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Marta, una joven artista de espíritu libre, vive entre pinceles y copas, trabajando en una discoteca mientras lucha por hacerse un nombre en el mundo del arte. Aunque parece tenerlo todo bajo control, guarda un secreto que la atormenta: pesadillas recurrentes que la dejan exhausta. Lucas, un atractivo y prometedor fotógrafo con la reputación de ser un iceberg, llega a Madrid por trabajo y termina compartiendo piso con Marta, la mejor amiga de su hermana. ¿Qué podía salir mal? Pues, al principio, todo. Entre bromas irónicas y miradas intensas, Marta y Lucas descubren que tienen más en común de lo que pensaban. Su amor por las series crea momentos divertidos y relajados donde las barreras comienzan a romperse. Lucas, decidido a proteger a Marta de sus pesadillas, empieza a derretir su propio corazón helado. Y Marta, con su calidez y humor, empieza a desarmar las defensas emocionales de Lucas. ¿Quién sería capaz de afirmar que el hielo no se derrite con una buena pizza barbacoa?
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Seitenzahl: 385
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Primera edición: diciembre de 2024
Copyright © 2024 María Beatobe Landrove
© de esta edición: 2024, Ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-70-7
BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografías de cubierta: Ciphercelestial269/Graphics4U/Freepik
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
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Epílogo
Capítulo extra
Agradecimientos
Contenido especial
Para mi hermana Elena y mi hermano Roberto.
Gracias por no soltarme la mano nunca.
Cuando los recuerdos pesan
Marta
No pensaba que una persona podía morir y resucitar en la misma noche.
Aquella tarde el cielo amenazaba con una tormenta de verano. Desde la ventana de mi casa, sin cortinas que ocultaran mi intimidad, observaba cómo las primeras gotas, deslizándose sin rumbo aparente, resbalaban por el cristal.
Me sentía como esas gotas, sin un lugar al que pertenecer. Solo los recuerdos me mantenían anclada, evitando que me ahogara en la realidad abrumadora que me rodeaba.
Esa casa era el único sitio donde me sentía parte de algo, pero las circunstancias y el murmullo constante en mi mente todas las noches me habían obligado a tomar una decisión difícil de asimilar en tan poco tiempo.
Sabía que lo que sucedería al salir por esa puerta dolería, pero no tanto como quedarme ahí.
Puse la mano abierta sobre el cristal, percibiendo cómo el frío recorría mis dedos. Cerré los ojos y por un instante me transporté a una realidad paralela, donde era una niña feliz, donde nada malo podía pasarme. Pero la realidad me golpeaba, echándome en cara que nada volvería a ser como antes, que la sonrisa de esa niña despreocupada había desaparecido hacía años.
Me giré, suspiré y miré a mi alrededor. Un montón de cajas apiladas en el centro del comedor, mis últimos cuadros pintados y un caballete eran las únicas cosas que me acompañarían a mi nuevo destino.
El resto estaba vacío.
Mi corazón, también.
Ni adornos ni muebles que pudieran hacer visibles momentos que jamás se escaparían de mi mente, aunque quisiera, porque, inconscientemente o de manera voluntaria, no se lo iba a permitir.
El silencio como único compañero de piso. A priori no me parecía tan mala idea.
A largo plazo no era una buena opción.
Estaba claro que no podía seguir viviendo en esa casa. Las imágenes que se reproducían en mi cabeza hacían que pasar los días allí fuera cada vez más complicado.
Por eso tenía que marcharme, y ese iba a ser el día, tras noches sin dormir intentando buscar otra solución que no fuera la más cobarde. Huir.
Había valorado muchas opciones para mudarme, desde buscar una habitación y compartir piso hasta irme al pueblo con mis abuelos, donde las posibilidades laborales se contaban entre una y ninguna. Sin embargo, tenía la sensación de que estaba dejando opciones de lado para salir corriendo de allí y evitar todo lo que me transmitía ese piso. Sentía miedo de que esas cuatro paredes pudiera engullirme como un tornado y que los recuerdos terminaran agobiándome hasta perder el aliento.
Pero una tarde, mientras nos tomábamos un café, mi mejor amiga, Cris, me contó que le habían ofrecido en el trabajo hacer una formación en Londres para perfeccionar el inglés y que, en el caso de que decidiera continuar allí su vida laboral, podría hacerlo en Chelsea.
Ella vivía sola y era una persona bastante solvente debido a su trabajo como responsable de publicidad en una prestigiosa multinacional del mundo de la joyería. Cris siempre había tenido un ojo increíble para las tendencias y una habilidad innata para conectar con la gente, lo que la había encaminado a escalar rápidamente en su carrera. En poco tiempo había pasado de ser una becaria más a ocupar un puesto de gran responsabilidad, donde se encargaba de diseñar y coordinar las campañas publicitarias que definían la imagen de la marca de forma global. Era una máquina.
Cuando le expliqué mi situación, no dudó en ofrecerme una habitación en su casa. Yo tenía pocos ingresos, y, al saberlo, Cris insistió en que no quería que le pagara nada de alquiler. Le agradecí enormemente el gesto, pero no me sentía cómoda de gratis. Así que, después de discutirlo un poco, acordamos que le pagaría algo simbólico, una pequeña cantidad que, evidentemente, no se comparaba con el valor real del alquiler. A Cris lo que realmente le interesaba era que el piso no se quedara cerrado mientras ella estaba fuera, y yo, a cambio, tenía un lugar maravilloso para vivir sin agobios financieros ni personales y sin todos los recuerdos que me transmitía mi casa.
Necesitaba cambiar de entorno, y ya no era una opción: se había convertido en una necesidad. Mi salud empezaba a depender de marcharme o permanecer allí.
Fue todo muy rápido. En apenas un par de semanas estaba con todo recogido para mudarme a casa de Cris y empezar de cero.
Mi amiga se las arregló para que algunos de sus conocidos vinieran a ayudarme con la mudanza en una furgoneta. Si alguien tenía contactos, esa era ella. Extrovertida, simpática, inteligente y atractiva. Una mujer luchadora que nunca se dejaba vencer por un no y que siempre mantenía sus objetivos claros. Todo lo contrario a mí. Antes me consideraba tímida, insegura y bastante normalita. Pero con el tiempo y las experiencias de la vida, me había vuelto un poco menos retraída y había empezado a confiar un poco más en mí misma. Por entonces descuidaba un poco mi aspecto, pero tampoco era algo que me preocupara demasiado. Y no lo veía como algo negativo: simplemente era una etapa diferente. Antes de lo que… ocurrió, yo solía ser como Cris, pero la vida me había golpeado tan fuerte que aún estaba tratando de recuperarme. Aunque había cambiado, prefería la comodidad, una coleta alta y tal vez un poco de maquillaje ligero. Mi estado emocional también se reflejaba en mi aspecto externo.
Solo me arreglaba de verdad para ir a la discoteca en la que trabajaba como camarera los fines de semana. Era como una especie de rutina no escrita, una norma tácita que seguía sin cuestionar. Quizás era porque allí me sentía un poco más segura de mí misma, como si el maquillaje y la ropa especial fueran una armadura que me protegía de las miradas y los juicios externos. Aunque fuera solo por unas horas, aquel momento frente al espejo me daba una sensación de control, una pequeña dosis de la confianza que tanto necesitaba. Parecía que, al ponerme aquella máscara de maquillaje, también pudiera ocultar un poco las cicatrices emocionales que aún no habían sanado del todo.
Había quedado con los transportistas a las cinco y aún faltaba media hora para que llegaran, así que me senté en el suelo, me encendí un cigarro y expulsé el humo de la primera calada mirando hacia los cuadros que había pintado, que estaban apoyados sobre las paredes blancas del piso.
Entre ellos había uno muy especial para mí, demasiado: lo había pintado mi madre seis años atrás. Mostraba una figura desnuda de mujer, de perfil, difuminada entre tonalidades azules, naranjas y amarillas.
Ambas compartíamos el a mor por la pintura, y disfrutábamos rellenando lienzos en blanco. Ella era más de figuras humanas y paisajes; mi instinto tiraba más por los colores vivos y un arte más abstracto.
Aún recuerdo el día que jugamos a pintar algo que a cada una nos supusiera salir de nuestra zona de confort. Fue tan divertido… Ella se dedicó a lanzar brochazos sin sentido de diferentes colores mientras se reía diciendo que se sentía ridícula, al tiempo que yo intentaba pintarla a ella. Imposible. Para mí era muy difícil definir una figura en un lienzo con la maestría con que mi madre lo hacía. Parecía fácil cuando ella, de manera tan concentrada, trazaba líneas aparentemente inconexas hasta dar forma a su objetivo.
En una exposición que hice puse en venta el único cuadro suyo que aún conservaba, previa petición de ella, pero cuando un señor vino dispuesto a comprarlo, dinero en mano, me di cuenta de que no quería deshacerme de él. Se lo expliqué al hombre lo mejor que pude, sintiéndome avergonzada por aquel retroceso en mi decisión, y aquel señor lo entendió, no sin antes aconsejarme que la próxima vez me lo pensara antes de exponerlo.
Desde ese día, ese cuadro no salió de mi casa a ninguna otra exposición.
La media hora pasó muy rápido, y a las cinco en punto sonó el timbre del telefonillo, lo que hizo que me sobresaltara y saliera de forma abrupta de mis pensamientos.
Vinieron dos chicos que muy amablemente me ayudaron a cargar las cajas. No eran demasiadas, pero en mi coche no entraban, ya que mi Ford Fiesta no daba para más. Tras contarles mi situación a mis abuelos, me propusieron guardar los muebles más grandes en su casa, en el pueblo. Los distribuirían y así yo no tendría que tirarlos, regalarlos o venderlos. Y menos mal, ya que me hubiera costado mucho desprenderme de ellos.
En un solo viaje trasladamos todos los bultos hasta casa de Cris. Esa noche cenaríamos juntas en su casa, y así nos despediríamos, ya que ella se marchaba al día siguiente por la mañana rumbo a Londres.
Entre cuadros y cigarrillos
Marta
Una vez descargado todo, quise invitar a los chicos a que nos tomáramos algo en el bar de abajo, con el fin de agradecerles el esfuerzo sin cobrarme nada, pero declinaron mi invitación muy amablemente porque tenían otro encargo después del mío.
Cris regresaría más tarde, así que me dirigí a la que sería mi nueva habitación y empecé a sacar mi ropa para guardarla en el armario. No era una chica a la que le interesara especialmente la moda. Lo que sí me gustaba era ir a los mercadillos. Sobre todo a uno que se llevaba a cabo los domingos cerca de donde vivía. Disfrutaba mientras recorría los puestos con calma, observando lo que se vendía y siendo consciente del gran trabajo que comprendía todo lo artesanal. Quizá mi aprecio por este tipo de trabajo proviniera en parte del tiempo que había dedicado a pintar cuadros. Entendía bien la paciencia, la dedicación y la concentración que cada pieza requería. De vez en cuando me detenía y acababa entablando conversación con los artesanos.
Los fines de semana solía trabajar en una discoteca del centro de Madrid, para ganarme la vida, porque por desgracia la venta de cuadros no me daba para tener un sueldo fijo todos los meses. Siempre había sido una chica bastante previsora, y tenía unos ahorros que me dejaban acabar el mes sin demasiados agobios, aunque lo que tenía guardado no duraría para siempre, así que tenía que empezar a ponerme las pilas.
Para mí trabajar en la discoteca era toda una bendición. Desde hacía unos años tenía pesadillas frecuentes y, en general, dormía pocas horas. El ambiente activo y enérgico de la discoteca me mantenía despierta y alerta. Era un suplicio encarar el sueño todas las noches. Mis pesadillas eran una parte complicada de mi vida. Con asiduidad eran intensas y muy reales, y hacían del sueño una experiencia desafiante y agotadora. Las noches se convertían en un campo de batalla donde luchaba contra mis propios miedos y demonios internos. Era insufrible. Pero incluso en medio de la oscuridad las velas de sándalo, mis favoritas, seguían ardiendo, haciéndome ver que la luz siempre estaba presente, incluso en los momentos más oscuros.
La habitación que ocuparía en casa de Cris era bastante amplia y luminosa, algo que agradecí, ya que para mí era importante que el cuarto tuviera mucha luz. Bastante oscuridad había ya dentro de mí.
Al entrar, había un armario empotrado a mano derecha con puertas correderas de madera que hacía juego con un pequeño escritorio, y a la izquierda quedaba una cama de matrimonio con una colcha floreada de la misma tela que las cortinas. La decoración no me gustaba mucho, pero era temporal, y de primeras estaba bien para empezar. Las paredes eran blancas y estaban desnudas, sin ningún cuadro ni una foto. Mi cabeza empezó a imaginar cuadros ocupando esas paredes y sonreí.
No tenía nada que ver con mi anterior habitación, una estancia llena de color y recuerdos en forma de imágenes pinchadas sobre un corcho. En mi antiguo cuarto tenía en la pared un par de cuadros que había pintado yo misma que le daban un toque de color y vida al lugar. Cada pincelada era como un pedacito de mi ser plasmado en lienzo, una expresión de mis sentimientos y pensamientos más profundos. Y las velas, nunca faltaban las velas, que inundaban mi habitación siempre con un mismo aroma: el sándalo. Su fragancia envolvía el aire, creando un ambiente acogedor y tranquilizador que me abrazaba al entrar. Más allá de ser simplemente agradable, era un olor que de alguna manera me definía y que tenía el poder de calmar mis nervios y aliviar mi mente cuando había tenido un día difícil.
También tenía una estantería repleta de libros entre los que me encantaba bucear y vivir diferentes vidas, títulos que me hacían evadirme de la realidad y creerme protagonista de escenas que me sacaban una sonrisa y me provocaban un vuelco en el estómago. Por muy agotada que estuviera después de una larga noche en la discoteca, siempre hallaba consuelo y entretenimiento en sumergirme en las páginas de un buen libro. Pero también me gustaba leer revistas relacionadas con la pintura, o sobre museos, y soñar que en algún punto de mi vida mis cuadros pudieran estar presidiendo alguna de las salas de algún museo importante.
Me acordé de un libro en particular que había capturado mi atención de principio a fin: Mujercitas. Lo que más me fascinaba de esa obra era una frase que se repetía a lo largo de sus páginas y que se quedó grabada en mi mente: «Ser valiente no significa no tener miedo, sino actuar a pesar del miedo». Esas palabras, escritas por Louisa May Alcott, me recordaban la importancia de enfrentarme a mis temores y seguir adelante, incluso cuando la incertidumbre amenazaba con paralizarme. Que era en muchas ocasiones.
Esa frase se convirtió en mi mantra, en mi memoria constante de que el miedo no debía detenerme en mi camino hacia mis metas y sueños. Cada vez que me sentía insegura o dudaba de mis capacidades, recurría a esas palabras como una fuente de inspiración y fortaleza, aunque a veces el miedo podía más que yo, me ganaba el pulso con demasiada ventaja y eso me hacía sentir débil, vulnerable, triste.
Empecé a colocar la ropa tranquilamente en ese armario que, nada más abrirlo, emanó un fuerte olor a naftalina. Estaba emocionada por respirar otro aire, otro entorno, y de compartir piso con Cris cuando volviera de su viaje. Mientras ella estuviera ausente, viviría sola, pero ya estaba acostumbrada, así que tampoco me suponía un problema, todo lo contrario: era una persona que disfrutaba de la soledad elegida, de poder concentrarme en mi pintura y en mis objetivos, de ver una película tumbada en el sofá, mientras me fumaba un cigarro y bebía una cerveza. Podía parecer algo egoísta, pero estaba en un momento de mi vida en el que no necesitaba nada más. O al menos eso quería creer. Tenía mis escarceos con chicos, pero sin más implicación personal que acostarnos de vez en cuando.
Cuando llevaba colocada casi la mitad de mi ropa oí que se abría la puerta de casa.
—¡Compañera! —escuché a Cris desde la entrada.
Automáticamente una sonrisa surcó mi cara, y solté sobre la cama la falda que tenía entre las manos. Corrí al salón y allí estaba ella, preciosa como siempre. Esa era mi amiga en todo su esplendor. Imaginad a una chica rubia con corte de pelo Bob, un estilo que le sentaba tan bien que estaba segura de que había sido diseñado exclusivamente para ella. Su cabello rubio caía con gracia alrededor de su rostro, lo que añadía un toque de sofisticación a su apariencia juvenil.
Lo que más me llamaba la atención eran sus ojos azules. Cada vez que los miraba, sentía su mundo lleno de energía y vitalidad. Y esos labios que siempre estaban curvados en una sonrisa amable. La iba a echar tanto de menos cuando se fuera…
Con sus piernas interminables y esa elegancia que parecía sacada de una pasarela, Cris destacaba en cualquier sitio como una estrella en un cielo despejado. Pero lo que de verdad la hacía única era su gran corazón. Siempre lista para dar consejos, escuchar tus dramas y soltar un chiste para alegrarte el día.
—Bienvenida a tu nuevo hogar —me saludó envolviéndome en un gran abrazo.
—Gracias, mi rubia —le expresé de la misma manera.
—¿Qué tal se han portado César y Carlos con tu mudanza? —preguntó mientras se dirigía al sofá y se quitaba los zapatos de un puntapié con cada paso. Se sentó y se encendió un cigarro mientras me ofrecía otro.
—¡Muy bien! Demasiado bien diría yo —respondí mientras lo aceptaba—. Pero no me han dejado ni invitarlos a nada, ¡han salido de aquí despavoridos!
—Sí, es que les dije que no se entretuvieran, que tenías muchas cosas que hacer. —Exhaló el humo.
—¿En serio? ¿Los pobres me hacen la mudanza y tú les dices que se vayan corriendo nada más acabar? —Le tiré un cojín.
—Bueno —lo agarró al vuelo—, digamos que me debían un favor. —Alzó las cejas divertida un par de veces.
Esbocé media sonrisa.
—No te habrás acostado con ellos… —aventuré.
—Con los dos. Pero no digas nada, que entre ellos no lo saben.
Cris tenía esa genial habilidad de sorprenderme siempre con algo nuevo contándomelo como si no tuviera importancia.
Nos conocimos en el instituto, y desde entonces nos hicimos inseparables. Y vaya por delante que nuestra primera conexión fue una escena digna de película adolescente. Estábamos en una fiesta del instituto, de esas donde el dj pone la música tan alta que sientes que te van a explotar los tímpanos. En medio del jaleo un tipo decidió que yo era su presa de la noche y se puso a intentar ligar conmigo con más insistencia que un vendedor de seguros. Yo ya estaba a punto de salir corriendo cuando llegó mi heroína, Cris, para salvarme de aquel buitre disfrazado de chico guay que «en teoría» solo quería que bailáramos juntos. Lo que ocurrió fue que ambos teníamos un concepto diferente de «bailar juntos». Y «arrimar cebolleta» no era el mío.
Cuando Cris me rescató sentí un alivio tremendo. Le debía una, así que le ofrecí un cigarrillo y le propuse que saliéramos a tomar el aire.
Nos escapamos del bullicio y encendimos nuestros cigarros. Mientras soltábamos el humo, empezamos a hablar de nuestras batallitas, de esas veces incómodas en las que nos había tocado defendernos solas. Resultó que compartíamos una filosofía similar sobre cómo plantarles cara a los que nos venían con sus rollos, solo que ella era de las que se enfrentaban a ellos de frente, mientras que a mí me costaba más sacar las garras por mi timidez. Pero, eh, poco a poco fui mejorando.
Además, durante nuestra charla salió el tema de nuestras debilidades en forma de cuerpo masculino, y descubrimos que las dos éramos fans acérrimas del actor Ian Somerhalder. Sí, el mismísimo Damon Salvatore de Crónicas vampíricas. Nos partíamos de risa compartiendo anécdotas sobre algunos de los capítulos de la serie. Fue un rato de lo más divertido que nos permitió relajarnos y disfrutar de la compañía mutua. Y nos hizo olvidar al tipo ese al que en el fondo agradecimos su acercamiento, ya que, gracias a él, nosotras nos conocimos.
Desde aquel día, nuestras salidas a fumar se convirtieron en un ritual sagrado. Nos daban un respiro del caos diario y nos permitían fortalecer nuestra amistad. Era como nuestro momento para poner el mundo en pausa y simplemente ser nosotras mismas, sin preocupaciones ni dramas.
Aquella fiesta y nuestras «charlas de cigarro» marcaron el inicio de una amistad sólida y cómplice. Nos acompañaron desde los dieciséis hasta los veintitrés años que teníamos, en la celebración de nuestros cumpleaños juntas con unas fiestas que, de un modo o de otro, siempre acababan de forma épica.
Pizza, cervezas y planes de futuro
Marta
Cris y yo nos las ingeniamos para terminar de organizar mis cosas entre risas y un dejo de melancolía. Luego decidimos darnos un homenaje con unas pizzas a domicilio de la pizzería del barrio, acompañadas, por supuesto, de unas cervezas para brindar por los nuevos horizontes que se avecinaban.
—Oye, rubia, me da penita que te vayas —le solté, soltando el humo del cigarro lentamente—. Sé que es una oportunidad de oro, pero voy a quedarme muy solita aquí.
—Gracias, Marta —respondió Cris con una sonrisa que escondía un toque de tristeza—. También te voy a echar de menos un montón.
—Siempre seré tu compañera de correrías, ¿eh?
—Claro que sí. Saber que cuento contigo me da ánimos para esta aventura. Y prometo no dejarte en la oscuridad. Incluso te contaré cuántas veces quemo las tostadas.
Sonreí mientras soltaba una risa.
—¿Y sabes qué? Aunque estemos a kilómetros de distancia, siempre podremos tener nuestras sesiones de quejas sobre el tiempo en videollamadas.
—¡Estoy deseando escuchar todas tus locuras londinenses! ¡Me dan miedo!
Permanecimos en silencio un momento, sumergidas en nuestros pensamientos. Luego, con un toque de humor, solté:
—Pero, ¡cuidado!, no vayas a caer rendida ante un inglés y termines quedándote allí, ¿eh?
Cris estalló en carcajadas, llenando el ambiente con su risa contagiosa.
—¡Ja! Pues, quién sabe, quizás me ligue a un inglés con un acento tan sexy que haga sombra hasta a los madrileños.
Nos reímos juntas, sabiendo que, a pesar de la distancia, siempre encontraríamos la forma de mantenernos conectadas.
—Gracias de nuevo, Marta. Saber que proteges mi espalda me da la fuerza que necesito para esta nueva aventura. ¡No te olvides de mí!
—¿Olvidarme?¡Ni aunque quisiera lo conseguiría! ¿Quién va a ir dejando ahora la ropa tirada por todas partes? —señalé, riéndome—. Pero si coincides con algún inglés que esté buenísimo, mándame fotos.
Algunos veranos Cris y yo habíamos compartido casa estival. Compartir espacio con ella era una aventura constante. Ella era superdesordenada, del tipo de persona que dejaba un rastro de ropa tirada por donde pasaba, como si estuviera marcando su territorio. El primer verano pensé que sería un problema, porque yo era muy ordenada. Me encantaba que todo estuviera en su sitio; sin embargo, aunque sonara paradójico, el desorden de Cris no me molestaba demasiado. Lo suplía con otras muchas virtudes.
Cada mañana encontraba su chaqueta en el sofá, sus zapatos en la entrada y, a veces, incluso sus calcetines debajo de la mesa del comedor. Al principio me molestaba un poco, pero con el tiempo me acostumbré.
Lo curioso era que, a pesar de nuestras diferencias, nos llevábamos genial. Cris tenía una energía contagiosa y siempre sabía cómo hacerme reír. Su desorden era solo una parte de su personalidad caótica y encantadora. Y aunque me gustara que todo estuviera organizado, aprendí a apreciar la espontaneidad que Cris traía a mi vida.
No voy a negar que a veces me salía la vena regañona y le decía que parecía que yo era su madre, insistiendo en que recogiera sus cosas. Había días en los que se ponía las pilas y se daba cuenta de que yo no tenía por qué ir guardando todo tras ella. Esos momentos eran escasos, pero, cuando sucedían, me sentía como si hubiera ganado una pequeña batalla.
Además, Cris me ayudaba a gestionar mejor las noches. Cuando veía que no podía conciliar el sueño, se sentaba conmigo, me contaba historias divertidas o me ponía música relajante. A veces hasta preparábamos una infusión y hablábamos de tonterías hasta que mis ojos empezaban a cerrarse.
Así que, mientras yo me ocupaba de mantener el piso limpio y ordenado, Cris me enseñaba a relajarme un poco y a no tomarme las cosas demasiado en serio. Retirar su ropa tirada por ahí de vez en cuando era un pequeño precio que pagar por tener a una amiga tan increíble a mi lado. Además, siempre tenía una buena excusa para reírnos juntas cuando le decía: «¡Cris, has vuelto a marcar tu territorio por toda la casa!». Y ella, con una sonrisa pícara, simplemente respondía: «Bueno, de esta forma nunca me olvidarás».
—¿Y qué proyectos tienes ahora? —me preguntó Cris, que estaba tirada en el sofá con la tercera cerveza en la mano.
—Pues tengo ideas en mente. Alguna galería de arte para tantear, un par de artículos en dos publicaciones sobre arte…
—¿Remunerado?
—Sí, de algo tenía que valer haber ganado el Premio Villa de Arte. Pero sin duda mi sueño es poder exponer en la galería El Soho. Actualmente es la sala mejor valorada de la península. Si consigues exponer ahí, ya tienes medio camino hecho en tu carrera —afirmé exhalando el humo del cigarro hacia arriba.
—Ya verás cómo lo logras… Eres muy buena.
—Es muy complicado.
—No te cierres.
—No lo hago. Es que… exponer ahí es apuntar demasiado alto. —Enfoqué la mirada al techo.
—Nunca es demasiado alto si alguien ha conseguido hacerlo.
Después de una amena conversación que duró hasta altas horas de la noche, entre risas, varias cervezas y cigarrillos compartidos en el salón, decidimos irnos a la cama. El reloj marcaba alrededor de las dos de la madrugada cuando nos dirigimos a nuestras habitaciones, sintiendo una mezcla de melancolía y alegría por nuestra última noche juntas antes de que mi rubia partiera hacia Londres.
Bienvenida al caos
Marta
Me levanté por la mañana temprano, aunque sorprendentemente no me sentía tan agotada como esperaba. La noche anterior había sido inusualmente calmada; las pesadillas que solían atormentarme parecían haberme dado un respiro, y había descansado de verdad por primera vez en mucho tiempo. Agradecí ese pequeño regalo de tranquilidad en medio de la agitación de despedirme de mi mejor amiga.
Me preparé para acompañar a Cris al aeropuerto. Su vuelo salía a las nueve en punto, y sabíamos que debíamos estar allí, como mínimo, una hora y media antes.
Una vez en el aeropuerto tuvimos que coger uno de esos carros para transportar todo el equipaje. Aún no me creía que hubiera cabido todo en mi coche. Aunque la verdad era que habíamos ocupado todo el maletero y la parte trasera del vehículo. Y era lógico, ya que Cris se marchaba una temporada, y si ya por lo general cuando viajamos unos días nos llevamos la casa a cuestas, imaginaos para una larga temporada.
Después de cargar con el equipaje, nos encaminamos a una de las cafeterías del aeropuerto para desayunar antes de que se marchara. Mientras estábamos en mitad de la conversación, sentadas a una mesa, vi cómo Cris sacaba de su mochila una pequeña bolsa blanca decorada con mariposas moradas. Me intrigó verle sacar algo de su bolso, así que no pude evitar preguntar qué era.
—Esto es para ti —dijo tendiéndome la bolsa.
—¿Para mí? —repetí sorprendida.
—Es un regalito que quiero hacerte antes de irme, para que te acuerdes de mí en esas noches tan… complicadas.
Se me cambió el gesto. Odiaba esas noches de tantas pesadillas y malos recuerdos que tan a menudo tenía. Eran verdaderamente agónicas.
—Pero, Cris, no tenías que…
—Shhh… Ábrelo y no digas nada.
Me tendió la bolsa y la cogí con cuidado. Como si tuviera miedo de que se rompiera.
Saqué de la bolsa un pequeño paquete envuelto en papel rojo vino. Lo abrí con curiosidad y descubrí un pequeño colgante precioso. De la cadena colgaba una plaquita redonda muy pequeña donde había grabadas unas letras: «E. C.». Miré a mi amiga sorprendida y algo aturdida, aunque solo el detalle ya era suficiente.
—¿Qué significan estas letras? —pregunté sin dejar de acariciar la placa.
—«Estoy contigo». Para que en una de esas espantosas noches que tienes tan a menudo te agarres a esta cadena y sientas que no estás sola.
Inmediatamente me levanté hacia ella y la abracé. Solo ella conocía mis miedos y únicamente ella entendía por lo que yo había pasado y seguía pasando. Le pedí que me lo pusiera y prometí que jamás me lo quitaría.
El avión salió puntual, y volví directamente a la que sería mi nueva casa dispuesta a colocar las ultimas cajas. Cuando llegué recogí las latas de cerveza de la noche anterior, las cajas de pizza, los ceniceros… y después fui a mi habitación. Cris me había cedido el espacio de su cuarto para guardar todos mis cuadros, porque mi habitación no era muy amplia.
Y allí puse el cuadro que había pintado mi madre años atrás y que tanto significaba para mí, apoyado en la pared que quedaba frente a la puerta de la habitación de Cris, que estaba situada al final del pasillo. Lo dejé colocado de tal manera que las veces que pasara por allí lo vería de fondo siempre.
Pasé el día haciendo del piso mi hogar. Me tiré en el sofá un rato y hojeé revistas de arte para inspirarme. La búsqueda de una galería para mostrar mis últimas creaciones resultaba ser un verdadero dolor de cabeza. El Soho era como la meta final, el santo grial del mundo del arte, pero, vaya, esa puerta estaba más cerrada que la tapa de una lata de sardinas.
Para poder colgar mis cuadros en una galería de verdad necesitaba algunas cosas clave. Tenía un porfolio decente y ya había expuesto en un par de lugares más modestos, pero dar el salto a una galería top requería un esfuerzo extra.
Lo primero era localizar la galería perfecta que encajara con mi estilo y mi visión artística. No todas las galerías eran como las que veías en las películas; algunas parecían más un sótano desordenado que un lugar donde exponer obras de arte. Así que me metí en una especie de maratón de investigaciones, asistiendo a eventos, inauguraciones y cualquier cosa que me acercara a los marchantes y galeristas. En el mundo del arte tus contactos eran tu mejor arma, y como diría mi abuela, el que no llora no mama. Aunque no hubiera un cheque en la mano por exponer, el potencial de ventas y la posibilidad de ganar renombre eran incentivos más que suficientes para seguir adelante en el loco mundo del arte.
Al final del día estaba hecha un trapo: me encontraba física y emocionalmente agotada. Decidí relajarme y disfrutar de mi primera noche en mi nuevo rinconcito, así que me puse cómoda. Con el calor que hacía, opté por quedarme en braguitas y con una camiseta negra de tirantes superholgada que me llegaba hasta casi las rodillas, con unas letras amarillas que decían «Moon» justo en el pecho. Me hice un moño suelto que permitía que algunos mechones bailaran libremente alrededor de mi cara.
Fui a la cocina y, bueno, la nevera no estaba precisamente rebosante, pero ya me las arreglaría al día siguiente. En ese momento solo quería disfrutar de mi tiempo a solas. Revolví los estantes y encontré un bote de fideos chinos de esos que solo necesitas calentar un minuto en el microondas. Sin pensarlo dos veces, los preparé, cogí un vaso de agua y me fui al salón.
El lugar era amplio, con un par de sofás bien mullidos en color crema, uno de dos plazas y otro más grande de tres, frente a la tele. Me dejé caer en el más grande y encendí la televisión. Estuve pasando los canales, pero nada me enganchaba, así que opté por Netflix y el primer episodio de una serie muy popular. Mis amigos hablaban maravillas de ella, así que decidí darle una oportunidad.
Después de cenar me serví una copita de vino y cogí un cigarro para celebrar mi primera noche sola en mi nueva casa. Me sentía a gusto, extrañamente tranquila y animada ante todo lo nuevo que me deparaba la vida.
Eran casi las doce de la noche, ya había devorado el primer episodio de la serie y estaba leyendo un libro en el sofá cuando, de repente, escuché el sonido de una llave en la cerradura. Un escalofrío recorrió mi espalda y me quedé paralizada, con el corazón a mil por hora. ¿Quién demonios más tenía llave? La paranoia se apoderó de mí y me situé detrás del sofá, asomando la cabeza con un miedo digno de una película de terror. Esperé, nerviosa, durante unos eternos segundos que se me antojaron horas.
Con el corazón palpitando con fuerza, mis manos buscaron algo, cualquier cosa que pudiera servirme como defensa ante la extraña intrusión. Agobiada, mis dedos se cerraron en torno al mando a distancia del televisor, sujetándolo con firmeza como si fuera el arma definitiva para enfrentarme a posibles ladrones.
Tragué saliva y, de pronto, apareció en escena un tipo joven con traje, corbata medio deshecha y una maleta de ruedas a cuestas, tan absorto en su teléfono que ni se percató de mi pequeño ataque de pánico.
—¡¿Tú quién eres?! ¡Fuera de aquí o llamaré a la policía! —grité parapetada tras el sofá y amenazando al intruso con el mando de la televisión.
Al desconocido, sobresaltado, se le cayó el teléfono al suelo y me miró sorprendido.
—¡Joder! ¡Qué susto!¡Tú eres la que me tienes que decir quién eres y qué cojones haces en casa de mi hermana! —dijo poniéndose la mano en el pecho.
En ese momento arqueé las cejas asombrada.
—¿Hermana?
—Sí, joder, eso he dicho —respondió al tiempo que recogía el teléfono del suelo y comprobaba si funcionaba.
—¿Eres el hermano de Cris?
—Pues claro que lo soy —añadió enfadado mientras yo deseaba que la tierra me tragara—. ¿Y tú quién eres, si se puede saber?
—Con esa delicadeza no te digo ni la hora —contesté sin moverme un ápice de donde me encontraba.
Se me quedó mirando unos segundos. Después relajó el gesto y suspiró de cansancio. ¿Era mi imaginación o esos ojos azules podían hacer más daño que un golpetazo con el mando a distancia? Eran del mismo color que los de mi amiga.
—Si crees que puedes matarme con el mando de la tele es que tienes mucha confianza en ti, pequeña —vaciló a medida que cerraba la puerta y dejaba la maleta junto a la mesa del comedor.
—No me llames «pequeña» —refunfuñé.
—¿No lo eres? Con esa reacción permíteme que no te considere muy adulta —dijo alzando las cejas y ladeando la cabeza.
Con una naturalidad pasmosa, sacó su móvil y se puso a mirar algo en la pantalla, al mismo tiempo que yo seguía escondida tras el sofá, aferrada al mando a distancia como si fuera una especie de espada láser. El tipo vestía un traje oscuro que parecía sacado directamente de una película de abogados, camisa blanca y corbata en tonos oscuros. No debía de tener más de veinticinco años, pero con ese aspecto tan serio daba la impresión de que le habían metido un palo por el…, bueno, por ahí.
Era moreno, con el pelo un poco largo, lo que le daba un aire de rebelde, y alto, aunque, claro, cualquiera sería un gigante a mi lado. Pero yo, orgullosa de mi metro sesenta, lo miré desafiante. Con ese humor que mostraba y esa apariencia, lucía como un anciano cascarrabias quejándose de que le habían quitado el sitio para mirar la obra toda la mañana.
Una vez terminó, depositó el teléfono en la mesa junto a las llaves y me miró fijamente, y pude advertir un destello de regodeo en sus ojos. ¿En serio le estaba divirtiendo verme así de nerviosa? Se aproximó al sofá con paso decidido.
—¿Dónde vas? ¡No te acerques! —dije volviendo a amenazarlo con el mando a distancia.
—Ya estamos con el mando a distancia otra vez… —susurró—. ¿No te ha quedado claro que con eso no me vas a hacer daño?
—No me pongas a prueba —rebatí agitando el mando como si fuera a lanzárselo.
El chico resopló mirando al techo con los brazos en jarras como queriendo llenarse de la paciencia que daba la sensación de no tener. La camisa se le ajustó al hacer ese gesto, lo que me desconcentró unos segundos, hasta que bajó la mirada y me habló con calma mientras se quitaba la chaqueta.
—Mira, acabo de llegar de un vuelo muy largo y estoy agotado, así que déjate de tonterías y pon el puto mando en su sitio.
—¡Que no te acerques! —repetí enfadada—. Estoy… —carraspeé— estoy en ropa interior.
El gesto se le cambió. Arqueó las cejas para dar paso a una amplia y traviesa sonrisa.
—¿Qué has dicho?
—¡Que estoy en bragas! ¿No me has oído? —rebatí acalorada.
—Joder, esto sí que no me lo esperaba. —Se rascó la frente con una mueca canalla—. Pues te agradezco el recibimiento, de verdad, pero hoy estoy muy cansado —expresó con sorna, y a continuación se sentó en el sofá más pequeño y se colocó las manos en la nuca.
Para evitar que viera mi ropa interior me estiré tanto la camiseta que estuve a punto de desgarrarla, y cuanto más me la estiraba, menos tela me quedaba a la altura del pecho. ¡No sabía cómo colocármela para que no se me viera nada!
—¡Gírate! Voy a mi habitación a por algo para ponerme —le pedí con la cabeza bien alta y mi dignidad por los suelos.
—Estás de coña, ¿no? —Alzó las cejas—. ¿En serio me estás pidiendo que no te mire las bragas? ¿Acaso crees que me gustaría verlas? Anda, tira para la habitación y no seas tan creída —respondió desabrochándose el botón de arriba de la camisa.
Bufé y me levanté corriendo tapándome como podía, y según pasé por donde él estaba sonrió de medio lado. Maldito fuera.
Cuando llegué a mi habitación y encendí la luz, le escuché decir:
—Negras y de encaje, ¿eh? Me gustan… ¡Ah! Y la próxima vez, ponte un sujetador también. Nunca se sabe quién puede aparecer por sorpresa.
¡Qué capullo! Pasaron tal cantidad de improperios por mi mente que me daba hasta vergüenza repetirlos en voz alta. Habíamos empezado con mal pie. Muy mal pie.
Rebusqué en el armario y encontré unos pantalones cortos y un sujetador que me puse rápidamente. Con un cabreo importante salí hecha un basilisco y me fui a por él, que seguía tranquilamente sentado en el sofá pequeño con una media sonrisa bailando en su rostro. Me miró como si ya supiera de antemano que yo iba a volver con esa actitud.
—A ver, cascarrabias… —Lo señalé con el dedo índice—. Que seas el hermano de mi mejor amiga no te da derecho a ser un maleducado conmigo, ¿vale? Y no sé qué haces aquí, porque Cris no me ha dicho nada de que fueras a venir.
Se levantó despacio y se puso frente a mí, a muy pocos centímetros. Era más alto que yo, como había observado antes, y en ese momento me di cuenta de que muy guapo también. Su mandíbula angulosa y fuerte me distrajo de nuevo. Y olía muy bien…
Tragué saliva y mantuve el tipo al tiempo que esperaba que me contestara.
—Mira, bonita… —dijo metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón con una abrumadora serenidad.
—Marta, me llamo Marta, no «bonita» —refunfuñé.
—Bueno, algo hemos avanzado —respondió pausado—: no te gusta que se refieran a ti como «pequeña» ni como «bonita». Te llamas Marta y eres amiga de mi hermana. —Hizo una pausa en tanto que mantenía su mirada fija en la mía—. Pues mira, Marta: yo siempre aparezco en casa de mi hermana sin avisar, de ahí que tenga llaves del piso. La ayudo a pagar el alquiler cuando vengo unos días por aquí. —Dio un paso más hacia mí—. Así que, si no la aviso a ella, imagínate a ti, que ni siquiera sabía que estabas. De manera que vete acostumbrando a mi presencia, porque tengo trabajo aquí en Madrid y estaré una temporada, ¿de acuerdo, Moon?
—¿Moon? —cuestioné alzando las cejas, más cabreada aún que cuando había salido de la habitación.
Y con descaro dirigió su mirada hasta mis pechos cubiertos con la camiseta de tirantes donde ponía esa palabra.
Sentí que me sonrojaba al instante, pero no debía mostrarme débil ante él, así que lo miré con rabia, por la chulería que transmitía al hablarme. ¿Pero qué se creía ese tío? ¿Que porque fuera guapo podía tratarme con ese descaro?
Apreté la mandíbula, resoplé y me di la vuelta muy digna para meterme en mi habitación y dar un portazo que hizo que retumbaran los cimientos del edificio.
El arte de ser un cascarrabias
Lucas
Cuando bajé del avión, me sentía completamente exhausto. Las largas horas de vuelo no eran la única razón, sino también las extenuantes horas de trabajo sin descanso previas al vuelo en reuniones eternas que te hacían mantener una sonrisa perpetua cuando lo que realmente querías era mandar a todos esos empresarios a la mierda por mirar nada más que por su puto dinero. Y tú vendiéndote como un jodido gigoló en busca de su complacencia.
Además, también influía el recuerdo de un interesante y fascinantemente fogoso encuentro sexual con una preciosa azafata pelirroja en los apretados baños del avión. En ese instante me di cuenta de que el tamaño no importaba en ciertas situaciones. Follamos con animales en celo.
Tomé un taxi justo a la salida del aeropuerto y le di al conductor la dirección de la casa de mi hermana. No había hablado con ella previamente acerca de mi visita, pero eso no me parecía un requisito imprescindible. Nunca lo hacía. Y menos si sabía que no estaba en casa. Y ella se había acostumbrado a mis visitas imprevistas. Siempre nos habíamos llevado bien, sin tener en cuenta las peleas que teníamos de niños por gilipolleces varias. Nos separaban un par de años de edad, y aunque ambos habíamos tomado caminos diferentes en la vida y no nos veíamos tan seguido como nos gustaría, solíamos estar al tanto de los acontecimientos de la vida del otro.
Era tarde y en el taxi luchaba por mantenerme despierto, soñando con el momento de llegar a casa de mi hermana, ducharme y finalmente descansar. Me esperaban unas semanas de mucho trabajo en Madrid, pero podría ir a ver a mis padres, lo cual era reconfortante y poco habitual; no era precisamente una persona muy apegada a los suyos. Las muestras excesivas de cariño me resultaban bastante innecesarias. ¿Qué pasaba, que si no abrazaba constantemente a mis seres queridos era que los quería menos? Para mí demostrar afecto no pasaba por dar una exhibición pública de abrazos y palabras empalagosas. Era bastante frío, lo admitía, pero eso no significaba que no sintiera nada. Además, mis motivos tenía para comportarme de ese modo. Estaba harto de juicios de personas que no me conocían de nada.
Crecí en una familia bastante cariñosa. Mis padres siempre fueron de los que se daban abrazos y se decían «te quiero» con frecuencia. Mi hermana Cris, igual: no tenía problemas en mostrar su cariño. Mis padres, en broma, solían decirme que yo era el iceberg de la familia.
No era que no sintiera emociones, sino que prefería no expresarlas físicamente.
Algunas personas podían decir que era insensible, y en parte tenían razón: demostraba mi cariño de manera práctica, ayudando o dando consejos, pero no era de los que escuchaban problemas durante horas. Mis relaciones eran breves porque las chicas querían que fuera más expresivo, algo que nunca entendí.
En el trabajo era igual. Me concentraba en ser eficiente, y mantenía distancia con mis colegas. Sabía que a veces eso causaba malentendidos, pero acepté que no todo el mundo tenían que entenderme.
Quizá por eso elegí ser fotógrafo, una profesión en la que trabajaba solo y en la que disfrutaba de la tranquilidad y la concentración que me daba enfocarme en los detalles.
La soledad en el trabajo me permitía pensar, crear y mejorar. Cuando me preguntaban si no me sentía solo respondía que prefería esa soledad a la compañía forzada de un equipo.
Así funcionaba mejor: siendo yo mismo, sin máscaras ni necesidad de encajar.
Al llegar a la dirección indicada, saqué las llaves de la mochila y abrí la puerta con mis pensamientos ya puestos en la ducha relajante que me iba a dar, y, para mi sorpresa, me topé con una extraña que me apuntaba con un mando a distancia. Un puto mando a distancia. Me quedé perplejo, sin entender qué coño estaba pasando ni quién era ella. De hecho, se me cayó el móvil del susto. ¡No esperaba que me recibiera una desconocida! Lo cogí del suelo maldiciendo porque hacía poco que me lo había comprado e informé a la extraña que era el hermano de Cristina, no fuera a ser que se volviera loca y me lanzara el mando y alguna que otra cosa más. Se extrañó al saber mi parentesco con Cristina, pero ¿quién cojones era ella y qué hacía en casa de mi hermana? Sabía por mis padres que Cris volaba a Londres ese mismo día, por lo que no debería haber habido nadie en el piso.
La chica desconocida asomaba tímidamente su rostro, escondida detrás del sofá. Se notaba que estaba asustada: sus ojos reflejaban una mezcla de nerviosismo y sorpresa. Llevaba el cabello recogido en un moño revuelto que se deshacía en algunos lugares, dándole un aspecto desaliñado pero interesante.
A pesar de su apariencia un poco desordenada, su rostro mostraba rasgos delicados y una piel suave, ese tipo de belleza natural que rara vez se encuentra. Aunque se la veía nerviosa, su expresión transmitía una dulzura y una vulnerabilidad que despertaron mi curiosidad. Pero no era algo que me importara demasiado. Solo una observación.