Crónicas de vida, soledad y muerte - Miguel Anabalón T. - E-Book

Crónicas de vida, soledad y muerte E-Book

Miguel Anabalón T.

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Crónicas de vida, soledad y muerte, es la ópera prima de Miguel Anabalón y consta de relatos construidos en los intersticios entre realidad y ficción, el humor y el drama psicológico, el mito urbano y la crónica autobiográfica. Cada cuento revela la fascinación del autor no solo por la literatura, sino también por la música, el cine, la física, las matemáticas y las ciencias metafísicas, así como por las cuestiones existenciales del ser humano. El cruce de todas estas temáticas se refleja en las estructuras de los relatos, que se abren al juego de la simulación, los espejos y los laberintos borgeanos, planteando al lector un papel activo en la reflexión y la diversión. Los personajes, afectados por la soledad, el ego, el amor, el poder y la obsesión, invitan al lector a embarcarse en un viaje hacia las profundidades de la mente, la memoria y la percepción del tiempo.

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CRÓNICAS DE VIDA, SOLEDAD Y MUERTE

Miguel Anabalón T.

CRÓNICAS DE VIDA, SOLEDAD Y MUERTE

PRIMERA EDICIÓNFebrero 2024

Editado por Aguja LiterariaNoruega 6655, dpto. 132Las Condes - Santiago de ChileFono fijo: 56 - 227896753E-Mail:[email protected]: Aguja LiterariaInstagram @agujaliteraria

ISBN9789564091150 

Nº INSCRIPCIÓN: 2024-A-1101

DERECHOS RESERVADOSCrónicas de vida, soledad y muerteMiguel Anabalón T.Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

Los contenidos de los textos editados por Aguja Literaria son de la exclusiva responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el pensamiento de la Agencia

TAPAS:Diseño e imagen : Javiera Anabalón G.

Dedicado a Ale, por los cuarenta años más lindos de mi vida.

ÍNDICE

El vacío del alma

Buena suerte, mala suerte

El Enviado

El juego de la vida

Estoy más vivo que nunca

El lenguaje del viento

La Casa de Reparación

El vacío del alma

Se entiende por alma cierta fuerza inmaterial, incorpórea e inmortal. Posee existencia propia, independiente del cuerpo en el “más allá”. Aristóteles sostiene que el alma es la forma o esencia de cualquier cosa viviente, y no es una sustancia distinta del cuerpo en el que está. Platón dice que el alma está encarcelada en el cuerpo. A escala microscópica, somos vacío, nada en realidad, la materia está vacía. Si nos acercamos a nuestra piel y avanzamos a escalas microscópicas, el vacío se hace inmenso, casi total. ¿Qué nos sostiene? ¿Nuestra esencia es material o inmaterial? ¿Todo este vacío, lo ocupa nuestra alma?

Bonifacio era un ser humano sin Dios ni piedad. En el pueblo decían que era un hombre malo del alma. Era el capataz de una fábrica de ladrillos, fuente de trabajo para casi la totalidad de hombres, mujeres y jóvenes de Calihue, desconocida localidad del sur de Chile, cuyo nombre significa “pueblo solitario” en mapudungun, en la que llueve trescientos sesenta días al año, y el resto hace mucho frío y garúa.

Era un hombre de cuerpo pícnico, es decir, cuerpo rechoncho, cara ancha y cuello corto. Siempre mal oliente, pasado a ajo y orina, vestido con ropas uno o dos números más pequeñas. Gozador de los pataches y el vino, muy zalamero con su jefe y las pocas autoridades del pueblo. Tenía profundamente adquirida la obsesión de tener poder sobre la gente que dirigía. Lamentablemente, creía que el poder se logra cuando las personas que diriges te temen, con miedo. Los trabajadores lo hacían realmente, y ese temor no era inventado, sino la consecuencia de su trato en extremo tiránico y abusivo.

Se cuenta que una vez que fue necesario hacer crecer la producción de ladrillos, impuso la ley de trabajar dieciséis horas seguidas, y no aceptaba que alguno de los trabajadores dijera que estaba enfermo o con alguna dolencia, ni siquiera si tenía un menor o un recién nacido que cuidar; al que no trabajaba se le golpeaba y no se le pagaba.

También se contaba que, en numerosas oportunidades, forzaba a realizar variados y desagradables juegos sexuales a chicas más jóvenes y a muchachos desvalidos y tímidos. Más de una chica quedó embarazada y algún jovencito se suicidó, por no poder soportar la vergüenza y el acoso de “don Bonifacio”, quien imponía su poder y se vanagloriaba por todo el pueblo de eso.

Durante mucho tiempo, por más de cinco años, este capataz impuso su poder sin piedad sobre todos los trabajadores de la fábrica, y esto hizo que hubiera mucho odio acumulado en la gente y en casi todo el pueblo de Calihue.

Una de esas noches, mientras algunos de los trabajadores jugaban dominó y tomaban el vino aguachento que sus bajos salarios permitían pagar, desde una obscura esquina del bar, el viejo don Rumualdo dijo con voz baja, un poco cansada, sentado solo y con la vista en su vaso de vino:

—Ese hombre es un monstruo, sometió a mi hijo de trece años, varias veces, tanto que no lo soportó y el pobrecito se suicidó.

Se produjo un silencio tan profundo, que permitía incluso escuchar los corazones alterados de los que estaban allí, y siguió diciendo:

—A mí me gustaría que muriera, sí… que muriera, pero sufriendo. Ese maldito merece saber de su maldad y de todo el dolor que nos ha hecho sufrir.

Se acercaron arrastrando algunas sillas a donde estaba, para escucharlo mejor. El más audaz del grupo preguntó:

—Pero díganos, don Rumualdo, ¿qué podemos hacer en contra de ese inhumano? Está permanentemente con amigos y hasta con guardias que lo protegen y cuidan.

Se produjo nuevamente un silencio, un vacío en la conversación que solo fue roto con la siguiente frase, un poco inentendible, pero dicha con mucha rabia por don Rumualdo desde las sombras:

—Yo conozco a una señora que es nieta de una hechicera que formó parte de la Recta provincia en Quicaví, y pienso que nos podría ayudar. Vive aquí cerca, en Wekufutun.

Algunos temblaron, otros tosieron nerviosos y abrieron grandes los ojos, mostrando su miedo. Claro, la localidad que tiene el nombre de Wekufutun, que en lengua mapuche significa brujería, acción demoníaca, era conocida por casi todos. Varios tenían un mal recuerdo de una que otra historia nacida en dicha localidad. El trabajador que se veía más atrevido del grupo, llamado José, se paró de su silla y dijo con inusual fuerza:

—Bien, yo estoy de acuerdo. Elijamos a dos más de nosotros para que acompañemos a este buen hombre a esa localidad y ver a la persona que conoce. Deberíamos preguntarle qué se puede hacer y a qué costo.

Una vez que el corajudo líder del grupo eligió a los dos con menos miedo, Pedro y Ambrosio, formaron uno de tres, pensando en que ese número era cabalístico para acompañar a don Rumualdo. No podían perder la posibilidad de una sanadora venganza en contra del, por tristeza, famoso capataz. Acordaron el día y hora en que se juntarían para ir a la localidad en que encontrarían una solución a su padecimiento.

Llegó el día, se reunieron una hora antes para llegar a la localidad alrededor de la media noche. Hora en que, por tradición, atienden los nigromantes las peticiones que les llevan las personas. No faltaron rosarios y biblias a modo de escudos protectores, aunque sabían que, adonde iban, no tenían sus creencias.

Se consiguieron un automóvil pequeño, en que cabían justo los cuatro y manejaron por el único camino existente para llegar a la localidad.

Después de andar como una hora, vieron un letrero de madera que, dada la obscuridad y su deterioro, apenas se podía leer. El copiloto se bajó del vehículo y grito lo que tenía escrito:

Con el “bien” claramente borrado.

Los que esperaban dentro del auto rieron, menos Don Rumualdo que mantuvo su gesto reservado.

Una vez que entraron al pueblo, notaron la ausencia total de personas, las calles de tierra y solo uno que otro gato vagando.

La niebla hacía difícil encontrar la casa buscada. Hasta que llegaron, gracias a haber golpeado puertas y preguntar a los pocos vecinos que con un susurro dieron algunas indicaciones.

Vieron que, en la fachada de la derruida y vieja casa, no había luz. Era una noche fría, quizás un poco más de lo común e iniciaba una lluvia que la haría aún más fría. Al tocar la puerta, se abrió fácilmente y se vio al interior de la casa unas velas que agregaban una tenue luz al ambiente, sin duda insuficiente solo alcanzó para ver la silueta de la anfitriona, sentada en una pequeña silla de mimbre.

El ambiente era gélido, oscuro, mal oliente, sucio, pero nadie se atrevió a hacer comentarios al respecto. La respiración de los cuatro era entrecortada, más de uno tiritaba por el frío y otro por el miedo. Desde la sombra se escuchó la voz de sonido gutural de una anciana, que dijo sin levantar su cabeza:

—Díganme qué quieren.

—Señora, tenemos un jefe que es muy malo con todos, y muchos queremos vengarnos… —dijo José.

—¿Quieren que muera?

—No… sí… no, nos gustaría que sufriera por todo lo que nos ha hecho... después que muera —tartamudeó Ambrosio.

—Lo más doloroso que le puedo hacer, es que él… pierda su alma

Pedro gritó riendo desde atrás:

—¡¿Cómo podría hacer eso? Yo creo que ni siquiera tiene alma!

La anciana levantó la cabeza y miró a los ojos del sonriente. Al pobre hombre se le quitó la risa de inmediato; en realidad lo envolvió un sudor frío y tembló como si se congelara.

—Lo que más quieren los seres humanos es su alma —dijo la veterana—, y no saben dónde está y menos qué pasaría si la perdieran… bueno, yo puedo hacer que un ser malo la pierda. Necesito algo muy personal de él; ropa interior, cepillo de dientes, una prótesis, tomaré lo que me traigan y le quitaré su alma. Lo que ocurrirá después, será incomprensible para esa persona y para ustedes, pero les puedo asegurar que será lo más humillante y doloroso para la víctima. Después de un par de semanas… morirá.

La bruja pareció esbozar una sonrisa ante el estupor de todos, y rompiendo el silencio, el viejo Rumualdo sacó la voz:

—Con todo respeto, señora, ¿cuánto nos costará su ayuda?

La anciana se levantó de su silla y caminó hacia una especie de bodega que había dentro de su casa, miró en ella y a la vuelta, de pie frente al grupo y mirándolos hacia arriba por su baja estatura, dijo con una sonrisa un poco burlona:

—Solo quiero que desde que muera el maldito, me traigan todos los meses durante los próximos diez años un saco de harina y dos cántaras de leche y las dejen aquí. Si fallan algún mes… —La mujer respiró profundo y echándolos, haciendo con sus huesudas manos el gesto de que se fueran:

—Mejor no fallen.

Se fueron rápidamente, más de alguno se tropezó por salir primero. Nerviosos aún, se perdieron en la neblina, sin decir palabra ni mirar atrás. Esa misma noche, ya en el pueblo, los tres se fueron al bar, pues necesitaban un trago para detener el temblor de las piernas y poder planificar los pasos siguientes.

José dijo:

—Tenemos que llevar algo íntimo del Bonifa para que le haga sortilegio.

—¿Alguna ropa? Yo creo que lo más íntimo son los calzoncillos, pero no imagino cómo le quitamos el único que tiene —respondió Pedro.

Ambrosio, abriendo los ojos como si hubiera descubierto la clave, se entrometió:

—¿Alguien ha notado que cuando el maldito se ríe, pareciera que tiene los dientes sueltos?

El capataz tenía una prótesis dental que siempre se sacaba y dejaba en un vaso con agua cuando almorzaba, en el único restaurante que había en Calihue. Se pusieron de acuerdo con don Ramiro, dueño del restaurante, para que sentara a Bonifacio cerca de la puerta. Le pasaron unas monedas a dos pinganillas muy rápidos, para que pasaran corriendo y le robaran el pedazo de dentadura al perverso. Al día siguiente le llevaron la boca falsa del condenado a la anciana Bruja. Ella, esbozando una leve sonrisa, sentenció:

—Esperen dos días y dos noches, y el maldito, ya sin alma, empezará a darse cuenta y a sufrir poco a poco, acercándose a su muerte.

Se corrió la voz del acuerdo, y todos los pobladores y trabajadores de la fábrica hicieron un pacto de silencio, esperando ver cómo avanzaba la maldición.