Crisis de las democracias liberales - Jorge Majfud - E-Book

Crisis de las democracias liberales E-Book

Jorge Majfud

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Beschreibung

La crisis cultural y mediática, la radicalización de la cultura de la distracción, la ingeniería psicológica y electoral de las elecciones, el dogma de los mercados o la sacralización medieval de aquellas corporaciones que han secuestrado las democracias y que han convertido sus procesos electorales en rituales vacíos son algunos de los temas que aborda esta selección de ensayos y reflexiones de Jorge Majfud sobre las vicisitudes de la civilización noroccidental. Se trata, en realidad, del deterioro de la legitimidad y la confianza ideológica que sufren las democracias liberales, tanto por sus promesas de libertad y prosperidad como por su práctica autoritaria en nombre de la democracia. Siguiendo la expresión creada por el politólogo estadounidense Graham T. Allison en 2015, nos encontraríamos ante un terremoto geopolítico producido por la trampa de Tucídides, es decir, ante el riesgo de guerra que genera el miedo de Estados Unidos a perder su hegemonía.

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Seitenzahl: 269

Veröffentlichungsjahr: 2024

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BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html

DIRECTORA

Carme Manuel

(Universitat de València)

Crisis de las democracias Liberales: el derrumbe de la Pax Americana

© Jorge Majfud

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-1118-385-7 (papel)

ISBN: 978-84-1118-386-4 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-387-1 (PDF)

Imagen de la cubierta: Sophia de Vera Höltz

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Edición digital

Índice

Tribalismo libertario

Texas: separación por diferencias culturales

Los nazis de la OTAN

Crisis y civilización Postanglosajona

Carta abierta al embajador de Estados Unidos en Venezuela

La deshumanización de los (inmigrantes) pobres

Bomb, baby, bomb. Rusia, Argentina y México

Ingeniería electoral

Democracias políticas, dictaduras económicas

Democracias de cartón

¿El establishment vota contra el establishment?

Odio, ira, rabia, sexo y elecciones

Bots: racismo, clasismo y lucha de clases

Fraudes electorales 2.0

¡Viva el Partido Chimpancé!

Fondos buitres, jueces carroña

Crímenes de opinión

Libertad de expresión en tiempos de la esclavitud

Fascismo, narcisismo colectivo y el miedo a la libertad

Pero la culpa es de los zurdos resentidos

La política del ad hominem

Cultura y distracción

La prisión sin muros

El peligro de la cultura

La cultura unidimensional del consumismo

Negocio de la atención, estrategia de la distracción

Rogers Waters y la estratégica cultura de la cancelación

Argentina y la violencia del vacío

La información como producto de consumo

La estrategia del olvido

Postcapitalista y postanglosajón

El dogma capitalista y sus fósiles

El patriotismo capitalista

El capitalismo ha muerto

Postcapitalista, Postreal y Posthumano

Salario universal ya

Mercado o muerte

Los trabajadores le roban a los inversores

Astucias del imperio del dólar

Dólares, bonos del Tesoro y cleptocracia internacional

Esclavitud moderna

Privatizadores con patente de corso

Milei en el país de las maravillas

Milei en la Irlanda de las maravillas

¿Es malo que una empresa del Estado tenga déficit?

TRIBALISMO LIBERTARIO

Texas: separación por diferencias culturales

CADA VEZ QUE EN ESTADOS UNIDOS se le pregunta a alguien por qué se independizó Texas en 1836, la respuesta salta by default: “por las diferencias culturales con los mexicanos”. Cuando hemos demostrado con documentos que la ilegalización de esclavitud por parte de México fue la razón central del conflicto, se continuó insistiendo en la incompatibilidad de las culturas, antes de pasar al argumento ad hominem.

Por 1836 y hasta la Segunda Guerra Mundial (cuando el nazismo perdió su prestigio en Occidente), no se hablaba de culturas sino de razas incompatibles. No por parte de los mexicanos, sino de los políticos de Texas y sus aliados, los estados esclavistas del Sur.

¿Cuál era esa supuesta diferencia cultural? Según el cliché, los estadounidenses luchaban por la libertad, para liberarse del despotismo mexicano—no por la libertad de esclavizar a otros. El mito de películas como El Alamo no nació en 1960 sino en la prensa esclavista durante la rebelión de secesión de Texas contra México.

Cuando Texas escribió su constitución en 1835, se apresuró a establecer que la esclavitud no era una cuestión debatible. La mayoría de los votos que la aprobaron era de inmigrantes ilegales que habían llegado a México en los últimos dos años, en una desesperada carrera de colonización, cuando los mexicanos entendieron que no bastaba con regalarle tierras y exonerar de impuestos a los colonos del norte para que cumplieran con las leyes del país y liberaran a sus esclavos. Los rancheros que apoyaron a los colonos anglos también fueron despojados de sus tierras y expulsados “a su país” una vez que se completó el proceso de independencia. Las familias tejanas, como luego las familias del resto de los actuales estados del Oeste de Estados Unidos que llevaban siglos en esas tierras, fueron deportadas como extranjeras. Otra ola de deportaciones de estadounidenses ocurrió un siglo después, durante la Gran Depresión, por las mismas razones: por hablar español o por tener caras de mexicanos.

Cuando James Polk y los senadores de los estados del Sur esclavista inventaron la guerra contra México, el objetivo declarado fue no mezclarse con esa raza inferior. Según el senador Calhoun, “ni en sueños hubiésemos aceptado integrar ennuestra Unión otra raza que no sea la caucásica; el nuestro, señor, es un gobierno de la raza blanca, de la raza libre”. Los mexicanos fueron despojados de sus propiedades, criminalizados como bandidos y expulsados como invasores. Mientras, en Washington los esclavistas sumaban más estados y más representantes a la Unión, rompiendo el balance en el Congreso, en contra de los representantes y senadores antiesclavistas del norte.

Las diferencias culturales no fueron un obstáculo para tomar estados más poblados, con más de dos siglos de tradición hispánica. Se convirtieron en un obstáculo inventado para negarle el derecho a voto a estados como Nuevo México y Arizona hasta 1912, cuando la raza y la cultura hispánica ya no eran mayoría.

Más tarde, cuando un mexicano o centroamericano pobre llegó al país donde se imprimía la divisa global para trabajar y aportar a la economía de este país, fue automáticamente criminalizado con narrativas en conflicto con los datos, como el aumento de la criminalidad o la parasitación del Estado. Esos mismos pobres que huían de la brutalidad de las dictaduras del Sur, todas apoyadas por las trasnacionales estadounidenses, como la UFCo (Chiquita), TexaCo, Standar Oil, ITT o Pepsi y los ya reconocidos complots criminales de la CIA. Los mismos que entrenaban a paramilitares que sembraron con montañas de muertos esos países del Sur, luego volvían a Estados Unidos a “defender nuestras fronteras” de aquellos que venían a invadirnos con sus hijos en brazos. Porque éste es El país de las leyes. Nuestras leyes, que también se aplican al resto del mundo.

Ahora, cuando los inmigrantes pobres (si son pobres son ilegales) que han vivido aquí por años, por décadas, o los descendientes de aquellas familias mexicanas que estuvieron aquí por siglos mantienen sus tradiciones no anglosajonas, automáticamente surge la sospecha o la acusación de no asimilarse a “nuestras costumbres”. Ningún inmigrante está amenazando con una secesión de Estados Unidos “por incompatibilidad de culturas”, sino aquellos que están en el poder político y que repiten orgullosos las falsedades históricas sobre la independencia de Texas o la Toma de la mitad del territorio mexicano, incluso hasta el extremo de provocar no sólo violencia política y moral constante, sino matanzas como la de El Paso en 2019. Entonces, el asesino argumentó estar defendiendo a su país de una invasión de hispanos, al tiempo que denunciaba los peligros de la integración cultural y racial, exigiendo asimilación o deportación. El asesino no fue el primer culpable de esa tragedia (ya que es un individuo con problemas psiquiátricos, algo que no es propiedad exclusiva de Estados Unidos); es el producto de una narrativa de odio de aquellos políticos que se benefician de la demonización de las minorías que, además, ni votan ni tienen lobbies. Aquellos que, como en tiempos de la esclavitud, en nombre de la libertad prohíben libros y criminalizan a los críticos. Exactamente como hacían los estados esclavistas y hasta la misma Confederación, la que protegió en su constitución la libertad de expresión hasta que ésta comenzó a ser ejercida por los verdaderos críticos del sistema.

En 1836 Texas se separó de México para reinstalar la esclavitud. En 1860 se unió a las fuerzas separatistas contra la Unión por la misma razón: para mantener su derecho a esclavizar a otros seres humanos. En ambos casos se alegó “diferencias culturales”. El divorcio entre la realidad y el discurso mitómano es tan poderoso que hoy los partidarios de la Confederación, el único grupo que estuvo a un pelo de “destruir este país”, se presentan como los campeones del patriotismo. Tal vez en algo tienen razón: el patriotismo supremacista es amor propio proyectado en símbolos a un pedazo de tierra y odio a la gente que lo habita. Las leyes, los discursos y los acuerdos están ahí para servir a poderoso del momento. Como siempre ocurrió con los pueblos nativos, con los salvajes de aquí y los negros de más allá, las leyes y los tratados los escribimos nosotros y los rompemos cuando dejen de beneficiarnos.

El 22 de octubre de 1836, en su discurso inaugural como primer presidente de la República de Texas, Sam Houston volvió a la tradición de negar la realidad con la fuerza fanática y arrolladora de la ficción política que se repetirá por los siguientes doscientos años: “nuestros enemigos se han opuesto a todos los principios de la guerra civilizada: la mala fe, la inhumanidad y la devastación marcaron su camino de invasión. Nosotros éramos un pequeño grupo que luchaba por la libertad. Ellos eran miles, bien equipados, munidos y aprovisionados, que buscaban ponernos cadenas o extirparnos de la tierra. Sus crueldades han provocado la denuncia universal de la cristiandad… Pero el mundo civilizado contempló con orgullosa emoción la conducta que tanta gloria reflejaba la raza anglosajona”.

Los nazis de la OTAN

EN MAYO DE 1945, el Institut français d’opinion publique reveló que el 57 por ciento de los franceses entendían que la Unión Soviética había sido la potencia que había derrotado a la Alemania de Hitler. Sólo el 20 por ciento consideraba que se debía a la intervención de Estados Unidos. Para 2004, los franceses pensaban exactamente lo contrario: sólo el 20 por ciento atribuían un rol relevante a los soviéticos y sus 27 millones de muertos.

El caso de los alemanes no es muy distinto. Aunque Alemania enfrentó la historia del nazismo con más coraje y más éxito que lo hicieron los estadounidenses con la esclavitud, la confederación y la Guerra Civil, también pecó de amnesia programada con respecto al rol jugado por la Unión Soviética en su liberación.

En marzo de 1952, el malo y ex aliado de Gran Bretaña y Estados Unidos, Joseph Stalin, le envió a Washington, Paris y Londres una propuesta para resolver la nueva escalada militarista. La propuesta consistía en unificar Alemania, no obligando que la parte occidental se convirtiese al comunismo sino que la Alemania comunista adoptase el sistema de democracia liberal de la Alemania capitalista. A cambio, Stalin proponía el retiro inmediato de todas las fuerzas de ocupación de la nueva Alemania unificada, el establecimiento de un ejército propio, independiente, pero neutral y libre de alianzas. El acuerdo de paz también aliviaría a una Unión Soviética degastada por la guerra y con desventaja militar.

La propuesta fracasó cuando Bonn y Washington aceptaron el regalo de la Alemania comunista pero no lo que demandaba Moscú a cambio, es decir, la neutralidad de la Alemania unificada y el enfriamiento de la escalada armamentista. El Plan A de Occidente era integrar a la Alemania occidental al sistema militar del bloque capitalista antes de cualquier otra negociación. A lo largo de ese año, Stalin envió tres propuestas más, con el mismo resultado.

En los años 80s, los archivos desclasificados mostraron que las propuestas de Stalin iban en serio, pero en 1952 se acusó a Moscú de proponer un imposible con fines propagandísticos. El más que razonable plan de paz del mayor aliado de Occidente contra los nazis pocos años antes, fracasó. El objetivo de Washington, Bonn y Londres era continuar expandiendo su maquinaria militar a cualquier precio. Todo en nombre de la democracia y la libertad.

En 1961, la OTAN nombró al general Adolf Bruno Heusinger como jefe de su poderoso Comité Militar en Washington. Heusinger había sido uno de los más cercanos oficiales de Hitler (el tercero en la línea de mando) que nunca fueron condenados por las potencias vencedoras de Occidente, sino todo lo contrario: como fue el caso de otros miles de nazis menos conocidos, fueron premiados a cambio de su pasión y conocimiento en “la lucha contra el comunismo”. El nombramiento de Heusinger se produjo cuando la Unión Soviética lo reclamó para ser juzgado por sus crímenes de guerra, sobre todo durante la invasión nazi a los países de la Europa del Este y de la misma Rusia a comienzos de la Segunda Guerra Mundial.

Aparte de su nombramiento como jefe militar de la OTAN, Heusinger fue condecorado por Estados Unidos con la medalla Legion of Merit, creada por Franklin D. Roosevelt. Heusinger la colgó junto con la Cruz de Hierro y la Cruz Nazi al Mérito de Guerra, otorgadas por Hitler, entre otros ornamentos que los militares importantes se cuelgan en las fiestas de sociedad. En 1971, Johannes Steinhoff, también honrado con una Cruz de Hierro nazi, fue nombrado jefe militar de la OTAN. Ernst Ferber, condecorado con la Cruz de Hierro fue nombrado jefe de las Fuerzas Aliadas de Europa Central de la OTAN en 1973. Karl Schnell también recibió la Cruz de Hierro nazi y también sucedió al General Ferber como jefe de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en Europa Central en 1975. Franz Joseph Schulze también recibió una Cruz de Hierro nazi y fue nombrado jefe de las Fuerzas Aliadas de Europa Central de la OTAN en 1977. Entre otros…

Nada de esto debe sorprender si consideramos que la misma idea de una OTAN había surgido en la Alemania nazi como una forma de alianza con el bloque capitalista contra los soviéticos. Alianza que, a nivel empresarial, político y económico, ya existía mucho antes de que estallara la guerra. Heinrich Himmler, uno de los principales organizadores del ahora llamado Holocausto judío, fue uno de los primeros en proponer esta idea. Reinhard Gehlen, Hans Speidel, Albert Schnez y Johannes Steinhoff, otros de los militares nazis más poderosos, protegidos y premiados por Occidente, tuvieron más suerte y fueron empleados por Washington y la CIA, todos unidos por un nuevo enemigo común (el exaliado en tiempos de guerra) y con un plan claro de alianza militar que se llamó OTAN.

Existían dos razones a la luz del día para la negativa de las potencias occidentales a la propuesta de Stalin de 1952. Como desarrollamos en otros libros, las palabras crean la realidad que creemos es independiente de las palabras. La primara razón era puramente militarista, resumida en lo que el presidente Eisenhower consideró uno de los mayores peligros para la democracia y, en 1961, llamó el “complejo industrial militar”. La segunda razón también procede de las profundidades de la historia: en solo treinta años, la Unión Soviética había realizado una de las proezas económicas y sociales más impresionantes de la historia moderna, todo a pesar de haber sido el país que más sufrió, social y económica-mente, en su lucha contra el nazismo.

El objetivo era, a cualquier precio, evitar el mal ejemplo del éxito ajeno. Aunque la propaganda de “los medios libres” insistieran en lo contario, la inteligencia de los países occidentales no veían ninguna posibilidad de alguna invasión militar soviética. Que Stalin confirmase dichos informes con una propuesta que apuntaba a reducir la tensión belicista del mundo capitalista era inaceptable.

Cuando la Unión Soviética cometió suicidio en 1991 (en condiciones mucho peores, Cuba mantuvo su sistema comunista), Rusia cayó en una crisis económica y social al mejor estilo capitalista, empeorando casi todos los indicadores sociales; una especie de regreso a la Rusia zarista, pero los poderosos medios lo vendieron como una “salida de la crisis” festejando la apertura de un gigante McDonald’s en Moscú como símbolo de libertad y de alimentación democrática.

Toda esta historia, como otros casos, fue olvidada. Según Stephane Grimaldi, director del Museo Caen Memorial, “En 1945, el gran aliado era Stalin y la Unión Soviética; su papel estaba absolutamente claro para los franceses”. Pero el efecto Guerra Fría y la masiva propaganda cultural de Hollywood, el mayor creador de mitos modernos del siglo XX, dio vuelta el juicio sobre un hecho relevante del pasado. Lo mismo hizo Hollywood con la mitificación de la guerra contra México en 1845 con películas como The Alamo. Lo mismo con el lavado moral del rol de la Confederación en la Guerra Civil. Más recientemente, lo mismo hizo con la invención de un triunfo moral (similar al del Sur durante la “reconstrucción”) en la Guerra de Vietnam con innumerables películas, aparte de libros, del apoyo de una prensa funcional y un periodismo mayoritariamente obediente.

Ahora que Rusia no es más comunista, queda clara la paranoia calvinista por mantener al resto de la humanidad bajo control moral y productivo, a cualquier precio y en nombre de la libertad y la democracia.

Crisis y civilización Postanglosajona

UNA CIVILIZACIÓN SE BASA EN UN SISTEMA socioeconómico, como en el pasado antes del último sistema dominante, el capitalismo, lo fue el feudalismo. Cuando uno de sus componentes, sea el sistema económico o el sistema de valores culturales cambia, la civilización comienza a cambiar.

El capitalismo, sobre todo el capitalismo anglosajón ha muerto. Su sistema y estructura de poderes no tienen nada que ver con los siglos en los que reinó con brutal fuerza. Si no lo vemos es porque todo lo vemos a través de un pasado reciente y porque, de hecho, el capitalismo persiste como un zombi, como persistió el feudalismo por la mayor parte del tiempo en que el capitalismo dominó como paradigma. Estamos en el mismo momento cuando el capitalismo nació en el siglo XVII. Dos sistemas conviviendo, uno en declive y el otro en ascenso.

Si bien en este momento de la agonía y muerte del capitalismo no se vislumbran aún con claridad las alternativas (¿acaso John Locke llamó capitalismo a la era que ya se había iniciado casi un siglo antes?), podemos observar que sólo el traslado del centro geopolítico y económico del mundo anglosajón a China y a otros centros secundarios implicará, más que un cambio económico de sistema, un cambio económico de distribución de poder geopolítico y, consecuentemente, un cambio de paradigma cultural que tendrá efectos en la psicología y en la filosofía dominante en otras regiones—incluida la región anglosajona. En este caso, la transferencia será desde el paradigma materialista, utilitario, individualista del capitalismo anglosajón probablemente a un modelo más próximo a la filosofía confuciana o budista. Es decir, menos consumista, lo cual es, precisamente, lo que el maltrecho sistema ecológico está necesitando desesperadamente. De esta forma, se continuará el desplazamiento del centro civilizatorio de Este a Oeste, siguiendo el recorrido del sol e iniciado miles de años atrás—solo que ahora el Oeste del otro lado del océano Pacífico es, otra vez, el Este.

Aparte de la propia crisis de Estados Unidos en el siglo XXI, el cambio de centro geopolítico operará de ejemplo de que “otro mundo, otras formas de pensar y de vivir son posibles”, lo que facilitará una revolución inevitable en la cultura y en el sistema socioeconómico dentro mismo de Estados Unidos. Algo que por más de dos siglos hubiese sido imposible de imaginar, ocurrirá en este siglo que vivimos. Golpeadas por la degradación social, por su pérdida de privilegios globales (desde el geopolítico, el económico, el financiero, el monetario en base al dólar), por el acoso de las deudas de las generaciones anteriores y por la insatisfacción de una vida dedicada a un objetivo de éxito material que se revelará como un fracaso, las nuevas generaciones operarán un cambio radical en su concepción de sociedad y, sobre todo, existencial. ¿Es la producción y la acumulación de riquezas el objetivo supremo de un individuo que morirá en unas pocas décadas? ¿Qué sentido tiene ser los “número uno” del mundo? ¿Qué sentido tiene que en 1845 el expresidente Andrew Jackson, agonizando por una diarrea que lo estaba llevando a la muerte, hasta su último suspiro estaba tan preocupado por robarle California a México…?

Preguntas que hasta hoy han sido tabúes, serán puestas sobre la mesa mañana. Y las respuestas no serán las que hoy da la abrumadora mayoría de los estadounidense, cegados por la propaganda corporativa de una elite financiera sino también por una mentalidad fanática que combina Jesús con Mammón como el café con leche. Una fiebre materialista, supremacista, de ganar a cualquier precio aunque para ello haya que matar a miles o millones y perder la vida en una empresa ciega que funciona como distracción neurótica.

Como dice un viejo refrán sobre las posibilidades vanas del optimismo de nuestro tiempo: “cuando pensamos que hay una luz al fondo del túnel, luego resulta que es otro tren”. Es cierto que en lo que se refiere a los seres humanos no hay muchas razones para ser optimistas, pero siempre hay, o debe haber espacio para imaginar un mundo mejor. Entonces, tal vez la esperanza, que a veces mata, a veces ayuda a vivir y hasta hace posible que sigamos luchando por una salida a nuestros problemas.

Por ejemplo, es posible que la nueva civilización cambie el paradigma de la guerra y la opresión del otro por un tiempo de mayor paz, de colaboración. Un cambio civilizatorio centrado en el individuo, en el egoísmo sobre todas las cosas como el resumido por Ayn Rand, por otro más asiático, más confuciano, más budista, más indígena americano centrado en valores comunitarios, menos materialistas, menos beligerantes en procura de un único absurdo llamado dinero—capitales, en el lenguaje de los poderosos de hoy.

Después de todo, después de tantos siglos de violenta historia, no estaría mal cambiar la filosofía del águila y del oso por la del panda—esa especie que parecería ser la más feliz del mundo. Sin idealizar, tanto la naturaleza como esos seres desprendidos de ella, los humanos, necesitamos de una nueva perspectiva, de un nuevo paradigma civilizatorio. No es una contradicción sino simplemente una paradoja que los nuevo necesita de lo viejo, como ser original significa ir al origen. Ese nuevo-antiguo son las filosofías orientales como el confusionismo. Algo que, como las mismas filosofías nativas del continente americano o de varias culturas africanas como el Ubuntu o la tradición pacifista del longevo reino de Nri, en el occidente post capitalista son demonizadas como socialistas o comunistas. En alguna medida lo son, pero ese nuevo-antiguo deberá crear una cultura y una civilización menos fanática, como lo ha sido la brutal civilización capitalista que, en su fanatismo, ha logrado colonizar hasta la misma idea de libertad, progreso a fuerza de opresión y miseria—económica y humana.

Carta abierta al embajador de Estados Unidos en Venezuela

Sr. Embajador James Story:

Me complace saber que la nueva política del gobierno de Estados Unidos incluye la posibilidad de levantar las sanciones económicas a Venezuela, una vieja práctica de Washington desde principios del siglo XX y que consistió en arruinar economías de países con gobiernos independientes o no alineados. Como fue el caso de Chile, cuando las sanciones contra el gobierno democrático de Allende fueron levantadas sólo cuando el complot de Washington y la CIA lograron destruir aquella democracia en su 9/11 de 1973 para reemplazarla por la brutal dictadura de Augusto Pinochet. Sólo entonces las sanciones fueron reemplazadas por millonarias ayudas para producir el promocionado “Milagro chileno”, que ni así evitó varias crisis económicas y sociales. Los ejemplos son múltiples, pero no voy a entrar en más detalles. Lo bueno es que sus responsables nunca, jamás van a enfrentar alguna corte nacional o internacional por sus crímenes de lesa humanidad. La justicia es para los pobres y para los perdedores.

Como usted sabe, en 1989 la población venezolana salió a las calles para protestar contra las políticas de su gobierno, el que intentaba implementar lo que luego se conoció como la doctrina del Consenso de Washington. Cientos de personas (probablemente miles) fueron masacradas por las fuerzas de represión, pero el presidente George H. Bush no bloqueó ni castigó al gobierno venezolano con sanciones sino que, por el contrario, salió al rescate del presidente Carlos Andrés Pérez con una ayuda multimillonaria y con el compromiso de radicalizar las mismas medidas contra las cuales protestaba la población.

Según economistas como Jeffrey Sachs, las actuales sanciones contra el pueblo de Venezuela son responsables por la muerte de decenas de miles de venezolanos y, en parte, de los millones de emigrados. Entiendo que la guerra contra Rusia y los más recientes acuerdos de paz propiciados por China entre otros dos grandes productores de petróleo, Arabia Saudita e Irán, hacen necesario y urgente una reconsideración sobre el caso de Venezuela.

Pero hablemos de democracia, que es lo que importa. Recientemente usted realizó una declaración oficial urgiendo a los venezolanos a registrarse a votar en las próximas elecciones. Una idea que apoyamos casi todos. Pero que lo diga usted y de forma oficial representa una vieja historia de dos siglos que América latina ha debido sufrir por las injerencias de los gobiernos y las corporaciones privadas de Estados Unidos.

En los años cuarenta, uno de los países más alejados de la influencia geopolítica de Estados Unidos y uno de los más rebeldes y detestados por eso mismo, según los diplomáticos de Washington de la época, era Argentina. Su independentismo y su falta de obediencia motivaron las intervenciones políticas del embajador estadounidense de la época, Spruille Braden. Con su injerencia en la campaña electoral de 1945, Braden inventó el antiperonismo antes que naciera el peronismo. Casos similares podemos mencionar por decenas y usted lo sabe. En geopolítica se cumple la Tercera ley de Newton, aunque nunca en la misma proporción. Casi siempre la acción aplasta la reacción con alguna dictadura colonial, pero a veces ocurre lo contrario y se llama revolución.

En su comunicado del 27 de abril, usted les advirtió a los venezolanos que el gobierno del señor Maduro intentará convencerlos de no votar. Usted también calificó a algunos representantes de la Asamblea Nacional como “alacranes”, quienes usan diferentes siglas políticas para dividir votos.

¿Se imagina usted si se aplicase la regla de oro de las relaciones internacionales, el principio de reciprocidad, y el embajador de algún país latinoamericano se dirigiese a los estadounidenses en un mensaje oficial para favorecer a republicanos o a demócratas? ¿Imagina si alguno de ellos le pidiese a los estadounidenses democratizar el sistema electoral eliminando el Colegio Electoral, herencia del sistema esclavista, como tantas otras cosas? ¿O el desproporcionado sistema que asegura dos senadores por estado, sin importar que unos estados tengan cuarenta veces la población de otros? ¿O que los ciudadanos estadounidenses de la colonia de Puerto Rico se movilicen para reclamar el derecho a voto? ¿O que las corporaciones dejen de escribir las leyes en los congresos y que dejen de donar cientos de millones de dólares a los candidatos en cada elección? ¿Se Imagina?

Pese a todo, sería menos grave, considerando que nunca hubo un país latinoamericano que invadió Estados Unidos, que le quitó la mitad de su territorio, que derribó varios gobiernos e instaló dictaduras militares para proteger las empresas privadas latinoamericanas. ¿Usted conoce algún ejemplo? No, ¿verdad? Pero si se diese ese caso hipotético no sólo ese embajador perdería su puesto, sino que, de ser el embajador de Bolivia o de Venezuela el mundo ya estaría esperando “un cambio de régimen” o un nuevo bloqueo.

Por si fuese poco, usted le pidió a los venezolanos “hablar con sus vecinos” porque “se puede ganar las elecciones”. No es que esto sea algo nuevo en la trágica historia de América Latina que, como usted sabe y mucho mejor saben los latinoamericanos, cuya vieja y nueva memoria está regada de trágicas injerencias, golpes de Estado y sangrientas “dictaduras amigas” apoyadas por Washington y las corporaciones que tienen más poder que usted y que cualquier otro embajador. Tal vez lo nuevo es que ya ni siquiera se disimula o se lo niega, como solía hacerlo, por ejemplo, el Sr. Kissinger.

¿Cuándo vamos a entender que es del interés del pueblo estadounidense y latinoamericano dejar de fabricar enemigos con estas injerencias paternales, arrogantes y contra principios elementales de las relaciones internacionales?

¿Cuándo vamos a dejar de representar intereses especiales y pensar, en serio, en el bien común de los pueblos, libres e independientes?

¿Cuándo vamos a entender que no sólo es más justo y menos trágico, sino hasta más económico hacer amigos que enemigos, que la “seguridad nacional” pasa por lo primero, no por lo segundo?

¿Cuándo vamos a dejar de ver al mundo como una película de indios contra cowboys, de superhéroes contra villanos, de policías contra ladrones donde nos arrogamos siempre el papel de cowboys, policías y superhéroes olvidando la trágica historia que originó “los chicos malos” mientras el mundo nos va dejando cada vez más solos?

¿Cuándo vamos a cambiar nosotros para hacer de este mundo un lugar más justo, con más acuerdos equitativos y menos guerras supremacistas?

¿Cuándo vamos a dejar de controlar la vida de los demás en nombre de viejas y bonitas excusas y dedicarnos a arreglar nuestros propios problemas nacionales que cada día son más y más graves?

¿Es que solo aceptamos que el mundo cambie (y, como siempre, se adapte a nuestras exigencias) y nosotros no?

¿Hasta cuándo seguiremos fracasando con estilo mientras pretendemos darle lecciones al mundo de libertad, de democracia, de derechos humanos, siempre a la fuerza de sanciones económicas cuando no de conocidos bombardeos?

¿Hasta cuándo vamos a dar lecciones de cómo vivir cuando ni nosotros sabemos cómo hacerlo?

Atentamente,

JM.

La deshumanización de los (inmigrantes) pobres

A FINES DE LOS AÑOS 70, mi padre le compró un televisor a sus suegros. Ellos vivían en una granja sin electricidad en Colonia, Uruguay. Allí, mi hermano y yo pasábamos los tres meses del verano, los meses más felices del año, trabajando en el campo (con frecuencia al sol, durante horas; no era una imposición, sino el reflejo de la ética del trabajo de los abuelos). Por las noches, podíamos ver dos horas de televisión argentina, porque eso era lo que duraba la batería que alimentaba un cargador artesanal de viento. Uno de los programas favoritos de los niños era El Chavo del 8.

En una conversación reciente, Fernando Buen Abad me hizo notar la violencia permanente que sufría El Chavo. Yo nunca había reparado en ese tema que ocupaba a Fernando. De hecho, me hizo recordar que siempre me dolía la escena de don Ramón golpeando al niño cada cinco o diez minutos, pero, al mismo tiempo, lo tomaba como algo gracioso. De la misma forma, disfrutábamos del humor sexista de Benny Hill, uno de los actores más creativos en ese género. La violencia es fácil de naturalizar, incluso (o sobre todo) cuando se la presenta como algo divertido. También para los espectadores de las corridas de toros, el espectáculo de la tortura animal es algo divertido.

El pasado 2 de octubre, la embajada de Estados Unidos en México lanzó una campaña publicitaria destinada a quienes estaban pensando emigrar, recurriendo a El Quico, el segundo personaje más importante de la serie El Chavo, sino el primero. El publicitario está lleno de las famosas frases de nuestro querido antihéroe de la infancia, cuarenta años mayor pero vestido y hablando de la misma forma:

“Cállate, cállate porque me desesperas… No cruces la frontera de Estados Unidos porque pueden estar en peligro tu papá, tu mamá, tu tío, tu perro, el gato, el perico… Mejor, cruza legal. Ándale, dime que sí. Si lo haces, sí me simpatizas”. El anuncio cierra con “Cruza legal” y “Utiliza las vías legales”. Nada muy diferente de lo que cualquiera de nosotros recomienda cada tanto. Entonces, ¿cuál es el problema?

El Quico (la Embajada) no le está hablando a un niño que no puede realizar ningún trámite. Le está hablando a adultos, a quienes trata como si fueran niños. Pero esto sería un detalle, considerando la tragedia del contexto.

El discurso de la inmigración legal ha sido la tradicional muletilla para justificar cada uno de los ataques contra los inmigrantes pobres que, en Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe y el Destino Manifiesto se lava con la excusa de la legalidad. “No estamos contra los inmigrantes, sino contra la inmigración ilegal”. Por eso en 1882 prohibieron, legalmente, la inmigración de asiáticos y no pararon filtrando razas indeseables hasta 1965. En 2017 el presidente Trump reemplazó razas por naciones.

El eslogan de la embajada “CRUZA LEGAL” también es demagógico. Los embajadores estadounidenses saben, mejor que nadie, que los pobres no cruzan de forma ilegal porque sea más fácil o porque sea más barato. Un coyote les cobra miles de dólares para dejarlos tirados en el desierto. Cruzan de ilegales porque son pobres o no tienen una beca universitaria, y las embajadas no otorgan visas a los pobres ni a los obreros que no pudieron estudiar.

Voy a repetirme: si esos países empobrecidos del sur fuesen a reclamar una indemnización por más de un siglo de saqueos, de golpes de Estados, de destrucción de democracias o de apoyos a dictaduras amigas que dejaron varios cientos de miles de muertos sólo en América Central, no nos darían las reservas del Tesoro Nacional ni todo el oro de Fort Knox.

Así que, por lo menos, podríamos dejar de tratar a los inmigrantes ilegales como niños y como criminales. La solución de la pobreza y la violencia del mundo no está en las manos de un solo gobierno, pero dejar de deshumanizar a los pobres, como niños buenos o como adultos malos, podría ayudar en algo. Bastante deshumanizados ya están como mano de obra desechable.

Los estadounidenses deberían agradecer que todavía hay pobres que quieren venir a trabajar a este país. Pero todavía no han tomado conciencia de que gran parte de su prosperidad (asentada en sus medios imperiales, desde la fuerza militar hasta la emisión de la divisa global) se basó en la necesidad de sobrevivencia de los habitantes de las neocolonias, ya sean profesionales especializados en la punta de la pirámide laboral o de inmigrantes pobres y sin títulos universitarios en la base. Justo en los dos extremos donde, desde hace décadas, existe un déficit crónico.