Cuadernos del Subtrópico Norte - Marcos Dosantos - E-Book

Cuadernos del Subtrópico Norte E-Book

Marcos Dosantos

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Cuadernos del Subtrópico Norte es un libro collage. Una obra que habla de crímenes surrealistas, desamores de fábula, aguacates venerados y azafatas alcohólicas. Muchos relatos cortos, un puñado de versos y un atisbo troceado de novela se entremezclan en un texto cuyo único hilo conductor es lo isleño. Verdadero o disfrazado, como acento o como diáspora, el archipiélago canario sirve de refugio para sentarse a leer las historias periféricas que la Metrópolis desechó.


SOBRE EL AUTOR


Marcos Dosantos (Tenerife, 1991) es graduado en Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid.
Cuadernos del Subtrópico Norte es su debut literario, un libro de textos cortos fruto de su paso por la Escuela de Escritores y el Hotel Kafka. La obra contiene los relatos premiados Agustín murió disfrazado (finalista en el concurso Surrealistos del Círculo de Bellas Artes de Madrid, 2021), Amazigh (poema ganador del certamen Moyano a versos, 2021) y A cambio de chocolate (finalista del VI Premio de relato breve La Gran Ilusiòn, de Cines Renoir con la Escuela de Escritores, 2021).

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Cuadernos del Subtrópico Norte

© de los textos, Marcos Dosantos

© de la fotografía del autor, Gonza Gallego

© de la ilustración de portada, Juanma Samusenko

Ediciones El Drago

www.edicioneseldrago.com

[email protected]

Edición permanente, 2021

ISBN: 978-84-122198-0-7

DL: M-4628-2022

ISBN ePub: 978-84-122198-2-1

Diseño y maquetación: Montaña Pulido Cuadrado

Impreso en España – Printed in Spain

Impreso en papel reciclado

Se garantiza que el papel empleado en este libro proviene

de bosques sostenibles, y que la pasta de papel no ha sido tratada

con cloro para el proceso de blanqueamiento. El cloro es un

elemento muy contaminante y los desechos del proceso de

cloración de la pasta de papel arrojan al medio residuos

altamente contaminantes. Además, este papel ha recibido

la certificación como producto ecológico por parte de la UE.

La reproducción parcial o total de este libro, mediante

cualquier medio, vulnera derechos reservados. Queda

prohibida toda utilización del mismo sin el permiso previo

y explícito de los editores.

Sinopsis

Cuadernos del Subtrópico Norte es un libro collage. Una obra que habla de crímenes surrealistas, desamores de fábula, aguacates venerados y azafatas alcohólicas. Muchos relatos cortos, un puñado de versos y un atisbo troceado de novela se entremezclan en un texto cuyo único hilo conductor es lo isleño.

Verdadero o disfrazado, como acento o como diáspora, el archipiélago canario sirve de refugio para sentarse a leer las historias que la Metrópolis desechó.

«Hasta haciendo prosa, es poesía. Ese es Marcos Dosantos: el despertar de las emociones para zambullirte en los recuerdos. Un viaje por las palabras que te atrapa y engancha. Lo inconexo que, fi nalmente, revela la verdad. Amo a Victoria, es como si la conociera de toda la vida».

Carla Antonelli

Índice

Sinopsis

Prólogo

Rebujato 0

Invocación

Rebujato I

Mencey

Manifiesto de la gorda jedionda

La platanera

Rebujato II

Juanito el de La Isleta

Haus

Agustín murió disfrazado

Blumen Kaffee

Rebujato III

Expiación

Salitre

Elogio del aguacate

Playas negras

Revolución

Rebujato IV

Uñas

Granizo

Rebujato V

Amazigh

Ave del paraíso

Tritón menguante

Rebujato VI

Astrofísica del amor feroz

A cambio de chocolate

Nadie habló de mamá

Rebujato VII

La conquista de metrópolis

Mandíbula neón

Ciclogénesis

Rebujato VIII

Carne fiesta

Agua

Azafata de azul eléctrico

Clotilde y las lapas

Epílogo

Disculpas y agradecimientos

Para Karim

[…]

Es la hora exacta

escapémonos de acá

agarra mi mano

y entrégate a mi voluntad.

Y que la vida nos libere

de la maldita culpa

lejos del bien

y lejos del mal.

[…]

Javiera Mena

Prólogo

Dosantos tiene un poder extraordinario, desde la primera línea y aún antes, como si un viento (un tsunami) que surge de su palabra (precisa como una piedra preciosa) empujara la sintaxis a estarse quieta, a merced de la inteligencia que lo maneja. El resultado de esos poderes, que un tiempo se atribuía en el norte de Tenerife a los curanderos, es este libro impresionante, cuyos relatos parecen ser escritos por la parte más audaz de la libertad de la narración. La libertad de la narración es como la libertad que tuvo Dios, o quien fuera, para desordenar el mundo y a la vez por darle al mundo la libertad de ordenarse solo.

Cuando recibí el libro, es decir, el manuscrito, cuando aun no es libro, tuve una tentación absurda que cumplí: sentir que estaba ante una obra de arte que sonaba, como si me estuviera hablando al oído y fuera preexistente, como si el autor, este Dosantos, fuera un escritor ya muy bregado y tuviera, antes que nada, el don de contar y lo desparramara como le da la gana. Hace más de cincuenta años tuve una sensación igual, que nació en La Orotava, Tenerife, no muy lejos seguramente de donde vio la luz, aun inconsciente, este autor omnisciente. Fue cuando, en una librería que había junto a la parada de las guaguas que venían de Santa Cruz, haciendo un alto para seguir hacia mi pueblo próximo, me encontré con una portada que me pareció sugestiva. Era un grupo de músicos negros que tocaban sobre la zona verdusca de la portada, como si vinieran del Caribe claro y me dijeran: «oye, párate y lee».

Con ese libro hice el resto del viaje hasta mi casa, como si fuera en volandas de las palabras que iba leyendo, hasta echarme en una cama llena de sonidos, los de la novela (Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante) y los que provenían de la carpintería de cuyo alquiler vivían mis padres para pagarme la guagua que cada día me llevaba y me traía de la Universidad de La Laguna. Esta vez, tantos años después, esa sorpresa vino en forma de manuscrito, y me produjo parecido deslumbramiento, hasta el punto que me pasó exactamente lo mismo que entonces me produjo la lectura total del extraordinario autor cubano. Tuve, pues, y entonces era la madrugada en que había terminado de leer, de corrido, Tres tristes tigres, que llamar a amigos a los que supiera apasionados de la literatura como exaltación de la sintaxis y aconsejarlos que fueran de inmediato a cualquier lugar donde vendieran libros para hacerse con un ejemplar que les diera la misma alegría que yo acababa de sentir.

Claro, a diferencia de la situación en que yo vivía mi desvarío, que el libro que acababa de leer estaba recién publicado, estaba en letra impresa por una editorial entonces imbatible de Barcelona, y este que tenía entre manos, enviado primero por carta y luego reenviado por el correo electrónico, era un original que de pronto me pareció un tesoro del que disfrutaba, estaba disfrutando, tan solo yo mismo.

Lo que pasa con los grandes libros es precisamente eso: que cuando avanzas en su lectura, hay un momento en que sientes que seguir en él ya forma parte del libro mismo, pues te lo incorporas como una ficción (cuando es novela) escrita tan solo para ti. Y como esta es una apropiación indebida del placer, imposible de guardar en tu estantería, en tu cajón o, como era el caso, en tu correo electrónico. Así que te dedicas a hablar de ese libro (de este libro) como si fuera de urgente necesidad estética, moral, una ocasión extraordinaria de alegrarte los ojos y en seguida el alma de leer.

Tenía muy pocas referencias del autor, que se presentó un día con el desparpajo de un muchacho que se descubre ante el mundo como si acabara de aterrizar en las orillas del poder literario y trajera un manuscrito que le quema, de alegría, de descubrimiento, en las manos. Me habló de lo que había escrito, de su procedencia u orígenes, de su trabajo alimenticio y de algunas de sus pasiones. Cuando acabé de leer su apasionante manera de contar la realidad, que traía aires que yo no conozco, tuve la sensación de estar yo mismo dentro del libro, pues me fui metiendo en él deslumbrado por el poder de una sintaxis que hasta entonces yo había deletreado en contadas ocasiones, al menos como la encontré aquella madrugada, viniendo de La Orotava poseído por el poder de Tres tristes tigres.

En aquella ocasión, cuando terminé de leer el libro mayor de Guillermo Cabrera Infante, sentí el deber de aconsejar a todos mis amigos letraheridos que se alegraran la vida con aquella maravilla. Marcado por el mismo deslumbramiento subrayo aquí lo que le dije a la primera de las amigas a las que les participé de mi descubrimiento ante unos cuentos que parecen hallados en el aire por la inteligencia de una escritura ante la que me rindo como si fuera escrita para mejorar la salud que da leer porque nace de la facultad de escribir como si se estuviera soplando el misterioso universo de imaginar.

Deslumbrante, este es un libro deslumbrante. No lo dejen solo, empiecen a leerlo. Terminarán quizá en una madrugada feliz llamando a sus amigos cercanos para celebrar que existan la noche, el día y esta escritura. Cuadernos del Subtrópico Norte. Qué alegría escuchar esta música.

Juan Cruz Ruiz

Rebujato 0

Nos echaron de la metrópolis

y construimos universos ultraperiféricos.

Invocación

Cuántos crímenes más sucederán

en esta piedra de ocho maldiciones.

No bastaron los cuerpos de Félix,

Isora,

y Mararía.

No sirven ya los rezos ni los relatos

tampoco Ana María y su Victoria.

Ven, Josefina,

vestida de bruja cambullonera

rompe la dicotomía

y saca a los criollos del lago Manrique.

Que a Óscar le entró el mal de San Vito

y abre la boca seca

para decirnos

cómo saltar el bache.

Pero no le salen palabras ya

porque él,

como tú,

como yo,

también quedó maldito.

Rebujato I

Su corazón palmero se partió en dos

y provocó el más devastador de los tsunamis.

Mencey

Claro que me acuerdo de él.

Claro que me acuerdo de Juan Andrés Brito, el bujarra.

De su voz fañosa y repelente respondiendo las preguntas de doña Pilar en primera fila.

De que lo maricón nunca le quitó mirar por encima del hombro a los que veníamos de las medianías. Él se creía muy fisno porque vivía en la calle Real y había nacido en Tenerife. Era peor que los godos.

Y también era un confianzudo.

Daba igual que le escupiéramos o que le diéramos un par de piñazos pa ponerlo en su sitio. Él nos retaba con su mirada. Me echaba un pulso con sus ojos sarasas cuando papá paraba por su puerta cada vez que íbamos a Santa Cruz a vender los sacos de cochinilla. Y me ardía el estómago de rabia y apretaba los dientes con tanta fuerza que se me quedaban pegados.

Después de la comunión se mudó el señorito a Granada, «que La Palma se le queda pequeña y aquí no aprende lo suficiente», decía la chafalla de su madre.

Anda contando que ha vuelto porque ya es un hombre y tiene que ayudar a su padre con las fincas. Y que no quiere ser capataz, sino trabajador de la tierra con sus «compañeros». Jornalero comunista de día y señorita en sábana planchada por la noche. También anda diciendo que ya no se llama Juan Andrés, sino Mencey. Un republicano con nombre de rey. Por si no era suficiente con ser rojo, desviado y altanero, se nos volvió chiflado. Y sin novia conocida, evidentemente.

Anda un fisco menos amanerado que de pequeño. Está más hecho, las espaldas le crecieron parriba y pa los lados. La mandíbula se le marcó, las cejas se le unieron y tiene la nariz como un roque de los golpes que le han dado. El pelo del pecho descubierto se le enreda con la cruz de oro que lleva al cuello y casi se le mezcla con la barba de pordiosero que mi padre me habría quitado con dos guantazos.

Lo sé porque me lo crucé el otro día. Estaba yo de servicio por el puerto y lo vi leyendo un libro en la terraza del Café Nivaria. El lugar favorito de las putas, los alemanes y los marineros. Chupaba la cadenita de oro de la que colgaba Jesucristo y se hacía el concentrado, hasta que pasaba alguien por delante y lo escudriñaba antes de decidir si merecía su saludo. Como si no nos conociéramos todos en este cachito de piedra. Como si el señorito Mencey cagara cuero.

Y entonces el alférez me pidió que fuera a por tabaco. Fui a la venta de don Segundo y me dijeron que ya no quedaban puros. No había alternativa, tenía que ir al Café Nivaria.

Endurecí el gesto y tiré de la punta de la gorra hacia mi frente esperando que ese truco, el traje militar y el paso de los años me ayudaran a escapar de su recuerdo.

—¿Aladino? —me preguntó, con la sonrisa ladeada y arrastrando las sílabas.

—Disculpe, señor, pero no le conozco y estoy de guardia —le respondí bruscamente.

—Que sí, hombre. Tú eres el hijo de don Anselmo, de los Casacas de Breña Alta. Soy Juan Andrés, aunque ahora la gente me llama Mencey. Fuimos juntos a La Palmita.

Se levantó y buscó la mano que no le ofrecí para apretármela con fuerza durante unos incómodos segundos que se estiraron más de lo que la costumbre manda.

Sus ojos sarasas me volvieron a echar un pulso.

Diez años después, mi estómago volvió a arder y mis dientes se apretaron. Ahora, además, mi nuca sudaba y me temblaba la mano.

Manifiesto de la gorda jedionda

Soy conejera, pero mi abuela Candelaria me llamaba Gran Canaria porque «fuertes muslos tiene la niña pal fisco tetas».

Fue el insulto más poético con el que crecí, eso se lo concedo.

Sebosa, bocanegra, cachalote, y un sinfín de cumplidos no pedidos por cercanos y desconocidos fueron la banda sonora de mi crianza.

Yo quería ser periodista, como mi primo Nauzet, pero las niñas de mi clase decidieron por consenso que sería foca del Loro Parque pa mojar a los guiris con mis aletas.

La peor era la Yésica, perfecta niña Profident cuando las monjas dominicas entraban en la clase, pero tremenda hija de puta entre mates y plástica. Se me acercaba, me tiraba el estuche al suelo y me gritaba «agáchate si puedes, gorda jedionda».

La única que me hablaba sin insultarme era Daniela, la arepita, la venezolana. Supongo que lo hacía porque los días que yo no iba a clase por pincharme el brazo con el cúter le tocaba a ella recibir la avasallada. Era la apestada interina, éramos un matrimonio de supervivencia.