Cuando la miel muere - Hanni Münzer - E-Book

Cuando la miel muere E-Book

Hanni Münzer

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Beschreibung

La joven e inquieta Felicity acaba de terminar sus estudios de medicina y se dispone a irse a Afganistán con una ONG. Una llamada de su padre, enfermo en una silla de ruedas, va a cambiar todo. Su madre no ha vuelto a casa tras ir a la residencia a recoger las pertenencias de la abuela Déborah que acaba de fallecer. En la residencia le dicen que se marchó muy agitada llevando una caja. Los movimientos de su tarjeta apuntan a que, incomprensiblemente, se ha ido a Roma. Felicity toma un avión y parte en su búsqueda. Termina encontrándola en un hotel, enajenada, rodeada de viejos artículos de prensa y documentos, y con un diario de la abuela escrito en hebreo. ¿Por qué se fue a Roma la madre de Felicity? ¿Qué esconde el misterioso diario? Un dramático secreto familiar, vinculado a uno de los capítulos más sombríos del pasado europeo. Un secreto relacionado con el destino trágico de su bisabuela, Elizabeth, famosa cantante de ópera afincada en Múnich, y de su hija Déborah, pianista de talento y abuela de Felicity. Entre Múnich, Berlín, Cracovia, Roma y Seattle, y a saltos en el tiempo, Hanni Münzer nos narra la historia de cuatro generaciones de mujeres atrapadas por la semilla del mal que acompañó a las tragedias del siglo XX. Cuatro generaciones sacudidas por el amor y la traición, los sentimientos de culpa, venganza y redención, en una novela de intriga apasionante.

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Veröffentlichungsjahr: 2017

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Hanni Münzer

Cuando la miel muere

Traducido del alemán por Jorge Seca

Índice

Prólogo

PRIMERA PARTEEl presenteFelicity

SEGUNDA PARTEEl pasadoGustav y Elisabeth

TERCERA PARTEDéborah

CUARTA PARTEMaría

QUINTA PARTEEl presenteFelicity y Martha

EpílogoYo, Felicity

Nota final

Asuntos personales

Créditos

Para Simon,un angelito que estuvo poquísimo tiempo en esta Tierra.

CUANDO LA MIEL MUERE

Érase una vez una estirpe activa y laboriosa, / que nunca se saciaba con las flores, / una estirpe aliada de la naturaleza, dulce y dorada como el ámbar, / que recolectaba afanosa su polen. / Su orgullosa reina / velaba por todos sus miembros / para alegría y satisfacción de los cielos. / Déborah era el nombre de esa reina, / bella, inaccesible, inteligente, / imperturbable a los rayos del sol. / Su Majestad observaba, siempre atenta, la danza alegre de sus huestes. / Pero, de pronto, apareció un perfume extraño. / ¿Qué criatura venía arrasándolo todo? / Era el ser humano, el verdugo de la naturaleza, el exterminador. / El enjambre dorado enmudeció para siempre. / Tan solo la reina escapó de la hecatombe / y, aturdida, aspira ahora a la venganza. / Completa la obra de sus enemigo / y elige para sí misma la muerte amarga. / Las oscuras sombras que se lamentan por los perdidos cielos de otros tiempos / siguen cerniéndose en nuestros días. / Fue una estirpe esperanzada en su día y ahora está exánime y atónita. / Aquél para quien la venganza vale más que la vida, no es nada más que un necio.

RAFFAEL VALERIANI

 

Al principio, la inclinación al mal es como alguien que está de paso, luego es como un huésped, y finalmente acaba siendo el señor de la casa.

Talmud Bavli Sukka 52

PRÓLOGO

DICEN QUE LA carga de la verdad pesa más de lo que el mismo Dios es capaz de soportar.

La verdad sigue su propia física. Cuando menos te lo esperas, asciende a la superficie como una burbuja en el agua, y nos acusa.

Esto fue lo que le ocurrió a mi familia cuando murió mi abuela y mi madre desapareció ese mismo día sin dejar rastro.

Los sucesos se desataron por el contenido amarillento de una caja olvidada.

El pasado nos había alcanzado con rotundidad.

PRIMERA PARTE

EL PRESENTE

Felicity

 

Capítulo 1

Seattle, Estado de Washington (Estados Unidos)Mayo de 2012

–¿Y REALMENTE ESTÁS segura de que haces lo correcto? —preguntó Olivia a su amiga. Era la enésima vez que le hacía esa pregunta durante la última hora. La intensidad de su enojo se había reducido ya un tanto, casi en la misma proporción que el interés de su amiga Felicity por contestar.

Felicity estaba concentrada en llenar con sus pertenencias una maleta de dimensiones bíblicas, un regalo de su madre, una persona tan alejada de la realidad como poco práctica.

Olivia estaba echada boca abajo en la cama y mordisqueaba una manzana mientras seguía con gesto huraño el quehacer de su amiga.

Felicity presentía que Olivia no iba a cejar en su empeño. Y así fue, en efecto:

—No me entra en la cabeza para nada que me hagas esto. ¡Y que hayas urdido todo esto en secreto, a mis espaldas! Pero dime, ¿qué te piensas, eh?

Bien, así que ése era el verdadero quid de la cuestión. Felicity reprimió una sonrisa. Olivia no se sulfuraba por lo que estaba haciendo sino por el hecho de que había conseguido mantenerlo en secreto ante ella, su mejor amiga y, además, la persona más curiosa sobre la faz del planeta.

Felicity ignoró esta objeción, igual que todas las anteriores, y exclamó:

—¡Ya estoy lista! —dijo cerrando la maleta con brío. El sonido de la tapa al caer tuvo algo de definitivo, como de final de la discusión. Pero no fue así para Olivia.

—¿Has pensado, aunque solo haya sido un minuto, en Richard? —preguntó como si arrojara un naipe de triunfo sobre el tapete.

Felicity se dio la vuelta. Olivia había acertado plenamente en su punto débil. Richard. Un hombre de confianza, con talento y unas perspectivas brillantes y, además, de muy buena planta. El hermano de Olivia era diez años mayor que ella y ya era un cirujano de prestigio, mientras que en el caso de ellas dos apenas se había secado la tinta del diploma que habían obtenido recientemente por su carrera de Medicina. Él tenía a sus pies a todo el personal femenino del Hospital de Niños de Seattle, y ella, Felicity, estaba a punto de abandonarlo y de poner todo un continente de por medio entre él y ella.

—Él te ama de verdad, ¿lo sabes?

La voz de Olivia sonó muy dulce en ese instante.

—Lo sé.

Se lo había dicho ayer, al despedirse de él. Richard no quería que se fuera. Lo intentó todo para que se quedara, incluso le hizo una propuesta de matrimonio. Ahora no podía ni quería pensar en el rostro triste de Richard, en la decepción que vio en sus ojos cuando le dijo que no. Al separarse de él, sintió cómo casi se le hacía jirones el corazón, como si dentro de su pecho latiera una masa informe. No se entendía a sí misma, y sin embargo no podía hacer otra cosa. Siempre había sido así. Un desasosiego interior la impulsaba continuamente hacia delante y ella había acabado dudando de que eso fuera a cambiar ya algún día. Había confiado en escapar de esa coacción interna una vez lograda la gran meta de su vida de convertirse en médica, pero, a medida que se iban acercando el final de la carrera y los exámenes, se le fue haciendo más acuciante el apremio de dar un nuevo rumbo a su vida y de romper con el orden y el control que habían determinado el paso de sus días. Nada deseaba con mayor vehemencia que llegar a un sitio y conquistarse una plaza fija en la vida, y, sin embargo, actuaba siempre en la dirección opuesta, sometida a un desasosiego obsesivo que parecía provenir directamente de su alma. Era como si deseara ciertamente esa vida pero se viera forzada a llevar otra diferente, atrapada en un eterno examen de conciencia consigo misma. Una vez intentó explicárselo a Richard. Ahora bien, ¿cómo explicar algo que una misma no entiende del todo? Fracasó estrepitosamente en su intento y Richard acabó sin comprender de qué iba todo aquel asunto. Incapaz de indagar de dónde le venía ese impulso melancólico, pensó: «Jamás llegaré a pisar el territorio del amor». Ese impulso dejaba en ella una sensación de desamparo y el gusto desabrido del miedo.

—¿Qué acabas de decir? —preguntó Olivia mirando a su amiga con expresión de perplejidad.

Felicity no estaba segura de haber pronunciado la frase en voz alta. De pronto fue consciente de qué, o mejor dicho, quién se la había inspirado. Se la había dicho hacía muchos años su abuela, poco antes de que enfermara de alzhéimer. Resultaba curioso que se le pasara por la cabeza esa frase precisamente ahora. Pero, por otra parte, tampoco era tan extraño: su abuela había fallecido hacía seis días, a la edad de 87 años. Su muerte había sido una liberación, no solo para la enferma sino también para toda la familia.

Debido al entierro, Felicity había postergado su vuelo a Kabul, en donde iba a trabajar para la organización humanitaria Médicos del Mundo.

El móvil de Felicity sonó. Debía de ser Martha, su madre. En realidad hacía ya un buen rato que debía haber aparecido por allí. Su madre había insistido en llevarla en coche al aeropuerto.

Felicity suspiró. Se horrorizó al pensar en el trayecto de casi una hora durante el cual su madre aprovecharía con toda seguridad para intentar disuadirla de su propósito. «¡Por Dios, y nada menos que a Afganistán! Debes de estar loca, Felicity, te lo digo de verdad. ¿Para eso has estudiado tantos años, para irte a continuación al fin del mundo a deambular por todas partes con un velo? Pero ¿cómo te atreves? Y no hablemos de los talibán que andan a todas horas inmolándose. ¡Qué horror!».

Al otro lado de la línea no estaba su madre, sino su padre. Desde el derrame cerebral que había sufrido hacía un año, se movía en silla de ruedas. Sin embargo, se había recuperado bastante bien y pronto dejaría de depender de la silla.

—Hola, pequeña —la saludó—. Dime, ¿está mamá contigo en casa?

—Hola, papá. No, la verdad es que iba a llamaros ahora para preguntar por qué mamá está tardando tanto en venir. ¿Cuándo dices que salió?

—Eso es lo más extraño de todo. Parece no haber regresado a casa anoche. Y eso es algo que no había hecho nunca. Yo esperaba que estuviera en tu casa.

—¿Cómo dices? ¿Mamá no regresó a casa anoche?

Felicity no podía creérselo. Su madre podía tener sus puntos débiles, pero era la formalidad en persona y con toda seguridad no dejaría a su padre solo toda la noche y menos desde el ictus que sufrió.

—¿Podría ser que te hubiera llamado y que tú no hubieras oído el teléfono tal vez?

—No, ya he escuchado el contestador automático. No había ni llamadas ni recados. Y también ha desconectado su teléfono móvil. ¿Dónde estará? ¿Adónde quería ir ella ayer? ¿A una sesión del comité tal vez? Seguramente habrá allí un teléfono para llamar, ¿no? —Su madre colaboraba en varias asociaciones benéficas, el sentido de su vida era preocuparse por la de los demás. «Pero no por su propia familia —se le pasó a Felicity por la cabeza—. ¡Basta, no seas injusta!», se reprendió a sí misma para sus adentros. En los últimos años las cosas habían mejorado mucho con ella.

—No, no estuvo en ninguna reunión. Tu madre recibió ayer al mediodía una llamada de la residencia. Le pidieron que se pasara a retirar las cosas que tenía tu abuela porque necesitaban la habitación para otra paciente.

—¿Has llamado allí?

—Pues claro. Me dijeron que como mucho estuvo allí media hora por la tarde y que luego se fue. Un enfermero afirma haberla visto irse a toda prisa de allí con una caja bajo el brazo, pero eso no puede ser verdad.

—¿Que se fue corriendo? ¿Mamá? Eso no es muy propio de ella, la verdad.

—No, y tampoco lo es no dar noticias de su paradero. ¿Crees que le puede haber sucedido algo? ¿Un accidente con el coche tal vez?

Felicity percibió el nerviosismo en la voz de su padre.

—Entonces, créeme, ya nos lo habrían comunicado. ¿Sabes, papá? Voy a ir ahora a tu casa y desde allí vamos a llamar a los socios de las diferentes asociaciones. Ya verás que habrá una explicación inocente para su conducta. Tal vez esté metida en uno de sus típicos maratones de expiación y se haya olvidado de todo lo demás. «O tal vez sea la nueva estrategia de mamá para disuadirme de tomar el avión a Kabul».

—Pero ¿qué pasa con tu vuelo? —preguntó su padre acto seguido.

—No pasa nada, puedo cambiarlo para otro día. No empiezo a trabajar hasta dentro de una semana. En media hora estoy contigo. Entretanto puedes tratar de dar con mamá a través del móvil. Hasta ahora mismo, papá.

—¿He oído bien? ¿Ha desaparecido tu madre? —preguntó Olivia en tono incrédulo.

—Sí, al parecer desde ayer por la tarde, o por lo menos desde entonces no se ha comunicado con mi padre. Los dos duermen en habitaciones separadas desde que él tuvo el ictus. Mi padre suele acostarse temprano porque le adormecen los muchos medicamentos que tiene que tomar. Quizá por esta razón no se haya enterado de su ausencia hasta esta mañana.

Olivia saltó de la cama y tiró a la basura la manzana mordisqueada.

—Vamos, yo te llevo. También siento mucha curiosidad por saber qué ha sucedido con tu madre.

De camino, dijo Olivia en tono reflexivo:

—Antes has mencionado los maratones de expiación de Martha. ¿Temes que haya vuelto a las andadas? —Las dos amigas se conocían desde la guardería, de ahí que Olivia tuviera conocimiento desde hacía muchos años de los raros ataques de devoción que le entraban a la madre de Felicity—. Dime, ¿cuándo fue la última vez exactamente? De eso hace ahora mucho tiempo, ¿verdad? —siguió preguntando Olivia.

Felicity se puso a calcular que debían de haber pasado unos ocho años desde que Martha Benedict, que en otro tiempo fue monja, se encerró por última vez durante algunos días para impetrar perdón a Dios por haberlo decepcionado. Anteriormente lo había hecho en intervalos regulares de unos seis meses aproximadamente. Por primera vez era verdaderamente consciente de que la devoción de su madre, que antiguamente tenía rasgos fanáticos, se había ido mitigando con el paso de los años. Felicity frunció el ceño. Ese cambio positivo de su madre se produjo cuando su abuela María tuvo que ir a la residencia debido al empeoramiento progresivo de la enfermedad de alzhéimer. Esto fue lo que le contestó Olivia ahora, y añadió:

—Sería posible que la muerte de la abuela haya provocado en ella una recaída, pero espero fervientemente que no tenga nada que ver con ese asunto. Para mi padre sería muy duro y no haría más que reabrir antiguas heridas. Siempre lo percibe como si él hubiera defraudado a mamá en la vida.

—Bueno, en realidad es vuestra madre la que os ha defraudado a los dos. Si he de ser sincera, os he admirado siempre a ti y a tu papá por cómo habéis aguantado los dos sus manías. Me sigue zumbando en los oídos su mea culpa, mea maxima culpa. Martha es por lo menos dos veces más devota que mi hermano Fred. Y eso que él es jesuita.

Olivia no había tenido nunca pelos en la lengua.

Felicity torció el gesto. No era la primera vez que su amiga tocaba ese tema. Era cierto que su padre se lo perdonaba todo a su madre porque la idolatraba. Él era quince años mayor que ella y los dos se habían casado tarde. Felicity seguía siendo hija única. Su madre había rebasado ya los cuarenta cuando se quedó embarazada de ella. Tanto la madre como la hija estuvieron a punto de morir en el parto, y Felicity tuvo que permanecer varios meses en el hospital. Martha Benedict consideró también esto como un castigo de Dios por haberse salido en su día de la orden de los franciscanos para casarse con Arthur, su padre. Felicity puso todas sus esperanzas en que hubiera otro motivo para la desaparición de su madre que una recaída en ese antiguo esquema de arrepentimientos.

El ya viejo Peugeot de Olivia dobló ahora por Richmond Beach Drive y se detuvo frente a la casa de ladrillos de los padres de Felicity. Su padre la esperaba de pie en la puerta abierta de la casa. Sostenido con dificultad sobre dos muletas, estaba apoyado en el marco de la puerta. No llevaba chaqueta a pesar de la fría brisa costera que le levantaba los cabellos canos. La casa quedaba directamente en la Puget Sound, solo separada del Pacífico por una estrecha franja de tierra. Cuando Felicity le vio la mueca de preocupación en la cara, se ahorró la amonestación de que así solo iba a pescar un buen resfriado.

Lo condujo de vuelta a casa, y su padre puso al corriente a las dos jóvenes. Sin embargo, no había mucho más que contar. La madre de Felicity seguía sin dar señales de vida, su teléfono móvil continuaba desconectado, y tampoco habían dado ningún resultado las llamadas a los diferentes socios de los comités que su padre había realizado entretanto. Felicity comprobó otra vez el contestador automático. No había quedado registrada ninguna llamada. Su padre no tenía móvil.

Llamó de nuevo a la residencia Woodhill para informarse por sí misma y recibió la misma información que le habían proporcionado a su padre. Su madre había estado allí como mucho media hora y luego se marchó sin despedirse.

—Ese enfermero que vio a mi madre por última vez... ¿podría hablar un momentito con él? Quizá le haya dicho ella alguna cosa...

—No —respondió con sequedad la directora suplente de la residencia—. El señor González está ocupado en estos momentos, pero sé que se fijó en su madre precisamente porque casi lo atropella corriendo y a él se le cayó la bandeja que llevaba. Dígame, ¿qué ocurre con la habitación de su abuela? Si no retiran ustedes las cosas que hay antes de mañana al mediodía, tendremos que añadir otro mes a la factura.

Felicity puso los ojos en blanco y se esforzó por responder en un tono sosegado:

—De acuerdo, ya me ocupo yo de eso.

Colgó el teléfono con aire meditabundo.

—¿Y ahora qué? Tu madre tiene que estar en alguna parte. ¿Y si le ha sucedido algo? —preguntó su padre, cuyas arrugas de preocupación iban marcándosele en el rostro. Felicity le tomó la mano y se la estrechó.

—Voy a llamar ahora a los servicios de urgencias de los hospitales de esta zona. Entonces lo sabremos con seguridad. ¿De acuerdo, papá?

—Eso puedo hacerlo yo, Felicity. Mejor llama a la compañía telefónica. Ellos te podrán dar la localización de la última llamada de tu madre desde su teléfono móvil —propuso Olivia, y se puso de inmediato manos a la obra. Por suerte, las pesquisas de Olivia en los diferentes hospitales dieron como resultado que no habían ingresado en ninguno de ellos a una tal Martha Benedict. La llamada de Felicity a la compañía telefónica fue también reveladora. Después de identificarse contestando a bastantes preguntas que le formularon, le comunicaron para gran sorpresa suya que el móvil de su madre había dado señal por última vez la víspera desde el aeropuerto de Seattle/Tacoma.

—¿Qué hacía mamá en el aeropuerto? —preguntó Felicity con asombro y pasando la vista desde Olivia hasta su padre.

—¿Podría ser que se confundiera y pensara que tú tenías el vuelo ayer? —dijo su padre. Al mismo tiempo, movió la cabeza como si él mismo no creyera en tal cosa.

—Eso no puedo ni imaginármelo. Además no tiene ningún sentido. Su intención era ir a buscarme para llevarme al aeropuerto.

—¿Es posible que haya decidido espontáneamente hacer un viaje?

Esto vino de Olivia.

—Pero solo llevaba consigo el bolso de mano. ¿Quién se va de viaje sin equipaje? —objetó el padre de Felicity.

—Te sorprenderías de la cantidad de gente, tío Arthur —replicó Olivia, que le llamaba «tío» desde siempre—. Pero tengo una idea: ¿qué tal si preguntamos por los movimientos de su tarjeta de crédito? ¡Hay que seguir la pista del dinero!

—¿Cómo dices? ¿Qué significa eso? —Se la quedó mirando confuso.

—Significa que Olivia ha visto demasiadas series policíacas en la tele —dijo Felicity—. Pero tiene razón. Merece la pena intentarlo. Voy a llamar a la compañía de la tarjeta de crédito. Quizá haya utilizado mi madre su tarjeta recientemente.

Siguió otra tanda de preguntas para probar la identidad de la persona, pero como el padre de Felicity se sabía la clave de seguridad, Felicity acabó recibiendo la información deseada. En efecto, su madre había reservado ayer a última hora de la tarde un vuelo a Roma-Fiumicino.

—Bueno, ya tenemos algo. ¿A quién conoce tu madre en Italia? —preguntó Olivia.

—A nadie —respondieron Felicity y su padre casi al unísono y se miraron el uno al otro con cara de sorpresa.

—Entonces se trata de una recaída, ¿verdad?

—¿Por qué piensas eso?

—Roma, el Papa, el jefe de la Iglesia católica. ¿Eh, te suena eso? ¿Te suena el mea culpa? ¿No había expresado tu madre alguna vez ya su intención de ir a pedir perdón ante la suprema instancia de Dios en la Tierra?

—¡Oh, Dios mío! —se les escapó a Felicity y a su padre de nuevo al mismo tiempo.

—Amén —añadió Olivia en un tono seco.

AL MEDIODÍA SIGUIENTE Felicity se hallaba en la terminal de salidas del aeropuerto de Seattle-Tacoma. En lugar de un billete a Kabul, sostenía en la mano uno con destino a Roma.

Ya entonces sabía que su madre no había sufrido ninguna recaída en sus antiguos ataques de arrepentimiento. No. Martha Benedict había emprendido un viaje hacia el pasado de su difunta madre.

DESPUÉS DE ESTAR en casa de su padre, Felicity se dirigió con Olivia en coche a Woodhill. Algo la atraía hacia ese lugar, le decía que allí encontraría respuestas.

Olivia y ella volvieron a registrar a fondo la habitación de su abuela y no encontraron nada. Los pensamientos de Felicity giraban cada vez más en torno a la misteriosa caja con la que, al parecer, su madre había salido atropelladamente de la residencia de ancianos. ¿Tenía algo que ver el contenido de la caja con la enigmática desaparición de su madre? Un rato después pudo hablar brevemente con el enfermero, un mexicano ya entrado en años.

Su descripción de los hechos no contribuyó en nada a calmarla. Su madre tenía el aspecto de alguien que tiene rozándole los talones al mismísimo diablo, le contó el enfermero, que extrajo del bolsillo de su bata un trozo de papel arrugado.

—Tenga usted, esto es lo que mantenía su abuela apretado en el puño cuando murió. Se lo quise dar ayer a su madre, pero ya ve que no tuve ocasión de hacerlo.

Felicity alisó el papel que resultó ser un recorte de periódico. En él se mostraba la escena de un juicio. Al parecer se trataba del acusado. Por desgracia habían recortado la fotografía sin la leyenda. Sin embargo, a Felicity no le interesaba tanto aquel hombre como la mujer que se veía en un segundo plano de la foto. Reconoció en ella a su abuela. Estaba sentada en la primera fila del público asistente y mantenía la mirada clavada en el acusado. Felicity no había visto nunca tanto odio en un rostro. A juzgar por la vestimenta del hombre y por la edad de su abuela, el recorte de periódico debía ser de los años sesenta. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué estaba su abuela interesada en él? El reverso de la ilustración no le proporcionó ninguna información más. El recorte parecía formar parte de una necrológica, pero redactada en un idioma de signos que no conocía. Supuso que era hebreo. Si era así en realidad, ¿cómo había llegado su abuela a obtener una fotografía de un periódico israelí?

FELICITY SABÍA QUE tenía muy poco sentido dirigirse a la policía. Su madre era una mujer adulta y podía viajar adonde quisiera y cuando quisiera. De ahí que decidiera sin más dilación seguirla y buscarla ella misma. Como es natural, estaba preocupada por su madre, pero también le guardaba rencor por haber dejado a su padre en la estacada y haber desaparecido sin decir palabra. Su padre no tendría un minuto más de calma hasta que recibiera noticias de ella. Olivia prometió a Felicity que se ocuparía de él durante su ausencia. No hubo ningún problema para cambiar la fecha de su vuelo a Kabul.

—¡Espera, Felicity! —oyó ahora a alguien que la llamaba a sus espaldas. Se dio la vuelta y vio cómo Richard, su «casi» prometido, avanzaba hacia ella a paso rápido.

—¡Qué bien que aún he podido dar contigo, Felicity! —La abrazó y la besó largamente como saludo, como si no se hubieran despedido ayer. A continuación la soltó y la cubrió con la sonrisa que ella tanto adoraba en él—. Disculpa... Las viejas costumbres.

Richard no parecía estar azorado lo más mínimo a causa del beso, todo lo contrario que Felicity. Ella le había correspondido espontáneamente, y eso que se había propuesto decididamente no darle más esperanzas. Richard debía quedar libre para una nueva relación amorosa. Al parecer, el corazón de Felicity era mucho menos consecuente que su cabeza. ¿Por qué estaba él aquí? Ella no se sentía con fuerzas suficientes para una repetición de la escena de la víspera.

La presencia de Richard en aquel lugar quedó aclarada en la siguiente frase:

—Olivia me lo contó todo anoche. Me dijo que tu madre había tenido una especie de crisis de los cuarenta y que se había ido a Roma sin decir palabra, ¿es verdad? ¿Eso es todo? Me resulta extraño. La espontaneidad no es algo que asocie con la personalidad de Martha Benedict. Y tú has decidido ir tras sus pasos, ¿cierto?

«Gracias a Dios», pensó Felicity con alivio. Richard estaba allí por su madre y no porque quisiera disuadirla de emprender su viaje a Kabul.

—Sí, estoy preocupada por ella. Ya sabes cómo es a veces. Nunca ha estado en Europa, no habla italiano, a lo sumo habla un poco de latín, y, por lo que sé, tampoco conoce a nadie allí.

—¿Y qué planes tienes? ¿Cómo vas a dar con ella? Roma es muy grande.

—Si te he de ser sincera, no tengo la más mínima idea. Aunque seguramente no me va a servir de nada, lo primero que haré será dirigirme a la policía italiana. Sin embargo, tengo puestas más esperanzas en el banco y en la compañía de la tarjeta de crédito de mi madre. Hasta el momento se han mostrado muy serviciales y efectivos. Por ellos sé que mi madre sacó dinero en el aeropuerto de Roma. Al menos es una pista. Y sobre todo significa que llegó allí. Me informarán de nuevo cuando vuelva a utilizar su tarjeta de crédito.

—¡Mira, aquí tengo algo para ti, un nombre y un número de teléfono en Roma! —Richard le puso un papelito en la mano—. Esta mañana a primera hora he hablado con mi hermano Fred, y él me ha nombrado a un tal padre Lucas von Stetten. Fred estudió dos años con ese hombre en Múnich. El padre Lucas es jesuita y vive desde hace algunos meses en Roma. Anoche hablé con él por teléfono.

—¿Anoche, dices? Entonces habrás sacado de la cama a ese pobre hombre en mitad de la noche, ¿no?

Como para corroborar su afirmación, Felicity echó un vistazo a su reloj.

Richard volvió a exhibir su irresistible sonrisa.

—Fred dijo que no pasaba nada. Los sacerdotes están las veinticuatro horas del día al servicio de Dios. Y el padre Von Stetten confirmó que irá a buscarte al aeropuerto en Roma. Te ayudará en tu búsqueda.

—Gracias... La verdad es que no sé qué decir. Haces que me avergüence. Eres un encanto y yo…

No terminó la frase. En el fondo ya estaba todo dicho y no había nada que ella hubiera podido añadir y que sirviera para hacerles las cosas más llevaderas para ellos dos. En lugar de hablar, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla.

—Saluda a Fred de mi parte.

Richard la retuvo un momento y la estrechó contra él. A continuación la soltó abruptamente.

—Mucha suerte, y dame noticias tuyas, ¿vale?

—Por supuesto. —Echó a andar, pero se dio la vuelta enseguida—. ¿Cómo reconoceré al padre Von Stetten?

—Es muy sencillo —contestó Richard con una sonrisa pícara—. Estate atenta al hombre más atractivo que veas al cruzar la puerta de salida.

 

Capítulo 2

Roma, Italia

TRECE HORAS DESPUÉS el avión aterrizaba en Fiumicino.

Era casi mediodía e Italia mostraba su mejor cara: un sol radiante, un cielo luminoso de color azul de postal.

Como Felicity viajaba únicamente con equipaje de mano, fue una de las primeras en abandonar la sala de equipajes. No había quedado ningún asiento libre en el avión, y una gran multitud esperaba a los pasajeros tras la barrera de la terminal de llegadas del aeropuerto. Felicity rastreó las caras entre los hombres que esperaban. Los únicos de buen ver eran demasiado jóvenes, y no había nadie con sotana. Se le pasó por la cabeza que solo en raras ocasiones había visto con sotana a Fred, el hermano de Richard. ¿Llevaban sotana los jesuitas en Roma? No lo sabía. ¿Por qué no lo había preguntado?

Entonces vio a un joven muy apuesto que avanzaba entre el gentío. Pero entonces descubrió que a su derecha y a su izquierda llevaba a una criatura pequeña de la mano. Pisándole los talones iba un hombre gordo con una vestimenta muy chillona. Al verlo con aquellos pantalones cortos de color verde y con la camisa rosa, Felicity no pudo menos que pensar en el último disfraz de Richard para celebrar la fiesta de Halloween. Se había disfrazado de sandía. «¡Deja de una vez de pensar continuamente en Richard!», se amonestó a sí misma.

Pilló el papelito con el número de teléfono que le había dado. Esperaría un poquito más y luego llamaría al padre Von Stetten. Seguramente le había retrasado algún imprevisto. De pronto se apercibió de que el hombre-sandía trataba de llamar su atención. La estaba saludando con el pañuelo con el que acababa de enjugarse el sudor de la frente. Felicity se giró a mirar para comprobar si estaba haciéndole señas a ella realmente. Él volvió a agitar el pañuelo. No había duda, la estaba saludando. Se encaminó hacia él.

—¿Es usted la signora Felicity Benedict? —preguntó en un inglés algo inseguro.

—¿Eh? ¿Sí? ¿Es usted el padre Von Stetten?

Ella se quedó mirando fijamente el rostro colorado de él. «Vaya broma simpática se ha permitido Richard conmigo».

—Por desgracia, no. El obispo ordenó esta mañana al padre Von Stetten que se trasladara a Bamberg por un asunto de máxima urgencia. Él me ha pedido que viniera en su lugar. Soy el padre Simone Olivieri. ¡Bienvenida a Roma, signora Benedict!

Le tendió la mano.

Felicity, confundida, le estrechó la sudorosa mano derecha.

—Muchas gracias. Pero dígame, ¿cómo sabía que era yo?

—El padre Lucas dijo que su prometido la había descrito de manera inequívoca. Me pidió que me fijara en la mujer más guapa del aeropuerto. Ya lo ve, no ha sido por arte de magia.

El padre Simone le dirigió una sonrisa pícara.

Felicity le devolvió la sonrisa. Le estaba gustando ese padre gordo.

—Es realmente muy amable de su parte que haya venido a buscarme.

—Ha sido un placer. ¿Es eso todo su equipaje? —preguntó mirando con asombro la pequeña maleta con ruedas. Evidentemente no había visto nunca a una mujer viajera con tan poco equipaje. Felicity no podía ni barruntar que el padre había sido bendecido por cinco hermanas cuyo volumen de equipaje en sus visitas a Roma se equiparaba al de casi una mudanza.

—Sí, tengo puestas mis esperanzas en encontrar muy pronto a mi madre. Y si precisara de más tiempo siempre puedo comprarme algo de ropa aquí.

—Bien, entonces vayamos primeramente a su hotel para que se registre. ¿Tiene ya pensado qué pasos va a efectuar en primer lugar? —preguntó mientras salían de la terminal y se adentraban en el cálido sol de mayo.

—Sí, he pensado ir a hablar primero con la policía. Quizá pueda cursarse una solicitud de información en los hoteles de la ciudad. Mi madre tiene que haber dormido por fuerza en algún lugar esta noche. Llegó aquí ayer al mediodía.

—Bien, ¿cómo se llama su hotel?

—Hotel Visconti. —Felicity se dispuso a sacar la reserva del hotel, pero el padre Simone dijo—: Tranquila, lo conozco. Se encuentra en el centro histórico, cerca de la Piazza del Popolo.

Después de que Felicity se registrara en el hotel, el padre Simone la condujo a la comisaría de policía más próxima que estaba ubicada en la Piazza Trinità dei Pellegrini.

El policía los atendió amable y comprensivamente, pero no se veía en condiciones de cursar una solicitud de búsqueda y de información en todos los hoteles de Roma.

—Lo siento, signora —le tradujo el padre Simone—, pero su madre no está registrada como desaparecida. No se ha presentado ninguna denuncia y usted misma dijo que no había ningún motivo para hablar de un delito. Espere simplemente a que su madre se ponga en contacto con usted, signora. Por lo demás le aconsejaría que se dirija a la embajada estadounidense en la Via Veneto. Arrivederci.

—Eso he pensado yo también —comentó el padre Simone pasándose de nuevo el pañuelo por la frente—. Así son los funcionarios romanos. Nada de asumir responsabilidades y delegar el trabajo en lo posible a otras instancias. Así se queda en nada lo de Forza Italia.

—¿Y qué hacemos ahora?

Felicity se quedó indecisa en la escalera de la comisaría de policía.

—Ahora vamos a comer algo y nos ponemos a hablar de cómo vamos a proceder a continuación. Yo tengo alguna que otra idea. Venga, vamos a ir a la Trattoria da Gino. No queda muy lejos a pie.

Felicity no tenía mucho apetito, pero el padre anunció de manera tan entusiasta la comida que no se sintió con fuerzas para rechazar su ofrecimiento. Gino, el dueño del restaurante, saludó al padre Simone como a un viejo amigo y casi se le escapa un gallo de alegría al ver que el padre Simone se había traído consigo a una bella signorina. Cada cinco minutos exactos se acercaba presuroso a su mesa y preguntaba a Felicity si le estaba gustando la comida.

Felicity se esforzó por comer de todo al menos la mitad, mientras que el padre Simone atacaba todo con buen apetito y honraba también con profusión a la botella de vino tinto. Felicity se limitó a dar algunos sorbitos a su copa. Sentía los primeros avisos de una migraña y vino tinto al mediodía no haría sino empeorar las cosas. Ya con la pasta e fagioli que les sirvieron de primer plato, Felicity no pudo reprimir la impaciencia por más tiempo y preguntó al padre Simone qué ideas se le habían ocurrido. Éste se estaba colocando la servilleta en el cuello de la camisa. Ahora la miró a los ojos.

—El padre Von Stetten me informó de que su madre es muy devota y se pasa mucho tiempo orando. Para el caso de que vaya a alguna iglesia a rezar, se me ha ocurrido lo siguiente: si usted tuviera a mano una foto de su madre, yo podría mandar que hicieran copias para repartirlas entre mis hermanos por las iglesias y estar así al tanto de la aparición de su madre.

—Es una idea excelente. Llevo una foto conmigo, por supuesto.

El padre Simone agarró su cuchara.

—Y ahora pruebe usted este plato. Gino prepara la mejor pasta e fagioli de toda Roma. Y no le dé más vueltas, signorina Benedict. Vamos a encontrar a su madre, se lo aseguro.

 

Capítulo 3

NO RESULTÓ NECESARIO hacer copias de la fotografía.

Mientras Gino les estaba sirviendo el café exprés, la compañía de la tarjeta de crédito telefoneó a Felicity y le facilitó el nombre del hotel en el que su madre se había alojado. El padre Simone y Felicity se pusieron inmediatamente de camino a la dirección señalada en la Via della Conciliazione.

En recepción Felicity se identificó como la hija de Martha Benedict. Según la recepcionista, su madre se encontraba en la habitación, pues la tarjeta necesaria para el suministro eléctrico estaba activada. Sin embargo, Martha no reaccionó a la llamada telefónica.

—Tal vez la señora Benedict se esté duchando en estos momentos o se esté secando el pelo y no oye el timbre del teléfono —dijo la empleada del hotel.

Felicity reprimió su impaciencia.

—Bien, entonces esperaremos diez minutos y volveremos a intentarlo. Si mi madre sigue sin contestar a la llamada, ¿podríamos ir a echar un vistazo? Solo para asegurarnos de que todo está bien, ¿no le parece?

—Por supuesto.

En ese momento se abrió la puerta del ascensor, y una mujer asiática ataviada con un mono de limpieza empujó su carro de servicio en dirección a la recepción. Habló con la joven y se entabló una breve conversación de la que Felicity solo pudo entender el apellido de su madre. Miró con gesto inquisitivo al padre Simone.

—Al parecer, su madre tiene colgado el letrero de «por favor, no molesten» desde anoche en la puerta de la habitación. —Se dirigió a la joven de la recepción y dijo con determinación—: Pienso que deberíamos ir inmediatamente a echar un vistazo. Puede que la señora esté enferma y que necesite de la asistencia de un médico, ¿verdad?

La empleada del hotel asintió con la cabeza, llamó a una colega suya que trabajaba en el despacho para que la sustituyera, y los condujo al ascensor.

Poco después se encontraban frente a la puerta con el número 212 y llamaron. Ninguna reacción. Felicity gritó su nombre. Nada.

—¿Puede abrirnos la puerta, por favor?

Felicity se estaba impacientando.

La empleada ya no titubeó un instante más, sino que abrió la puerta con la llave maestra. Felicity fue la primera en entrar en la habitación y se quedó mirando con sorpresa el inesperado caos que se le ofreció a los ojos. Toda la superficie imaginable de la habitación estaba cubierta por artículos de periódicos y notas de papel. La mayoría estaban desgarrados y algunos estaban pegados de nuevo. Aquello parecía un gigantesco puzzle. Su madre estaba de rodillas encima de la cama, que también estaba cubierta de notas de papel, y estaba pasando las hojas de un pequeño diario. El pelo le caía revuelto en la cara, daba la impresión de estar totalmente ausente. Ni siquiera se había apercibido de que alguien había entrado en la habitación, y no reaccionó hasta que su hija le tocó el brazo. Profirió entonces un grito por el susto.

—¡Mamá! ¡Soy yo, Felicity!

Martha se quedó mirando fijamente a su hija como si fuera una extraña. Luego suspiró y se pasó las dos manos por la cara con gesto de cansancio. Finalmente dijo en voz baja:

—¿Qué haces aquí, Felicity?

—He venido a buscarte. Papá y yo estábamos tremendamente preocupados por ti. Te fuiste así, sin decir nada. Pero ¿qué se te pasó por la cabeza? ¿Por qué no llamaste a papá al menos? ¿Y qué estás haciendo aquí, dime? ¿Qué papeles son éstos?

A pesar de que Felicity se sentía aliviada por haber encontrado con tanta rapidez a su madre, se le advertía un tono de reproche en la voz.

Su madre miró a su alrededor como si fuera consciente en ese momento del caos que la rodeaba. En lugar de responder a la pregunta de Felicity, se pasó las manos por el cabello despeinado.

—Debo de tener una pinta terrible.

—Eso no es lo importante ahora. Lo principal es que estás bien. Porque estás bien, ¿verdad?

—Por supuesto.

La madre de Felicity se bajó de la cama con torpeza. Dio uno, dos pasos inseguros, se tambaleó y estuvo a punto de caerse. El padre Simone la interceptó y la ayudó a sentarse de nuevo en la cama. Felicity agarró la mano de su madre y le tomó el pulso.

—Tienes la tensión demasiado baja. ¿Cuándo fue la última vez que comiste, mamá?

—No lo sé —fue la respuesta incierta—. ¿Ayer por la mañana tal vez?

Atentamente, el padre Simone había llenado un vaso con agua y se lo había tendido a la madre de Felicity.

La recepcionista se hallaba en la habitación sin saber qué hacer.

—¿Sería posible que le trajeran a mi madre una comida ligera aquí, a la habitación? Una sopa o tal vez una tortilla —preguntó Felicity dirigiéndose a ella. La empleada del hotel asintió y salió diligentemente del cuarto.

Entretanto, el padre Simone sobrevoló con la vista los recortes diseminados por todas partes. No fue capaz de reconocer así, a primera vista, qué contenían, pero le parecieron en parte muy viejos. A juzgar por la vestimenta en una de las fotografías recompuestas, era posible que procedieran de los años veinte. Encima de un sillón descubrió un portafolios verde de papel con un número de registro encima. ¿Actas procesales? Su mirada fue a parar entonces al diario que la señora estaba hojeando cuando entraron ellos en la habitación. Había resbalado antes hasta el suelo, cuando ella hizo el intento de levantarse. Estaba abierto ahora por la última página encima de la alfombra. Lo alzó y reconoció la escritura.

—¿Hebreo? —dijo en tono de sorpresa. Al final solo había una palabra. MET. La palabra hebrea para muerto, muerta. ¿Qué significaba aquello?

—¿Sabe usted leerlo? —preguntó la madre de Felicity fijando su mirada en él. De repente reapareció la vida en sus ojos.

—¿Eh? Sí. Es hebreo.

—¿Sabe usted hebreo?

—Sí, lo he estudiado.

—¿Puede usted traducírmelo, por favor?

—Es un poco demasiado, así, de golpe.

El padre Simone pasó rápidamente las hojas del libro.

—Por favor, es muy importante. Tengo que saber lo que contiene.

—¿Quién lo escribió? —quiso saber Felicity, que había seguido el intercambio de frases.

—Supongo que es de tu abuela.

—¿La abuela sabía hebreo?

—Eso parece.

—¿Lo sabías?

—No, nunca lo mencionó. Además no era italiana, sino alemana, y no vino a Roma hasta después de la guerra. Por eso estoy aquí. Nos tuvo engañados a tu padre y a mí toda su vida. Lo condujo a la muerte. Lo sé.

—¿Qué? —exclamó Felicity con la mirada clavada en su madre—. ¿Te has vuelto loca? ¿Qué estás diciendo?

—La verdad. Mi madre es culpable de la muerte de tu abuelo.

—¡Pero si siempre se ha dicho en casa que el abuelo había tenido un accidente de coche en 1960!

—Sí, pero solo porque poco antes ella se había peleado con él y lo había echado de casa. Él se subió a su coche y lo estrelló contra un árbol. Creo que lo hizo a propósito.

—¿Cómo puedes decir eso, madre? ¿Y cómo lo sabes? ¡Tú eras todavía una niña por aquel entonces!

—¡Tenía catorce años, una edad más que suficiente! Me he vuelto a acordar otra vez de los sucesos del día de la muerte de tu abuelo cuando encontré en la habitación de la abuela la cajita con el poema. Probablemente había mantenido todo eso reprimido en mi mente. Pero en el momento en el que leí el poema dedicado a tu abuela, todo reapareció ante mí de repente. Mira —su madre extrajo del bolso un trozo de papel muy doblado—, lee esto. Tiene puesta la fecha en el reverso. Lo escribió tu abuelo dos días antes de su muerte.

—Cuando la miel muere —pronunció Felicity con un murmullo después de haber leído el poema hasta el final—. Suena melancólico y muy triste.

—Y lo es, sí. Aquella disputa no era la primera, llevaban así ya varios días. Y eso que tu abuelo no gritaba nunca. Era un hombre plácido, y hasta entonces nunca le había oído levantarle la voz a mi madre. La adoraba y la trataba como a una reina, y así la llamaba también, «mi abeja reina». Las peleas de entonces giraban en torno al mismo asunto. Ella le echaba en cara a gritos que la había engañado y que aquel hombre no había muerto, y así la había tenido engañada sobre la consumación de su venganza. Por esa razón estaba completamente histérica. Mi padre se defendía una y otra vez diciendo que su obligación era pensar en la criatura en primer lugar. Lo que no deseaba de ninguna manera era que mi madre tomara un avión a Israel. Aún me acuerdo de que el asunto giraba en torno a un proceso en el que ella quería estar presente a toda costa para declarar. Mi padre, en cambio, afirmaba que lo que ella deseaba no era realizar una declaración sino que lo único que le importaba era matar a aquel hombre.

—¿A qué hombre?

—No lo sé, pero estoy aquí para averiguarlo.

Conmocionada, Felicity se arrellanó junto a su madre encima de la cama. ¿Su abuela había planeado matar a alguien y su abuelo había tratado de impedírselo? Todo aquello no tenía ningún sentido para ella.

—¿Y qué te hace estar tan segura de que vas a encontrar respuestas a tus preguntas precisamente aquí en Italia?

—Porque todo comenzó en Roma. Aquí es donde se conocieron tu abuelo y tu abuela poco después de la guerra. No en Seattle, como siempre afirmaron. Otra mentira más.

Felicity miró a su madre con incredulidad.

—¿Cómo sabes eso? ¿Y qué razón habrían tenido para mentirnos?

—¡En la cajita se hallaba también mi partida de nacimiento italiana! Sé el suficiente latín como para entender lo que es un certificato di nascita. En contra de la afirmación de mi madre, no nací en Estados Unidos, sino en Roma, ¡en una cárcel! Debió de obtener la partida de bautismo estadounidense durante el caos de la posguerra.

—¿Dices que la abuela te tuvo en una cárcel italiana?

Aquel asunto se estaba volviendo cada vez más disparatado. Felicity dirigió la vista al padre Simone en busca de auxilio. Éste tenía las cejas enarcadas y mostraba el mismo aire de desconcierto que ella.

—Así es —reiteró la madre de Felicity—. Ayer mismo fui a la dirección que consta en la partida de nacimiento, pero allí hay ahora un bloque de viviendas. Hace tiempo que echaron abajo la cárcel. Mi madre debió de encontrarse con tu abuelo en ella porque trabajaba allí, bueno, al menos su nombre aparece en una lista de empleados en el archivo municipal de 1944. Y por lo visto, no era solo médico sino también sacerdote.

La voz de Martha Benedict sonó ahora conmovida, como si siguiera siendo incapaz de comprender sobre todo esto último.

—¿Pero de dónde has sacado todas esas informaciones tan detalladas, por el amor de Dios, mamá?

—De una estudiante aplicada que habla inglés muy bien y que está realizando sus prácticas en el archivo municipal. Por desgracia no pudo decirme por qué estaba mi madre en la cárcel, solo me informó de que debió de haber cometido algún delito intramuros de Ciudad del Vaticano. Por este motivo no disponía ella de las actas porque se encuentran en el archivo del Vaticano. Hay que presentar una solicitud para echarles un vistazo. Eso es lo que voy a hacer mañana mismo. Sin embargo, la joven pudo averiguar que el nombre correcto de tu abuelo era Raffael Valeriani y no Ralph Valerian. En mi partida de nacimiento italiana pone «padre desconocido». Eso significa que el hombre a quien yo había tenido hasta entonces por mi padre, no lo era en realidad. Los dos me engañaron. Tengo que averiguar quién fue mi verdadero padre. Él es la causa de que mi madre no me amara nunca, lo sé. Soy perfectamente consciente de que no debí haberme marchado de viaje con tanta precipitación, pero estaba hecha un lío y no podía pensar con claridad.

Felicity miró desconcertada a su madre. De pronto se le pasó por la cabeza el recorte de periódico que le había dado el enfermero y que ella guardaba en el bolso. El acusado de la fotografía, ¿se trataba del hombre que su abuela, conforme a las palabras de su abuelo, había querido matar en 1960? ¿Era posible que lo hubiera intentado incluso con anterioridad? Una terrible sospecha se apoderó de ella, y Felicity reflexionó si debía sacar el recorte y enseñárselo a su madre.

Sin embargo, ésta ya había vuelto a apartar la mirada de ella y tenía la vista puesta con insistencia en el padre Simone.

—Y dígame, ¿puede usted traducirme ese texto?

En su mirada no había ninguna súplica sino más bien una reclamación, como si hacerlo fuera un deber para el religioso. De esta manera lo estaba poniendo ella en un aprieto. El padre Simone reflexionó sobre el número de obligaciones que le aguardaban en los siguientes días. Tenía que pasar algunos exámenes y entregar un trabajo científico, y el Teatro de los Jesuitas, del cual ostentaba la dirección, planeaba en breve una función de El sueño de una noche de verano de Shakespeare. Quedaba mucho trabajo por hacer en los bastidores, existían ciertas divergencias en la escenificación, el protagonista principal había pillado una perniciosa gripe veraniega, y él no había encontrado hasta el momento a ningún sustituto. No le sobraba ni un minuto libre para la traducción. Ya las pocas horas que se había tomado hoy amenazaban con dinamitar toda su agenda. No, imposible, no podía hacer ningún hueco para ninguna otra buena acción. Se le escuchó responder:

—Con mucho gusto, signora Benedict. Pero necesitaré algunos días. Entretanto, usted y su hija podrían recorrer un poco Roma, ¿de acuerdo? Me pondré en contacto con ustedes en cuanto haya terminado. Va bene?

Por dentro estaba renegando de sí mismo. La curiosidad era realmente su mayor vicio. El octavo pecado capital. Sin embargo, allí había algo que le había inducido a aceptar, algo que iba más allá de la pura curiosidad.

Él era un pastor de almas y hacía rato que se había apercibido de la fragilidad existente entre madre e hija. Había mucho no pronunciado entre ellas, como si se encontraran en los lados opuestos de un abismo. En el caso de que la incógnita de su conflicto residiera en el pasado de la abuela, él intentaría trazar un puente entre ambas ayudándolas a solucionar ese enigma.

 

Capítulo 4

CINCO DÍAS DESPUÉS, el padre Simone llamó por teléfono a Felicity. Su voz sonó trasnochada. Había dejado estar todo lo demás para dedicarse por entero a la traducción y prácticamente había trabajado en ella sin interrupción.

—¿Está su madre cerca de usted? —preguntó casi entre susurros.

—No, ha bajado un ratito porque quería hacer algunas compras. —Felicity se había quedado sorprendida por la pregunta.

—Muy bien. He terminado la traducción. Y tengo que confesar que esas líneas me han conmovido profundamente. No estaba preparado para una cosa semejante, signorina Felicity. Pero no puedo ni quiero anticipar nada de esta historia. Tiene que leerla usted misma, entonces entenderá lo que estoy diciéndole. Las notas son, efectivamente, de su abuela, tal como había supuesto su madre. ¿Tiene usted un ordenador portátil ahí?

—Sí.

—Bien, entonces deme su dirección de correo electrónico, por favor. Le enviaré la traducción como documento adjunto. Permítame que le dé un consejo: léalo antes de que lo haga su madre y llámeme cuando haya acabado la lectura. Entonces me pasaré con la traducción en papel y se la entregaremos juntos a su madre. Va bene?

Felicity dijo que sí a todo y no hizo ninguna pregunta a pesar de estar un poco sorprendida por la conducta críptica del padre Simone. También ella sentía temor ahora por la historia de su abuela. ¿Qué podía contener para haber trastornado de aquella manera al sacerdote?

En aquellos últimos días, ella y su madre apenas habían podido hacer avances con los documentos que contenía la caja. Dejando a un lado algunos paseos breves que Felicity había obligado más o menos a hacer a su madre, no habían tenido tiempo siquiera de explorar Roma, y en lugar de eso se habían dedicado casi ininterrumpidamente a examinar con atención los recortes de periódicos.

—Hay una cosa que no entiendo, mamá —le había dicho Felicity a su madre muy al comienzo—. ¿Por qué rompió en pedazos la abuela todo esto solo para guardar los trozos después en una caja? ¿Por qué no tiró inmediatamente todas estas cosas?

Su madre admitió, avergonzada, que había sido ella quien había roto en pedazos el contenido de la caja en su aturdimiento inicial. Profiriendo un suspiro, Felicity se puso primeramente a clasificar aquellos innumerables jirones de papel. Se trataba exclusivamente de recortes de periódico, no había cartas ni otros documentos. Todos estaban redactados en alemán o en italiano, unos cuantos estaban en hebreo, en idiomas que no dominaban la madre ni la hija.

El intento de Felicity de traducir algunos textos con ayuda de un programa de traducción asequible en internet solo había dado un resultado calamitoso, lo cual podía deberse en parte al hecho de que los textos tenían más de setenta años. Se pasaron muchas horas buscando palabras sueltas en el diccionario. El resultado fue igual de deficiente. Al final se quedaron igual que cuando empezaron.

El resultado positivo de esos días que pasaron juntas fue que la madre y la hija se habían acercado efectivamente la una a la otra, menos a través de la palabra que mediante una sutil transformación ambiental. Ese cambio en su relación seguía siendo para Felicity poco comprensible. Se trataba de un acercamiento tímido y prudente, como si los sentimientos entre ellas fueran frágiles, como la porcelana más fina.

Durante esos días y en diversas ocasiones, Felicity había tratado de romper el silencio que había ensombrecido su infancia. Ahora bien, ¿de qué habría podido hablarle a su madre? ¿Preguntarle acaso por qué tenía la sensación de que entre las dos existía una distancia que ella no podía explicarse? ¿Una distancia que no debería existir realmente entre una madre y su hija? De niña la había aceptado porque no conocía otra cosa; ella percibía a su madre en calidad de madre, no como a una persona.

Sin embargo, cuando se fue haciendo mayor, fue comprendiendo paulatinamente que le había faltado siempre algo. Al mismo tiempo fue surgiendo en su interior un reproche silencioso contra sí misma. ¿Por qué no había tratado en todos aquellos años de superar por ella misma ese muro invisible? Pensó en las palabras de Richard al despedirse. Le había echado en cara que ella tenía miedo de los sentimientos demasiado profundos y que huía de ellos en toda regla. Ella consideró un tópico ese reproche, le pareció demasiado general. Ahora se preguntaba si Richard no estaría quizá en lo cierto.

¿Era ella una cobarde? ¿Se lo montaba de una manera demasiado simple y prefería herirlo en lugar de enfrentarse a sus propias deficiencias? Ahora bien, si su conducta desconsiderada era un síntoma, ¿dónde residía entonces la causa? ¿Y si la clave de todo estuviera en su abuela fallecida? Por primera vez se le pasaba a Felicity por la mente el pensamiento de que ellas tres, la abuela, la madre y la nieta, compartían el mismo desasosiego compulsivo, arrastradas por el mar de la vida.

Felicity podía percibir que a su madre le sucedía lo mismo que a ella; sin embargo, las dos titubeaban a la hora de dar el paso decisivo. Y así pasaron aquellos días juntas las dos, atrapadas por una atmósfera extraña, metidas en algún lugar a mitad de camino entre la espera y la expectativa.

De todas formas, su madre había alcanzado uno de sus objetivos. Felicity no había tomado el avión a Kabul. Hoy era el día en que ella debía haber comenzado su servicio allí. En lugar de eso, puso en marcha su portátil. El correo del padre Simone figuraba ya en la bandeja de entrada de su correo.

Felicity abrió el documento adjunto y comenzó a leer.

 

Carta de María a su hija Martha

Querida Martha, hija mía:

Hoy me he enterado por mi doctor de que tengo alzhéimer en una fase temprana. Me parece una atroz ironía del destino, pues toda mi vida la he dedicado a olvidar mi pasado. Y eso es lo que me va a pasar ahora, fragmento tras fragmento.

Antes de que suceda quiero recuperar aquello que debí haber hecho hace mucho tiempo: contarte la historia de nuestra familia, decirte quiénes somos y de dónde vienes tú.

Nosotros, los seres humanos, somos parte de una cadena común, todos estamos unidos unos a otros porque llevamos dentro un pedazo de la vida y de los pensamientos de aquellos que nos precedieron. Si el amor es el corazón, entonces el recuerdo es el alma. Ambos son inmortales. Sin embargo, a veces suceden cosas, vivencias terribles que desgarran un eslabón de esa cadena y oscurecen el corazón y el alma. Mi eslabón se desgarró hace mucho tiempo.

Sé que he fracasado como madre, Martha. Durante toda la vida fui una extraña para ti, te excluí conscientemente de mi vida y te negué ser un eslabón en la cadena de tus antepasados. No te pido perdón por ello. Eso no tiene perdón.

Pero tal vez puedas entenderme un poco mejor cuando te hayas enterado de mi historia, de nuestra historia. Muchas cosas las escribí hace ya mucho tiempo, en hebreo, el idioma que me enseñó mi padre. Hacerlo fue idea de tu padrastro Raffael. Él tenía puestas sus esperanzas de que así podría procesar mejor mis vivencias.

Tu padrastro fue un hombre maravilloso, Martha. Te dio lo que yo no pude darte. Cuando me encontré con Raffael en Roma, él era un joven sacerdote, una persona enardecida, cuyo fervor en la oración solo quedaba superado por el deseo de aportar al mundo misericordia y amor al prójimo. Creía firmemente que Dios me había enviado a él para salvarme. De esta manera me convertí en la perdición de su vida. Raffael lo dejó todo por mí, su vocación y su tierra nativa, Italia. Ni yo merecía su amor, ni tampoco se lo agradecí. Muchos años después, poco antes de su muerte, me dijo que había comprendido por fin que el amor no es solo una misión sino también una acción.

Esa frase me acompaña siempre desde entonces. Al principio no entendía lo que quiso decir con ella. Pero en algún momento fui consciente de que él sentía su amor hacia mí como una acción contra sí mismo. El amor hacia mí le destruyó. Yo le destruí. Tú piensas que yo nunca te he amado, ¿no es así? La verdad es que no quise amarte. Yo no quería ningún hijo. Primero detesté mi cuerpo porque me hacía eso, luego me detesté a mí misma porque no fui capaz de impedirlo.

Cuando naciste y te tuve por primera vez en mis brazos, se produjo ese momento impresionante en que creí que todo podría arreglarse. El increíble sentimiento del amor. Y de pronto, sin embargo, el odio volvió a apoderarse de las riendas, no contra ti, Martha, sino contra mí misma. ¡Porque te amaba! Eso me trastornó, yo no quería sentir ese amor, no quería volver a sentir nada más nunca. El amor era el pasado, no debía volver a ser parte de mi vida, y por ese motivo ahogué los buenos sentimientos que había en mí. El odio es el diablo, y me tenía bien sujeta en sus manos.

No obstante, te deseo de todo corazón una vida feliz y llena de amor, Martha. En Felicity tienes a una hija maravillosa. Dale todo el amor que yo te negué a ti siempre, y encontrad juntas vuestro lugar en el eslabón de la cadena de vuestros antepasados. Con mi historia, que también es la tuya y la de Felicity, presento un testimonio contra el olvido.

Y ahora, sí, ahora voy a escribirlo por fin: Perdóname, Martha…

¡Adiós!…

Tu madre

SEGUNDA PARTE

EL PASADO

Gustav y Elisabeth

 

Capítulo 5

El cuervo blancoMúnich, 9 de noviembre de 1923

AELISABETH LE estaba reconcomiendo la conciencia. Era muy tarde. Su esposo seguro que llevaba mucho rato ya preocupado. Para disgusto suyo, de camino a casa desde Dießen le tocó comprobar, además, que entretanto habían cerrado al tráfico casi todas las calles de Múnich.

Apenas abrió la puerta la criada, su marido se precipitó hacia ella desde el pasillo de su espaciosa vivienda en la Prinzregentenplatz, con pasos largos y con Félix, el perro salchicha, pegado a sus talones.

—¡Hola, Gustav! —lo saludó ella en un tono intenso y vívido—. Disculpa, llego tarde, pero es que en las calles ha pasado algo, están los hombres jugando otra vez a soldados. ¡Adivina a quién me he topado hoy! A ese hombre que anda en boca de todo el mundo. ¿Cómo dicen que se llama...? ¿Hudler?

Estaba justamente entregando el paraguas y los guantes a Ottilie, la criada, cuando su marido la agarró de los hombros y la estrechó enérgicamente entre sus brazos. Conmocionada, Elisabeth correspondió al intenso abrazo de él sin poder moverse apenas. ¡Su marido estaba completamente fuera de sí! Nunca lo había visto de esa manera.