos y removía pucheros más grandes que ella. Para Mary ella era la única madre que había conocido. La llevó ante lady Aileen y con esa triste visita supo al instante que de ese breve momento dependería si vivía o la abandonaban a su suerte. Había sido una curiosa aceptación a sus siete años, pero resultó ser cierta. Lady Aileen hizo de ella la acompañante y doncella de su hija, un año menor, y le aconsejó que fuera su amiga. Mary había salido de las cocinas donde el trabajo le doblaba los brazos y se esforzó por ser agradecida y querer a Rose, o por lo menos intentarlo.

—¡Qué maravilloso azul!, es lo más hermoso que he visto nunca. Podría ser el color de una princesa. ¿Verdad, Mary, que es ideal para mí?

Mary se giró sin saber de qué hablaba Rose. Estaba tan inmersa mirando a través de la ventana y evocando sus recuerdos infantiles que no había prestado atención a su caprichosa prima. Miró a la judía que les enseñaba las telas, buscando ayuda, y esta le obsequió con un asentimiento de la cabeza.

Rose apretó los dientes y sus ojos azules se clavaron en Mary. ¿Cómo era posible que un rostro tan hermoso como el de Rose fuera a la vez tan horrible? Vio a su prima apartar su cabello pelirrojo detrás de los hombros en un gesto habitual que no presagiaba nada bueno.

—Mary, no prestabas atención —dijo con condescendencia en sus ojos azules, tratándola como si fuera tonta.

Mary inspiró aire y volvió su vista de nuevo hacia la ventana ojival, hacia la mar turquesa. Ese sí era un color hermoso y lleno de luz, o el verde de la pradera, más allá de las murallas. El soleado día esperaba ahí fuera y no en esa oscura habitación eligiendo telas para vestidos que ella nunca se pondría.

—Es un color bonito, Rose, pero tal vez te sentara mejor otro, ¿verde, quizás? —contestó Mary por pura intuición mientras se acercaba a tocar la tela que en nada se parecía a las suyas de lana gorda. La invadió una sensación de suavidad, algo precioso y brillante hecho de tejido liso y fino—. ¿Cómo conseguís este color, Beltane? ¿Lo hace vuestro padre, el maestro? —preguntó recordando el viejo carro en el que habían llegado padre e hija la tarde anterior.

—No, señora —contestó la joven con timidez—. Lo hago yo, con tinturas sobre el tejido, a veces de bayas y frutos del campo —dijo la muchacha para ocultar su verdadera procedencia, la mezcla de color añil traída a la isla por sus antepasados. A Mary le agradó al momento su acento de las Lowlands, suave y cálido como el de su mentor, el padre Donald..

—No le hagas caso, Beltane, Mary siempre tan curiosa: ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Para qué quieres tantos conocimientos? —Rio Rose—. Al final, cuando yo me case, te entregarán a un mozo o a un herrero y este no querrá una mujer que sepa escribir y leer, y tantas cosas inútiles que te enseña el cura. Tu marido querrá que trabajes duro y le des hijos o, tal vez, madre te deje quedarte en Both, pero lo dudo, no le agrada tu compañía, siempre callada o leyendo esas tonterías tuyas.

Mary no parpadeó siquiera, era lo mejor que podía hacer ante Rose. Cuando se enfadaba con ella corría a ver a lady Aileen, su madre, para que la castigara. El mismo castigo a sus dieciocho años que cuando era una niña: veinte golpes con el palo, en las manos. Una vez se había atrevido a esconder la vara y, cuando la encontraron, recibió diez golpes en la espalda. Aprendió la lección muy pronto.

—Quiero suficiente tela para dos vestidos. ¿Me has oído, Mary? Asegúrate de que los cortes sean buenos —ordenó Rose.

—Sí, Rose —susurró Mary resignada, dejando las telas sobre dos grandes baúles de madera.

En ese instante sonó el rastrillo de la muralla y supo que el momento que anhelaba desde hacía días había llegado. El hermano mayor de Rose y futuro laird, había regresado a Both. William luchaba contra los ingleses en la marca, una guerra que día a día ya perdían. Mary intentó contener su corazón, que le golpeaba con violencia en el pecho. Estaba profunda y eternamente enamorada de Will desde que eran niños.

—Es mi hermano, Mary. ¡Deja eso! ¡Vamos a verlo! —gritó Rose. La cogió de la mano y, aún conmocionada, la arrastró a través del castillo.

Mary esbozó una sonrisa. Estaba ansiosa por ver a Will y adelantó a su prima sin darse cuenta de que mostraría abiertamente sus sentimientos ante todos. Habían pasado tres largos años de espera y por fin volvería a verlo. Ambas se detuvieron en el patio de armas y Mary se miró nerviosa el viejo vestido de lana parda que llevaba. Se encogió de hombros, la verdad es que él siempre la había visto vestida como una criada. Nunca ha sido vanidosa, pero deseó tener alguna prenda mejor para impresionarlo después de tanto tiempo. Se recogió la larga melena morena en una trenza, ya que no tenía nada para cubrir su pelo y no se le permitía llevar velo como a Rose o a su doncella Meg.

Aebron Dougall, el señor de Both, ya estaba allí, ansioso por recibir a su hijo. Imponente con su peto de cuero, en su postura preferida con las piernas abiertas y los brazos en jarras. Su apariencia siempre hostil albergaba un corazón amable que, a escondidas, cuando no era más que una chiquilla, le daba dulces y regalaba pulseras.

Mary levantó la mirada. Allí estaba Will sobre su caballo. Una vez más sintió que su cuerpo explotaba de felicidad. Apenas había cambiado: sus ojos azules y su amplia sonrisa, que no pasaba una noche sin recordar, seguían ahí. Apreció su cuerpo más formado, los músculos de sus brazos eran más generosos y su espalda más ancha. Llevaba una fina barba rojiza y su piel se había tostado con el sol del sur. Estaba vivo y regresaba a casa. No eran los mismos de tres años atrás. Mary ya era una mujer, no la niña que lo perseguía con devoción. Will siempre fue su consuelo cuando la castigaban o los otros niños se reían de ella.

La última noche que pasaron juntos, refugiados en los establos de las miradas indiscretas, la había abrazado. Mary le pidió un beso antes de marcharse y él se negó diciendo que solo era una cría y lo olvidaría con el tiempo, pero su corazón de mujer lo amaba igual que aquel último día.

William desmontó en cuanto entró en el patio, en el momento que vio a su madre salir por las puertas. Lady Aileen se arrojó en sus brazos mientras Aebron palmeó su espalda. Rose se unió a su madre rodeando a Will en una maraña de cabellos cobrizos. Mary nunca envidió a esa familia tanto como en ese momento, deseando participar de su reencuentro y su cariño. William irguió el cuello sobre las cabezas de las mujeres. Mary suspiró, se acordaba de ella, la estaba buscando y ambos sintieron una alegría que se escapaba de sus rostros ya nada parecidos a los de dos críos.

—Pero si es mi mocosa. ¡Diablos!, sí que has crecido —exclamó con sorpresa y cierto reconocimiento al recorrer su cuerpo.

“Mocosa”, así la llamaba de niños. Un pequeño dolor se instaló en su pecho. La palabra ‹‹mocosa›› no era muy halagüeña, más bien la de un hombre que reconocía a su compañera de juegos de la infancia.

—Bienvenido, mi señor —acertó Mary a balbucear bajando los ojos.

—¿Y yo, hermano? ¿Es que no he crecido nada? —interrumpió Rose.

—Mi hermana, la más bella de las flores de Escocia. —Rio Will, cogiéndola por la cintura y haciéndola girar—. Robert, noruego descreído, venid a ver a mi hermana y sabréis que no mentía al hablaros de su belleza.

Todos se apartaron con sorpresa para ver a quién se dirigía Will.

Un caballo negro como la noche se adelantó, el jinete bajó con agilidad y se detuvo ante ellos. Ni siquiera tuvo que coger las riendas, su montura permaneció quieta sin moverse tras él. Su altura era imponente, al igual que su envergadura. El cotum de cuero cubría los músculos pero se podía adivinar su constitución de guerrero. Vestía a la usanza de las antiguas tribus, con el kilt y una camisa bajo el cuero de las protecciones.

Se desprendió del casco y el nasal, despacio, como si fuera un fastidioso deber hablar con ellos.

Will se situó a su lado con camaradería ante la mirada atenta de su padre.

—Padre, este es el mormaer Robert de Athall. El conde me salvó la vida en el campo de batalla inglés. Sé que nunca podré agradecerle ese acto de valentía, pero a modo de compensación le he ofrecido nuestra hospitalidad antes de proseguir el viaje a la corte. Has oído hablar de él: el hombre de confianza del rey Malcolm y su mano derecha.

—Bienvenido seáis, mormaer. Es un honor para los Dougall tener aquí al hombre del rey y poder agradeceros que nuestro hijo haya vuelto a su hogar —dijo Aebron con cierto recelo.

Mary pensó que tal vez se trataba de una argucia de Will. Él siempre pretendía convencer a su padre para unirse al rey escocés y que cesara sus tratos con los traicioneros ingleses. Por primera vez miró con curiosidad al guerrero noruego que le había devuelto a Will. Contuvo el aliento al ver su rostro de marcadas facciones y mandíbula oculta por una fina barba negra. La nariz era recta, apenas torcida por algún antiguo golpe. Pero lo que llamó su atención fueron sus ojos: unos ojos rasgados y peligrosos, del color del mar en un día de tormenta, grises claros, contenidos en una mirada fría y dura, desprovistos de emoción alguna. Mary inspiró tan profundamente que llamó la atención del noruego. Su mirada traspasó a la familia Dougall, que estaba delante, hasta llegar a ella. Levantó la ceja derecha, curioso y prepotente.

La joven escocesa se encogió de miedo por haber reclamado su atención. Aquella mirada gélida e impasible la recorrió de arriba abajo con el interés de un comprador por una yegua del mercado, sopesando su valor.

—Gracias por vuestra hospitalidad, lord Dougall. Muchos de mis hombres están enfermos, necesitan cuidados y comida caliente. Os agradecería, milady, que nos proporcionarais ambas cosas —dijo a lady Aileen, desarmando su tosca mirada y haciendo que asintiera con orgullo—. Lady Rose —saludó con una reverencia al dirigirse a ella—, vuestro hermano no os hace justicia, sois aún más bella de lo que decía —afirmó con un beso en la mano, breve, sin apenas rozarla. Su mirada volvió a Mary, esperando a que alguien le presentara a aquella muchacha morena de ojos color verde esmeralda.

«Mary», quiso responder ella ante la pregunta no formulada. Sin embargo, bajó los ojos. No le estaba permitido hablar sin permiso ante lady Aileen.

—¡Mocosa! —la llamó Will y ella sonrió con devoción olvidando al noruego—. Que preparen las habitaciones del mormaer. Encárgate de todo, si eres tan amable.

Era encantador. Siempre le hacía sentir que, a pesar de ser el amo, no ordenaba, sino que a ella le pedía las cosas con extremada cortesía.

—Will, hijo, le consientes demasiado. Mary es una sirvienta, ni siquiera tienes lazos de sangre con ella. Recuérdalo, ya no sois unos niños —gruñó lady Aileen. Sin embargo, miraba al noruego para dejarle claro la posición de la muchacha.

—Ya, madre —contestó molesto viendo cómo Mary se ponía roja como la grana. Envolvió a su madre en un abrazo para hacerle olvidar la presencia de la chica y su rencor por ella.

Mary se recuperó de la vergüenza, pidió permiso y se retiró para cumplir las órdenes de Will mientras las voces del grupo resonaban en el patio.

—No me gusta que la humilles —regañó Will a su madre—. Es una sierva, pero también es la hija de mi rey. Tened cuidado, madre, mirad al padre del rey William, era bastardo y conquistó Inglaterra. El reino normando crece cada día y amenaza las fronteras de Escocia. Y tú, padre, tendrás que replantearte tu postura, ya no puedes permanecer por más tiempo sin implicarte.

Mary se había quedado parada ante las puertas al escuchar cómo William la defendía. No quería que tuviera problemas por culpa suya.

—Después, hijo —cortó su padre molesto.

Se giró para mirarlos y vio cómo el noruego la observaba. La desconcertaba su mirada, no sabía descifrar algo vacío y sin brillo. Tal vez ese era el carácter de su ascendencia noruega, como mencionó William. No tuvo más remedio que dejar de observarle al abrirse las puertas de la torre.

Robert persiguió con la mirada a aquella belleza inesperada. Así que ella era la bastarda de Malcolm, rey de Escocia. Lo cierto es que sus ojos eran los de los Canmore, descendientes de Kenneth, primer rey de la nación. Era muy hermosa, de facciones delicadas y sensuales, el rostro y porte de una princesa vestida con harapos. Había visto sus manos; no eran las de una dama de su posición, eran las manos de alguien que había trabajado duro. Malcolm la quería a su lado, necesitaba negociar con todas sus hijas y Mary era un peón más en su política de alianzas mediante el matrimonio. Ella sería su moneda de cambio con el noroeste, con MacBeth, a quien la entregarían antes de final de año. El mensaje del rey, en mitad de la batalla, para que acudiera a Both por ella, lo asombró, ni siquiera sabía que Malcolm tuviera una hija bastarda. Al rey no le agradaría la forma en que habían criado a Mary, relegada de su posición y convertida en una criada con harapos y manos de fregona. Las palabras cargadas de odio de lady Aileen decían mucho de lo que la joven había pasado esos años entre los muros de Both. No podían culparla de la muerte de su madre, ¿o sí?

 

 

Robert permaneció atento durante los siguientes días al ambiente que se respiraba en el castillo de Both para informar al rey. Los jefes de la guardia y el mismo Aebron desaparecían durante horas mientras William lo entretenía con mil argucias para que no viera la verdad. Y la verdad era que Aebron Dougall conspiraba con el ejército inglés a espaldas de su familia y del rey escocés. Otra cosa era la muchacha. Lo tenía genuinamente impresionado. Cada vez que alguien no sabía dónde estaba algo, ya fuera encontrar a un soldado en particular o una manta, ella parecía dar con la respuesta a todo. La encontraba en los establos supervisando el alimento de los caballos o en las cocinas removiendo pucheros. Ninguno de los Dougall parecía darse cuenta de que aquella chiquilla, que parecía dominada por la férrea mano de lady Aileen y el despotismo de la hermana de Will, era quien llevaba las riendas de Both y sus siervos. En silencio los demás habitantes del castillo la respetaban, y en secreto la llamaban Bethoc, «afortunada».

Rose reclamó una fiesta de bienvenida para su hermano y Mary sumó a sus obligaciones cargar con la responsabilidad del banquete sin levantar la mirada. Una mirada que Robert había espiado, que denotaba una gran inteligencia al escabullirse de las dos mujeres con una gran maestría. De no ser porque su labor de descubrir a Dougall ocupaba su mente y su empeño, diría que pasaba demasiado tiempo siguiendo a esa hermosa mujer de cabellos de seda azabache y labios tentadores. Le gustaba cómo se recogía las mangas de sus vestidos y dejaba al descubierto sus brazos de piel lisa y ligeramente tostada, o al coger su falda, cuando dirigía a las muchachas del castillo recogiendo verduras en el huerto y dejando sus finos tobillos al descubierto.

Maldito fuera Malcolm por pedirle que fuera el encargado de custodiar a esa mujer fuera de lo común que otra vez escapaba del castillo a hurtadillas.

Mary se asomó desde las cocinas. En el salón resonaban los ecos de los preparativos. La fiesta en honor a Will y al noruego sería esa misma noche. Los días anteriores, encerrada a la fuerza en el interior del castillo para prepararlo todo, apenas había visto unos minutos a Will, siempre ocupado con su invitado. Los hombres habían salido a cazar y las cocinas eran una locura, desplumando aves y preparando las carnes.

Annie la siguió con la mirada y vio cómo esquivaba a una o dos mujeres que cargaban grandes ollas. Mary se escondió un buen rato hasta que se aseguró de que nadie la miraba, pero Annie la descubrió y le guiñó un ojo mientras veía cómo escapaba por la puerta trasera de toda esa actividad desenfrenada.

La escocesa sonrió para sus adentros. Annie era como una madre paciente, mentiría por ella si Rose la reclamaba. La luz del sol cegó a Mary por un momento y miró alrededor. El patio estaba casi desierto, todos estaban dentro trabajando, así que se deslizó hasta los establos. Las voces de William y el extraño acento del noruego la hicieron esconderse tras la puerta entreabierta de las cuadras. Hizo una mueca de profunda decepción pues había esperado encontrar a Will solo. Necesitaba hablar con él, hacerle saber que aún lo amaba y, quizá, recibir su primer beso. Sin embargo, la conversación que oyó la sacó de sus pensamientos.

—Robert, mi padre no cambiará sus lealtades —decía Will—, el rey Malcolm no es de su agrado. Le prometió tierras y riquezas en compensación por la última batalla contra los ingleses y no ha cumplido, sin contar con el recuerdo de la traición del monarca a su hermana.

—Si lo que dices es cierto, Will, tu padre es un traidor. No me gustaría encontrar pruebas, tendría que actuar en nombre del rey.

—No, Robert, mi padre entrará en razón tarde o temprano, aguarda hasta que lo convenza, esta noche, en el banquete.

—No puede seguir jugando con el rey. Mientras a ti te envía a luchar contra los ingleses, su ejército lucha contra Malcolm. —El noruego calló de repente. Con un solo movimiento sigiloso se acercó a las puertas del establo.

Mary creyó morir del susto cuando una mano enorme la agarró del cuello con fuerza. Sus ojos se encontraron con los del noruego, que casi la levantaba en vilo.

—¡Por Dios, Robert! Suéltala, vas a estrangularla, solo es Mary —gritó Will dándole un empujón.

El noruego la soltó de golpe y Mary cayó a sus pies. Comenzó a sentir un escozor en la garganta mientras tosía.

—¿Por qué espiabas tras la puerta? —preguntó.

—Es una tontería, Robert, no espiaba. Mary es la persona más fiel y leal que hay en el castillo. Nunca haría nada que pudiera perjudicarme.

El mormaer arqueó una ceja mientras su amigo la ayudaba a levantarse. Así que no solo ella estaba enamorada del joven conde, sino que Will la correspondía.

—Mary, lo siento, Robert no sabía que eras tú. Ven conmigo, llamaré para que te traigan un poco de cerveza fría.

—Estoy bien, Will —carraspeó Mary. Sintió la garganta quemando mientras se apoyaba en el brazo de él.

El pelirrojo puso su mano sobre el cuello de Mary para comprobar los daños. La escocesa quiso morir. Era la primera vez que la tocaba así y sentir esas manos sobre su piel hizo que se pusiera colorada a la vez que su corazón amenazaba con salirse del pecho. No pudo evitar mirarlo con dulzura y sonrió para tranquilizarlo.

Robert gruñó molesto. Sentía que sobraba entre dos dulces y empalagosos enamorados. La muchacha no podía haber sido más inoportuna, necesitaba una respuesta clara de William Dougall: o estaba con su padre o estaba con el rey escocés. Ya había sido demasiado paciente con él para poder salvarlo, incluso había pensado que Will le daba largas hasta que llegaran refuerzos ingleses.

—Disculpa, Mary, pero estabas espiando tras la puerta.

—No escuchaba. Buscaba a mi señor Dougall —contestó con la barbilla levantada—. De todas formas, si no queréis ser escuchado no deberíais hablar en los establos, sino en privado.

Robert se quedó sin habla. Nadie, ni siquiera sus hermanas, se atrevían a hablarle de esa manera.

—Mary, no es correcto —le advirtió Will.

—Will, me ha ofendido llamándome espía y me ha hecho daño.

El noruego sonrió. El fuego que veía en sus ojos verdes no era el de una humilde sierva. Tenía carácter, e intuyó que bajo esa capa de conformismo, bullía una mente rápida y un cuerpo apasionado. Qué tendría, ¿diecisiete o dieciocho años como mucho? Y entonces el noruego se dio cuenta de que la estaba valorando como amante, sopesando si cada curva de su cuerpo se amoldaría a sus manos. No podía dejar de observar su postura, con las manos en las caderas, marcando el contorno de su cuerpo, su pecho generoso subiendo y bajando al respirar. Estaba enfadada con él y torció el gesto. Le gustaba el fuego de esa mocosa.

—No volváis a hablarme así. Nunca —ordenó Robert.

Mary lo miró atónita mientras Robert salía por la puerta sonriendo. Lo observó alejarse dándole la espalda, una espalda que con aquella camisa marcaba cada uno de sus poderosos músculos. Algo en su interior suspiró al darse cuenta de que cualquier otro la hubiera al menos amenazado por sus palabras, pero comenzaba a darse cuenta de que el noruego no necesitaba castigar, su sola presencia inspiraba respeto.

—Lo siento mucho, mocosa —dijo Will. La soltó de golpe al darse cuenta de que aún la sostenía en sus brazos—. ¿Querías algo, Mary?

—Sí… pero quizá debí marcharme al oíros hablar.

—No te preocupes, son tonterías. A veces Robert es muy brusco, no quiso hacerte daño.

—Solo deseaba veros a solas, os… he extrañado, Will.

Él la cogió en sus brazos e inspiró el suave olor a jabón de su pelo. Mary ya no era una niña, se había convertido en una mujer hermosa, lo había visto en la mirada lujuriosa de Robert sobre el cuerpo de ella. Él también sentía ese deseo por Mary y con su cuerpo pegado al suyo imaginó mil formas de convencerla para que se entregara a él. La apartó con delicadeza y la besó en la frente.

—Esta noche, Mary, búscame cuando acabe la fiesta y hablaremos —prometió para después salir de los establos sin dejarle hablar. Will estaba dispuesto incluso a traicionar sus lealtades por estar con ella, incluso venderse al rey escocés.

Robert, oculto tras el muro, había escuchado la conversación de ambos cuando volvía por su caballo. Así que Will y la pequeña Mary eran amantes, debió suponerlo hace tiempo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Sin poder evitarlo, Mary comenzó a dar pequeños saltos mientras bajaba por el sendero. Los soldados acampados la miraban riendo, pero no podía parar. Esa noche, había dicho Will. Si él lo deseaba sería suya esa noche. Era amor, debía de serlo porque sentía el cuerpo lleno y vacío a la vez. No se guardaría para el herrero, como siempre le decía Rose con desprecio. Pronto, como si hubiera volado hasta allí, se encontró ante la puerta del padre Donald.

—Padre, ¿puedo entrar? —gritó con voz cantarina.

—¡Mary!, pasa —contestó el cura desde el interior—. Han pasado muchos días. ¡Vaya, se te ve muy feliz! Nunca vi a nadie a quien le emocionara tanto aprender textos en latín.

Mary rio con picardía. El viejo estaba inclinado sobre el fuego, dando vueltas a un guiso con una cuchara demasiado pequeña. Se acercó y lo apartó antes de que se quemara con los bordes del puchero. La gran mesa de madera y unos bancos abarcaban toda la estancia, así que el cura los rodeó y se sentó a un lado. Toda la cabaña estaba llena de grandes libros que el padre preservaba con gran celo. A veces alguien intentaba robarlos y el padre Donald lo amenazaba con el infierno más ardiente. No los querían para leerlos, muy pocos sabían leer y escribir, pero el papel era muy útil y valioso para otras cosas que no tenían nada que ver con el saber y sí con la escasa higiene del castillo.

El anciano levantó su rostro lleno de arrugas. Mary no sabía cuántos años tenía, pero su cuerpo encorvado era el de un hombre muy viejo. Nunca quiso saber su edad por temor a que el mero hecho de decirla en alto provocara su muerte y la abandonara. Le gustaba pensar que el cura había tenido una vida feliz y tranquila en Both, y que esas arrugas eran de reír tanto. Le había enseñado a leer y escribir, algo vetado a las mujeres, y cada vez que le contaba historias de las antiguas tierras, sus ojos se volvían los de un joven que vivía inmerso en sus relatos.