Cosmovisión - Lázaro Covadlo - E-Book

Cosmovisión E-Book

Lázaro Covadlo

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Beschreibung

El infinito y la nada, los grandes y pequeños amores, el dinero, las creencias, el arte y la técnica. Sobre estos y otros temas pasea Covadlo su mirada cargada de sospecha, entre dudas y certezas, para compartir sus interrogantes impregnados de asombro. Ni ensayo académico ni miscelánea divulgativa, quizá sea este un libro que inaugura un nuevo género. El de enfocar de cerca la realidad con el lente de la epojé, como lo llamaron los griegos, o la perplejidad, como prefiere el autor, para así exponer su Cosmovisión, su particular percepción de la totalidad en la que nos hallamos sumergidos.

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COSMOVISIÓN

LÁZARO COVADLO

COSMOVISIÓN

 

© Lázaro Covadlo© Malpaso Holdings, S. L., 2022C/ Diputació, 327, principal 1.ª08009 Barcelonawww.malpasoycia.com

ISBN:978-84-18546-57-0

Imprime: Romanyà VallsDiseño de interiores: Sergi GòdiaMaquetación: Joan EdoImagen de cubierta: Vision of Faust, de Luis Ricardo Falero, 1878

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

ÍNDICE

El infinito

El tiempo

Catálogo de asombros

La actualidad

La técnica

Arte y creatividad

Dinero

La nada

La muerte

Desde la distancia

El yo

Identidad e impostura

Relatos y creencias

¿Existe Dios?

Felicidad y desventura

El sentido de la vida

Monstruos

Política entre primates

El caldo de la vida

Amor

Weltanschauung

Caleidoscopio

Bártulos de mi desván

El ser que vendrá

Veo veo

Explicación de la mirada

 

 

 

Para Assumpta

 

 

 

Toda frase que yo emita habrá de ser considerada por ustedes no como una aseveración, sino como una pregunta. (Palabras con las que NIELS BOHR solía iniciar sus seminarios)

EL INFINITO

«Si no nos ocupamos del infinito, no vale la pena que nos ocupemos de nada», dijo el poeta Friedrich Hölderlin. Pero ¿cómo podemos ocuparnos del infinito? ¿Cómo podemos vislumbrarlo? ¿Cómo podemos atraparlo? Y si pudiésemos, ¿en qué jaula lo encerraríamos? ¿En una jaula infinita? ¿Acaso es posible imaginar el infinito? ¿Acaso es posible tener noción de algo que carece de imagen?

A ver, trata de imaginar una fruta, visualízala con el pensamiento. Figúratela. ¿Qué clase de fruta? Digamos una naranja, o tal vez un melón. Ahora trata de imaginar un objeto más grande, digamos un edificio de muchos pisos. ¿Verdad que es posible? Claro que sí, casi todo el mundo puede imaginar un edificio de muchos pisos. Acto seguido intenta imaginar un país. Por ejemplo Francia. Al parecer, la mayor extensión de dicho ente te hace más difícil visualizarlo en su limitada totalidad, pero podrías fraccionar la imagen: un poquito de Marsella, otro poco de los viñedos de Languedoc y otro poco del río Sena. La tarea de imaginar un territorio no tiene por qué ser imposible. Además, si quieres darle aspecto visual al objeto Francia puedes recurrir a mapas, fotografías, pinturas, postales o películas. A Francia puedes asociarla con Napoleón o la torre Eiffel, con Brigitte Bardot, Edith Piaff, el asesino Gilles de Rais o la soupe à l’oignon. De ese modo te haces con el concepto «Francia», el verdadero o el que tú configures con la imaginación, que para el caso es indiferente. Yo la tuve a Francia habitando mi imaginación durante la primera etapa de mi juventud. ¿Cómo era la Francia que imaginaba? Era un país de costumbres liberales, con mujeres hermosas, interesantes, accesibles y desenfrenadas durante los juegos del amor. Una buena parte de la población estaba constituida por artistas bohemios; yo imaginaba que me mezclaría con ellos y en esa compañía bebería ajenjo y comería en los bistrós, viviría grandes amores e intercambiaría delicias sexuales con una bella francesa mientras desde el aparato de música nos llegaba la voz de Gilbert Bécaud cantando Et maintenant. La primera vez que visité Francia la imagen que tenía de ella se transformó: no era como la había imaginado. Sin embargo, las fantasías que me había hecho sobre ella y las experiencias que viví en Marsella y París conviven en mi memoria y han engendrado un tercer escenario. ¿Cuál de ellos es el «real», asumiendo como tal a todo aquello que se presenta a la consciencia?

Quizá pueda sostenerse que las cosas son lo que la imaginación quiere que sean. ¿Sí? ¿Es la realidad lo que la imaginación quiere que sea? Tal vez sí y tal vez no, depende desde qué ángulo de la realidad observas la realidad. Tal vez la manera que se tiene de apreciarla dependa del color del cristal con que se mira, como poetizaba Ramón de Campoamor. Tal vez la realidad exista al margen de tu observación consciente. Tal vez, de acuerdo con el obispo Berkeley, no existe cosa alguna que no pueda ser percibida. En otras palabras: si no se percibe no existe.

La física cuántica sostiene que lo que observa la ciencia no es la naturaleza en sí; solo es la naturaleza que observamos y a la que interrogamos. En tal caso no tendría sentido postular una realidad independiente de nuestra observación, al igual que sostener conceptos referentes a una realidad ajena a nuestra mirada: un mundo que no detecta nuestra consciencia. Según esta teoría no existe un mundo «allá fuera». De tal modo, la distinción entre lo exterior y lo interior quedaría invalidada.

¿Sí?, ¿lo que no se percibe no existe? Y lo que no se puede uno imaginar, ¿existe o no existe?

¿Cómo puedes saberlo? A estas dos posturas se las ha llamado materialismo y solipsismo (o idealismo). Por mi parte me apoyo en el perplejismo, que no es otra cosa que lo que la filosofía de los griegos llamó epojé (ἐποχή) y enarboló como divisa la corriente escéptica de pensamiento en la que destacó el filósofo Pirrón (Elis, ca. 360-ca. 270 a. C.), que hizo de la duda el punto sustancial de su pensamiento y en tiempos más recientes reivindicó con variantes la corriente fenomenológica de Edmund Husserl.

Casi todas las miradas sobre el mundo plantean más preguntas que respuestas. Mucha gente de buena familia está muy segura de lo que dice y lo que cree, pero los perplejos, los que ponemos entre paréntesis los datos de la información y los provenientes de los sentidos, optamos por la epojé; no dejamos de bracear en el borrascoso mar de las dudas. Somos dubitativos. Somos perplejos.

Sigamos con el tema de la imaginación. Si quieres imaginar el planeta Júpiter puedes recurrir a las ilustraciones que hayas visto de dicho astro. Si quieres imaginar una estrella que se encuentra a miles de años luz puedes hacerlo, aunque el objeto que recreas con tu imaginación no se corresponda con el de verdad existente (o ya inexistente, si es que ha colapsado miles o millones de años atrás).

Con la imaginación puede armarse la imagen de objetos existentes o ficticios, por ejemplo un unicornio, una cabra con tres cabezas o cualquier otra quimera. Pues bien, ahora trata de configurar con tu imaginación el infinito. ¿Qué imagen puede tenerse del infinito? No me refiero al signo que lo representa, esa especie de ocho acostado (∞), estoy hablando de esa extensión sin límites que reposa sobre la eternidad, acerca de la que puede bromearse: «hacia el infinito y más allá», pero no puede abarcarse porque no hay por dónde y porque en muchos sentidos es inexistente. El infinito, como sabemos, es ilimitado, es una noción sin cuerpo, no se puede medir ni pesar ni dividirlo en partes, en consecuencia es inabarcable para la imaginación, inconcebible para la mente humana, junto con la nada es el principio originario de la perplejidad (y en parte también de la angustia). Es absolutamente imposible representarse el infinito. Me refiero a representarlo mentalmente. Imaginar el infinito es igual de impracticable que imaginar la eternidad o la nada (ya me referiré a esa entelequia).1

Se le atribuye a Albert Einstein el apotegma alusivo a que todo lo imaginable es posible. En tal caso, ante la imposibilidad de imaginarlo, el infinito sería un imposible. Al menos sería imposible para la mente humana actual.

Si hay infinito esa es la totalidad. En el mundo infinito está todo y cosa alguna puede haber fuera del todo; de haberla, el todo no sería tal, sería todo menos algo. Por eso es incongruente suponer que pudiera haber algo más allá del infinito, algo más aparte de la broma sobre el infinito y más allá. Pero la broma también está inclusa en el infinito. Nada hay que no lo esté, estimados perplejos.

El infinito es lo que no es pequeño ni vasto. Tú no puedes ir a la tienda y decir: «deme una porción de infinito», dicho sinsentido solo puedes formularlo en el ámbito de la poesía, puesto que el lenguaje poético con frecuencia lo es por forzar los corsés de la imaginación.

La sola idea del infinito es generadora de angustia y perplejidad. Pero, un momento: cómo que «la idea del infinito»; ante la imposibilidad de la existencia de una imagen que lo abarque no puede haber idea. Es imposible hacerse una idea del infinito. Es altamente dudoso que exista idea sin representación.

***

El niño que acaba de aprender a contar se ejercita con los números: uno; dos; tres; cuatro... La tarde transcurre y el chaval (que posee una «infinita» paciencia) llega a la cifra diez mil. Al alcanzar dicha cantidad advierte que con la caída del sol será llamado para la cena, así que lo más apropiado va a ser agrupar las cantidades según los múltiplos de diez mil. Empecemos: veinte mil; treinta mil, cuarenta mil, etcétera. Pero no hay caso. Será mejor que hagamos paquetes más grandes: un millón; diez millones; cien millones; mil millones; un millón de millones – es decir un billón según la escala numérica larga utilizada en español y en la mayoría de los países de Europa continental, y no un millardo, en la escala numérica corta empleada en los países anglosajones–. Pero bueno, aun así no se vislumbra dónde acaba la numeración, y eso que ya vamos por los tres trillones, pero hay que parar, niño, porque mamá te está llamando para que acudas a la mesa y no esperará que llegues al gúgol, que es un uno seguido por cien ceros al que tal vez el chico podría alcanzar dentro de unas centenas de miles de años. Dicha enormidad numérica fue inventada a los nueve años de edad por otro niño, un tal Milton Sirotta, y ocurrió cuando su tío, el matemático Edward Kasner, le preguntó qué nombre le pondría a un número muy grande.

Así que el niño le puso gúgol –googol, en el original en inglés– al número más grande que se le ocurrió que pudiera existir. ¿Por qué le puso gúgol? Vaya uno a saberlo, a las gentes les pasan muchas cosas por la cabeza, y muchas más cuando se es muy joven. Años más tarde Serguéi Brin y Larry Page bautizaron el motor de búsqueda informático que habían acabado de crear con el nombre de Google, derivado de googol, pero esa es otra historia.

Para seguir con la temática de los números enormes es necesario destacar que existen números mayores que el gúgol, por ejemplo el gúgolplex, cuya cantidad de ceros después de la unidad sería un gúgol de ceros, un conjunto más grande que el mayor número de átomos de hidrógeno en el universo conocido. Se supone que su magnitud es tal que no habría sitio para escribirlo ni aun extendiéndolo en una cinta de papel que pudiera llegar a la estrella más lejana. Pues bien, aún así un gúgolplex continúa siendo un número finito. Se han fraguado números todavía más descomunales que el gúgolplex; uno de ellos se conoce como número de Graham, por el apellido de su creador. No me adentraré en la descripción de ese monstruo (el número) por respeto a mi propia salud mental y la de mis lectores, pero si queremos hablar de objetos abundantes quedémonos con el número de estrellas existentes en el universo observable, que son apenas 70.000.000.000.000.000.000.000 (7x1022), y eso tampoco es el infinito.

***

En la mesa, a la hora de la cena, el niño le pregunta a su padre sobre el tema del infinito, pero ese hombre, del que se suponía que lo sabe todo (por eso es el papá), no puede responder cosa alguna sobre esa abstracción sin límites. Por último el niño podría preguntarse: ¿en verdad existe el infinito? Y si no es así, ¿qué hay más allá de los objetos finitos? Alguien podría decir: «hay otro infinito», lo cual no deja de ser un disparate u otra broma carente de sentido.

Pero, bueno, uno existe o al menos así lo cree. Uno existe porque la actividad de sus sentidos da fe de ello. Percibe el mundo con los sentidos que dan cuenta del ambiente exterior y los reclamos y sensaciones del cuerpo. Ahora bien, suponiendo que dicha existencia sea en verdad fáctica, la pregunta es sobre el comienzo de ella. Pero los seres humanos no suelen tener recuerdos sobre los inicios de su existencia. Todos sabemos que alguna vez hemos nacido porque así nos lo han contado, pero ¿qué había antes? Antes había dos entidades separadas, la una llamada óvulo y la otra espermatozoide, que al unirse conformaron un nuevo ser. Sí, claro, ¿pero antes? Antes existieron dos seres de sexos distintos que aportaron los materiales previamente mencionados. ¿Y antes de cada uno de esos dos seres? Bueno, veamos: para que tú llegaras a la existencia, además de tus padres has debito tener cuatro abuelos; ocho bisabuelos; 16 tatarabuelos; 32 tastatarabuelos; 64 pentabuelos; 128 hexabuelos; 256 heptabuelos; 512 octabuelos; 1024 nonabuelos; 2048 decabuelos...

Es posible continuar desenvolviendo este ovillo durante muchas tardes; en algún momento nos encontraremos con las primeras vidas unicelulares, con las primeras moléculas y seguidamente los átomos de carbono para continuar con las partículas elementales y por ese camino llegar al tan renombrado Big Bang, que según cierta teoría (más tarde reelaborada) dio comienzo al universo. Así pues, el Big Bang habría surgido de la nada, entonces muchos se preguntarán cómo puede surgir algo en la nada, y cómo puede existir en ella el espacio, y cómo puede haber tiempo sin haber espacio ni nada de nada.

Según Paul Dirac,2 parece que sí. Parece que puede surgir algo de la nada. En todo caso del vacío, aunque habría que considerar si «vacío» equivale a «nada». Dirac sostuvo que el vacío vendría a ser algo así como una sala de fiestas para incontables electrones. Tal cosa fue bautizada como «el mar de Dirac», un mar sin fondo que dio pie a la hipótesis de la antimateria. En ese océano cuántico que se nos presenta con la apariencia de vacío absoluto se oculta un inimaginable caudal de energía que en algún «momento» acabará expandiéndose súbitamente. Ahí tenemos el Big Bang.

***

Si bien resulta arduo imaginar una totalidad infinita, a pesar de que Baruch Spinoza sentenció que ninguna sustancia puede ser entendida sino como infinita (y la única sustancia existente, para Spinoza, es Dios o lo que él definía como Dios), más difícil aún nos es concebir un universo finito sin preguntarnos qué pudiera haber antes y más allá de él. ¿Qué hay detrás del horizonte de sucesos, esas regiones alejadas del universo observable?

El físico Stephen Hawking poco antes de morir ofreció la teoría del universo autocontenido. Un universo esférico y sin límites, tal como la Tierra, en la que es posible transitar de un polo al otro sin salirse de su superficie. Así entonces, el universo de Hawking (y de Thomas Hertog, que trabajó con él en la elaboración de este supuesto) no sería infinito, sino autocontenido. Ahora bien, si se utiliza como modelo la Tierra, habrá que tener en cuenta que si sales de este planeta, te encontrarás en un espacio poblado por otros mundos. Más allá del sistema solar también hay objetos celestes; más allá de nuestra galaxia hay otras galaxias. En todo caso, si hubiese por ventura un espacio carente de galaxias, constelaciones y nebulosas, se nos haría difícil imaginar qué hay o deja de haber más allá, aparte de otra cosa que la nada infinita.

Hablemos de lo que pudiera haber o no haber antes. De acuerdo a la versión ortodoxa sobre el Big Bang nada existía antes de él. Ni siquiera existía el antes, puesto que hasta que sucedió la gran expansión tampoco había tiempo (millones de años después Agustín de Hipona explicó algo parecido, pero referido a Dios).

Sin embargo, recientemente (estoy desplegando las presentes disquisiciones en octubre de 2019) algunas voces sostienen que la materia oscura, hasta hoy indetectable y solo deducida pero jamás observada, compone el 80% de la masa del universo. Un estudio todavía bastante fresco de la Universidad Johns Hopkins ahora sugiere que la materia oscura pudo haber existido antes del Big Bang.

Hay otras versiones, una de estas nos cuenta que el universo en expansión llegará a un momento en el que comenzará a contraerse. Al final de la gran contracción toda la materia y energía terminarán concentrándose en un punto tan minúsculo que podría estar contenido en la billonésima parte de la superficie de una punta de alfiler. Será el Big Crunch. Entonces se repetiría la singularidad espacio temporal produciéndose un nuevo Big Bang. Es como en la teoría del eterno retorno, una concepción filosófica sobre el tiempo que nos refiere una repetición del mundo, un hecho cíclico y una perspectiva circular que se representa con la imagen del Ouroboros: la serpiente que muerde su propia cola. En Occidente Schopenhauer, Nietzsche y Eliade, entre otros, abordaron el tema.

Todo lo anteriormente expuesto no incluye ni deja de lado la teoría del universo estacionario postulada por Fred Hoyle en la primera mitad del siglo xx.

Desde luego, ninguno de estos enunciados sobre el origen y la vastedad del cosmos parecen ser del todo falsables, es decir susceptibles de poderse demostrar o refutar de acuerdo con el criterio de falsabilidad de Karl Popper. Ni siquiera echando mano a las comprobaciones de los astrofísicos referentes al desplazamiento al rojo de la luz y el incremento de la distancia entre galaxias. Por mi parte, no pretendo meter baza en estas trifulcas cosmológicas, todas las cuales acrecientan mi natural perplejidad. Me limito a situarme en la epojé.

***

Los creyentes tradicionales atribuyen a un dios antropomórfico la creación del mundo. Los así llamados «creacionistas» mencionan la existencia de una mente superior que lo ha concebido. Son teorías emparentadas, pero ninguna de ambas opiniones es falsable. También podría pensarse que la infinita totalidad de lo que existe no es que haya sido creada por una mente superior, sino que esta totalidad es en sí una gran mente... de la cual formamos parte (de similar modo se define el Tao). Visto desde otro ángulo: Dios sería la totalidad de todo lo que hay. A esto último, los que ponen nombres a las ideas y a las cosas, lo llaman panteísmo.

Mientras escribo estas líneas tengo a Tay, mi perro pastor alemán, sentado a mi lado sobre sus patas traseras. Cada tanto levanta el hocico y observa el accionar de mis manos sobre el teclado del ordenador. Quizá se pregunte acerca del porqué subo y bajo los dedos sobre las teclas. O tal vez no se pregunta nada y, simplemente, se entretiene mirándolos subir y bajar. No puedo saber qué ocurre en la mollera de mi perro y él tampoco sabe qué estoy haciendo con la mía. No creo que le llame la atención el monitor del ordenador, tampoco se ha comprobado que los perros reconozcan su imagen en el espejo y la vean como una representación de sí mismos. En todo caso, estoy seguro de que no le intrigan esos «bichitos» que van apareciendo en la pantalla y que para nosotros son letras que una vez unidas entre sí forman palabras que seguidamente se estructuran en frases con diversos significados. Tay no sabe nada de todo esto. Seguramente tampoco se pregunta sobre este fenómeno. Tay, que es el perro más inteligente de todos los que he tenido a lo largo de mi vida (todos ellos bastante inteligentes), ni siquiera sabe qué es lo que ignora en este asunto y en tantos otros. Del mismo modo yo me pregunto sobre la inmensa cantidad de fenómenos de los que ni siquiera sospechamos que existen y, obviamente, no tenemos preguntas sobre ellos porque ni tan solo sabemos que los ignoramos. Más obviamente, tampoco tenemos respuestas. Lo más seguro es que hoy, la suma de los saberes atesorados en las mentes humanas, apenas abarca una parte infinitesimal de todo lo que existe.

«There are more things in heaven and earth, Horatio, than are dream of in your philosophy»,3 dice Hamlet en la quinta escena del primer acto de la obra a la que este personaje le dio título.

1. Hago notar que en estos capítulos uso la voz «entelequia» no en el sentido que le otorgó Aristóteles, como «en tanto que cumplido», ni tampoco el dado por Plotino, al menos en su relación con el alma, sino con el significado que le confiere el lenguaje común, que equivale a cosa que no existe.

2. Paul Adrien Maurice Dirac (Bristol, 8 de agosto de 1902-Tallahassee, 20 de octubre de 1984) fue un matemático y físico teórico cuya contribución al desarrollo de la mecánica cuántica y la electrónica cuántica resultó fundamental para el progreso de ambas.

3. Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, que las soñadas en tu filosofía.

EL TIEMPO

La primera vez que reflexioné seriamente sobre el tiempo fue a mis nueve años, cuando leí el Martín Fierro, que es un extenso poema gauchesco escrito en la década de los setenta del siglo xix por José Hernández. Trata de las peripecias de un gaucho rebelde que, a más de saber manejarse con el cuchillo, es un hábil payador. La payada consiste en un duelo verbal a voz y guitarra en la que suele considerarse ganador al más ingenioso de los contendientes. En la escena de un enfrentamiento verbal con un contrincante negro este desafía a Fierro con la siguiente pregunta (nótese que toda la obra está escrita en «idioma» gauchesco):

Si responde a esta pregunta

Téngase por vencedor.

Doy la derecha al mejor

Y respóndame al momento:

¿Cuándo formó Dios el tiempo

Y por qué lo dividió?

Contesta Martín Fierro:

Moreno, voy a decir

Sigún mi saber alcanza:

El tiempo solo es tardanza

De lo que está por venir;

No tuvo nunca principio

Ni jamás acabará.

Porque el tiempo es una rueda,

Y rueda es eternidá

Y si el hombre lo divide

Solo lo hace, en mi sentir,

Por saber lo que ha vivido

O le resta que vivir.

De estos versos, que como señalé leí por primera vez a mis nueve años, al abordarlos en la tercera ocasión, a mis veintiséis, me llamó la atención ese que sentencia: «Porque el tiempo es una rueda, / Y rueda es eternidá». Entonces repasé mis exiguas nociones sobre el Ouroboros y el mito del eterno retorno, que es la rueda del samsara de acuerdo con las creencias hindúes.

El Ouroboros (la serpiente que se muerde la cola formando un círculo) simboliza el esfuerzo que nunca acaba –lo cual me lleva a asociar la idea con el mito de Sísifo–. El Ouroboros representa también la naturaleza cíclica de los hechos, al margen de las pasajeras coyunturas históricas. Es el eterno retorno, una concepción filosófica relativa al tiempo que los estoicos postularon por primera vez en Occidente y que proponía una interminable repetición del mundo después de que este se extinguiera, para volver a crearse. En otras palabras: una repetición circular del tiempo. Nietzsche se ocupó del tema en su obra La gaya ciencia, pero antes lo hizo Schopenhauer. Sin embargo no parece muy probable que Hernández leyera a Nietzsche, que publicó La gaya ciencia en 1872, aunque Hernandez murió en 1886.

Como mito y como propuesta poética el mito del eterno retorno resulta atractivo, pero no lo es en el aspecto fáctico. No creo que a Karl Popper le pareciera serio, menos aún falsable.

Otros enfoques acerca del tiempo, sobre todo en relación con el espacio, provienen de la física, en especial de la teoría de la relatividad. En la actualidad todas estas teorías se han divulgado ampliamente y no creo que esté a mi alcance aportar ninguna nueva idea sobre el tema, de modo que me abstengo.

Pero, respecto del tiempo, palabra que en castellano y algunos otros idiomas es polisémica, hay muchos criterios y también vocablos imprecisos: uno de ellos es la voz «instante». Veamos, todos sabemos que una semana cuenta con siete días, un día acumula veinticuatro horas, una hora tiene sesenta minutos y un minuto dura ni más ni menos que sesenta segundos, pero ¿cuánto dura un instante? Un instante parece señalar una brevísima magnitud temporal, pero no define los parámetros (inexistentes) de esa supuesta magnitud. ¿Qué es un instante? Nada. Cronológicamente un instante es nada; fuera del habla cotidiana no existe tal cosa. Es una palabra vacía. ¿Y un «momento»? Un momento tampoco tiene significado concreto, pero al menos puede asimilarse a una situación; un hecho; un acontecimiento histórico: «En abril de 1945 los aliados acabaron con el nefasto poder del régimen nazi; ese fue un gran momento para la humanidad». Pero ¿un instante? ¿Para qué sirve la voz instante?

Compartimos y hacemos el tiempo al igual que todos los seres vivientes, como por ejemplo ciertas especies de efímeras. Sí, la efímera, ese insecto de cuerpo alargado que mide alrededor de dos centímetros –según la especie algunos un poco más y otros un poco menos–, y sin embargo tiene de todo: cabeza, tronco, ojos, alas, aparato reproductor y vaya a saberse cuántas cosas más. Vive apenas unas veinticuatro horas, pero lo asombroso es que con un lapso vital tan corto el animalito se obstine en aprovecharlo por completo. Así es, mientras está vivo quiere vivir: si probáis de arrimarle una pajita veréis cómo se escabulle con el fin de preservar su integridad física. «Perseverar en el Ser», diría Baruch Spinoza.

La efímera. Tantas veces he pensado en ese bichito. Me pregunto con qué ánimo, con qué estado de consciencia percibe la corta duración de su vida. ¿Consciencia? ¿Podrían tener los insectos alguna clase de consciencia? Mejor hablemos de la percepción del tiempo; quizá para las efímeras los segundos puedan equivaler a días, los minutos a meses y las horas a años. Entonces, al llegar al final de su ciclo vital la efímera moribunda se dirá: «He vivido una existencia intensa»; o tal vez se diga: «He vivido una existencia plena»; o acaso piense que su existencia ha sido apacible o quizá mediocre, pues no ha aleteado lo suficiente. Vaya uno a saberlo. Pero me pregunto: ¿qué pensaremos de nuestras propias vidas cuando estas se aproximen al puesto de aduana después del cual se entra en el otro territorio? ¿Han sido intensas nuestras existencias?, ¿han sido apacibles?, ¿han sido dolorosas?, ¿dichosas?, ¿alocadas?

Ahora bien, pese a que su existencia sea tan corta, el tiempo de vida de la efímera es muchísimo más largo que el de una pompa de jabón y, por supuesto, el de una guiñada de ojo, cuya duración se estima en una décima de segundo, que es el tiempo en el que un colibrí alcanza a batir sus alas hasta siete veces. Lento, muy lento, si lo comparamos con el aleteo de una mosca: una vez cada tres milisegundos, lo cual es muy poco en relación con el recorrido de un rayo de luz, que alcanza a transitar trescientos metros en un microsegundo (una millonésima de segundo). Sí, pero cierta rara partícula subatómica bautizada como mesón K o kaón tiene una vida media de solo doce nanosegundos, y téngase en cuenta que un nanosegundo equivale a una milésima parte de una millonésima de segundo.

Ya que estamos refiriéndonos a lapsos temporales en relación con fenómenos físicos, qué podríamos decir de la duración que alcanza, antes de desaparecer, el bottom quark, esa estrambótica partícula subatómica creada en los aceleradores de alta energía: tan solo un picosegundo, que viene a ser una billonésima de segundo.

El tiempo, sí, el tiempo, que como he señalado, en idioma español es un sintagma polisémico y alude también al clima, a las etapas históricas y a algunas cosas más. El tema del tiempo, que alargamos hacia el infinito y encogemos hasta lapsos imperceptibles, nos resulta extraño e inquietante sobre todo cuando se piensa que nuestro planeta existe desde hace unos cuatro mil quinientos millones de años (cuando aún no había por aquí nadie que supiera medir el tiempo) en un universo en expansión cuya edad se calcula en aproximadamente trece mil setecientos y pico millones de años. Años más o años menos, puesto que con semejantes cifras no vamos a contar la calderilla. ¿O sí?

Pues bien, de todas las ilusiones que envuelven nuestra vida, tal vez la más ilusoria sea la del tiempo. La ilusión del tiempo entendido como cuarta dimensión, según Einstein. No obstante, el interés sobre el tema es muy anterior al desarrollo de la física teórica: con seguridad ya existía cuando la humanidad acababa de descubrir la rueda y los hombres y mujeres articulaban las primeras palabras que «andando el tiempo» sirvieron para generar conceptos, entre estos, conceptos sobre las mismas palabras y sobre el tiempo. Pero no nos iremos tan lejos, conformémonos con repasar lo que pensaba Agustín de Hipona en tiempos de la Antigüedad tardía, o si se prefiere, la alta Edad Media (es que hay diversos nombres para los diversos tiempos). «En la eternidad ninguna cosa pasa, sino que todo es presente», sostenía san Agustín, y en el capítulo XII de sus Confesiones expone que «antes de que Dios criase los tiempos ningún tiempo había», y explica con más abundancia el doctor de la Iglesia en el capítulo XIV:

¿Pues qué cosa es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, yo lo sé para entenderlo; pero si quiero explicárselo a quien me lo pregunte, no lo sé para explicarlo. Pero me atrevo a decir que sé con certidumbre, que si ninguna cosa pasara, no hubiera tiempo pasado; que si alguna cosa sobreviniera de nuevo, no habría tiempo futuro; y si ninguna cosa existiera, no habría tiempo presente. Y en cuanto al tiempo presente, para que sea tiempo, es preciso que deje de ser presente y se convierta en pasado, ¿cómo decimos que el presente existe y tiene que ser, supuesto en que su ser estriba en que dejará de ser; pues no podemos decir con verdad que el presente es tiempo, sino en cuanto camina a dejar de ser?

Lo notable de esta interpretación la encontramos en su coincidencia con la fenomenología de Husserl y con las más avanzadas concepciones de la física actual.

Pero aquellos dos tiempos que he nombrado, pasado y futuro, ¿de qué modo son o existen, si el pasado ya no es, y el futuro no existe todavía? Y en cuanto al tiempo presente, es cierto que si siempre fuera presente, y no se mudara ni se fuera a ser pasado, ya no sería tiempo sino eternidad.

Ibídem, cap. XIV.

Las preguntas inherentes al tema pueden traernos confusión: ¿Es el tiempo un producto de la consciencia? ¿Podría existir el tiempo en ausencia de la materia (y de la energía)? ¿La falibilidad de la memoria altera el registro de los tiempos pasados? ¿Existe el tiempo futuro o se trata de una entelequia? Veamos qué opina el renombrado sanatero Martin Heidegger (más adelante informaré sobre el significado del término sanatero): «Si el tiempo encuentra su sentido dentro de la eternidad, entonces el tiempo debe ser entendido comenzando con ella...», Über der Begriff der Zeit (1924). ¡Chocolate por la noticia!, diríamos algunos ante semejante perogrullada.

Como quiera que sea, si me preguntaran ¿qué es el tiempo?, hoy respondería que es la sustancia de la que estamos hechos. No sé qué respondería mañana. En cualquier caso, frente a la imagen propuesta por Eddington de una supuesta flecha del tiempo, propongo la de un ovillo. No sé si un ovillo bien enrollado o enmarañado. Tal vez en ocasiones lo uno y en otras lo otro.

Ahora bien, la expresión «la flecha del tiempo» se ajusta perfectamente a los conocimientos de la física actual. El tiempo no es reversible y, al igual que todo en la naturaleza, está sometido a las leyes de la termodinámica y sus resultados entrópicos (¿sí?). El pasado nos deja registros (con frecuencia distorsionados) en la memoria; el presente es una entelequia inasible e imposible de medir –¿quién podría decir «ahora estoy pensando esto» cuando al decirlo ha dejado de pensar en ese «esto» para pensar en lo que estaba pensando?–; y el futuro está sujeto a la aleatoriedad de las circunstancias venideras y su representación en la consciencia, casi siempre reflejada en nuestras esperanzas, temores e incertidumbres. Así pues, el tiempo vendría a ser unidireccional y con destino incierto.

Pero, al costado de las lecturas sobre el tiempo realizadas por los doctos en temas propios de la física, deberíamos tener presente que invariablemente fabricamos dicha ilusión con las herramientas de la consciencia, que es la que nos permite percibir el movimiento y la transformación de lo que está al alcance de nuestros sentidos. «Pasado, presente y futuro apenas son ilusiones, aunque sean ilusiones consistentes», sostuvo Einstein.

Y son ilusiones enmarañadas: la memoria incorpora supuestas vivencias provenientes de los sueños; no es extraño que terminemos por tomar por hechos vividos sucesos que nos han referido, por eso sostengo que se trata de un ovillo antes que de una flecha. Además, cuantificamos la sustancia temporal como si tuviera volumen y decimos que no tenemos tiempo o, contrariamente, que nos sobra. Creemos que algunos pierden el tiempo y hacemos ciertas cosas para «ganar tiempo». En fin, vivimos inmersos en el tiempo, somos el tiempo.

Pero ¿somos instantes? ¿Cuál es la medida de un instante? ¿Cuánto tiempo dura?

Ah, y de paso, si quisiéramos abordar el humor negro teñido de reflexión, podríamos decirnos que si bien se pierde el tiempo cuando uno se dedica a cosas inútiles, no hay mejor manera de perderlo que el hecho de morirse.

***

«Ve aquí como respondo yo a quien preguntaba: ¿qué es lo que hacía Dios antes de que hiciese el cielo y la tierra? Respondo pues, no lo que dicen que respondió otro burlándose, huyendo de la dificultad, y diciendo que entonces estaba Dios preparando los tormentos del infierno para los que pretenden averiguar las cosas altísimas e inescrutables», escribe Agustín de Hipona en sus Confesiones. Sin embargo no nos dice quién es ese «otro» que da una respuesta tan sarcástica y mordaz, hasta el punto de que san Agustín prefiera endosársela a un «otro» por él inventado que asumirla como propia.

En el capítulo XIII de sus Confesiones, con el subtítulo «Que antes de que Dios criase los tiempos ningún tiempo había», escribe san Agustín:

Mas si alguien de entendimiento demasiado ligero anda vagueando por tiempos imaginarios anteriores a la creación, y se admira de que Vos, Dios omnipotente, criador de todas las cosas, conservador de todas, autor de cielo y tierra, hayáis dejado pasar innumerables siglos antes de que hicieseis esta obra tan admirable, vuelva sobre sí, y contemple que se admira de cosas falsas que él mismo allá se finge. Porque ¿cómo habían de haber pasado antes innumerables siglos, que Vos no habíais criado, siendo Vos el único autor y criador de todos los siglos? ¿Ni qué tiempos habían de ser los que no habían sido criados por Vos?

Con que siendo Vos el criador de todos los tiempos, si algún tiempo hubo antes de que hicisteis el cielo y la tierra ¿para qué se dice que nada hacíais? Porque ese mismo tiempo Vos lo hacíais; ni era posible que fuesen pasando y sucediéndose unos a otros los tiempos, antes que Vos hicisteis los tiempos. Pero si antes del cielo y la tierra no había tiempo alguno, ¿para qué es preguntar qué hacíais entonces, si no hay entonces en donde no hay tiempo?

De modo que san Agustín nos pone ante el hecho de la eternidad anterior al tiempo y a la existencia del universo. Ya sea por la exégesis mística del doctor de la Iglesia, o por la versión, muchas veces revisada, de la mayoría de los astrofísicos, relativa al Big Bang, deberíamos imaginar lo inimaginable: una eternidad vacía de entidades; lo que suele llamarse «la nada». Algo que no es ente alguno; la inexistencia absoluta; lo que la mente no alcanza a representarse, al igual que sucede con el infinito. Continuamos flotando en la perplejidad.

CATÁLOGO DE ASOMBROS

Dos cosas me llenan la mente con un siempre renovado y acrecentado asombro y admiración por mucho que continuamente reflexione sobre ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí.

IMMANUEL KANT

Después de concentrarme en el tiempo vital de las efímeras derivé la mirada hacia otras especies cuyos períodos vitales son muy variados, y si la efímera permanece viva veinticuatro horas, la tortuga de las Galápagos subsiste muchísimo más, como es el caso de Harriet, conocida como la tortuga de Darwin, que llegó a la edad de 176 años, es decir aproximadamente 64.240 veces más que la efímera.

Y si es por buscar animales longevos, podríamos nombrar a la ballena boreal, cuyo período de vida oscila entre los ciento cincuenta y los doscientos años.

Atención, estoy refiriéndome a especies animales, porque si enfocara mi interés en la botánica señalaría a ciertas clases de olivos, árboles que llegan a vivir mil años o más, pero tal vez no tanto como la secuoya roja de California, algunos de cuyos ejemplares han alcanzado los tres mil años.

Vuelvo al mundo animal, que me resulta más afín, y me detengo en la información sobre una almeja cuya vida superó los cuatro siglos. Este animal ha pasado más de cuatrocientos años semienterrada en la arena. Supongo que sería una vulgaridad y un despropósito preguntarle si se ha aburrido durante todo ese tiempo, pero fui a indagar en mi enciclopedia y así pude enterarme de que tiene de todo: sistema digestivo, músculos, sexo, … ¡oh, sorpresa!, hasta sistema nervioso. Pero, claro está, no puedo saber si tiene emociones y si acaso se pregunta por el sentido de la vida.

En mi adolescencia escarbaba en la arena de Villa Gesell, una playa al sur de Buenos Aires, y extraía sabrosas almejas que manducaba allí mismo. No sabía entonces que me mandaba al buche un animal longevo. Años más tarde probé las deliciosas ostras. Almejas y ostras son clasificadas como moluscos bivalvos. Hay muchas especies de almejas, pero creo entender que todas ellas están sexualmente definidas: son machos o hembras, y punto. Las ostras, en cambio, al parecer son hermafroditas alternativas. Esto quiere decir que una temporada hacen de machos y la siguiente de hembras, y así van alternando, lo que significa que la ostra tiene muchas más posibilidades de diversión que la almeja, y ya quisiera uno para sí este maravilloso súper poder tan propio del Orlando de Virginia Woolf. Sin embargo, las ostras como mucho llegan a vivir veinte años. ¿Es justa la naturaleza? ¿Será que la duración de la vida guarda relación inversa con su intensidad?

«Muere joven, deja un cadáver bonito», proclamaban los punks.

Sin embargo, existe un animal inmortal, es un tipo de medusa cuyo nombre científico es Turritopsis nutricula, pero normalmente se la denomina «medusa inmortal», y así no nos complicamos la vida. La medusa inmortal puede regresar a su etapa de inmadurez sexual al llegar a la edad adulta. Es un proceso que se conoce como transdiferenciación, consistente en retornar a la etapa de pólipo mediante la transformación de sus células.

Cuánta variedad hay en la naturaleza, me digo, y me pregunto si la duración de la existencia tiene algún sentido que a nosotros se nos escapa. Hay una frase muy conocida que propone darle vida a los años antes que años a la vida. Es una frase ingeniosa, pero no le encuentro su lógica. Tengo para mí que la mayor duración de la vida, al menos en la especie humana, provee a esta de mayor sentido, a diferencia de cuando es corta y los sueños y proyectos quedan truncos.

Darle años a la vida o vida a los años no suele ser una empresa voluntaria. Lo cierto es que cada quien hace lo que puede.

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Entonces decía que la efímera vive veinticuatro horas y hay una almeja que aguantó cuatrocientos años en este mundo. Dimensiones: la efímera mide dos centímetros, pero el largo de un elefante africano es de seis o siete metros, su altura alcanza los tres metros y medio y llega a pesar seis toneladas, en todo caso bastante menos que la ballena azul, cuyo largo, de adulta, oscila entre los veinticuatro y veintisiete metros; pesa cien toneladas o más. ¿Por qué hay tanta variedad de tamaños y duraciones? Supongo que si todo fuese parejo nada existiría: la existencia de los seres y los entes se basa en las diferencias; la homogeneidad solo se da en la nada. Eso todos lo sabemos, pero como estos escritos no son otra cosa que un catálogo de asombros, el catálogo de asombros de un tipo perplejo, no puedo dejar de fijar mi atención en este fenómeno.

Tamaños: la ballena azul mide entre veinticuatro y veintisiete metros, en tanto que la Cerebara bruni