Corazones divididos - Sarah M. Anderson - E-Book
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Corazones divididos E-Book

Sarah M. Anderson

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Beschreibung

La perseguiría hasta conseguirla Ben Bolton tenía bastante con llevar las riendas de su negocio. Sin embargo, cuando la encantadora Josey Pluma Blanca entró en su despacho, sus prioridades cambiaron. Se negaba a dejar que una mujer tan atractiva desapareciera de su vida. Josey siempre había buscado una cosa: encajar en su familia de la tribu Lakota. No tenía tiempo para tontear con un tipo rico y sexy. Pero tampoco podía dejar de pensar en Ben. Enamorarse de un adinerado forastero destruiría todo por lo que había luchado...

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Seitenzahl: 205

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Sarah M. Anderson

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Corazones divididos, n.º 131 - julio 2016

Título original: Straddling the Line

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8666-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Josey respiró hondo, enderezó la espalda y abrió la puerta de Crazy Horse Choppers. Sabía que era una estupidez pedir donativos para educación en una tienda de motocicletas, por muy exclusiva que fuera la tienda.

La sala de espera olía a cuero y a aceite de motor. Había dos sillas de cuero negro y una mesita baja con una colección de manillares de moto retorcidos para formar la base. Una pared estaba cubierta con fotos autografiadas de su presa, Robert Bolton, con distintos famosos. Una pared de cristal separaba la habitación del taller donde trabajaban varios empleados corpulentos y de aspecto poco amistoso.

Una mujer de gesto duro y pelo rubio con tatuajes por toda la cara y más piercings de los que Josey podía contar le gritó si podía ayudarla por encima de la música a todo volumen de Metallica.

La recepcionista estaba sentada tras un reluciente mostrador negro que parecía de granito. En la pared detrás de ella colgaba un collage de chaquetas de cuero con el blasón de Crazy Horse.

Un segundo después, la música se acalló y fue reemplazada por el sonido de las herramientas cortando metal en el taller. La recepcionista hizo una mueca. Josey, de inmediato, cambió de opinión sobre la otra mujer. Si ella tuviera que escuchar ese ruido todo el día, también recurriría a la música heavy a todo volumen para no oírlo.

Según se leía en el nombre que tenía bordado en la chaqueta, se llamaba Cass. En ese momento, se inclinó sobre un intercomunicador para hablar.

–Tu cita de las nueve y media está aquí.

–¿Mi qué? –preguntó una voz al otro lado del interfono. Sonaba distante y distraída, pero profunda.

¿Acaso había olvidado Robert que había quedado con ella?, se preguntó Josey. Le había enviado un correo electrónico para recordárselo la noche anterior. Su sensación de estar en el sitio equivocado no hizo más que crecer. Tragó saliva.

Cass le lanzó una mirada casi de disculpa.

–Bueno, es la cita de las nueve y media de Bobby. Pero él está en Los Ángeles, ¿recuerdas?

Un momento, se dijo Josey. ¿Quién estaba en Los Ángeles? ¿Con quién estaba hablando Cass?

Los nervios le encogieron el estómago. Estaba empezando a sentir náuseas.

Había creído estar preparada. Se había pasado semanas investigando a Robert en Internet. Había tomado notas detalladas de las redes sociales para saber con quién se vería y por qué. Conocía su comida favorita, hamburguesa con queso; sabía dónde se compraba la ropa y con qué actrices lo habían sorprendido besándose en los últimos meses. Todo lo que ella había preparado, desde el vestido largo de lana negro que llevaba puesto, se había basado en el hecho de que Robert Bolton era un hombre de negocios egocéntrico y ambicioso que había lanzado a la fama su pequeña marca de motocicletas. Diablos, sabía más sobre ese tipo de lo que sabía sobre su propio padre, se dijo para sus adentros.

Pero nada de eso importaba en ese momento. No estaba preparada en absoluto. Más que nada en el mundo, Josey odiaba no estar preparada. Era algo que solo podía conducirle al fracaso.

No había estado preparada para que Matt la rechazara hacía dos años. Ella había empezado a hacer planes de futuro, pero él había preferido no contrariar a su familia. La había acusado de no encajar. Como era una india lakota, no había encajado en su mundo, eso era. Y, como hombre blanco, él no había tenido intención de adaptarse al de ella.

La voz al otro lado del intercomunicador la sacó de sus pensamientos.

–Sé que Bobby está en California. ¿Es un comprador o un proveedor?

–Ninguno de los dos.

–¿Entonces por qué me molestas? –protestó la voz, y cortó la comunicación.

–Lo siento –dijo Cass, mirando a Josey–. No puedo ayudarte.

La respuesta dio de lleno en el punto débil de Josey. Si había algo que tenía claro, era que no estaba dispuesta a dejar que la ignoraran. De su madre, había aprendido que una mujer lakota silenciosa era una mujer lakota olvidada. Porque eso era ella. Una mujer lakota.

Había intentado no serlo y lo único que había logrado había sido que le rompieran el corazón. Después de que su relación con Matt hubiera terminado, había dejado su trabajo como captadora de fondos para un hospital en Nueva York y había regresado a su casa, a su tribu y con su madre. Había sido un tonta al pensar que la recibirían con los brazos abiertos, porque eso tampoco había sucedido.

Así que allí estaba, haciendo todo lo posible para demostrar que era digna de pertenecer a la tribu, buscando fondos para construir una escuela en la reserva. Pero construir una escuela era caro, igual que equiparla de todo lo necesario. Por eso, alguien tenía que recibirla. Preparada o no, no dejaría que la echaran tan fácilmente.

–Claro que sí. Tú eres la que manda aquí, ¿verdad?

Cass sonrió, aunque sin mirarla.

–Ya lo creo que sí. ¡Esos chicos estarían perdidos sin mí!

Josey se tomó unos segundos para idear una estrategia de ataque.

–No eres lo bastante mayor como para tener hijos en edad escolar…

Cass levantó la vista con una sonrisa complacida. Podía tener treinta y cinco años, o cincuenta y cinco; no había forma de adivinarlo con todos esos tatuajes. Pero los halagos podían lograr milagros… si se sabían utilizar. Y Josey sabía hacerlo bien.

–Estoy buscando material para un programa de tecnología en una escuela nueva y pensé que una tienda de motos era el lugar perfecto para empezar.

Había empezado con los grades fabricantes, luego había recorrido los negocios de hostelería y los talleres de reparaciones, incluso las empresas de reformas. Y no había conseguido nada.

Bueno, había logrado que un millonario de veintidós años donara unos cuantos ordenadores, que un chef famoso de un programa de televisión cediera algunos equipos de cocina y que una tienda de muebles cediera las mesas y sillas de comedor de la temporada pasada para servir como escritorios. Después de llamar a muchas puertas, había decidido intentarlo allí, a pesar de las protestas del equipo directivo de la escuela, liderado por Don Dos Águilas, que no habían querido tener nada que ver con moteros y, menos, con Bolton.

¿Qué podía perder? La escuela iba a abrir dentro de cinco semanas.

–¿Una escuela? –preguntó Cass, dubitativa.

–Si pudiera hablar con alguien…

Cass le lanzó una mirada ofendida. Claro. Ella era alguien. Josey le tendió uno de sus panfletos.

–Represento a la escuela de Pine Ridge Charter. Nos dedicamos al bienestar emocional y educativo de niños de la reserva Pine Ridge…

–De acuerdo. De acuerdo –dijo Cass, levantando las manos en gesto de rendición. Apretó de nuevo el botón del intercomunicador.

–Maldición. ¿Qué? –preguntó la voz masculina de nuevo. Ya no parecía distraído, sino furioso.

–No se quiere ir.

–¿De quién diablos estás hablando?

Cass miró a Josey de arriba abajo y esbozó una mirada un tanto maliciosa.

–La cita de las nueve y media. Dice que no se va a ninguna parte hasta que no hable con alguien.

El hombre soltó una maldición.

Vaya. ¿En qué se estaba metiendo?, se dijo Josey con el estómago encogido de nuevo.

–¿Qué problema tienes, Cassie? ¿De repente te has vuelto incapaz de echar a alguien? –gritó el hombre.

Cassie sonrió, estimulada por la provocación, y le guiñó un ojo a Josey.

–¿Por qué no bajas y la echas tú mismo?

–No tengo tiempo. Llama a Bill para que la asuste.

–Se ha ido a probar una moto con tu padre. Hoy solo estás tú –repuso Cass, mientras le hacía un gesto de victoria a Josey.

El intercomunicador dejó escapar un rugido y se apagó.

–Ben baja ahora –informó Cass, disfrutando de causarle molestias al jefe.

Quizá debería retirarse, caviló Josey. Don Dos Águilas tenía razón. Crazy Horse Choppers no había sido buena idea. Con su mejor sonrisa, le dio las gracias a Cassie por su ayuda, tratando de controlar el pánico.

Ben… ¿Benjamin Bolton? Josey no tenía ni idea. Robert Bolton era el único miembro de la familia que había saltado a las redes sociales y que salía de vez en cuando en la prensa. A excepción de una foto en grupo de todo el equipo de la empresa y de la mención de que Bruce Bolton había fundado la marca hacía cuarenta años, ella no había encontrado nada en Internet sobre el resto de la familia. No sabía nada de Ben. Debía de ser el jefe del departamento financiero y el hermano mayor de Robert.

Antes de que pudiera decidir si era mejor quedarse o irse, la puerta de cristal se abrió de golpe. Ben Bolton ocupaba todo el marco, tan visiblemente furioso que ella tuvo que hacer un esfuerzo para no perder el equilibrio.

–Qué diablos…

Entonces, cuando vio a Josey, se interrumpió y, durante un instante se quedó paralizado. A continuación, su expresión cambió. La mandíbula se le relajó y los ojos le brillaron con algo que ella prefirió interpretar como deseo.

Quizá eso era lo que a ella le hubiera gustado, porque Ben Bolton era el hombre más guapo que había visto en su vida. Se sonrojó al instante.

Él se enderezó y sacó pecho. De acuerdo. La situación podía salvarse, se dijo Josey.

–¿Señor Bolton? –dijo ella con una experimentada caída de pestañas–. Soy Josette Pluma Blanca –se presentó, tendiéndole la mano.

Él se la estrechó con una mano enorme. Fue un apretón firme, sin ser dominante. Ella se sonrojó todavía más.

–Gracias por dedicarme un poco de su tiempo. No sabe cuánto se lo agradezco.

Bolton apretó la mandíbula.

–¿Cómo puedo ayudarla, señorita Pluma Blanca?

Ella le apretó un poco la mano, lo bastante como para hacerle arquear las cejas.

–¿Podemos hablar de los detalles en otro sitio?

Él la soltó de forma abrupta.

–¿Quiere acompañarme a mi despacho? –invitó él.

Detrás, Cass soltó un sonido burlón. Bolton le lanzó una mirada de advertencia antes de volver a posar sus ojos color azul cielo en Josey. Estaba esperando su respuesta, comprendió ella tras unos instantes de perplejidad. Era algo nuevo. La mayoría de los hombres esperaban que los siguiera sin más.

–Me parece bien. No quiero seguir interrumpiendo a Cass.

Con gesto bravo, Ben se dio media vuelta y salió de la habitación. Josey agarró su maletín a toda prisa, saliendo tras él.

–Buena suerte –le dijo Cass, riendo.

Con los zapatos que llevaba, Josey tuvo que correr para mantener el paso de Ben, que subía las escaleras de dos en dos, dejando que su trasero quedara justo delante de la cara de ella. No debería mirarlo tan abiertamente, se reprendió a sí misma, pero no podía evitarlo. Era un paisaje inolvidable. Ben Bolton tenía hombros anchos, coronando un torso que, como podía adivinarse bajo su camisa gris, era muy musculoso. Un cinturón de cuero le enmarcaba la cintura. Lo mejor era bajar la vista a sus tobillos, decidió ella. Llevaba botas de vaquero negras con suela extragruesa.

Una cosa estaba clara. Ben Bolton no tenía el aspecto habitual de un jefe de departamento financiero.

Debajo de Josey, alguien le dedicó un silbido de lobo. Antes de que ella pudiera reaccionar, Bolton se giró de golpe. Su grito resonó en la escalera.

–¡Ya está bien!

Los sonidos del taller, los compresores, los golpes de martillos sobre metal, las maldiciones ocasionales de los trabajadores, bajaron de tono al instante.

Josey se puso un poco más nerviosa. Ben Bolton no estaba alardeando de su poder. Era poderoso. Su aire de autoridad casi podía tocarse. Ella era una extraña allí, pero él la había defendido sin pensarlo de todos modos.

Bolton posó los ojos en ella un momento y la vio parada de forma precaria sobre un escalón, un poco encogida. Enseguida, siguió subiendo los escalones, pero más despacio.

A Josey se le aceleró el pulso. Estaba acostumbrada a que los hombres trataran de impresionarla con su dinero o sus símbolos de poder. Ese, sin embargo, no parecía preocupado en absoluto por impresionarla. Diablos, por la forma en que la esperaba con impaciencia a lo alto de la escalera, con los brazos cruzados, estaba segura de que la detestaba.

Cuando, tras subir con cautela el último peldaño con los tacones, Josey llegó arriba, él abrió una puerta de metal y esperó a que entrara en el despacho con gesto de desprecio. La sensación de estar en el lugar equivocado invadía a Josey. Pero ya no podía echarse atrás.

En cuanto la puerta se cerró, dejaron de escucharse los sonidos del taller. El silencio cayó sobre ellos como una bendición. La puerta, el escritorio y los archivadores eran de acero reluciente.

Todo en ese despacho gris, desde la silla de cuero a las paredes, delataba su rica procedencia. Al mismo tiempo, los colores le daban a la habitación un aspecto deprimentemente industrial. En una papelera de alambre, Josey vio lo que parecían los restos del intercomunicador. ¿Lo había arrancado él de la pared? ¿Por su culpa?

No era de extrañar que Bolton estuviera de tan mal humor. Si ella tuviera que trabajar en ese despacho, se tiraría por la ventana.

Bolton le hizo una seña para que sentara en una silla, también de metal. Él se sentó y le clavó de nuevo una mirada seductora y peligrosa, al mismo tiempo que golpeteaba un bolígrafo contra la mesa.

–¿Qué quieres?

Sí, estaba enfadado, pensó ella. Como no tenía plan B, decidió seguir con el plan original.

–Señor Bolton…

–Ben.

Eso estaba mejor, se dijo ella.

–Ben… ¿dónde fuiste al colegio?

Robert había ido a una escuela de élite en las afueras de Rapid City, a unos veinte kilómetros de allí. Era muy probable que Ben también.

–¿Qué?

Confusión. Bien. Si se sacaba al oponente de su terreno, era más fácil reconducirlo en la dirección adecuada, se dijo ella.

–Seguro que fuiste el primero de tu clase. ¿Y jugabas en el equipo de béisbol? Tienes pinta de delantero –comentó ella, sacando su mejor sonrisa. Posó los ojos de nuevo en sus hombros. Cielos. Si Ben Bolton no la intimidara tanto, le resultaría muy atractivo. ¿Qué tal le sentaría una oficina de otro color? Seguro que estaba guapísimo montando en moto. Sin duda, debía de montar en moto.

Los halagos solían abrirle todas las puertas a Josey. Pero no con ese hombre. Ben afiló la mirada con desconfianza.

–Fui a la escuela cerca de aquí. Sí, jugaba al béisbol. ¿Y qué?

Josey fue capaz de tragar saliva sin dejar de sonreír. El sonido del repiqueteo del bolígrafo sobre la mesa se hizo más rápido y alto.

–Seguro que tu colegio tenía ordenadores en todas las clases, ¿verdad? –continuó ella y, sin darle tiempo a responder, añadió–: Y libros de texto nuevos cada año, cascos para el equipo de béisbol y profesores que entendían la materia que enseñaban, ¿a que sí?

El bolígrafo dejó de repiquetear. Aunque Ben no dejó de mirarla. Josey se quedó en silencio. No permitiría que él adivinara que la intimidaba. Con la barbilla levantada y la espada recta, le mantuvo la mirada y esperó.

Ben tenía el pelo moreno. Unas pocas canas asomaban a sus sienes. Tenía el ceño fruncido todo el tiempo.

¿No se divertía nunca?

Sin duda, no debía de divertirse mucho entre esas paredes de acero, caviló ella.

–¿Qué quieres?

No era una pregunta. Era una orden. Directa y sencilla.

No podía perder ni un minuto más en preparar el terreno, comprendió Josey. Si no iba al grano, era más que probable que Ben Bolton la echara de allí personalmente.

–¿Sabes que el estado de Dakota del Sur ha recortado las subvenciones a nuevos colegios?

–¿Qué? –preguntó él con incredulidad.

–Como le dije a tu hermano Robert…

–Te refieres a Bobby.

Ella sonrió ante la interrupción, luchando por controlar los nervios y por no sonrojarse de nuevo.

–Claro. Como le dije, estoy recaudando fondos para la escuela de Pine Ridge Charter –informó ella y, ante la estupefacción de su oponente, continuó–: Menos del veinte por ciento de los estudiantes de la tribu lakota terminan el instituto. En realidad, algunos puntos de la reserva están a una distancia mayor de dos horas en coche del colegio más próximo. Muchos estudiantes se pasan cuatro horas en autobús al día. Si tienen suerte, les toca uno de los colegios buenos. Si no, tienen que conformarse con los que usan libros de texto de hace veinte años, nada de ordenadores y profesores a los que les importa un bledo si los niños están vivos o muertos.

Ben esbozó una media sonrisa. Bien, si le gustaban las cosas morbosas, ella podía seguir en esa dirección, caviló Josey.

–Entre los viejos autobuses que se rompen a todas horas, la pésima educación y el incansable acoso al que se ven sometidos los niños indios, la mayoría decide dejar de estudiar. La gente espera que fracasen. El desempleo en la reserva afecta a más del ochenta por ciento. Cualquier idiota se da cuenta de que la cifra está relacionada con el nivel de educación –remarcó ella con otra caída de pestañas–. Y no creo que tú seas un idiota.

–¿Qué quieres? –repitió él, aunque en esa ocasión su pregunta no estaba tintada de exigencia, sino de cautela.

La estaba escuchando. De pronto, Josey tuvo un buen presentimiento. Ben Bolton era experto en números. Le gustaba ir al grano, y cuanto antes. Probablemente, le gustaría el sexo directo, duro y sin florituras, caviló, sin poder evitar que se le incendiaran ciertas partes de su anatomía.

Al percatarse de que su visitante se sonrojaba, Ben abrió más los ojos, sonrió y se inclinó unos milímetros hacia ella. La temperatura de la habitación subió unos cuantos grados.

Vaya. Estaba a punto de derretirse en medio de su discurso de captación de fondos, reconoció Josey para sus adentros. Ella nunca era así. Sabía diferenciar los negocios del placer. Alguna gente creía que podía comprarla si hacía un generoso donativo, pero ella nunca permitía que esa clase de intercambio prosperara.

Tomando aliento, decidió continuar. Tenía una misión. Debía dejar el placer para después. Necesitaba equipar la nueva escuela y eso era mucho más importante que procurarse una breve aventura amorosa. Además, no tenía tiempo para esas cosas. Y, menos, con un hombre blanco.

Con gesto de profesionalidad, le entregó a Ben uno de los folletos que había diseñado ella misma.

–La escuela de Pine Ridge Charter se propone dar a nuestros niños lakota una formación sólida, que les sirva para toda la vida. Según los estudios, terminar el instituto sube las posibilidades de ganar un sueldo digno en la vida adulta. Solo necesitamos tener un buen centro escolar para ellos.

Ben ojeó el folleto. Se fijó en una de las fotos en que la madre de Josey estaba contando un cuento a un puñado de niños en una reunión familiar. En otra, se veía la escuela de seis aulas que todavía no habían terminado de construir en la llanura de la reserva.

–¿Vuestros niños? –preguntó él, clavando la mirada en la mano izquierda de ella, sin alianza.

–Soy miembro de la tribu lakota siux de Pine Ridge. Mi madre será la directora del nuevo colegio. Es maestra y se ha pasado toda la vida enseñando a nuestros niños lo importante que es la buena educación… para ellos y para la tribu.

–Eso explica que tienes toda la pinta de haber terminado el instituto.

–Soy licenciada por la Universidad de Columbia –replicó ella, mirándolo fijamente–. ¿Y tú?

–Berkeley –dijo él, y dejó el folleto sobre la mesa–. ¿Cuánto?

–No mendigamos dinero –señaló ella. Sobre todo, porque sabía que no lo conseguiría, pero también era una cuestión de orgullo. Los lakota no mendigaban. Pedían las cosas amablemente–. Ofrecemos una oportunidad única de patrocinio a los negocios de la zona. A cambio de abastecimiento, les daremos publicidad gratuita en distintos medios. Nuestra web tendrá una lista detallada de los colaboradores, además de vínculos con vuestras páginas web corporativas –añadió e, inclinándose hacia delante, señaló la dirección de Internet que había al pie del folleto. Cuando levantó la vista, Ben tenía los ojos clavados en su cara… no en su escote. Pero la intensidad de su mirada le hizo sentir como si la estuviera viendo desnuda.

Despacio, Josey se volvió a apoyar en el respaldo del asiento. Los brillantes ojos azules de su interlocutor ya no parecían furiosos, sino llenos de deseo.

–Cualquier cosa que sea donada a la escuela, será etiquetada con información del patrocinador, con lo que ganaréis clientes fieles al mismo tiempo que los equipáis de las herramientas que necesitan para poder ganar dinero suficiente para costearse vuestros productos…

–¿Van a poner publicidad en la escuela?

No, Ben no era ningún idiota.

–Prefiero no llamarlo publicidad… sino una muestra de agradecimiento a los patrocinadores.

–Ya –repuso él con una sonrisa.

–En cuanto a tu empresa, Crazy Horse Choppers lleva cuarenta años en el mercado y, teniendo en cuenta cómo habéis equipado los talleres con tecnología punta, imagino que seguirá vendiendo motos durante cuarenta años más por lo menos.

Ben asintió con gesto de aprecio un instante, antes de volver al punto de partida.

–Solo te lo preguntaré una vez más. ¿Qué quieres?

–La escuela de Pine Ridge Charter está diseñada para que los niños no reciban solo clases teóricas… –comenzó a decir ella mientras él empezaba a golpear de nuevo el bolígrafo en la mesa–. Nuestra estrella son las clases prácticas y la formación profesional. Con ese fin, estamos pidiendo el equipo necesario para lanzar un programa tecnológico en distintos ámbitos.

Una seductora sonrisa le iluminó el rostro a Ben. Era el hombre más sexy que había conocido, sin duda, se dijo ella.

–Por fin. Quieres que te dé herramientas del taller gratis.

–Aunque dicho así suena raro, sí –repuso ella, poniéndose nerviosa otra vez.

Ben tomó el folleto de nuevo y lo miró pensativo, pero solo un segundo.

–No. Mira. Es obvio que eres inteligente y hermosa. Pero este negocio se mueve en unos márgenes financieros muy estrechos. No pienso regalar mis herramientas por ahí.

Una parte de Josey se sintió halagada por el piropo. La encontraba hermosa.

–¿Ni siquiera a cambio de publicidad? –preguntó ella con voz aguda.

–Ni siquiera.

Ben se quedó mirándola, curioso por comprobar si la intrépida visitante se atrevería a seguir insistiendo. Los ojos le brillaron de deseo otra vez, cuando ella se mordió el labio inferior.

–No hay nada… ¿Hay algo que pueda hacer para que cambies de idea? –rogó ella. Sin embargo, nada más pronunciar las palabras, se arrepintió. Nunca hacía esa clase de ofertas. ¿Qué diablos le pasaba?

Aunque tampoco funcionó.

–¿Consigues así tus donaciones? –inquirió él, afilando la mirada con desaprobación.

No. Josey nunca había hecho esa clase de oferta antes. Sí, él era atractivo. También era arrogante, dominante y, seguramente, no tenía corazón. No importaba si Ben Bolton era bueno en la cama o no. Ni sobre la mesa. Ni en una de sus motos. No importaba si ella estaba deseando averiguarlo… Sin embargo, con una estúpida frase, acababa de delatarse.

Y lo peor era que la había rechazado de todos modos.

Dolida en su orgullo, estaba a punto de mandarlo al diablo cuando un gran estruendo debajo del despacho lo sacudió todo, tanto que ella tuvo que agarrarse a la silla para no caerse.

Ben se inclinó hacia delante con cara de preocupación. Levantó la mano encima del teléfono y contó hasta tres, esperando que sonara.

–¿Qué? –preguntó él al responder.

La voz al otro lado sonaba tan alta que Josey podía oírla. Ben tuvo que separarse el auricular de la oreja.

–Estoy ocupado –fue lo único que dijo él, colgando de un golpe–. Señorita Pluma Blanca… te recomiendo que vengas aquí –señaló, indicando el lugar a su lado de la mesa. Otro estruendo hizo retumbar el suelo–. Ahora mismo.