Crónicas desde el piso de ventas - Iván Farías - E-Book

Crónicas desde el piso de ventas E-Book

Iván Farías

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Beschreibung

El librero es un hermano vocacional del cantinero y acaso también del farmacéutico. Más allá de las sutiles diferencias entre despachar licores, medicinas o libros, los tres acaban fungiendo como consejeros espirituales, vertederos de confesiones y testigos de las más extrañas conductas. A su manera, ejercen una suerte de pagano sacerdocio. Literatos consagrados que llegan de incógnito a preguntar si se venden sus libros; ilusos neófitos que esperan ver su poemario autoeditado convertido de la noche a la mañana en bestseller; compulsivos ligadores otoñales y casanovas buscando amoríos entre los anaqueles; doñas tafileras, maniacos crepusculares, sabihondos suicidas y los infaltables bibliocleptómanos desfilan por estas páginas. Aquí está la mirada de Iván, que como pocos conoce los recovecos de esta abrupta selva de papel y tinta. Cada librería —dice Jorge Carrión— condensa el mundo. Un mundo raro, como el de José Alfredo. Mundo bizarro, tragicómico y alucinante. Cual Virgilio posmoderno, Iván Farías nos lleva de la mano a recorrerlo. ¿Aceptan el desafío? —Daniel Salinas Basave

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Para Berenice.

Agradezco a Jaime Muñoz Vargasy a Emiliano Pérez Cruzpor haber leído el libro,señalarme correcciones y darme ideas.

Para Víctor Hugo Fuentes,un gran amigo, un gran librero.

A mi modo de ver, una ciudad no es una ciudadsin una librería. Puede llamarse a sí misma ciudad, pero a menos que tenga una librería no engaña a nadie.

NEIL GAIMAN

La vanidad del escritor no es en realidad sino un vertiginoso agujero de inseguridad; y si uno se mete en ese abismo, no deja de descender hasta que llega al centro de la Tierra.

ROSA MONTERO

Hay quienes creen que, si van a la imprenta de la esquina de su casa y entregan un manuscrito, ya están en el camino que lleva a la fama y a la riqueza.

HÉCTOR YÁNOVER

De escritor a librero

Durante casi cinco años trabajé en una de las librerías de más larga tradición en Ciudad de México. En aquel tiempo acababa de regresar a ella, luego de vivir en Tlaxcala. Me había casado y mis escasos estudios comprobables impedían que consiguiera un trabajo digno. En Tlaxcala, como toda ciudad pequeña, no hacen faltan los títulos, la gente conoce tu trabajo así que te llaman para diferentes proyectos. Desde que decidí dejar la universidad sin concluir, comencé a trabajar dentro del gobierno, primero en el instituto de la juventud estatal, posteriormente en la oficina de prensa y luego en un museo donde pasé, tal vez, los mejores años de mi vida laboral.

Al llegar a la ciudad era nadie. Los norteamericanos tienen una frase para esto, alguien es big in Japan, es decir, un famoso en Oriente pero no en Estados Unidos. En Tlaxcala cualquiera me conocía, pero en esta urbe era desconocido, un tipo más con un magro currículum escolar, aunque muy largo en cuanto a trabajos. Para ese momento había sido fumigador, vendedor de carretera y cinco o seis empleos más que mostraban mis ganas de estar en la calle.

A la antigua, abrí el periódico y vi que solicitaban un «analista de noticias». No te pedían más escolaridad que la preparatoria, buena ortografía y disponibilidad de trabajar de noche. Llegué al sitio y descubrí que habían decenas de computadoras metidas en lo que eran tres departamentos. En ese momento no lo pensé pero creo que pagaban renta como condóminos cuando en realidad eran una empresa. El sitio tendría más o menos como ochenta computadoras repartidas en varios escritorios. En lo que era una especie de terraza habían habilitado un comedor con un autovend de Bimbo y un refrigerador colmado de tuppers con nombres pegados.

Casi todos eran estudiantes que con su sueldo sacaban para sus tenis o sus salidas al cine. Mi sueldo era integro para la renta y el gas. El dueño, que tenía una enorme oficina en lo que antes era una sala comedor, me recibió con una sonrisa. Era un tipo delgado que elogió mi magro currículum. «Bienvenido a nuestra empresa». No había prestaciones de ningún tipo, debía entregar recibos de honorarios y ellos «te pagaban el IVA» como si fuera un favor.

El trabajo consistía en realizar un resumen detallado de las notas del día, que tenía que estar listo a las siete de la mañana. Estaba dividido en varios segmentos, así que conforme las redacciones de los periódicos y los diversos portales subían sus notas, yo iba alimentando el documento que debía entregar. Aunado a eso, se hacía un paquete con las portadas de todos los periódicos, además de resúmenes de emisiones de radio.

El trabajo comenzaba a las once de la noche y terminaba a las siete de la mañana, para esa hora debía estar terminado el resumen. Yo y otra persona éramos los únicos trabajadores a esa hora de la noche. Sin embargo, la persona que debía ayudarme renunció a los pocos días. El horario nocturno acaba a cualquiera. Es desgastante llegar a casa cuando todos salen a trabajar, intentar dormir con la luz del sol en la cara. Uno nunca termina de estar despierto o dormido totalmente, la líbido disminuye y comienza a uno a subir el peso debido a que la falta de sueño incrementa el hambre nerviosa.

Al principio una chica soportó conmigo el trabajo, pero al mes renunció dejándome con un grupo de personas que se iban apenas cobraban su primera semana. Al final, llegamos a un acuerdo, donde a mí me subían el sueldo y yo hacía el trabajo solo. Ese fue el punto de inflexión. Sin nadie con quien platicar en las noches, sin nadie con quien hablar en casa, me fui hundiendo en una depresión nerviosa que de repente me llevó a alucinar. Un día, presa de algún tipo de ansiedad, saqué toda la comida vieja que había en el refrigerador de la empresa y la tiré. Limpié con toallitas desinfectantes todo el aparato y regresé a hacer mi informe.

Al otro día me mandaron llamar y me dijeron que por qué había hecho eso. Les dije que no encontraba el problema, limpié el refrigerador, es decir, no había hecho nada malo. La segunda al mando del dueño, una adolescente con cara de emprendedora, estaba muy espantada por mi comportamiento. Pero tal arranque no era privativo mío. El jefe de sistemas renunció dejándoles un virus en gran parte de las computadoras, además de mandarnos por correo fotos del dueño teniendo sexo en la oficina con una de las empleadas.

Un día, cansado de no dormir, harto de la mala paga, de casi no ver a mi mujer y al borde del colapso, con una deuda enorme con Hacienda, decidí renunciar. Borré todos los archivos que había hecho y me largué de ahí dispuesto a hacer cualquier otra cosa antes de volver allá, al infierno.

Un día vi que solicitaban meseros para una librería, que también era cafetería. Prefería ejercer el viejo oficio de mi abuelo que seguir malviviendo en ese trabajo que me devastaba los nervios. Luego de dormir como debe de ser, me presenté para pedir el empleo. Me hicieron algunas preguntas, y de mesero me movieron a disquero. Sin embargo, días antes me llamaron para decirme que a final de cuentas iba a ser librero comodín.

No es lo mismo visitar librerías que trabajar en una de ellas, pero yo me sentía muy confiado. La chica de recursos humanos, antes de mandarme a la sucursal, me dijo que estaría en una de las librerías más bonitas que existían en el mundo. Además, como había pasado con soltura un examen de conocimientos básicos que implicaba saber diferenciar editoriales, relacionar autores con obras y músicos con discos, llegaría como librero de fijo. Es decir, en poco menos de dos días había ascendido de puesto.

Tendría el turno vespertino y debía de reportarme de inmediato a la tarde siguiente. A mi mujer le gustó mucho este nuevo trabajo y auguró que me iría muy bien. Lo que ella no sabía y yo no alcanzaba a vislumbrar, es que me cambiaría la vida. Nunca había ido a Polanco. Un chilango nacido en un barrio popular como la Agrícola Oriental no va a esas colonias más que a servir. Como diría el Estilos en Los Caifanes: «Esa cosa de las diferencias sociales».

Al otro día me presenté a la librería, luego de mi estupor inicial por recorrer Masaryk con unos tenis Panam viejos y un pantalón luido de la entrepierna ante personas ataviadas con ropa diseñada en París o Londres. Cuando entré al edificio mis ojos no acababan por acostumbrarse a la vista de esa enorme cantidad de libros acomodados en decenas de estantes, era como si de pronto hubiera visto el sol fijamente. Había tantos que mis ojos no se acostumbraban al espectáculo de los estantes. Luego supe que tenían en existencia casi cincuenta mil ejemplares, divididos en dos pisos, todos acomodados en una casa de principios del siglo XX habilitada para contener la librería. La mayor parte de los volúmenes estaban acomodados en las paredes de lo que antes era el jardín, en medio un limonero y varias plantas se enroscaban en los anaqueles y en los barandales. Ese lugar tenía casi veinte años y yo no sabía de su existencia. Fue como descubrir un territorio desconocido e inaccesible, y al mismo tiempo, como entrar al set de una película.

Pronto me di cuenta de que ser librero es un oficio para el que no se estudia, por más que uno sea un lector empedernido, por más que uno haya vivido mucho. El oficio se aprende de los que estuvieron antes que tú, gente que te enseña desde cómo limpiar un libro, hasta la mejor manera de alfabetizar un muro. El de librero es uno de esos viejos trabajos que han ido desapareciendo por la velocidad de la vida, por la sistematización de las ventas y por el desprecio a una de las más añejas tradiciones del ser humano: la charla.

Estando en piso, lo primero que aprendí de mis compañeros, de los clientes y de las pilas y pilas de libros, fue humildad. No importa cuánto hayas leído, un librero sabe cuántas ediciones hubo de un título, si está fuera de catálogo y si ha salido un estudio sobre él. Un librero es capaz de tener una especie de conocimiento que podríamos llamar de cuarta de forros. No porque sepa todo sobre un libro es necesariamente que lo haya leído. La mayor parte de las veces solo se juega al bluff. Es como un buen jugador de póker, que parece siempre tener una buena mano, pero la mayoría de las veces no tiene nada. Pero, nadie le cree a un librero que no recita con convicción sus mejores recomendaciones.

Un librero se vuelve un obseso del orden, un sujeto que busca mantener, como Sísifo, en una disposición determinada mesas y anaqueles que nunca paran de moverse. Manía que una vez adquirida jamás podrá desterrarse. El librero visitará casas y tratará siempre de ordenar por alfabeto o por tamaño, los libros que estén frente a él. Recuerdo que en una ocasión, mientras viajaba en el Metro, se me metió en la cabeza que debería encontrar un título que necesitaba para algo en específico. Cuando llegué a casa, encendí la computadora y entonces caí en cuenta que el programa de búsqueda que utilizaba en el trabajo no funcionaba con los títulos de mi hogar. Me comencé a reír como tonto, yo solo frente a la computadora. Al otro día decidí organizarlos alfabéticamente y hacer una hoja de cálculo inventareando mis libros. Labor que no he terminado, pero en la que sigo. En otra ocasión, entré a una librería y al poco rato ya estaba dando orden a la mesa de novedades, ante la sorpresa de los empleados que me veían desde lejos. La librería pronto se volvió mi hogar, mi casa era solo el lugar donde dormía.

En cualquier sitio donde el dinero y el conocimiento se reúnen, se darán cita también la estupidez y la prepotencia. Pronto me di cuenta de que para mucha gente los libreros éramos solamente el receptáculo de su odio. Otras veces había que soportar la ignorancia insultante de gente que tuvo la fortuna de nacer en un hogar adinerado y la necedad de no saber aceptar su estulticia.

A veces, el trabajo de lidiar con los clientes era tan pesado que, como forma de desfogue, escribía breves estados en mi Facebook. Eran las quejas normales de alguien que no puede gritarle en su cara a los clientes so pena de ser despedido. Luego, me volví más y más observador hasta que esos breves estados eran casi una cuartilla de descripciones sobre lo que vivía.

A mis contactos les gustaba leer esas historias. Para evitar problemas en el trabajo no hacía referencia al sitio donde sucedían. Todas eran historias de clientes que buscaban un libro que había estado en la mesa de novedades hace meses, o el cambio de uno comprado hacía cinco años pero que no habían podido ir ya que radicaban en Alemania, o esa señora que te decía que después te pagaría porque ahora no quería.

Un día un amigo, editor en Playboy, me pidió una crónica sobre lo que pasaba en la librería en el mismo tono en que me quejaba en internet. Le tomé la palabra y la escribí. Extrañamente fue uno de los textos más leídos en papel y luego, al salir en su versión electrónica, tuvo otros lectores que la acogieron con gusto. El texto, con modificaciones, es el que abre este libro. De ahí en adelante todos son rigurosamente inéditos.

El resto de las crónicas las escribí en los tiempos muertos en el trabajo, cuando, cansado por el subir y bajar libros, me sentaba frente a la computadora y me ponía a escribir sobre mis clientes. Sea pues, estos textos son una memoria de lo que pasa en una librería peculiar y entrañable.