Cristo: Diccionario de la celestial academia de la lengua - Víctor M. Armenteros - E-Book

Cristo: Diccionario de la celestial academia de la lengua E-Book

Víctor M. Armenteros

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Beschreibung

Esta sociedad del exceso precisa de lo sencillo y estrictamente esencial. En esa búsqueda de lo sencillo, el autor propone indagar en siete palabras que expresan conceptos indispensables vistos desde la perspectiva divina. No es cuestión de escoger términos por escoger, sino de detectar los elementos básicos que configuran una vida cristiana equilibrada y sana. Son seis que, juntas, generan una séptima. Con creativa precisión a través de historias atrapantes, tiernas anécdotas personales y conceptos bíblicos sólidos, este "diccionario" ayudará al lector a vivir una vida plena y llena de esperanza. En esencia, una vida en CRISTO.

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Cristo

Diccionario de la celestial academia de la lengua

Victor Armenteros

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Tabla de contenidos
Tapa
De qué se trata este libro
Introducción
Primera palabra
Segunda palabra
Tercera palabra
Cuarta palabra
Quinta palabra
Sexta palabra
Séptima palabra
Conclusión

Cristo

Diccionario de la Celestial Academia de la Lengua

Víctor Armenteros

Dirección: Pablo Ale

Diseño: Giannina Osorio

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición; e-book

MMXXIII

Es propiedad. © Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-932-8

Armenteros, Víctor M.

Cristo: Diccionario de la celestial academia de la lengua / Víctor M. Armenteros / Dirigido por Pablo Ale. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-798-932-8

1. Vida Cristiana. I. Ale, Pablo, dir. II. Título.

CDD 200

Publicado el 01 de noviembre de 2023 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

“DHH” han sido extraídas de la Dios habla hoy®, 3ª ed. © Sociedades Bíblicas Unidas, 1966, 1970, 1979, 1983, 1996.

“NBLA” han sido extraídas de la Nueva Biblia de las Américas, © 2005 por The Lockman Foundation. Usadas con permiso. www.nuevabiblia.com.

“NVI” han sido extraídas de la Santa Biblia, Nueva Versión Internacional. © 1999 por la Sociedad Bíblica Internacional.

“TLA” han sido extraídas de la Traducción en lenguaje actual™. © Sociedades Bíblicas Unidas, 2002, 2004.

A mis hermanos de iglesia

que me ayudaron a entender

el camino de la sencillez

y el valor de lo realmente especial.

De qué se trata este libro

Libro. Del lat. Liber, libri. 1. Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen. 2. Obra científica, literaria o de cualquier otra índole con extensión suficiente para formar volumen, que puede aparecer impresa o en otro soporte (Diccionario de la Real Academia Española -DRAE-, 23ª ed., 1.336).

Recibimos demasiados datos cada día. Las notificaciones de nuestros teléfonos nos interrumpen constantemente. Los mensajes de móvil, la mayoría de ellos intrascendentes, desvían nuestra concentración hacia ideas y pensamientos volátiles. Tanto las posverdades como las fake news (noticias falsas) invaden nuestros criterios creando dudas en casi todas nuestras opiniones. La ciencia muta constantemente sus argumentos, la política escora al son de las estadísticas y las tendencias de voto, el entretenimiento se somete a la dictadura de algún algoritmo de intencionalidades cuestionables. Hay tanto de todo que tenemos deslocalizados los referentes. Lo bueno o lo malo se ajustan al me gusta o no. Lo real o lo irreal, a lo creo o no. Lo justo o lo injusto, al me interesa o no.

Es tiempo de detenerse y reflexionar.

Esta sociedad del exceso precisa de lo sencillo y lo estrictamente esencial. La expresión “menos es más” adquiere más sentido que nunca. Pero ese “menos” no tiene que ser símbolo de simpleza o de superficialidad. La sencillez es el arte de eliminar lo innecesario sin abandonar nada de lo realmente relevante. Un lirio tiene un aspecto simple, pero esconde multitud de mecánicas biológicas que lo convierten en un milagro, el milagro de la sencillez. Una puesta de sol nos resulta común, pero responde a bases físicas que apabullan al más erudito. De nuevo, el milagro de la sencillez.

Y este libro trata de lo sencillo en las cosas espirituales porque necesitamos quitarnos de encima demasiadas tradiciones, prácticas e incluso interpretaciones que nos complican innecesariamente la existencia religiosa. En esa búsqueda de lo sencillo, les propongo siete palabras (por eso lo llamé “diccionario”) que expresan conceptos indispensables vistas desde la perspectiva divina (por eso es lo de “celestial academia”). No es cuestión de escoger términos por escoger sino de detectar los elementos básicos que configuran una vida cristiana sana y en equilibrio.

¿Cuáles son esas palabras que nos guían hacia una condición tal? Son seis que, juntas, generan una séptima.

En primer lugar, nos detendremos en comprender cómo es el principio que rige el universo, el amor, y el cariñoso Dios del que surge. Por lo tanto, CARICIA será el primer término en sugerirnos ideas y posibilidades.

Continuaremos con REDENCIÓN, porque el problema del pecado tiene fecha de caducidad y la solución propuesta por Dios nos llena de esperanza.

Después, INTIMIDAD, porque la religión se fundamenta en una relación íntima entre las personas y la Deidad.

SERVICIO será la siguiente palabra que analicemos, porque este mundo nos necesita y, como iglesia, no tenemos sentido sin misión.

Y hablaremos del TIEMPO, del histórico y del climático, del tiempo que ha pasado, que vivimos cada día y del que disfrutaremos en el futuro.

La última palabra es OJALÁ. Ella nos mostrará los secretos de la voluntad divina y la humana.

La séptima, a modo de sigla de las anteriores, es CRISTO, porque todo en la vida de un cristiano se centra en torno a él y porque toda posibilidad es certera a su lado.

Todos estos capítulos y palabras estarán enlazados por dos secciones (del inicio y del final) en las que reflexionaremos sobre la comunicación de Dios (“La Palabra de Dios”) y del ser humano (“Las palabras de las personas”).

Introducción

La Palabra de Dios

Dios. Del lat. deus. Escr. con may. inicial en acep. 1 c. nombre propio antonomástico. 1. m. Ser supremo que en las religiones monoteístas es considerado hacedor del universo. 2. m. y f. Deidad a que dan o han dado culto las diversas religiones politeístas (DRAE, 23ª ed., 802).

No hay duda de que todo inicio marca lo restante. El lugar donde nacimos y nuestra infancia bosquejan con mucha intensidad los años posteriores. Nuestras primeras relaciones nos enseñan cómo construir el más importante de los principios: el amor. Nuestros primeros viajes, sean físicos o existenciales, modifican la trayectoria de los siguientes. No sería lo mismo El Quijote sin aquel “En un lugar de la Mancha…”, ni Anna Karenina sin “todas las familias dichosas se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera”.

El inicio de un libro te invita a entrar en el mundo que lo contiene. Algunos comienzos son tan conocidos que tendemos a repetir lo que continúa. Por ejemplo, si les digo “con sin igual amor…”, seguro que me acompañarán con “Cristo me ama, su dulce paz en mi alma derrama”. O, si menciono el refrán “más vale pájaro en mano…”, continuarán con “que cien volando”. Porque, “lo que bien empieza…”, por supuesto, “bien acaba”. No hay duda, un buen comienzo es relevante.

Palabra que crea

La Biblia comienza hablando del principio, porque Dios anhela que tengamos claros los referentes, desde el origen hasta el final de los tiempos. Por eso Moisés tuvo a bien escribir una primera frase que nos sitúa existencialmente: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra” (Génesis 1:1). O sea, Dios es el creador de todo. Dios es Dios y nosotros somos creaciones de Dios. Él dio forma a lo que no la tenía y llenó lo que estaba vacío. ¿Cómo? Con algo tan sencillo como la palabra. Bueno, sencillo para él, porque no es así con nosotros. Aunque muchos hechiceros lo han intentado a lo largo de los tiempos, no somos capaces de crear solo con nuestras propias palabras, aunque se intente con fórmulas mágicas en lenguas extrañísimas.

Puedo sentarme en la mañana ante la mesa de mi cocina y decir: “¡Quiero un desayuno nutritivo!”, y tengo la certeza de que no va a aparecer un plato de fruta y cereales con un vitaminado zumo de naranja. Por eso, sencillo para él porque su palabra es palabra con poder, Palabra de Dios. Él dijo, y hubo luz. Volvió a decir, y hubo firmamento, y tierra, y mar, y vegetación, y lumbreras, y seres vivos y personas. Bendijo, y hubo sábado. Su palabra tiene la capacidad de crear, de producir desde lo inexistente. No me pregunten cómo lo hace, no lo sé. Es Dios, y Dios es así. Solo sé que es capaz de crear con su palabra.

Y, con su decir, no solo crea universos sino alianzas, porque le gusta hacer las cosas en conjunto con el hombre. Por esa razón, con un simple decir, le regaló un arco iris a Noé y le prometió que iba a ser el souvenir de todos sus descendientes. Hasta hoy, cuando lo vemos en el cielo, nos traslada a un mundo mejor y constatamos que aquí solo estamos de turistas. Con 99 años se encontró Abram con Dios y este le dijo que pactaría con él y, como consecuencia, lo haría sumamente conocido. Por eso le cambió su nombre original por un nombre artístico. Y Abram dejó de ser un jefe tribal para ser Abraham, padre de multitudes. Hasta hoy, cuando judíos, cristianos y musulmanes aunamos nuestra mirada en el Todopoderoso, no podemos dejar de sentirnos familia. Y con las mismas palabras se presentó una noche a Salomón, en medio de sueños, y superó a cualquier genio de lámpara maravillosa al otorgar al joven rey los deseos de su corazón. Le supo bien al Señor que, en la promoción de la vida, optara por la sabiduría, y le añadió riquezas y victorias. Y es que a Dios le gusta que salgamos ganando en los contratos que hace con nosotros, porque lo que nosotros pensamos que es pérdida para él son ganancias.

No podemos crear de la nada, pero sí podemos modificar algo que ya ha sido creado. Por ejemplo, cuando un juez dice que alguien “queda absuelto de la acusación”, le confiere la condición de inocente. O, cuando un pastor dice: “Yo los declaro marido y mujer”, convierte a una pareja en matrimonio. O, cuando afirmamos: “Prometo que no lo volveré a hacer”, nos comprometemos a cambiar de tendencia y variar de comportamiento.

Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y recrear la atmósfera del Edén. Una frase amable en una mañana de lunes lluvioso alegra mucho. Un agradecimiento espontáneo y de corazón reconforta y estimula. Un consejo sabio y valiente puede salvar a una persona. Palabras de Dios. También podemos hacer mucho daño con nuestro hablar. No pondremos ejemplos porque no merecen la pena, pero todos hemos sufrido las palabras malintencionadas y ociosas. No son ni beneficiosas ni deseadas. Son palabras para evitar.

Un Dios que se comunica

Dios no solo crea con sus palabras, también manifiesta una enorme pasión por comunicarse. Hay multitud de ejemplos en la Biblia en los que observamos esta tendencia divina (la misma Biblia es un resultado de ello) pero permítanme que les mencione un texto relacionado con el profeta Jeremías. La historia se localiza en Jeremías 26:1 al 3. Y el relato dice: “Al comienzo del reinado de Joacim, hijo de Josías, rey de Judá, vino esta palabra del Señor, diciendo: Así dice el Señor: Ponte en el atrio de la casa del Señor, y habla a todas las ciudades de Judá que vienen a adorar en la casa del Señor todas las palabras que te he mandado decirles. No omitas ni una palabra. Tal vez escuchen y cada uno se vuelva de su mal camino, y yo me arrepienta del mal que pienso hacerles a causa de la maldad de sus obras”.

Eran los primeros años del rey Joacim (609-598 a.C.) y el debate interno se había polarizado en Judá. Estaban los que preferían ser vasallos de los egipcios, la mayoría de la población, incluida la aristocracia; y los que se alineaban con los babilonios. El Señor había insistido, por medio de sus profetas, en que volviesen al espíritu de su Palabra (el Pentateuco) o sufrirían el acoso de las naciones. Debían cambiar o someterse a los babilonios. Ni los líderes ni el pueblo querían cambiar, mucho menos someterse bajo el yugo de los mesopotámicos. Y en este contexto Dios se comunica con su mensajero: Jeremías.

Cuando leemos el texto, nos damos cuenta de que el Señor no duda en emplear la palabra para recomendar, advertir e incluso amenazar. No solo informa, sino también instruye. Observa la cantidad de veces que menciona la palabra de Dios, cómo le llega, cómo debe repetirla y cuánto deben escucharla. Todo porque quizá escuchen y cambien para bien. Sí, esa es la idea principal de toda comunicación divina, que escuchemos y mejoremos. No nos habla por hablar. Nos habla porque nos quiere, porque se preocupa de nosotros, porque no puede callarse cuando debe decirnos algo.

Durante siglos nos habló por medio de sus mensajeros, los profetas. Lo hizo muchas veces y de muchas maneras (Hebreos 1:1). Pero el mensaje, en su pureza mayor, nos llegó por su Hijo, quien por su decir creó nuestro planeta y quien nos representa en los Cielos (Hebreos 1:2). Se nos acercó con palabras quietas y amables, y los niños lo abrazaron. Nos ilustró por medio de parábolas, y supimos entender los que parecía oscuro, que Dios no es como lo había pintado el enemigo. Nos enseñó, como el Maestro de los maestros, cómo es el camino que circula por la verdad y que nos lleva de vida en vida. Y, como alguien que nos quiere de verdad, también supo amonestarnos cuando sacamos el pie del plato, o de la palangana de la humildad. Lo hizo con palabras serias y, también, con el gesto cariñoso del que limpia los pies del cansado de los caminos. Jesús es el diálogo hecho carne y la mejor traducción del amor de Dios.

Nosotros, afortunadamente, también podemos hablar con él. Es más, necesitamos comunicarnos con él. Pablo, sabiendo lo necesario que es este diálogo, insiste en que perseveremos en la oración (Colosenses 4:2), que oremos en todo momento (Efesios 6:18), e incluso que oremos por los demás (2 Tesalonicenses 3:1; Hebreos 13:8; Santiago 5:16).

¿Por qué? Tenemos razones personales, nos hace bien. Nos hace bien saber que nuestro Padre está ahí, atento a nuestras palabras, sean pequeñas o grandes, solemnes o humildes, purísimas o pecadoras. Nos hace bien saber que nosotros no tenemos que solucionar este lío en el que estamos metidos, que él se ha puesto al mando. Y nadie vence como Dios.

Nos hace bien, además, porque al hablar ya comenzamos a cambiar. Verbalizar nuestras situaciones nos ayuda a comprenderlas mejor. Contar con el Verbo nos ayuda a conjugar mejor esas situaciones. Y, sobre todo, debemos dialogar con nuestro Padre porque él también lo necesita. Nos quiere, y nada le suena más agradable que las palabras de sus hijos. Sean como sean.

La sintaxis divina

El Evangelio de Juan comienza al estilo de Génesis, contándonos las primeras cosas, recordándonos la relevancia de la Palabra en Mayúsculas y encarnada como un ser humano. Coqueteando, a su vez, con el hablar de las primeras herejías cristianas (como el gnosticismo), deja bien claro cómo es la gramática del Cielo, e incluso cómo es su sintaxis: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron” (S. Juan 1:1-5).

La palabra en griego que Juan emplea para hablar del “Verbo” no es otra que logos. Este un término que no hace referencia a cualquier expresión sino a esa parte de la oración en la que reside la acción (para nosotros, el verbo). Y esa es una idea muy interesante porque define a la perfección el carácter de Dios. Dios no es un dios lejano y perezoso que necesita sacrificios para ser estimulado y reaccionar. Nuestro Dios es un Dios al que le encanta la acción. Todo lo creado se debe a él. Desde la inmensidad de las galaxias más enormes hasta la pequeñez de los átomos más nanodiminutos. ¡Vaya! Él estaba ahí cuando todo se inició, cuando comenzó a funcionar ese reloj al que llamamos tiempo. Estaba al principio y es el Principio. Su lugar en el orden de cada cosa siempre es el mismo: lo Primero.

Jesús fue el primero en tomar este planeta informe, desadornado, y moldearlo. El primero en colocar el escenario de este mundo y engalanarlo con criaturas de todos los tipos y formas. El primero en pasear con Adán y Eva al frescor de la mañana del Paraíso. El primero en prometer, con lágrimas en los ojos y vellones en las manos, una solución cuando arribó el pecado. El primero en negociar con cada patriarca para que hicieran contratos de colaboración conjunta. El primero en entrar en el mar Rojo para despejar las aguas. El primero en dictar principios que nos recordaran qué es lo principal. El primero en sufrir con las formalidades y las informalidades de su pueblo. El primero en anonadarse hasta el tamaño de nuestros cuerpos para que lo entendiéramos. El primero en perdonar lo imperdonable, en asumir lo inasumible. El primero en morir en una cruz, sin tener culpa, por todos los culpables. El primero en vencer a la muerte y prometer que no será el último. Y esa vida nos da luz cuando nos oscurece el pecado. Porque las tinieblas no pueden nada frente a la evidencia de un Dios así.

En la Biblia se nos deja claro que el Verbo va al principio. En la sintaxis equivocada del pecado, tenemos tendencia a colocar el sujeto, o sea nosotros, por delante del Verbo, pero las cosas no funcionan así. Lo cierto es que esa enfermedad de la que se contagiaron Adán y Eva, la de querer ser dioses, nos sigue afectando de tanto en tanto. En este mundo alterado se respeta al que coloca su ego por delante. Falsa realidad que conduce a la soberbia, el orgullo y el egoísmo. Por eso, muchos afectados por estas tendencias se esfuerzan por cambiar el mundo a su imagen y semejanza. Así, vemos cómo los escenarios que se esbozan tienen fuertes imágenes de violencia, dolor, pobreza y desesperanza.

Tarde o temprano hemos de comprender que el secreto del éxito consiste en que Jesús sea lo primero en nuestra vida, que todo se aclara cuando presenta el orden adecuado. Busquemos primeramente la gramática y la sintaxis del Señor, y lo demás nos llegará de forma añadida (S. Mateo 6:33). Como decía Charles H. Spurgeon: “Mantener mis ojos en Jesús simplemente es quitarlos de mí mismo”. Y, al contemplarlo creando mi mundo, paseando conmigo, planificando una solución a mis pecados, abriendo los mares que me inhabilitan, recordándome lo realmente importante de nuestra relación, sufriendo con mis ilegalidades y mis legalismos, agachándose para mirarme a los ojos, muriendo por mí, resucitando por mí… todo se me hace completamente nítido: para él también soy lo primero.

Frases sin sentido

Mirar a nuestro alrededor es comprender, con profunda tristeza, que millones de personas poseen existencias sin trascendencia, anodinas, desenfocadas e inciertas. Vidas que necesitan un equilibrio que, sin lugar a duda, puede proporcionar únicamente una relación sincera con Cristo.

Algunos viven vidas sin verbo. Se han acostumbrado a identificar el sujeto y el objeto de sus intereses, pero no viven la acción que aporta lo realmente interesante. Son los “yo, rico”, “tú, auto”, “él, casa”, “nosotros, club”, “ustedes, mejor” o “ellos, influyentes”. Frases que me recuerdan las viejas películas de Tarzán, salvo que los protagonistas de estas existencias viven en selvas mucho más peligrosas. No todo es palpable, material y ahora.

En realidad, lo más estimulante es mañana, trascendente y espiritual. Vivir solo para ser rico es perderse lo más valioso porque en la búsqueda de una notable cuenta bancaria suele desdibujarse el sentido del dinero, instrumento y no fin. Medir a nuestro prójimo por su auto o su casa es un despropósito porque las personas son muchísimo más que las cosas que poseen. Ver a alguien como persona es adentrarte en el fantástico mundo de las ilusiones, las afinidades, los sentimientos y las capacidades. No hay coche que venga acompañado de estos extras; ni casa alguna, por muy domótica que sea.

Catalogar a los demás por mis intereses sociales también es triste. Nadie se debiera asociar solo por su función, por su influencia, por los beneficios que nos puede conllevar su amistad. En primer lugar, porque la persona puede confundir función con naturaleza. No somos el puesto que ocupamos; esa es una fracción de nuestra realidad. Somos lo que fuimos, lo que somos y todo el potencial de lo que podemos ser. Y eso es mucho más que una función o un estatus.