Cortezas de naranja - María Lorenzo Miguéns - E-Book

Cortezas de naranja E-Book

María Lorenzo Miguéns

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Beschreibung

Una historia de relojes, sueños y azahar. Una sorprendente revelación de la literatura gallega, merecedora del Premio Xerais de novela. Fue en Moreda donde los habitantes arrojaron al mar sus relojes desde los acantilados bermejos de Mainar. Viven desde entonces ajenos al paso del tiempo, en ese pueblo donde, antes incluso de divisar los tejados, nos envuelve el olor de la bergamota y el azahar, aunque hace mucho que no quedan naranjales en la zona. Allí fue también donde a Amaro Oliveira, como nunca pudo navegar, se le pasó la vida hablando con los ángeles y construyendo en la huerta barcas de mil formas fabulosas. Va ya para siete años que desapareció entre las charamuscas de una noche de San Juan, y su mujer, Aurora dos Santos, se murió aguardando su regreso. Y todavía lo espera, cada vez que se le aparece al nieto Tristán en la galería de su vieja casona. Y allí regresan ahora de la India el lamparero Amir Alfarat y su hija Oriana, de aguanosos ojos verdes. No se habla de otra cosa y todos se sienten obligados a medir de nuevo el tiempo. Ahí están en el muelle, con sus relojes recién comprados, bien atentos a la llegada del buque enorme. Desde lo alto de los cantiles, bajo su paraguas azul, el Tiroliro contempla también la escena, y le parece como si, de pronto, una claridad irreal encerrase el pueblo entero dentro de un pisapapeles…

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Edición en formato digital: abril de 2024

Título original: Tonas de laranxa

En cubierta: © Olga Ternavska / Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Edicións Xerais de Galicia, S. A., 2012

© De la traducción, Manuel Lorenzo Baleirón

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-60-5

Conversión a formato digital: María Belloso

 

En memoria de Eusebio Lorenzo Baleirón

 

«Botou as cascas de laranxa ao mar».

ÁLVARO CUNQUEIRO

Prima

El olor sofocante del agua de lilas lo despertó de repente. Cuando Tristán Oliveira se levantó de la cama a las tres de la madrugada con el dulzor acre de aquella colonia en la garganta sabía que la difunta estaba allí. La relojera Aurora dos Santos acudía puntual al encuentro.

Desde las primeras apariciones andaba la familia desconcertada de no saber qué hacer con la abuela muerta. Se probaron sortilegios e invocaciones diversas y hasta vino el abad de las Junqueras a echar un largo responso en intrincado latín, salpicando con el aspersorio de plata cuanto rincón había.

Los demás no llegaron nunca a verla ni a escuchar su voz, aunque por desgracia estaban al tanto de sus extrañas ocupaciones. Cada noche repite un mismo ritual ajustando con precisión de orfebre los relojes de pared hasta dejarlos perfectamente acompasados: dos grandes Morez situados en los extremos del corredor, idénticos, de decoradas agujas y largos péndulos de varas rematados en una lira, con bajorrelieves en bronce dorado al mercurio, tan gastados que ya no se distinguen ni en uno ni en otro las figuras. Pero lo que venía a perturbar por completo la tranquilidad de los Oliveira era esa insistencia en desordenar los enseres más dispares, disponiéndolos en cualquier sitio de un modo confuso y fragmentario. Que si el trasvase de los candelabros o de los volúmenes de la biblioteca, pero también la loza de a diario y los juegos de porcelana venidos de ultramar o los manteles de lino olorosos a membrillos en la oscuridad de los armarios. Otras prioridades tendrán los muertos, cavilaba resignado Tristán, encargado de lidiar con sus antojos e inquietudes, otros números que a nosotros se nos escapan.

Una vez que daba por finalizados sus trasiegos, sentada en el sillón de mimbres de la galería, entre viejas macetas de begonias que permanecían allí desde que los cimientos de la casa se fundaran, la aparecida se demoraba algunas veces en desentrañarle al nieto los secretos del arte de los relojeros y la conversación discurría entre escapes de áncora, espirales o ristras de dentados engranajes, tratando de completar sus enseñanzas. Otras era contarle de las costumbres y afanes de los muertos, de los lugares por los que vagaban, de la fina membrana que se interpone entre su mundo y el nuestro. Pero siempre acababa invariablemente por hablar de su marido Amaro.

A Aurora dos Santos la cautivaron el porte airoso y los versos que, de joven, Amaro Oliveira le escribía, aquel espíritu suyo agreste y libertario, el entusiasmo con el que se entregaba a las aventuras más descabelladas. Llegó a encalar los ocho fresnos que crecen alineados en los ribazos del río Viejo, justo donde dan vuelta las aguas. Podó ramas, dibujó acanaladuras en los fustes y clavó capiteles de cartón como cuernos de carnero encaramado en lo más alto. La noche de luna que la llevó a verlos brillaban igual que columnas de mármol. Un templo para Aurora en medio de la negrura de los bosques. Con la primera llovizna de la mañana siguiente reblandecieron los decorados de papel y la pintura se descompuso en largos chorreones por los troncos.

Aunque sus pensamientos iban y venían con el viento, lo que de verdad habría deseado Amaro Oliveira era poder navegar, pero le bastaba con poner un pie sobre la cubierta de un barco para sentir que todo se desmoronaba como un castillo de arena. Tras unos cuantos mareos y singladuras frustradas que nunca pasaron de las aguas tranquilas de la ría, no le quedó más remedio que aceptar de mala gana que su vida transcurriría en tierra firme, alejado de los azares del mar.

Todo empezó por una apuesta y una barca de madera de aliso, contrahecha, que construyó para su amigo Daosta. Aprendidos los rudimentos del oficio, vinieron otras: chalanas, gamelas, dornas, chalupas, botes, embarcaciones ligeras de todas las trazas imaginables. El huerto de las camelias de la casa grande de los Oliveira, para la que Aurora vino al casarse con él, despojado paulatinamente de arriates y parterres, se fue transformando en un cementerio de navíos naufragados en el tiempo y en los delirios de un marinero sin mar. Las rarezas no aminoraron con los años. Entre barca y barca se le podían ir los días pensando en las abubillas, dedicado a la cría de las arañas conforme a principios matemáticos, tratando de recuperar a su modo las decaídas manufacturas de la seda que habían sustentado la pequeña economía de Moreda, rastreando las pisadas de los ángeles o dibujando constelaciones en los espejos.

Con el marido distraído en las más inútiles y peregrinas actividades, Aurora estaba acostumbrada a tomar las decisiones importantes de la casa. Amaro fue saltando de una nube en otra sin que lo rozasen las tareas cotidianas a las que se dedica el común de los mortales, hasta que una tarde, después de embadurnar el remate piramidal del gran hórreo de piedra con un azul encendido que hacía rechinar los dientes, salió de casa, va para siete años, y nunca regresó. Era noche de San Juan. Los vecinos apilaban en las altas hacinas las ramas secas y los maderos viejos. A la hora en que sonó la campana de la iglesia para avisar de que faltaba Amaro Oliveira danzaban alrededor de las hogueras del solsticio.

Aurora dos Santos siempre había sido una mujer recia, de carácter; sin embargo, después de cinco años interminables esperándolo, sus ojos grises se fueron consumiendo como el pábilo de una vela gastada. Creyó poder encontrarse por fin con él en el más allá, pero tampoco sabían nada de Amaro entre los muertos. Ahora reparte su tiempo entre ambos mundos tratando de buscarlo y se le aparece al nieto en medio de los tiestos de las flores.

La noticia que a lo largo del día ha estado en boca de todos no es el regreso de Amaro, sino la vuelta de Amir Alfarat y de su hija. No se hablaba de otra cosa en la taberna y en los puestos del mercado. Distribuidas minuciosamente por las cuatro esquinas del salón en tinieblas las mancerinas de los chocolates y las escudillas del café y puestos en la hora justa los relojes gemelos, para sorpresa de Tristán, también Aurora se pone a conversar sobre lo mismo. Él la escucha un poco como quien oye llover. Se ha despertado con un intenso dolor de cabeza, quizás debido a lo tormentoso del tiempo, de nubes aborregadas y plomizas. Puede sentir el peso de cada una de las palabras que se desprenden de su lengua, raspadas con lija en el polvo áspero de la muerte.

En realidad, nunca se conocieron los motivos por los que abandonaron el pueblo sin aviso nueve años antes. Llegado de las tierras remotas de la India, Amir Alfarat poseía una próspera tienda de lámparas en los terrenos de la ribera y a veces se acercaba a charlar con su abuelo. El hindú era bien parecido, de anchos hombros, con un bigote de puntas engomadas, retorcidas como alambres de espino, ceremonioso en los gestos, pero de trato afable y cordial. Una tarde que vino con la pequeña Oriana, Amaro dejó por un momento sus quehaceres disparatados y se quedó observando con curiosidad los ojos de la niña. Apoyado en el brocal del pozo, dio un par de caladas al cigarrillo que se consumía sesgado en la comisura de los labios y concluyó que tenían el color de las calabazas silvestres que crecen por los campos de Moreda. Para proseguir desbastando los costillares de roble de las barcas mientras discutía sobre mares violetas como las borras del vino. Cosas suyas de las que nadie se extrañaba.

Aurora daba en evocar aquella tarde lejana bajo los grandes ramos de glicinias, el olor de la madera cepillada, la charla intrascendente con Amir Alfarat en el jardín. Esto es lo que echamos de menos cuando estamos muertos, le decía a Tristán. Dormir una noche entera a pierna suelta es lo que echaban en falta sus descendientes vivos. Entre cabeceo y cabeceo, el nieto se va viendo vencido por el sueño. Aurora no intenta espabilarlo. Permanece frente a la galería, ensimismada con sus pensamientos y recuerdos, mirando por encima de la balaustrada de piedra que cierra la solana hacia la pica azul del hórreo. Cuando él abre los ojos ya no está. Su aliento frío ha dejado empañados los cristales. La casa recupera su silencio. Tan solo los pesados Morez oscilan en la penumbra sus péndulos regulados, siguiendo el ritmo de metrónomos inaudibles.

Tristán regresa al cuarto confundido. Se le ha aliviado el dolor punzante que le martilleaba las sienes, pero siente otro latido con el que no contaba resonando por los pasadizos de la memoria: O-ria-na, O-ria-na… Cuando los Alfarat se marcharon de Moreda andaba él demasiado entretenido con las hechuras de la estanquera Miranda Sabina para acordarse de una niña. Recostado en la cama, es incapaz de pensar en otra cosa que no fuesen las calabaceras de sus ojos. Escucha el ulular desganado de la lechuza posada en las ramas del olivo. Cuenta hasta sesenta, sesenta veces. Cuentas de relojeros. Se incorpora, camina con los pies desnudos sobre las tablas del sobrado. Crujen goznes y fallebas al abrir de par en par la ventana. Aprieta las tarabillas verdecidas por la herrumbre y aspira el olor de las naranjas. El nombre continúa ahí, como los nubarrones esparcidos por el cielo de Moreda.

Los de aquí están habituados a convivir con ese aroma que refresca de noche el dormitorio de Tristán. El mar, la ropa tendida, el vino tinto de la vieja Taberna de los Lobos; todo huele a naranjas. Y sin embargo hace mucho que no quedan naranjales. No los hay en la huerta de los Oliveira, la más grande del pueblo, ni en ningún otro sitio, pero es también lo primero que perciben los forasteros, antes incluso de alcanzar a ver de lejos la torre de la iglesia: un olor de azahar y bergamota llegado no se sabe desde dónde, que flota sobre las colinas circundantes y se confunde con el viento salobre por las calles. Como si Moreda estuviese rodeada por invisibles jardines de cidros y naranjos. Es entonces, según se van acercando, dando tumbos en el coche de caballos sobre las losas de la calzada real, cuando los ojos de los asombrados viajeros reparan, a su derecha, en una extensa pradera, cubierta de girasoles blancos.

Durante una noche entera cayeron del cielo las semillas, enormes, con una cáscara olivácea listada de franjas gris marengo. Se echaron cerrojos y postigos y todos se mantuvieron encerrados en sus casas. Rebotaban en los tejados con un ruido sordo, de insectos estrujados, que se detuvo con el despuntar del día en un silencio largo y tenso como la víspera de una batalla. Nada malo sucedió. Muchos de los imprevistos meteoros acabaron enterrados en el estercolero de la tierra reblandecida, salpicada aquí y allá por unos charcos semejantes a los que dejan las meadas de las vacas. A los pocos días brotaron las plantas. Al principio crecían sin prisa, lo que a las personas nos vienen aumentando las uñas, sus tres o cuatro centímetros por año, y luego más rápido hasta alcanzar la altura que ahora tienen, de un hombre y medio, más o menos. Lignificaron los tallos y las corolas se detuvieron ahí, cedazos de una albura cerosa y parafinada. Decenas de ferrados de las feraces vegas de Moreda, que fueron en un tiempo sementeras, al otro lado del río Viejo, infestados de blancos e inútiles girasoles.

Dormida en su habitación, la que ocupa el centro del corredor, frente a la puerta vidriera del salón, Helena Oliveira se estremece soñando con grandes peces negros que entran por la ventana del jardín. La ventana está cerrada y solo se abre en las noches calurosas de verano, pero los sueños son caprichosos y nos escogen ellos a nosotros. A sus nueve años, para no asustarla, no le explicaron nada de las apariciones. Si llega a preguntar quién se pasea de noche por la casa hablando solo, la culpa la lleva Tristán, el hermano sonámbulo.

En el cuarto contiguo se ha levantado el padre. No enciende la luz, busca a tientas la ropa y sale despacio, sin hacer ruido. Es así cada mañana. Un día se dio de bruces en el pasillo con el olor espeso de las violetas. El espectro no llegó a verlo, parpadeó la bujía que llevaba en la mano y sintió que lo atravesaba una de esas brumas que dan vueltas por las brañas. Los marineros son gente supersticiosa y desde entonces asoma antes de nada la nariz olisqueando el terreno para no volver a tropezarse con el aire de la suegra muerta. A esta hora, con el farol encendido persigue cangrejos de grandes pinzas coloradas por los fondos arenosos de la ría. Cuando regrese a puerto con los otros pescadores, los girasoles y los vecinos de Moreda estarán iniciando sus tropismos de a diario.

Un sol perezoso asciende sin apuro tras los Oteros del Aire. Le queda una hora al menos bajo el horizonte. No amanece todavía, pero ya el Tiroliro sube con su paraguas azul por la cuesta que emboca en el terrero de la Leña Verde. El gabán se lo regalaron los titiriteros que se acercan cada año con sus carromatos hasta estos pueblos del poniente. Él lo adornó con un revoltijo de insignias, de chapas de refrescos y medallas. Del san Julián de la iglesia copió los botones ovalados de cobre, y de los húsares de las cajas de cerillas, los galones y las charreteras escarlatas. La plaza sigue siendo de la misma tierra pisada de la antigua era comunal donde se dejaban a secar los cachopos para arder en la lumbre. De ahí le viene el nombre. Hace fresco y le bailan las condecoraciones de hojalata con la brisa del mar. Se sienta bajo un viejo castaño de Indias que da castañas de la envidia. Son amargas y ni siquiera las comen los puercos del herrero, pero la curandera Miranda Sabina hace con ellas amuletos para evitar maleficios y conjurar el mal de ojo. Por encima de los tejados se ciernen rebaños de nubes grises. Las casas son casi todas de dos plantas con la cal de los revocos mordida por la sal, dejando al descubierto las paredes de piedra desconchadas. Unas pocas están pintadas con los colores demasiado vivos de las barcas. Las hay que tienen pequeñas huertas con parras sostenidas por entramados de cañas, en las que están ahora reventando los renuevos en las vides. Sobre el rumor sordo y monótono del mar, como un bajo continuo, se escucha un ir y venir lejano de carretas. Más abajo arrancará pronto el alboroto de tenderos y comerciantes, pero por ahora no se avista nadie en la Plaza de los Arces. En el muelle los pescadores se desembarazan de las pesadas botas de caucho y de los trajes de agua, y se reparten las capturas. Dos o tres vuelven comentando los lances de la noche por el paseo de los tamariscos que discurre paralelo a la dársena. Las ventiscas del invierno han dejado los árboles mustios y sin hojas, como pavos desplumados. El Tiroliro y su paraguas forman parte del paisaje de Moreda, igual que los girasoles y el olor de las naranjas. Lo dejamos en la plaza desierta. El viento balancea sobre su cabeza los racimos de flores blancas.

Nadie madruga en Moreda para ir a comprar relojes. Los pocos clientes de la relojería de los Oliveira proceden casi siempre de la ciudad o de las poblaciones y aldeas cercanas, pero mientras Aurora regentó el negocio, hiciese sol o lloviese, abría todos los días a las nueve en punto, como un clavo. Desde que empezaron a repetirse las visiones Tristán decidió darse un respiro y aprovecha una hora más entre las sábanas. Aun así, este sábado se levantó con el cuerpo derrengado, tras pasar buena parte de la noche en vela. Tenía las arrugas de la almohada marcadas en un lado de la cara, se restregó legañas de los ojos y bostezó sin mucho convencimiento. Tiró de leontina para comprobar que las manecillas de su Omega de plata indicaban la hora de los dos Morez todavía sincopados del pasillo. Saludó a su madre envuelta en la luz de invernáculo de la galería de azulejos, ocupada en el riego de las begonias entre las que se presenta Aurora: las aterciopeladas imperiales de grandes vetas esmeraldas y las más pequeñas, de rugosas hojas verdes, variegadas o purpúreas. Unas y otras han llegado hasta aquí después de brotes y de esquejes enterrados por eternidades de manos blancas en substratos de la misma turba negra.

Nube sobre nube, el ejército de cúmulos se ha ido arremolinando alrededor de la Plaza de los Arces. Las últimas barcas han regresado a puerto. Hay transeúntes caminando por las calles empedradas. Se dan los últimos retoques en los escaparates de los pequeños comercios para presentar las mercancías. Alguien varea una alfombra sobre un balcón enrejado. Dos pavos reales beben en el pilón de la Fuente de los Pájaros. Un ciclista que Tristán no reconoce lo saluda con la mano en alto. Se dirige a la relojería, apura el paso, continúa pensando en los comentarios de Aurora a propósito de los Alfarat. Todos recuerdan los días confusos en que se marcharon del pueblo. Venía de desaparecer Sofía Costa, aunque a nadie se le ocurrió pensar que un suceso tuviese que ver con el otro. A la vendedora de conchas la devolvió el mar a los nueve días al pie de los acantilados bermejos de Mainar. La descubrió el Tiroliro enredada en las algas, hinchada como su paraguas azul, entre los espumarajos de escollos y bajíos. De los Alfarat, hasta hoy, nunca más se supo.

A Tristán le daba lo mismo el retorno del lamparero y el de la dichosa Oriana, por llamativos y lucientes que fuesen sus ojos, con tal de que no volviese a entrometerse en sus horas de sueño. La única noticia que sigue esperando es el regreso de Amaro, que traerá también tranquilidad a la abuela muerta. Ignora por qué razones se perdió entre las fogatas del San Juan, pero está seguro de que sigue vivo en algún sitio. Algo muy poderoso se tuvo que haber cruzado en su camino para impedirle regresar a casa. Hubo quien quiso relacionar su ausencia con las magias del solsticio que divide el año, como una nuez, en dos mitades y es tiempo propicio para que por esa grieta se asomen maravillas y encantos, pero Amaro descreía de esas supersticiones. No en vano había pasado la vida enfrentándose a ellas y además tenía de sobra con las suyas. En medio de las inocentes trifulcas familiares, Aurora le decía que tenía más cuerda que sus relojes. Y estos estaban funcionando todavía. Aunque sus agujas habían soportado el peso de demasiado tiempo desde entonces.

En el largo verano en que faltó cuadrillas de vecinos rastrearon palmo a palmo los lugares más recónditos del Bosque de las Torcaces, bajo copudos robles, entre helechos jurásicos. Lo buscaron en el campo de los girasoles blancos y en los cañaverales de las Brañas de Laíño golpeando con largas varas matojos y malezas. Se rezó en los hogares el responsorio de san Antonio para hallar cosas perdidas: «Si buscas milagros, mira: muerte y error desterrados…». Como si fuese una sortija o una moneda de dos reales. Al ciego de Bustelo le dio por contar, acompañándose de los relinchos de un destartalado violín, su historia por las ferias. Quizás los Alfarat que ahora volvían después de tantos años supiesen algo de él. O tal vez no, porque Amaro había desaparecido de este mundo del mismo modo en que se habían desvanecido en otro tiempo los naranjos, como si lo hubiese tragado la tierra negra de Moreda.

Secunda

La familia de los Oliveira siempre había sido gente holgada y pudiente, de no pasar por excesivos apuros económicos. Antes de que se extinguiesen los ingenios de la codiciada seda, de la que fueron uno de los principales impulsores, ya ellos percibían sus pingües rentas. Después los tiempos giraron, cambiaron usos y costumbres, y el patrimonio, aun sin dilapidarlo, al no verse incrementado, se resintió como otros y había venido a menos. Aurora dos Santos conocía esos asuntos antes de casarse. Sabía que Amaro no era, hay que decirlo desde ahora, lo que se dice un hombre de hacer por vida, ni estaba dispuesto a doblar el espinazo, como si fuese desdoro trabajar la tierra, de la que decía con sorna que quedaba demasiado lejos para agacharse. Con esas perspectivas por delante, decidió abrir la tienda en la Plaza de los Arces. Pero tampoco la ayudaba con las labores de la relojería. Quizás por llevar la contraria, más bien renegaba de ellas. Sabido era de los antiguos que en la ociosidad el espíritu se extravía y engendra mil ideas diferentes. La pereza es hija del diablo y, no teniendo cosa mejor que hacer, iba y venía de una tarea a otra sin pararse en ninguna, igual que los vencejos que sobrevuelan la capilla de Santa Lucía, que pasan la vida en el aire sin posarse, cubren en vuelo a las hembras y se dejan morir en una ráfaga de viento. Tristán aprendió de él estas y otras curiosidades de los pájaros.

Durante una larga temporada Amaro estuvo convencido de haber escuchado las pisadas de los ángeles como si caminasen sobre paja seca por la bóveda del firmamento y pasaba las noches en lo alto del olivo con la oreja orientada hacia las celestes veredas. Colocó un gran número de espejos en la huerta para descubrir el paso de los furtivos mensajeros. Colgados del muro y de los árboles, arrimados a las barcas, incomodaban a las visitas y desorientaban a los pájaros, que veían repetidas sus imágenes en inacabables espejismos. Una noche de tormenta un rayo desgarró la rama más alta del olivo. Fue tal el estruendo que causó y se vieron tan multiplicados los relámpagos que hicieron salir huyendo despavorido al vecindario. Solo cuando Aurora, al día siguiente, harta de sus experimentos y convencida de que los espejos atraían las centellas al corral, se dispuso a hacerlos añicos armada con la tranca de una puerta, Amaro decidió trasladar lejos de casa sus ensayos especulares. Regaló los cristales a los vecinos para resarcirlos del susto y levantó un espejo enorme sobre los farallones de Mainar que resistió resquebrajado durante años en los despeñaderos.

Probó a producir seda de arañas, a las que echaba cada día su ración de moscas en curiosos habitáculos de pino negral, barnizados con trementina, construidos a tenor de las leyes del número áureo, que propician la armonía del hombre con los arácnidos y con el universo en general. Llegó a conseguir que Aurora le tejiese con los hilos recogidos un paño poco más grande que una moneda de un patacón, pero las arañas, que nada bien socializan ni saben de doradas proporciones, acabaron por devorarse unas a otras.

Se empeñó en cruzar las calabaceras bravas de frutos esmirriados que medraban entre los crisantemos por los terrenos incultos de Moreda, con los ejemplares exóticos nacidos de las semillas traídas por el contramaestre Daosta de la costa de Malabar. La nueva especie se adueñó en poco tiempo del huerto de los Oliveira y al ver que los tentáculos de los tallos pilosos y acanalados reptaban por las ménsulas del saledizo del balcón, decididos a seguir escalando los muros de la casa, Aurora degolló sin piedad con una hoz varias de ellas y cortó las extremidades más invasoras. Exudaban una resina glutinosa que difícilmente se desprendía de las piedras y las dejaba amarillentas y oxidadas. Cuando las supervivientes florecieron, algunas de las desmesuradas trompetas gatearon por el entramado de la pérgola y se enredaban en las ramas de las camelias. Unas cuantas fructificaron aposentadas en el suelo, con listas verdosas y anaranjadas, y crecieron hasta sobrepasar con creces la altura de las barcas. La mayoría de las calabazas sirvieron de comida durante semanas para la piara de cerdos del herrero, que se había hecho también porquero según iban disminuyendo los encargos en la fragua. La más grande de todas se la reservó Amaro. Dibujó sobre ella un meticuloso mapamundi con sus monstruos marinos asomando el hocico por encima de las olas, su rosa puntiaguda de los vientos y los continentes poblados de tribus en taparrabos y de bestias de todas las raleas imaginables: aves del paraíso, primates de culos bermellones como las cerezas del río Viejo, dos tortugas representadas en el instante de la cópula, peces voladores, osos polares, tigres de Bengala, paquidermos acorazados… Trazó en frondosas caligrafías los viajes del intrépido contramaestre Daosta y las rutas de olvidadas naves cargadas de naranjas que partían del puerto de Moreda. El magnífico ejemplar pesaba tanto que no conseguían alzarlo entre tres hombres, pero el tabernero Demetrio Lobos lo echó de una arrancada sobre los hombros y bajó por las calles como un Atlas. Todavía se puede ver en un rincón de la cantina del puerto. En el pedúnculo floral del polo norte, por el que Amaro tuvo que vaciar varias semanas más tarde la pulpa, que comenzaba a pudrirse, converge la armadura de los hilos meridianos que sostienen los continentes y las aguas.

Por encima de estas y de otras peculiares aficiones de Amaro Oliveira, que iban y venían con las mareas, estaban siempre las barcas. Si se le daba por ahí, medía el tiempo con ellas y hablaba de que faltaba una gamela para la feria caballar del San Martín o de que hacía casi media dorna que no llovía.

—Ya veremos si esta vida que tú llevas puede durar siempre —le repetía con frecuencia Aurora. Y duró. Hasta que se esfumó de viejo entre las pavesas y charamuscas del San Juan.