El otoño de la plutocracia estadounidense - Jorge Majfud - E-Book

El otoño de la plutocracia estadounidense E-Book

Jorge Majfud

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Beschreibung

El modelo capitalista, incluyendo su orden social y geopolítico y su concepción de la existencia, está inmerso en una profunda crisis y agoniza, especialmente en Estados Unidos –su centro económico, político, mediático y cultural en los últimos cien años–. Este es el eje alrededor del cual gira la reflexión de la obra. La profunda crisis del país más poderoso del planeta ya es visible: desde los cientos de miles de personas que viven en las calles o las epidemias de drogadicción que cada año se cobran la vida de unas cien mil personas, hasta la catástrofe climática y la obscena acumulación de riquezas de la élite financiera. Sus problemas existenciales son, al mismo tiempo, un cuestionamiento de la existencia de la especie humana en el planeta: diferencias sociales extremas, destrucción del ecosistema por la insaciable necesidad de crecimiento económico a través del consumo, guerras permanentes y fanatismos medievales por todas partes. Una de las tesis centrales del libro radica en la idea de que el progreso científico, tecnológico y social actual, producto de siglos de conocimiento acumulado, ha sido secuestrado por las élites del poder económico, financiero, político, militar, mediático y cultural. Con el traspaso del centro de poder desde el tradicional imperialismo noroccidental hacia Oriente y sus inevitables conflictos bélicos y cibernéticos, estos problemas cruciales están siendo postergados. Todo ello nos está llevando al borde de un abismo al cual la Humanidad, en miles de años de historia, nunca se había enfrentado.

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BIBLIOTECA JAVIER COY D’ESTUDIS NORD-AMERICANS

http://puv.uv.es/biblioteca-javier-coy-destudis-nord-americans.html

DIRECTORA

Carme Manuel(Universitat de València)

El otoño de la plutocracia americana

© Jorge Majfud

Reservados todos los derechos

Prohibida su reproducción total o parcial

ISBN: 978-84-1118-106-8 (papel)

ISBN: 978-84-1118-107-5 (ePub)

ISBN: 978-84-1118-108-2 (PDF)

Edición digital

Imagen de la cubierta: Thomas Cole, The Course of Empire (Destruction), 1836

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

El crimen perfecto. El secuestro de la Humanidady la destrucción del planeta en nombre del Progreso y la Libertad

Índice

Nota introductoria

La pandemia del consumismo

EL GREMIO DE LOS MILLONARIOS

LA PROPAGANDA DEL PODER

EL FANATISMO DE LOS DE ABAJO

Índice de nombres

Nota introductoria

En enero de 2009 la revista UN Chronicle de la ONU me solicitó un breve artículo para en apoyo a la Cumbre del clima en Copenhague. El original en inglés, “The Pandemic of Consumerism”, se publicó en su número especial de setiembre-octubre sobre el cambio climático, un par de meses antes de esa cumbre que los especialistas consideran fue un fracaso.

A raíz de este minúsculo texto, recibí una andanada de acusaciones del tipo: “ustedes, los profesores, insisten en esparcir teorías falsas (hoaxs)…” La mayoría hacía referencia al dinero que recibíamos “para engañar a la gente”. No recibí ni un dólar de la ONU, ni por este y ni por otros escritos, pero no puedo decir que las corporaciones con intereses en la explotación de petróleo no invirtieron algunos cientos de millones de dólares sólo en promover el negacionismo sobre el cambio climático.

Aunque este libro fue escrito básicamente entre 2002 y 2022, debo iniciar con ese brevísimo texto de 2009 que hoy tiene resonancias del todo trágicas.

La pandemia del consumismo

Los períodos de calentamiento global no son un invento humano. Pero los humanos hemos inventado la forma de convertir un ciclo natural en una anomalía. Su gravedad puede exceder la tragedia de una, de muchas bombas atómicas, pero no vemos la explosión porque vivimos dentro de ella, porque se parece al incontestable capricho de la naturaleza ante el cual solo cabe resignarse.

Los gobiernos del mundo están demasiado ocupados tratando de salvar a la humanidad de “la gran crisis” —la crisis económica—, estimulando el mismo consumo que nos está llevando a la catástrofe. Si la destrucción global aún no ha alcanzado la catástrofe tan temida, es sólo porque el consumismo no ha alcanzado aun los porcentajes tan deseados. En este delirio colectivo, confundimos desarrollo con consumismo, éxito con despilfarro, crecimiento con engorde. La pandemia es considerada un síntoma de buena salud. Su éxito ha sido tan abrumador que no hay ideología ni sistema político en el mundo que no esté concentrado en reproducirla y multiplicarla.

Las nuevas tecnologías podrían ayudar a disminuir las emisiones de dióxido de carbono, pero es improbable que sean suficientes ante un mundo que recién se encuentra en los inicios de su capacidad para consumir, dilapidar y destruir. Pretender reducir la contaminación ambiental sin reducir el consumismo es como combatir el narcotráfico sin reducir la adicción de los drogadictos.

El despilfarro irracional del consumismo no tiene límites; no ha evitado la muerte de millones de niños por hambre pero ha puesto en peligro la existencia de toda la biósfera. Si el exitoso consumismo no es reemplazado por la olvidada austeridad, pronto deberemos elegir entre la guerra y la miseria, entre el hambre y las epidemias.

Está en manos de los gobiernos y en manos de cada uno de nosotros organizar la salvación o acelerar la destrucción. La Conferencia sobre el cambio climático de Copenhague es una nueva oportunidad para evitar la mayor catástrofe que nunca ha enfrentado la Humanidad. Procuremos que no sea otra oportunidad perdida, porque no disponemos de todo el tiempo del mundo.

EL GREMIO DE LOS MILLONARIOS

El mayor mito de la historiaEl “mundo rico” duerme sobre los despojos del pasado

Comencemos por un lugar común que todavía no pudimos refutar: el dinero no lo puede comprar todo. Es, por este axioma, por lo cual quienes tienen mucho de eso detestan tanto todo aquello que no se puede comprar. Como la dignidad, por poner sólo un ejemplo.

Ahora, por el momento dejemos de lado, a los dueños del mundo y veamos qué ocurre con el resto. Quienes ven más gente por debajo que por encima y que, por alguna razón profunda, sienten una comezón en la conciencia, necesitan comprar también confort moral y se compran cien paquetes de “todo lo que tengo, lo tengo gracias al esfuerzo propio”, “si no soy más exitoso es porque los holgazanes me roban a través del Estado”, “si no fuera por nosotros, el país se hundiría en la miseria”. Etcétera.

Es verdad que hay gente sacrificada y hay holgazanes de primera, pero esos son factores de la ecuación, no la ecuación completa. Pongamos un ejemplo obvio que es invisible o inexistente en los grandes debates mundiales. Mientras uno duerme en un país paradójicamente llamado desarrollado (como si el desarrollo fuese un estado terminal descrito por un pasado participio) el oro que se apila por toneladas en los grandes bancos no duerme. Trabaja, nunca para, y trabaja billones de veces más que cualquier orgulloso empresario desclasado, de esos que hasta en Cochabamba ahora se llaman entrepreneurs. Una buena parte de ese oro fue literalmente robado de varios países latinoamericanos y africanos, por varios siglos. Sólo en las primeras décadas de la Conquista americana, más de 180 toneladas de oro y 16.000 toneladas de plata se embarcaron de México, Perú y Bolivia hacia Europa. Los registros de impuestos de Sevilla no dejan lugar a muchas discusiones. Para no seguir con el guano, el cobre, el café, las bananas del resto del continente; los diamantes, el oro y lo más valioso de las entrañas de África. Para no seguir con las riquezas que siglos de colonialismo nórdico arrebató de diferentes continentes del sur con sangre de millones que quedaron en el camino de este negocio ultra lucrativo que definió la jerarquía del mundo. Lo único que los imperios dejaron en esos continentes fue miseria y una profunda cultura de la corrupción, asentada en el despojo legitimado y en la ausencia de justicia ante el racismo y la brutalidad, física y moral, de los poderes locales contra los de abajo, de los mestizos que, al golpear a un indio en Bolivia, en Guatemala, o a un negro en Brasil, en el Congo, se sentían (y se sienten) blancos arios.

Más allá de sus méritos propios en otras áreas, Europa y Estados Unidos no se hicieron solos. Se hicieron gracias al multibillonario despojo del resto del mundo. Nada de ese “desarrollo” logrado en los siglos previos se evaporó. Ni un gramo de esas toneladas de oro y plata se evaporó. Ni la vergüenza se evaporó, porque nunca existió o sólo castigó a los mejores europeos, a los estadounidenses más valientes, que terminaron demonizados por las serviles narrativas sociales.

Cada tanto aparece alguna queja displicente de los desarrollados del mundo o de sus orgullosos bufones sobre las quejas de los pobres acerca del pasado y del presente. “Los pobres no salen de su pobreza porque no se hacen responsables de su presente”. Hasta dos generaciones atrás se explicaba todo por la “inferioridad de las razas” (Theodore Roosevelt, Howard Taft, Adolf Hitler y millones de otros) y ahora se prefiere arrojar, como una bomba de racimo, bellezas como “la enfermedad de sus culturas” y “la corrupción de sus gobiernos”.

Es una verdad existencial que uno debe hacerse cargo de su propia vida sin descargar en otros los fracasos propios. Uno debe jugar con las cartas que le tocaron. Pero también es una simplificación criminal cuando aplicamos esta misma lógica del individuo a los pueblos y a la historia, como si cada país se hiciera de cero cada vez que nacemos. Los individuos no heredan los pecados de sus padres, pero heredan sus ideas y todos sus bienes, aun cuando fueron logrados de forma inmoral o ilegítima.

Gracias a ese orden, el mundo tuvo como monedas globales el peso español, la libra inglesa y el dólar estadounidense. Gracias a tener una divisa global y dominante, no sólo fue posible instalar cientos de bases militares alrededor del mundo para hacer buenos negocios, sino que desde hace décadas basta con imprimir dólares sin aumentar el depósito de oro de las reservas nacionales. Si cualquier país menor imprime papel moneda, automáticamente destruye su economía con hiperinflación. Si Estados Unidos, Europa y ahora también China hacen lo mismo, simplemente crearán valor como quien recoge agua un día de lluvia, succionando ese valor de los millones de depósitos de millones de ahorros de millones de trabajadores alrededor del mundo. (Hace un tiempo, en un debate de una universidad, un economista me dijo que esta idea no tiene sentido, pero no fue capaz de articular una explicación).

Creer que sólo existe el pecado, la responsabilidad y los méritos individuales es el mayor mito (producto de la ideología protestante) de los últimos siglos que ayudan a mantener un sistema de explotación global. Cuando un pobre diablo (me incluyo) trabaja siete días a la semana, tiende a creer (quiere creer) que todo lo que ha logrado es sólo por mérito propio. De igual forma, cuando un pobre diablo trabaja siete días a la semana en un país pobre de América Latina o de África, lo vemos con condescendencia por no ser tan inteligente y meritorio como los otros (nos-otros). Pero el oro acumulado en los bancos por siglos, las riquezas robadas con las mismas manos de sus víctimas, los privilegios arbitrarios debido a un orden que hace las cosas posibles para unos e imposibles para otros, continúa trabajando para los inocentes herederos de siglos pasados.

Como esta es una verdad enterrada, no sólo por la propaganda del poder sino por la mala conciencia de los de abajo, unos deciden perpetuar este orden de cosas comprando confort moral, justificándose con cien unidades de “yo lo merezco; quienes lo cuestionan son inadaptados, demonios que merecen la cárcel o la muerte”. Entonces, se transforman en soldados dialécticos disparando argumentos llenos de bilis a quienes incomodan ese confort moral. Las municiones más baratas son: “si no estás de acuerdo con el sistema, no votes”, “si no estás de acuerdo con este país, vete a otro”, “si no estás de acuerdo con que existan pobres, dona tu casa a los pobres”, “si no estás de acuerdo con nosotros, arruínate y vete a vivir debajo de un puente”, “si crees que los inmigrantes pobres merecen ser tratados como seres humanos, lleva a dos o tres a dormir en el cuarto de tu hija” y toda esa batería mediocre pero efectiva. Efectiva, precisamente porque es mediocre; no por su calidad McDonald’s es el restaurante más popular del mundo. Otros prefieren decir lo que piensan, aunque lo que piensan no convenga a sus intereses ni a su confort moral. Por el contrario, sólo les trae más problemas. Pero de ellos es eso que no se puede comprar con dinero.

La redistribución de la riqueza

Seguramente todos habrán escuchado alguna vez: “Si usted está a favor de la redistribución de la riqueza, empiece por redistribuir la suya”. Obviamente, esto es parte de una discusión que todos conocen desde hace décadas. Lo he leído varias veces, alguna vez encuadrado orgullosamente con forma de lápida.

La idea de que son los holgazanes (de izquierda) que exigen la redistribución de la riqueza los trabajadores millonarios (de derecha) empieza mal con un oxímoron: trabajado-res y millonarios.

Pero veamos que el famoso argumento equivale a decir que solo los que estén a favor de los impuestos deben pagar impuestos.

Por otro lado, la idea de que son solo los socialistas quienes están a favor de la redistribución de la riqueza es una tontería. Ellos están a favor de la redistribución a través de un Estado.

Creo que es necesario aclarar un fundamento, no formulado, de toda filosofía económica: todo sistema económico es un sistema de redistribución de la riqueza. Por ejemplo, cuando los holgazanes reciben lo mismo que los trabajadores, esa es una redistribución injusta. También cuando un inversor mueve un millón de dólares de un negocio a otro, de un país a otro y con eso obtiene una ganancia de cincuenta mil dólares, y lo hace porque el sistema que lo protege está redistribuyendo la riqueza. Es una transferencia de riqueza que va desde los productores hacia los inversores, desde las mayorías hacia las micro-minorías, desde el 99 % hacia el 1% –y, en casos, hacia el 0,1%. Etcétera.

El asalto de los millonarios

Los discursos sobre el capital que aportan los millonarios en impuestos y lo mucho que reciben los pobres y la clase media de esta forzada generosidad, son todo un género literario. Es más, este género es cultivado sobre todo por los de abajo, tal como reza el principio del genio de la propaganda Edward Bernays: nunca se debe decir que lo que uno quiere vender es bueno sino hacer que los demás lo digan.

Que los pobres y los trabajadores (disculpen la redundancia) defiendan a los ricos como bondadosos donantes, es el resultado directo de semejante estrategia publicitaria y, como el mismo Bernays sabía, no se trata sólo de una inoculación masiva sino de una explotación de las debilidades del consumidor, como lo es el deseo de distinguirse de sus iguales y, un día, aunque sea un día muy lejano, alcanzar a ser parte de esa inalcanzable elite.

En realidad, los millonarios no le dan nada a la sociedad. Solo le devuelven con los impuestos una mínima parte de lo que han tomado de ella gracias a su posición de poder en los negocios (que es prácticamente la única forma de entrar al club del uno por ciento).

A esta devolución convenientemente se la califica “redistribución de la riqueza” como si se tratase de una donación o de un robo que los de abajo, los holgazanes trabajadores, le hacen a los sacrificados e intelectualmente superdotados de arriba. Pero la misma palabra esconde la verdad. No es una “distribución” de la riqueza producida por un pequeño sector de la sociedad, sino una “redistribución” de la riqueza producida por la totalidad de la sociedad, no sólo la existente sino todas las sociedades que nos precedieron y le dejaron a la Humanidad un legado de conocimientos, descubrimientos, invenciones, luchas sociales y progreso.

En otras palabras, todo sistema económico es un sistema de redistribución de la riqueza, sea de arriba hacia abajo a través de los impuestos o de abajo hacia arriba a través de la producción y el consumo.

Pero los mitos sociales son funcionales al poder y, como tales, son una máscara semántica, un espejo ideológico que se encarga de reflejar la realidad, pero al revés. Como en realidad son los millonarios quienes le roban a los trabajadores cada día y de forma masiva (les roban no sólo riqueza sino representación política), la narrativa ideológica insiste en que son perversos quienes quieren quitarle a los millonarios para dárselo a los pobres con “impuestos que castigan el éxito”. Este es otro mito profundamente arraigado en la sociedad, producto del mismo proceso de propaganda de quienes tienen un poder social desproporcionado, es decir, quienes dominan la economía y las finanzas, quienes son dueños de los grandes medios o son sus subsidiarios a través del pago de publicidad, quienes están sobre representados en la política.

La misma lógica lleva a que no pocos trabajadores (sobre todo en Estados Unidos y en sus colonias) repitan otro mito: son los ricos quienes crean trabajo. Son los ricos quienes crean prosperidad.

Otro mito indica que los ricos son exitosos porque saben competir. Muchos de ellos pueden ser creativos, pero su creatividad no está invertida en crear algo nuevo sino en apoderarse de lo creado. Las loas a proyectos privados como Space X de Elon Musk es presentada como el paradigma de la innovación privada. Lo paradójico es que todo su proyecto espacial está sentado sobre casi un siglo de éxitos y fracasos de agencias espaciales de gobiernos como la NASA, el Programa espacial de la Unión Soviética y, mucho antes, los descubrimientos y progresos del gobierno nazi de la Alemania de Hitler. Space X no sólo usa todo este conocimiento acumulado y por el cual no invirtió ni una moneda, sino, incluso, las mismas instalaciones de la NASA y su dinero, es decir, dinero de los impuestos.

Los ricos no compiten; destruyen la competencia. Los ricos no crean riqueza; la acumulan. Los ricos no crean conocimiento; los secuestran: los ricos no crean ideas; las demonizan.

Los pequeños y medianos empresarios compiten cada día por ofrecer un servicio y, de esa forma, obtener ganancias que les permitan sobrevivir y, en lo posible, prosperar. Pero las megaempresas como Amazon o Walmart basan su éxito no en la competencia sino en la progresiva destrucción de esa competencia, la cual comienza siendo la aniquilación de pequeños negocios a través de prácticas como el “dumping” encubierto (venta a pérdida). Luego continúa con la aniquilación de otros monstruos, como en Estados Unidos ocurrió con todo tipo de cadenas como Sears o Radio Shack. Se puede argumentar que el servicio de Amazon es efectivo, pero cualquiera en cualquier momento de la historia con una acumulación superior de capitales será efectivo porque cada nueva innovación estará a su disposición.

Ahora son adulados como los que “crearon el mundo en el que vivimos”. ¿Qué inventó Jeff Bezos? ¿Qué inventó Bill Gates? ¿Qué inventó Steve Jobs? ¿Qué inventó Mark Zuckerberg? Históricamente hablando, nada, aparte de algunos maquillajes a siglos de progreso acumulado. Todo fue inventado antes o después por otros que no llegaron a millonarios ni sufrían de esa terrible patología psicosocial. Desde los algoritmos inventados por el matemático persa Al-Juarismi (o Algorithmi) en el siglo IX hasta las computadoras, Internet, los softwares, el correo electrónico, las redes sociales y todo tipo de instrumento que, para bien y para mal hacen posible nuestro mundo, todo o casi todo fue creado por inventores e investigadores asalariados y casi todo fue financiado por algún gobierno. En la mayoría de los casos ni existía el capitalismo como etapa histórica y cuando existió sus genios no fueron capitalistas, con una o dos excepciones dudosas.

No nos dejemos confundir por la propaganda mediática ni por la industria cultural. El objetivo de todo gran negocio, de toda gran empresa no es ni aportar un invento a la Humanidad ni beneficiar a nadie más que a sus dueños a través del secuestro y la acumulación de una riqueza producto de una larga historia de progresos tecnológicos y sociales, producto de un vasto esfuerzo del resto de la sociedad con sus instituciones públicas y privadas. Pensar lo contrario es como insistir que el trabajo del pescador que tira sus redes al mar consiste en reproducir peces. Toda megaempresa es eso: una gigantesca red de pescador. Todo lo demás es verso, y no del mejor.

Los millonarios se justifican solo por su poder económico, por la propaganda que transpira este poder y por el poder político que secuestran para beneficiar sus propios negocios. Esta propaganda es tan efectiva que puede falsificar la realidad hasta que un sacrificado vendedor de choripanes con dos asistentes se identifique con alguno de estos héroes posmodernos (ahora divinizados como entrepreneurs o emprendedores) y descargue su frustración y su furia política contra sus compañeros de clase que sólo se distinguen de él porque son empleados, no patrones. Pero los tres son trabajadores; ni entrepreneur ni Jeff Bezos ni Mauricio Macri.

Un millonario puede ser una buena persona, pero su rol histórico y social es el robo legalizado del resto de las sociedades. Un robo sexy, está de más decir, porque una gran parte del pueblo quiere ser millonaria, como en los cuentos de Hadas. Pero, como en los cuentos de hadas, sólo una pobre cenicienta puede casarse con el príncipe; no dos y mucho menos un millón. En el club del uno por ciento no hay lugar para más, sino para menos.

Consumismo, otra herencia del sistema esclavista

Para decretar la abolición de la esclavitud tradicional en sus posesiones del Caribe, los ingleses previeron un tipo de esclavitud deseada por los nuevos esclavos. El 10 de junio de 1833, un miembro del Parliament, Rigby Watson, lo había resumido en términos muy claros: “Para hacerlos trabajar y crearles el gusto por los lujos y las comodidades, primero se les debe enseñar, poco a poco, a desear aquellos objetos que pueden alcanzarse mediante el trabajo. Existe un progreso que va desde la posesión de lo necesario hasta el deseo de los lujos; una vez alcanzados estos lujos, se volverán necesidades en todas las clases sociales. Este es el tipo de progreso por el que deben pasar los negros, y este es el tipo de educación al que deben estar sujetos”.

En 1885, el senador Henry Dawes de Massachusetts, reconocido como un experto en cuestiones indígenas, informó sobre su última visita a los territorios cheroqui que iban quedando. Según este informe, “no había una familia en toda esa nación que no tuviera un hogar propio. No había pobres ni la nación debía un dólar a nadie. Los cheroquis construyeron su propia capital y sus escuelas y sus hospitales. Sin embargo, el defecto del sistema es evidente. Han llegado tan lejos como pueden, porque son dueños de sus tierras comunales… Entre ellos no hay egoísmo, algo que está en la base de la civilización. Hasta que este pueblo no decida aceptar que sus tierras deben ser divididas entre sus ciudadanos para que cada uno pueda poseer la tierra que cultiva, no harán muchos progresos…”

Naturalmente, la opinión de los administradores del éxito ajeno prevalecerá y las tierras cheroquis serán divididas y generosamente ofrecidas a sus habitantes en forma de propiedad privada. Exactamente la misma receta de privatizaciones continuó el Dictador Porfirio Díaz en México contra el sistema de producción comunal y para copiar el éxito estadounidense, logrando el mérito de dejar sin tierras al ochenta por ciento de la población rural, lo que terminaría muchos años después en la Revolución Mexicana.

En 1929, el periodista más promocionado por la UFCo (y amigo de Henry Ford), Samuel Crowther, informó que en América Central “la gente trabaja sólo cuando se les obligaba. No están acostumbrados, porque la tierra les da lo poco que necesitan… Pero el deseo por las cosas materiales es algo que debe cultivarse… Nuestra publicidad tiene el mismo efecto que en Estados Unidos y está llegando a la gente común, porque cuando aquí se desecha una revista, la gente la recoge y sus páginas publicitarias aparecen como decoración en las paredes de las chozas de paja. He visto los interiores de las cabañas completamente cubiertos de páginas de revistas estadounidenses… Todo esto está teniendo su efecto en despertar el deseo de consumo en la gente” (3). Samuel Crowther consideraba al Caribe como el lago del Imperio americano, el cual protegía y dirigía el destino de sus países para gloria y desarrollo de todos.

La por entonces reciente derrota política de la Confederación proesclavista se desquitó con varios triunfos culturales e ideológicos. Todos pasaron inadvertidos. En tiempo récord se levantaron cientos de monumentos a los héroes derrotados, se hicieron películas idealizando a los defensores de la esclavitud y las teorías sobre la raza superior en peligro de extinción inundaron los escritorios de políticos y generales.

Una de estas victorias secretas consistió en idealizar a los amos y demonizar a los esclavos. En lenguaje moderno, los patrones y los asalariados. Por eso, por las muchas generaciones por venir, en Estados Unidos se celebrará el Memorial Day (en memoria de los caídos en las guerras) y el Veterans Day (en honor a los ex combatientes de esas guerras imperialistas), todo en nombre de la defensa y la libertad, una copia exacta de la retórica de los esclavistas del sur que se expandieron sobre territorios indios, mexicanos y ultramarinos y crearon el nuevo imperio americano.

El Memorial Day es un título abstracto; el Veterans Day, algo concreto por demás. Para los trabajadores no habrá Día de los Trabajadores y, mucho menos, será el primero de mayo que recordará en todo el mundo la masacre de trabajadores en Chicago que, como en todo el país, reclamaban el derecho a las ocho horas laborales. Para olvidar este inconveniente, el presidente Grover Cleveland oficializará el Labor Day (Dia del trabajo) en setiembre, casi en las antípodas de mayo, como si hubiese trabajo sin trabajadores, lo cual significó otro oculto triunfo de los esclavistas derrotados en la Guerra Civil dos décadas atrás: los negros, los pobres, los de abajo, los que trabajan, no sólo son holgazanes, inferiores y, al decir del futuro presidente Theodore Roosevelt, perfectamente idiotas, sino que también son muy peligrosos. Sobre todo, por su número. Sobre todo, por esa costumbre de proponer uniones. Los amos (blancos), los de arriba, los sacrificados del champagne, son quienes crean trabajo con sus inversiones. Son quienes, cada tanto, deben ser protegidos por sus protegidos: las iglesias y los militares (en Estados Unidos con el culto al veterano de guerra que “protege nuestra libertad” y en América Latina los militares que corrigen los errores de las democracias con sangrientas dictaduras). Para la vieja tradición esclavista, para los amos de lo que el viento se llevó, pero siempre vuelve, los verdaderos responsables del progreso, de la estabilidad, de la paz y de la civilización son los amos de las plantaciones, los empresarios de las industrias, quienes controlan y se benefician en primer lugar del sistema dominante. Son la élite del pueblo elegido y representan todo eso que los sucios y mal hablados esclavos (ahora blancos asalariados venidos de la pobre Europa) quieren destruir.

El origen del consumismo como otra expresión del esclavismo fue rápidamente ocultado por derrotas aparentes, como el sufrido en la Guerra civil estadounidense. Luego del trauma nazi en la admirada Alemania de Hitler, las potencias colonialistas de Nor-occidente (retaguardias y garantes de transnacionales como UFCo, Standard Oil, Exxon Mobil, Chevron, BP, Shell, Nestlé, ITT, Ford, Pepsi, etc.) abandonaron la antigua retórica que justificaba sus invasiones e intervenciones por la inferioridad racial de los países negros y mestizos. Mientras las potencias colonialistas se encontraban distraídas con la guerra, una docena de países latinoamericanos, desde Argentina hasta Guatemala, recuperaron sus democracias.

Hasta que las nuevas ayudas de Washington terminen por imponer una nueva ola de dictaduras y la zanahoria del consumo se imponga sobre cualquier otra dimensión humana como un acto de fe, como un dogma indiscutible.

Durante la Guerra fría, las potencias noroccidentales vencedoras de la Segunda Guerra borraron de sus discursos la palabra negros y la sustituyeron por comunistas. Este enroque lingüístico tenía la ventaja de que podía ser aplicado a cualquiera y a piacere, sin importar su color de piel y, de paso, se evitaba un lenguaje inconveniente para que los imperios que no querían más ser llamados así, pudieran continuar haciendo lo mismo que habían hecho en los últimos siglos. Gracias a la militarización de los países latino-americanos por parte de Washington, en menos de dos décadas la región frustró todas sus revoluciones democráticas y una decena de dictaduras fueron reinstaladas en esos países para asegurar el “orden en el caos” (pieza lingüística heredada del período en que los indios y negros eran el problema), ahora bajo la doctrina de la Seguridad Nacional y en defensa de la libertad y la democracia.

La nueva excusa de una lucha contra un comunismo, irrelevante en la región, se complementó con otro sustituto del racismo anterior: las naciones subdesarrolladas tenían “culturas enfermas” y “raíces torcidas”. A todos aquellos que decidieron reivindicar las culturas colonizadas, como mi amigo Eduardo Galeano, se los calificó de “perfecto idiota latinoamericano” y se los responsabilizó por el subdesarrollo de esos países. Incluso, el repetido argumento para la vieja práctica expansionista de Estados Unidos (sobre territorios indios, mexicanos y luego ultramarinos), la repetida auto victimización de “fuimos atacados primeros y tuvimos que defendernos” fue arrojada como otro bombardeo sobre los colonizados, como una enfermedad psicológica de los otros: los subdesarrollados, los pobres están como están porque se victimizan. Del imperialismo y las múltiples intervenciones militares y económicas, de los bloqueos y las explotaciones de las poderosas corporaciones privadas, nada.

En Estados Unidos, la comunidad hispana ni siquiera pudo tener un Malcolm X. Cualquiera que se aproximara de lejos, cualquiera que pensara diferente y se atreviera a publicarlo fue demonizado como “comunista” o “antiamericano”. Los “coloridos híbridos”, fueron adoctrinados con discursos sobre el éxito, la libertad y la democracia, sin importar que la amplia mayoría de ellos nunca alcanzó ni lo uno ni lo otro, sino un rosario de dogmas ideológicos y propagandísticos llenos de odio para sus hermanos que se quedaron en las repúblicas bananeras y más odio a los pobres del sur, “los ilegales que quieren invadir esta gran nación”.

No siempre fue así. Hace un siglo, en Estados Unidos hubo organizaciones como la American Anti-Imperialist League que protestaron contra las intervenciones en Cuba, Filipinas y hasta tomaron posición en favor de Augusto Sandino en Nicaragua. Entre los antiimperialistas estuvieron escritores como Mark Twain, feministas como Jane Addams y hasta un millonario como Andrew Carnegie. Más recientemente, la guerra en Vietnam provocó diversas protestas y movilizaciones, las que tuvieron algún efecto, pero pronto fueron neutralizadas por las reacciones neoconservadoras, a fuerza de millones de dólares y una poderosa logística enraizada en los grandes negocios, en varias iglesias y en el gobierno.

Ahora estos movimientos son prácticamente inexistentes, a pesar de que las movilizaciones por una mayor justicia racial se han incrementado. Un factor ha sido la desmovilización de la conciencia internacional, como la que en su momento resumió el boxeador Mohamed Alí: “¿Por qué me exigen que me ponga un uniforme y vaya a tirar bombas sobre gente morena en Vietnam mientras que los negros en Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos básicos?”. Por el contrario, los raperos que ahora venden rebeldía conveniente, rebeldías de cocaína, de obscenidades tóxicas y no paran de presumir en sus canciones que tienen muchos millones de dólares y que los perdedores no tienen nada. Como si todo se tratase de otra campaña multimillonaria de los servicios secretos, de esas que tanto abundan el pasado conocido. Ahora los movimientos antirracistas de Estados Unidos no organizan marchas ni protestas por el racismo internacional de las grandes potencias mundiales que interfieren a gusto en naciones más débiles. Como si todo se hubiese resuelto. Este divorcio es estratégico, como la fragmentación de la sociedad y del pensamiento, distraído en problemas de micropolítica.

Nada nuevo. Poco antes de la Revolución Americana, los gobernadores lo tenían claro y lo escribieron en sus cartas: para evitar que negros, indios y blancos pobres continuasen peligrosamente conviviendo y trabajando juntos, se inoculó el odio entre las razas. Así, los blancos pobres pudieron ver más claramente el color de piel de sus vecinos y no la opresiva condición social a la que pertenecían ambos. Se liquidaron las rebeliones de los oprimidos sustituyéndolas por el odio racial promovido por los de arriba.

La otra estrategia, en este caso cuidadosamente planificada, consistió en secuestrar reivindicaciones legítimas: en el siglo XIX Rebecca Latimer Felton, feminista, educadora y senadora por 24 horas en 1922, revindicó el linchamiento en masa de los negros para que no hagan caer en tentación a las doncellas blancas. En el siglo XX el publicista y manipulador de la opinión pública, Edward Bernays, secuestró el movimiento feminista para vender más cigarrillos con sus “antorchas de libertad”. Más recientemente, se reivindicaron y financiaron desde Washington los otrora peligrosos movimientos indígenas, ahora en contra de los gobiernos desobedientes como en Ecuador y Bolivia. En el resto del continente, la CIA secuestró movimientos rebeldes financiando “sindicatos libres”, gremios de estudiantes opositores, libros y medios de centro izquierda, fundaron y financiaron cursos universitarios para “crear líderes responsables”.

La misma estrategia de fraccionar-y-secuestrar continúa reproduciéndose hoy entre los rebeldes. Para resolver el antiguo conflicto racial se echa al olvido la injusticia internacional que, históricamente, se sustentó en el racismo, pero siempre sirvió a intereses menos coloridos. Una parte de la retórica de la supremacía blanca se sustituyó por el odio nacionalista. Las causas de la micropolítica (derecho a usar este o aquel baño, reivindicación de una matemática negra discriminada en la NASA, derecho de los homosexuales a ser soldados) suelen ser justas y necesarias, pero han perdido conciencia global, la idea del injusto marco general que incluye sus justos reclamos.

El consumismo es otra fragmentación y una reclusión del pensamiento, de las emociones y los deseos en un marco estrecho que no solo impide pensar en otros pueblos que lo sufren, sino que impide cualquier cambio individual en los pueblos que supuestamente se benefician de ese tóxico, ya que se trata de una adicción anestésica. Así también, el racismo y el clasismo internacional se reproducen en catástrofes olvidadas como los derramamientos de petróleo en países pobres de África o de América latina. Se reproduce en el olvido de la opinión pública por la destrucción del medioambiente debido al cambio climático, causado por las potencias mundiales, y sufrido, sobre todo, por los países pobres. Se reproduce en el odio por los desplazados de las guerras, de dictaduras amigas, de una economía que descarta a los seres humanos cuando ya no le sirven. Se reproduce en el siempre conveniente odio entre los de abajo que no logran el consumo prometido por el dogma y la publicidad.

La narrativa aglutinante de un imperio

Uno de los escritores y críticos más relevantes de la historia de Estados Unidos, Mark Twain, no sólo fue prolífico en sus denuncias contra el imperialismo de su país, sino que, junto con otros destacados intelectuales de la época, en 1898 fundó Liga Antimperialista, la que tuvo sede en una decena de estados hasta los años veinte, cuando comenzó la caza de antiamericanos, según la definición de los fanáticos y mayordomos que siempre se amontonan del lado del poder político, económico y social. Para estos secuestradores de países, antiamericano es todo aquel que busca verdades inconvenientes, enterradas con sus víctimas, y se atreve a decirlas. Hasta el día de hoy han existido estadounidenses y extranjeros de probada preparación intelectual y valor moral que han continuado esa tradición de resistencia a la arbitrariedad, a la brutalidad de la fuerza y a la narrativa del más fuerte, a pesar de los peligros que siempre acarrea decir la verdad sin edulcorantes. Este fanatismo ha llegado a la desfachatez de algunos inmigrantes nacionalizados que acusan a aquellos ciudadanos nacidos en el país de no ser lo suficientemente americanos, como supuestamente son ellos cuando van a la playa con pantalones cortos pintados con la bandera de su nuevo país.

Pero si la gente de la cultura, del arte y de las ciencias está de un lado, es necesario mirar al lado opuesto para saber dónde está el poder y sus mayordomos. En noviembre de 1979, la futura asesora de Ronald Reagan, Jeane Kirkpatrick, promotora de la asistencia a las dictaduras militares, los Contras y los escuadrones de la muerte en América Latina, había publicado en Commentary Magazine una idea enraizada en el subconsciente colectivo: “Si los líderes revolucionarios describen a los Estados Unidos como el flagelo del siglo XX, como el enemigo de los amantes de la libertad, como una fuerza imperialista, racista, colonialista, genocida y guerrera, entonces no son auténticos demócratas, no son amigos; se definen como enemigos y deben ser tratados como enemigos”.

Este es el concepto de democracia de la mentalidad imperialista y de sus servidores que detestan que los llamen imperialistas y que tiene, por lo menos, 245 años. ¿Cómo se explica esta contradicción histórica? No es muy difícil. Estados Unidos posee una doble personalidad, representada en el héroe enmascarado y con dos identidades, omnipresente en su cultura popular (Superman, Batman, Hulk, etc.). Es la creación de dos realidades radicalmente opuestas.

Por un lado, están los ideales de los llamados Padres Fundadores, los cuales imaginaron una nueva nación basada en las ideas y lecturas de moda de la elite intelectual de la época, las ideas del humanismo y la Ilustración que también explotaron en Francia en 1789, el mismo año en que entró en vigor la constitución de Estados Unidos: liberté, égalité, fraternité. La mayoría de los fundadores, como Benjamín Franklin, era francófilo. Diferente al resto de la población anglosajona, Washington solo iba a la iglesia por obligación social y política. El más radical del grupo, el inglés rebelde Thomas Paine, el principal instigador de la Revolución americana contra el rey George III, la monarquía y la aristocracia europea, era un racionalista y látigo de las religiones establecidas. El padre intelectual de la democracia estadounidense, Thomas Jefferson, había aceptado la ciudadanía francesa antes de convertirse en el tercer presidente y sus libros fueron prohibidos por ateo. No era ateo, pero era un intelectual francófilo, secularista y progresista en muchos aspectos. Pero también era un hijo de la realidad opuesta: al tiempo que promovía ideas como que todos los seres humanos nacemos iguales y tenemos los mismos derechos, Jefferson y todos los demás Padres Fundadores eran profundamente racistas y tenían esclavos que nunca liberaron, incluidas las madres de sus hijos.

Aquí la otra personalidad de Estados Unidos, la que necesita de la máscara para convertirse en el superhéroe: se formó con los primeros peregrinos, los primeros esclavistas y continúa hoy, pasando por cada una de las olas expansionistas: una mentalidad anti iluminista, conservadora, ultra religiosa, practicante de la auto victimización (justificación de toda violencia expansionista) y, sobre todo, moldeada en la idea de superioridad racial, religiosa y cultural que confiere a sus sujetos derechos especiales sobre los otros pueblos que deben ser controlados por el bien de un pueblo excepcional y con un destino manifiesto, para el cual cualquier mezcla será atribuida al demonio o a la corrupción evolutiva, al mismo tiempo que celebra “el crisol de razas”, la libertad y la democracia.

Estados Unidos es el gigante producto de esta contradicción traumática, la que conservará siempre desde su fundación y los sufrirán “los otros”, desde los indios que salvaron del hambre a los primeros peregrinos y los que fueron exterminados para expandir la libertad del hombre blanco, hasta las más recientes democracias destrozadas en nombre de la libertad. Todo lo cual ha llevado a que, como ningún otro país del mundo moderno, Estados Unidos nunca haya conocido un lustro sin guerras desde su fundación. Todo por culpa de los demás, de los otros que nos tienen envidia y nos quieren atacar, con el resultado estimado de millones de muertos debidos a esta tradición de guerras perpetuas “de defensa” en suelo extranjero.

Poco después de la independencia de las 13 colonias del Imperio Británico, las bases militares se llamaban Fuertes (razón por la cual hoy existen miles de ciudades llamadas Fort…) y no estaban en islas lejanas sino en el corazón de las naciones indígenas, a las que se las acusaba de representar un peligro para la sobrevivencia de Estados Unidos, se les arrebataba enormes territorios y se eliminaba millones de salvajes. Por entonces, los fuertes se encontraban a varias semanas de distancia del territorio nacional, es decir, mucho más lejos que la Europa de la época y mucho más lejos de lo que se encuentran las bases militares hoy en día.

Así como comienza la historia de Estados Unidos en los territorios indígenas, continuará con el despojo de los territorios mexicanos, con los protectorados en el Caribe, en América Central y en Filipinas. Así continuará con las dictaduras impuestas en el Tercer Mundo, con las guerras perdidas en Asia, con las masacres de Corea, Vietnam e Irak, y así continúa hoy con las 800 bases militares en 85 países que, como los forts en tierras indígenas dos siglos antes, son para proteger “la libertad de la nación” y de otras naciones. Nada que ver con el imperialismo británico y todos los otros nuevos imperialismos contra los cuales, de forma “altruista y desinteresada”, Washington luchaba entonces y se sigue luchando dos siglos años después.

Como una de las hijas de esta contradicción fundacional, la definición de libertad ha sido siempre muy particular y necesaria. El divorcio entre la narrativa y la práctica ha sido siempre funcional y radical. Una enmascara a la otra, como el traje de los superhéroes enmascarados de doble personalidad. Un siglo y medio atrás, los fanáticos anglosajones del sur promovían, en el Congreso y en la prensa, la expansión de la esclavitud en los nuevos territorios tomados por la fuerza como forma de “expandir la libertad”. Ahora, como lo escribió la consejera de Reagan, Jeane Kirkpatrick, si alguien piensa diferente y lo dice, es un enemigo. De forma implícita, por Estados Unidos se asume que se está hablando de un grupo ideológico (en este caso conservador, de extrema derecha) que se arroga el derecho de excluir a cualquier otro grupo, a millones de ciudadanos que piensan diferente y se atreven a decirlo. Es una estrategia antigua, más antigua que la Inquisición, que cuesta reconocer, incluso en frases obvias como la propagada por la pasada dictadura brasileña: “Brasil, ame-o ou deixe-o”. Traducción: “nosotros, y sólo los que piensan como nosotros, somos Brasil; si no estás de acuerdo con nuestro gobierno, con nuestra hegemonía, entonces odias este país, eres enemigo y debes irte o sufrir las consecuencias”. De algo parecido ha pecado la ortodoxia cubana (y ahora venezolana, también) desde una ideología opuesta, aunque desde una perspectiva histórica no sólo son la consecuencia del brutal fanatismo imperialista que se remonta a doscientos años atrás, sino una clara minoría en el actual contexto internacional. En este tipo de trampas, que hasta un niño de tercer año de escuela cuestionaría, caen millones de distraídos cada día.

El caso de Estados Unidos, como todo, posee sus propias particularidades. El hecho de que desde su fundación y desde la escritura de su mítica constitución no se inició como un reino absolutista y centralizado, sino fragmentado en trece colonias; el hecho de que no se inició como un pueblo unido sino como una sociedad quebrada (donde existía una raza que gobernaba por ser blanca, otra que no existía por ser salvaje y otra que era esclava por ser negra) la obsesión por la Unidad como condición de sobrevivencia recorrerá toda su historia. Pero, como todo miedo, también este se traduce en agresión y violencia. El exacerbado miedo anglosajón se traducirá en una obsesión por las guerras.

Doscientos años más tarde, en tiempos del Tea Party y de Donald Trump, sus partidarios ondearán en sus casas y en sus SUV banderas amarillas con una serpiente enroscada sobre una amenaza: “Don’t Tread on Me (No pases encima de mí)”. El “Me (Yo)” es central en el lenguaje y en la cultura anglosajona. Aunque los cristianos odian las serpientes, sean chinas o mexicanas, aquí la serpiente representa la unión de los estados de la costa Atlántica. En 1754 Benjamín Franklin había publicado una viñeta con una serpiente cortada en trece pedazos bajo el título “Unión o muerte”. En un artículo fundacional, publicado por el Pennsylvania Journal en 1775, el mismo Benjamín Franklin propuso que la serpiente de cascabel debía ser el símbolo de los estadounidenses “porque nunca ataca primero… pero sus heridas, aunque pequeñas, son decisivas y mortales”. Este mito fundador, que analizaremos en este libro (“ellos nos atacaron primero”), se perpetuó por los siguientes doscientos años con sus diversas variaciones de época.