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Creíamos que teníamos todo bajo control e hicimos planes firmes para el futuro. Todo parecía estar en orden. Sin embargo, de golpe nos llega una situación con la que en absoluto habíamos contado y que nos quita todas las seguridades: una enfermedad repentina, la pérdida de un ser querido, un fracaso personal Las crisis pueden desconcertarnos profundamente, y no pueden evitarse. Anselm Grün sabe que también pueden abrirnos una mirada nueva a la vida y a nuestras posibilidades. Por eso nos aconseja no huir ni resignarnos, sino mantenernos fieles a nosotros mismos, confiar en la vida y mirar hacia delante, con la perspectiva de la esperanza. Así puede cambiar la situación. Los impulsos espirituales propuestos por Anselm Grün nos ayudarán a convertir las duras crisis de la vida en oportunidades de cambio y crecimiento.
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Introducción: desvalimiento, desorientación, desaliento
1. Dramas, discordias y conflictos en la familia
Los embarazos no deseados
Cuando se pronostica el nacimiento de un niño con discapacidad
El dolor de no tener hijos
El vacío amenazante: cuando los hijos se van de casa
Abuso de confianza: mi hijo o el compañero se ha convertido en un criminal
Cuando las parejas no saben ya qué hacer
Cuando el padre rompe con sus hijos
Cuando los hijos rompen la relación con sus padres
Cuando se rompen los lazos familiares
Cuando los padres se ponen difíciles
2. Problemas sociales y crisis en las relaciones
Conflicto enconado: ¿sin solución?
Agresividad sin fundamento: cuando me asalta una ira injustificada
Nadie me entiende realmente
Me siento tan solo
Final definitivo: cuando una relación acaba dolorosamente
Afrontar sentimientos que duelen mucho
Conmoción: Separación repentina unilateral
Decepción: cuando un mundo se viene abajo
3. Bajo la presión del trabajo y la profesión
Parálisis de la alegría de vivir: conflictos en el lugar de trabajo
Con todo lo que he trabajado, ¿y ahora qué?
Agobio laboral: antes del derrumbe
La amenaza del burn-out
Atascamiento: callejón sin salida en la profesión
Sin trabajo: nadie me necesita
Sufro mobbing: ¿qué debo hacer?
4. Conflictos y turbulencias psíquico-espirituales
«He fallado. ¡Me siento muy avergonzado!»
Soy culpable de un accidente
Sentimientos y pensamientos de culpa que no puedo quitarme de encima
«¡Esto no tiene arreglo!»
Enredarse en un patrón de pensamiento: «¡Y si…!»
Decepción de la Iglesia y en la Iglesia
Cuando se pierde la fe
Crisis del sentido a mitad de la vida
Sobresaturado, pero interiormente vacío
El mundo cambia muy rápidamente. Pierdo mi hogar emocional
Pérdida de confianza en el mundo
5. Afrontar la enfermedad, la vejez y la muerte
Cuando mi hijo enferma gravemente
Una enfermedad que me desmorona
Demasiado fuerte el dolor, demasiado pesado el sufrimiento
Miedo a la vejez: pérdida de fuerza y de prestigio
Miedo a la pobreza en la vejez
Demencia: el temor a perderme
La muerte de un ser querido
Conclusión: Vivir con absoluta confianza
Créditos
Aun cuando tratamos de vivir bien, cuidarnos, tener una vida espiritual, podemos encontrarnos en una situación repentina e inesperada en la que nos sintamos desvalidos, desorientados y desalentados. Hemos hecho todo lo posible para moldear nuestra vida de manera que sea adecuada para nosotros. Creíamos que teníamos todo bajo control e hicimos planes firmes para el futuro. Todo parecía estar en orden. Sin embargo, de golpe nos llega una situación con la que en absoluto habíamos contado y que nos quita todas las seguridades. Dejamos de saber cómo irán las cosas. De repente se nos diagnostica una enfermedad grave cuyo desarrollo ensombrece todo. Se agrava un conflicto en el lugar de trabajo que nos acapara totalmente. Hemos provocado por falta de atención un accidente y desde entonces nos corroen los sentimientos de culpa. El matrimonio se rompe y todas las esperanzas y los sueños vividos hasta entonces se ven arrojados por la borda. Muere un ser querido y nos quedamos solos. Nos desesperamos, no sabemos ya cómo ayudarnos. Es difícil hacer frente a estas situaciones de crisis.
Muchos tratan de olvidarlas, refugiándose en el trabajo o ahogándolas en el alcohol. No quieren admitir los problemas en los que se encuentran. Otros se resignan ante la fatalidad de su situación. Se sienten en un callejón sin salida y no saben cómo salir de él. Algunos buscan también compañeros que les ayuden a salir del callejón sin salida. Pero son alérgicos a los consejos demasiado rápidos y baratos. Hay gente que les dice exactamente qué hacer. O leen guías en las que se dan consejos sobre cómo salir de cada crisis. Sin embargo, cuando tratan de ponerlos en práctica, se dan cuenta de que no ayudan. Es más, se sienten aún más desorientados con consejos bien intencionados. A veces quienes ayudan con buenas intenciones hacen más profundos los problemas de las personas. Como muy bien expresaba un grafiti que alguien pintó en la pared de una casa: «Por favor, no ayudes, ya es bastante duro lo que ocurre».
¿Qué ayuda realmente en tales situaciones? Una historia al respecto se encuentra en el Nuevo Testamento. Nos habla de un viandante que se percata de nuestra indigencia y no pasa de largo. Es el samaritano compasivo. En esta parábola, el sacerdote y el levita pasan de largo ante el hombre que había sido víctima de unos ladrones. El samaritano, que es también un extranjero, lo ve y tiene compasión de él. Siente lo que le ocurre y empatiza con él. Pero no se queda solo compadeciéndolo. Su compasión le lleva más bien a la realización de una acción: se dirige al herido, derrama aceite y vino sobre sus heridas, y las venda. Después lo monta en el animal y lo lleva a una posada (cf. Lc 10,33ss). Hace cuanto está en su mano. Pero también reconoce sus límites. Lo pone al cuidado del posadero. Podría decirse que lo pone en manos de un profesional. Pero él se ha comprometido realmente con el hombre, lo ha tocado, ha aliviado sus heridas y las ha vendado. No se ha mantenido sin implicarse, dándole buenos consejos. Hace lo que puede. Y esto le ayuda realmente al hombre que permanecía desvalido al margen del camino.
Por tanto, antes de dar a una persona buenos consejos, es importante comprometerse con esa persona concreta, tratar de entender qué siente y piensa, no para juzgarla, sino para escucharla de verdad. No deberíamos decir rápidamente de pasada lo que tiene que hacer. Debemos detenernos, aguantar junto a ella, es decir, sostenerla en su desesperación y necesidades. No debemos darle largas con palabrería. El que tiene problemas busca consuelo, y este surge de la fidelidad e implica una firmeza interior. Es el fiel el que se mantiene firme como un árbol. El que sufre necesita a alguien que esté junto a él como un árbol firme en el que apoyarse. El árbol no hace comentarios, sino que da cercanía y apoyo.
Solo cuando me detengo junto al otro y lo sostengo en su desesperación y en su decepción, en sus sentimientos de culpa y de autorreproche, en sus acusaciones y amargura, puedo intentar entonces, después de un largo tiempo dedicado a escuchar, proporcionarle una nueva perspectiva sobre la situación. Esto necesita la perspectiva de la esperanza, que aporte a esa situación aparentemente desesperanzada una luz nueva que deje aparecer la posibilidad de un cambio. La esperanza no es un consuelo hecho de palabrería. Es, en caso de emergencia, la esperanza contra toda esperanza. La esperanza le promete al paralítico la posibilidad de volver a recuperar la movilidad, de poder «brincar, saltar» (hüpfen, en alemán, y el verbo «esperar» en alemán, hoffen, deriva del primero). Le promete, por tanto, al que se encuentra tirado en el suelo que volverá a ponerse de pie. Y le promete al que está en un callejón sin salida que habrá una salida. No será una salida barata. La esperanza no elimina la experiencia de sentir que no hay salida, pero es una fuerza interior que me impide darme por vencido. Es como una planta que a través del hormigón se abre un camino para vivir.
Solo puedo acompañar a las personas que me cuentan sus grandes problemas, sus heridas profundas, sus desesperaciones y amarguras, si yo mismo tengo la esperanza de que sus heridas se transformarán en perlas, como decía Hildegarda de Bingen. Si pienso que el caso del otro no tiene solución, entonces el acompañamiento será una farsa. Si abandono al otro, este se sentirá también abandonado. Ambos necesitan la esperanza: el que acompaña y el que lo está pasando mal. Le proporciono la esperanza cuando yo mismo estoy lleno de ella; es decir, cuando yo tengo la esperanza de que venza la crisis y saldrá del callejón sin salida. Ahora bien, esta esperanza no es algo innato en mí. Tengo que luchar constantemente por ella. Y pedirle a Dios que fortalezca esta esperanza. Los teólogos llaman a esta esperanza una virtud teologal; es decir, una virtud que debo practicar, pero que también es un don que me ofrece Dios. Así que lucho permanentemente por ella para aportar al otro no un consuelo sin fundamento, sino una esperanza que no le hace desesperarse, una esperanza que, como una planta que crece lentamente en medio del desierto y que en cualquier momento florece, le dará un nuevo brillo a su vida.
Este libro surge de encuentros con personas a quienes he acompañado en cursos y en conversaciones privadas. En la presentación de cada situación he buscado la generalización para que todas puedan verse reflejados en ella, protegiendo al mismo tiempo la privacidad de quien la cuenta. Lo mismo cabe decir con respecto a las cartas a las que he respondido siempre en estos últimos años. En efecto, he respondido personalmente a muchas cartas y correos electrónicos que me han enviado. Aun cuando en las cartas las preguntas se hallaban «totalmente conectadas con la vida real de su autor», aquí se han formulado de tal modo que se mantenga su anonimato. Publicamos en este libro también algunas de estas cartas y las respuestas dadas.
Por un lado, este libro se dirige a todos los que están en crisis y a quienes de pronto se encuentran viviendo una situación en la que se sienten desorientados y desamparados. La descripción de tales situaciones difíciles debe ayudarles a afrontar honestamente su propia situación. Al vivir la suerte de otras personas, no se sentirán solos en la suya. Sentirán que sufren un destino que también conocen otros. Espero que se sientan comprendidos mediante la descripción de la situación. Pero al mismo tiempo deben pensar también con esperanza que no estamos desamparados ante la situación crítica, sino que podemos encontrar un camino de salida. No es un camino rápido, pero sí es un camino que podemos hacer paso a paso. Y en algún momento tendremos la sensación de haber salido de la crisis: fortalecidos y con una nueva visión sobre nuestra vida.
Por otro lado, este libro se dirige también a quienes se encuentran en su entorno con personas que están en crisis. Pueden encontrar valiosas sugerencias sobre cómo abordar la situación difícil de otras personas, con sensibilidad y evitando el peligro de hacer más profunda esa situación con consejos baratos. A menudo surgen estos consejos precipitada y rápidamente de la propia falta de ayuda y de la falta de esperanza. Por eso quisiera que este libro diera fuerza a la esperanza de quienes acompañan, para que, partiendo de esta esperanza, puedan aguantar la situación de quienes están en graves apuros. En lugar de dar consejos, deben transmitir esperanza. Pero no se trata de una esperanza barata, sino de aquella que Dios desea darnos a todos, como se la dio a Abrahán. De él dice Pablo: «Él es el padre de todos ante Dios, pues creyó en él, que da la vida a los muertos y que llama a existir lo que no existe. Contra toda esperanza creyó plenamente en la esperanza de que llegaría a ser el padre de muchos pueblos» (Rom 4,17s).
Contemplar desde esta esperanza la necesidad de las personas y ayudarlas para que puedan participar en nuestra esperanza es algo que da sentido a nuestra vida. Una vida buena consiste en encontrarse amistosamente con los demás, empatizar con ellos, darse cuenta de lo que les hace difícil vivir, no solo sentir con ellos, sino también ayudarles cuando lo necesitan. La crisis puede convertirse para quien la sufre en una oportunidad para vivir la vida con nuevas perspectivas, aplicar otras normas a la vida, vivir más consciente y atentamente y avanzar hacia el futuro fortalecido con una nueva esperanza. El que acompaña a otro en su crisis, experimentará la dicha al ver cómo el otro sale con más fuerza de su crisis. Tendrá la sensación satisfactoria de que ayudar también fortalece al que ayuda y lo anima a seguir adelante. Después de amar el verbo ayudar es el más hermoso del mundo, dijo Bertha von Suttner. La atención amorosa y la ayuda práctica van de la mano. Dependemos los unos de los otros para darnos esperanza y para elevarnos unos a otros a fin de seguir nuestro camino más recta y auténticamente.
Julia Heinecke, especialista en estudios culturales de Friburgo, titula Kalten Herzen [Corazones fríos] su libro sobre la dura vida de las madres solteras en la década de 1950. Los reproches como «¿Es que no tienes ningún respeto por tu vida?» que se hacían a las madres solteras eran habituales incluso en el seno de la propia familia, y a menudo estas mujeres tenían que sufrir los juicios discriminatorios de la sociedad y la «vergüenza» consiguiente. No pocas eran separadas de sus hijos. Muchas se veían en difíciles situaciones sin salida, con graves problemas económicos y también psíquicos.
¿Y en la actualidad? Afortunadamente, nuestra sociedad ha abandonado una moral que condenaba a las mujeres que se quedan embarazadas involuntariamente. Pero siempre se producen situaciones que son críticas por diferentes motivos para quienes las sufren; por ejemplo, una estudiante de 17 años que se queda encinta del profesor de quien se ha enamorado, pero que está casado. O una chica que tiene pareja, pero la relación es problemática, y no está claro que vaya a durar, pues el chico parece inmaduro y, en definitiva, incapaz de una relación. O una mujer casada que tiene ya tres hijos y se queda embarazada con 44 años. Su deseo de maternidad estaba ya realmente satisfecho, y ahora tiene un gran temor a no ser capaz de desarrollar de nuevo un compromiso con un niño pequeño.
Todas las situaciones anteriores precipitan a una mujer a una crisis profunda. Desde fuera no puede darse ningún consejo claro: ¡haz esto o aquello! La mujer tiene que decidir por sí misma cómo continuar con su vida. Pero necesita una ayuda en esta fase de inseguridad e incertidumbre. Es decir, necesita ante todo alguien que la escuche, a quien pueda contarle todo sin que la juzgue. Lo fundamental es que la mujer sienta que es apoyada en su decisión, independientemente de cuál sea, y que no juzgue sus sentimientos y pensamientos. Pues en esta situación se confrontan en la mujer los pensamientos y los sentimientos más contrapuestos. Por un lado, la alegría de estar embarazada y tener un hijo. Es una alegría que tiene toda mujer. Pero, al mismo tiempo, surgen muchos temores. El temor al juicio de los demás. ¿Qué dirán del embarazo que provoca grandes dificultades a la joven y al profesor? También emerge la idea de deshacer lo hecho. La consecuencia sería abortar en secreto, de modo que nadie se entere. Pero ¿cómo hacer frente después a los sentimientos de culpa que me afligen?
El temor de la mujer casada, que ya tiene tres hijos, está más relacionado con la situación que cambiará la familia. Ha vuelto de nuevo a trabajar y ahora se frustra totalmente su plan de vida. Y tiene miedo a ser demasiado mayor para tener un bebé. ¿Podrá aceptarlo con paciencia y amor? Pero frente a estos temores surgen otras ideas: ¿no es un regalo de Dios que me haya vuelto a quedar embarazada, que volvamos a tener un hijo?; ¿puedo ser la juez de la vida del niño que crece en mi vientre?
La mujer que vive una situación de pareja poco clara e insegura y se queda embarazada se ve asaltada por otros pensamientos y sentimientos. Además de la alegría de estar embarazada y de llevar a una criatura en su seno, alberga la esperanza de que el niño pueda salvar la convivencia. Pero, al mismo tiempo, teme que su chico se separe definitivamente de ella porque no está preparado para asumir la responsabilidad de tener un hijo. ¿Qué me pasará si me deja sola con el niño?
Yo no puedo como acompañante tomar la decisión por la mujer. Solo puede hacerle constantemente preguntas para que ella pueda expresar todo cuanto siente. Ella no debe asustarse de los diferentes pensamientos que le vienen a la cabeza. Tiene que expresarlos todos, pues, de lo contrario, seguirá dándoles vueltas. Algunos no son en absoluto piadosos, o bien se tiene la sensación de que están en contra de los valores y normas que se han defendido hasta ese momento. Solo cuando se han expresado todos los pensamientos, se puede reflexionar conjuntamente sobre cómo afrontarlos.
Se trata en primer lugar del hecho del embarazo. Es importante pensar que en mí crece un niño, que puedo regalarle la vida. No deben dejarse de lado inmediatamente estos pensamientos por los temores que emergen. Es valioso traer un niño al mundo. De abortarlo, ¿cómo afrontaré los sentimientos de culpa? Muchos terapeutas me cuentan que en todo aborto surgen sentimientos de culpa. Por consiguiente, tengo que contar con ellos, plantearme y reflexionar cómo los abordaré.
En segundo lugar, hay que tratar los temores. Debo tomarlos en serio y expresarlos de verdad. Pero también debería preguntarme siempre: ¿cómo puedo lidiar con este o aquel temor?
Si la estudiante tiene temor a tener que dejar el instituto y a causar problemas al profesor, puede pensar lo siguiente: ¿qué oportunidad se encuentra también aquí? Siento que mediante el embarazo doy un gran paso hacia la adultez y que estoy dispuesta a asumir la responsabilidad. Y también el profesor debe asumir la responsabilidad de su acción. Puede que sea realmente una oportunidad, también para él. Por un lado, la oportunidad de abandonar la ilusión de que puedo ir por la vida con la conciencia siempre tranquila y que la vida transcurre sin complicaciones. Por otro lado, tengo la oportunidad de ser madre y desarrollar nuevas capacidades.
La mujer que se queda embarazada con 44 años tiene que examinar abiertamente también sus temores. Y si logra entenderlos de forma concreta, puede asimismo preguntarse: ¿no hay aquí también una oportunidad de ser madre de un modo nuevo?; ¿no es el hijo tardío un enriquecimiento para la familia, también para los otros hijos?; ¿o tenemos tal vez el peligro de malcriarlo?; ¿podré darle el amor necesario?
También la mujer que vive en una relación problemática tiene que imaginarse los temores de forma concreta: si mi pareja me abandona, ¿me sentiré abrumada o maduraré más? ¿Cómo me siento como madre de un niño? ¿No emerge también la alegría y la confianza de que puede conseguirlo yo sola?
Como acompañante, solo puedo invitar a las mujeres a que expresen todos sus sentimientos y temores. No puedo tomar la decisión por ellas. Es una cuestión de conciencia que cada una debe afrontar. No puedo como acompañante arrogarme el papel de juez de la conciencia de los demás. Solo puedo hacer preguntas una y otra vez. La palabra alemana Frage, «pregunta», tiene la misma raíz que Furche, «surco». Con mis preguntas no interrogo a las mujeres, arrinconándolas, sino que abro un surco en el campo de su alma para que brote el fruto en él. Y si la mujer ha tomado su decisión, solo me cabe aceptarla. No tengo derecho a juzgarla, diciendo: has decidido erróneamente. Tú solo puedes seguir en esta dirección tomada. La conversación que crea una verdadera relación entre los interlocutores está siempre abierta. Cuando en el diálogo quiero convencer al otro de mi opinión, entonces no le estoy hablando con mi corazón, sino que quiero insistirle, persuadirlo, presionarlo con los argumentos que pienso que son los correctos. En cambio, cuando una mujer se siente comprendida en el diálogo, puedo tener la confianza de que encontrará una decisión que será una bendición para ella y para las personas con las que se siente unida.
Una historia que contaba la política Hanna-Renate Laurien muestra esta posición, pero también cómo puede afrontar una persona con éxito una situación crítica. A mediados de 1960, era directora de un centro de enseñanza en Renania-Palatinado cuando una alumna se quedó embarazada. No solo la AMPA sino que también el claustro exigían su expulsión «por la mala imagen». Laurien se negó. Quien ve la vida principalmente como un regalo, encuentra también motivos positivos en aquella situación conflictiva. Mucho antes de que se publicara la Instrucción Donum vitae, ella hizo lo creía mejor; es decir, ocuparse de la chica y ayudarla en todo. En el despacho de la directora se hicieron los cambios oportunos y se montaron los accesorios necesarios. La estudiante podía cuidar a su bebé durante el recreo y siempre que fuera necesario en tiempo de clase. Finalmente, terminó bachillerato y aprobó la selectividad.
Muchos años después, Laurien fue invitada a un programa de televisión en el que se anunció la llegada de un invitado sorpresa. Entró un joven de treinta años radiante, la abrazó y le dio las gracias ante una audiencia de millones de personas. Era el hijo de la estudiante embarazada a quién había ayudado en el pasado.
Tres mujeres me contaron que en el diagnóstico prenatal el médico les había dicho que tendrían un niño discapacitado, por lo que deberían abortar. Puesto que eran cristianas rechazaron el aborto y continuaron con el embarazo. Y las tres trajeron al mundo un niño sano. Una de ellas le preguntó al médico por qué le había dicho aquello. Sus palabras la habían mantenido angustiada durante los nueve meses de gestación. Había pensado constantemente con su marido cómo resultaría todo. El medico le dijo que el examen de translucencia nucal así lo había indicado y que temía que de haber nacido discapacitado los padres lo denunciarían por no habérselo comunicado.
La cuestión tiene su razón de ser, es decir, ¿deberían todas las mujeres embarazadas someterse realmente a un examen prenatal que busque específicamente indicaciones de malformaciones o trastornos en el feto, aunque los resultados no siempre estén claros? ¿O no deberían confiar los padres en que Dios les dará un hijo sano? Y si es discapacitado, Dios también les dará la fuerza necesaria para tratar bien al niño. He hablado con muchas madres que tienen un hijo discapacitado. Siempre es una carga. Pero a menudo me dicen las madres que el hijo discapacitado es también una bendición para la familia. Los niños con síndrome de Down son en particular alegres y joviales. Aportan alegría a la familia.
Pero ¿cómo tiene que afrontar una mujer el pronóstico de que tendrá un hijo con una grave discapacidad? El acompañante tiene que dejar que exprese todos los pensamientos, preocupaciones y temores. Se permiten todos los pensamientos, sin juzgarlos. Los antiguos monjes decían que no somos responsables de los pensamientos que surgen en nosotros, sino solo de cómo los gestionamos. El que acompaña no puede imponer a la mujer su modo de afrontar sus pensamientos. Solo puede dar sugerencias para examinarlos con toda tranquilidad y poner en conversación los pensamientos contrapuestos. De llegar a optar por la alternativa del aborto, ¿cómo me siento? Si no interrumpo el embarazo y me imagino las dificultades de un niño gravemente discapacitado, ¿qué sentimientos surgen en mí? ¿Qué pensamientos y emociones prevalecen? ¿Predominan los pensamientos del agobio que me producirá el hijo discapacitado? ¿Que no será tal vez feliz con su discapacidad, sino que siempre se sentirá discriminado? ¿O prevalecen las preocupaciones como padres de que nos exigirá demasiado?
Es importante dejar que todos estos pensamientos se expresen. Pero también podría ayudar hablar con familias que tienen hijos seriamente discapacitados. ¿Cómo lo llevan? ¿Es una bendición para la familia o es una carga? ¿No quieren prescindir los padres de este hijo porque es un desafío para toda la familia? Las experiencias de otros padres pueden ser una ayuda para tomar la propia decisión. También en este caso se trata de decidir en conciencia.
En la actualidad, todas las personas tenemos tendencia a querer controlarlo todo. Queremos decidir sobre el comienzo de la vida y también sobre su final. Sin embargo, ¿nos hace realmente bien querer controlarlo siempre todo? ¿No sería mejor confiar en que Dios nos regala los hijos que serán una bendición para nosotros y para todas las personas con quienes se encontrarán?
Yo abogo por una mayor confianza en la vida. Pero no puedo dar marcha atrás. La medicina proporciona hoy la posibilidad del diagnóstico prenatal y muchas mujeres recurren a él. Es algo que no debo juzgar, pues no me corresponde a mí emitir un juicio. Y tampoco puedo juzgar la decisión que los padres toman basándose en el diagnóstico. Solo puedo ayudar a que decidan en conciencia. Y yo no soy juez de la conciencia de los demás. Es un juicio que solo le corresponde a Dios.
Mi marido y yo no tenemos hijos. Ya tenemos una edad en la que deberíamos aceptar que no podemos tener hijos. Es algo que nos entristece y nos deprime. Cuando nos reunimos con otros matrimonios, tenemos la sensación de que deberíamos justificarnos y explicar por qué no tenemos hijos. Y esto hace que nos sintamos inferiores.
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