Criada - Stephanie Land - E-Book

Criada E-Book

Stephanie Land

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Beschreibung

A los veintiocho años, los planes de Stephanie Land de abandonar su ciudad natal para ir a la universidad y ser escritora se vieron truncados cuando una aventura de verano se convirtió en un embarazo inesperado. Para llegar a fin de mes, tuvo que dedicarse a la limpieza. Con un control tenaz de su sueño, trabajaba durante el día y recibía clases online por la noche para obtener un título universitario. Mientras, escribió sobre historias reales que no se estaban contando: de estadounidenses mal pagados y con exceso de trabajo; de vivir con cupones para alimentos; de las viviendas proporcionadas por programas del Gobierno, pero que acabaron siendo alojamientos transitorios; de los distantes funcionarios que la llamaban afortunada por recibir ayuda mientras ella no se sentía afortunada en absoluto. Criada explora las debilidades de la clase media-alta de Estados Unidos y la realidad de estar a su servicio. Su escritura inquebrantable da voz al «sirviente», que persigue el sueño americano por debajo del umbral de la pobreza. Pero es también un testimonio inspirador de la fuerza, la determinación y el triunfo definitivo del espíritu humano.

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Nota de la autora

Compuse estas memorias con la ayuda de mis diarios personales, fotografías, blogs y escritos publicados en Facebook. La mayoría de los nombres y otras características identificativas se han modificado a fin de proteger la identidad de las personas. El marco temporal se ha comprimido. Los diálogos son aproximados y en algunos casos se han adaptado al contexto. He estado muy atenta a contar mi verdad. Esta es mi historia tal como yo la recuerdo.

Empiezo a leer el libro Criada. Trabajo duro, sueldos bajos y la voluntad de supervivencia de una madre, de Stephanie Land, y me sale título para este prólogo: «Las casas que limpiamos y gestionamos las trabajadoras del hogar y cuidadoras y en las que no podemos vivir».

Las trabajadoras de hogar y cuidadoras nos encargamos de cuidar a personas mayores, dependientes o enfermas, niños y niñas, mascotas, y hasta de las plantas. También hacemos de psicólogas, maestras o lo que se tercie.

Quienes hacemos este trabajo tan importante, que sostiene la vida y, por tanto, el engranaje del mundo, lo realizamos, por lo general, en condiciones precarias. Pero para este sistema, que tan bien funciona, gracias a nuestro imprescindible trabajo, continuamos siendo invisibles y nuestros derechos están recortados si los comparamos con otros sectores.

El trabajo doméstico es un trabajo que a lo largo de la historia casi siempre se ha asignado a las mujeres. Las sociedades capitalistas, patriarcales y racistas siguen sin resolver la reorganización de los cuidados; unos cuidados donde los hombres siguen siendo los grandes ausentes. Por su parte, las mujeres tienen la tarea pendiente de solucionar el conflicto de quién pone la lavadora, quién gestiona la casa… Las familias que pueden permitírselo aparcan la discusión y el trabajo y lo resuelven contratando a una empleada de hogar. Estas familias se aseguran de poder continuar con su trabajo asalariado y conseguir una vida digna, sin dobles jornadas. Las empleadas de hogar se convierten en el «seguro» de su «estilo de vida».

También vuelvo a confirmar que este trabajo —que realizamos Stephanie Land y millones de mujeres en todo el mundo— tiene coincidentes características, da igual en qué parte del planeta trabajemos. O bien lo realizan las mujeres en el seno de sus familias de manera no remunerada, solo por amor, o lo hacen las mujeres más pobres o, en los últimos años, migrantes que somos, de alguna u otra forma, expulsadas de nuestros países de origen.

Después del apropiamiento de tierras, aguas, recursos naturales, instalaciones de empresas que dañan el medio ambiente y que hacen que no podamos vivir en nuestros países, en nuestros hogares, muchas mujeres tomamos la decisión de salir en busca de una vida mejor para nosotras y nuestras familias. Lo más difícil es que cuidamos aquí de otras personas, de otras familias, al tiempo que tenemos que dejar a nuestros menores y mayores en manos de los cuidados de otras mujeres en nuestros países; es lo que denominamos «cadenas globales de cuidados».

Cuando llegamos a estos países en Europa, donde las condiciones de vida son, en principio, mejores, una de las salidas que nos «deja» el sistema es realizar tareas de cuidados y trabajo doméstico, tomando el relevo de muchas otras mujeres que conquistaron algunos derechos, como trabajar fuera de casa remuneradamente. Muchas mujeres migrantes y pobres, y con una situación de vulnerabilidad a flor de piel por no tener papeles, trabajan en las condiciones que sea por su compromiso de enviar remesas (bien en recursos, bien en dinero) a sus familias, para seguir «sosteniendo allá».

Muchas de estas mujeres que «sostenemos», trabajamos en grandes ciudades donde intentamos sobrevivir con salarios ridículos aunque trabajemos todos los días y a todas horas y empleamos los salarios, en su mayor parte, en pagar una vivienda que cuesta más de lo que ganamos.

Necesitamos sociedades donde los derechos básicos como la vivienda, la salud, la educación, el derecho al cuidado y al ocio estén cubiertos.

Cuando leo la historia de Stephanie Land, a través de las casas que limpia cada día, y las peripecias que tiene que hacer para cuidar a su hija, bajo el temor de que le nieguen la ayuda para poder llevarla a la guardería y así poder trabajar, leo la historia de miles de migrantes trabajadoras domésticas: la búsqueda constante de un hogar que reúna unas mínimas condiciones y que le permita estar con su hija sin dejarla de lado, el miedo a que el padre le quite la custodia o le diga, día sí y día también, que es él quien merece tener a la niña.

Stephanie Land no cuenta con el respaldo de una familia o de redes amigas. En su ensayo cuenta estrategias para encontrar gente solidaria en determinados momentos, aunque la mayoría de la gente le mira, nos mira, con esas miradas, porque no son solo palabras, que nos recriminan por ser pobres, por ser mujeres solas con nuestras hijas e hijos y por realizar trabajos para poder sobrevivir. Miradas, entre otras cosas, que nos devuelven que no somos mujeres «normales», como dicta la sociedad, cuando no tenemos un hombre a nuestro lado, aunque sea violento, aunque no te valore o te vaya bajando tu autoestima cada día.

Como trabajadora de hogar y cuidadora, mujer migrante, activista feminista con casi treinta años en España, me organizo junto a otras iguales para sostenernos, apoyarnos, escucharnos, querernos y cuidarnos. Desde estos espacios, creados por nosotras mismas, escuchamos historias tan duras como la de Stephanie Land, pero también abrazamos historias de vidas tan hermosas que nos dan fuerza y valor y hacen que sigamos organizadas.

Nos organizamos para conseguir derechos y condiciones laborales dignas en igualdad de condiciones con cualquier otra trabajadora o trabajador; para conseguir que se reconozca socialmente que el trabajo doméstico y de cuidados es un trabajo importante y que es de justicia que estemos, de una vez por todas, en el caso español, dentro del Régimen General de la Seguridad Social con todos sus derechos.

También exigimos que se ratifique el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que se termine la esclavitud que muchas compañeras trabajadoras del hogar internas tienen que sufrir en pleno siglo XXI. Es imprescindible acabar con las violencias y abusos de poder que sufren muchas trabajadoras, especialmente las internas, por parte de empleadores, y que quedan silenciadas entre las paredes de la casa que es también centro de trabajo.

Reivindicamos, asimismo, la regularización de muchas trabajadoras migrantes sin papeles que sabemos que están trabajando en España sin condiciones laborales ni derechos de ningún tipo. Lamentamos que nuestro país, al igual que hicieron otros Estados europeos, no regularizase a quienes se encontraban trabajando, con o sin contratos, aquí durante la pandemia de la COVID-19.

Que se pongan en marcha, de una vez por todas, políticas públicas para que las familias con pocos recursos puedan tener acceso a cuidados dignos para sus mayores, al tiempo que quienes les atendemos tengamos trabajo digno y con derechos. Que no haya vidas que valgan menos que otras por el hecho de ser empleadas de hogar, limpiadoras, cuidadoras o migrantes. Las instituciones han de asumir su papel y tomar cartas en el asunto.

Soñamos con sociedades donde no te juzguen, donde no te hagan sentir culpable de la situación en que vives; porque nosotras no somos culpables de no poder vivir en casas que reúnan todas las condiciones de habitalibidad por no poder pagarlas; no somos culpables de tener que trabajar en varios lugares o en uno solo con jornadas de veinticuatro horas, aceptando salarios bajos y miserables para poder pagar los recibos.

Como pone por escrito la protagonista de este libro, en un anuncio reivindicativo y de denuncia: «Trabajo 25 horas a la semana como limpiadora profesional, pero no me alcanza para pagar las facturas».

Limpiamos casas donde no podemos vivir, por no poder pagarlas. Nuestras casas deberían parecer normales, con habitaciones para cada miembro de la familia o compartidas, pero con dimensiones apropiadas, con ventanas selladas, que no dejen entrar el frío, que no se tenga que estar dentro de la casa con abrigos o tener que poner mantas en las puertas, porque el frío también enferma, como le ocurre a la protagonista de este libro.

Limpiamos casas con grandes salones, con calefacción, con jardín, con amplias cocinas, con varios cuartos de baño, con espacios para relajarse. Nosotras también deseamos tener momentos de ocio, leyendo o escuchando música en espacios similares, sin sentirnos culpables, sin que nos llamen holgazanas o vagas. Reivindico los cuidados para las cuidadoras, porque pareciera que el cuidado no estuviera al alcance de las personas pobres. Reivindico tiempo de ocio y derechos laborales básicos, como el derecho a la prestación por desempleo, el derecho a tener vacaciones, a disponer de bajas laborales, a tener un contrato por escrito, derechos que, en nuestro sector, no se cumplen. El derecho a tener vacaciones, aun siendo un derecho ya conseguido sobre el papel, no siempre se respeta, muchos empleadores y empleadoras aún dicen: «Bueno, ya hablaremos de las vacaciones. Ahora no es el momento». Igual sucede con quienes deciden «quitar de tu salario» el tiempo que empleaste en ir a una cita médica o a resolver una gestión.

Pero, además, en el Estado español aún existe la figura del «desestimiento», que quiere decir que tu empleador te puede echar a la calle sin explicarte ningún motivo, algo que no sucede en ningún otro sector laboral. Por eso, las trabajadoras nos vemos obligadas a denunciar y aunque los juicios no son fáciles, gracias a la autoorganización y el apoyo mutuo, sacamos fuerzas y estamos consiguiendo algunas sentencias favorables para las mujeres. Una de nuestras tareas es animar a la denuncia, luchando contra el miedo.

Muchas mujeres se quedan literalmente sin nada. Se han dado casos de despidos después de más de veinte años trabajados, como le ha pasado a muchas compañeras que son limpiadoras y cuidadoras profesionales.

Muchas trabajadoras del hogar y de cuidados nos hacemos expertas en gestiones de ayuda pública, rellenando papeles para que nos concedan becas para estudiar, conseguir atención médica o viviendas dignas. Aunque bien sabemos que ser pobre no te garantiza el acceso a ayudas sociales, aun teniendo un trabajo con bajos salarios. El ejemplo de la vivienda es claro. Tras la crisis económica del 2008, los bancos, que fueron rescatados con dinero público por el Estado, se quedaron con muchas viviendas y desalojaron a muchas familias. Muchas de esas viviendas continúan vacías y, desgraciadamente, continúan los desahucios en el Estado español, incluso en familias con menores a su cargo, a pesar de la prohibición explícita de la ONU para preservar los derechos de niños y niñas. La vivienda, que debería ser un derecho, se encuentra a merced de las burbujas inmobiliarias y los mercados financieros. La salud y la enseñanza sufren cada vez una mayor privatización. Muchas familias se endeudan para que sus hijos e hijas puedan estudiar en colegios y universidades concertadas, que reciben grandes recursos por parte del Estado.

Cuando Stephanie Land habla de la culpa, recuerdo cuántas de nosotras nos hemos sentido culpables por hacer un poco más agradable nuestras vidas: salir con amigas, tomar unas cervezas, leer un rato, escuchar música, tener deseos o preocuparse por una misma. Al parecer las mujeres que trabajamos en este sector, las mujeres pobres, es como si tuviéramos negados los autocuidados, como si no pudiéramos parar ni un minuto para ir al médico, es como si te señalaran por el hecho de recibir alguna «ayuda» para poder pagar las facturas de luz y gas y poder comprar un poco de comida decente.

En este libro encontramos todas estas cuestiones contadas por su protagonista, a veces de forma dura, pero sus relatos enganchan y hacen que nos paremos a reflexionar. Porque la dura historia de Stephanie Land es también una historia cargada de estrategias de solidaridad, de amor, de cuidados, una historia similar a la vivida por otras muchas mujeres que no hemos tenido la oportunidad de escribirlas.

Esta historia es, por tanto, de todas nosotras, porque a pesar de quienes desean invisibilizarnos por estar solas, por ser pobres, por ser migrantes, estamos aquí para decir que no queremos quedarnos con esas etiquetas, que lo que deseamos es convertir la vulnerabilidad en rebeldía, porque tenemos derecho a una vida digna, cargada de alegría, una vida que merezca ser vivida, porque todas las vidas deberían valer lo mismo y porque todas las vidas importan.

Bienvenidas, bienvenidos

al mundo de Stephanie Land

El precio de la entrada exige dejar de lado cualquier estereotipo adquirido sobre las trabajadoras domésticas o las madres solas, así como las imágenes sobre la pobreza recibidas a través de los medios de comunicación. Stephanie es una buena trabajadora y «sabe expresarse», por decirlo con el elogio condescendiente que dispensan las elites a las personas sin estudios superiores que manifiestan una inteligencia inesperada. Criada describe su periplo como madre empeñada en ofrecer una vida y un hogar seguros a su hija Mia, mientras intenta sobrevivir con las ayudas públicas que consigue rebañar y los ingresos patéticamente insuficientes que puede obtener trabajando como mujer de lalimpieza.

En inglés, maid [criada][1] es una palabra refinada, que evoca servicios de té, uniformes almidonados y la serie Downton Abbey. Pero en la vida real, el mundo de las trabajadoras domésticas está incrustado de suciedad y restos de mierda. Esas mujeres limpian nuestros desagües de vello púbico y son testigos mudos de nuestros trapos sucios, en sentido literal y metafórico. Sin embargo, quedan relegadas a la invisibilidad, olvidadas en nuestra acción política y en las políticas de nuestro país, miradas con menosprecio cuando llegan a nuestra puerta. Lo sé bien porque participé durante un breve tiempo de esa vida cuando estuve trabajando en empleos mal pagados con objeto de reunir información para mi libro Por cuatro duros. A diferencia de Stephanie, yo tenía en todo momento la posibilidad de regresar a mi vida mucho más confortable de escritora. Y a diferencia de ella, no estaba intentando mantener también a una hija pequeña con mis ingresos. Mis hijos ya eran mayores y no les interesaba en absoluto compartir conmigo la vida en aparcamientos para caravanas como parte de un disparatado proyecto periodístico. Por lo tanto, sé algunas cosas sobre el trabajo como mujer de la limpieza; conozco el agotamiento y el trato despectivo que recibía cuando vestía en público la chaquetilla de la empresa, con el nombre «The Maids International» [Internacional de Criadas] estampado. Pero solo podía intuir la angustia y la desesperación de tantas de mis compañeras de trabajo. Como Stephanie, muchas de esas mujeres eran madres solas que limpiaban casas como un medio de supervivencia y sufrían todo el día por sus criaturas, a las que a veces tenían que dejar en condiciones precarias para poder salir a trabajar.

Tal vez, con suerte, quienes ahora me leen jamás habrán tenido que vivir en el mundo de Stephanie. En su libro constatarán que en él impera la escasez. El dinero nunca alcanza y a veces tampoco hay suficiente comida; la crema de cacahuete y los fideos ramen ocupan un lugar destacado en la dieta; una visita al McDonald’s es un lujo infrecuente. En ese mundo, nada es seguro, ni los coches, ni los hombres, ni la vivienda. Los cupones para alimentos son un puntal importante para poder sobrevivir, y la normativa reciente que impone como requisito que la gente esté trabajando para poder recibirlos solo puede ser acogida con indignación.[2] Sin esas ayudas públicas, esas trabajadoras, madres solas y con otras problemáticas añadidas, no podrían sobrevivir. No son una dádiva. Como todas y todos los demás, también esas personas desean una posición estable en nuestra sociedad.

Posiblemente el aspecto más hiriente del mundo de Stephanie es el antagonismo que despliegan hacia ella las personas más afortunadas. Una manifestación de los prejuicios de clase que se inflige sobre todo a las y los trabajadores manuales, a quienes a menudo se considera moral e intelectualmente inferiores a las personas que visten traje y corbata o están sentadas detrás de una mesa de despacho. En el supermercado, otros compradores observan con mirada reprobatoria el carrito de Stephanie mientras ella paga con cupones para alimentos. Un hombre mayor le dice en voz alta: «¡Que te aproveche!», como si hubiese pagado él mismo personalmente su compra. Esta mentalidad se extiende mucho más allá de esa experiencia concreta y representa el punto de vista de buena parte de nuestra sociedad.

La descripción del mundo de Stephanie sigue una trayectoria que parece abocada a un colapso desastroso. En primer lugar, por el desgaste físico que comporta levantar peso, pasar la aspiradora y fregar durante entre seis y ocho horas diarias. En la empresa de limpieza doméstica donde yo trabajé, todas y cada una de mis compañeras de trabajo, desde los diecinueve años en adelante, parecían sufrir algún tipo de dolencia neuromuscular: lumbalgia, lesión del manguito rotador del hombro, problemas en las rodillas y los tobillos. Stephanie va tirando con ayuda del alarmante número de pastillas de ibuprofeno que consume a diario. Llega un momento en que contempla con anhelo los opioides que un cliente almacena en el botiquín del cuarto de baño, pero los medicamentos que requieren receta médica no están a su alcance, como tampoco lo están los masajes, la fisioterapia o la consulta a un especialista en tratamiento del dolor.

Sumado a ello o entrelazado con el agotamiento físico que comporta su modo de vida, Stephanie tiene que lidiar con un enorme reto emocional. Su respuesta es el modelo perfecto de la «resiliencia» que profesionales de la psicología recomiendan a la gente pobre. Cuando topa con un obstáculo, busca la manera de seguir adelante. Pero la arremetida de un contratiempo tras otro a veces llega a ser excesiva. Solo su amor infinito por su hija evita que se desmorone; ella es el faro luminoso que alumbra todo el libro.

No creo que pueda considerarse un spoiler decir que este libro tiene un final feliz. A lo largo de todos los años de lucha y esfuerzo que aquí se describen, Stephanie siempre alimentó el deseo de escribir. La conocí cuando estaba en los inicios de su carrera de escritora, hace ya unos años. A mi condición de autora, sumo la de fundadora del Economic Hardship Reporting Project (Proyecto de Denuncia de la Penuria Económica), una organización dedicada a promover el periodismo de calidad sobre la desigualdad económica, sobre todo el de autoras o autores que también tienen que luchar para sobrevivir. Stephanie nos escribió pidiendo información y ya no la dejamos escapar. Trabajamos con ella en la elaboración de su discurso y la revisión de sus textos y la ayudamos a darles la mejor salida posible, incluida su publicación en The New York Times y The New York Review of Books. Ella es exactamente el tipo de persona para la que está pensado nuestro proyecto: una autora desconocida de clase trabajadora que solo necesitaba un empujoncito para iniciar su carrera.

Si este libro les resulta inspirador, como es muy posible que suceda, recuerden cuán poco faltó para que no llegara a escribirse nunca. Stephanie podría haberse rendido, vencida por la desesperación o el agotamiento; o podría haber sufrido una lesión incapacitante en su trabajo. Piensen también en todas las mujeres que, por motivos parecidos, jamás conseguirán dar a conocer su historia. Stephanie nos recuerda que se cuentan por millones, cada una heroica a su manera, las que esperan a que las escuchemos.

[1]También «doncella», en su doble acepción de camarera y mujer virgen. (Todas las notas de esta edición son de la traductora).

[2]Actualmente (2020), los requisitos generales que deben cumplir las personas beneficiarias del Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (Supplemental Nutrition Assistance Program, SNAP) —como se denomina desde 2008 el Programa de Cupones para Alimentos (Food Stamps Program)— son: estar registrada como demandante de empleo; no haber dejado el empleo ni reducido la jornada de trabajo de manera voluntaria; aceptar las ofertas de empleo recibidas; y participar en programas de empleo y formación, cuando así lo requiera la normativa del estado federado. Además, desde la reforma de 1996, la percepción de la ayuda por parte de las personas adultas no discapacitadas y sin dependientes a su cargo que no trabajen o participen en un programa de trabajo durante veinte horas semanales como mínimo queda limitada a tres meses a lo largo de un periodo de treinta y seis meses.

01

La cabaña

Mi hija aprendió a andar en un refugio para personas sin hogar.

Fue una tarde de junio, la víspera de su primer cumpleaños. Haciendo equilibrios sobre el raído sofá de dos plazas del refugio, yo la enfocaba con una vieja cámara digital para captar sus primeros pasos. Su pelo enmarañado y su pelele con un listado de finas rayitas contrastaban con la determinación de sus ojitos castaños mientras flexionaba y arqueaba los dedos del pie intentando mantener el equilibrio. Apostada detrás de la cámara, fui resiguiendo los pliegues de sus tobillos, los rollitos de los muslos y la curva redondeada de su barriguita. Mia avanzaba balbuceando hacia mí, descalza sobre el suelo embaldosado. Años de suciedad habían quedado incrustados sobre ese suelo. Por mucho que lo fregara, nunca conseguía dejarlo limpio.

Era la última semana de nuestra estancia de noventa días en una cabaña individual, emplazada en el extremo norte de la ciudad, que el servicio de la vivienda asignaba a las personas sin hogar. A continuación podríamos trasladarnos a un alojamiento provisional en un viejo edificio de apartamentos deteriorados con suelos de cemento, utilizado también como hogar de transición para personas que han salido de la cárcel. Aunque la estancia fuera breve, había hecho cuanto estaba en mi mano para transformar la cabaña en un hogar para mi hija. Una colcha amarilla extendida sobre el pequeño sofá de dos plazas, además de añadir algo de calidez a las paredes blancas y al suelo gris, también proporcionaba un aire alegre y luminoso en medio de esa etapa sombría.

Junto a la puerta de entrada, había colgado un pequeño calendario. Lo tenía lleno de anotaciones con las citas con las trabajadoras sociales de las diversas organizaciones a las que podía acudir en busca de ayuda. Había rebuscado bajo todas las piedras, me había asomado a las ventanillas de todos los servicios asistenciales y me había unido a las largas colas de personas cargadas con carpetas improvisadas llenas de documentos destinados a probar que no tenían dinero, anonadada al constatar la cantidad de esfuerzo necesario para demostrar que era pobre.

No estábamos autorizadas a tener visitas ni tampoco a gran cosa más. Teníamos una sola bolsa con nuestras pertenencias. Mia tenía únicamente una cesta con algunos juguetes. Yo tenía una pequeña pila de libros que había dispuesto sobre la pequeña estantería que separaba la zona de estar de la cocina. Había una mesa redonda a la que había acoplado la sillita de Mia y una silla donde yo me sentaba para verla comer, a menudo con una taza de café en la mano para calmar el hambre.

Mientras contemplaba esos primeros pasos de Mia, procuré no posar la mirada en la caja verde que había a sus espaldas, donde guardaba los documentos judiciales con el historial detallado de la lucha contra su padre por su custodia. Me esforcé por mantener toda la atención concentrada en ella y sonreírle, como si todo fuera bien. De haber enfocado la cámara en sentido contrario, no me habría reconocido. En las pocas fotografías que tenía, parecía casi otra persona, flaca como seguramente no lo había estado jamás en la vida. Trabajaba a tiempo parcial como jardinera y dedicaba varias horas a la semana a podar setos, mantener a raya matas de zarzamora descontroladas y arrancar briznas de hierba de los lugares donde no debían crecer. A veces también fregaba los suelos y los baños de las casas de personas conocidas, amistades que habían tenido noticia de que estaba desesperadamente necesitada de dinero. No eran personas ricas, pero disponían de un colchón financiero, cosa que yo no tenía. Perder una paga sería un trance duro pero no el desencadenante de una sucesión de acontecimientos que acabarían conduciéndolas a un refugio para personas sin hogar. Tenían padres y madres u otros familiares que podían echarles una mano y evitarles todo ese recorrido. A nosotras nadie nos echaba una mano. Estábamos solas, Mia y yo.

En los formularios del servicio de la vivienda, cuando me preguntaban por mis objetivos personales para los meses siguientes, escribía que me proponía intentar recuperar la relación con el padre de Mia, Jamie. Pensaba que si me esforzaba en serio, lo conseguiríamos. A veces imaginaba escenas en las que aparecíamos como una verdadera familia: una madre, un padre, una bonita niñita. Me aferraba a esas fantasías como si fueran un cordel atado a un enorme globo. Un globo que me permitiría sobrevolar el maltrato de Jamie y las penurias de haber quedado abandonada, sola a cargo de mi hija. Si conseguía aferrarme a ese cordel, me veía capaz de sobrevolarlo todo. Concentrarme en la imagen de la familia que deseaba, me permitía fingir que esas feas paredes no eran reales; que esa vida era un estadio transitorio, no una nueva existencia.

Como regalo de cumpleaños, Mia recibió un par de zapatos nuevos. Había estado ahorrando durante un mes para comprarlos. Eran marrones con pequeños pajaritos rosas y azules bordados. Mandé invitaciones para la fiesta como si fuese una mamá normal e invité a Jamie como si fuésemos una pareja normal que compartía la custodia de su hija. Celebramos el cumpleaños en torno a una mesa de pícnic sobre el césped de una ladera con vistas sobre el Pacífico en el parque Chetzemoka de Port Townsend, la ciudad del estado de Washington donde vivíamos. Los invitados se instalaron sonrientes sobre las mantas que habían llevado. Yo había comprado limonada y magdalenas con mis cupones para alimentos de ese mes. Mi padre y mi abuelo habían hecho un trayecto de casi dos horas desde direcciones opuestas para asistir a la celebración. Mi hermano acudió con algunos amigos. Uno llevaba una guitarra. Le pedí a una amiga que le sacara algunas fotos a Mia con Jamie y conmigo porque eran muy raras las ocasiones en que se nos pudiera ver sentados juntos los tres como en aquel momento. Quería que la niña tuviera un buen recuerdo. Pero la cara de Jamie en las fotos manifestaba desinterés, irritación.

Mi madre había viajado en avión con su marido, William, desde Londres, o desde Francia o dondequiera que estuvieran viviendo en aquella época. La mañana siguiente, después de la fiesta, acudieron a la cabaña —infringiendo la norma del refugio para personas sin hogar que prohibía las visitas— para ayudarme a hacer la mudanza al alojamiento transitorio. Me desconcertó un poco su manera de vestir: William con sus tejanos negros ajustados, un jersey negro y botas negras; mamá con un vestido a rayas negras y blancas, demasiado ajustado sobre sus anchas caderas, medias negras y unas Converse escotadas. Parecían vestidos para saborear un café expreso, no para una mudanza. Hasta entonces no le había dejado ver a nadie el lugar donde habíamos estado viviendo, y la intrusión de sus acentos británicos y sus ropas de estilo europeo confirió a la cabaña, nuestro hogar, un aspecto aún más cochambroso.

William se mostró sorprendido al ver que solo teníamos una bolsa marinera de lona. La cogió y se la llevó fuera, seguido por mamá. Yo volví la mirada atrás para contemplar por última vez ese suelo y nuestros fantasmas, el mío leyendo un libro en el pequeño sofá de dos plazas, el de Mia hurgando en la cesta de los juguetes, sentada en el cajón acoplado a los bajos de la cama doble. Pero fue solo un breve instante para tomar nota de a qué había sobrevivido, un adiós agridulce al frágil escenario de nuestros inicios.

La mitad de las personas que residían en nuestro nuevo edificio gestionado por el Programa de Viviendas Familiares Transitorias de Northwest Passage procedían, como yo, de un refugio para personas sin hogar, pero la otra mitad acababan de salir de la cárcel. Teóricamente, representaba un progreso con respecto al refugio, pero enseguida empecé a añorar el aislamiento de la cabaña. Allí, en ese edificio, mi realidad quedaba expuesta a los ojos de todo el mundo, incluidos los míos.

Mamá y William se quedaron esperando, un poco rezagados, mientras yo me dirigía hasta la puerta de nuestro nuevo hogar. Me costó hacer girar la llave y tuve que dejar en el suelo la caja que llevaba para forcejear con la cerradura hasta que por fin conseguimos entrar.

—Bueno, al menos la cerradura es segura —bromeó William.

Accedimos a un estrecho vestíbulo; el baño estaba justo frente a la entrada. Enseguida me fijé en la bañera donde podríamos bañarnos juntas, Mia y yo. Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de ese lujo. Los dos dormitorios estaban situados a la derecha, cada uno con una ventana que daba a la calle. En la minúscula cocina, la puerta de la nevera rozaba los armarios del lado opuesto. Crucé el suelo de baldosas blancas, parecidas a las del refugio, y abrí la puerta que daba a un pequeño balconcito, apenas con la anchura suficiente para poder sentarme con las piernas extendidas.

Julie, la trabajadora social encargada de mi caso, me había mostrado el lugar en una visita rápida dos semanas antes. La última familia que había vivido en ese piso lo había ocupado veinticuatro meses, el periodo máximo permitido.

—Has tenido suerte de que haya quedado libre —me dijo—. Sobre todo, teniendo en cuenta que ya se te estaba acabando el plazo en el refugio.

Durante mi primer encuentro con Julie estuve tartajeando sentada frente a ella procurando responder a sus preguntas sobre mis planes y qué pensaba hacer para ofrecerle un cobijo a mi hija. Cuáles eran mis perspectivas de lograr una estabilidad económica. Qué tipo de trabajos podía hacer. Julie parecía comprender mi desconcierto y me ofreció algunas sugerencias sobre el camino que seguir. Instalarme en una vivienda protegida para personas con bajos ingresos parecía ser la única alternativa. El problema era encontrar alguna disponible. En el Centro de Atención en Situaciones de Violencia Doméstica y Agresiones Sexuales gestionaban un refugio protegido para las mujeres que no tenían adonde acudir, pero yo había tenido la suerte de que el servicio de la vivienda me hubiera ofrecido un espacio para mí sola como primer paso hacia la estabilidad.

Durante esa primera reunión, repasamos juntas una lista de cuatro páginas de normas concisas que tendría que aceptar para poder hospedarme en su refugio.

La persona alojada está informada de que este es un refugio

para situaciones de emergencia;

NO es su domicilio.

Se le podrá requerir aleatoriamente en cualquier momento

un ANÁLISIS DE ORINA.

NO está permitido recibir visitas en el refugio,

SIN NINGUNA EXCEPCIÓN.

Julie me dejó claro que en el nuevo alojamiento seguirían realizando visitas de inspección aleatorias para comprobar el cumplimiento de unos requisitos mínimos de higiene doméstica, como lavar la vajilla, no dejar comida tirada sobre la encimera de la cocina y mantener el suelo limpio. Volví a aceptar los análisis de orina aleatorios, las visitas de inspección sin previo aviso y el toque de queda a partir de las diez de la noche. Nadie podía quedarse a pasar la noche sin autorización previa y nunca durante más de tres días seguidos. Cualquier variación en los ingresos se debía comunicar de inmediato, además de presentar una declaración mensual con una relación detallada de su origen y una justificación de los gastos.

Julie siempre fue muy amable y se dirigía a mí con una sonrisa. Era muy de agradecer que no tuviese esa expresión fatigada y de hastío que parecían lucir otros trabajadores sociales de los servicios públicos. Me trataba como a una persona, y mientras me hablaba se atusaba la corta melena color cobre y de vez en cuando se recogía un mechón detrás de la oreja. Pero lo que no conseguí entender fue que me llamara «afortunada». Yo no me sentía afortunada. Agradecida, sí. Desde luego. Pero no creía haber tenido suerte. No cuando iba a mudarme a un sitio con unas normas que parecían presuponer que era una persona con adicciones, sucia o simplemente tan incapaz de manejar mi vida que necesitaba que me impusieran la obligación de no salir de noche y someterme a análisis de orina.

Ser pobre, vivir en la miseria, se parecía muchísimo a estar en libertad condicional; el delito: carecer de recursos para sobrevivir.

* * *

William, mamá y yo acarreamos mis cosas con razonable rapidez desde la camioneta de alquiler hasta mi apartamento del segundo piso. Antes habíamos pasado por el guardamuebles que mi padre había alquilado para mí antes de mudarme a la cabaña. Mamá y William iban tan peripuestos que les ofrecí un par de camisetas, pero no las quisieron. Mamá había tenido sobrepeso durante toda mi vida, excepto en la época en que se divorció de mi padre. Atribuía su pérdida de peso a la dieta Atkins. Papá descubrió luego que su repentina afición al gimnasio no estaba motivada por el deseo de estar en forma sino por un lío amoroso, junto con un nuevo afán de escapar de las restricciones de una vida de esposa y madre. La metamorfosis de mamá fue una salida del armario o un despertar a la vida que siempre había deseado pero había sacrificado hasta entonces por mor de su familia. Para mí fue como si de repente se hubiese convertido en una desconocida.

Mis padres se divorciaron y mamá se mudó a un apartamento la primavera en que mi hermano, Tyler, terminó el bachillerato. Cuando llegó el Día de Acción de Gracias, a finales de noviembre, ya había adelgazado hasta la mitad de su talla anterior y se había dejado crecer el pelo. Fuimos paseando hasta un bar y allí la vi besar a hombres de mi edad y caer redonda, más tarde, en un reservado del restaurante. En ese momento sentí vergüenza, pero esta se transformó luego en la sensación de una pérdida que no sabía cómo llorar. Quería recuperar a mi mamá.

Mientras tanto papá también se había disuelto en el seno de una nueva familia. La mujer con quien empezó a salir inmediatamente después del divorcio era celosa y tenía tres hijos. No le gustaba verme por su casa.

—Coge las riendas de tu vida —me dijo él un día después de desayunar juntos en una cafetería Denny’s próxima a su casa.

Mis padres habían cambiado de vida dejándome emocionalmente huérfana. Por mi parte, me había jurado que jamás interpondría semejante distancia física y emocional entre Mia y yo.

En aquel momento, contemplando a mamá, casada con un inglés solo siete años mayor que yo, constaté que había engordado siete tallas más con respecto a la mayor que había llegado a tener antes, hasta el extremo de que se la veía incómoda dentro de su cuerpo. No podía dejar de observarla con asombro, allí de pie a mi lado, mientras me hablaba con un falso acento británico. Haría unos siete años que se había ido a vivir a Europa, pero en todo ese tiempo solo la había visto en cuatro o cinco ocasiones.

Mediado el traslado de mis numerosas cajas de libros, empezó a decir que tomar una hamburguesa le parecía una excelente idea.

—Y una cerveza —añadió cuando volvimos a cruzarnos en la escalera.

Apenas eran las doce, pero ella estaba en modo vacaciones, lo cual significaba empezar a beber pronto. Sugirió que fuéramos al Sirens, un bar del centro con mesas al aire libre. Empezó a hacérseme la boca agua. Llevaba meses sin comer fuera.

—Tengo que trabajar luego, pero puedo acompañaros —dije. Una vez a la semana limpiaba la guardería de una amiga por cuarenta y cinco dólares. También tenía que devolver la camioneta y recoger a Mia de casa de Jamie.

Aquel mismo día, mamá también recuperó un par de grandes arcones con fotos antiguas y chucherías varias que había dejado en el garaje de una amiga. Lo llevó todo como regalo a mi nuevo domicilio. Lo acepté en un arrebato, con nostalgia, y como prueba de nuestra anterior vida compartida. Había guardado todas las fotos escolares, las de cada Halloween. Yo con mi primer pez. Con un ramo de flores entre los brazos después de mi primera actuación en un musical del colegio. Mamá estaba entre el público, apoyándome, sonriéndome y con una cámara de fotos entre las manos. En cambio, en aquel momento, allí en el piso, solo me miraba como a una presencia adulta más en el cuarto, una igual, mientras que yo me sentía más perdida que nunca. Necesitaba a mi familia. Necesitaba ver sus gestos de asentimiento, sus sonrisas tranquilizadoras, que me dijeran que todo saldría bien.

Cuando William se incorporó para ir al baño, me senté a su lado en el suelo.

—Oye —le dije.

—Dime —me respondió como si fuera a pedirle algo. Siempre tenía la impresión de que le preocupaba que pudiera pedirle dinero, aunque nunca lo hice. William y ella llevaban una vida frugal en Europa, tenían arrendado el piso londinense de William y vivían en una casita de campo en Francia, en las proximidades de Burdeos, que se proponían convertir en un bed and breakfast.

—¿Tal vez podríamos quedar para pasar un rato juntas? —le propuse—. ¿Las dos solas?

—Creo que no sería correcto, Steph.

—¿Por qué? —inquirí, con la espalda erguida.

—Quiero decir que si quieres que nos veamos un rato, tendrás que aceptar que también nos acompañe William —respondió.

Justo en aquel momento, William se acercó a nosotras mientras se sonaba ruidosamente la nariz con el pañuelo. Ella le cogió una mano y se me quedó mirando, con las cejas arqueadas, como si se enorgulleciera de haber marcado ese límite.

No era ningún secreto que William no me gustaba. Cuando les había visitado en Francia, un par de años antes, él y yo habíamos tenido una fuerte discusión que había alterado a mi madre hasta el extremo de refugiarse en el coche para llorar. Deseaba aprovechar la presente visita para recuperar la relación perdida con ella, pero no simplemente como alguien que podría ayudarme a cuidar de Mia. Anhelaba tener una madre, alguien en quien poder confiar, que me aceptase sin condiciones aunque estuviera viviendo en un refugio para personas sin hogar. Si tuviese una madre con quien poder hablar, tal vez ella podría explicarme lo que me estaba pasando o facilitarme las cosas y ayudarme a no sentirme una fracasada. Era duro tener que reconocer semejante grado de desesperación, tener que competir por la atención de mi propia madre. De modo que le reía todos los chistes a William y sonreía cuando él se burlaba de la sintaxis estadounidense. No hacía comentarios sobre el nuevo acento de mi madre ni le reprochaba que se diera aires, como si la abuela no preparara ensaladas con fruta de lata y una tarrina de nata batida.

Mamá y papá se habían criado en zonas distintas del condado de Skagit, un lugar famoso por sus campos de tulipanes, aproximadamente a una hora de distancia de Seattle en dirección norte. Ambas familias habían vivido en la pobreza durante generaciones. Por el lado de papá, sus raíces se situaban en las profundidades de las laderas boscosas, en torno a Clear Lake. Se rumoreaba que algunos parientes lejanos todavía destilaban whisky clandestinamente. Mamá vivía en la parte baja del valle, donde los campesinos cultivaban guisantes y espinacas.

La abuela y el abuelo llevaban casi cuarenta años casados. En mis primeros recuerdos los veo en su casa rodante instalada en el bosque junto a un arroyo. Yo pasaba el día allí con ellos mientras mis padres estaban trabajando. A la hora del almuerzo, el abuelo nos preparaba emparedados de mantequilla y mayonesa con pan de molde industrial Wonderbread. No iban sobrados de dinero, pero mis recuerdos de mis abuelos maternos rezumaban cariño y afecto: la abuela removiendo la sopa de tomate Campbell’s sobre los fogones con una botella de soda en la mano, de pie sobre una pierna, con la otra doblada y el pie recostado contra el muslo, como un flamenco, y siempre con un cigarrillo encendido en un cenicero próximo.

Luego se trasladaron a una vieja casa urbana, cerca del centro de Anacortes, que con los años se acabó deteriorando hasta el extremo de resultar casi inhóspita. El abuelo trabajaba como agente inmobiliario y de vez en cuando se acercaba entre una visita y otra y entraba a toda prisa para ofrecerme pequeños juguetes que había encontrado o había ganado en las máquinas de la bolera.

De niña, cuando no estaba en su casa, telefoneaba a la abuela. Pasaba tantos ratos hablando con ella por teléfono que en el arcón de fotos había varias mías, a los cuatro o los cinco años, de pie en la cocina con un gran auricular amarillo pegado a la oreja.

La abuela tenía esquizofrenia paranoide y con los años llegó a ser prácticamente imposible mantener una conversación con ella. Tenía alucinaciones. La última vez que había ido a verla con Mia, le había llevado una pizza Papa Murphy comprada con mis cupones para alimentos. La abuela, con los ojos delineados con un grueso trazo negro y los labios pintados de un rosa encendido, se pasó la mayor parte del tiempo afuera, fumando. Tuvimos que esperar a que regresara el abuelo para poder comer. Llegado el momento, la abuela dijo que ya no tenía hambre y acusó al abuelo de tener una amante e incluso de coquetear conmigo.

Pero Anacortes era el cofre donde estaban depositados mis recuerdos de infancia. Aunque mi vinculación con mi familia era cada vez más escasa, siempre le hablaba a Mia de Bowman Bay, dentro del Parque Estatal de Deception Pass, un entrante del brazo de mar que separa las islas de Fidalgo y Whidbey, donde papá me llevaba de excursión cuando era pequeña. Ese pequeño rincón del estado de Washington, con sus gigantescas coníferas y madroños, era el único sitio que sentía como mi hogar. Había explorado cada rincón, conocía sus senderos y los matices de las corrientes marinas y había grabado mis iniciales sobre el tronco anaranjado de un madroño retorcido que aún sabría localizar perfectamente. Siempre que regresaba a Anacortes para visitar a mi familia daba un rodeo junto a las playas que se extienden bajo el puente que cruza Deception Pass para tomar la ruta más larga, siguiendo Rosario Road, pasadas las grandes mansiones que se alzan sobre el acantilado.

Echaba de menos a mi familia, pero me consolaba saber que mamá y la abuela todavía hablaban por teléfono cada domingo. Mamá la llamaba desde dondequiera que estuviese en Europa. Para mí era un consuelo, como si no hubiese perdido del todo a mamá, como si ella aún conservase en su fuero íntimo algún recuerdo de las personas que había dejado atrás.

* * *

Cuando nos trajeron la cuenta del almuerzo en Sirens, mamá pidió otra cerveza. Yo miré el reloj; necesitaba disponer de dos horas para limpiar el parvulario antes de ir a recoger a Mia. Después de pasarme otro cuarto de hora viendo a mamá y William matar el rato intercambiando anécdotas sobre las extravagancias de sus vecinos en Francia, me vi obligada a decirles que tenía que marcharme.

—Oh —dijo William, arqueando las cejas—. ¿Quieres que le haga señas a la camarera para que te traiga la cuenta?

Me lo quedé mirando pasmada.

—No —respondí. Nuestras miradas chocaron desafiantes—. No tengo dinero.

Lo correcto habría sido que yo les invitara a comer, puesto que estaban de visita y me habían ayudado a hacer la mudanza, pero también se suponía que eran mis padres. Quería recordarle que acababa de ayudarme a hacer el traslado desde un refugio para personas sin hogar, pero no se lo dije y me volví hacia mamá para dirigirle una mirada suplicante.

—Puedo pedir que me carguen la cerveza en mi tarjeta —ofreció ella.

—Solo me quedan diez dólares en la cuenta —dije yo, con un nudo cada vez más grande en la garganta.

—Con eso apenas te alcanza para pagar tu hamburguesa —sentenció William.

Tenía razón. Mi hamburguesa costaba 10,59 dólares. Había pedido una consumición con un precio exactamente 28 centavos inferior al saldo de mi cuenta corriente. Sentí golpetear la vergüenza en mi pecho. Cualquier sentimiento victorioso que hubiese podido experimentar aquel día por haber dejado atrás el refugio quedó hecho añicos. No podía pagar ni una maldita hamburguesa.

Miré a mamá y luego a William y después me excusé para ir al lavabo. No necesitaba orinar. Solo quería llorar.

Mi reflejo en el espejo me devolvió la imagen de una figura de palo delgadísima, con una camiseta de talla infantil y unos tejanos ajustados con los bajos recogidos para disimular que me quedaban cortos. En el espejo vi a una mujer agotada por el exceso de trabajo pero sin un centavo en el bolsillo, una persona que no podía pagarse ni una maldita hamburguesa. A menudo la angustia no me dejaba comer y durante muchas de las comidas con Mia me limitaba a observar cómo se llevaba la cuchara a la boca, dando gracias por cada uno de los bocados que ingería. Mi cuerpo se veía flaco y abatido, ya solo con fuerzas para llorar por mi suerte, allí en los lavabos.

Años antes, cuando pensaba en mi futuro, veía la pobreza como algo inconcebible, infinitamente distante de mi realidad. Jamás se me ocurrió pensar que acabaría de ese modo. Pero en aquel momento, después de tener una criatura y romper con mi pareja, me encontraba inmersa en una realidad de la cual no sabía cómo escapar.

Cuando regresé a la mesa, William continuaba ahí sentado echando humo por las narices, como un dragón en miniatura. Mamá se inclinó y le susurró algo, a lo que él respondió meneando la cabeza con gesto de desaprobación.

—Puedo pagar diez dólares —dije mientras tomaba asiento.

—De acuerdo —dijo mamá.

No esperaba que lo aceptase. Aún tardaría días en volver a cobrar algo. Hurgué en el bolso hasta encontrar mi billetera y deposité mi tarjeta junto con la suya para compartir la cuenta. Una vez firmado el recibo, me levanté, deslicé la tarjeta de crédito en el bolsillo trasero de mis pantalones, le di un somero abrazo de despedida a mamá y me dirigí a la salida.

Cuando solo me había alejado un par de pasos de la mesa, William soltó:

—¡Vaya descaro! ¡Jamás había visto nada igual!

02

La caravana

La Navidad de 1983, mis padres me regalaron una muñeca repollo.[3] Mamá había ido a hacer cola frente a los almacenes JCPenney varias horas antes de que abrieran las puertas. Los jefes de planta del establecimiento blandían bates de béisbol sobre las cabezas de las compradoras para evitar que se abalanzasen hacia los mostradores. Mamá se abrió paso a codazos como una luchadora y alcanzó a hacerse con la última caja del expositor, segundos antes de que otra mujer intentara apropiársela. O así nos lo contó. Yo la escuchaba llena de admiración, complacida de que mi madre hubiera luchado por mí. Mi mamá, la heroína. La campeona, conseguidora de codiciadas muñecas.

Aquella mañana, cogí mi nueva muñeca repollo en brazos, recostada sobre mi pequeña cadera. Tenía los ojos verdes y el pelo rubio, corto y ondulado. De pie frente a mamá, alcé la mano derecha y declaré:

—Consciente de las necesidades de esta niña repollo que ha llegado hasta mí, me comprometo firmemente a ser una buena madre para Angelica Marie.

Luego firmé los documentos de adopción que constituían el elemento fundamental del fenómeno de las muñecas repollo. Un ritual que destacaba los valores familiares y fomentaba la responsabilidad. Cuando recibí el certificado de nacimiento de la muñeca con mi nombre impreso, mamá me abrazó orgullosa y también a Angelica, cuidadosamente acicalada y vestida para la ocasión.

Desde que tengo memoria, siempre quise ser escritora. Al hacerme mayor, empecé a escribir cuentos y a desaparecer en compañía de mis libros como si fuesen viejos amigos. Sentía predilección por los días lluviosos, cuando empezaba un nuevo libro por la mañana, sentada en una cafetería, y lo terminaba entrada la tarde en un bar. Durante aquel primer verano con Jamie, a los veintitantos años cumplidos, la Universidad de Montana en Missoula comenzó a enviarme postales de promoción de su programa de Escritura Creativa. Yo ya me veía dentro de esas fotografías, paseando por los paisajes bucólicos de Montana, en algún rincón, debajo de las citas de Viajes con Charley inscritas con tipografía caligráfica en la parte superior. «[…] Pero en el caso de Montana [lo que siento] es amor», había escrito simplemente Steinbeck. Palabras que me condujeron hacia el «Big Sky Country», el territorio de amplios cielos de Montana, en mi búsqueda de un hogar donde desarrollar la siguiente etapa de mi vida.

Conocí a Jamie un día, camino de regreso a casa, a la salida de un bar donde solía ir con mis compañeras de trabajo al terminar nuestro turno. Era casi medianoche y entre la hierba se escuchaba el canto estival de los grillos. Cogí la sudadera con capucha que me había atado a la cintura mientras bailaba sudorosa sin parar y me dispuse a iniciar el largo trayecto de regreso en bicicleta. Mis pantalones Carhartt todavía lucían en la parte delantera pequeñas manchitas de café expreso de la cafetería donde trabajaba y aún conservaba el sabor del último whisky en la boca.

Ya afuera, me llegó desde un banco del parque, transportado por la refrescante brisa exterior, el sonido de una guitarra y la voz inconfundible de John Prine. Me detuve un instante para identificar la canción y divisé a un chico con un MP3 y un par de altavoces portátiles sobre las rodillas. Llevaba una chaqueta de franela roja y un sombrero de fieltro marrón y tenía la espalda inclinada mientras meneaba suavemente la cabeza concentrado en el ritmo de la música.

Me senté a su lado sin pararme a pensar. La calidez del whisky bullía en mi pecho.

—Hola —le dije.

—Hola —respondió y me sonrió.

Estuvimos un rato allí sentados, escuchando sus canciones favoritas, inhalando la brisa nocturna junto a la orilla, en la zona peatonal del centro de Port Townsend. Construcciones victorianas de ladrillo se alzaban sobre las olas que lameteaban los muelles.

Cuando me levanté para marcharme, entusiasmada por haber conocido a un chico nuevo, anoté rápidamente mi número de teléfono en una página de mi diario y la arranqué.

—¿Te gustaría salir algún día? —le pregunté mientras se la alargaba.

Me miró, luego se volvió en dirección al sonido de la gente que salía riendo del Sirens. Cogió el trozo de papel que le ofrecía, se me quedó mirando y asintió con la cabeza.

Mi teléfono sonó la noche siguiente mientras iba conduciendo camino de la ciudad.

—¿Hacia dónde vas? —me preguntó.

—Voy hacia el centro. —Di un volantazo, incapaz de reducir la marcha, controlar el volante y sostener al mismo tiempo el teléfono.

—Te estaré esperando frente al Penny Saver Market —me dijo y colgó.

Pasados unos cinco minutos, entré en el aparcamiento y vi a Jamie que me estaba esperando recostado contra la parte trasera de un Volkswagen escarabajo rojo, vestido igual que la noche anterior. Me sonrió con desenfado dejando ver una dentadura desigual que me había pasado desapercibida en la oscuridad.

—Vamos a por unas cervezas —anunció mientras tiraba al suelo la colilla de un cigarrillo liado a mano.

Compró dos botellas de cerveza negra Samuel Smith y luego nos montamos en su Volkswagen y condujo hasta un montículo arbolado para contemplar la puesta de sol. Mientras él hablaba, estuve hojeando un ejemplar de la gaceta literaria del New York Times que había encontrado sobre el asiento. Me habló de un viaje en bicicleta que tenía previsto hacer, siguiendo la ruta 101, bordeando la costa del Pacífico hasta San Francisco.

—Ya me he pedido los días libres en el trabajo —anunció y me lanzó una mirada. Tenía los ojos más oscuros que los míos.

—¿Dónde trabajas? —le pregunté, consciente de que no sabía nada de él más allá de sus preferencias musicales.

—En el Fountain Café. —Dio una calada a su cigarrillo—. Antes era el segundo del chef, pero ahora solo me encargo de los postres.

Exhaló y una columna de humo sobrevoló el montículo.

—¿Tú eres el que prepara el tiramisú? —le pregunté, interrumpiendo mi torpe tentativa de liarme un cigarrillo.

Asintió y en el acto supe que me acostaría con él. El tiramisú era una delicia.

Esa misma semana, Jamie me llevó por primera vez a su caravana. De pie en medio del minúsculo cubículo, tomé nota de las paredes forradas de madera, el puf de color anaranjado y los estantes llenos de libros.

Jamie se disculpó al verme mirar el lugar y se apresuró a explicarme que solo se había ido a vivir a esa caravana para ahorrar dinero para su viaje en bicicleta. Pero después de ver los nombres de Bukowski y Jean-Paul Sartre entre una hilera de libros que tenía sobre la mesa, me importaba un comino el aspecto que tuviera el remolque y me volví para besarlo de inmediato.

Él me empujó suavemente hasta tumbarme sobre el edredón blanco que cubría su cama. Nos estuvimos besando durante horas, como si no existiera nada más en el mundo. Me cubrió con su cuerpo.

Teníamos previsto que más adelante cada cual seguiría su camino: yo me iría a Missoula y él a Portland, en Oregón. Cuando me sugirió que me instalara en su caravana para ahorrar dinero, enseguida acepté. Compartiríamos una caravana-remolque de menos de siete metros, pero solo nos costaría ciento cincuenta dólares por cabeza. Nuestra relación tenía fecha de caducidad y de ese modo nos ayudábamos mutuamente a alcanzar el objetivo de abandonar la ciudad.

La población trabajadora de Port Townsend estaba empleada principalmente en el sector servicios que atendía a los turistas y otras personas con ingresos disponibles que llegaban en tropel durante los meses más cálidos. Los ferris llegaban cargados, cruzando lentamente el brazo de mar entre el continente y la península, puerta de acceso al bosque pluvial y a las fuentes de aguas termales de la costa. Las mansiones victorianas, las tiendas y las cafeterías del paseo marítimo aportaban dinero a la ciudad y un medio de vida para muchos de sus residentes. Sin embargo, tampoco eran toneladas de dinero. Salvo que pusieran en marcha un negocio propio, los trabajadores y trabajadoras corrientes tenían pocas oportunidades de labrarse un futuro.

El núcleo central de residentes incluía a muchos que ya tenían bien consolidado su futuro. A finales de la década de 1960 y principios de la siguiente, un grupo de hippies se instaló en Port Townsend, que entonces era casi una ciudad fantasma que sobrevivía a duras penas gracias a una fábrica de papel que empleaba a la mayoría de sus residentes. Construida con la expectativa de llegar a ser uno de los mayores puertos marítimos de la costa oeste, la ciudad había caído en la ruina cuando, debido a la falta de inversiones a resultas de la depresión, las rutas ferroviarias se desviaron hacia Seattle y Tacoma. Los hippies, algunos de los cuales eran ahora mis empleadores y fieles clientes, compraron las mansiones victorianas que amenazaban ruina tras un siglo de abandono. Invirtieron muchos años de trabajo en las edificaciones para conservarlas como monumentos históricos, renovaron la ciudad y establecieron panaderías, cafeterías, destilerías, bares, restaurantes, tiendas de alimentación y hoteles. Port Townsend se hizo famoso como puerto que albergaba embarcaciones de madera y el interés que ello despertó acabó dando lugar a la creación de un centro oficial de formación y un festival anual. Entre tanto, aquel núcleo central que había revitalizado la ciudad ya había dado un paso atrás, aflojando el ritmo, para disfrutar de su nueva condición burguesa. Todo el personal del sector servicios trabajábamos para ellos, cada cual a su manera, mientras vivíamos en minúsculas cabañas, yurtas o estudios. Estábamos allí por el clima —la barrera contra las lluvias que ofrecían los montes Olympic— y atraídos por la secreta comunidad artistoide allí instalada, a solo una travesía en ferri de Seattle. Estábamos allí por las tranquilas aguas marinas de la bahía y el trabajo extenuante y animado estilo de vida que nos ofrecían sus cocinas.

Jamie y yo trabajábamos en sendas cafeterías, mientras disfrutábamos de nuestra juventud y de la libertad para dedicarnos a ello. Ambos sabíamos que nos aguardaba un futuro mejor y más grandioso. Él echaba una mano en la empresa de catering de unos amigos y hacía cualquier otro trabajo ocasional por el que pudiera cobrar en negro. Aparte de mi empleo en la cafetería, yo trabajaba en una guardería canina y vendía pan en los mercados agrícolas. Ninguno de los dos tenía un título —Jamie reconocía que ni siquiera había terminado la enseñanza secundaria— y hacíamos lo que podíamos para ganar dinero.

Jamie trabajaba los turnos habituales en un restaurante, desde última hora de la tarde hasta bien entrada la noche, de manera que la mayoría de los días yo ya estaba durmiendo cuando él regresaba a casa, un poco bebido después de pasar por el bar. A veces iba a reunirme con él y me gastaba las propinas en un par de cervezas.

Entonces, un buen día descubrí que estaba embarazada. En medio de una bruma de náuseas matutinas, se me cayó el alma a los pies y mi mundo empezó a encogerse hasta que pareció a punto de detenerse. Me quedé un largo rato frente al espejo del baño con la camiseta levantada para observar mi barriga.

Habíamos concebido el día de mi vigésimo octavo cumpleaños, la víspera de la partida de Jamie para su viaje en bicicleta. Si decidía tener el bebé, eso equivaldría a decidir quedarme en Port Townsend. Habría querido mantener el embarazo en secreto y seguir adelante con mi plan de trasladarme a Missoula, pero me pareció imposible hacer eso. Tenía que ofrecerle a Jamie la posibilidad de ser padre; no me parecía correcto negarle esa oportunidad. Pero quedarme allí suponía posponer mi aspiración de llegar a ser escritora. Dar largas a la persona que esperaba ser, la que seguiría adelante y conseguiría algo grande. No estaba segura de querer renunciar a todo eso. Había estado tomando anticonceptivos y no consideraba que estuviese mal abortar, pero no podía dejar de pensar en mi madre, que seguramente también había contemplado su barriga mientras consideraba sus alternativas con respecto a mi vida, igual que estaba haciendo yo.

A pesar de todas mis expectativas de seguir un camino distinto, durante los días siguientes me fui ablandando y empezó a cautivarme la perspectiva de la maternidad, la idea de ser madre. Cuando le dije a Jamie lo del bebé, acababa de regresar de su viaje en bicicleta. Su ternura inicial mientras intentaba convencerme para que pusiera fin al embarazo mutó bruscamente cuando le dije que no estaba dispuesta a hacer eso. Solo hacía cuatro meses que lo conocía y la rabia, el odio que manifestó contra mí fueron pavorosos.

Una tarde irrumpió en la caravana donde yo estaba sentada en el sofá cama empotrado frente al televisor intentando ingerir una sopa de pollo mientras veía un programa en el que Maury Povich revelaba los resultados de unas pruebas de paternidad. Jamie empezó a caminar de un lado a otro mirándome, con gestos idénticos a los de los hombres del programa, mientras gritaba que no quería ver inscrito su nombre en el certificado de nacimiento.

—No quiero que luego me persigas para que pague los gastos de ese maldito crío —repitió una y otra vez, apuntando con el dedo a mi barriga.

Yo no dije nada, como solía hacer cuando empezaba a despotricar de ese modo, con la esperanza de que no empezara a tirar cosas. Pero aquel día, cuanto más gritaba él, cuanto más se debatía e insistía en subrayar que me estaba equivocando, más ligada al bebé me hacía sentir, más dispuesta a protegerlo. Cuando Jamie se marchó, llamé a mi padre con voz temblorosa.

—¿Crees que estoy tomando la decisión adecuada? —le pregunté después de explicarle lo que había dicho Jamie—. Porque francamente no lo sé. Pero siento que tendría que estar segura. Ya no sé qué pensar.