Violet Bay - María Beatobe - E-Book

Violet Bay E-Book

María Beatobe

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Beschreibung

Es el primer año de universidad de April Miller en Violet Bay. La solución perfecta para poner distancia con su padrastro, con el que no tiene una relación en absoluto cálida. Noah Lowell comienza su segundo curso en la misma universidad que April, sin embargo, su cabeza está a muchos kilómetros de allí: tiene un problema familiar grave y no termina de centrarse en los estudios por mucho que intente aparentar que no pasa nada. Un encontronazo en una fiesta provoca que no se conozcan de la mejor manera posible, pero un par de situaciones delicadas, una exnovia persistente y unos mensajes por Instagram harán que poco a poco vayan cambiando la percepción que tenían el uno del otro y comiencen a sentir una fuerte atracción. ¿Pero podrá sobreponerse a todos sus problemas eso que crece dentro de ellos y que no quieren pensar que es amor? Aroma a Ylang Ylang, amaneceres en secreto, fiestas universitarias, tarta de zanahoria casera, mensajes sugerentes y divertidos y una azotea con demasiados recuerdos darán vida a esta historia donde los abrazos serán mucho más que una muestra de cariño.

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Seitenzahl: 451

Veröffentlichungsjahr: 2023

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Primera edición: junio de 2023

Copyright © 2023 María Beatobe Landrove

© de esta edición: 2023, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-52-9

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: oneinchpunch/goinyk/depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

Mamá, lo conseguimos.

Como siempre me decías: todo pasa y todo llega.

Te quiero.

«Nunca sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte es la única opción».

Bob Marley

1

April

Era domingo. No había pasado una buena noche, y me desperté inquieta ante lo que me deparaba a partir de las doce de la mañana. Un cambio radical. Otra forma de ver la vida. Una nueva mirada con la que enfrentarme al mundo.

Y eso daba vértigo. Ansiedad ante lo desconocido.

Abrí los ojos y el día me recibió soleado. Pequeñas ráfagas de luz se adentraban en mi habitación con cierta timidez a través de los huecos de la persiana. Me estiré y me incorporé apoyando los codos para observar el panorama que se abría ante mí: las maletas preparadas; dos grandes bultos, uno verde con flamencos rosas y otro rojo con círculos blancos.

Apenas se escuchaba ruido al otro lado de la puerta, aunque no sabía de qué me extrañaba cuando esa era la tónica general. Parecía que el silencio fuera la mejor manera en que nos comunicábamos todos. El mutismo era nuestro lenguaje. Menos con Adele; con ella todo era más fácil.

Hoy era el día en el que me mudaba a Violet Bay, una pequeña ciudad donde se situaba la residencia de estudiantes que estaba ubicada junto a la universidad de Psicología. Allí permanecería, como mínimo, los cuatro próximos años de mi vida.

La época del instituto había terminado, y por fin me independizaba a un lugar totalmente ajeno y desconocido para mí. Y eso era lo que más necesitaba en ese momento. Un lugar donde empezar de cero, aunque estuviera muerta de miedo.

Mi padrastro, Roger, se había ofrecido a llevarme hasta allí, y aunque nuestra relación no fuera demasiado amable, accedí. Al fin y al cabo, era mucho más cómodo hacer el trayecto en coche que cargada con las maletas en un autobús repleto durante algo menos de tres horas. Solo había que intentar mantener la educación o ir todo el camino en un silencio incómodo.

Mi mejor amiga, Tammy, también se mudaba a Violet Bay, y eso era algo que me hacía sentir menos desasosiego y me proporcionaba bastante tranquilidad.

Si en el diccionario buscabas la palabra «inseguridad», estaba convencida de que salía mi imagen, y aunque era consciente de que tenía que trabajarme esa confianza en mí misma, se me hacía difícil creer que alguien que me regalara un halago no lo hiciera con segundas intenciones.

La herencia económica de mi madre y el hecho de que mi padrastro tuviera un trabajo que le hiciera ganar mucho más dinero que el que pudiera gastar en toda su vida me dieron la posibilidad de poder elegir una habitación individual en la residencia, y así no tener que compartirla con ninguna desconocida. El padre de Tammy también disfrutaba de la misma posición financiera que mi padrastro, así que las dos tuvimos ese privilegio.

Podríamos haber compartido cuarto —estaba segura de que nos habría dado para muchos recuerdos divertidos—, pero preferíamos tener algo de intimidad. Además, las habitaciones eran contiguas, así que un par de toques a la pared y sabríamos que la otra estaba bien.

Mi padrastro nunca se había implicado emocionalmente conmigo. Ni siquiera cuando mi madre vivía, pero ahora era todavía mucho más notable. Al menos, antes se esforzaba mínimamente para que mi madre no le dijera nada. Era de los que pensaban que cuanto más dinero se gastara en mí, más lo querría, pero yo era de las que creían firmemente que eso no daba la felicidad. Sin embargo, había momentos en los que dudaba de si a través del dinero buscaba mi cariño o solo el mantenerme contenta y callada.

Si pensábamos tan diferente en algo tan importante como era el afecto, imaginaos en otras banalidades.

Jamás fue precisamente afectuoso, y mucho menos tras la muerte de mi madre, cuando yo contaba solo con seis años. Rehízo su vida un año después con Fiona, una mujer tremendamente vanidosa, dueña de una conocida empresa de eventos y para la que yo era una molestia, porque no me callaba ante sus provocaciones, y eso no lo podía soportar.

Por decisión propia, ella había decidido que no quería tener hijos, y resultó que se topó conmigo, y eso la importunó, y mucho. Cierto era que apenas nos veíamos —ambas nos encargábamos de que fuera así—, y yo había pasado más tiempo con la mujer que me cuidaba en su ausencia, Adele, que con ella.

De ese modo, no creía que me echara mucho de menos ahora que me marchaba a estudiar a más de ciento veinte millas de casa.

Me preparé rápido; tenía muchas ganas de marcharme, aunque también me daba muchísimo miedo salir de mi zona de confort y de la noche a la mañana vivir con un montón de chicas y chicos desconocidos que estudiarían lo mismo que yo.

2

April

Salí de casa sin el menor remordimiento de estar durante unos meses sin volver por allí. Al final, este lugar me llenaba de recuerdos negativos.

Mi madre no llegó a pisar nunca esta residencia, y estaba segura de que no le hubiera gustado vivir aquí. Tanta majestuosidad no era lo suyo, y consiguió reprimir a Roger de la compra de esta mansión, hasta que se puso enferma. Ahí ya tenía bastante con luchar contra lo que su propio cuerpo le había generado. Esa enfermedad que la devoró en solo seis meses.

Fue ahí, tras su fallecimiento, cuando mi padrastro tomó todas las decisiones sin tener en cuenta que, junto a él, iba una pequeña de seis años. Yo.

En el momento en el que a mi madre se le diagnosticó la enfermedad, mi padrastro contrató a una señora llamada Adele. En mi opinión, la única persona que me hizo algo agradable mi estancia allí durante doce largos años, y que a día de hoy continúa trabajando para él.

Mis padres se conocieron en unos grandes almacenes. Mi madre tropezó subiendo las escaleras mecánicas, y ahí estaba Roger para ayudarla a levantarse. De ahí surgió una conversación y después un café. Yo tenía tres años al ocurrir esto, y desde entonces estuvieron juntos. Tres años hasta que a mi madre la visitó la muerte. Durante ese tiempo Roger no era antipático conmigo, pero tampoco cercano, cariñoso. No recuerdo grandes demostraciones afectivas, ni que viniera a mis fiestas de fin de curso en las que representábamos la obra de teatro que tocara. Tampoco recuerdo que mi madre se lo echara en cara, o no lo hizo en mi presencia al menos.

Me sentí mal en muchas ocasiones, porque pensaba que era responsable de ese comportamiento. Con el tiempo fui consciente de que el tema iba con él y no conmigo. Que hubiera sido más fácil darme la patada cuando mi madre se fue, pero ahí Adele desempeñó un papel fundamental, y supongo que no quiso cargar con eso sobre su conciencia toda su vida.

El trayecto hacia Violet Bay lo hicimos prácticamente en silencio —algo previsible teniendo en cuenta nuestra relación—, únicamente modulado por canciones de la intérprete de country Loreto Lynn. A Roger siempre le gustaba poner este género musical, al que cada vez yo tenía más manía, porque, inevitablemente, lo asociaba a él.

Y digo «Roger» porque en ningún tiempo lo consideré mi padre. No me hacía sentir cómoda, no me había sentido jamás integrada ni en su círculo, ni en su casa ni en su vida. Además, no es que una incompatibilidad insalvable de caracteres lo pusiera difícil; es que ni siquiera lo intentó. Y con seis años es bastante complicado entender esa actitud, porque piensas que has hecho algo que en realidad no has hecho.

A día de hoy, continúo preguntándome qué vio mi madre en él.

Llegamos a nuestro destino en poco más de dos horas y media. Un trayecto «afónico» que fue la confirmación de que la distancia era algo que ambos necesitábamos y quizá exigíamos con nuestro lenguaje no verbal. Nada de «Te echaremos de menos» o «Ven a vernos pronto» por su parte, ni siquiera por pura cortesía. Nos dedicamos a cumplir un trámite de la mejor manera posible.

Se me pusieron los ojos como platos al ver el lugar. Era una zona enorme donde muchos estudiantes caminaban de un lado para otro, cargados de maletas y mochilas, en la misma situación que yo. Me pregunté si se sentirían igual de inquietos.

Por un momento me aterroricé, y si la situación hubiera sido diferente, igual habría abrazado a Roger mientras le pedía que arrancara de nuevo y diéramos la vuelta. Que me daba pavor enfrentarme a algo tan desconocido en mi vida. Pero no, podían más las ganas de querer salir de esa casa —la cual nunca había sentido como mía— que el miedo a salir de mi zona de confort de una manera tan fuerte como era mi primer año de facultad.

No nos costó encontrar dónde aparcar. Frente a la residencia había una gran explanada asfaltada que parecía hacer las veces de aparcamiento. Roger sacó mis maletas del maletero y, con un movimiento de barbilla, me indicó que lo siguiera.

Según caminábamos hacia la puerta de la residencia, mi móvil vibró indicándome que había recibido un mensaje. Lo saqué del bolsillo del pantalón y esbocé una sonrisa al ver que era de Tammy.

Tammy: ¡Ya estoy aquí! He mirado las listas de asignación de habitaciones en el tablón de la entrada y la tuya es la número 21, primera planta, según sales del ascensor, a la izquierda. ¿Por dónde vais?

Sonreí al saber que ella ya estaba allí, y no me extrañó. El día anterior ya me comentó que saldría con su madre una hora antes que nosotros. «No entiendo cómo puedes estar tan tranquila», me dijo. Pero no era precisamente tranquilidad lo que sentía. Era una sensación contradictoria.

Primero, inquietud por dejar atrás lo único que en ese momento me unía a mi madre. Por mucho que me pesara, Roger era mi única familia, y la dejaba atrás sin cargo de conciencia.

Y, por otro lado, satisfacción de perder de vista una vida y una «familia» que en lo económico me lo había dado todo pero que emocionalmente me había hecho sentir como un barco a la deriva. Sin saber hacia dónde dirigirme para poder sentir algo que se asemejara, lo más mínimo, a lo que mi madre me transmitía, sobre todo las veces que me abrazaba.

¡Estoy en la puerta!, contesté según cruzábamos la entrada, y ante nosotros se presentó un hall de grandes dimensiones y muy luminoso, debido a los enormes ventanales que lo enmarcaban.

No tardó en responder, algo habitual en ella: Tammy nunca se separaba de su móvil, y jamás se quedaba sin batería. Me fascinaba. El teléfono era como una prolongación de su mano, y más de una vez había pensado incluso que era capaz de cargarlo con la mente.

Tammy: ¡Corre! Las habitaciones son increíbles. No quiero perderme tu cara de alucine cuando las veas.

Y eso hice. Indiqué a Roger que me acompañara hasta los ascensores y seguí las instrucciones de mi amiga para encontrar la habitación con una sonrisa nerviosa en los labios. Nos adentramos en el habitáculo con unos cuantos compañeros más, esperé inquieta mientras las puertas se cerraban y jugueteé con mis manos durante el ascenso.

Según llegamos a nuestro piso y salimos del ascensor, giré la cabeza a la izquierda y allí estaba Tammy saludándome, dando saltos y numerosas palmaditas.

Mi sonrisa se amplió y me contagió la emoción hasta el punto de salir corriendo hasta ella y saltar para colgarme como un mono de su cuerpo.

—¡Bienvenida al mundo universitario! —dijo, sin dejar de sonreír, pegada a mi oído.

Tammy era todo energía. Nos conocíamos desde el colegio, y nos hicimos inseparables cuando nos sentaron juntas en infantil. Un collage de estrellas nos unió para siempre. Admiraba el entusiasmo que ponía a todo, las ganas de vivir que desprendía y lo agradecida que estaba a sus padres por haber tenido una infancia tan feliz.

Ojalá mi vida hubiera sido solo un poco similar a la suya. Todo hubiera sido más fácil.

Me deshice de su abrazo para darme la vuelta y la sonrisa se me borró de un plumazo al ver a mi padrastro con cara de impaciencia tras de mí.

—April, tengo una reunión en menos de dos horas —me increpó.

—Perdone, señor, me ha podido la efusividad —intervino mi amiga, intentando ayudarme tras la mirada inquisitiva de Roger.

—No te preocupes, Tammy —susurré, acercándome a la puerta en la que un número 21 relucía sobre el marco superior y una llave descansaba encajada en la cerradura.

La giré con cierta inquietud; al fin y al cabo, en cuestión de segundos descubriría el lugar donde iba a vivir, como mínimo, mis cuatro próximos años.

Cuando la puerta se abrió, nos recibió una estancia oscura, una persiana bajada y aroma a Ylang Ylang, una fragancia que había reconocido al instante porque lo utilizaba asiduamente en mi habitación, y de primeras me pareció una curiosa casualidad. Encendí la luz, y tuve de reconocer que me impresionó lo que vi. Una estancia enorme, con la cama al fondo y una televisión colgada de la pared. Al lado de la cama, un escritorio repleto de bolígrafos y rotuladores de colores variados, estratégicamente colocados.

Fruncí el ceño, porque estaba claro que en eso había metido la mano Roger. No me creía que todas las habitaciones de la residencia recibieran así a sus nuevos inquilinos. Y el remate fue ver, junto al escritorio, una pequeña nevera de diseño de color rosa exactamente igual a la que tenía en mi antiguo cuarto. Y, sobre ella, un sobre con mi nombre.

Me acerqué despacio hasta él y lo entreabrí; no me hizo falta sacar el contenido, porque intuía lo que podía encontrarme. Y no me equivoqué. Dinero.

Miré a Roger con recelo, y no tuve que decir nada más.

—Da las gracias a Adele. Yo no he tenido nada que ver en esto. Lo único que he puesto yo es el dinero.

¿Tenía que ser siempre tan soberbio? Suspiré molesta y, mirando hacia otro lado, me masajeé la nuca.

—¿Cuantas veces tendré que decir que con el dinero no se soluciona todo? —musité entre dientes.

—¿Decías algo?

Negué con la cabeza.

—No, da igual.

—Bien, entonces me marcho, que se me hace tarde. —Se acercó a mí, colocó las manos sobre mis hombros y con gesto formal continuó—: Llámame si necesitas dinero.

Para qué me iba a decir que lo llamara si me sentía mal o necesitaba una persona con la que hablar en un mal momento… Sin embargo, no sabía de qué me sorprendía. Quizá todavía me quedaba la esperanza de que su actitud cambiara, de vislumbrar un atisbo de empatía, una señal que me hiciera ver, de alguna manera, qué fue lo que hizo que mi madre se enamorara de él.

Asentí deseando que se marchara.

Entonces, apartó sus manos y se giró para irse.

Tammy observaba toda la escena desde el quicio de la puerta de mi habitación, y mi padrastro se despidió de ella con la misma frialdad que había utilizado conmigo. Nada más perderse su figura tras las puertas del ascensor, mi amiga le hizo una peineta con el dedo corazón, y entramos en el cuarto.

—Tu padrastro es un gilipollas estirado, aunque creo que no te descubro nada nuevo —dijo mientras se tiraba literalmente sobre mi cama.

Me senté en la silla del escritorio, crucé los brazos y la observé desde allí.

—Ahora, te digo una cosa —continuó—: no entres en mi cuarto, que te vas a deprimir.

—Tammy, sabes que odio toda esa muestra de exaltación de su dinero. Esto es obra de Adele, lo ha dejado más que claro. Si hubiera sido por él, no le habría importado nada dónde iba a alojarme. Parece como si en su vida no hubiera nada más que billetes revoloteando a su alrededor con efecto hipnotizador.

Me levanté y subí la persiana que estaba junto a la cama. Las vistas eran increíbles. Mi habitación daba a la enorme explanada de la entrada del campus, repleto de un césped tan verde que era como un lienzo. Sobre él, se veía a muchos estudiantes sentados en pequeños grupos, otros caminando perdidos como hacía yo unos minutos… Semejaban hormigas buscando su hormiguero.

En ese instante mi amiga se levantó de la cama como accionada por un resorte, se colocó detrás de mí y empezó a hacerme cosquillas que me provocaron una sonora carcajada.

—Pero, venga, ¡anímate! April, ¡somos universitarias! ¿Recuerdas cuando estábamos en el colegio y nos imaginábamos cómo seríamos a esta edad, y nos preguntábamos si seguiríamos siendo inseparables?

—Cómo olvidarlo —contesté con una melancólica sonrisa.

—Al final lo hemos conseguido, amiga. Soñábamos con ir juntas a la universidad, y aquí estamos. Así que vamos a intentar que este día sea inolvidable en el buen sentido de la palabra, ¿de acuerdo?

Qué capacidad tenía Tammy de hacerlo todo más fácil, de convertir tus malos momentos en situaciones más llevaderas… Admiraba ese talento, que además le salía de forma innata, lo que lo hacía más real. Más sincero. Más necesario.

—De acuerdo —asentí.

—Genial, porque tengo una manera infalible para animarte. Esta noche, fiesta de bienvenida en la casa de la hermandad Alfa, o como quiera que se llame. Reconozco que siempre había deseado decir esta frase, «fiesta en la hermandad». Me hace más mayor decirlo, ¿verdad?

Su comentario me arrancó una sonrisa.

—¿Una fiesta? ¿Ya? Pero ¡si no me ha dado tiempo aún ni de ver el cuarto de baño!

—Bueno, si ese es el mayor de tus problemas ahora mismo, lo tenemos fácil. Abre la puerta, lo ves, que te advierto que no tiene nada que no hayas utilizado antes, y después colocas las cosas en la habitación. Yo me voy a la mía a hacer lo mismo y para elegir modelito para esta noche. ¡La primera impresión es muy importante!

Me dio un rápido abrazo para después dirigirse hacia la puerta, y, girándose hacia mí antes de salir, me lanzó un beso para después desaparecer.

Me quedé quieta, con media sonrisa en la boca, la que Tammy conseguía siempre provocarme por muy mal que estuviera. Suspiré y miré a mi alrededor. Esto había empezado con demasiada intensidad, y la verdad era que yo los cambios no los llevaba demasiado bien. Era de las personas que necesitaban tiempo para asimilar según qué cosas, y más las que tenían que ver con situaciones tan importantes como mi futuro profesional.

Era la primera vez que me independizaba, y eso sí que daba miedo. Y aunque era algo que deseaba —y necesitaba— hacer, iba a echar mucho de menos a Adele cuidando de mí, preguntándome por mis inquietudes o preparándome esa tarta de zanahoria que tan bien le salía.

Era el momento de tomar las riendas de mi vida, y la iba a vivir a mi manera, sin presiones de ningún tipo y lejos de un padrastro y una madrastra que en el fondo se alegraban de que me hubiera marchado. Y por mucho que no los quisiera en mi vida, dolía. Dolía saber que sobrabas en sus vidas. Dolía ser consciente de que no tenías una familia que esperara tus llamadas, tus visitas sorpresa en Navidad o Acción de Gracias.

Alcé la maleta y la coloqué sobre la cama; busqué el inicio de la cremallera y empecé a tirar de ella hasta que pude abrirla del todo. En ese instante me inundó un olor demasiado conocido que me hizo sonreír, un aroma que me llevó hasta ella. Un tupper con tarta de zanahoria y una nota que abrí con cuidado.

«Hola, pequeña April.

Cómo pasa el tiempo, ¿verdad? Parece que fue ayer cuando te conocí con tan solo seis años. Una niña asustada, desconcertada, que debió madurar demasiado rápido por circunstancias de la vida que no logro entender. No concibo cómo pudo ser tan cruel contigo. Aún no me creo que ya seas toda una mujercita y te hayas marchado en busca de tu futuro.

Espero que la habitación te haya gustado. Hablé con Roger y le expliqué la importancia de sentirte a gusto en un lugar desconocido, y aunque al principio le costó entenderlo, decidió dejarlo en mis manos.

Acabo de dejar la tarta en tu maleta y ya te echo de menos. Sabes que puedes llamarme cuando quieras, y espero que no tardes mucho en venir a visitarnos. La casa sin ti no va a ser lo mismo.

Un beso muy grande y un abrazo de los que tú y yo sabemos.

Adele».

Una lágrima se deslizó por mi mejilla sin darme cuenta. Cómo quería a esa mujer. Agradecía a la vida haber puesto en mi camino a una persona tan única como Adele, a pesar de que el motivo fuera la enfermedad y posterior muerte de mi madre. Pero estaba segura de que ella tuvo algo que ver en que alguien tan especial quedara a mi cargo. Y es que, con solo seis años, el mundo se hundió bajo mis pies al marcharse lo único que tenía en la vida: mi madre.

Adele no tenía hijos; era una mujer que se había criado con su madre y su hermana, después se casó y su cuerpo le prohibió el don de poder tener descendencia. Su marido la dejó por eso. Fue cruel con ella. Así que se refugió en sí misma hasta que vino a trabajar a casa de mi padrastro. Ahora, doce años después, continuaba con nosotros.

En ocasiones pensaba qué habría sido de mí sin ella. Si en su lugar hubiera venido otra persona menos empática, menos cercana, menos… ella.

Cogí el tupper, lo abrí y cerré los ojos para inhalar y sentir de manera plena el olor del pastel, y como Adele siempre pensaba en todo, me había dejado una cuchara envuelta en una servilleta junto a él. Como hacía cuando vivía con ella.

Sin dudarlo dos veces me quité las deportivas, me senté sobre la cama con las piernas cruzadas y comencé a degustar y saborear ese magnífico regalo.

Desde luego, ese instante era uno de esos que convertían el momento en un imborrable recuerdo.

3

Noah

Cada vez que acudía a casa de mi abuela, por la razón que fuera, me gustaba acercarme al aparador que se encontraba en el hall de entrada para impregnarme de lo que me transmitía la foto que llevaba colocada ahí desde que yo era pequeño.

En la imagen un niño con apenas dos años se sentaba sonriente sobre las piernas de su padre en el asiento del conductor de aquel antiguo coche. El pequeño asía el volante con fuerza, mientras su padre dirigía una tierna mirada hacia él, con gesto relajado y desprendiendo afecto. Ese niño era yo.

Siempre, mientras la observaba y mis recuerdos escogían diferentes caminos, esbozaba una sonrisa. Esa foto me hacía volver a la infancia, donde todo era inocente, donde la percepción de las cosas no era más que una curiosa mirada sin más pretensión que observar, sin sesgar, sin juzgar.

Qué diferente era todo cuando la vida te había obligado a madurar antes de tiempo, a tomar decisiones incluso si ni siquiera sabes qué grupo de música te gusta más…

Pero ahora la situación era diferente. Porque en esa ocasión yo no iba a casa de mi abuela. Me marchaba. Comenzaba un nuevo curso en la universidad, y tras pasar el verano con ella y mi padre, regresaba a la residencia de estudiantes de Violet Bay.

—Llévatela, cariño —dijo mi abuela acercándose a mí a mi espalda—. Cógela y colócala en la habitación de la residencia de estudiantes. Así podrás mirarla siempre que lo necesites.

Me giré hacia ella. Sonreí.

—No, abuela; esta foto pertenece a este lugar.

—Puede pertenecer adonde tú quieras que lo haga.

Me coloqué a su lado, le besé la sien y rodeé su hombro con mi brazo, para quedar ambos frente a la imagen.

—Me gusta que esté aquí, abuela —dije—. Me gusta mirarla cuando llego. Saber que, cada vez que venga, me va a recibir. Es como un soplo de esperanza, ¿no crees?

—Lo creo, cariño. Lo creo.

4

April

Cuando estaba terminando de colocar la ropa en el armario, alguien llamó a la puerta. Dejé la camiseta que estaba doblando sobre la cama y me acerqué a abrir.

Al hacerlo, ante mí se presentó una chica morena con corte bob, un poco más alta que yo, con un marcado y perfectamente delineado sobre los ojos y sonriendo de oreja a oreja.

—¡Hola! —dijo sin dejar de esbozar una perfecta dentadura.

—Eeeh… Hola —respondí confusa, mostrando una sonrisa algo forzada.

—Eres April Miller, de primero de Psicología, ¿verdad?

—Sí, soy yo.

—¡Encantada! —respondió a su vez, dándome un abrazo con efusividad. Y mira que yo era una persona bastante selectiva para el tema de los abrazos. Llamadme rara—. Mi nombre es Natalie Jones, soy estudiante de segundo curso de Psicología y he sido designada para ser tu acompañante veterana.

Las acompañantes veteranas eran personas que se encontraban en segundo de carrera y se encargaban de mostrarte las instalaciones, pasar tiempo contigo, —sobre todo los primeros días— y hacerte un poco más fácil tu adaptación al centro.

—Oh, bien. —No sabía muy bien qué tenía que hacer yo en ese momento—. Eeeh… ¿Quieres pasar? —le dije, abriendo más la puerta y cediéndole el paso.

—No, tranquila, solo venía a presentarme y a decirte que pasaré a recogerte a la una para acompañarte a la cafetería y comer juntas. Después te mostraré las instalaciones. ¿Te parece?

¿Hablaba demasiado rápido o solo era una percepción mía?

—Mmm… Sí, claro. Aquí estaré.

—Perfecto, pues nos vemos luego.

Y se marchó alzando una mano en señal de despedida.

Agradecí que no me diera otro abrazo. No por nada; solo que los abrazos y yo teníamos una relación compleja.

Cerré la puerta y fui otra vez hacia la cama para retomar el tema de la ropa, pero ¿qué hora era? Cogí el móvil, porque me había dejado el reloj en casa de Roger, y era una faena, ya que me hacía falta para entrenar.

Eran las doce, así que aún tendría tiempo para terminar de colocar mis cosas y arreglarme antes de que Natalie volviera a buscarme. Vi que tenía un mensaje de Tammy y esbocé una sonrisa mientras pensaba que estábamos demasiado cerca como para mandarnos mensajes.

Tammy: April, ¡no sabes lo que me ha pasado! ¡Acaba de presentarse en mi habitación un chico guapísimo para decirme que es mi acompañante veterano y que vamos a comer juntos hoy!

Sonreí.

La verdad era que agradecí que la mía fuera una chica; no sabía si estaría preparada para que un chico demasiado atractivo llamara a mi puerta y me dijera que íbamos a comer juntos. ¿Os he dicho ya que los cambios me costaban un poco?

April: Menuda desgracia que te haya tocado un chico guapo, ¿no? Seguro que estás tremendamente triste. A mí ha venido a presentarse una chica muy sonriente, que hablaba muy rápido y que es bastante simpática. ¿Lo peor? Me ha dado un abrazo nada más verme. Ya me dirás luego quién es el afortunado de acompañarte en tu bienvenida.

Tammy: ¿Un abrazo de primeras? ¿A ti? Mal. Muy mal por su parte. Punto negativo. Pero dale un voto de confianza: aún no te conoce. Claro que te presentaré a Logan, pero, de momento, «el Afortunado» será su nombre secreto para nosotras. ¿Su nombre en clave qué te parece? Suena bien.

A la una menos cinco estaban llamando a mi puerta. Por lo visto, Natalie era puntual, algo que yo valoraba mucho. Abrí y allí estaba ella.

—¿Preparada? —me dijo.

—Sí, claro —respondí sin estar muy convencida de mi contestación.

Cerré la puerta con llave y la guardé en el pequeño bolso que decidí llevarme junto con el móvil y el monedero. La mochila ya la estrenaría al día siguiente con el inicio de las clases.

—Como ves, la residencia de estudiantes es muy grande —informó mientras nos dirigíamos al ascensor—, pero seguro que pronto te acostumbras. Entiendo que hoy, al ser el primer día, estés un poco descolocada. Es normal. ¿Has entrado directamente a la habitación o te has dado una vuelta por el campus? —preguntó según daba al botón de llamada del ascensor.

—La verdad es que solo he visto la habitación. Mi amiga Tammy también va a estudiar aquí; hemos entrado prácticamente juntas y nos hemos quedado organizando un poco las cosas.

—Ah, bueno. —Sonrió ampliamente—. Entonces ya conoces a alguien. Eso facilita mucho las cosas. Vaya si lo hace. Yo entré sola y agradecí la figura del acompañante para hacérmelo todo un poco más fácil.

Entramos en el ascensor con unos cuantos estudiantes más, y bajamos a la planta baja.

—Mira, lo primero que vamos a hacer es recoger tu carnet de estudiante. Con él podrás identificarte para entrar en todas las instalaciones. Tendrás que presentarlo al hacer los exámenes, y ahora te enseñaré cómo tienes que pasar el código por el escáner al entrar en el comedor o en la biblioteca. Solo tienen acceso los estudiantes —aclaró al ver mi cara al recibir tanta información—. Tranquila. Es más fácil de lo que parece.

Teníamos que recoger el carnet en un mostrador que había situado en el hall que hacía las veces de admisión. Una fila ordenada de varias personas estaba tras él, y nos colocamos al final esperando que llegara nuestro turno. Natalie estaba explicándome cómo había sido su primer año cuando noté a Tammy abrazándome por detrás. Su forma de hacerlo era inconfundible.

—¡April! ¿Vienes a por el carnet? —me dijo desde atrás.

Su voz sonaba animada, contenta, y me contagió la sonrisa que intuí que esbozaba a mi espalda.

—Sí —respondí dándome la vuelta—. Por lo visto, creo que todos los novatos vamos a seguir el mismo itinerario.

A su lado iba un chico que debía de ser el Afortunado, y tenía toda la razón cuando dijo que era muy atractivo.

—Mira —dijo mi amiga sin esconder su emoción—. Él es Logan Clark. Logan, ella es April, mi mejor amiga, y de la que te he contado antes que ocupa la habitación de al lado.

El chico se acercó a mí mostrándome una bonita sonrisa, y me dio dos besos que correspondí con cortesía.

—Encantada, Logan. Tammy, ella es Natalie, mi acompañante.

Natalie enseguida se acercó a Tammy y la besó de manera efusiva. Se notaba que era una chica intensa con sus demostraciones afectivas.

—A ella no me la presentes, que la conozco —dijo Logan, refiriéndose a Natalie con un guiño.

—Cuidadito con este chico, que tiene mucho peligro —respondió ella con sorna, colgándose de su brazo.

—¿Yo? Pero si soy un angelito. No sé por qué lo dices… —apuntó, rodeándole los hombros con un brazo y llevándola hacia él—. Con ella sí que debéis tener cuidado, que le gusta mucho la fiesta.

—Y las voy a llevar por el mal camino, ¿no? —terminó ella la frase sonriendo.

—Eso justo iba a decir.

Parecía que los dos se llevaban bien, e incluso habría podido decir que tenían cierta complicidad. Logan era alto, atractivo, moreno y con el pelo un poco largo y un cuerpo definido que se intuía bajo su camiseta negra.

—Logan también estudia Psicología, y comparte pasillo con vosotras —informó Natalie.

—Sí, mi habitación está en la misma planta que la vuestra, pero en el pasillo de la derecha. La puerta número veintiocho. Si necesitáis algo, allí me tenéis.

Tammy me miró disimuladamente con los ojos casi saliéndosele de sus órbitas, y yo no pude hacer más que sonreír. Una de las características de mi amiga es que era superexpresiva, y por eso era tan transparente. Le era imposible disimular cuándo estaba mal; a ella le venía al pelo el refrán de «la cara es el espejo del alma».

Charlamos unos minutos más mientras la fila iba avanzando, hasta que llegó nuestro turno, y, al recoger el carnet, nos separamos, ya que Logan quería enseñar a mi amiga las instalaciones antes de comer y Natalie quiso mostrarme la pista de atletismo donde empezaría a entrenar en breve.

Desde hacía años me gustaba mucho correr. Empecé a hacerlo como una manera de despejar la mente y pasar algo más de tiempo fuera de casa, hasta que lo sentí como una disciplina que no podía ni quería dejar. Acabó siendo una terapia para mí. Un momento en el que era capaz de desconectar de tal manera que el mundo se reducía a mí y al aire que inundaba mis pulmones en cada zancada que daba. Así que me apunté a un club de atletismo en el instituto, y resultó que era más buena de lo que yo podía imaginar.

Participé en varias competiciones en las que mi objetivo no era ganar, sino mejorar mi marca personal, y al final no solo lo conseguí, sino que también quedé en primer lugar en algún campeonato. Así que tenía claro que quería presentarme a las pruebas del equipo de la universidad en cuanto pudiera.

—¿Sabes cuándo hacen las pruebas de ingreso en el club de atletismo? —pregunté a mi acompañante mientras miraba fascinada al frente. Las instalaciones eran increíbles. Nada que ver con las pistas descuidadas del instituto.

—Sí, de eso quería hablarte. Mañana.

—¿Mañana? —Me paré girándome hacia ella, y casi se me salió el corazón por la boca.

—A las seis. Lo había apuntado porque la orientadora, al darme la información sobre ti, me habló de que en la solicitud marcabas el atletismo como deporte para practicar aquí. Y pensé que podría interesarte.

—Claro que me interesa. Te lo agradezco, pero pensé que tendría más tiempo para prepararme. Si son mañana, va a ser imposible poder entrenar en la pista en tan poco tiempo.

—Tranquila —intentó calmarme—. El no ya lo tienes. Así que lo primero que deberías hacer es relajarte. Seguro que lo haces genial mañana.

Entré en pánico. Si hacía las pruebas y me decían que no valía, me iba a dar algo. Correr era algo muy importante en mi vida, y ya no solo correr, sino competir. Con el lío de las maletas y la emoción de venir, había estado unos días sin salir a entrenar. Para nada pensaba que las pruebas serían al día siguiente de llegar. Pero, de repente, vi una pequeña luz al final del camino.

—¿Y las pistas las cierran? —pregunté.

—No. Puedes venir a entrenar cuando quieras, siempre que no sea en horario de entrenamientos.

—¿Y cuándo son?

—No sé la hora exacta ni los días, pero siempre por la tarde. Lo único que te puedo asegurar es que las pruebas son mañana. Pero lo pregunto si quieres.

Me quedé pensando cómo me podía organizar para prepararme antes de las pruebas. Y estaba tan nerviosa y colapsada que mi cabeza no era capaz de sumar dos más dos. Así que, en un momento de lucidez, pensé que como las clases empezaban a las ocho de la mañana, a las seis estaría corriendo para hacerme a la nueva pista.

—No hace falta. Gracias, Natalie. Creo que sé qué puedo hacer.

5

April

Después de ir a comer y terminar de enseñarme todas las instalaciones, que, por cierto, eran numerosas y muy grandes, me fui a la habitación a descansar un poco. Al fin y al cabo, había llegado como a las once de la mañana, eran casi las seis y no había parado.

Me tumbé en la cama y me quedé mirando al techo. ¿Los días aquí iban a tener un ritmo tan frenético? Porque, si iba a ser así, no sabía cómo llegaría al final de semestre. Probablemente, hecha un despojo humano.

Cerré un poco los ojos para descansar la mente, y no llevaba ni diez minutos así cuando llamaron de nuevo a la puerta.

—¿En serio? —me quejé—. ¿No me van a dejar descansar?

Me levanté como pude y, al abrir la puerta, mi amiga se coló como una exhalación en mi cuarto para tirarse en mi cama.

—Pasa, pasa con confianza —dije con ironía.

—Pero ¿todavía estás así? ¡Que a las ocho es la fiesta! ¿No lo recuerdas?

—La fiesta —musité, acariciándome la nuca—. Lo había olvidado.

—Pues, como verás, yo no, y ahora, antes de prepararte, cuéntame qué te ha parecido el dios griego que te he presentado antes.

Me acerqué a la cama y acabé tumbada boca arriba, gesto que imitó mi amiga.

—¿El Afortunado quieres decir? Es guapo —respondí como si nada, sabiendo cómo iba a reaccionar.

—¡¿Guapo?! ¡¿Solo guapo?! Estás bromeando, ¿verdad? —dijo, sorprendida, girando la cabeza para mirarme.

Cómo la conocía. Era como un libro abierto.

—Bueno, a ver, no sé qué más quieres que te diga.

—¿Que tiene un culo con el que partir nueces? ¿Que su boca está para comérsela y no soltarla en la vida? ¿Que su cuerpo es espectacular? ¿Que su…?

—Vale, vale, vale. —Alcé la mano—. Me hago una idea. —Me reí—. Y, además de todas esas dotes físicas que me estás enumerando, ¿es simpático? ¿Respetuoso? ¿O es de ese tipo de chico que se va mirando en todos los espejos y no ve más allá de su propio ombligo?

—Pues, aunque no lo creas, ha sido encantador conmigo —contestó, volviendo a mirar al techo—. Nada de ir recreándose en los reflejos de las taquillas ni sacando músculo cada vez que nos cruzábamos con chicas. Aunque no veas qué miraditas le lanzaban algunas.

—Y, déjame adivinar, las miradas que esas chicas te disparaban a ti al ir a su lado no eran para nada parecidas a las que le dedicaban a él, ¿me equivoco?

—En nada, así ha sido —dijo mientras se incorporaba y quedaba sentada en la cama mirando hacia mí—. Si las miradas matasen, ahora mismo estarías en mi velatorio, llorando a lágrima viva.

Su comentario me hizo reír. Nunca he llegado a entender que hubiera gente que defendiera «su terreno» con esas formas. Somos personas, no cosas a las que etiquetar para decir a quién pertenecemos. Ese tipo de comportamientos me ponía de los nervios.

—Pero no sabes lo mejor —susurró, sacándome de mis cavilaciones.

—Sorpréndeme —dije, entornando los ojos irónicamente.

—Me ha dicho que, si queremos, ¡nos acerca a la fiesta en su coche!

—¿Qué? —Esa vez la que se incorporó fui yo—. De eso nada. Iremos en autobús, o incluso andando si hace falta. No lo conocemos de nada, Tammy.

—No lo estarás diciendo en serio.

—Claro que lo digo en serio —respondí, levantándome de la cama y apoyándome de espaldas al escritorio con los brazos cruzados.

—April, hay seis millas —dijo, con voz queda, alzando las cejas—. ¿Quieres andar seis jodidas millas? Que te recuerdo que aquí la atleta eres tú, y que, sinceramente, qué quieres que te diga, no me veo, con mi vestido y las sandalias de plataforma, caminando seis putas millas por una zona totalmente desconocida para nosotras.

—¿Y qué me dices del autobús? —titubeé.

—Pues lo primero es que no sé si hay autobús, y, si lo hay, no tengo la menor idea de cuál hemos de coger. —Hizo una pausa para levantarse y colocar sus brazos sobre mis hombros—. April, solo se ha prestado a llevarnos a la fiesta, nada más.

—Es que… ya sabes que yo…

«… soy una persona a la que la inseguridad en sí misma y en el resto de los mortales de sexo masculino la frena en seco para disfrutar de la vida plenamente», me faltó decir para terminar la frase.

En ese momento el teléfono de mi amiga comenzó a sonar. Tammy corrió a sacarlo del bolso, y se le amplió la sonrisa al tiempo que me enseñaba el nombre que aparecía en la pantalla, para después descolgar mientras yo resoplaba.

—¡Logan! ¿Qué tal?

La miré desde el escritorio mientras cruzaba un par de frases con ese chico y se hacía tirabuzones invisibles con un mechón de pelo.

—¿Que si al final nos llevas tu a la fiesta? —preguntó, girándose hacia mí y poniéndome pucheros.

Joder, pucheros no… Contra eso no podía hacer nada.

A veces odiaba que me conociera tanto.

Cogí aire y, tras soltarlo lentamente, asentí y me tapé la cara con las manos, arrepintiéndome por completo de lo que acababa de hacer. Ahora sí que la había liado. Con lo desconfiada que era, y me iba a ir el primer día a una fiesta con un montón de gente a la que no conocía, a un lugar que no conocía y en el coche de un tío al que había visto menos de cinco minutos en toda mi vida.

Genial.

Bienvenida al mundo universitario, April.

6

April

Mientras me estaba preparando, recibí un mensaje de Natalie, mi acompañante, preguntándome si finalmente Tammy y yo habíamos decidido acudir a la fiesta. Que, en el caso de que fuera que sí, ella podía acercarnos.

Si me lo hubiera preguntado antes, habría aceptado muy amablemente y con los ojos cerrados su invitación, pero tuve que responder que no, que ya teníamos medio de transporte, ya que su amigo Logan se había ofrecido también.

Y aunque no me consideraba especialmente desagradable —Tammy decía que yo era «anti algunas personas», no antipática—, sí pensaba que el perfil de chicos que ahora se llevaba tanto, tipos altos, con cuerpos trabajados en el gimnasio, guapos y con sonrisa de anuncio, solían buscar en nosotras solo una cosa. Vale que no era justo generalizar, pero mi última relación fue bastante parecida a lo que intento explicaros.

Salí con Ian durante tres meses. Antes había quedado con algún chico, pero nunca me había acostado con nadie hasta que empecé con él. Era jugador de fútbol americano en el instituto, un niño rico cuyos padres eran conocidos por mi padrastro y Fiona, y la verdad es que era guapísimo, demasiado perfecto. Y eso me cegó. No me dejó ver más allá. De ahí mis reservas.

Aunque era un chico que me gustaba, siempre pensé que no tendría ninguna oportunidad con él. No es que yo fuera espantosa: mis ojos azules llamaban la atención porque eran grandes y expresivos, así como mis pestañas, largas y espesas, pero mi cuerpo era del montón. Mi timidez me encorsetaba demasiado, además de que me encontraba a años luz de él y de su círculo de amigos.

Sin embargo, el señor Murphy, el profesor de Química, nos puso como pareja para hacer un experimento con imanes y resultó que, al final, los que acabamos imantados fuimos nosotros. O eso creí yo. Ilusa de mí. Unos días después de entregar el trabajo, nos besamos en el baño de profesores, y aunque Ian intentó llegar a algo más en ese mismo espacio, le dije que no estaba preparada, y, menos aún, en ese lugar, donde podrían sorprendernos en cualquier instante.

De la noche a la mañana, estaba todo el día detrás de mí en el instituto, y todos sus amigos me saludaban con una sonrisa, chocando mi mano cuando nos cruzábamos en el pasillo, o me invitaban a tomar juntos algo en la hamburguesería, y, aunque Tammy intentó abrirme los ojos, yo estaba tan en las nubes que no quise escucharla. No me porté bien con ella. Estaba tan cegada que lo único que me importaba en ese punto era esforzarme cada día para que Ian no dejara de prestarme atención. Cualquier descuido podía provocar que se fijara en otra. Concentré toda mi atención en que siguiera centrado en mí y no darle opción a conocer a nadie más. Bajar la guardia no era una opción.

Una tarde, Ian me dijo que no había nadie en su casa, llevábamos unos tres meses y pensé que ya era el momento de estar con él en la intimidad. No es que me sintiera del todo preparada, pero no quería que me dejara, ya le había dicho que no muchas veces, y hacerlo de nuevo podía provocar que se cansara de mí. No habíamos tenido relaciones sexuales completas, aunque sí nos habíamos tocado en varias ocasiones. Pero, por lo visto, eso ya se le quedaba corto, porque insistía en dar un paso más.

De tal modo que acepté. Fuimos a su casa. Nos acostamos.

Y no volvió a hablarme nunca más.

Fui una jodida apuesta con sus amigos de a ver quién se tiraba antes a la niña rica sin experiencia sexual completa. Se aprovechó de que estaba falta de cariño y me pilló con la guardia baja. Cuando yo pensaba todo lo contrario. Supo cómo elegir el momento.

Lloré, lloré mucho. De rabia, de pena, de impotencia. De haber sido tan estúpida como para creerme que un chico así se fijaría en mí. De no haber escuchado a mi mejor amiga cuando me llevaba avisando un tiempo. De no haber sido consciente del juego que se traía con sus amigos.

Me sentí tan estúpida que lo único que quería en ese segundo era desaparecer y no volver a cruzarme con semejante estúpido. Y de eso había pasado poco más de un año.

De ahí, mi aversión a los chicos que se me acercaban con una sonrisa sin conocerme de nada, a esos que solo con un cuerpo trabajado y una cara bonita se suponían con el derecho de jugar contigo, de hacerte daño hasta el punto de cuestionarte si eres lo suficientemente alta y delgada como para que merezcas que te miren. Esos que consiguen que tu moral se ancle en el subsuelo y dejes de creer en las relaciones con solo diecisiete años.

Ian había conseguido que sintiera todo eso en cuestión de horas. El tiempo que pasó desde que me llevó a casa con una sonrisa, un beso en los labios y un «Nos vemos», hasta que a la mañana siguiente me encontrara una nota en la taquilla diciéndome que todo había sido una apuesta y que no volviera a acercarme a él. No precisamente con esas palabras. Utilizó otras más ofensivas que me hirieron aún más, si es que eso era posible.

Nunca pensé que una emoción, que es algo intangible, pudiera doler tanto como si te arrancaran el corazón. Como si te fueran clavando un alfiler por cada recuerdo que asaltara ingobernablemente tu cabeza.

Y Logan, por desgracia para él, cumplía con todos los requisitos para que yo desconfiara, para ver reflejado el patrón de Ian en su aspecto. Y podía ser que hubiera conseguido que a Tammy se le salieran los ojos de las órbitas, pero a mí ya no me engañaban más, así que tendría que estar atenta a que mi amiga no perdiera la cabeza por una media sonrisa canalla y una camiseta ceñida. Con un Ian en nuestras vidas había sido suficiente.

Me puse unos vaqueros claros, unas sandalias planas y una camiseta de tirantes negra con cuello de pico. Me gustaba ir cómoda, y llevar un vestido que no me dejara ni respirar y mostrara más de lo necesario si no controlaba demasiado mis movimientos no era mi idea de comodidad. Al menos, de momento.

Mientras esperaba a que Tammy pasara a buscarme encendí la televisión y empecé a cambiar de canales, pero justo cuando la iba a apagar, llamaron a la puerta.

Me levanté y dejé el mando sobre el escritorio al tiempo que me acercaba a abrir. Pensé que seguramente sería mi amiga para irnos. Pero, al abrir la puerta, Tammy no era la única que venía a recogerme. Logan la acompañaba —con su sonrisa y la más que previsible camiseta ajustada—, y bastante enfadada como estaba con el tema, después de retroalimentarme yo solita mientras me preparaba, dije lo primero que se me pasó por la cabeza, sin pensar, como me pasaba a menudo si me ponía nerviosa.

—Vaya, ¿esto es servicio a domicilio como las pizzas? —pregunté, sarcástica—. Valía con que nos hubieras esperado abajo.

A Logan se le congeló la sonrisa: era evidente que mi comentario lo había dejado fuera de juego. Y, en el fondo, me alegré de haber conseguido esa reacción en él.

—Perdona, pensaba que… —intentó disculparse.

—Tranquilo, no pasa nada. Es que April es muy bromista —objetó mi amiga para quitar hierro al asunto al tiempo que me dedicaba una mirada asesina.

Salí, cerré la puerta con llave y me adelanté a ellos camino del ascensor. Ya podía haberle tocado a mi amiga una chica como acompañante y no ese chico tan atractivo.

Me había fijado en que Tammy se había puesto un vestido rojo espectacular que resaltaba su tez morena debido al lugar de nacimiento de sus padres, República Dominicana.

Era un cañón de chica; tenía un cuerpazo —por disposición genética— y llamaba la atención por donde pasaba. Con razón el Afortunado se había pegado como una lapa a ella. Su pelo suelto y sus imponentes y voluminosos tirabuzones al aire la hacían aún más espectacular si cabía.

Bajamos en el ascensor con algunas personas más, sin cruzar palabra alguna. Bueno, en realidad Tammy y Logan, entre ellos, sí; conmigo no. Y no los culpaba, puesto que no había sido precisamente agradable al recibirlos.

Salimos hacia el hall, y de ahí, al aparcamiento del campus, donde él vio enseguida su coche, y dándole al botón del mando pudimos reconocer cuál era. Un todoterreno negro.

Logan se acercó primero a la puerta del copiloto y la abrió dirigiendo la mirada hacia mi amiga, que lo observaba con ojitos brillantes, y cuando ella iba a dar el primer paso para entrar en el coche, tuve que intervenir; la cogí de la mano y tiré de ella hacia atrás.

—Gracias, Logan, por tu caballerosidad, pero las dos vamos en el asiento trasero.

Abrí la puerta con determinación y empujé literalmente a Tammy dentro, antes de mirar al chico y darme cuenta de que lo había vuelto a dejar fuera de juego y me miraba totalmente descolocado. Debía de pensar que era una loca arrogante. Pero él no entendía que era un tema de prevención. Nada personal.

Cuando me metí en el coche junto a mi amiga y cerré la puerta, ella reaccionó contra mí mientras yo buscaba el cinturón de seguridad para abrochármelo.

—Pero ¿se puede saber qué demonios te pasa? —me increpó.

—¿A mí? Nada. —Hice una pausa hasta que me volví para mirarla—. ¿Y a ti? Parece que cada vez que este chico abre la boca te abduce y te largas a otro planeta.

—No digas tonterías —susurró al ver que Logan abría la puerta del conductor y se adentraba en el coche—. Este chico lo único que ha hecho ha sido ser amable con nosotras, y deberías estar agradecida, porque yo lo estoy. Así que haz el favor de dejar de ver fantasmas donde no los hay. No todos son como Ian; acéptalo de una vez.

Tocada y hundida. Con esa frase sentenció y consiguió cerrarme la boca. Esa vez fui yo la que se quedó fuera de juego.

Tragué saliva y giré la cabeza para mirar por la ventanilla y evitar el contacto visual con ella. Tenía toda la razón del mundo: Logan no era Ian, pero es que mi ex fue igual de amable conmigo al principio y después me dio la patada de muy malas maneras. No era capaz de fiarme de él. Y no quería que a mi amiga le pasara lo mismo que a mí. No era una cuestión de ser borde o desagradecida, sino que iba mucho más allá, y aunque Tammy sabía todo lo que me había pasado, suponía que no haberlo vivido en su propia piel no le hacía estar tan a la defensiva como yo.

En poco menos de diez minutos entramos en una calle residencial de viviendas unifamiliares, y el corazón se me aceleró. Se veían muchos coches aparcados, y de fondo avisté una casa grande donde abundaba la gente a su alrededor.

—¿Queréis que os deje en la puerta y busco aparcamiento o venís conmigo? —preguntó Logan, dirigiéndonos una mirada a través del espejo retrovisor central.

—Si no te importa, nos bajamos en la puerta —respondió mi amiga sin siquiera mirarme—. April ha quedado con Natalie, y me ha parecido verla.

Tammy estaba enfadada, se le notaba a la legua, aunque frente a los demás lo disimulara perfectamente. Me sentía muy culpable por haberme portado así. A veces los recuerdos, y no solo de Ian, me nublaban la mente y me anulaban completamente. Y sabía que, al decir que nos dejara en la puerta, buscaba una oportunidad para hablar conmigo a solas. Dudaba que hubiera visto a Natalie.

—Perfecto. Esperad, que acerco el coche un poco a la acera y os bajáis. Hay mucho loco conduciendo en estas fiestas.

—Gracias —le agradeció mi amiga.

Detuvo el coche subiendo un par de ruedas a la acera para dejar paso al resto de vehículos que, como nosotras, venían a la fiesta y buscaban dónde aparcar.

Abrí la puerta y primero me bajé yo. Me abracé a mí misma porque empezaba a refrescar, y al ver que Logan acompañaba a mi amiga cuando habían venido a buscarme, me había nublado tanto que me había dejado la cazadora encima de la silla.

Tammy bajo después, cerró la puerta y, una vez que el coche comenzó a moverse, se giró hacia mí cruzada de brazos hasta estar una frente a la otra. Nos mantuvimos la mirada. Ella, como pensando qué decir para no hacerme daño, y yo, esperando a que ella hablara.

—Perdona por lo que te he dicho antes de Ian —fueron sus primeras palabras.

Me alivió ver que usaba un tono conciliador, porque, si no, menudo inicio de curso íbamos a tener.

—No, no me pidas perdón; he sido una idiota por pagar mis frustraciones con Logan. Desde luego que no se lo merecía… Ni tú tampoco.