Cuando no éramos extraños - Brenda Novak - E-Book

Cuando no éramos extraños E-Book

Brenda Novak

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Beschreibung

Aquella noche, Sloane McBride, una niña de cinco años, no podía dormir. Sus padres estaban discutiendo de nuevo. De pronto se oyó un golpe horrible y después se hizo el silencio. A la mañana siguiente, su madre había desaparecido. Según la historia oficial, se había marchado, pero Sloane no lo creía. Ni siquiera después de haberse forjado una carrera profesional de modelo en Nueva York podía superar el miedo a que su padre fuera un hombre letal. Tras otra pérdida dolorosa, Sloane se dio cuenta de que tenía que averiguar la verdad porque se lo debía a su madre. Para conseguirlo, tenía que volver al pequeño pueblo de Texas en el que había nacido, donde se encontraría con el novio de adolescencia al que había abandonado y con un hermano y un padre que querían silenciarla. Y, cuando empezó a investigar el pasado, Sloane se dio cuenta de que la cuestión no era solo si podría descubrir lo que ocurrió aquella noche, sino, también, ¿qué quedaría de su familia si lo conseguía?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Brenda Novak, Inc.

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cuando no éramos extraños, n.º 242 - agosto 2021

Título original: Before We Were Strangers

Publicada originalmente por Mira™ Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-823-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

A Dana Kelly. Algunas veces, la vida nos sorprende del modo más agradable. Me siento afortunada por haber tenido la oportunidad de conocerte. Eres una de las personas más capaces, generosas y buenas que conozco. Me alegro mucho de que seas mi amiga.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Cementerio de Bayside

Queens, Nueva York

 

Desde que Sloane McBride tenía uso de razón, siempre le habían dicho que era una persona fría. Incluso la gente más cercana a ella, sobre todo esa gente, se quejaba de que fuera tan reservada. Y su estatura, su aspecto físico y su vocación no la convertían en alguien más accesible, así que lo que le servía tan bien en su profesión iba en contra de su personalidad. Oía a la gente murmurar palabras como «creída», «distante» y «arrogante», y sabía que se estaban refiriendo a ella. No entendían que ella no había elegido ser así. Simplemente, era una consecuencia de lo que le había ocurrido.

Sin embargo, ella nunca hablaba de eso. Si era posible, intentaba no pensar en su infancia. Pero siempre había sabido que, algún día, tendría que volver al pueblecito de Texas en el que se había criado. Y, ahora que Clyde había muerto, ya no podía seguir huyendo del pasado. Al perderlo, había perdido su refugio emocional allí, en los Hamptons, su excusa para permanecer en Nueva York.

–Dios, te voy a echar de menos –susurró.

Se agachó con toda la dignidad que pudo con aquel vestido negro y los tacones, para arreglar algunas de las flores que adornaban su tumba. Todas las personas que lo habían conocido acababan de perder a un amigo, y la demostración era el hecho de que la iglesia estuviera abarrotada para su funeral. Sin embargo, nadie iba a sentir más que ella la pérdida de su presencia. Él la había protegido bajo su ala casi desde el primer momento en que se habían conocido, cuando ella tenía dieciocho años, y nunca había intentado cambiarla ni la había criticado. Cuando se retiraba de una de las muchas fiestas que él celebraba, a menudo iba a buscarla, pero no la llevaba de nuevo con la gente. Le apretaba la mano y solía preguntarle en qué estaba pensando.

Algunas veces, se lo contaba, y otras no, pero él nunca la presionaba. Eso era una de las cosas que más le gustaban de él. Le decía algo afectuoso, algo que hiciera que ella se sintiera cómoda en su piel, y volvía con sus amigos a la fiesta, donde seguía hablando y riéndose hasta muy tarde. Si ella regresaba a la habitación, él se limitaba a guiñarle un ojo.

Aún no quería marcharse del cementerio y separarse de él. Sin embargo, sus cinco hijos y sus cónyuges estaban cerca, susurrando. Por la expresión de sus caras, les molestaba que ella estuviera tanto tiempo allí. En el funeral, había oído que Camille, la hija menor, le decía a una amiga:

–Tenían que estar acostándose. Él le era tan leal… Me daba la impresión de que la quería tanto como a mí o a mis hermanos.

–Por supuesto que se acostaban –dijo su amiga.

Ella había tenido la tentación de decirles que no era cierto, pero se había subido las gafas por la nariz y había tratado de hacerles caso omiso, como al resto de la gente. En realidad, nadie iba a creer lo que ella dijera, pero no era una mujer joven que se hubiera aprovechado de un hombre mayor. Clyde y ella se llevaban veinte años y estaban muy unidos, eso era cierto. Él había sido su mentor, su agente en el negocio del modelaje e, incluso, su arrendador. Ella vivía en la casita que había detrás de la mansión de Clyde desde que él la había convencido para que dejara aquel trabajo en la cafetería de Portland cuando había ido a la ciudad al funeral de su exmujer. Sin embargo, nunca habían sido amantes. Él nunca había demostrado ningún interés romántico, y ella tampoco sentía eso por él.

Tenía un nudo tan grande en la garganta que estuvo a punto de ahogarse cuando se irguió. Sin embargo, había muchas cosas que hacer, no podía quedarse paralizada por el dolor de la pérdida. Tenía que recoger todas sus cosas y mudarse. La finca de Clyde era para sus herederos, la misma gente que estaba esperando a que se marchara. Le habían enviado el aviso hacía meses, haciéndole saber que iban a venderla en cuanto él muriera.

Agarró el bolso con la mano izquierda para poder despedirse con la derecha. Enfrentarse a la familia de Clyde, aunque solo fuese un momento, no era fácil. Notaba toda la fuerza de su desaprobación como si fuera un vendaval que le golpeaba la espalda y que podía llevársela volando del cementerio.

Solo un par de ellos se molestó en responder a su despedida, y lo hicieron con desgana.

«No importa», se dijo. Clyde quería a sus hijos, así que ella siempre los había tratado con amabilidad. Aunque había ganado mucho dinero desde que había llegado a Nueva York y había intentado convencer a Clyde de que no lo hiciera, él le había dejado una parte de su enorme fortuna. No tanto como a sus hijos, pero sí bastante. Y, posiblemente, ese era el motivo por el que la odiaban incluso más desde su muerte. Sin embargo, ella iba a aceptar su regalo, tal y como él había querido que hiciera.

Clyde le había dicho que le agradecía las horas de conversación reflexiva que habían mantenido durante aquellos años, los viajes de buceo que habían hecho a Hawái, al atolón de las Maldivas y a Australia, las noches de risa y todas las cosas difíciles que había tenido que hacer para cuidarlo durante los últimos catorce meses, cuando él había tenido que luchar contra un cáncer de vejiga. Sus hijos solo habían podido ayudar un par de horas de vez en cuando, porque estaban muy ocupados. Habían sugerido la contratación de una enfermera, pero ella se había negado a dejar su cuidado en manos de una persona extraña por si él se sentía como si, ahora que ya no podía valerse por sí mismo, fueran a arrinconarlo y olvidarlo mientras todos los demás seguían con su vida.

Así pues, había dejado su profesión. Sabía que a él le quedaba poco tiempo y quería estar a su lado. De todos modos, seguramente no habría seguido trabajando mucho tiempo. Ser modelo, sin Clyde, ya no sería divertido. Él era un experto llevándola de una de las cimas de la moda a otra, así que no podía imaginarse a sí misma trabajando con ningún otro, no podía sustituirlo. Él era quien la había sacado de una situación desesperada y le había proporcionado una vida. Y había resultado que mucha gente envidiaba esa vida. Para los demás era muy glamuroso representar a firmas como Prada, Gucci o Dolce & Gabbana, y ella estaba muy agradecida por lo que había conseguido, pero aquel capítulo de su vida, el capítulo de Nueva York, había terminado. Así pues, había decidido cerrar también el capítulo de Millcreek, algo de lo que había huido hacía muchos años. Se lo debía a su madre.

Y ¿quién podía saber la verdad? Tal vez su instinto la hubiese engañado y, tal vez, debiera a su padre y su hermano el hecho de averiguar la verdad y acabar con todas las sospechas.

Cuando subía a su Jaguar, el teléfono móvil empezó a sonar. Al mirar la pantalla, descubrió que el número pertenecía a la zona de Texas.

Al verlo, frunció el ceño.

Tenía que ser su nuevo casero. Él era la única persona que sabía que iba a volver al pueblo; aparte de Paige Patterson, que ahora era Paige Evans, su mejor amiga del instituto, con la que había recuperado el contacto el año anterior a través de las redes sociales.

–¿Diga? –respondió, después de tomar aire.

–¿Señorita McBride?

–Sí, soy yo –respondió ella.

A lo lejos, vio a la familia de Clyde reuniéndose en su tumba, como si todos hubieran estado esperando a que ella se fuera para poder acercarse.

–Soy Guy Prinley.

Su nuevo casero, tal y como había pensado. Respiró profundamente para calmarse. Iba a tener que dominar mucho mejor sus nervios si quería vivir en Millcreek.

–¿Qué puedo hacer por usted, señor Prinley? Espero que haya recibido ya el primer y el último mes del alquiler y el depósito de seguridad. Se lo envié a través de PayPal ayer por la mañana.

Hacía dos semanas, había entrado en Internet para buscar una casa en Millcreek. Clyde ya estaba muy débil y ella sabía que solo le quedaban unos días de vida. Así pues, tendría que mudarse muy pronto. Sin embargo, no había muchos alquileres disponibles en el pueblo. Al final, había hablado con Paige, que le había contado que Hazel Woods, su antigua profesora de piano, una mujer que ahora tenía más de ochenta años, iba a irse a una residencia, y su yerno, el tal Guy Prinley, había pensado alquilar su casita de estilo rural español, con dos habitaciones, dos baños y un estudio de música. Además, la cocina estaba recién reformada y tenía unos patios anchos a la sombra de grandes árboles y enredaderas.

–Pues sí –dijo él–. Pero llamaba para decirle que se lo he devuelto.

–¿Me lo ha devuelto? –repitió ella, con incredulidad.

–Sí, lo siento muchísimo. No sabía que mi mujer ya tenía a otra persona interesada.

Ella se puso rígida. Que alguien estuviera interesado no significaba que hubiera alquilado la casa antes que ella… ¿Por qué motivo era rechazada?

–¿Disculpe? Firmé el contrato de alquiler que me envió usted mismo por correo electrónico antes de hacer el pago. Supongo que también lo recibió, ¿no es así?

Él carraspeó. Estaba muy incómodo.

–Sí, pero, mire, no sé qué decir. No puedo alquilarle la casa, ¿entiende?

–¡Pero si ya me la ha alquilado!

–Lo firmó ayer. No creo que haya tenido tiempo ni siquiera de hacer las maletas. Encontrará otra cosa. Y, de todos modos, ni siquiera estoy seguro de que esa firma electrónica tenga validez legal.

–No quiero encontrar ninguna otra cosa. Y las firmas electrónicas tienen validez legal, señor Prinley. De lo contrario, ningún agente inmobiliario podría usarlas. Por favor, explíqueme qué es lo que ocurre. Esto no tiene sentido.

–La llamaré en otro momento –dijo él, y colgó antes de que ella pudiera expresar toda su indignación.

Dejó caer el teléfono en su regazo. No tenía la fuerza suficiente como para solucionar algo así aquel día. ¡Acababa de enterrar a su mejor amigo!

Se puso una mano en la frente mientras se preguntaba qué iba a hacer, hasta que se dio cuenta de que los familiares de Clyde la estaban mirando. Parecía que les molestaba que todavía no se hubiera ido.

–¡Oh, por el amor de Dios! Ya me voy, ya me voy –murmuró.

Mientras salía del aparcamiento, llamó a Paige.

–¿Has llegado ya? –le preguntó su amiga.

–No, todavía estoy en Nueva York.

–Entonces, ¿vienes este fin de semana?

–A decir verdad, no sé cuándo voy a poder ir.

–¿Qué quieres decir? Ya has alquilado una casa, ¿no?

–Ese es el problema. No está claro que la haya alquilado. El casero acaba de hacerme una llamada muy rara.

–¿En qué sentido?

–Me ha dicho que no puede alquilármela porque su mujer ya se había comprometido con otra persona.

–¿Y esa otra persona ya había firmado el contrato?

–No tengo ni idea.

–Porque, si tú eres la única que lo había firmado, la casa es tuya. No puede cambiar de opinión.

–¡Eso es lo que le he dicho!

–¿Y qué te dijo él?

–Nada. Me colgó.

Hubo una pausa.

–¿Y qué vas a hacer?

Ella se frotó la frente mientras conducía. La presión que tenía en el pecho y en la garganta le estaba provocando un dolor de cabeza.

–No lo sé. Tengo que dejar el sitio donde vivo lo antes posible, pero preferiría no tener que mudarme dos veces en un mes.

–¿Por qué no te quedas en mi casa? Así podrás lidiar con ese casero tan idiota, o encontrar otro sitio, si es necesario, cuando llegues al pueblo. Será mucho más fácil hacerlo desde aquí, y no desde tan lejos.

Notó que el nudo que tenía en la garganta se le hacía aún más grande. Tenía la tentación de rehusar el amable ofrecimiento de Paige, pero se sentía culpable. Cuando se había graduado en el instituto, se había alejado de su amiga del mismo modo que se había alejado de los demás, sin mirar atrás. Era necesario cortar todos los lazos con Millcreek, o nunca podría escapar de verdad. Su padre utilizaría a todos aquellos que le importaban para manipularla, si podía.

Sin embargo, Paige y los otros no habían comprendido la terrible decisión que había tomado, ni por qué. Tal vez Paige se hiciera una idea, ya que habían hablado de su madre en alguna ocasión, pero su amiga no podía entender la arraigada sospecha que llevaba reconcomiéndola desde que tenía cinco años.

–¿Estás segura de que tienes sitio para mí?

–Sloane, estoy divorciada. Micah me dejó la casa. Me lo dio todo. Mucho más de lo que yo le había pedido.

Al oír el nombre de Micah Evans, Sloane apretó el volante con ambas manos. No podía evitarlo, pero aquel nombre le encogía el corazón, aunque hubiera pasado tanto tiempo. Micah se había casado con Paige pocos meses después de que ella se hubiera ido de Millcreek. Su novio y su mejor amiga… qué cliché. Y, sin embargo, ella no se lo esperaba.

Aunque, en realidad, tenía que habérselo imaginado. Sabía que a Paige le gustaba Micah por cómo se comportaba cuando él estaba presente. Sin embargo, Micah les gustaba a muchas de las chicas del instituto. Era un chico guapo, con personalidad, muy inteligente y atlético en un estado en el que el fútbol americano lo era todo. Pero ella nunca hubiera pensado que, de repente, Micah iba a sentir tanto interés por Paige, porque antes, parecía que le resultaba indiferente.

Y ¿qué era lo que había salido mal en su matrimonio? Sloane tenía curiosidad, pero no podía preguntar. Estaba segura de que Paige y ella no iban a poder hablar nunca de aquel tema. Los había dejado a los dos sin decir una palabra y nunca había vuelto a ponerse en contacto con ellos, así que ellos habían seguido con su vida. No podía culparlos a ninguno de los dos por haberse casado y haber tenido un hijo, por mucho que le doliera. Sin embargo, teniendo en cuenta su historia, ¿no iban a sentirse todos un poco incómodos?

–Puedo ir a un hotel –dijo–. No quisiera invadir el espacio de tu hijo.

–Ni hablar. No voy a dejar que te vayas a un hotel –dijo Paige–. Trevor tiene nueve años. Para él será una gran aventura. Y a mí me encantaría poder pasar tiempo contigo. Te he echado de menos –añadió su amiga, con suavidad.

Como estaba parada en un semáforo, cerró los ojos con fuerza, porque no podía seguir conteniendo las lágrimas. Ella también había echado de menos a Paige, muchísimo. Nunca había estado unida a su padre ni a su hermano, y su madre había desaparecido cuando ella era muy pequeña, así que Paige había sido como una hermana para ella. Sin embargo, no podía permitirse sentir aquel anhelo ni reconocer el dolor que le había causado su separación, porque podría influir en su capacidad de mantenerse firme contra su padre.

Alguien tocó la bocina detrás de ella, y se dio cuenta de que el semáforo se había puesto en verde. Aceleró y se puso en marcha.

–No quisiera ser una molestia para vosotros –le dijo a Paige.

Y tampoco quería depender del apoyo de su amiga. Era necesario que pudiera marcharse cuando llegara el momento, no podía permitirse el lujo de sentir emociones que se lo pusieran todo mucho más duro. Irse de Millcreek hacía diez años era lo más difícil que había hecho en su vida, y no tenía interés en que las cosas volvieran a ser tan dolorosas.

–La vida es muy corta –le dijo Paige–. Y lo más importante es la gente a la que queremos. Ven a mi casa. Deja que te ayude a establecerte aquí.

Casi pudo sentir a Clyde animándola para que aceptara aquel ofrecimiento. A él siempre se le había dado mejor el trato con la gente, siempre se había arriesgado cuando ella se acobardaba. Tal vez tuviera que apostar más veces, pero el hecho de forjar relaciones íntimas no sería inteligente por su parte, y menos, en Millcreek, donde su futuro era incierto.

A pesar de sus dudas, aceptó. Después de lo que acababa de decirle Paige, sería de mala educación empeñarse en ir a un hotel, y se alegraba de tener la oportunidad de recuperar su relación, por lo menos, hasta el punto de no encogerse cuando recordara lo difíciles que habían sido las cosas entre ellas en el último año de instituto. Además, ahora que Clyde había muerto, ya no quería seguir en Nueva York.

Cuando hubo tomado la decisión, sintió una emoción y una impaciencia que la alegraron un poco.

–Estoy deseando conocer a Trevor –dijo.

Era cierto, aunque también sabía que le iba a resultar doloroso. Si se hubiera quedado en Millcreek, quizá se hubiera casado con Micah y hubieran tenido un hijo…

–Es un niño muy bueno –le dijo Paige–. Estoy segura de que le vas a tomar mucho cariño.

¿Se parecería a su padre?

Pronto iba a averiguarlo.

–Tardaré unos cuantos días en recogerlo todo y hacer las maletas. Voy a alquilar un trastero en Dallas para dejar allí mis cosas, y a tu casa llevaré solo una maleta. Después, cuando averigüe qué ha pasado con la casa que alquilé, o consiga alquilar otra, contrataré a alguien para que me lo lleven todo allí.

–¿Y qué vas a hacer con el coche?

–Iré conduciendo.

–¿Desde Nueva York a Texas? ¡Vas a tardar muchísimo!

–No tengo por qué hacer todo el camino en dos días. Iré haciendo paradas para pasar la noche en algún hotel cuando me canse.

–Si es eso lo que quieres hacer…

Sí. Le vendrían muy bien aquellas horas de viaje, porque podría prepararse mentalmente para lo que le esperaba…

–Te agradezco muchísimo que me ayudes.

–No tienes que agradecérmelo. Eres bienvenida aquí. Siempre serás bienvenida.

–Llegaré dentro de una semana o diez días. Te llamo para decirte la fecha exacta según se vaya acercando.

Estaba a punto de colgar, cuando Paige le preguntó:

–¿Tu padre sabe que vienes?

–Todavía, no.

Ella no se lo había dicho, pero tenía la impresión de que ya lo sabía. Su padre era un hombre importante del pueblo, el más importante. Que ella se hubiera marchado de casa a los dieciocho años y no la hubieran vuelto a ver por allí, salvo en las páginas de las revistas de moda, habría sido una noticia muy comentada en un sitio tan pequeño. Seguramente, su padre le había dicho a todo el mundo que ella era como su madre, voluble, egoísta, engreída. Él había descrito a Clara así tantas veces que ella sabía que «ser como su madre» no quería decir nada positivo.

En cualquier caso, si alguien del pueblo se había enterado de que iba a volver, era muy probable que su padre, Ed, estuviera informado. Tal vez se lo hubiera dicho Guy Prinley. Eso podría explicar por qué estaba intentando anular el alquiler de su casa. Sería algo propio de su padre el castigarla por haberse vuelto contra él.

–Entonces, no diré ni una palabra –respondió Paige.

Ella tomó el largo camino que rodeaba la enorme mansión de estilo tudor de Clyde y continuó hacia su casita.

–No puede hacerte nada por dejar que me quede en tu casa, ¿no? –le preguntó a Paige.

–¿Disculpa? ¿Por qué me iba a hacer algo a mí?

Paige tenía una tienda de juguetes, ropa y muebles infantiles en el centro del pueblo, Little Bae Bae. No dependía de Ed para conservar su trabajo, ni para ninguna otra cosa que se le ocurriera.

–No, no lo haría. No te preocupes. Hoy ha sido el funeral de Clyde, y estoy un poco alterada. Si no te importa, ¿te llamo más tarde?

–De acuerdo –dijo Paige, y colgaron el teléfono.

No le gustaba nada la idea de que su padre hubiera intentado impedirle que alquilara la casa de Guy Prinley, pero, ahora que se le había pasado por la cabeza, no podía dejar de darle vueltas.

Sobre todo, porque Ed siempre había tenido algo… como una falta de moral, o de sentimientos, que la asustaba.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Sloane tardó dos semanas en prepararlo todo y enviarlo a un trastero de Dallas, que estaba a hora y media al este de Millcreek. En el pueblo no había ese tipo de servicios. La empresa de mudanzas había enviado un tráiler para cargar todas sus pertenencias, y llegaron a Dallas antes que ella, porque ella se detuvo en varios estados por el camino. Después, pasó dos días en Dallas.

Estaba retrasando todo lo posible la llegada a Millcreek, y era consciente de ello. Había perdido el alquiler de la casa de Hazel Woods y, aunque pudiera reclamar legalmente sus derechos, no iba a hacerlo. Por muy enfadada que estuviera con el señor Prinley, él le había devuelto el dinero, y ella no tenía ganas de demandarlo. Ya tenía que luchar con la suficiente negatividad como para obligarlo a que le entregara las llaves. Había decidido que iba a quedarse con Paige y con su hijo la primera semana, hasta que pudiera buscar una casa con más calma.

Hacía mucho calor, y se había puesto un vestido sin mangas de color marrón con lunares blancos y unas sandalias blancas. Aunque el aire acondicionado del Jaguar funcionaba a la perfección, estaba sudorosa. El GPS la estaba guiando, aquel jueves, a una casa de un piso, de ladrillo visto, con la puerta negra y las contraventanas a juego, detrás de una cancha de baloncesto donde, probablemente, su padre seguía jugando en una liga masculina.

Era casi la hora de cenar. Ella quería llegar después de que Trevor estuviera acostado. Le parecía mejor reencontrarse con Paige a solas, para poder charlar y ponerse al día con su amiga, antes de conocer a su hijo y sentir las emociones que ese encuentro pudiera causarle. Sin embargo, Paige estaba tan impaciente por verla que la había convencido de que llegara a tiempo para la cena.

Cuando aparcó, miró hacia el gran ventanal delantero de la casa y sintió cierta aprensión. No tenía la impresión de que Paige y Micah fueran ricos, pero estaba claro que sí habían gozado de una situación económica holgada. Paige tenía los ingresos de su tienda y Micah era policía. Según Paige, él tenía la esperanza de llegar a comisario algún día, y parecía que había muchas posibilidades. Paige le había contado que Micah era el favorito para el puesto y que, seguramente, lo conseguiría cuando quedara vacante, en algún momento de aquella década. A ella no le sorprendió; siempre había pensado que a Micah le iría bien. Era un hombre muy capacitado, incluso cuando solo tenía dieciocho años.

Detectó el movimiento de una cortina y se dio cuenta de que la habían visto.

Se preparó para la avalancha de recuerdos que iba a recibir, tomó el bolso y la botella de vino que había comprado y salió.

Se abrió la puerta de la casa y Paige se acercó rápidamente por el camino.

–¡Sloane! ¡Bienvenida a casa!

Sloane estuvo a punto de arrancar de nuevo el coche y salir corriendo. Quería a Paige y la había echado de menos, pero lo que sentía por ella se había vuelto turbio después de marcharse e, incluso después de tanto tiempo, se entremezclaba con lo que sentía por Micah y con su reticencia a volver a Millcreek.

–Hola. Gracias por dejarme venir.

Paige le dio un abrazo afectuoso.

–¡Dejarte venir! ¡Por supuesto que sí! Estoy feliz de haber podido convencerte. Después de marcharte de esa forma, debes de estar insegura por ver a tu padre y a tu hermano, o habrías ido a casa de alguno de ellos. Aquí tendrás un sitio donde refugiarte mientras le haces frente a la situación de la manera que sea más cómoda para ti.

–Te lo agradezco de verdad. No tendré que quedarme mucho tiempo.

Paige tomó la botella de vino que le ofrecía, y preguntó:

–Vas a estar en el pueblo por lo menos un año, ¿no?

–A lo mejor, no tanto. Habrá que ver lo que pasa.

Si era posible, se marcharía antes. Solo iba a estar allí hasta que pudiera averiguar lo que le había ocurrido a su madre veintitrés años antes. Sabía que no iba a ser fácil resolver el misterio. Poco después de ir a vivir a Nueva York, había contratado a un detective privado, pero él no había conseguido información al respecto ni siquiera después de utilizar todas las bases de datos disponibles. Le había dicho que era como si su madre se hubiese desvanecido, y quería ir a Millcreek y hablar con todos sus conocidos para ver si encontraba alguna pista sobre Clara. Se había empeñado en que ese era el siguiente paso en la investigación; pero ese era un paso que ella no quería dar. Cruzaba el límite entre buscar a su madre e investigar a su padre, así que le había dicho al detective que lo dejara. Y aquel detective era la única persona que había buscado a su madre de verdad.

Ed decía que Clara se había marchado por voluntad propia y, como era un miembro rico y respetable de la comunidad, nadie se había atrevido a presionarlo, ni siquiera la policía. En aquel momento era el alcalde, y podía influir en los agentes con la amenaza de que perdieran su empleo o recibieran un ascenso, así que dudaba que las cosas fueran a cambiar.

Nadie le había preguntado a ella lo que había visto u oído aquella noche. Como solo tenía cinco años en ese momento, seguramente no creían que tuviera nada relevante que aportar. Y ella no estaba convencida de que hubiera hablado aunque le hubiesen preguntado qué recordaba de aquella noche. Tenía demasiado miedo de su padre y no estaba segura de qué significaban los ruidos que había oído. De hecho, todavía tenía miedo de que su padre fuera tan peligroso como ella pensaba o de que, por el contrario, se hubiera enfrentado a él cuando verdaderamente su madre era una mujer superficial y egoísta, tal y como la había descrito, y era cierto que los había abandonado.

Estar equivocada era casi tan malo como no estarlo, al menos, con respecto a su relación con lo que quedaba de su familia. Su padre nunca le perdonaría que hubiera hecho públicas sus oscuras sospechas y, mucho menos, que hubiera hecho algo más. Tal vez ese fuera el motivo por el que ella había tardado diez años en volver a Millcreek. Ojalá su hermano recordara algo de aquella noche, pero Randy estaba durmiendo en casa de un amigo cuando su madre se había, supuestamente, marchado. Además, su hermano estaba tan unido a su padre que nunca se plantearía la posibilidad que a ella le había causado tantas pesadillas, pesadillas en las que veía a su padre cavando una tumba en el jardín trasero y después lo oía subir las escaleras a buscarla a ella.

–Por lo menos, podemos pasar unos meses juntas –dijo Paige. Le tomó las manos y se las estrechó–. Qué guapa estás. Da gusto verte. Con el tiempo tu belleza ha aumentado aún más.

Paige solo medía un metro sesenta y era mucho más bajita que ella, que medía más de un metro ochenta centímetros. Ella tenía el pelo castaño oscuro, los ojos del color del ámbar y la piel morena, gracias a la ascendencia griega de su madre. Paige era rubia y tenía pecas. Era muy guapa, pero no llamaba tanto la atención, y podía mezclarse con la gente en un centro comercial, en el cine o en un bar sin que la abordaran, como le ocurría a ella que, al ser más llamativa, nunca había podido desaparecer entre la multitud.

–Pues a ti, la maternidad te ha sentado muy bien –le dijo Sloane.

–Me encanta –dijo Paige.

Y, en aquel preciso momento, apareció un chico en la puerta de la casa, y Paige se volvió hacia él. Era Trevor.

–Ven aquí –le dijo su madre–. Ven a conocer a la mejor amiga de tu madre. ¿Sabes que Spaulding y tú estáis juntos todo el rato?

Él asintió mientras se acercaba.

–Bueno, pues yo crecí con Sloane. Fuimos inseparables durante toda la escuela primaria, la secundaria y… durante casi todo el tiempo de instituto.

Hasta que Paige se había enamorado de Micah, después de que ella empezara a salir con él. Micah había causado tensión en su relación con Paige. A su amiga se le había enronquecido un poco la voz al final de la frase, y eso le dio a entender a Sloane que también recordaba esa tensión. De repente, se sintió insegura. No sabía si había sido buena idea ir allí. Pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión.

–Vaya chico más guapo –dijo Sloane, y notó que se le derretía el corazón al ver los enormes ojos azules de Trevor, tan parecidos a los de su padre.

–¡Vaya! –exclamó el niño–. ¡Qué alta eres!

–Sí, siempre he sido muy alta. Pero me parece que tú también lo eres, por lo menos, para tu edad.

–Sí –dijo Paige, tirándole suavemente de la visera de la gorra–. Es el más alto de su clase.

–Mi padre mide un metro noventa y cinco –dijo Trevor, con orgullo–. Es más alto que tú.

Sloane asintió.

–Sí.

El niño la observó con atención.

–Mi madre dice que fuisteis juntas al instituto, y que tú conoces a mi padre.

A Sloane le costó no perder la sonrisa. No se esperaba aquella punzada de dolor en el pecho.

–Sí, es verdad.

Trevor miró a su madre.

–Entonces, ¿podemos invitar a papá a cenar, también?

Paige carraspeó.

–Esta noche, no, cariño. Seguro que está ocupado.

–No, está a punto de salir de la comisaría. Acabo de hablar con él.

–En otro momento –murmuró Paige, y tomó al niño del brazo mientras iban hacia la casa–. He hecho enchiladas de pollo –le dijo a Sloane–. Me apetecía tomar una buena margarita, así que decidí preparar comida mexicana.

–Me parece estupendo. En Nueva York es muy difícil encontrar comida mexicana tan buena como la de aquí.

–Te daré la receta.

Paige la llevó al salón comedor de la casa, y pasaron por delante de la puerta de la cocina. Sloane se asomó para verla. Tenía azulejos estilo metro, encimeras de granito gris y armarios blancos estilo shaker.

–Tu casa es preciosa.

–Gracias. Lo mejor es que está muy cerca del colegio de Trevor, y del campo de béisbol. Así, puede ir andando a los dos sitios.

–¿Te gusta el béisbol? –le preguntó Sloane a Trevor.

–Sí. Soy lanzador.

–¿Y también juegas al Pop Warner Football? ¿O eso es cuando ya eres un poco más mayor?

–Algunos de mis compañeros juegan ya, pero a mí no me deja mi madre.

Paige le indicó a Sloane que se sentara en una mesa de cristal rodeada de sillas tapizadas en blanco. Una elección muy valiente para alguien que tenía un niño.

–Le gustaría jugar al fútbol americano, pero vamos a centrarnos en el béisbol. Creo que hay mucho menos peligro de sufrir una lesión cerebral –explicó Paige.

–Si Trevor fuera mi hijo, seguramente haría lo mismo –dijo Sloane.

Sin embargo, sabía que el fútbol americano era una parte muy importante de la vida en Millcreek. Seguramente, Trevor iba a sentirse excluido cuando todos sus amigos intentaran entrar en el equipo del instituto y comenzaran a hacer del fútbol el centro de su vida. Se preguntó qué pensaría Micah con respecto a que su hijo no jugara, ya que él había conseguido que el equipo llegara a la liga estatal.

–¿Y Micah está de acuerdo con esa decisión? –preguntó.

–No completamente, no –dijo Paige.

–Mi padre dice que debería decidirlo yo –dijo Trevor–. Y yo también lo pienso.

–Pero tú no tienes edad suficiente para tomar esa decisión –le dijo Paige.

El niño dio un gruñido.

–Mamá, ¡todo el mundo juega al fútbol!

–Pero no todo el mundo sale de ese deporte sin lesiones graves.

–¡Papá sí!

–Tu padre tuvo suerte.

–¡No me va a pasar nada!

–Podría suceder.

Sloane contuvo la sonrisa al ver que Paige miraba a su hijo con severidad para acabar con la discusión.

–La maternidad puede ser tan complicada como divertida –dijo Paige, en voz baja, para que el niño no la oyera.

–¿Tiene mucha relación con sus abuelos? –le preguntó Sloane.

–Sí. Tiene suerte. Tanto mis padres como los de Micah siguen viviendo en esta zona, y van a todos sus partidos, a las funciones del colegio, a las fiestas de cumpleaños, etcétera. Así que, en ese sentido, Trevor lo tiene muy bien.

Salvo por el divorcio. Al niño no había podido sentarle muy bien que sus padres se separaran, pero Paige no hizo ningún comentario al respecto. Y, cuanto más tiempo pasaba sin que su amiga mencionara a Micah, más se relajaba ella. Se sintió muy bien cuando empezaron a cenar, porque las margaritas fueron una gran ayuda.

Cuando terminaron de lavar los platos, vieron a Trevor jugar un rato a videojuegos en el salón. Después, Paige mandó a su hijo a hacer los deberes y, a las nueve, después de que el niño se acostara, ellas se sentaron en el jardín, donde charlaron por encima del canto de las chicharras.

En aquel momento, Sloane se alegró de haber vuelto a casa. A pesar de la desaparición de su madre y del carácter controlador y autoritario de su padre, ella había tenido una buena infancia en Millcreek. Le tenía cariño al pueblo, y Paige siempre había sido una buena amiga, aunque al final hubieran terminado enamoradas del mismo chico.

Hablaron solo de buenos recuerdos y evitaron en lo posible el tema del último año de instituto. Sloane se enteró de que el padre de Paige todavía era el propietario de su fábrica de cerveza, que su madre trabajaba ahora en el internado y que Yolanda, la hermana mayor de Paige, se había divorciado después de que su último hijo se fuera a la universidad, y había vuelto a vivir a Millcreek. Parecía que Paige y Yolanda estaban forjando una relación fraternal, por fin. Como Yolanda tenía catorce años más que Paige, apenas se conocían. Yolanda se había marchado a la universidad y después se había casado y se había ido a vivir a California con su marido cuando Paige tenía solo cuatro años.

Sin embargo, cuando Sloane dejó su vaso, se estiró y dijo que iba a acostarse, Paige mencionó a Micah. Sin duda, el alcohol le había dado valor para hacerlo.

–Se va a quedar muy sorprendido cuando se entere de que has vuelto, ¿sabes? –le dijo a Sloane, mirando a algún punto oscuro del final del jardín.

Paige podría referirse perfectamente a su padre o a su hermano, pero, por su tono grave, Sloane supo que no estaba hablando ni de Ed ni de Randy. De repente, tuvo necesidad de tomarse lo que había quedado de margarita, y volvió a agarrar el vaso.

–¿No le has dicho que venía?

–No. Tú me pediste que no se lo dijera a nadie. Y, para ser sincera, no quería arriesgarme a ver demasiada emoción reflejada en su cara. La misma que se le reflejaba cada vez que tú entrabas en cualquier sitio.

De repente, a Sloane le faltó el aliento. Siempre había hecho lo que estaba en su mano por no pensar en Micah, pero el olor de su pueblo natal, todas las sensaciones que le estaba produciendo su regreso, se lo impedían. Desde que había entrado en Millcreek, se había abierto la compuerta de todos los recuerdos. Al principio, solo fueron detalles conmovedores como la suavidad de su boca al besarla, su voz susurrándole que la quería, el sabor ácido de su sudor cuando se besaban después de que él hubiera jugado al fútbol… Pero, enseguida, hubo muchos más recuerdos. Además, Paige acababa de destruir su capacidad para poder reprimirlos.

–Han pasado diez años, Paige. No creo que le importe demasiado verme. Y, después de lo que hice, seguramente me odia.

–Sí, en cierto modo, sí te odia. O, tal vez, no es odio, sino el hecho de que esté resentido por el daño que le hiciste. Nadie le ha tratado de esa forma.

Aunque Sloane se estremeció al oírlo, intentó disimular lo mucho que le había afectado aquel comentario.

–Se quedó hundido cuando te fuiste –añadió Paige–. No puedes esfumarte de ese modo y pretender que la gente no se enfade o no sienta dolor.

Era evidente que a Paige también le había hecho daño. Al percibir el tono amargo de aquellas palabras, Sloane tuvo ganas de contarle por qué se había marchado, pero dudaba que Paige lo entendiera. Le diría cosas como: «Podías haberte mantenido en contacto con nosotros. Nosotros te habríamos apoyado». Pero ella no habría sido capaz de mantenerse en contacto con ellos y no seguir deseando volver con todas sus fuerzas. Y, si volvía tan pronto, antes de tener la fuerza suficiente como para mantenerse firme y antes de que ellos pudieran seguir su vida sin ella, sabía que se habría quedado atrapada para siempre en Millcreek.

–Siento haberos hecho daño a los dos.

–¿Y eso es lo único que vas a decir?

–Es lo único que puedo decir.

Tenía que haber una pequeña parte de todo aquello por lo que Paige se sintiera agradecida. Su marcha era lo que le había dado la oportunidad de estar con Micah.

Paige se rio con tristeza.

–Supongo que eres una persona difícil de olvidar.

–Yo tampoco os olvidé a vosotros –dijo Sloane–. Tuve que marcharme para conservar la cordura. Tenía que saber quién era sin estar con mi padre y con mi hermano, sin Micah y sin ti, y lejos de este sitio –explicó.

–¿Y lo conseguiste?

–En cierto modo, sí –dijo ella.

De nuevo, tuvo la tentación de explicarle a Paige el verdadero motivo por el que había vuelto, pero, cuanta menos gente lo supiera, menos posibilidades habría de que tuviera un enfrentamiento difícil con su padre antes de estar preparada. Paige y ella habían recuperado su amistad hacía poco tiempo, y ella no sabía hasta qué punto podía haber cambiado su amiga.

–Me alegro. Espero que mereciera la pena, porque fue muy difícil competir con tu fantasma.

Sloane dejó el vaso en la mesa.

–¿Qué quieres decir con eso?

Paige se puso de pie.

–No, nada. Bueno, creo que ya es hora de que nos acostemos, ¿no?

Mientras Paige recogía los platos de postre que habían sacado al jardín, Sloane la observó con atención. Detrás del último comentario de su amiga había todo un mar de fondo, algo turbulento y apasionado que hizo que se preguntara si Paige le tenía la mitad de afecto que aparentaba. Era casi como si la culpara de su divorcio.

Sin embargo, cuando su amiga volvió a mirarla, toda esa animosidad había desaparecido. Incluso sonreía.

–Vamos –le dijo–. Te voy a enseñar la habitación de invitados.

 

 

En algún momento, Micah había sido el dueño de aquella casa, pensó Sloane, ya acostada, mientras miraba al techo. Había vivido allí con Paige, puesto que había sido su marido. Sloane no quería imaginárselo allí, pero no podía evitarlo. Se lo había quitado muchísimas veces de la cabeza, tantas que se había convertido en un hábito, pero en Millcreek, en aquella casa, no lo conseguía. Estaba muy presente en aquel espacio, aunque no estuviera allí en persona.

¿Cómo sería Micah ahora?

No era fácil imaginárselo con el uniforme de policía. Solo lo veía como el muchacho que había sido, alto, con las manos y los pies grandes, sin barba, y con los mismos ojos azules que había heredado su hijo. ¿Estaría saliendo con alguien? ¿Era eso por lo que había terminado su matrimonio con Paige?

Y si ella se cruzaba con él… ¿le dirigiría la palabra?

Si la miraba con odio y se daba la vuelta, no podría reprochárselo.

Se dio la vuelta con un suspiro. Llevaba dos horas en vela, y tenía demasiadas cosas que hacer al día siguiente, antes de poder enfrentarse a su padre y a su hermano. Como, por ejemplo, encontrar rápidamente una casa donde vivir. Después de lo de aquella noche, tenía la impresión de que Paige no había sido sincera durante todo aquel tiempo al decirle que quería recuperar su amistad. El hecho de que se hubieran enamorado del mismo hombre les ponía las cosas difíciles a ambas, pero, además, parecía que Paige le echaba la culpa de algunas cosas más aparte de su divorcio. Sin embargo, ella no podía ser la culpable de que Micah y Paige se hubieran separado, puesto que hacía más de diez años que no hablaba con él, desde la noche de su graduación, cuando habían hecho el amor por primera y última vez.

Aunque ella se había acostado con más hombres desde entonces, nunca había sentido aquella conexión tan fuerte, nunca había podido olvidar cómo le latía el corazón, ni cómo le temblaba la mano a Millcreek cuando la acariciaba.

Oyó la cadena del inodoro. Trevor debía de haberse levantado, porque Paige habría usado el baño de la habitación principal.

Esperó a que Trevor volviera a la cama, pero el agua seguía corriendo, así que empezó a preocuparse por si el niño no había cerrado bien el grifo.

Se levantó y se lo encontró delante del lavabo, con el chorro de agua cayéndole entre los dedos. No se había molestado en cerrar la puerta, pero ¿por qué iba hacerlo? Estaba acostumbrado a estar solo con su madre en casa, y era medianoche. Era evidente que no esperaba ver a nadie.

–¿Estás bien?

Él se sorprendió al oír su voz, porque no la había oído acercarse a causa del ruido del grifo.

–Um… sí –respondió el niño; cerró el grifo y se giró para secarse las manos con la toalla.

Sin embargo, Sloane se dio cuenta de que tenía una expresión de tristeza.

–¿No puedes dormir?

–Sí, sí –murmuró él.

–De acuerdo, no te pregunto más –dijo ella. Sonrió y empezó a alejarse, pero él la detuvo.

–¿Sloane?

Ella se dio la vuelta.

–¿Sí?

–¿Puedo llamarte Sloane? ¿O tengo que llamarte señorita McBride?

–Puedes llamarme Sloane.

Él miró hacia atrás, como si temiera haber despertado a su madre. Parecía que no quería que Paige escuchara lo que iba a decir. Cuando habló, lo hizo susurrando.

–¿De verdad mi padre dejó a mi madre por ti?

Sloane tomó aire.

–¿Te ha dicho eso tu madre?

–Dice que todavía seríamos una familia si no fuera por ti.

–Yo no tuve nada que ver con eso –dijo ella.

–Entonces…, ¿no podrías hablar con mi padre para ver si vuelve? Lo echo de menos. Quiero que las cosas sean como antes.

Mientras pensaba frenéticamente para encontrar la mejor respuesta posible, se metió el pelo detrás de las orejas.

–¿Cuánto hace que se divorciaron tus padres?

–Un año.

Más o menos, cuando Paige se había puesto en contacto con ella por Facebook.

–Entonces, ¿estabas en tercero? –le preguntó Sloane. Él le había dicho que acababa de empezar el cuarto curso.

Trevor asintió.

–Es una cosa muy difícil, Trevor. Algunas veces, los padres no consiguen llevarse lo suficientemente bien como para vivir juntos. Pero no tengo ninguna duda de que tus padres te quieren mucho. Aunque tu padre se haya ido, eso no va a cambiar.

Él se miró los pies. Estaba descalzo.

–Eso es lo que dice él. Pero no es lo mismo.

Aunque sus padres no hubieran llegado a divorciarse, a ella la había criado solo uno de sus progenitores. Su madre, o se había escapado o…

No estaba segura de que fuera justo pensar en la alternativa. Y eso era lo más duro de todo.

–Yo arreglaría las cosas si pudiera –le dijo a Trevor–, pero hace diez años que no veo a tu padre. Por eso no puede ser culpa mía. El divorcio, quiero decir.

A él se le hundieron los hombros. Sloane tuvo la impresión de que esperaba otra cosa, que, tal vez, ella tuviera el poder de deshacer lo que supuestamente había hecho.

–Mi madre también quiere que vuelva –dijo el niño–. La he oído llorar por teléfono hablando con él, cuando piensa que no la oigo.

Seguramente, Paige no querría que su hijo hubiera revelado tanto sobre la situación, pero a la edad de Trevor, los niños no sabían guardar las apariencias. La verdad era, simplemente, la verdad.

–El Micah que yo recuerdo del instituto era una persona estupenda. Pero lo más seguro es que tu madre lo supere, al final, y conozca a otra persona.

–Es que yo no quiero que conozca a otra persona –dijo él, con tristeza–. Spaulding tiene un padrastro que es muy malo.

–Pero no tiene por qué ser igual para ti.

–Podría ser igual.

Ojalá ella pudiera decir algo que lo consolara, pero el niño tenía razón. Sin embargo, no sería inteligente que se implicara emocionalmente, que estableciera lazos con nadie de Millcreek, porque sus problemas no eran algo que ella pudiera solucionar.

No iba a estar allí el tiempo suficiente, ni siquiera para intentarlo. Y, hasta que se marchara, iba a ser afortunada si conseguía mantenerse en pie.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Había alguien en la casa.

Sloane cerró el grifo de la ducha para poder oír mejor lo que ocurría.

Se oían pasos en el pasillo, así que salió de la ducha y tomó la toalla. Se suponía que tenía que estar sola en casa; Paige se había ido a la tienda y Trevor estaba en el colegio. Paige le había dicho que el niño volvería a casa caminando, con un amigo, por la tarde. Y que ella volvería poco después.

Pero faltaba bastante para las cinco de la tarde; no eran más que las diez y cuarto cuando había dejado de buscar casas en alquiler por Internet y había decidido ir a ducharse. Entonces…, ¿qué ocurría?

Esperaba que nadie hubiera entrado a robar a Paige…

Con el corazón en un puño, se puso la ropa interior y el albornoz y abrió la puerta, una pequeña rendija. No veía a nadie, pero oyó más ruidos. No estaba sola.

Se dio cuenta de que no tenía el teléfono móvil a mano. Lo había dejado en su habitación, con la maleta y el bolso.

Con la esperanza de poder ir a la habitación sin ser vista, miró hacia el final del pasillo. El ruido provenía de la habitación de Trevor, que estaba mucho más cerca que la suya, así que no podía pasar por delante de la puerta.

–¿Hola? ¿Quién es? –preguntó.

Se asomó a la puerta de la habitación del niño para ver qué ocurría, y vio que era Micah quien estaba allí. Y, obviamente, él la había oído, porque estaba andando hacia la puerta de la habitación con tanta prisa que estuvieron a punto de chocarse.

Él se quedó boquiabierto al verla.

–¿Sloane?

Ella tuvo un escalofrío.

–Micah…

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Yo… me estoy quedando en casa de Paige unos días, hasta que encuentre una casa de alquiler.

–No querrás decir aquí, en Millcreek.

No parecía que la noticia le hubiera agradado. Ella tragó saliva. Sabía que no iba a ser fácil volver a verlo, pero… ¿por qué tenía que encontrárselo precisamente en aquel momento, con el pelo mojado y sin estar vestida?

–Sí, en Millcreek. Pero no me voy a quedar mucho tiempo. Como máximo, un año.

–Ojalá hubieras sido tan sincera conmigo antes. Con un «A propósito, me voy mañana por la mañana», hubiera bastado. Tal vez no me hubiese resultado tan duro enterarme de que te habías marchado justo después de hacer el amor contigo por primera vez.

Ella se apretó el cinturón del albornoz.

–Lo siento. Tenía que… marcharme.

–¿Por qué? –preguntó él, pasándose los dedos entre el pelo, con desesperación–. Dios, llevo esperando tanto tiempo para oírlo… Por favor, dime que tienes una respuesta.

Micah llevaba el uniforme de policía y, aunque ella no lo hubiera visto nunca así vestido, le parecía que era algo natural en él.

–Por mi padre.

–Siempre tuviste problemas con él. ¿Y yo? ¿Es que no importaba nada?

–Por supuesto que sí. Pero… ¡teníamos dieciocho años! ¿Qué íbamos a hacer? ¿Casarnos al acabar el instituto?

–¡Puede ser! ¡Me gustaría que me hubieras dado a elegir!

Ella suspiró.

–Mi padre no lo hubiera permitido jamás. Nos habría hecho la vida imposible. ¿Qué habríamos hecho? ¿Casarnos en contra de su voluntad y marcharnos de Millcreek? Tú habrías tenido que dejar a tu familia y el rancho que heredarás algún día. Yo no sabía si iba a poder encontrar trabajo. No quería arrastrarte a todo eso. Tu vida está aquí, y yo lo sabía ya entonces.

–Ya, claro, muchas gracias por tomar la decisión en nombre de los dos. Me imagino que te quedaste sorprendida cuando todo te salió tan bien.

–¿A qué te refieres?

–Has ganado mucho dinero y has tenido una vida fascinante en una gran ciudad. Mucho más de lo que yo habría podido proporcionarte nunca. Y pensar que me preocupé tanto por ti durante esos primeros meses… Me alegro de saber que no me necesitabas para nada.

Ella apretó los puños, tanto que se clavó las uñas en las palmas de las manos.

–No es que no te necesitara, Micah. Tuve suerte y conocí a un buen amigo que me abrió muchas puertas. Por eso todo me salió bien en ese sentido. Si no hubiera sido por Clyde, seguiría siendo camarera.

–¿Clyde? ¿Así se llama?

–Sí, es el nombre de mi representante. Mi difunto representante.

Él apretó la mandíbula.

–Así que por eso has vuelto. Porque ha muerto el hombre con el que estabas.

–No estaba con él. No te dejé por otro hombre, si es lo que estás pensando. Y Clyde tampoco es el motivo por el que no volví a Millcreek.

Se quedaron mirándose unos instantes, fijamente. Ojalá pudiera leer su expresión, pensó Sloane. Sin embargo, hacerse una idea de lo que había tras aquellos ojos azules. Pero su expresión era indescifrable. Alzó la mano y le mostró un papel.

–Trevor necesita esto para ir a una excursión de su clase el lunes. Voy a llevárselo al colegio.

Ella se apartó para dejarle pasar, y él se detuvo a pocos centímetros y la miró. Se sintió tan azorada por su aspecto que se cerró el albornoz a la altura del cuello.

–Me destrozaste la vida –le dijo Micah–. Solo quiero que lo sepas.

Ella quiso decirle muchas cosas, incluyendo que se había marchado justo para no destrozársela, que quería dejarlo sano y salvo. Él era el rey del instituto, el quarterback líder del equipo, el adorado hijo menor de unos padres honestos y trabajadores. Su sitio era Millcreek. Ella no dudaba que Micah iba a vivir allí siempre, y nunca hubiera querido arrastrarlo en su huida.

Sin embargo, todas aquellas explicaciones se le borraron de la mente. Solo pudo decir una cosa:

–¿Te destrocé tanto la vida que tuviste un hijo con mi mejor amiga un año después?

Se quedó asombrada. ¿De dónde había salido aquello? Siempre había tratado de no sentirse herida por aquella traición, porque todo lo que había pasado era culpa suya, pero… ahí estaba…

Él la miró con ira.

–Eso ni lo menciones –le dijo–. No tienes derecho.

Era cierto, pero él se marchó antes de que pudiera reconocerlo.

–Oh, Dios –murmuró Sloane.

Cuando se cerró la puerta, tuvo que apoyarse en la pared. Estaba temblando. Sus palabras se le habían clavado como si fueran miles de dardos diminutos, porque sus acusaciones habían sido incluso más graves de lo que esperaba. Vivir allí iba a ser peor de lo que había pensado, si iba a encontrarse con él, así que no podía quedarse en casa de Paige. Tenía que ir a ver casas y, después, empezar a buscar respuestas muy importantes. Solo podría marcharse de Millcreek cuando hubiese averiguado lo que había ocurrido con su madre.

Se apartó de la pared y volvió al baño para terminar de arreglarse.

 

 

Micah permaneció inmóvil tras el volante del coche patrulla, esperando a que bajara su nivel de adrenalina antes de arrancar el motor.

No podía creerlo. Después de diez años, allí estaba Sloane, en la casa en la que él había vivido con Paige. En la casa en la que podía haber vivido con ella si no se hubiera marchado sin decir nada.

Respiró profundamente y se pasó la mano por la cara. ¿Por qué no le había avisado Paige? ¿Por qué nadie hablaba de su regreso? En Millcreek no ocurría nada sin que se supiera enseguida. El pueblo solo tenía siete mil habitantes. Entonces, ¿por qué nadie hablaba de la vuelta de una famosa modelo?

Miró el reloj y arrancó el coche. Tenía que llevar la autorización al colegio de Trevor antes de que terminara el recreo, pero llamó a Paige por Bluetooth mientras conducía.

–¿De verdad no ibas a decírmelo? –le preguntó inmediatamente, cuando ella respondió.

–Me imagino que te refieres a Sloane –dijo Paige.

–¡Sabes muy bien que sí!

–Pensaba que no te iba a importar. Después de todas las veces que me juraste que no estabas enamorado de ella, decidí creer en tu palabra.

Si eso era cierto, sería la primera vez que le había creído con respecto a Sloane. Él había intentado con todas sus fuerzas querer a Paige, convencerse a sí mismo, y a ella, de que Sloane no tenía nada que ver con su incapacidad para entregarse por completo a su matrimonio, pero Paige nunca le había creído. Lo había acosado, había intentado que se sintiera culpable haciéndose la mártir, presionándole siempre para que le dijera algo que la hiciera sentirse segura. Y él había fracasado estrepitosamente. Ese era el motivo por el que había pedido el divorcio. Si no lograba que Paige se sintiera realizada, y él tampoco sentía ninguna satisfacción, ¿para qué seguir?

Había mantenido la situación durante ocho años por el bien de Trevor, pero, a medida que su hijo crecía, era cada vez más consciente de la distancia emocional que había entre sus padres, sobre todo, porque Paige no podía aceptar el afecto tibio que él podía ofrecerle. Quería la pasión que él solo había podido sentir por Sloane, se la exigía, y había puesto la barrera demasiado alta. Durante su matrimonio, él siempre se había sentido como si no estuviera a la altura, como si siempre fuera a fallarle a su mujer.

–¿Por qué? –preguntó Paige, mientras él giraba para entrar en el colegio–. ¿Cómo sabes que ha vuelto? ¿Te ha llamado?