Cuando la luna nos encuentre - María Beatobe - E-Book

Cuando la luna nos encuentre E-Book

María Beatobe

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Beschreibung

A veces el destino susurra en las esquinas más inesperadas. Para Leo y Alice, ese susurro llega en forma de una servilleta con un mensaje escrito a mano en el Café Harmony. Él, atrapado en un pasado que lo atormenta. Ella, buscando un escape de una vida que se siente cada vez menos suya. Ninguno imaginó que unas simples palabras podrían abrir una puerta hacia algo más. Entre correos electrónicos, noches en vela y confesiones a la luz de la luna, ambos comienzan a descubrir que, a ratitos, el dolor pesa menos cuando se comparte… Y que quizás, solo quizás, el amor también puede ser una forma de salvarse.

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Seitenzahl: 424

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Primera edición: mayo de 2025

Copyright © 2025 María Beatobe Landrove

© de esta edición: 2025, Ediciones Pàmies, S. L. C/ Monteverde 28042 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-87-5

BIC: FRD

Arte de cubierta: CalderónSTUDIO®

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Primera parte

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

Segunda parte

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

Tercera parte

52

53

54

55

56

57

58

Epílogo 1

Epílogo 2

Agradecimientos

Contenido especial

Para quienes han sentido la soledad entre

la gente esta novela es un abrazo en palabras.

Primera parte

1

Leo

Era 11 de agosto, martes, y se cumplían diez años desde la noche en que todo se partió en dos. La noche en la que fui consciente de que el corazón podía doler hasta notar que te asfixias. Y es que… ¿hasta dónde podía llegar a doler el corazón? ¿Había un límite? En el caso de que lo hubiera, ¿qué ocurriría si algún día alguien alcanzara ese final?

Soñaba con esa noche más veces de las que me hubiera gustado, y eso me había llevado a depender durante una temporada de medicinas para conciliar el sueño, por no mencionar las visitas más que habituales a la sección de bebidas alcohólicas en el supermercado. «Anestesia sin receta», prefería llamarlo yo. Aunque el verbo «huir» no hubiera quedado tampoco muy lejos de la realidad.

Lo sabía, era muy mala combinación, pero en ese momento fue el mejor antídoto para el sufrimiento.

No podría explicar exactamente cuáles fueron los detalles de aquella calurosa noche del mes de agosto. Tal vez lo que recordaba no ocurriera como exactamente sucedió, y quizá el paso de los años lo hubiera maquillado de alguna manera. Era posible que mi razón lo hubiera ido transformando hasta proyectar una historia paralela en la que todo escociera un poco menos. Sin embargo, y para mi desgracia, lo crucial de aquel martes sí que se había grabado en mi jodida cabeza. A veces hasta podía visualizar cómo un tatuador, sin un ápice de su piel sin ornamentar y ajeno a toda mi angustia, lo tatuaba con tinta de fuego en mi memoria, para asegurarse de que no lo olvidara jamás.

Me levanté más temprano de lo habitual porque cada aniversario seguía un ritual bastante estudiado. Uno que, a lo largo de los años, se había convertido en algo automático, casi enfermizo, aunque a mí me reconfortaba. No sabía exactamente en qué parte encontraba ese desahogo, pero lo hacía. Ese ritual conseguía sincronizar mi respiración, que había perdido el compás desde aquel puto día.

No me consideraba un tipo maniático, de esos que colocan la ropa por colores o ponen sus zapatos en la misma baldosa antes de irse a dormir, pero los 11 de agosto me transformaban en alguien que ni yo mismo era capaz de reconocer, y que, si no realizaba los mismos movimientos, uno a uno, podría ocasionarme una hecatombe emocional por un tiempo indefinido.

Subí la persiana y, sin asomarme siquiera para comprobar si todo seguía igual que el día anterior, fui directo a la ducha. No fueron más de diez minutos: el tiempo suficiente para desentumecerme y plantearme que, quizá, no fuera humano seguir así después de una década. Ese pensamiento se borró de mi mente nada más cerrar el grifo. Un planteamiento demasiado denso como para masticarlo y digerirlo en la fecha que era.

Me puse unos vaqueros y una camiseta negra. Dejé que el pelo se me secara sin hacer uso del secador. Cogí las zapatillas y me preparé para salir.

Abrí la puerta de casa. Me guardé las llaves en el bolsillo delantero del pantalón y llamé al ascensor. Cuando llegó, me adentré en él sin apartar el recuerdo que me abrumaba desde que me había despertado. No dejaba de rumiar esos recuerdos, y algo en mi interior me señalaba que yo mismo tampoco me daba permiso para parar de hacerlo. Una especie de masoquismo encubierto.

Una vez fuera, me monté en el coche y me dirigí al lugar donde mi dolor se expandía como si fuera una bomba nuclear y, curiosamente, mi inquietud descendía. Dolor y paz al mismo tiempo. Era, cuando menos, llamativo que un lugar así pudiera provocar sentimientos tan contradictorios. Los lugares podían ser tan diferentes en función de con qué mirada los afrontaras…

Una vez allí, mientras avanzaba por el camino, seguí la sombra proporcionada por los robles. En otro tramo hasta alcanzar mi destino, llegó hasta a mí un agradable aroma a incienso. Olores característicos de este tipo de lugares.

No duré allí mucho tiempo; al fin y al cabo, tampoco era un entorno agradable en el que permanecer más tiempo del que la emoción fuera capaz de soportar, porque mi mente no toleraba estar allí más de cinco minutos. Y eso me hacía sentir mal, incluso egoísta. Era como si una fuerza me empujara por la espalda hasta salir del recinto y coger el aire que me faltaba de manera inconsciente en ese lugar.

Parpadeé un par de veces seguidas para despejar mi mente de reflexiones que en ese momento no me llevaban a ningún sitio, y me giré con la intención de marcharme, no sin antes dedicarle un último vistazo a mi obsesión de ese día.

Mi obsesión desde hacía diez años que se amplificaba cada 11 de agosto.

Caminé sin mirar atrás, siendo consciente en ese mismo instante del calor que empezaba a apretar según pasaban los minutos, y me arrepentí de no haber cogido la gorra que mi madre me había regalado al año anterior, cuando cumplí los veintiocho, una gorra oscura con una inicial grabada en color gris. A. No hizo falta ninguna explicación. Solo una cómplice mirada cruzada entre los dos fue suficiente. Esa letra decía más de lo que queríamos saber. Un silencio para nada vacío. En absoluto. Saturado de respuestas cuyas preguntas no nos atrevíamos a formular en voz alta desde hacía unos años.

Esperé a salir del recinto para coger una barrita energética del bolsillo trasero de mi pantalón. Me la comí apoyado en el capó del coche. No me gustaba comer en su interior. Al acomodarme dentro, agradecí el aire acondicionado. Permanecí en silencio durante unos minutos, sin arrancar, mirando al frente y pensando en por qué la vida podía llegar a ser tan jodida e injusta.

2

Alice

Antes de trabajar, decidí pasarme por el Café Harmony, que estaba a un par de calles de la tienda que regentaba, para ver si una descarga de cafeína me hacía despertar del letargo en el que me encontraba desde que el despertador había decidido comenzar a sonar sin descanso. Tenía que cambiar la sintonía. Debía hacerlo. No era consciente de en qué momento me pareció buena idea esa elección de música como despertador. Ese sonido chirriaba demasiado en mis oídos.

Era un espacio muy acogedor, y aunque prefería el café preparado en casa, ese sitio me aportaba mucho más que un desayuno. Entrar en el Café Harmony era como adentrarse en un lugar secreto donde la madera abrazaba cada rincón. Las mesas de roble y las sillas con cojines cálidos te invitaban a quedarte un poco más. En esa época del año, la luz del sol se filtraba suavemente a través de las cortinas y creaba un ambiente relajado y grato. Colocadas estratégicamente alrededor del café, las plantas aportaban un toque de frescura y vitalidad. Unas macetas de cerámica albergaban helechos exuberantes que colgaban elegantemente en varios rincones para instaurar una atmósfera relajada y verde. Las mesas estaban adornadas con pequeños tiestos de hierbas aromáticas, como albahaca y menta, que no solo añadían belleza visual, sino también fragancias frescas y agradables.

La noche anterior no había sido especialmente tranquila. Y la mañana no iba por mejor camino. Prometía ser de las apoteósicas.

El día se presentaba como un augurio de una jornada calurosa, según la aplicación meteorológica de mi móvil. No llevaba nada bien el calor. Era de las que pensaban que las altas temperaturas provocaban que las personas se volvieran más hostiles e irritables. Pensándolo bien, a mí también me ocurría.

El Café Harmony estaba prácticamente lleno. Aguardé en la fila mientras, con la mirada, buscaba un sitio donde poder sentarme. Distinguí una mesa vacía al final del local, en una esquina. Un lugar apartado e íntimo era justo lo que necesitaba esa mañana. No me había retirado ni las gafas de sol: pensaba que así disimularía más mi agotamiento, igual que un niño pequeño cree que en el punto en el que cierra los ojos desaparece ante la vista de los demás. Quizá el cansancio físico pudiera esconderlo tras unas gafas de sol, pero el emocional era más difícil ocultarlo. Y mis últimos meses habían sido, cuando menos, desconcertantes.

Observé los carteles que exponían los tipos de café disponibles con unas imágenes tan realistas que daban ganas de pedírtelos todos. Pero me decidí por un café espresso.

Cuando fue mi turno, un chico joven me atendió con suma cordialidad. En una chapa de pizarra ponía «J. C.». Por un momento se me pasó por la cabeza preguntarle qué significaban las siglas. Sin embargo, un sonoro carraspeo del camarero me incitó a salir de mis reflexiones para sacar el monedero y pagar la bebida.

Busqué con la mirada la mesa «íntima» que había visto antes y, por suerte, continuaba vacía. Así que avancé con premura con el objetivo de que nadie se me adelantara. Puse el bolso sobre la mesa como si ese gesto manifestara algún tipo de pertenencia exclusiva respecto a ese lugar. En cualquier caso, posé el café y me senté, agradeciendo el aire acondicionado del local.

Eché un vistazo al móvil por si había algo importante y, tras comprobar que no había nada, cogí aire y lo expulsé con lentitud mientras contemplaba a las personas que, ajenas a mi escrutinio, ocupaban el resto de las mesas.

Entonces lo vi.

Despertó mi curiosidad una lágrima que surcaba su rostro de manera solitaria. Su ceño fruncido, la tensa línea que exponían sus labios y su miraba puesta en el infinito indicaban preocupación.

Se retiró la lágrima con el dorso de la mano y parpadeó un par de veces seguidas, como pretendiendo volver a la realidad y dejar de mostrar esa vulnerabilidad tan expuesta.

No sé si lo consiguió.

El tipo debía de tener más o menos la treintena, vestía vaqueros y camiseta blanca, y su complexión era atlética. Su pelo era moreno y corto. Las facciones de su rostro delineaban una estructura angulosa y un atisbo de barba exploraba su rostro. Pero lo que sin duda llamó más mi atención fue la tristeza que asolaba su semblante. Y no sabía por qué, pero de alguna manera empaticé con su estado de ánimo. Con lo que yo sentía. Con mi sensación de soledad. Con la percepción de estar rodeada de gente y, sin embargo, notar que esas personas se encontraban demasiado lejos de mí como para pensar que pudieran ofrecerme algo, aunque fuera una mísera palabra de aliento. Era como si cada uno de nosotros fuéramos una pequeña isla en un vasto océano humano, a veces tan alejados que incluso un simple gesto de ánimo parecía una travesía inalcanzable.

No obstante, con él fue una experiencia diferente. Podría sonar paradójico, pero experimenté una conexión tan profunda que me inspiró a querer ser la isla que finalmente le ofreciera esa palabra de aliento, aunque no precisamente a través del lenguaje verbal.

De tal manera que, si bien no solía hacer locuras de ese tipo, no pude evitar llevarla a cabo.

3

Leo

Opté por hacer una parada en el Café Harmony, ubicado en el vecindario de Meadowside, que se encontraba a tres calles de mi residencia en Arlington Park. Solía ir bastante porque quedaba a medio camino entre mi trabajo y mi piso y porque era un barrio tranquilo dentro de la locura que era Elysford; una ciudad de altos edificios y una vibrante vida urbana donde me había criado, junto a mis padres y mi hermana.

Adentrarse en ese café era como alejarse de todo el bullicio y sumergirse en una agradable serenidad, acompañada de un buen desayuno. Me gustaba el café de ese lugar. Sabía diferente. O al menos a mí me lo parecía. Casi siempre me lo preparaba un chico en cuya placa ponía «J. C.» y que frecuentaba el turno de mañana.

Ocupé una silla de madera con cojín beis junto a una mesa redonda para dos, recién limpiada por un camarero. Estaba situada en el centro del café. Desde ahí tenía una bonita vista a la calle. Dejé el café doble sobre la mesa, junto a la pequeña maceta con menta que desprendía un olor agradable. Siempre me había gustado el café intenso; me despertaba y accionaba si la noche había sido especialmente movida, por cualquier motivo, placentero o no.

Me froté la cara con las manos. Estaba agobiado. Como si me costara coger aire. Esa noche no había sido de las plácidas. Sentía el corazón encogido, y por más que intentaba llenar mis pulmones para tratar de expandirlos, sabía que no podía. Imaginaba mi corazón plegado, con pequeñas arrugas que provocaban su encogimiento. Este había envejecido demasiado pronto. Cada día se resecaba un poco más. Podía ser que se me estuviera olvidando regarlo.

El sonido que me avisaba de que me había llegado un mensaje al móvil me hizo salir de mis pensamientos. Desbloqueé el teléfono y, al ver quién era la remitente, me emocioné, cómo no hacerlo. Hasta el punto de derramar una lágrima. Solo una. Pero eso, para mí, era un triunfo teniendo en cuenta que me había convertido en el hombre de hielo en cuanto a expresar cualquier tipo de emoción. Mejor protegerte antes que acabar jodido. Más, quiero decir.

Leí el mensaje al tiempo que me retiraba la lágrima con el dorso de la mano. Era ella. Mi madre. Dos solitarias palabras se reflejaban en la pantalla: «Te quiero». Dos palabras que individualmente podían no significar nada pero que unidas lo eran todo. En ese instante lo eran todo para mí. Quizá debía estar con ella y no allí, quebrándome la cabeza a base de punzantes recuerdos. Respondí con un «Yo también te quiero», bloqueé el teléfono y lo coloqué en la mesa. Volví a frotarme la cara mientras inspiraba con fuerza para después espirar con más calma.

Me levanté un momento para pedirme un segundo café que me hiciera poder afrontar el día de la mejor manera posible, porque pintaba bastante jodido.

Cuando regresé a mi asiento, vi sobre la mesa una servilleta con el logo de la cafetería doblada en dos que antes no estaba allí.

Me senté sin perder el contacto visual con aquel papel. Lo cogí y, sin pensarlo dos veces, lo desdoblé. Encontré un pequeño texto en ella. La letra era clara, curvada, casi cursiva, con un trazo ligero de color azul.

«Perdona el atrevimiento. Es posible que cuando te haya entregado esta nota me arrepienta de haberlo hecho, pero llevo observándote unos minutos y te he sentido triste. Mi día tampoco está siendo de los mejores, y he pensado que, si te apetecía, podíamos compartirlo. Sé que no nos conocemos de nada; sin embargo, quizá eso lo haga más fácil.

Te escribo mi correo:

[email protected]

P. D.: Antes de que te lo preguntes…, no, no hago esto a menudo. De hecho, es la primera vez».

Levanté la cabeza instintivamente y miré a mi alrededor. ¿Quién podría haberme dejado ese papel sin yo darme cuenta? Vale que me había levantado a por un café y que una vez adentrado en mis pensamientos y cavilaciones podía llegar a marcharme muy lejos de donde estaba en ese momento, pero ¿tanto como para no ser consciente de que alguien se acercara a mi mesa, depositara un pequeño papel junto a mi café y se marchara? Al fin y al cabo, el mostrador estaba a apenas un par de metros de la mesa que ocupaba.

Miré en derredor en busca de quién podría ser el autor de dicha nota. Aunque, quizá, tras ponerla en mi mesa se había marchado porque sabía que después de leerla iba a buscarlo. Era previsible. Di un trago largo al café mientras miraba a través del ventanal cómo la gente caminaba hacia alguna parte ajena a todo lo que a mí me estaba pasando.

Sostuve la nota en mi mano mientras la contemplaba. ¿Quién se dedicaría a escribir notas para dejarlas en la mesa de personas desconocidas?

Era evidente que no iba a responder; mi día ya era bastante complicado como para escribirle nada a un lunático. Estuve a punto de tirar el papel, pero, como por un impulso, me sorprendí al guardármelo en el bolsillo delantero del pantalón.

4

Alice

Conocí a Cole recién cumplidos los veintidós.

Era el último día del curso en la facultad de Bellas Artes de Elysford, y una de mis amigas, Marlene, propuso acudir a una fiesta que se celebraba en una de las residencias que quedaban cercanas a la universidad.

Marlene siempre estaba al tanto de todas esas celebraciones. Me costaba entender cómo conseguía tenerlo todo tan controlado. Sin embargo, a mí me facilitaba no necesitar estar pendiente y poder centrarme en mis estudios. Me gustaba salir. Disfrutar. Alternar. Conocer gente. Y ella y yo coincidíamos bastante en ese tipo de acciones. Nos complementábamos bien. Nos encontrábamos en la veintena y teníamos claro que lo que no disfrutáramos en ese instante pasaría de largo, como las estrellas fugaces en una noche despejada, sin esperar a nadie. Ya se daría el momento de las responsabilidades, de las facturas, de pagar el alquiler o de los ajustes económicos para llegar a fin de mes.

En esa época vivía con mi abuela paterna, Eleanor. Nunca tuve una buena relación con mis padres, ni ellos conmigo. Era un sentimiento recíproco. Y la adolescencia lo ensució aún más. Podía ser que me convirtiera en una chica algo rebelde, pero a día de hoy sigo convencida de que no se comportaron bien conmigo. Porque el ser padre o madre no lleva implícito hacerlo bien. No asegura un buen trato. Y aunque entre mis compañeras no había, a simple vista, una relación familiar como la mía, yo veía cómo el apego y el vínculo entre ellas y sus familias era diferente. Había cariño, respeto, protección. A años luz de lo que mis padres tenían conmigo, y viceversa. No iba a quitarme tampoco responsabilidad en ese tema.

Una noche en la que estábamos cenando los tres en la cocina, cuando yo contaba con tan solo diez años, mi madre me confesó, ante la ausencia de mi padre, que yo no fui una hija deseada. Que en principio se plantearon poner fin al embarazo, y, tras desechar esa primera opción, darme en adopción con la justificación de que eran demasiado jóvenes. Con el paso de los años supe que mi madre confesó a una amiga que ella no había nacido para tener hijos, que yo nací demasiado pronto como para ver claro ese tipo de decisiones.

Al final desestimaron la alternativa de darme en adopción y pensaron que probarían «a ver qué pasaba». Tú no puedes probar «a ver qué pasa» con un hijo. La díada entre «hijos» y «probar» no encaja bien. Jamás podría hacerlo.

El problema no fue lo que mi madre me dijo, sino cómo lo dijo. Con una frialdad absoluta en su mirada, sin un ápice de empatía. Como dándome a entender que no fui parte de sus planes de futuro. Que sobraba en la ecuación. ¿Cómo puedes decir eso y de esa manera a una niña de tan solo diez años cuyos padres deberían ser el pilar más importante en su vida?

Quizá haberme dado en adopción hubiera sido la mejor elección. Haber creado una familia que hubiera decidido de manera consciente y voluntaria tener hijos, me quisiera y me respetara, aunque no fuera la biológica, habría sido mucho mejor que lo que viví. Nunca me pusieron la mano encima, pero en muchas ocasiones las palabras dolían más que los propios golpes. Y verbalmente me golpearon mucho. Lo peor fue que me llegué a creer todo lo que me decían: que si era torpe, que no sería nada en la vida, que con mi presencia les había cortado las alas… O lo peor de todo. La indiferencia. Indiferencia hacia mis logros. Hacia mis aprendizajes. Hacia mi presencia en sus vidas.

Había días mejores, pero nunca ninguno podía calificarse como bueno. Y es que, con esa despreocupación, me hicieron sentir invisible y tremendamente vulnerable, hasta provocar que olvidara cualquier rastro de afecto que pudiera tener hacia ellos. Di un lugar muy importante en mi vida a alguien que nunca luchó por mí. Y lo terrible fue que terminé normalizando ese trato hacia mí, y, en alguna ocasión, el dolor me hizo ponerme a su altura. Me convencí a mí misma de que era una persona inútil e incompetente. Así que me centré en los estudios. Me escondí tras un montón de libros que hacían que el tiempo pasara más rápido.

Mi padre trabajaba muchas horas en una fábrica y apenas estaba en casa, y mi madre, al estar yo a su cargo, estaba frustrada, y volcaba todo ese fracaso en mí.

Con el tiempo entendí que siempre me inscribieran en todo tipo de extraescolares: francés, arte, piano… Hasta en una ocasión estuve recibiendo clases de griego. Y es que todo valía con tal de pasar el menor tiempo conmigo. O al menos eso era lo que yo percibía, y nunca nadie me demostró lo contrario.

Me llevaban al colegio casi al amanecer y me recogían cuando el sol comenzaba a descender. Los únicos momentos que compartía con ellos eran en el desayuno y en la cena. Aunque utilizar el verbo «compartir» era una utopía, porque durante esos dos instantes solo conversaban entre ellos, no había preguntas para mí, ni reflexiones en las que pudiera participar. Y para una niña que no llegaba a los once años era algo difícil de entender. Cargué sobre mis espaldas durante mucho tiempo la culpa de haber sido un obstáculo para ellos. Ese concepto social tan machacante que no nos permite avanzar. La culpa. Durante mucho tiempo traté de complacerlos y ganarme su amor y aprobación, pero siempre era como si estuviera nadando en un océano de desinterés y desapego. Mis esfuerzos nunca fueron suficientes, y eso solo aumentaba mi sentimiento de culpa.

Así que cuando cumplí los dieciocho, ese mismo día, cogí las cosas y me marché. No me cortaron el paso. Ninguno de los dos. De nuevo esa indiferencia. Y eso escoció. Porque, aunque sepas que esa relación tenía los días contados y era insalvable, eran mis padres. Y yo, su única hija. Dejar atrás a mis padres y el entorno en el que crecí significaba cortar los lazos que me ataban a la culpa y al dolor. Pero también significaba abrir la puerta a la posibilidad de una vida diferente.

Acudí a casa de mi abuela paterna. Era conocedora de la situación y fue la primera en decirme que la puerta de su casa estaba abierta para mí cuando quisiera. Ella tampoco tenía relación ni con su hijo ni con mi madre. Nunca le pregunté por qué. Jamás sacó el tema. Pero tuve mucho que ver en aquella decisión. Las cosas a veces no salen como quieres. En esos años, ni ellos ni yo intentamos ponernos en contacto, y hacía ya diez años de eso.

La única y última vez que nos vimos fue en el funeral de mi abuela. Yo contaba con veinticuatro años cuando un fallo cardíaco se la llevó de manera fulminante. En esa época trabajaba en lo que me iba saliendo y tenía mis ahorros, aparte de que ella me había pagado toda la carrera de Bellas Artes. Me fui de casa de mi abuela y me marché en busca de un alquiler asequible. Mis tíos y mi padre querían vender la casa y repartir el dinero en herencia lo antes posible.

A Marlene la conocí en el primer curso de la carrera. Era alocada y divertida. Muy segura de sí misma. Una chica valiente. Una persona que me ayudó en muchas ocasiones. Me enseñó a quererme un poquito, porque mi autoestima estaba bajo tierra. Empecé a salir con ella, a conocer su entorno, a sus amistades. Descubrí con ella, y con mi abuela antes, que las personas te podían tratar bien. Que lo que yo había vivido no era lo normal. Pero, por mucho que lo intentara interiorizar, siempre tuve ese punto de culpabilidad de no haber permitido ser felices a mis padres con mi llegada inesperada, y esa sensación de aprobación constante ante cualquiera de mis acciones, o en mi forma de vestir o de pensar, nunca se marchó. Y lo vivía mal. Ese deseo continuo de querer agradar a todo el mundo en todos los aspectos de mi vida era agotador pero, en mi caso, necesario para poder formar parte de una sociedad.

Volviendo a la fiesta universitaria, no lo dudamos y acudimos.

Mientras bailábamos alegremente, empujé sin querer a un chico que recibió el golpe con una sonrisa. Mi cerveza dejó una gran mancha en su camisa.

Me presenté con un tímido «Lo siento» y una mirada entre avergonzada y culpable, y me respondió extendiendo la mano a la vez que decía: «Soy Cole. Cole Mathius».

Esa noche lo pasamos bien. Sus amigos se unieron a mi grupo y terminamos haciendo un círculo y danzando un baile algo ridículo en el que todos creábamos un divertido tren.

Conversamos sobre banalidades como que las fiestas universitarias eran todas iguales, que le debía el precio de la lavandería para su camisa o que la pizza con piña estaba sobrevalorada.

Propuso acompañarme a casa y denegué su invitación, emplazándolo a vernos otro día si le apetecía. Me pidió mi número de teléfono y, esa misma noche, nada más meterme en la cama, tenía un mensaje suyo preguntándome si nos veíamos al día siguiente.

Nos vimos. Fuimos al cine. Tuvo una actitud muy amable conmigo. Entramos a ver una película de acción que, aunque no era de las que más me gustaban, era lo mejor que había en la cartelera, según él. Después me invitó a cenar en un restaurante italiano y al final me acompañó a casa.

Antes de despedirnos en el portal, dijo algo, con una orgullosa sonrisa, a lo que en su momento no di mucha importancia: «Soy un chico que logra lo que se propone, y no había razón para que fuera diferente contigo». No me lo tomé como algo malo, todo lo contrario. Lo interpreté como una manera de hablar. Nada más allá.

En nuestra segunda cita me llevó a un museo; la fachada había sido obra de su padre. Arquitecto de carrera y profesión, era uno de los grandes referentes de la arquitectura en Inglaterra. Cole finalizaba ese mismo año la carrera que tanto le había otorgado a su familia. Una semana después, me besó ante el portal de mi casa. Siete días para darnos nuestro primer beso. Me gustó que me diera mi tiempo, que no forzara las cosas, aunque en algún momento tuviera que girar el rostro y poner la mejilla cuando se dirigía directo a mis labios. Me sentí cómoda descubriendo en él una persona comprensiva, cortés y prudente a pesar del patrimonio que amasaba su familia y las personas de las que se rodeaba. Quizá pequé de prejuiciosa.

Sin embargo, no todo lo que brillaba resultó ser auténtico.

5

Leo

Cuando tenía catorce años mi padre se marchó. Y lo hizo como un cobarde; por la noche y sin hacer ruido. Nada de una discusión con mi madre que provocara su portazo inminente, no. Simplemente, huyó. Nos dio las buenas noches antes de que mi hermana y yo nos acostáramos, como lo hacía habitualmente, y a la mañana siguiente ya no estaba en casa.

Al principio pensamos que lo mismo se había ido a por algo de desayunar y quería sorprendernos, aunque los detalles no eran parte de su forma de ser. Sin embargo, al ver que pasaba el tiempo y no venía, mi madre, preocupada, decidió llamarlo al móvil.

No lo cogió.

Nunca más lo hizo.

El hecho de que mi padre se largara como si nada agravó la enfermedad que mi madre sufría desde hacía poco más de cinco años, tras el parto de mi hermana. Con tan solo catorce años, me vi cuidando de mi hermana pequeña, de mi madre y de mí mismo.

Y todos sabemos que a esa edad las cosas son difíciles, o al menos así lo interpretamos en la adolescencia. Estaban conmigo o contra mí. Aunque nunca fui un niño que diera problemas.

Todavía hoy me pregunto qué cojones se le pasó a mi padre por la cabeza para marcharse como lo hizo. Cómo fue capaz de irse así, sin al menos dar una explicación que a mi madre, aunque en el momento no le hubiera consolado, con el tiempo, le hubiera justificado su empeoramiento.

A los pocos días de su abandono, unos tipos se pusieron en contacto con mi madre a través de una llamada. Mi padre les debía dinero. Al parecer, llevaba una doble vida, pero no se trataba de una relación con otra mujer, o al menos no lo sabíamos, sino con el juego. De naipes, para ser más exacto. No sabía si por mi edad, mi inexperiencia o por la falta de preocupación en temas de adultos, pero no me di cuenta. Con el paso de los años supe que mi madre sí que estaba al tanto, pero que no se imaginaba que el tema alcanzara esos extremos.

Recuerdo que mi padre solía llegar a casa a la hora de cenar, después de haber salido por la mañana, y siempre me decía que era porque había mucho trabajo en la fábrica y se quedaba a hacer horas extra. En ocasiones era cierto que hacía horas para ganar más dinero. Dinero que gastaría después en el juego. Era el pez que se mordía la cola.

Achaqué la ansiedad previa de mi madre a lo que vivió durante el parto traumático de mi hermana, pero, por lo visto, se mezclaron demasiadas mechas encendidas antes de explotar la bomba.

Entendí por qué mi madre se dio por vencida tan pronto. La relación no debía de ir bien desde tiempo atrás, sin embargo, cuando yo empecé a ser consciente fue tras el nacimiento de mi hermana, Ayla.

Mi madre estuvo de baja un tiempo por depresión; pagamos la deuda de mi padre con esos tipos y ella se reincorporó a su trabajo como limpiadora en una empresa. Por la situación económica en la que estábamos, tuve que ponerme a trabajar por las tardes, ya que por la mañana estudiaba. Repartí propaganda, lavé platos en restaurantes de comida rápida e hice fotocopias en una asesoría. Cualquier trabajo era bueno para poder aportar algo en casa.

La situación empezó a normalizarse con el tiempo, hasta que, cuatro años después, todo estalló en mil pedazos. Y parte de los míos aún siguen esparcidos en los recuerdos de aquel día.

6

Leo

Hacía una semana que me habían dejado esa nota en la mesa del Café Harmony, y no entendía por qué extraña razón la acabé guardando en la cartera. A lo largo de la semana anterior y en multitud de ocasiones me había cuestionado si responder o no a ese ofrecimiento tan peculiar.

Habían pasado también siete días desde el doloroso aniversario, y parecía que las emociones estaban menos a flor de piel. Quizá fuera más fácil dar una respuesta desde otra perspectiva menos intensa que la de aquel día, en el que mi foco estaba puesto en un único lugar y una única persona, como un imán que solo atrae un tipo específico de metal.

Había de reconocer que una de las cosas que más me llamaron la atención de esa situación, cuando menos, surrealista, era la dirección del correo electrónico a la que supuestamente debía dirigirme: «mi traviesa Lis». Esas tres palabras podrían tener una variedad de significados, y el más obvio era que la nota pertenecía a una chica traviesa llamada Lis. Sin embargo, yo no era de los que se conformaban con la opción más evidente. ¿Quién me aseguraba que detrás de ese correo no había una persona que no estaba en sus cabales? No obstante, y teniendo en cuenta que la activación de mis sentimientos estaba tan bloqueada, esa dirección despertó mi curiosidad, porque decir que intuí en mí algo de ternura me habría sorprendido incluso a mí mismo.

Estaba en la oficina, revisando documentos, cuando me levanté para buscar la tarjeta de un cliente al que debía una llamada, tarjeta que guardaba en mi cartera. Y al abrirla, la servilleta doblada cayó al suelo con la levedad de una pluma.

No sabía si había sido una señal. Podía haberlo sido. Que la nota me buscaba o que el destino quería ponerme algo delante que hasta entonces no había sido capaz de ver.

Me quedé mirando cómo descendía con ligereza. Cuando rozó el suelo, me agaché para recogerla. La abrí. Volví a leerla. Me parecía tan curiosa esa manera de mantener un primer contacto con alguien… Me apoyé de espaldas al escritorio y, mirando la nota, analicé su contenido. Afirmaba que era la primera vez que realizaba ese tipo de contacto con alguien, se disculpaba al empezar por su atrevimiento; por lo visto, me había observado en el momento en el que recibí el mensaje de mi madre, y su día tampoco estaba siendo de los mejores. Aparentemente, no era una redacción inconexa, en cuanto a que había coherencia en sus palabras. Y luego, esa dirección de correo electrónico al parecer tan personal. Durante unos minutos me debatí entre responder o no: al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Pese a ello, quienes me conocían bien, que no eran muchas personas, sabían que lo de las habilidades sociales no era una de mis fortalezas, y no porque no las manejara bien, sino porque las evitaba.

Con todo, al final me pudo la curiosidad y terminé escribiendo a esa dirección. Tecleé midiendo mis palabras y siendo consciente de lo que escribía y, en consecuencia, quedaría grabado en el correo. No solía dejar nada al azar.

«Buenos días. No sé muy bien cómo empezar un mensaje cuando no sé a quién estoy escribiendo. Solo quiero informarle de que leí la nota y que agradezco su preocupación».

Puse el teléfono a un lado de la mesa y la rodeé hasta llegar a la silla para acomodarme y continuar con mis tareas laborales. Tenía algo de trabajo acumulado, así que, aunque mis pensamientos seguían en aquel mensaje, conseguí concentrarme.

No habían pasado ni veinte minutos cuando mi móvil vibró, mostrando en la pantalla que había recibido un correo. Miré por encima el asunto y vi que era la respuesta al mensaje que yo había mandado.

Dudé entre leerlo o no, pero me pudo la curiosidad. De tal manera que dejé de lado el documento en el que me encontraba trabajando, cogí el teléfono y abrí el correo.

«Buenas tardes. He de decir que me sorprende y alegra a partes iguales haber tenido una respuesta por tu parte. Así, pensándolo en frío, me siento un poco avergonzada por el atrevimiento. Pero me alegra que haya surtido efecto. Mi nombre es Alice».

Alice.

Una mujer se escondía tras esa nota. O al menos el nombre era femenino. O quizá alguien se hacía pasar por otra persona, como ocurría bastante a menudo en el mundo de las redes sociales. Esconderse detrás de una pantalla estaba más de moda de lo que nos gustaría. No obstante, si Alice resultaba ser real, si existía una mujer con ese nombre detrás de ese correo, ¿sería posible que «Lis» fuese un diminutivo? ¿Podría ser esa la razón del nombre del correo?

Dos toques en la puerta de mi despacho me hicieron salir de mis cavilaciones.

—Adelante.

Era Kevin, mi compañero de trabajo y mejor amigo.

—Buenos días, Leo. —Se quedó mirándome mientras fruncía el ceño—. Tienes una cara de sueño de cojones. ¿Una noche movidita? —Alzó las cejas un par de veces con gesto divertido.

—¿En serio eso es lo mejor que se te ocurre decirme después de «buenos días»?

—Tienes razón, no te relacionas ni con el gato que vive contigo. Eso descarta una noche de desenfreno sexual.

—Te agradezco tus adorables palabras.

Se rio ante mi comentario. Kevin y yo éramos amigos desde la universidad, y no tenía filtro. Era padre de una niña de un año y se había casado hacía algo más de tres. Era de las pocas personas a las que permitía entrar en mi vida.

Soltó un par de carpetas sobre la mesa. Me confirmó que la reunión programada se llevaría a cabo según lo previsto y se marchó. Pero antes de cerrar la puerta dejó su último y envenenado comentario:

—Oye, mi mujer tiene un antiojeras cojonudo. Luego te paso el enlace. —Cerró la puerta y seguí escuchando su carcajada fuera de mi despacho.

Sonreí. Kevin era… Kevin.

Miré el móvil que descansaba a un lado de la mesa y, al otro lado, las nuevas carpetas. Debía seguir trabajando o se me acumularía mucha más faena.

Quizá respondiera al correo más tarde.

7

Alice

Estaba en mi tienda taller trabajando en una nueva escultura cuando recibí el mensaje de aquel chico al que la semana anterior había visto llorando en la cafetería. No confiaba en que, después de ese tiempo, respondiera, pero me pareció, cuando menos, valiente por su parte reaccionar ante una nota de alguien desconocido. Su respuesta era seria y educada. Breve. Clara. Concisa. De usted. Sin embargo, ya fue más de lo que me esperaba. Había sido muy atrevida escribiéndole esa nota. Jamás había hecho algo así.

Nunca.

Con nadie.

Pero me pudo el impulso. Fue como una corazonada que sabes que no puedes dejar pasar. Una intuición. No sabría muy bien cómo explicarlo porque lo que hice, visto desde fuera, no fue muy normal. Siempre me había preguntado dónde estaba el límite entre lo normal y lo anormal. Todo era cuestión de perspectiva y puntos de vista. Tal límite no existía. Dependía de nuestras vivencias y nuestra experiencia personal.

Tuve que lavarme las manos antes de coger el teléfono; estaba trabajando en mi última escultura y las tenía manchadas de virutas de madera y polvo. Me había enfrascado en una nueva colección basada en el arteterapia. Una manera de buscar el bienestar a través del arte. Elegí la madera, el cristal y los colores como puntos fuertes de mis nuevas producciones.

Llevaba tiempo buscando algo que me llenara en lo laboral y en lo emocional, y eso me estalló como una bomba en la cara.

Lo había comentado con la señora Walsh, mi vecina, casera, mejor amiga y confidente.

—Si es lo que te va a hacer sonreír de nuevo como lo hacías antes, hazlo, mi niña. Tal y como te brillan los ojos, según me lo estás contando, estoy segura de que será algo muy especial para ti —me animó la señora Walsh, a la que de manera cariñosa llamaba Nana.

A Cole preferí no contárselo. No estábamos en nuestro mejor momento. Se pasaba las tardes nervioso, enfadado y volcando sus frustraciones en mí. Pero yo debía estar ahí para él. Al fin y al cabo, yo vivía en su casa. Era lo menos que podía hacer.

Podía ser que la discusión que habíamos tenido la noche anterior en relación a mi futuro profesional, algo que le preocupaba mucho, me hubiera empujado a escribir la nota que dejé a aquel desconocido. Quizá empaticé con él, y, con esas palabras plasmadas en una servilleta, intenté hacerle sentir un poco mejor; posiblemente, porque había proyectado algo que me hubiera gustado recibir a mí.

Me senté en un pequeño sofá que tenía en la trastienda y respondí al correo sin pensar mucho las palabras. Al fin y al cabo, solo era un mensaje a alguien que no me conocía de nada, al que me había presentado de manera extraña por un impulso de enajenación emocional pasajera. Además, después de una semana, pensaba que no volvería a saber de él.

Ese día se me hizo tarde en el taller; estaba ultimando el boceto de una lágrima de cristal y madera y se me pasó el tiempo volando. En el momento en el que me enfrascaba en mis producciones perdía el sentido y la noción del tiempo y no veía más allá de mi propia inspiración. Era una sensación tan placentera que llenaba los huecos de mis carencias emocionales.

Cole me llamó en muchas ocasiones para ver dónde estaba y cuándo iría a casa. Era algo que él hacía habitualmente. Sin embargo, era curioso que después de la discusión que habíamos tenido la noche anterior y lo enfadado que se mostró conmigo me hablara como si nada hubiera pasado. Aunque si eso significaba que, cuando llegara a casa, me lo encontraba más tranquilo, lo prefería. No le dije que estaba en el taller. Era algo que me guardaba para mí, por las consecuencias que pudieran derivar de confesárselo. Y mucho menos después de las palabras que me había dedicado la noche anterior en cuanto al futuro que el arte podía proporcionarme. Para él, nada. Cero. Era una pérdida de tiempo gastar mi vida en algo como eso. Aun así, tenía que valorar que se preocupara por mí.

Salí de la tienda taller sobre las nueve y media de la noche, y, según caminaba hacia el coche, el móvil emitió un sonido que me dio a entender que me había entrado un correo. Debo reconocer que me puse algo nerviosa al pensar que podría ser del chico de la cafetería. Estaba tan sumergida en mi rutina que cualquier cosa que saliera de ella me generaba esa placentera sensación. Algo que me hiciera despertar del letargo rutinario y apagado de mi día a día.

Saqué el teléfono del bolso y lo desbloqueé. Mi mirada buscó enseguida el remitente del mensaje: [email protected]. Ese era su correo.

Lo abrí y, de manera inconsciente, sonreí.

«Encantado de conocerla, Alice. Siempre y cuando quien haya tras la pantalla sea alguien a quien corresponda ese nombre. Desconfiado. Sí. Lo soy. Me presento: soy Leo».

Su respuesta me pareció de nuevo seria, correcta, cordial. Sin un punto o una coma que pudiera hacer de ese correo algo más que un puro intercambio de palabras. Sin embargo, me alegré al haber tenido noticias suyas. Así que me apoyé en el capó de mi coche y comencé a teclear una respuesta, de nuevo, sin darle muchas vueltas antes.

«Buenas noches, Leo. Lo primero de todo, por favor, no me llames de usted: me hace parecer mayor, e intento pensar que aún no lo soy. Segundo, sí, mi nombre es Alice; al otro lado de esta extraña manera de conocernos hay una chica cuyos padres decidieron que sería un buen nombre para su única hija. Y tercero, en tu vaso en el Café Harmony vi que ponía Leo, pero no quería usar tu nombre en el primer correo a riesgo de parecer una acosadora. Aunque creo que ya es demasiado tarde para eso. Me pareció que tenías un mal día, el mío tampoco estaba siendo de los mejores y brotó mi vena tierna y, a veces, inconsciente. Espero que no te molestara. No te sientas mal por ser desconfiado; de alguna manera, todos lo somos. Además, mi abuela siempre me decía que la desconfianza y la precaución eran los padres de la seguridad».

Le di a enviar y me apoyé en el coche por si acaso lo leía en ese momento y me respondía. Entré en Instagram para mirar las últimas historias de las personas a las que seguía y, nada más iniciar la aplicación, emergió una ventana en el móvil que me avisaba de la llegada de un nuevo correo.

Leo.

«Jamás había visto la desconfianza de ese modo. Tu abuela era sabia. Me hace sentirme menos culpable ante el escepticismo que me provoca todo lo que me rodea. Espero que tu día mejorara, Alice».

Un cosquilleo me recorrió la espina dorsal al leer mi nombre al final de su correo. De repente, con ese gesto, se había vuelto algo más personal. Por desgracia, ya no podía compartir con mi abuela que era una persona sabia, aunque en vida se lo dije en multitud de ocasiones.

No dudé en dar una respuesta a su reflexión. Al fin y al cabo, era prácticamente la única persona con la que había hablado ese día, aparte de Cole y Nana.

«Todas las palabras tienen mucho que ver con la perspectiva, ¿no crees? En cuanto a mi día, bueno, no sé si mejoró, pero intenté no darle muchas vueltas; probablemente, habría terminado mareada. Hasta el otro día parecía que vivía en el día de la marmota. Día tras día lo mismo. Pero mi vida laboral me tira siempre un salvavidas al que sujetarme».

Esperé un momento a ver si Leo respondía, pero, al ver que no lo hacía, opté por ir a casa de Nana antes de coger el coche y marcharme. Estaba tan ilusionada por cómo me había quedado la pieza que acababa de diseñar que deseaba contárselo y mostrarle el boceto, y, para qué mentir, también estaba un tanto emocionada por que el chico triste de la cafetería me hubiera respondido.

Conocí a Nana cuando, con apenas veinticuatro años, me alquiló un apartamento. Ella vivía en el mismo edificio, en el primero, y arrendaba el tercero. Era un bloque antiguo, con apartamentos no muy grandes, pero en esa época no podía permitirme nada más caro. Y ella lo alquilaba a buen precio, no porque necesitara el dinero, sino porque decía que no quería tenerlo cerrado y lleno de polvo.

El día que me mudé nos vimos en el vestíbulo del edificio. Cuando me presenté allí con mi solitaria maleta y un bloc de dibujo bajo el brazo, ella salía con el carro de la compra. Vestía una amplia blusa blanca con botones color oro y una falda oscura que tapaba parte de sus rodillas, medias de calcetín color carne y unos zapatos planos oscuros que parecían bastante cómodos. Me llamó la atención el color rojo de sus labios. Unos labios finos enmarcados por suaves arrugas que dejaban entrever el paso del tiempo. Empastaban perfectamente con el blanco de su pelo. Corto. Algo ondulado. Escaso. Peinado hacia atrás.

—Buenos días —le dije.

—Buenos días, hija.

—¿Es usted la señora Walsh?

—Alice Hale, ¿verdad?

—Así es. —Y le tendí la mano para estrechársela—. Encantada de conocerte, hija.

Pero no me cogió la mano, sino que se acercó a mí para posar dos delicados besos en mis mejillas.

—Mira, aquí tienes las llaves —dijo mientras las sacaba del bolso—. Sube a ver que todo esté bien. No quiero demorarme mucho, querida, porque la pescadería se llena rápidamente y luego me lleva mucho tiempo. ¿Te importa?

—En absoluto. Adelante, por mí no se preocupe.

Me eché a un lado para que pudiera pasar y me lo agradeció con una tierna sonrisa. Un gesto amable que me transmitió mucha ternura. Al pasar junto a mí, un ligero aroma afrutado me inundó las fosas nasales.

—Que tengas un buen día, hija —dijo según salía.

—Igualmente, señora Walsh.

—Llámame Nana. «Señora Walsh» me hace más vieja —relató mientras se encaminaba al exterior.

Sonreí.

—Lo haré.

Esa misma tarde la señora Walsh me sorprendía llamando a mi puerta para entregarme unas galletas de canela recién hechas en un tupper transparente de cristal y tapa roja. El aroma traspasaba el vidrio. Se lo agradecí y ella me respondió que me las comiera, que estaba en los huesos.

Desde ese día Nana y yo fuimos inseparables.

Fue la culpable de que me interesara por el mundo de la repostería y de que cogiera unos kilos de más que no me vinieron nada mal. Llegué al edificio bastante tocada física y emocionalmente. Al final, estas cosas van de la mano. La muerte de mi abuela y el hecho de verme de un día para otro en la calle me desestabilizó, como le pasaría a cualquiera que hubiera vivido mi situación.

—¡Nana! ¡Mira, quiero enseñarte el boceto que he terminado hoy! —Me adentré en su casa como un huracán tras abrirme ella la puerta.

—Qué contenta vienes, hija —respondió mientras cerraba.

—Huele a…

—Verduras al horno. ¿Te apetece comer algo?

—No, no te preocupes —respondí, abriendo emocionada mi bloc de dibujo—. Te muestro esto y me marcho. Es probable que Cole haya llegado ya y esté preparando algo.

—Seguro que nada saludable —gruñó—, que ya os conozco yo a los jóvenes.

Nana no tenía hijos, nunca los tuvo. Su marido había fallecido hacía siete años y desde entonces vivía sola en su casa. Al fallecer el señor Walsh, sus sobrinas le propusieron que ingresara en una residencia; ella se plantó y les puso claro que hasta que no pudiera valerse por sí misma no iba a irse a ninguna parte. Y era cierto que ella se gestionaba perfectamente, pero la vida en muchas ocasiones te aplastaba con su inevitable realidad, y aunque se conservaba muy bien, no dejaba de tener ochenta y dos años. Ambas nos cuidábamos mucho. Yo era su única familia, y ella era la mía.

—No seas mala, sabes que Cole cocina bien. —Sonreí vagamente.

—Ven al sofá, no te quedes ahí de pie. Además, hoy me duelen las piernas: creo que va a cambiar el tiempo.

Para eso ella era como tener a la mujer del tiempo en persona. Si le dolían las piernas, ya podía haber cuarenta grados a la sombra en la calle que lo más probable era que, al día siguiente, lloviera.

—Recuérdame que mañana me lleve el paraguas al taller.

Ella sonrió con condescendencia.

Extendí el boceto y lo coloqué frente a ella para que lo viera. No podía parar de sonreír; me sentía realmente orgullosa de ese dibujo, y yo no era precisamente una persona que me diera palmadas en la espalda cada vez que me parecía que hacía algo bien. «Autoexigencia» podría haber sido mi apellido.

Nana ladeó la cabeza como para verlo desde otra perspectiva y se colocó las gafas, que colgaban de un cordón de plata de su cuello.

—¿Te gusta?

Se quitó las gafas y me devolvió la mirada.

—¿Te gusta a ti?

—¡Sí, claro! ¡Me encanta!

—Entonces a mí también.

—No, eso no vale, Nana. Siempre me dices lo mismo. —Le cogí la mano—. Venga, va. Ponte las gafas de nuevo, obsérvalo y me dices qué es lo que ves.

—Está bien —suspiró. Repitió el mismo ritual y frunció el ceño para después despejarlo. Achinó los ojos para enfocar mejor—. Veo colores. Aquí, rojo; este otro, verde —señaló con el dedo—, y este…, azul, ¿verdad, hija?

—Así es.