Crimen perfecto - Brenda Novak - E-Book
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Crimen perfecto E-Book

Brenda Novak

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Beschreibung

Sebastian Costas llevaba más de un año intentando descubrir la verdad que se ocultaba tras el asesinato de su exesposa y su hijo. A pesar de todas las pruebas que parecían evidenciar lo contrario, estaba convencido de que el segundo marido de su exesposa, un policía, había cometido ambos asesinatos y había fingido después su propia muerte. Siguiendo una pista que podía conducirle hasta él, llegó a Sacramento.La investigadora Jane Burke le llamó en relación con un delito diferente… un delito que podía guiarle directamente al hombre que durante tanto tiempo había estado buscando. Tras haber estado casada con un asesino en serie, Jane Burke había pasado cinco años tratando de rehacer su vida. Y con Sebastian había encontrado por fin una oportunidad de ser feliz. Pero el hombre al que pretendían encontrar también los buscaba a ellos. Para aquel asesino, aquello se había convertido en una batalla personal, y estaba decidido a ganarla costara lo que costase…Me ha gustado la historia desde el primer momento, con una trama muy buena pero como siempre con esta autora, con algunas escenas duras, sin embargo es innegable la buena trama de misterio y lo mucho que trabaja en la personalidad del malo y en como combina la trama de suspense con la trama romántica, que en este caso, me ha gustado mucho aunque no sea el tema principal de la historia. Muy buenoEl Rincón de la Novela RománticaHabía leído otras novelas de Brenda Novak y me gustaba su manera de escribir, pero no la había leído en ninguna historia de suspense, y la verdad es que es un género que sabe tratar. Le da la importancia apropiada a cada trama, creando argumentos interesantes y con unos personajes que saben transmitir unos sentimientos cargados de emociones.Cazadoras del Romance

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Brenda Novak. Todos los derechos reservados.

CRIMEN PERFECTO, Nº 21 - noviembre 2012

Título original: The Perfect Murder

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1160-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para mi tía Judy y todas sus amigas. Me encantó enterarme de cómo intercambiáis mis libros en la peluquería. Espero que disfrutéis también de este último.

Así podré decirle al miedo de blando corazón que miente, y dormir a pesar del trueno.

William Shakespeare

Prólogo

Esos tipos que mataban a sus esposas no tenían la menor idea de cómo hacer las cosas bien, de cómo liquidarlas y salir después de rositas.

Malcolm Turner frunció el ceño disgustado mientras aparecían los créditos que señalaban el final de un programa basado en crímenes reales que acababa de ver en la televisión. El de aquel día había tratado el caso de un enfermero que había asesinado a su esposa, una mujer rubia y respondona. Por lo que a Malcolm concernía, se merecía la muerte, porque se había comportado como una auténtica perra. ¿Pero qué clase de estúpido hablaba con nadie de cloruro de succinilcolina justo antes de utilizarlo para poner fin a una vida?

–Qué estupidez –musitó Malcolm.

Miró de nuevo a su esposa, que dormía a su lado. Cuando él matara a su mujer y a su hijastro, nadie se haría ni una sola pregunta. Creerían exactamente lo que quería que creyeran, porque él sabía lo que se hacía.

No podía ser de otra manera. Al fin y al cabo, llevaba quince años trabajando como policía.

Capítulo 1

Mary tenía muy buen aspecto. Mejor que cuando estaba en el instituto. Habían aumentado sus curvas, su rostro mostraba una nueva sofisticación y parecían ocultarse muchas cosas tras su sonrisa. Pero se mostraba recelosa. El divorcio le había pasado factura. Y estaba completamente entregada a sus dos hijos.

Malcolm, que estaba parcialmente oculto tras un álamo, cambió de postura y se agachó al oír el ruido de un motor. A juzgar por el volumen de la música de lo que parecía ser un potente automóvil, el conductor del coche que se acercaba debía de ser un adolescente tan ensimismado y despistado como todos los de su edad. Pero aun así, no quería que le viera mirando por la ventana de Mary.

El coche, con los bajos atronando a través de los altavoces, pasó sin reducir la velocidad. El sonido de la música y del motor se fueron desvaneciendo y el vecindario volvió a quedar envuelto en el silencio de la noche. Aquella era la hora en la que a Malcolm le gustaba contemplar a Mary. Pero a veces, si pensaba que habría vuelto ya del trabajo, también se acercaba de día. Desde que se había quedado sin trabajo le resultaba difícil llenar las veinticuatro horas del día. Su nueva vida no se parecía en absoluto a lo que había imaginado cuando había comenzado a planificarla. Echaba de menos a sus viejos conocidos, se moría de ganas de ponerse en contacto con alguno de ellos, pero todos le daban por muerto y él prefería que así fuera.

A lo mejor esa era la razón por la que, al cabo de tantos años, se había decidido a localizar a su primer amor y le había seguido hasta California. De otro modo, no tendría ningún sentido aquel impulso de reencontrarse con el pasado. Veinte años atrás, se había alejado de su lado sin preocuparse si quiera. Se había casado dos veces, se había divorciado una y…

No quería pensar en lo que le había hecho a su segunda esposa. No se arrepentía de haberla matado, ni de haber matado a su hijastro. Se lo merecían. Pero desde que se había jugado la mayor parte del dinero del seguro que se había llevado de Jersey, se veía obligado a vivir en casas miserables que alquilaba en áreas rurales, en las que el olor a estiércol era tan fuerte que a veces se sentía como si estuviera rodeado de excrementos de animales. Era difícil conseguir algo mejor cuando solo tenía acceso a trabajos en compañías de seguros de segunda categoría por los que le pagaban poco más que el salario mínimo.

Maldijo en silencio al recordar su último empleo. No le molestaba tanto lo exiguo del salario como la falta de respeto. Después de haber sido un auténtico policía, no lo soportaba.

Rebuscó en la bolsa que llevaba siempre con él y se sentó cerca de la ventana para poder disfrutar de una mejor vista de Mary mientras esta consultaba su ordenador. Probablemente esperaba tener noticias suyas. Diciendo ser alguien a quien Mary una vez había conocido brevemente, se había puesto en contacto con ella a través de la web en la que Mary publicitaba sus joyas y había conseguido mantener una relación con ella.

Pero aquella noche no le bastaba con esconderse tras un alias y un ordenador. Estaba aburrido, inquieto.

Después de pasar unos cuantos minutos frente al ordenador, Mary se levantó y comenzó a apagar las luces de la casa. Tenía dos hijos en edad escolar y trabajaba como enfermera, de modo que sus horarios eran extraordinariamente predecibles. Malcolm sabía que de allí iría al dormitorio, bajaría las persianas y el espectáculo habría terminado.

A no ser que no se molestara en bajar las persianas. Durante los meses que llevaba observándola, solo se había olvidado de bajar las persianas en una ocasión, pero eso le hacía albergar esperanzas.

Se dirigió a escondidas hacia el otro lado de la casa, se agachó detrás de un seto y esperó a que entrara en el dormitorio.

La vio llegar, encender la televisión, apartar la ropa que antes había doblado y sentarse en una butaca. Después se acercó a la ventana. Estaban a solo unos centímetros de distancia, tan cerca, de hecho, que podía apreciar que se le había corrido la máscara de ojos, lo que quería decir que se los había estado frotando.

Y entonces bajó las persianas.

Mierda. Malcolm se agachó todavía más. ¿Qué podía hacer? ¿Debería dirigirse al casino y esperar allí durante unas horas?

No. Necesitaba algo más visceral, más emocionante. Algo que le recordara el poder del que en otro tiempo había disfrutado. Jugó con la idea de meterse en la casa, explorar las habitaciones vacías, acariciar los objetos de Mary y robarle una prenda de ropa interior. Quizá incluso de observarla mientras dormía. La tentación de hacer algo así era más fuerte cada día. Pensaba mucho en ello. Pero temía que pudiera descubrirle y arruinar de esa forma la posibilidad de mantener una verdadera relación cuando reuniera el valor suficiente como para revelar su auténtica identidad. Había ido demasiado lejos como para echar todo a perder por culpa de su impaciencia.

Tenía que marcharse. Pero es no significaba que tuviera que renunciar a la noche. Al pensar en la sirena que conservaba en la furgoneta mejoró su humor. Hacerse pasar por policía no le iba a llevar a la cama de Mary, pero le proporcionaría la adrenalina que tanto ansiaba… y quizá también algunos favores sexuales.

Tres semanas después…

Jane Burke era capaz de reconocer una oportunidad cuando la veía. Desde que había empezado a trabajar en El Último Reducto, había estado esperando que se presentara algún caso que le permitiera demostrar su valía.

Y estaba segura de que ese caso acababa de cruzar la puerta de la organización.

–El chico que me ha acompañado hasta aquí me ha dicho que usted podría ayudarme.

Una mujer de escasa estatura y cuerpo voluminoso permanecía vacilante en la puerta del despacho de Jane, secándose las lágrimas.

Jane la invitó a entrar con un gesto y le ofreció una caja de pañuelos de papel.

–Haré todo lo que pueda –le prometió–, pero antes tienes que contarme por qué estás aquí.

La obesidad de la recién llegada hacía difícil adivinar su edad, pero Jane le calculó unos veinticuatro o veinticinco años. Gerald, el voluntario que la había recibido, le había explicado a Jane que sus dos hermanas habían desaparecido recientemente. Hasta el momento, eso era lo único que sabía Jane. Ni siquiera estaba al tanto de si el caso había llegado a los informativos. Pero no era extraño que no lo supiera, estaba tan ocupada que ni siquiera tenía tiempo de encender la televisión.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó.

Intentando controlarse, la mujer tomó dos pañuelos y se sonó la nariz.

–Gloria. Gloria Rickman.

–Gloria, soy Jane Burke. Por favor, siéntate para que podamos hablar.

Jane retiró los papeles de la mesa y acercó la silla que estaba pegada a la pared al escritorio, al lugar en el que habría estado si ella también atendiera sus propios casos. Todavía estaba en periodo de pruebas. Llevaba así seis meses, ocupándose del trabajo de oficina de las tres compañeras que realmente conformaban la columna vertebral de aquella organización de defensa de las víctimas de la violencia. Pero tenía la sensación de que estaba a punto de poner a prueba todos los cursos que había realizado y todo lo que había aprendido durante aquellos meses de trabajo. Con Skye Willies y Ava Trussell en Sudamérica, contratadas para seguir la pista de un hombre que había secuestrado a su propio hijo, y Sheridan Granger con baja por maternidad, Jane se había quedado a cargo de la oficina. Aquella era la situación ideal para ocuparse de su primer caso. Aparte de los tres voluntarios que iban a la oficina a rellenar sobres y a buscar donaciones, ella era la única representante de la organización.

–Déjame ir a buscar una libreta. Después, quiero que me cuentes qué es lo que te está afectando tanto.

La silla crujió bajo el peso de Gloria cuando esta se sentó. La carne parecía desbordar la madera, pero a Jane no le impactó en absoluto aquel exceso de peso. También ella lo había sufrido. A lo mejor no hasta ese punto, pero había sido una mujer muy gruesa. Si no hubiera sido por los psicólogos, el ejercicio diario y las clases de autodefensa, todo ello producto, de una u otra forma, de su amistad con Skye, probablemente continuaría siendo una mujer desencantada y gruesa.

Pero en ese momento de su vida, corría una hora al día, no sobrepasaba nunca los cincuenta kilos y había dejado de intentar matarse con el tabaco. Lo único que le quedaba era una voz de fumadora. Y las cicatrices dejadas por aquella etapa de su vida, por supuesto. Jamás desaparecerían por completo, sobre todo, las del alma.

–He venido por mis dos hermanas –le explicó Gloria–. Desaparecieron hace tres semanas.

–¿Tres semanas? –repitió Jane, incapaz de disimular su sorpresa.

Los ojos de Gloria volvieron a llenarse de lágrimas.

–Sí, desaparecieron hace tres semanas. Un sábado.

Era lunes por la mañana. Eso añadía otro día más. Dos casi.

–¿Por qué no he sabido nada al respecto?

–No lo sé. Han salido algunos artículos en la prensa. Denuncié la desaparición esa misma tarde, pero el detective que se ocupa del caso todavía no ha averiguado nada. Lo está intentando, pero… nadie sabe dónde están mis hermanas. Por eso he venido aquí. Tengo que hacer algo, no puedo pasarme el día esperando. Yo soy lo único que tienen. Lo único que han tenido nunca.

–¿Dónde están tus padres?

–Tenemos diferentes padres, pero nunca se han hecho cargo de nosotras. Nuestra madre no supo elegir a sus parejas. Murió de una sobredosis cuando yo tenía veintitrés años. Soy la mayor de las hermanas y ya vivía en mi propia casa, así que mis hermanas se vinieron a vivir conmigo. Latisha, la más pequeña, todavía no había empezado el instituto.

Jane se identificó fácilmente con la situación de Gloria. Sus padres habían muerto en un accidente de coche cuando ella tenía seis años y había sido criada por una tía que había permanecido soltera durante toda su vida y que también había muerto.

–¿Dónde vives?

–En Marconi, en un apartamento de una sola habitación. No nos hemos movido de allí desde que mis hermanas vinieron a dormir conmigo. Es una casa pequeña, pero nos las arreglamos bien. No quiero desarraigarlas constantemente, como hizo mi madre conmigo.

–Me parece maravilloso que hayas sido capaz de proporcionarles cierta estabilidad –dijo Jane–. ¿Cuánto tiempo hace que empezaste a hacerte cargo de ellas?

–Tres años. Ahora tienen dieciocho y diecisiete años. Se graduaron en el mes de junio –anunció con orgullo–. Marcie sencillamente lo aprobó, pero Latisha es tan inteligente que le adelantaron un curso. Se graduó con honores y consiguió una beca.

De modo que las hermanas desaparecidas eran adultas. Probablemente esa era la razón por la que el caso no había tenido una mayor repercusión. Eso y el hecho de que no hubiera nada más que decir sobre ellas.

–¿Habíais discutido? ¿Las habías amenazado con castigarlas? ¿Ocurrió algo que pudiera enfadarlas tanto como para irse de casa?

–Discutíamos continuamente, pero no era nunca nada serio, señora…

–Jane, llámame Jane.

–Jamás se habían ido de casa. Saben que yo me enfado con ellas porque quiero que lleguen a ser algo más de lo que fuimos mi madre y yo. Ellas tienen que seguir estudiando. A veces dicen que quieren dejar de estudiar para poder ayudarme económicamente. No es fácil ganar un sueldo digno como dependienta. Trabajo sesenta o setenta horas a la semana. Pero tengo que pagar los estudios de Marcie, además de las cuentas de la casa. Y si me merece la pena tanto sacrificio es porque sé que tendrán una vida mejor que la mía. No puedo perderlas –las lágrimas volvieron a empapar sus mejillas–. Hemos sufrido mucho. No puedo permitir que todo termine así.

Jane comenzaba a temer que aquel caso estuviera por encima de sus posibilidades. «Ten cuidado con lo que deseas…», se regañó en silencio. No había parado de perseguir a Skye para que le permitiera llevar algún caso y Skye no paraba de decirle que todavía no estaba preparada. Pero si no se involucraba en aquel, Gloria tendría que esperar a que Skye y Ava regresaran. Y, dependiendo de lo que pasara en Sudamérica, podrían tardar de una semana a diez días en volver. Quizá incluso más. Con la situación económica que estaba atravesando el país, las donaciones eran cada vez más bajas. Skye y Ava necesitaban cerrar aquel caso para poder mantener el centro abierto. Esa era la única razón por la que el marido de Skye había aceptado que se fuera tan lejos. También había sido él el que había insistido en que la acompañara Ava, pues él no podía abandonar su trabajo. Sabía que no regresarían hasta que la mujer que las había contratado recuperara a su hijo. Y Sheridan, la tercera compañera, pensaba pasar los próximos cuatro meses atendiendo a su bebé.

–¿Te has puesto en contacto con todos sus amigos? –le preguntó Jane–. ¿Tenéis más familia?

–He hablado con todo el mundo. Me paso día y noche colgada al teléfono. Y nadie las ha visto.

–¿Cuándo las viste por última vez?

–Ese mismo sábado. Latisha todavía estaba durmiendo cuando Marcie me llevó al trabajo. Latisha tenía que estar a las doce en la cafetería en la que trabaja de camarera y Marcie en el Rancho Cordova Marriott a las tres –se inclinó hacia delante, como si fuera a compartir con Jane una confidencia–. Dejo que trabajen los fines de semana si llevan los estudios al día –se reclinó de nuevo en la silla–. El caso es que Latisha no se presentó en el restaurante. No sé por qué no me llamó nadie. Pero cuando Marcie no apareció, me llamaron del hotel para preguntar qué le pasaba. Intenté localizarla, pero me saltaba el buzón de voz.

–Entonces, ¿crees que desaparecieron del apartamento?

–No. En cuanto encontré a alguien para que me sustituyera, me fui a casa en autobús y lo encontré todo perfecto. La casa estaba cerrada con llave. Pero el coche había desaparecido. Tenemos un Honda Civic.

Jane anotó la información.

–¿Existe alguna posibilidad de que tus hermanas tengan alguna relación con las drogas, Gloria?

–¡Claro que no! ¿Crees que lo habría permitido después de haber visto morir a mi madre por culpa de esa porquería? ¿Después de todo lo que he hecho por ellas? No se atreverían. Saben que les daría una buena paliza como se les ocurriera probarlas siquiera.

Jane la creía capaz.

–¿Dónde crees que pueden haber ido?

A Gloria le tembló la barbilla mientras sacudía la cabeza.

–Teniendo en cuenta el precio al que está la gasolina, no creo que hayan podido ir muy lejos. Apenas tenemos dinero para sobrevivir. Normalmente utilizamos el autobús. Pero a lo mejor Marcie decidió comprar algún periódico y unos donuts. Llevaba tiempo hablando de la posibilidad de conseguir un trabajo mejor. Encontraron su coche cerca de un Hank’s Donuts, uno de nuestros establecimientos favoritos.

Jane intentó imaginarse rápidamente aquel escenario. Un coche abandonado, dos chicas desaparecidas… Las dos hermanas compaginaban los estudios con el trabajo. Y vivían en un entorno difícil, eso era evidente, pero también parecían dos personas que por lo menos debían de sentirse queridas. ¿Qué podría haber ocurrido?

–¿En qué condiciones estaba el coche?

–El coche no había parado de darnos problemas. Apenas vale un puñado de dólares. La policía lo encontró aparcado en una calle de Franklin Boulevard, a varias manzanas de la cafetería que te he dicho. Y funcionaba perfectamente.

–¿Había algo dentro que pudiera indicar que tus hermanas lo habían utilizado esa misma mañana? ¿Una bolsa con comida? ¿Un vaso de cartón?

–Solo los libros y las cosas que se dejaban en el coche constantemente. Siempre les decía que no dejaran nada en el coche. ¡Ni siquiera cierra bien! Pero a veces se olvidan. Ya sabes cómo son los jóvenes.

Aquella mujer apenas tenía veinticinco años, pero hablaba como si estuviera más cerca de los cuarenta y seis de Jane. Habiendo asumido tamaña responsabilidad a tan corta edad, seguramente se sentía como si tuviera cerca de cuarenta.

–¿Y los móviles? ¿La policía ha comprobado si han vuelto a utilizarlos después de su desaparición?

–Los teléfonos están en el coche –se cubrió la cara y rompió a llorar–. Esa es otra de las razones por las que sé que no se han escapado. No se habrían dejado los móviles. No tenemos dinero para permitirnos el lujo de tener dos móviles en casa, pero ellas preferirían quedarse sin comer a renunciar al móvil.

No sonaba muy esperanzador. Jane forzó una sonrisa para disimular su preocupación.

–¿Tienes los teléfonos? Habrá que revisar las llamadas. Es posible que conozcan a alguien que tú no conoces. A lo mejor esa persona las ha visto.

–Los teléfonos los tiene la policía. Y hay un detective investigando las llamadas más recientes.

–¿Qué detective es?

–Le han asignado el caso a un tal Willis. Es muy atractivo, pero lleva alianza de matrimonio.

Jane se habría echado a reír ante aquella respuesta si no hubiera sido por el nombre que acababa de oír.

–¿Has dicho Willis?

–Sí, eso es lo que he dicho.

Era una lástima. Willis era el marido de Skye. A Jane le resultaría imposible ocultar a sus jefas su relación con el caso y sabía que no les iba a hacer ninguna gracia que lo aceptara sin su permiso.

Por otra parte, también era una suerte poder contar con David, puesto que siempre estaba dispuesto a colaborar con El Último Reducto. No todos los miembros del departamento se mostraban tan receptivos. Algunos consideraban que la mera existencia del centro era una manera de demostrar que la policía no era suficientemente efectiva. Las declaraciones poco complacientes con las fuerzas del orden que Skye, Ava y Sheridan hacían de vez en cuando a los medios tampoco ayudaban.

–¡El que es policía es tu marido, no tú! –le había gritado alguien a Skye hacía unas cuantas semanas.

Jane tampoco era policía. Ni siquiera era todavía una trabajadora social. Pero si algo había aprendido durante los últimos seis meses, era que con trabajo y determinación, podían conseguirse grandes cosas.

Gloria estaba explicando la situación con todo lujo de detalles. Jane tomó aire y volvió a concentrarse.

–Por lo visto el detective Willis resolvió algunos casos cerca de American River varios años atrás –se secó el sudor de la nariz–. Asesinatos. Creen que podrían estar relacionados.

Jane arqueó las cejas. Si esos casos eran los que acudieron inmediatamente a su mente, no estaban relacionados con el de Gloria. No podían estarlo. Jane conocía al asesino. Había estado viviendo con él. Oliver Burke estaba muerto. Pero el recuerdo de todo lo que había hecho durante el tiempo que había estado casado con ella todavía le hizo estremecerse. Oliver había sabido compartimentar su vida de forma perfecta, jugaba el papel que en cada momento necesitaba para evitar que le descubrieran. La había engañado incluso a ella, desde el principio hasta el final.

Eso era precisamente lo que ella podía ofrecer a El Último Reducto, lo que nadie más podía ofrecerles, se recordó a sí misma. Sabía cómo funcionaba la mente de un psicópata, cómo se comportaba… lo manipulador que podía llegar a ser. No solo había compartido toda una vida con Oliver, sino que Oliver había estado a punto de matarla a pesar de que tenía una hija con él.

–Llamaré al detective Willis –le dijo a Gloria–. Le conozco, es amigo mío.

La silla de Gloria crujió cuando su ocupante cambió de postura.

–No pensarás que mis hermanas están muertas, ¿verdad?

No soy capaz de imaginar lo que haría si estuvieran muertas.

Jane quería prometerle que seguían con vida. Pero habían pasado tres semanas desde que Latisha y Marcie habían desaparecido. Habían dejado el coche y los teléfonos móviles tras de sí y no habían encontrado una sola pista que pudiera conducir a ellas. ¿Qué probabilidades había de que sus cadáveres estuvieran abandonados en medio de un bosque? Lo único que podía salvarlas era el hecho de que estuvieran juntas. Eso era mejor que una desaparición solitaria. A no ser que hubiera ocurrido lo peor. En ese caso, Gloria habría perdido a sus dos hermanas a la vez.

–De una u otra forma, las encontraremos –le aseguró a Gloria–. ¿Puedes conseguirme alguna fotografía de ellas?

–Aquí las tengo –sacó unas fotografías de un bolso enorme, además de un rudimentario folleto.

–He distribuido estos folletos por todas partes.

Jane tomó los folletos y las fotografías. Fijó la mirada en los rostros de aquellas jóvenes desaparecidas y experimentó una renovada sensación de urgencia cuando se materializaron ante ella. Una de las hermanas tenía la tez mucho más oscura que la otra, tenía rastas y un piercing en la nariz. «Marcie» era el nombre que aparecía bajo la fotografía. La otra, Latisha, tenía los ojos almendrados, una enorme sonrisa y el pelo cortado con una elegante media melena.

–Buena idea. Haré todo lo que esté en mi mano a partir de aquí.

–Gracias –Gloria se secó las mejillas empapadas de lágrimas–. Yo… no tengo dinero, pero haré todo lo que…

–No te preocupes por el dinero –la interrumpió Jane mientras dejaba en una esquina del escritorio las fotografías y el folleto con la palabra «DESAPARECIDAS», impresa en unas letras enormes–. Ofrecemos un servicio gratuito para todas aquellas personas que lo necesitan.

Parte de la tensión de Gloria desapareció.

–¡Aleluya! ¡Gracias a Dios!

–Sin embargo, es posible que necesitemos hacerte algunas preguntas más durante la investigación –continuó diciendo Jane–. ¿Puedes darme algún teléfono de contacto?

Gloria le dio una dirección, el número de teléfono del trabajo y un número de móvil.

–¿Tenemos alguna manera de localizar a los padres de tus hermanas o a tu padre?

–¿De qué serviría hablar con mi padre?

–No quiero dejar de investigar nada.

–No quiero volver a saber nada de mi padre –se hundió en el asiento–. Pero… si eso puede servir de ayuda, haré todo lo que haga falta. Se llama Timothy Huff. No tengo su número de teléfono, pero puede encontrarle en una sala de billar de Florin Road todos los viernes, completamente borracho.

Desde luego, no parecía un buen contacto.

–¿Y el padre de Marcie?

–Llama de vez en cuando desde la cárcel.

Por lo menos a él podían descartarlo.

–¿Por qué le detuvieron?

–Por posesión de drogas.

–Así que nos queda el padre de Latisha.

Gloria sacudió la cabeza.

–Es mejor no molestar a Luther Wilson. Tiene serios problemas para controlar su genio. Nosotras le llamamos Lucifer, siempre a sus espaldas, por supuesto. Es un hombre horrible.

–¿Sabe que su hija ha desaparecido?

–No, no se lo he dicho. No serviría de nada. No le importa nada su hija. Nunca le ha importado.

Jane dejó el bolígrafo en la mesa y unió las manos, juntando las yemas de los dedos.

–¿Cómo conoció tu madre a todos esos hombres?

–Prostituyéndose. Era su manera de pagarse las drogas.

Aquello explicaba muchas cosas.

–¿Por qué es tan terrible Luci… quiero decir, Luther? –se corrigió a tiempo.

–Era su chulo y le daba unas palizas terribles.

Jane comprendió entonces que aquel caso la sobrepasaba. Le gustaba creer que un pelo teñido de rubio y un par de tatuajes le daban un aspecto duro, pero desde luego, no se consideraba capaz de enfrentarse a un proxeneta enfadado.

–Lo tendré en cuenta –se levantó y consiguió esbozar una sonrisa–. Gracias por venir. Te llamaré en cuanto haya tenido oportunidad de averiguar algo.

Acompañó a Gloria hasta la puerta. Cuando estuvieron allí, Gloria le dijo:

–Gracias, muchas gracias.

Jane no estaba preparada para el abrazo con el que acompañó sus palabras, pero al sentir los hombros de Gloria temblando bajo sus brazos, se reafirmó en su determinación. Quería ayudar a Gloria, ¿pero sabría cómo hacerlo?

Proxenetas, drogas, prostitutas… Jamás había formado parte de ese mundo. Había vivido con un psicópata, pero Oliver estaba muerto y ella se sentía completamente a salvo. Llevaba cinco años viviendo segura…

Y aceptar ese caso sería buscarse problemas. La mayor parte de las víctimas de la violencia lo eran por parte de algún familiar o amigo cercano. Eso significaba que tendría que ponerse en contacto con el padre de Latisha. Tenía que hablar con todas las personas relacionadas con aquellas jóvenes desaparecidas. Esa era una de las primeras reglas de cualquier investigación.

Pero si Luther tenía algo que ver con lo que le había pasado a su hija y a su hermana, no le iba a gustar verla husmeando a su alrededor.

Capítulo 2

Sebastian Costas sostenía en la mano el recibo que acababa de dispensar el cajero automático. Aquella no era la mejor manera de comenzar la semana. ¿Se habría quedado sin tinta aquella maldita máquina? Porque a la cifra que estaba viendo tenía que faltarle algún cero. Sabía que no andaba muy bien de dinero. Había pasado más de un año desde que había dejado de trabajar. Además de pagar el apartamento de Manhattan y sus coches, por no mencionar el aparcamiento de esos coches, había gastado una fortuna en investigadores privados, billetes de avión, hoteles y coches alquilados. Pero aun así…

–¡Mierda! Supongo que pensaba que el dinero me duraría eternamente –al parecer, estaba demasiado acostumbrado a comprar todo lo que quería.

¿Qué iba a hacer entonces? No podía continuar a ese ritmo.

–Perdón, ¿ha terminado?

Había una mujer tras él, esperando a utilizar el cajero. Sebastian no la había oído acercarse, no había sentido su presencia. Estaba demasiado absorto en sus pensamientos, intentando comprender lo que significaba aquella cifra.

Musitó una disculpa, arrugó el recibo y lo tiró a una papelera de camino hacia el coche. Quedarse sin fondos significaba quedarse sin tiempo. Tenía un mes, como mucho. Después, estaría completamente arruinado y todo el esfuerzo volcado en aquella búsqueda sería inútil, porque tendría que detener definitivamente sus pesquisas.

Y no podía permitir que eso ocurriera cuando estaba más cerca que nunca de su objetivo.

Sonó su teléfono móvil. En el identificador de llamadas apareció el nombre de Constance, la mujer con la que estaba saliendo cuando dos meses atrás había abandonado Nueva York. Estaban juntos desde antes de que Emily y Colton fueran asesinados. Pero Constance estaba comenzando a impacientarse por su larga ausencia y por la intensidad de su preocupación.

Sebastian estuvo a punto de silenciar el teléfono y dejar que se activara el buzón de voz. No le apetecía hablar con ella en aquel momento. Pero ignorar aquella llamada podía suponer el fin de su relación. Una relación que pendía ya de un hilo. ¿De verdad quería que su vida quedara completamente en ruinas después de aquella pesadilla?

No, necesitaba luchar por Constance. Tenía que luchar por lo poco que quedaba de su anterior existencia.

–¿Diga?

Constance no se molestó en saludar.

–¿Has pensado en ello? –le preguntó directamente.

–¿A qué te refieres?

Sabía exactamente de lo que le estaba hablando, pero necesitaba ganar tiempo. Aunque había estado pensando en ello durante toda la mañana, no estaba más cerca de tomar una decisión que la noche anterior, después de haber oído su ultimátum.

–¡A lo de volver a casa! Tienes que renunciar a esta… a esta obsesión, Sebastian.

¿Una obsesión? ¿Era en eso en lo que se había convertido? Suponía que sí. Un hombre no abandonaba la clase de vida de la que había disfrutado hasta entonces por menos. Sebastian había estado ganando más de medio millón de dólares al año, era uno de los mejores agentes de inversiones de Nueva York… hasta que habían asesinado a su exmujer y a su hijo. A partir de entonces, ya solo había sido capaz de pensar en encontrar a su asesino.

Por supuesto, teniendo en cuenta cómo se había comportado el mercado desde que había abandonado su trabajo, probablemente no habría seguido ganando tanto aunque hubiera continuado en activo.

Abrió el Lexus que había alquilado.

–¿A qué viene tanta prisa, Constance?

–¿Prisa? –repitió Constance con incredulidad–. ¡Llevo dieciocho meses esperando a que nuestras vidas vuelvan a la normalidad!

–Solo llevo dos meses fuera.

–¿Estás de broma? Durante el último año y medio, te has dedicado a viajar por todo el país y a hablar con toda la gente que has podido en busca de alguna pista. Hasta cuando estás aquí te cierras en tu apartamento y trabajas como si fueras una especie de científico loco. Desde aquella noche tan terrible no eres capaz de pensar en nada que no sea en tu búsqueda. Hace cuatro meses que no hacemos el amor y no hemos vuelto a mantener una conversación decente desde que te has convertido en Dick Tracy.

Sebastian había querido mucho a aquella mujer. Si aquel asesinato no hubiera destrozado su vida, se habría casado con ella. Pero el pasado ya no importaba. Colton y Emily habían muerto y el dinero de Emily había desaparecido. ¿Por qué? No descansaría hasta que no descubriera la verdad. Él era la única esperanza de Emily y de Colton, la única persona, además de su propia madre, quizá, que creía que Malcolm Turner todavía estaba vivo.

–No puedo culparte por sentirte decepcionada –se sentó tras el volante y puso el motor en marcha.

El invierno en Sacramento no era tan frío como el de Nueva York, pero sí lo suficiente como para invitar a poner la calefacción.

–Entonces, ¿qué piensas hacer?

Estaba siendo mucho más directa que en otras ocasiones, lo que le hizo suponer que estaba saliendo con alguien. Sebastian esperaba que aquello ocurriera antes o después. No podía culparla por haber decidido seguir viviendo. Era una analista de bolsa, inteligente, atractiva y con una carrera de éxito.

Y cada día era mayor la brecha que se abría entre ellos. No podía prometerle que iba a volver a Nueva York porque sabía que rompería su promesa. Cuando otros miembros de la familia y él habían ido a la casa en la que Colton y Emily vivían a recuperar sus pertenencias, no había encontrado todo lo que debería haber estado allí. Para empezar, había desaparecido dinero, una cantidad de dinero que la propia Emily le había mencionado a Sebastian una semana antes de su muerte. Le había dicho que había guardado en la caja fuerte los quinientos mil dólares que le había pagado el seguro por haber chocado con un conductor bebido. Le había explicado que guardaba el dinero en efectivo porque estaba ahorrando para comenzar una nueva vida, una vida de la que Malcolm no formara parte, y le había indicado dónde podía encontrar la llave de aquella caja en el caso de que le ocurriera algo.

Sebastian, que pensaba donar ese dinero a la Universidad de Nueva York, en la que Colton esperaba llegar a estudiar algún día, había intentado recuperarlo. La llave estaba allí donde Emily le había indicado, pero la caja estaba vacía. Y no había nada que indicara dónde podía estar ese dinero.

Malcolm no solo había matado a Emily y a Colton, sino que se había aprovechado de su muerte. Sebastian estaba seguro.

–Malcolm no murió en ese accidente, Constance.

–¡Dios mío, ya estamos otra vez!

Estaba empezando a llover. Los limpiaparabrisas se activaron mecánicamente, un lujo menor que ya no podría volver a permitirse durante mucho tiempo. Teniendo en cuenta su situación económica, tendría que comenzar a alquilar coches más baratos.

–¿Y qué pruebas tienes? –continuó–. ¿Ese dinero del seguro del que siempre estás hablando? Tú mismo me dijiste que a Malcolm le gustaba hacer apuestas relacionadas con todo tipo de deportes. ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor utilizó ese dinero para pagar sus deudas?

–Si pagó sus deudas, ¿por qué no dejó pagadas las que había contraído con sus tarjetas de crédito cuando algunas estaban a un treinta por ciento de interés?

Sebastian había encontrado las cuentas cuando había ido a vaciar la casa. Los padres de Emily habían muerto en un accidente de avión justo después de que Emily y él se divorciaran, de modo que era él el que tenía que quedarse con sus cosas.

–A lo mejor no era tan previsor. O a lo mejor lo utilizó para pagar deudas que desconoces –respondió Constance–. A lo mejor utilizaron ese dinero para ayudar a algún miembro de su familia que estaba a punto de perder su casa. Ya no estabas casado con Emily, Sebastian. Malcolm era su marido. Es posible que lo invirtieran todo y lo perdieran.

Aunque Constance no podía verle, Sebastian negó con la cabeza.

–Habrían quedado pruebas, rastros de esas inversiones.

–¿Quieres que hablemos de pruebas? –prácticamente le gritó–. ¡Tenemos las pruebas de ADN que hizo la policía! ¿Sabes lo que significa una prueba de ADN? Es una prueba irrefutable y demuestra que el cadáver que encontraron en el coche es el de Malcolm Turner.

Sebastian apretó la mandíbula, haciendo un esfuerzo para dominarse. Últimamente, Constance siempre parecía dispuesta a sacarle de sus casillas.

–No puede hablarse de cadáver. Solo quedaban cenizas. Y estoy convencido de que Malcolm no se suicidó, Connie.

–La única alternativa que le quedaba era ir a prisión, y ya sabes cómo tratan a los policías en las cárceles.

Sebastian imaginó al hombre al que había estado persiguiendo desde hacía un año. El pelo rojo, las pecas que cubrían su rostro y sus brazos, los ojos azules rodeados de pestañas doradas, la mandíbula decidida, y aquel cuerpo fornido rozando el sobrepeso.

–Era demasiado arrogante como para renunciar con tanta facilidad.

–Arrogante –repitió Constance disgustada–. ¿Eso es todo lo que puedes concluir después de haber removido hasta la última piedra de este país? Sebastian, hemos hablado de esto docenas de veces. No es ningún secreto que Emily y Malcolm estaban teniendo problemas. Emily le contó a mucha gente que quería divorciarse. Probablemente intentó hacerlo y Malcolm, que era un hombre obsesivamente controlador, reaccionó matándolos a ella y a Colton. Cuando se dio cuenta de lo que había hecho, decidió suicidarse.

–A lo mejor no te resultaría tan fácil aceptar esa explicación si hubiera muerto tu hijo y no el mío.

Constance no tenía hijos, pero aquel era un golpe bajo. El dolor sufrido por la pérdida de su hijo corroía a Sebastian como un ácido, le hacía comportarse de una forma de la que nunca se habría creído capaz. En parte porque se sentía parcialmente responsable de la indefensión de Emily. Ella no tenía familia, solo podía apoyarse en él. Debería haber hecho mucho más para ayudarla.

–Vete al infierno. Estoy cansada de ser comprensiva. He hecho todo lo que he podido para ayudarte, y ahora…

–Y ahora que por fin comienzo a encontrar algo, quieres que renuncie. Malcolm está en Sacramento. Ha localizado a una antigua novia de cuando estaba en el instituto y se ha mudado aquí para estar cerca de ella. Y está viviendo del dinero que le robó a Emily.

–A lo mejor eres tú el que estás más interesado en su exnovia de lo que estás dispuesto a admitir.

Sebastian elevó los ojos al cielo. Jamás había habido nada entre él y aquella mujer que le había llevado hasta la Costa Oeste. Solo se habían visto en un par de ocasiones en una cafetería.

–Somos amigos, Constance. Estoy aquí porque Malone está aquí. Has visto sus chats, te los he enviado todos.

–Pero ese hombre podría ser cualquiera. Él dice que se llama Wesley Boss y vive en Los Ángeles. Y por lo que hasta ahora sabemos, podría ser cierto.

–Es Turner, Connie. Mary puede saberlo mejor que nadie. Estuvo dos años saliendo con él.

–¿Y por qué se puso en contacto contigo? –musitó Constance.

Porque antes la había localizado él. Se había puesto en contacto con Mary y con todos cuantos habían tenido algún tipo de relación con Malcolm para pedirles que le llamaran en cuanto supieran algo de él. Por supuesto, les había explicado los motivos.

–¿Estás de broma? Fue un gesto maravilloso por su parte. A juzgar por algunas de las cosas que ha dicho ese supuesto Wesley Boss, está mucho más familiarizado con el norte de California que con el sur. No creo que esté en Los Ángeles. Creo que está viviendo aquí, en Sacramento.

–Muy bien. Pues yo ya no puedo seguir soportando esta situación. Estoy comenzando a darme cuenta de que he estado aferrándome a un sueño, al recuerdo de un hombre que ya no existe.

Sebastian cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Constance acababa de acusarle de estar interesado en otra mujer, pero era muy probable que fuera al contrario.

–¿Cómo se llama? –le preguntó.

No hubo respuesta.

–¿Constance?

–¡Basta ya! Esto no tiene nada que ver con otro hombre. El problema es que soy incapaz de seguir enfrentándome a la persona en la que te has convertido. A partir de ahora, se ha acabado todo entre nosotros –le espetó, y colgó el teléfono.

Sebastian estuvo a punto de llamarla, presa del pánico provocado por el tono de aquella frase. Pero no lo hizo. Jamás se pondrían de acuerdo. Además, Constance estaría mejor sin él. Sebastian solo era capaz de pensar en las preguntas que le atormentaban desde el verano anterior. Desde el día en el que el vecino de Emily se había acercado a su casa para ver por qué Emily no había ido a llevar a sus hijos al entrenamiento de baloncesto y se había encontrado con su cadáver y el de su hijo. Los habían asesinado la noche anterior.

Sebastian abrió los ojos y se concentró en las conversaciones transcritas que tenía en el asiento de al lado. La persona que había enviado aquellos mensajes a Mary decía ser alguien que la había conocido en el pasado, alguien llamado Wesley Boss. Pero Mary no conocía a nadie con aquel nombre. Su primer contacto había sido a través de la web que Mary utilizaba para vender las piezas de bisutería que ella misma creaba, de modo que podría haber sido cualquiera. Pero tras llevar varios meses hablando con esa persona, había llegado a la conclusión de que tenía que ser un antiguo amor de sus tiempos de instituto, Malcolm Turner. Sabía demasiadas cosas sobre ella.

Sebastian había volado hasta Sacramento esperando que el alias que Malcolm utilizaba fuera suficiente para encontrarlo, pero de momento, no lo había conseguido. Había conseguido seguir el rastro a cuatro residentes de California que respondían al nombre de Wesley Boss. Tres de ellos vivían en Los Ángeles, y el cuarto en Bakersfield. Uno era un sacerdote anciano que ni siquiera tenía ordenador. El otro, un hombre felizmente casado y con cinco hijos, el tercero un niño de diez años y el cuarto, el que vivía en Bakersfield, estaba muriendo de cáncer. Mary había intentado conseguirle a Sebastian una dirección desde que había caído en la cuenta de quién era su interlocutor, pero Malcolm era demasiado prudente. Un hombre con su pasado era consciente de lo mucho que arriesgaba al ponerse en contacto con una persona que le conocía. Eso le convertía en un hombre ilocalizable, en el caso de que alguien se molestara en investigar. Pero Sebastian estaba haciendo mucho más que investigar. Estaba examinando todas y cada una de las posibilidades de encontrarle. Incluso había contratado un detective privado para ver si podía seguir el rastro a aquellos mensajes por cualquier medio, legal o ilegal. Pero Malcolm utilizaba siempre un servidor remoto. Al parecer, había pensado en todo.

Sebastian puso la marcha atrás y salió del aparcamiento. A pesar del precio que estaba pagando, no podía renunciar. Mary podía llevarle hasta el canalla que había matado a Emily y a Colton y, estuviera bien o no, él pensaba mantener la promesa que había hecho a su hijo cuando le estaban enterrando.

Jane había decidido entrevistarse con Luther antes de regresar a casa. Aquella era la primera tarea de la lista del caso de las chicas desaparecidas. Pero Oak Park era el barrio más peligroso de Sacramento y Jane era plenamente consciente de ello.

Notaba el metal de la pistola en la cintura mientras cruzaba el jardín cubierto de malas hierbas y salpicado de basura que conducía a la casa de Luther. Durante los meses posteriores al funeral de Oliver, había aprendido a utilizar una pistola. Skye había sido testigo de ello, pero aquello no tenía nada que ver con las prácticas del campo de tiro. Jamás había ido armada a casa de nadie. Nunca se había acercado a alguien pensando que tendría que utilizar su arma. Hasta ese momento.

Aunque se encontraba en los últimos meses del proceso, todavía no había conseguido la licencia de armas. De modo que estaba infringiendo la ley. Pero no había conseguido localizar a David y, por el bien de esas chicas, no podía esperar. Tenía menos miedo de la policía que de Luther. Tenía una hija esperándola en casa, una hija de doce años que ya había perdido mucho en su corta vida. Jane no iba a permitir que quedara completamente huérfana.

Tomó aire para intentar calmar el revoloteo que tenía en el estómago, alzó la mano y llamó a una puerta con tantos arañazos que parecía que hubieran intentado abrirla las hordas del infierno. Apenas eran las cinco de la tarde, pero en aquella parte de la ciudad parecía oscurecer más rápidamente que en la de Watt Avenue, donde ella trabajaba.

Como temía encontrarse con perros del tamaño de un caballo, no la sorprendió la cacofonía que llegó hasta sus oídos.

Ladridos, golpes, arañazos.

Asustada por aquella fiereza, Jane decidió que quizá debería haber retrasado la visita hasta el día siguiente. A lo mejor Jonathan, el detective privado que trabajaba muchas veces como voluntario para El Último Reducto, estaría disponible para entonces. O David. Estaba a punto de regresar al coche cuando una voz de hombre puso fin a aquel alboroto.

–¡A callar!

Los perros se quedaron en completo silencio.

Con las manos empapadas en sudor, Jane observó vacilante cómo giraba el pomo antes de que la puerta se abriera.

El interior de la casa era tan oscuro como el exterior, lo que dificultaba ver cualquiera otra cosa que no fueran los ojos de aquel hombre.

–No sé quién demonios es, pero no pinta nada aquí.

Tenía tres pitbulls a sus pies. No eran tan grandes como parecían a juzgar por sus ladridos, pero tenían aspecto de estar dispuestos a despedazarla a la menor oportunidad. Afortunadamente, sabían que era preferible no atacar sin permiso. Ni siquiera asomaban los hocicos por la puerta, como tantos otros perros hacían.

Definitivamente, el hombre los dominaba. No parecía que fueran a desobedecerle… O, al menos, eso esperaba.

–Yo… –se le quebró la voz, así que se aclaró la garganta y volvió a intentarlo–. Soy Jane Burke, de El Último Reducto.

–No sé lo que vende, pero no me interesa –replicó, y cerró de un portazo.

El golpe fue tan brutal que Jane se encogió. Miró con nostalgia su coche, aparcado en la acera, pero la imagen de Gloria llorando en la oficina la impulsó a llamar otra vez. No podía renunciar tan fácilmente. Su cliente confiaba en ella.

Un perro ladró en al oscuridad, pero el ladrido cesó bruscamente para convertirse en un agudo lamento.

Obviamente, acababan de darle una patada. Jane giró hacia su coche, pero se obligó a detenerse en medio del camino cuando oyó que la puerta se abría.

En aquella ocasión, el hombre salió al porche, donde podía verle mejor. Pero verle no le hizo sentirse más segura. Medía cerca de un metro ochenta, debía pesar más de ciento veinte kilos y tenía el cuello y los bíceps de un jugador de rugby.

–Espero que sea algo bueno –le advirtió.

Tras él, esperaban los perros, mostrando sus dientes con un gruñido amenazador.

Jane desvió la mirada de los perros.

–¿Es usted Luther Wilson?

–Eso no es asunto suyo –entrecerró los ojos–. Pero sí, supongo que ese soy yo. ¿Qué quiere?

Jane dio un paso adelante. Permanecía en medio del jardín. Sabía que si se negaba a ponerse cerca de su alcance mostraría su debilidad.

–Estoy buscando a su hija.

–Latisha no vive conmigo. Nunca ha vivido conmigo.

Dio media vuelta, pero después de haber llegado tan lejos, Jane no podía renunciar. No podía marcharse sin la información que necesitaba. ¿Qué clase de trabajadora social sería si huía? Una cobarde. Desde luego, no sería esa la manera de ganarse la confianza de Skye y de Sheridan. Ava consideraba que no era la persona adecuada para llevar a cabo aquel trabajo y al principio se había negado a contratarla. Si se marchaba en aquel momento, demostraría que Ava tenía razón.

Habló rápidamente, antes de que Luther pudiera cerrar la puerta.

–Ha desaparecido, señor Wilson. Y también Marcie. Hace tres semanas que nadie sabe de ellas. La policía está investigando y Gloria está desesperada.

Tras aquella rápida explicación, Luther se volvió de nuevo hacia ella.

–¿Qué está diciendo? ¿Han secuestrado a Latisha? ¿Han secuestrado a Latisha y a Marcie?

–Todavía no lo sabemos, pero es posible. También es posible que hayan huido, o que estén heridas y perdidas –el frío omnipresente de mediados de febrero le calaba los huesos–. Por supuesto, el asesinato también es otra posibilidad.

Aunque Luther no dijo nada, sus ojos revelaron una gran cantidad de información. No sabía que su hija había desaparecido. No estaba seguro de cómo reaccionar ante aquella información, pero tampoco estaba tan impactado como lo habría estado cualquier otro padre. Probablemente, viviendo en aquel barrio, había visto demasiadas cosas como para sorprenderse al oír la palabra «asesinato».

–¿Por qué iban a querer matarla? –preguntó por fin–. Es una buena niña.

–Eso es lo que estoy intentando averiguar. No ha sabido nada de ella durante estas últimas tres semanas, ¿verdad?

–No, pero nunca sé nada de ella. Es muy buena estudiante. Demasiado buena como para tener un padre como yo –echó los hombros hacia delante–. Pero a lo mejor esa es la razón por la que yo no he sido un buen padre.

Jane intentó disimular la sorpresa causada por aquella demostración de sinceridad y arrepentimiento.

–¿Sabe si tenía relación con alguna banda o…?

–Ya se lo he dicho. Es una buena chica. No tiene nada que ver con ninguna banda –se pasó la mano por la cabeza afeitada–. ¿Qué dice Gloria?

–Que Marcie y Latisha han desaparecido. Eso es todo. La policía no ha podido localizarlas.

Luther retrocedió y la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada.

–Si usted no es policía, ¿qué es exactamente? Gloria no tiene dinero para pagar a un detective privado.

El Último Reducto era una organización muy conocida en algunos ambientes. Skye y sus compañeras habían resuelto algunos casos que habían tenido una gran repercusión pública, lo que la había hecho muy popular. Aun así, probablemente una gran parte del millón de habitantes de Sacramento nunca había oído hablar de ella o apenas le había prestado atención.

–Trabajo como defensora de las víctimas para una organización benéfica que lleva siete años trabajando en esta zona. Gloria vino a pedirme ayuda.

Luther se rascó la barbilla.

–Entonces, ¿ha venido hasta aquí porque tiene un gran corazón?

Jane ignoró su escepticismo.

–Me pagan un salario, si es eso lo que me está preguntando.

–Le paguen lo que le paguen, no es suficiente. En este barrio no tiene ningún trabajo que hacer. Le recomiendo que no vuelva por aquí.

Ansioso por conquistar la libertad, o por morder a Jane en la yugular, uno de los pitbull dio un paso adelante. Sus garras resonaron sobre las juntas metálicas de las puertas, pero Luther gruñó un rápido «adentro», y el perro le obedeció con el rabo entre las piernas.

–Preguntaré por esta zona, veré si puedo averiguar algo y la llamaré –le prometió a Jane.

Jane buscó la tarjeta en el bolso. Al hacerlo, se le abrió ligeramente el abrigo y Luther debió de reconocer entonces la forma de la pistola, porque chasqueó la lengua y sacudió la cabeza.

–No vuelva a traer un arma a casa de un hombre a no ser que esté preparada para usarla.

Al parecer, pensaba que llevaba la pistola como si fuera una especie de accesorio, como unos pendientes o unas uñas de cerámica.

–¿Perdón? –le preguntó.

–Ya me ha oído. Eso solo le causará problemas. La gente de por aquí no respeta a las personas arrogantes, por muy finas que parezcan.

Jane le miró a los ojos. Tras haber sido capaz de enfrentarse a él, comprendía que no le resultaba tan intimidante. A pesar de su tamaño, no era ni la mitad de amenazador que Oliver. Jane no creía que nadie pudiera ser tan temible como su calculador esposo, un hombre de modales suaves que jamás levantaba la voz.

–Mi marido era un asesino en serie, señor Wilson. Asesinó a cuatro personas apuñalándolas hasta la muerte y estuvo a punto de hacer lo mismo conmigo –alzó la barbilla para mostrar la cicatriz que cruzaba su cuello–. Fue un milagro que sobreviviera, pero lo conseguí. Y le prometo que estoy preparada para disparar a cualquiera que intente hacerme daño otra vez.

Sonrió y le entregó la tarjeta.

–Por favor, llámeme si averigua algo de Latisha. Estoy decidida a encontrarla a ella y a su hermana.

El aire condescendiente de Luther que tanto la había irritado se esfumó, pero no fue sustituido por otro sentimiento más positivo.

–Bueno… ya veremos –contestó distante.

Capítulo 3

–¿Estás segura de que quieres involucrarte en esto?

La voz del detective Willis llegaba a través del teléfono mientras Jane removía la sopa de brócoli y queso que estaba preparando en la cocina para que cenara Kate. Ella se había comido una ensalada de pollo a la hora del almuerzo y no pensaba comer nada más. Le había costado mucho adelgazar y no quería ganar peso. No quería tener nada que ver con la mujer en la que se había convertido cuando estaba casada con Oliver. Ni con su estatus de mujer de la alta sociedad. No quería recordar la caída en desgracia y la consiguiente expulsión del club de tenis. El hundimiento provocado por la desesperación, su aventura con el hermano de Oliver… Quería dejar atrás el pasado. Y hacerse cargo de aquel caso formaba parte de su transformación.

–Sí, estoy segura.

–Estamos haciendo todo lo que podemos, Jane –le explicó–. He ido tres veces a casa de Luther Wilson. No está o no quiere abrirnos la puerta. Le he dejado mi tarjeta, pero no me ha abierto la puerta.

–A mí me la ha abierto.

–Probablemente porque eres mujer y es evidente que no trabajas para la policía. No se ha sentido amenazado.

–Por lo menos he conseguido hablar con él. Y eso viene bien para el caso, ¿no?

–Claro que nos viene bien, pero no tienes la experiencia suficiente como para…

–¿Cómo voy a conseguir experiencia si nunca me hago cargo de un caso? Además… tú ya tienes mucho trabajo. Estando Skye y Ava fuera y Sheridan de permiso de maternidad, tengo tiempo suficiente como para concentrarme en él. ¿Por qué no me dejas ocuparme de los preliminares del caso?

–Porque no me hace ninguna gracia que vayas por Oak Park, como has hecho esta noche. ¿Quién sabe qué otros riesgos estás dispuesta a correr?

Ella sabía desde un primer momento que era arriesgado. Por eso se había llevado la pistola. Cuando se había casado con Oliver, no tenía la menor idea del monstruo que se escondía tras aquel rostro agradable.

–¿Me estás diciendo que he hecho algo que no habría hecho Skye? –le preguntó desafiante.

Se produjo una ligera pausa.

–No, y el hecho de que esté ahora en Sudamérica ya lo dice todo. Desde luego, tampoco es algo que me haga mucha gracia.

–Exacto. El caso es que he hecho lo que tenía que hacer y he manejado bastante bien la situación. Creo que Luther Wilson comenzará a hacer preguntas por la zona, como él mismo ha dicho, y nos llamará si averigua algo.

–¿Y si el caso se calienta? ¿Y si resulta ser realmente peligroso?

La mención del calor le hizo acordarse a Jane de la sopa y bajó rápidamente el fuego para que no se quemara.

–Si todas las personas que velan por el cumplimiento de la ley pensaran solamente en el peligro, los malos siempre ganarían y nadie estaría a salvo –si Skye no hubiera sido capaz de arriesgarse, Jane no continuaría viva–. En cualquier caso, creo que en este momento las posibilidades de que yo corra algún peligro son mínimas. Es muy posible que esas pobres chicas estén muertas.

No le gustaba reconocerlo, pero era cierto. Y si quería hacer bien su trabajo, tenía que ser capaz de enfrentarse a la verdad. De tratar con la verdad. Cuando todo aquello terminara, podría considerarse afortunada si era capaz de explicar a Gloria lo que les había ocurrido a sus hermanas.

–¿Crees que podrás manejar el caso? ¿Crees que serás capaz de recibir una llamada diciéndote que han encontrado los cadáveres?

–Deja de intentar protegerme. Sé que esa parte del trabajo es dura, pero forma parte de lo que tengo que hacer. Estoy cansada de tantas atenciones. Skye lleva demasiado tiempo protegiéndome. Ya llevo seis meses trabajando en la organización. Creo que estoy preparada para comenzar a hacerme cargo de mis propios casos.

David suspiró.

–Entonces, ¿qué puedo decirte?

–Dime que te alegras de que os pueda ayudar.

Kate entró en la cocina, le dio un beso a su madre y tomó una rebanada del pan que Jane había cortado para la cena.

–Hola, cariño –musitó Jane antes de reanudar la conversación–. ¿David?

–De acuerdo, puedes ayudarnos.

–¡Genial! ¿Sabes algo que estés dispuesto a compartir conmigo?

–Ojalá tuviera algo que contar. Llevo tres semanas ocupándome del caso y hasta ahora no tenemos prácticamente nada.

–¿Has tenido oportunidad de hablar con Timothy Huff?

–¿Con el padre de Gloria? No te preocupes por él. Tiene una buena coartada. Estaba en Arkansas cuando las chicas desaparecieron, en casa de uno de sus primos. De hecho, todavía sigue allí.

Así que no tendría por qué ir al billar el viernes por la noche.

–¿Y el coche?

–Lo hemos revisado de cabo a rabo y no hemos encontrado nada sospechoso. No hay sangre, ni restos de pelo ni ningún rastro que pueda servir como prueba. Ningún objeto fuera de lo normal. Ni un solo recibo, nada. Estoy empezando a pensar que quienquiera que se haya llevado a estas chicas, no tuvo que sacarlas a la fuerza del coche.

–¿Quieres decir que salieron voluntariamente?

–Eso parece.

–¿Es posible que algún conductor les hiciera un gesto como si estuviera pidiéndoles ayuda? ¿O que les indicara que tenían algún problema en el coche?

–También es posible que vieran a alguien a quien conocían y en quien confiaban –añadió David–. Un tipo que pueden haber conocido en una noche de fiesta, un amigo del trabajo…

–Eso abre muchas posibilidades.

–Este caso no va a ser fácil de resolver.

Jane le hizo apartar a Kate la mano de la ensalada de fruta que había preparado para el postre.

–¿Y qué me dices de los medios de comunicación? –le preguntó a David–. ¿Podrían servirnos de ayuda?

–He estado en contacto permanente con ellos. Volverán a dar la noticia esta noche.

Tendría que grabar la noticia.

–A lo mejor así surgen algunas pistas.

–Suele pasar, pero eso no quiere decir que sean pistas fiables.

–Ya te has entrevistado con otras chicas del barrio y con sus compañeros de trabajo, ¿verdad?

–Por supuesto.

–¿Puedes pasarme una copia de esas entrevistas?

–No veo por qué no. Pero no le digas a nadie que te las he pasado.

–No lo haré –apagó el fuego de la cocina. La sopa ya estaba lista–. ¿Dónde estás ahora?

–En casa, con los niños. Pero me he traído el informe y tengo un fax en casa. ¿Quieres que te envíe los documentos esta noche?

–Si no te importa.

–No, claro que no me importa.

Jane dejó la cuchara con la que había estado removiendo la sopa en el fregadero.

–Envíalos al fax de El Último Reducto y pasaré a recogerlos en cuanto cene Kate.

–¿Qué vas a recoger, mamá? –preguntó Kate cuando Jane colgó el teléfono.

Jane dejó el móvil en el mostrador y se volvió hacia su hija, que parecía madurar día a día.

–Unos informes de mi caso nuevo.

–¿Tu nuevo caso? ¿Te estás ocupando de tu propio caso?

–Sí. He comenzado esta mañana.

Kate esbozó una sonrisa radiante. Sus enormes ojos negros, su pelo castaño, su cutis cremoso y las curvas que comenzaban a insinuarse en su cuerpo, prometían convertirla en una gran belleza. Tenía un rostro que a Jane le recordaba al de Brook Shields, aunque tenía pocas posibilidades de ser tan alta como ella con una madre que apenas medía un metro sesenta y un padre que no llegaba al metro setenta y cinco.

–¿Y qué caso es? –preguntó Kate mientras extendía la mantequilla en el pan.

Oliver había ido a prisión cuando Kate tenía tres años y había muerto poco después de salir, cuando Kate había cumplido siete, de modo que la pérdida de su padre no la había afectado tanto como el tener conciencia de lo que había hecho. Era difícil vivir con una sombra como aquella. Por eso Jane prefería ocultarle a su hija los detalles más sórdidos de los casos de los que se ocupaban en El Último Reducto.

–Estoy intentando encontrar a dos chicas, posiblemente se han ido de casa.

–¿Cuántos años tienen?

–Diecisiete y dieciocho –contestó Jane.

–¿Y por qué se han ido de casa?

–No estamos seguros.

Kate tragó el pedazo de pan que tenía en la boca.

–Espero que las encontréis.